CAMILA nunca fue una muchacha como todas las demás. Su lugar de nacimiento era la primera señal de la que más adelante se convertiría en una definitiva singularidad. Por un significativo azar o si se quiere ser menos intencionado por un mero accidente, dio su primer alarido en Singapur, después de un larguísimo parto que puso a su madre al borde de la muerte. Camila parecía empeñada en no entrar al mundo. Más tarde, durante su adolescencia, cuando ya había escuchado muchas veces la historia sobre su original y difícil nacimiento, Camila murmuraría para sí misma y en algunas ocasiones se lo gritaría abiertamente a su madre, que el primer error de su vida fue no haber logrado matarla durante ese parto. Pero no hay que adelantar los acontecimientos, aunque Camila fue una adolescente tan bella que se quisiera empezar a describirla de inmediato. Sólo que entonces se tendría que pasar de una fecha a otra sin ningún orden porque Camila nunca dejó de ser la imagen misma de la belleza. Para contener esa tentación hay que adelantar por lo menos que, convertida ya en lo que se llama una mujer, Camila tenía unas piernas maravillosamente largas, una figura esbelta y elegante, unas maneras y una distinción tan naturales que se definían a sí mismas y resultaban superiores a cualquier calificativo y un pelo rubio que se peinaba con un aparente descuido, que enmarcaba a la perfección sus seductoras sonrisas y sus miradas profundas, y al que de pronto, en el curso de cualquier reunión, sin interrumpir la conversación que estuviera sosteniendo, despeinaba aparentemente también tan sólo para lograr dejarlo mejor peinado y unir a la belleza del pelo la de los gestos que acababa de realizar. Pero de este modo no se puede llegar a ningún lado. Habría que mencionar cómo se veía Camila al caminar, su manera de sentarse, su voz grave y sedosa, sus ojos negros que al contrastar con el pelo rubio hacían posible la ya mencionada profundidad de su mirada y su desconcertante melancolía y lo único que se lograría es delatar una admiración que hace sospechoso el propósito narrativo y amenaza con convertirlo en una apasionada declaración del más intenso y desinteresado amor. Y sin embargo, ¿para qué se narra si no es para celebrar a figuras tan adorables como Camila?

El caso es que, para volver a intentar empezar por el principio, Camila había nacido en Singapur. Claro, fue un accidente. Su padre era un hombre rico y excéntrico, capaz de imponerse siempre inesperadas necesidades, y su madre decidía a veces ser una mujer sumisa para ocultar faltas a las que su debilidad la conducía y que no consideraba conveniente que su generoso marido conociera. Por esta serie de motivos, reunidas la excentricidad y la culpa, la riqueza y la obediencia, la feliz pareja que pasaban por ser en esa época los padres de Camila emprendieron un desorganizado viaje a Asia que se prolongó indefinidamente cuando la madre tenía tres meses de embarazo. Entre otros muchos avatares, el resultado de este viaje fue el nacimiento de Camila en Singapur. Ella le comentaría después a sus amigas que era triste no tener la más remota idea de cómo era el lugar en el que se había nacido porque los relatos que le escuchó hacer a su padre sobre la ciudad cuando era niña resultaban demasiado confusos y los había olvidado, su madre no quería recordar para nada ese doloroso suceso y todos los atlas, las geografías, las tarjetas postales y hasta las películas que se desarrollaban en Singapur le parecían insuficientes; pero luego se consolaba a sí misma de inmediato afirmando que, después de todo, todos nacen en cuartos de hospitales que son más o menos iguales, por lo cual sus amigas oscilaban entre el asombro y la irritación por el siempre arbitrario y probablemente falso carácter de las nostalgias de Camila.

Para entonces ella era ya una niña cuya belleza, sumada a lo que su madre llamaba su intolerable temperamento, debería permitir temer por su futuro y anticipar tenebrosos augurios. En la fotografía de la primera comunión de una niña a la que ella no conocía pero era prima de unas amigas suyas con las que su madre la mandaba todo el tiempo para alejarla de su lado, entre la lúgubre fila de invitados, confundida con ellos como si no fuera distinta a cualquiera aunque todo lo indicaba a gritos en la misma fotografía, se ve a Camila a los doce años aproximadamente con su generoso pelo rubio, la anticipación del glorioso futuro de sus piernas y una mirada y una expresión tormentosas que ponen un sello de irresoluble misterio en la absoluta belleza de su rostro. Y hay otras muchas fotografías. Todo un álbum familiar que permite ignorar las anécdotas que configuran los años de cualquier grupo humano que se proponga perpetuar la continuidad de una institución tan degradada como la familia y en cambio ofrece múltiples imágenes de Camila, siempre igualmente bella, en brazos de su orgulloso padre, dando sus primeros pasos titubeantes pero independientes ya, de la mano de su madre con el pie izquierdo en una posición que es imposible que alguien pueda adoptar sin rompérselo, con desgarbadas o gordas amigas entre las que resalta como una flor en el pantano de cualquier infancia gris o indecisa adolescencia, con el uniforme de su colegio, sobrepasando, anulando, borrando, transformando la generalidad de ese uniforme al imponerle la rigurosa singularidad de su belleza y por fin hasta en un vaporoso traje largo, con los hombros desnudos, bailando con cualquier imbécil que posiblemente no advertía su increíble fortuna. Pero al tiempo que nos entregan a Camila y nos permiten soñar con haberla conocido desde siempre, esas fotografías guardan silencio sobre una historia que en verdad es bastante compleja porque Camila jamás se consideró ni de niña, ni de adolescente, ni nunca, una persona feliz.

Quizás esta personal concepción de su propia vida la hacía más atractiva, ponía en ella esa seductora contradicción entre su belleza y la inesperada irrupción de una inexplicable melancolía equilibrada por la radical alegría que también era capaz de mostrar, sin ningún motivo visible, en otras ocasiones. No es descartable que lo que ocurriese es que no se puede ser impunemente tan bella como Camila. Pero ésta es una consideración fatalista. Tal vez ella era capaz de hacérsela; sin embargo, pensada por ella, puesta en sus propios y misteriosos términos, tendría otro carácter. Con toda seguridad ella despreciaría el precio que tenía que pagar por su belleza afirmando que ni esa belleza ni la felicidad eran más que accidentes ridículos, semejantes al carácter arbitrario del lugar de su nacimiento o de todo nacimiento, y no tenían ninguna importancia. El caso es que para recurrir a previsibles términos psicológicos, en vez de arrebatadoras y apasionadas definiciones despreciativas, habría que afirmar que desde muy pronto, tal vez desde que era una niña vestida siempre de blanco y que todavía no iba a la escuela, Camila se vio afectada por lo que empezó a descubrir que era una difícil y tumultuosa relación entre sus padres. Describir esa relación sería incurrir en el más tedioso de los lugares comunes. Lo único interesante de estas dificultades maritales es lo que con razón o sin razón, verdadera o imaginariamente, hicieron con el carácter de Camila. Visto desde afuera, ¡qué irresistible puede ser considerar a una niña bellísima e infeliz como en los cuentos de hadas! Pero Camila estaba convencida de que la vida no era un cuento de hadas sino más bien una historia de terror. Sufría en verdad, se rebelaba en verdad, luchaba incansablemente contra todo y contra todos y no obtenía ningún resultado positivo. Quería mucho a su padre, como se sugiere en todos los manuales psicológicos en relación con las niñas conflictivas, y que en efecto, por lo menos, había hecho posible la originalidad del lugar de nacimiento de ella; pero Camila sólo pudo tener unos cuantos recuerdos de él porque también tuvo la excentricidad de ahogarse intentando atravesar a nado un anchísimo y turbulento río cuando ella acababa de cumplir apenas siete años y muy poco después, como en los cuentos de hadas, la que para Camila siempre sería una mala madre volvió a casarse. ¿Quién puede sustituir a un padre por un padrastro por cariñoso que éste sea? Desde luego, Camila no era una figura capaz de caer en semejante vulgaridad. A partir del segundo matrimonio de su madre se mantuvo solitaria, orgullosa, difícil y apartada de todos los mayores en su propia casa con una inquebrantable decisión. Su única y auténtica alegría en este terreno fue averiguar, al cabo de un tiempo más bien breve, que su madre engañaba a su padrastro. Con todos estos elementos no sería imposible hacer una historia patética, pero como se cuenta con la siempre evidente belleza de Camila, este camino está vedado. Podría mencionarse la frecuencia con que apeló, en distintas ocasiones y con diferentes pretextos, al conocido recurso de los intentos de suicidio y tal vez se haga más adelante. Eso siempre es dramático; pero la intensidad de la emoción que puede alcanzarse con sólo imaginarla antes de que cumpliera quince años caminando por cualquier calle, sin el uniforme de su escuela, radiante dentro de su propia belleza, es muy superior y ni siquiera se puede intentar describir la primera vez que alguien la besó porque la envidia anularía toda posibilidad de eficacia narrativa. Hay que conformarse con informar.

Camila tuvo un hermano dos años menor que ella. Siempre lo quiso mucho y se impuso la obligación de protegerlo, aunque el hermano no parecía necesitar ninguna protección. Pero Camila no permitía que la mera realidad se inmiscuyera en sus sueños. Si ella había perdido a su padre a los siete años, su hermano contaba entonces cinco. De acuerdo con todas las leyendas —y el mundo de Camila era un mundo legendario— ante el alejamiento de su madre, los dos hermanos estaban solos frente a las dificultades de la vida y deberían apoyarse uno en el otro. ¡Qué deliciosa se veía Camila en pijamas cuando decidió faltar ella misma a la escuela para vestir a su hermano que iba a ella por primera vez y se puso furioso ante la pretendida ayuda de Camila! Por fortuna, no tuvieron hermanastros. No obstante, el hecho de ir a escuelas distintas iniciaba una natural separación. Su hermano empezó a tener amigos y la verdad es que Camila también tenía amigas. Entonces vivían en una enorme casa rodeada de añosos ahuehuetes, eucaliptos y fresnos y con un mullido pasto siempre inmaculadamente conservado. La sala de la casa, aparte de varios retratos de la madre de Camila, tenía un enorme ventanal para que desde ella pudiera admirarse libremente este panorama de árboles. También tenía una colección de armas que había pertenecido al padre de Camila y que ella se encargaba de limpiar, aunque en dos ocasiones dos diferentes pistolas se le habían disparado accidentalmente. La primera descarga rompió el espejo veneciano que era el orgullo de su madre; la segunda atravesó el ojo de uno de los retratos. Camila se ocultaba muchas veces en los insondablemente profundos sillones de la sala, sentándose a leer en ellos con los zapatos abandonados en la alfombra, los pies sobre el asiento y las rodillas en alto mientras la falda resbalando por sus muslos permitía admirar la cada vez más firme promesa de sus piernas. La casa contaba también con un comedor al que tiene que considerarse suntuoso y en cuyos aparadores se guardaban y exhibían algunas de las numerosas vajillas de la familia; un gran vestíbulo sin uso preciso y numerosos salones amueblados cada uno de ellos de una manera diferente pues, desde el principio, los gustos del padre y la madre de Camila no siempre coincidieron; hay que mencionar por último una escalera digna de que Camila bajara algún día por ella, deslumbrante y del brazo de su padre, para ser presentada en sociedad. Y luego estaban las habitaciones de arriba. El cuarto de su padre, cerrado ahora; la habitación de su madre a la que años atrás su padre entrara con regular frecuencia, entre otras cosas para realizar el milagro de poner a Camila en el mundo, y que ahora conocían su padrastro y también algunas personas más; el sagrado ámbito de la habitación en la que podían encontrarse huellas de todas las épocas de la vida de Camila; el escueto y deportivo cuarto de su hermano; varios baños de todo tipo y los indispensables pasillos que unían este intrincado grupo de instalaciones, de las que, significativamente, para mostrar aún inconscientemente nuestra adhesión a Camila, habíamos olvidado mencionar el cuarto de su padrastro.

Muchas noches, después de despedirse cortésmente de los invitados y de besar hipócritamente a su madre y a su padrastro, después de comprobar que su hermano estaba inmerso en la lectura de una novela de aventuras, y de perder durante algún momento el tiempo cambiando el lugar de cada objeto de los muchos que formaban su colección de fetiches secretos, Camila se ponía un largo y delicado camisón blanco, se deslizaba fuera de su cuarto por la ventana, descendía con facilidad hasta el jardín aprovechando la serie de apoyos secretos que una larga práctica había encontrado, y desde una conveniente distancia, se ponía de rodillas con los muslos apoyados en las pantorrillas y el tronco muy erguido o se sentaba con el tronco igualmente erguido, las piernas cruzadas con el camisón cubriendo sus pies descalzos y las ya largas y delicadísimas manos apoyadas en el regazo, sobre el mullido pasto, cerca del musgoso tronco de alguno de los ahuehuetes y desde ahí espiaba los movimientos de su madre, su padrastro y sus invitados en la sala, invirtiendo la función del gran ventanal, capaz de pasarse horas enteras así, enormemente divertida por el carácter grotesco que adquirían todos los gestos de los mayores vistos sin que pudiera escucharse lo que hablaban. Pero si, en cambio, alguien hubiera podido verla a ella no habría sido capaz de hacer ningún gesto y habría perdido el habla ante el carácter sobrenatural que tenía esa suerte de aparición de la que podría afirmarse, con una absoluta e indiscutible objetividad, que encerraba todas las posibilidades de la belleza más total sobre las sinuosidades de la tierra o en las desconocidas alturas del cielo. Inexplicablemente, cuando Camila se empeñaba en acompañar a su hermano al campo de futbol de su escuela los sábados por la mañana para admirar sus capacidades deportivas y conmoverse ante su valor, aunque se sentaba o se ponía de rodillas con la misma sobrenatural elegancia sólo que vestida ahora con diferentes faldas tableadas, suéteres y mocasines, y su belleza era tan radiante como en sus solitarias noches de contemplación de la estupidez humana, su hermano no mostraba ningún entusiasmo, sino que en muchas ocasiones le suplicaba que no lo acompañara, aunque, por supuesto, si la hubieran conocido, los amigos de él se hubieran opuesto radicalmente a esa ridícula petición, que nunca fue obedecida pero que, en el caso de que esta catástrofe ocurriera, hubiera disminuido notablemente sus ímpetus deportivos.

A pesar de lo ya dicho, si hemos de ser fieles a nuestro propósito, más allá de toda anécdota, hay que seguir encontrando motivos para celebrar la naturaleza única e irrepetible que dotaba de tales atributos a la figura de Camila. Ella encontró muy pronto sus propios deportes, los deportes que debían ayudarla a combatir la negra sensación de que su vida no tenía sentido, cuando su sola presencia llenaba de sentido a la vida. Su casa contaba con caballerizas, pero la equitación tenía que ser desechada porque su madre seguía practicándola. Eso es doloroso. Nos impide describir a Camila con botas de montar, breeches, un suéter con cuello de tortuga y un saco tal vez de terciopelo o de pana mientras sus largas, delicadas y firmes manos sostenían las riendas de un brioso corcel y el viento agitaba el bosque de su cabellera rubia. Pero a cambio de esta inevitable pérdida, Camila empezó a nadar y casi de inmediato a intentar convertirse en una experta clavadista desde el trampolín de cinco metros. No debe ser difícil para nadie con un mínimo de sentido estético visualizarla con un estricto traje de baño deslizándose con rítmicas brazadas por entre las transparentes aguas de una alberca olímpica con el rubio pelo encerrado en una gorra de baño, ni de pie en la orilla de un trampolín disponiéndose a realizar un salto prodigioso. Y luego, también, Camila empezó a jugar tenis. Los ceñidos y poco femeninos trajes de baño deportivos, aunque no conseguían ocultar la perfección de su cuerpo, eran oscuros por lo general. La inmaculada albura de las vestimentas correspondientes al deporte blanco era más conveniente para hacer resaltar la perfección física de la figura de Camila y por si la imaginación no logra su fácil propósito hay muchas fotografías que la muestran en traje de baño suspendida milagrosamente en el aire, con los brazos en alto y las manos unidas sobre la cabeza en la orilla de cualquier trampolín, con una raqueta de tenis a un lado de las interminables piernas o contestando con una grácil facilidad el difícil servicio de su rival en la cancha.

Todo eso forma una infancia y una juventud. Todo eso muestra también una belleza y una distinción excepcionales. Pero es cierto que cuando van acompañadas de tal distinción y tal belleza, ni la infancia ni la juventud son fáciles jamás. El mundo se cobra caro los dones que distribuye tan gratuitamente. El primer intento de suicidio de Camila data de una fecha ligeramente posterior a la que señala su cumplimiento de los quince primeros años de su original vida, que se inició, como ya se sabe, en Singapur, pero, como todavía no se ha mencionado, a partir de ese inicio se desarrollaba bajo el signo de Tauro. No puede culparse a las estrellas de la decisión de Camila y sin embargo, tal vez sería más conveniente hacerlo porque no hay ninguna explicación para una acción tan injusta con respecto a las cualidades de su propia persona. Simplemente, como ella misma le dijo al psicoanalista al que fue enviada después, consideró que sería interesante pasar por una experiencia así sin detenerse a pensar que, en caso de tener éxito, no iba a poder conocerla ni siquiera ella misma. Los hechos fueron muy sucintos. Con su acostumbrada elegancia, Camila se encerró en su cuarto de baño, se despojó muy despacio de su ropa, se contempló un instante en el espejo de cuerpo entero, según su propia confesión con una cierta tristeza ante la comprobación de la juvenil belleza que se disponía a abandonar en favor de la liberación de su alma de su atadura al cuerpo que Camila veía, llenó la tina, le puso abundantemente unas sales «que adoraba», entró a ella armada con una de las navajas de su padrastro —dato significativo según el psicoanalista— y con una relativa facilidad se cortó las venas de las dos muñecas. No pudo evitar que se le escapara un grito de sorpresa al ver su sangre y unos momentos después la encontró una sirvienta que entró al baño avisada por el grito de Camila y por la puerta que inexplicablemente ella se había olvidado de cerrar con llave.

No cabe duda de que fue un acto valiente y decidido, pero también es difícil saber con certeza por qué una muchacha de quince años en la que se encierra toda la belleza del mundo se propone despojar al mundo de esa belleza. Y la única explicación que se consiguió obtener por parte de la protagonista del suceso fue la que le dio al psicoanalista. Ni siquiera su hermano pudo lograr que le confesara algún motivo más verosímil. Sin embargo hay una explicación relativamente sencilla: Camila no era feliz; pero a cambio de su sencillez esa explicación no aclara nada y de todas maneras la ligera sombra de infelicidad que se mostraba algunas veces en sus perfectas facciones contribuía, como ya se ha señalado, a aumentar el carácter único de su belleza, insinuando que, aún sin darse cuenta, Camila pagaba un alto precio por ella.

Para las monjas y la mayor parte de las alumnas del colegio donde estudiaba Camila el frustrado intento de abandonar este mundo y como consecuencia inevitable, de acuerdo con los principios de la religión dentro de la que había sido educada pero que nunca se había molestado por tomar en serio, conocer las llamas y tormentos del infierno, se convirtió en una inesperada y devastadora pulmonía. Uno tiene derecho a imaginar el deleite del diablo al recibir a esa encarnación de un ángel terrenal en su horroroso recinto. Pero ésas son fantasías. La existencia del infierno puede ser improbable, la evidencia del misterioso y arrebatador encanto de Camila era indiscutible. Hay que atenerse a los sucesos de su vida en el fugaz mundo terrenal, aunque el imperceptible paso de los años en ella sin que su belleza dejara de ser excepcional, sugería una posible imagen de la eternidad. No obstante, la verdad es que el tiempo pasaba. Camila ya no era la niña ni siquiera la adolescente que transitara con tanta facilidad en la dirección de su éxito en los estudios por los años de escuela primaria y secundaria. Ella nunca se molestó en repasar ninguno de sus libros, un poco antes de entrar a clases copiaba siempre la tarea de alguna de sus amigas y, en la clase, escuchaba desde una increíble distancia y sin poner ninguna atención la monótona voz de sus maestras, sentada con su uniforme azul con un gran cuello blanco, sus calcetas blancas también y los cerrados zapatos igualmente azules cerca de alguna ventana, mirando a través de ella los raquíticos árboles del patio de su colegio y perdida por completo en todo tipo de ensueños que iban desde lo que hubiera sido su vida si no hubiera dejado nunca Singapur hasta la participación en fabulosas expediciones de caza en compañía de su padre, desde el intento de aceptar su soledad como una forma de homenaje a él hasta la elaboración de minuciosos planes para realizar con la complicidad de su hermano un crimen perfecto gracias al cual se liberarían de la presencia de su madre sin ser descubiertos jamás, desde el nebuloso proyecto de seducir a alguno de los amigos mayores de su hermano hasta la invención de un golpe que respondería a los servicios de su más terrible rival en las canchas de tenis anulando toda posibilidad de contestarlo, y sin embargo, al llegar los exámenes, alcanzaba siempre el primer lugar en medio de envidiosos rumores sobre el descarado favoritismo de las monjas. Pero esos rumores eran falsos. A Camila le bastaba, en efecto, con escuchar desde su insalvable lejanía las explicaciones de las maestras para grabarlas en su memoria de una manera indeleble. Ella sólo olvidaba lo que quería olvidar, aunque, por supuesto, este olvido fuera real y contribuía a agravar lo que el psicoanalista y algunos de sus familiares, entre los que no se encontraba su hermano pero sí su madre, llamaban sus «imaginarios traumas y sus raros problemas psicológicos». Sin embargo, el frustrado intento de suicidio no era obviamente para Camila el producto de cualquier forma de carácter vergonzosa. Entre sus amigas más cercanas —Camila nunca tuvo amigas íntimas— la versión de la pulmonía fue irrebatiblemente desmentida mediante el sencillo recurso de enseñar las cicatrices en sus muñecas. No contó con la aprobación de todas las muchachas, pero sí con un unánime ascenso de su prestigio. Era imposible ponerlo en duda: el mundo en el que Camila habitaba permanecía desconocido para la mayor parte de los mortales. Las vulgares categorías de bien y mal, plenitud y vacío, felicidad o infelicidad, recompensa o castigo estaban totalmente ausentes de él. Y no porque Camila no pensara, sino porque pensaba demasiado profunda y originalmente. Podría afirmarse sin faltar a la verdad, siendo objetivos en la medida de lo posible, que la profundidad de sus pensamientos era tan real como la mirada de sus ojos negros, atravesados siempre por la tristeza, la alegría, la malicia o la ingenuidad en el delicado rostro enmarcado por la llamarada rubia de su pelo. Pero hacer explícita esa profundidad es tan imposible como explicar el misterio del absoluto poder de seducción de esa mirada en sus ojos negros a la que, en cambio, correspondía con precisa exactitud la inextricable ambigüedad de su sonrisa. Evocar esa mirada, evocar esa sonrisa es siempre más útil, auténtico y gratificante que tratar de desentrañar cuáles eran los pensamientos cuya naturaleza, tal vez, determinaba la mirada y la sonrisa, pero que también se servían de ellas para revelarse al tiempo que permanecían ocultos.

Camila terminó la preparatoria con el mismo éxito y la misma facilidad de los que la única que no se sorprendía era ella, aunque tampoco lo consideraba lo suficientemente interesante para sentirse orgullosa o contenta por él. Pero no entró a la Universidad. Es cierto, por un lado, que a pesar de sus indudables dotes intelectuales no tenía ninguna vocación precisa, quizá incluso sería más exacto decir que no tenía ningún interés preciso. Sólo estaba envuelta por la irresistible atracción de su apariencia. Camila a los diecisiete años era sorprendente, imprevisible, con las más injustificables fidelidades y una incalculable facilidad para la traición dentro de una figura que mostraba la imagen de todas las posibilidades que no buscan ni quieren aplicarse a ningún fin concreto, sino que siempre están condicionadas por la forma del impulso que las conduce a manifestarse. El número de novios que tuvo y el de los que les quitó a sus amigas es incontable. Practicaba este nuevo deporte con la misma fácil tenacidad que la natación, los clavados o el tenis. Y sin embargo, no puede deducirse de esto que Camila sintiera ninguna especial atracción por la enorme fila de enamorados y rendidos seguidores que a los diecisiete años ya había dejado atrás. Además era virgen. Entre sus amigas afirmaba con una radical seguridad que el acto sexual no tenía más que un sentido utilitario y era intolerablemente vulgar. Interrogada sobre el motivo de estas consideraciones cuando no descansaban en ningún conocimiento empírico, contestó que no se necesitaba meter la mano al fuego para saber que quemaba ni intentar abrazar un tigre sin suponer que el abrazo terminaría mal. ¿Pero y su belleza? Había intrépidos capaces de intentar rebatir estas arraigadas convicciones. Si Camila no entró a la Universidad este suceso tan lamentable para el campo del saber no se debió tan sólo a su desinterés por cualquier carrera, sino al mucho más común y vulgar hecho de que se casó —afortunadamente se puede agregar de inmediato por primera vez— apenas terminó la preparatoria.

Referida a cualquier otra persona, ésa sería una historia banal, pero no puede tomarse en esos términos tratándose de Camila. Sería ridículo suponer siquiera que estaba enamorada. Eligió uno entre un incontable número de candidatos. Debía ser un bravo y temerario muchacho, pero también un ingenuo que jamás supuso lo que le esperaba cuando para su sorpresa y su felicidad fue elegido por Camila. La primera persona a quien ella le comunicó la noticia con un tono objetivo, frío y distante, fue a su madre. «Era mejor —según Camila— poner una favorable distancia entre las dos y abandonar la casa». Luego hubo secretos conciliábulos en el cuarto de su hermano y en el de la propia Camila, donde, vestida con un transparente camisón y pasándose incansablemente un peine por la rubia melena, Camila lo recibía acostada en la cama en una de cuyas orillas se sentaba su hermano y en vez de hablar del próximo matrimonio sobre el que Camila no había llegado nunca a poder expresar su opinión, hablaban mejor, de acuerdo con la sugerencia de ella, de los más remotos recuerdos de su infancia intentando resucitar al pasado con una furiosa nostalgia.

Los preparativos para la boda siguieron adelante. Con una total hipocresía las dos familias aseguraban que estaban encantadas y coincidían en elogiar sin medida al contrayente del lado contrario, con el resultado, respecto a Camila, de que los elogios a su novio por parte de su madre hicieran que pasara de una clara indiferencia por él a un decidido desprecio. Sin embargo, la importancia de esos detalles no iban a merecer que Camila perdiese el tiempo meditando en ellos. Era mejor estar de acuerdo en lo que todos decían. Iba a ser una gran boda; iba a ser un legítimo acontecimiento social. Pero una semana antes de la fecha señalada para el suceso, cuando los regalos de los invitados invadían toda la casa, una mañana la cama de Camila amaneció sin deshacer y vacía y durante dos días de desesperada búsqueda nadie logró averiguar dónde se encontraba ella. Finalmente avisaron desde un pequeño puerto que unos pescadores la habían rescatado cuando, a pesar de su reconocida capacidad como nadadora, la marea la alejaba cada vez más de la costa. Camila le explicó a su novio que se había retirado a ese puerto para meditar desde la soledad y con la debida gravedad en el importante paso que los dos se disponían a dar. A su hermano y a un reducido grupo de amigas les confesó con un ligero aire de reto y orgullo que ése había sido su segundo intento de suicidio.

Nadie podría suponer tan recientes y negros propósitos en la radiante novia que unos días después entró a la iglesia del brazo de su padrastro. Ni las doradas volutas que convertían al altar barroco de la iglesia en una joya reconocida por todo historiador de arte de prestigio, ni el elegante ornato con el que los más exclusivos especialistas hicieron desaparecer bajo imponentes cúmulos de flores todo espacio libre fuera de las bancas, ni la exquisita y perfectamente ejecutada música con la que se acompañó el desarrollo de la ceremonia, ni los aparatosos trajes y la particular belleza de cualquiera de los invitados podían ni remotamente competir con el espectáculo de Camila vestida de novia. No era un ser humano; era la inocencia, la pureza, la fuerza y también el carácter complicado de la vida los que encarnados en la esbelta y alta figura vestida de blanco avanzaban hacia el altar. No fue un dedo cualquiera, sino el más bello dedo que había existido jamás en el mundo, el que se extendió hacia la mano temblorosa de su novio para que le pusiera la argolla en la que se simbolizaba su unión. Pero ni siquiera Camila puede precisar cuáles fueron sus emociones y sus sentimientos cuando avanzó del brazo de su reciente y flamante esposo hacia la salida de la iglesia.

Tampoco trató de explicarse ni a solas consigo misma ni en voz alta y para los demás con razones que no fueran absolutamente falsas y cuyo carácter ficticio no se molestaba en disimular, los motivos que arruinaron su matrimonio y lo convirtieron en un ruidoso fracaso en menos de un año. En la intimidad, la juvenil y hermosa pareja, cuyo porvenir antes de la boda todos consideraban tan luminoso o decían que sería luminoso aunque abrigaran los más fundados temores hacia él, no parecían coincidir en un solo punto. Camila, con su voz grave cuyo mismo tono no permitía dudar de su sinceridad, comentaba a gritos en todo tipo de reuniones que su marido había logrado hacerla irritantemente frígida mientras toda su figura negaba la veracidad de esta afirmación. ¿Cómo podía aceptarse tal desperdicio, tal derrota, tal desastre cuando se tenían a la vista esas larguísimas piernas, ese estrecho talle, esos altos y pequeños pechos, ese cuello sin fin y la tierna dulzura de cada una de las facciones que formaban la totalidad del impensable rostro enmarcado por la melena rubia? El marido de Camila aseguraba que las escandalosas afirmaciones de ella no eran más que el producto de una inexplicable necesidad de mentir y de una rigurosa exigencia exhibicionista que consistía en disimular con sus declaraciones lo que en realidad pasaba. Según él, la sensualidad de Camila no tenía límites y la exigencia de mantenerse a la altura de un continuo rapto sexual hacía que para ella toda noche fuera demasiado corta. No se descarta la posibilidad de que para Camila en eso consistiera la frigidez. Después de todo, ella había llegado al lecho nupcial sin ninguna experiencia previa. Lo cierto es que, fuese cual fuese el verdadero motivo, Camila decidió muy pronto que ella y su marido deberían dormir en habitaciones separadas. Los argumentos con los que justificó este hecho iban desde el poco verosímil de que su marido era sonámbulo y le asustaba verlo levantarse de pronto y salir de la habitación con pasos firmes y un rumbo desconocido para regresar al cabo de un largo tiempo sin que ella, inmóvil en la cama, se atreviera jamás a despertarlo hasta el más sencillo, pero también más vulgar, de que roncaba demasiado fuerte cuando no soñaba en voz alta y se revolvía con una abrumadora inquietud en la cama. Para probar el difícil paso de sus noches Camila señalaba sus recientes ojeras que, por otra parte, no hacían más que sombrear de una manera más sugestiva aún sus negros ojos. Siempre avergonzado y no menos agotado de lo que aseguraba estar Camila, su marido decía a todo el que quisiera escuchar sus desesperadas confidencias y en especial a la madre de Camila que era su más fervorosa cómplice, que estas nuevas ojeras no se debían más que a las inagotables y desenfrenadas exigencias sexuales de su angelical esposa.

Dando por sentada la imposibilidad de llegar nunca a la verdad que hace tan incierto cualquier intento narrativo, no es demasiado arriesgado afirmar, sin embargo, que Camila nunca había sido una persona sencilla; pero también era indiscutible que nadie en su sano juicio pudiera perder el tiempo en otra cosa que en cumplir hasta el más mínimo de sus caprichos cuando ella, que ya había aceptado convertirse en la esposa de su marido por un capricho no menos arbitrario que cualquier otro, amenazaba con abandonarlo. No obstante —¡que el cielo lo juzgue!— el joven cónyuge aceptó con un inaudito alivio la separación. ¿Sería realmente frígida Camila? Si no lo era de una manera tan radical que la acercara al hielo sino que el marido era sincero cuando afirmaba que su voracidad sexual no tenía límites, ¿cómo podía alguien resignarse a perder para siempre la irresistible exigencia que le imponían? El tedio general en medio del cual transcurre la vida para la mayoría de la gente, facilitó que empezaran a circular todo tipo de tendenciosos rumores. La frigidez de Camila era verdadera y además el marido era medio impotente. Cuando ya vivía sola en un pequeño y hermosísimo departamento, deliciosamente amueblado y desde cuyas ventanas se veía la rica vegetación de un silencioso parque, después de haberse negado a quedarse en la casa donde durante casi un año había sido tan infeliz y también de regresar a aquella otra en la que había sido infeliz durante por lo menos diez años, decía ella, ocupándose de subrayar que la fecha coincidía con la muerte de su padre, Camila se divirtió esparciendo versiones mucho más originales de lo ocurrido. La única y sencilla verdad era que mientras estuvo casada se aburrió hasta el delirio. «Unas nacemos para casadas y madres y otras… para otra cosa» o «Carecía por completo de imaginación. No se puede vivir con alguien que siempre quiere hacer el amor de la misma manera y hasta en la misma posición cuando yo le pedía que fingiera ser un asaltante y me violara entrando por la ventana o por lo menos que simulara que yo era una prostituta a la que acababa de contratar en una calle cercana», decía Camila con sus pudorosas faldas grises y sus suéteres azules, sentada en el blanco y mullido sofá de la sala de su nuevo departamento. Los que escuchaban estas poco plausibles pero siempre divertidas explicaciones de los auténticos motivos de su fracaso matrimonial eran sin excepción nuevos admiradores que inmediatamente tenían que empezar a imaginar qué acción original se verían obligados a discurrir para lograr seducirla. Pero después de esas terribles confesiones, con toda naturalidad, Camila abría su bolsa, sacaba un peine y con el ya tradicional gesto que la calificaba, cambiaba de dirección las ondas, tan suaves y diversas como los reflejos del sol al atardecer, de su sorprendente y profundo pelo rubio, sugería que fueran a tomar una copa a algún lado y después de un gran número de ellas no se necesitaba imaginar nada para conseguir que Camila les permitiera entrar luego a su casa primero y a su cuarto después.

De ningún modo debe suponerse por esto que Camila era una mujer fácil. Tuvo algunos amantes, es cierto. Hubiera sido imperdonable desperdiciar su belleza; pero se desprendía de ellos con una absoluta indiferencia, sin que las súplicas de sus rendidos seductores fueran escuchadas jamás y el número de estos seductores, siempre equivocados sobre el verdadero carácter de su acción, era tan grande que con toda verosimilitud puede afirmarse que no tenían ningún rostro y en realidad su suma daba por resultado un cero que sólo los más desprestigiados prejuicios pueden llegar a considerar imposible. Por todo lo cual se debe inferir que, dadas las circunstancias en las que se desarrollaba su vida, Camila permanecía intocada aunque cualquier idiota pueda suponer que esta consideración nace de la desesperada urgencia de unir dentro de una misma realidad la conducta de Camila con el carácter inmaculado que exhibía a gritos su forma de belleza, esa belleza que no se puede mencionar sin sentir un legítimo estremecimiento de alegría y ternura ante la bondad con que una determinada apariencia física puede encerrar, mostrar, expresar y comunicar la inmutable generosidad de la vida.

Además, haciendo a un lado la conducta privada de Camila porque no debe interesarle más que a ella y sólo es verdadera en la dirección en que ella lo desee, en el variado campo de las actividades públicas, aparte de su intensa vida social y de su merecido éxito en los más diversos círculos, Camila había vuelto a dos de sus antiguas pasiones: la natación y el tenis. La imaginamos atravesando sin descanso la alberca del afortunado club deportivo que la contaba entre sus socios; la imaginamos en las canchas de tenis, vestida de blanco, como cuando era niña y como la adorable e imprevisible niña que siguió siendo al entrar a la adolescencia y que con toda seguridad era todavía ahora cuando se le veía dueña de un rostro sin edad e indeciblemente esbelta, rubia, melancólica, bella y maravillosa; la imaginamos en el bar del club tomando una o muchas copas con los rivales que acababa de humillar en las canchas de tenis; la imaginamos —una vez más, siempre una vez más sin que ninguna de las veces sea suficiente para agotar sus posibilidades de mostrar el más absoluto esplendor en el más banal de los gestos— abriendo su bolso, sacando un peine y pasándolo sin ningún orden por su sorpresiva cabellera rubia y es Camila y sus ojos negros miran de pronto con una misteriosa e indecible dulzura y esto debería bastar para hacer infinitas las posibilidades de imaginarla. Pero, en el campo de la existencia cotidiana, su regreso a la antigua pasión por el tenis tuvo unas consecuencias que pueden volver a hacer pensar que Camila había logrado hacer su vida verdaderamente dramática y siempre ajena a su voluntad. En aquella época imprecisa, de la que lo único que vale la pena fijar es la inmutable belleza de Camila, un joven un tanto mayor que ella brillaba, hay que admitir que con mayor intensidad aún que Camila, en las canchas de tenis. Su nombre se mencionaba con respeto en las más exigentes crónicas sobre los acontecimientos destacados en el deporte blanco. Algunos aseguraban que llegaría a traer a nuestro país la Copa Davis. Y tal vez esto hubiera ocurrido en efecto si no fuera porque un día, sin duda infausto para él, conoció a Camila. Ella acababa de terminar una difícil partida. Estaba sudorosa y con el aliento entrecortado; pero la mirada de sus ojos negros era tan insondable y luminosa como siempre y la sonrisa que apenas se insinuaba en sus labios no dejaba de sugerir la más indestructible pureza. Para felicidad de los dos y para triste deterioro de la carrera del joven con brillante porvenir, Camila asegura que cayeron rendidos uno por el otro apenas se vieron. Es obvio que la pasión por el tenis puede ser sustituida con facilidad y sin ni siquiera advertirlo por la simple y mera pasión cuando es alguien como Camila quien la despierta y acepta corresponderla desde nuestro imparcial reconocimiento de que ya sabemos que varias de sus aficiones no eran precisamente deportivas. El joven empezó a pasar mucho más tiempo en la sala con el sofá blanco de Camila que en las canchas donde debería vestirse de blanco. Su condición física decayó notablemente y su interés por los triunfos ante la red se convirtió en un despego que le permitía no darle ninguna importancia a este decaimiento. Para los fanáticos del deporte blanco los fracasos del joven en el que se habían depositado tantas esperanzas eran inexplicables; para Camila esos mismos fracasos representaban un triunfo secreto y por ello más pleno aún. Era verdad que estaba enamorada y su amor era correspondido. El único problema consistía en que ese amor fuera tan absorbente. ¿Pero quién puede ocuparse de otra cosa que del amor cuando se conoce y se tiene el amor? Esta pregunta se remonta a la antigüedad clásica y debe situarse en los orígenes del pensamiento.

Camila le presentó su reciente adquisición a su hermano y luego, junto con él, lo llevó a casa de su madre. Ella estaba segura de que iniciaba una nueva vida en la que todo su para ella oscuro pasado desaparecería, pero volvió a ser agradable disgustar a su madre con su felicidad al anunciarle que iba a casarse de nuevo sin esperar la anulación del matrimonio religioso que su primer marido estaba tramitando. Y para sorpresa de todos los que suponían que Camila no tenía remedio y jamás volvería a asumir la responsabilidad de una vida normal, se casó, en efecto. Esta vez sin ninguna ceremonia ni ningunos preparativos aparatosos, conducida sólo por el amor a la más bien ruinosa sala de un juzgado civil, donde tuvo que dar los datos que definían su condición como ciudadanos de ella y su novio a secretarias más ruinosas aún que la sala del juzgado y que se equivocaban continuamente y de una manera bastante exasperante para Camila, que sólo quería tener ojos para su amor, al redactar las actas. Sin embargo, eso no fue lo más grave. Demasiado tarde, Camila descubrió que, como era natural, su joven y brillante tenista, un más bien opaco arquitecto en la árida vida real, tenía —además— una madre, viuda y que se había ocupado desde siempre de la educación y el camino que debería seguir su único interés en la vida. Las madres crean una sombra tenebrosa en la vida de Camila. Puede decirse que si el joven tenista arruinó su carrera por el amor de Camila, la madre del joven tenista arruinó el amor de Camila, aunque como hay que exigirlo en relación con la vida de Camila nunca deben hacerse afirmaciones tan definitivas. Habría que contar siempre con el que hay que llamar, sin pretender definirlo con demasiada exactitud, el carácter de Camila.

La casa en la que se instalaron los jóvenes esposos era más modesta que el antiguo departamento de Camila. Su forma de vida siguió siendo la misma que cuando todavía eran solteros y no se ocupaban más que de responder a las exigencias de su mutua pasión. Pero sin que hubiera nada sospechoso en esto, además de a Camila y antes que a Camila aún, el joven tenista adoraba también a su entrenador. Camila lo conocía. Al principio, este hombre ajeno a las tentaciones de la vida y entregado como si fuera una religión a la tarea de preparar a futuros campeones de tenis, tuvo confianza en Camila e ingenuamente supuso que ella podría ayudarlo; después aceptó su equivocación y aprendió a odiarla tanto como la madre del joven tenista y quizás tanto como la propia Camila podía odiar que alguien necesitara un director espiritual en la medida de su marido antes de conocerla a ella. Pero, naturalmente, ni el odio del entrenador ni el de la madre significaron nada para Camila. A ella sólo le interesaba el amor de su esposo. Lo que ocurrió después era previsible, pero para Camila resultó desastroso. Ella siempre había tomado al tenis como una manera agradable de llenar sus ocios. En cambio, al cabo de unos meses de intensa vida conyugal con Camila, en relación con el tenis, su marido se sentía como un cura defroqué. El entrenador y la madre unieron sus fuerzas para ayudarlo a vencer la loca pasión que lo cegaba apartándolo del que siempre había sido su sueño y convencerlo de que debería cambiar la dirección de sus actividades y diversiones cuando el joven tenista fue eliminado del equipo que debería competir en la próxima Copa Davis. Y triunfaron. Camila conoció entonces el desértico tedio de lo que comúnmente se llama vida burguesa. La bebida fue desterrada por completo de su nueva casa y la antes divertida pareja se acostaba muchas veces sin llegar ni siquiera a ver los últimos programas de televisión. Ignorando casi por completo sus deberes sexuales en relación con su joven esposa, aparte de las horas que le quitaba la obligación de ganarse la vida, la mayor parte de su tiempo era ocupada por el también joven cónyuge en recuperar su condición física y volver a ser dueño de los mágicos golpes y la movilidad en la cancha a los que debía su antiguo prestigio. Pero Camila no estaba dispuesta a renunciar a su amor. Contra todos los rumores era una mujer con convicciones y decidió adaptarse a esa nueva forma de vida. Algunas veces hasta fue al mercado e intentó preparar para su marido los mismos saludables platos que le daba su madre. No tuvo ningún éxito.

¿Se puede precisar el momento en que termina el amor? Camila ya reconocía para sí misma que odiaba el tenis y cuando cumplió veinticinco años, aunque todavía era un espectáculo incomparable verla llegar a recoger a su marido, decidió que ya era una anciana cuya vida era soporífera y carecía de sentido. Entonces intentó suicidarse por tercera vez. En esta ocasión, de acuerdo con el carácter soporífero de su vida, consideró que el medio más adecuado era los somníferos. Alquiló un cuarto de hotel, pero ni siquiera se ocupó de llevar equipaje, su conducta se hizo sospechosa de inmediato y no la dejaron dormir, a pesar de los cien nembutales que se había tomado con una ejemplar paciencia, ni siquiera tres horas antes de abrir el cuarto con una llave maestra y conducirla al hospital. Ahí fue a verla su desconcertado marido y ahí mismo ella le dijo que no volvería a jugar tenis en su vida, que no volvería ni siquiera a ver una partida de tenis y que tampoco volvería a vivir con él.

Su madre tuvo que ocuparse de ir a recoger la ropa y las demás propiedades de Camila a la casa donde, a pesar de su amor, se había aburrido tan inútilmente durante más de dos años. ¿Este nuevo fracaso permitía empezar a considerar efectivamente sombría la vida de Camila tal como ella siempre lo había deseado? Todo lo contrario. Poco después Camila leyó en las páginas deportivas de un periódico que su segundo marido había sido derrotado con facilidad en una competencia sin importancia. Pensó con justicia que hasta para jugar tenis se necesita contar con la fuente de inspiración que era alguien como ella. Su hermano estuvo de acuerdo. Su madre le preguntó a Camila qué proyectaba hacer con su vida de todas maneras si nadie la solicitaba como motivo de inspiración. Sentada con un delicioso traje sastre gris en uno de los profundos sillones de la antigua sala de su casa, habiendo abandonado los zapatos sobre la alfombra, con los pies puestos sobre el asiento y las rodillas hacia arriba, igual que cuando era niña, Camila respondió que eso no ocurriría jamás aunque no tenía por qué molestarse en probárselo. Nunca había aceptado un solo centavo de su primer marido después de la separación; hizo lo mismo con el segundo; pero para entonces ya era mayor de edad y aunque es posible pensar que sus actos seguían siendo un tanto infantiles en su adorable irresponsabilidad, ya había entrado en posesión de la fortuna heredada de su padre. Apenas encontró el sitio adecuado abandonó la mansión en la que él ya no estaba. En esta ocasión no alquiló ningún departamento, sino una pequeña casa no muy lejos de la que fuera suya y de toda su familia pero que ahora ella sólo consideraba de su madre. Volvió a amueblarla con lo que ya podía considerarse su sello personal cada vez que regresaba como soltera a gozar de su nunca depuesta independencia. Pero ahora que había renunciado al tenis y por un inexplicable motivo lo unía también a la natación, pensaba a veces con nostalgia en la equitación, recordando las pocas ocasiones en que la había practicado de niña y reconocía que el obstáculo que no le permitiera frecuentarlos nunca seguía interponiéndose entre ella y los caballos. No tuvo más remedio que recurrir a otro tipo de actividades. ¿Qué otra cosa podía hacer una mujer dueña de la rara belleza de Camila y sin ninguna vocación precisa ni ninguna ocupación necesaria? Sólo se puede abonar en favor de Camila la rutilante manera en que enriqueció con la indeleble marca de una fugaz relación con ella el pasado de tantos hombres sin más mérito que el de haber sido sus amantes. En cambio, a ella, como siempre, nada la tocaba. Su belleza seguía siendo la misma. Era una forma de belleza a la que los años le daban una diferente expresión sin cambiar su esencia. Esbelta, decidida, con la misteriosa tristeza que a veces aparecía en su profunda mirada calificando sus perfectas facciones, solitaria, siempre fiel a quién sabe qué irreconocible sueño, distinguida y distante, elegante por naturaleza como si la elegancia fuera un atributo que saliera a la superficie desde el interior de su persona, cruzando sus largas piernas desde un maravilloso olvido de sí, arrogante sin proponérselo a base sólo de ser tan bella, permitiendo admirar la aristocrática perfección de sus manos con cada uno de sus movimientos, retirándose a esa zona a la que nadie había entrado jamás y donde sólo habitaban los pensamientos cuya naturaleza ella tampoco se había preocupado de precisar nunca, sonriendo con una inmarcesible dulzura, seria e inocente, dejándose seducir con una facilidad inaceptable, bebiendo hasta que el admirador que se le enfrentaba tenía que abandonar borrosamente vencido el campo de batalla, dedicando invariablemente muchas horas de la semana a conversar con su hermano, vestida siempre de la manera más propia y original en su extrema sencillez, caminando con largos pasos decididos, con los reflejos dorados en el radiante sol de su pelo cambiando de rumbo bajo la inesperada acción de su peine, Camila, la muchacha que había nacido en Singapur, que desde muy niña se propuso no ser feliz jamás, que gustaba de espiar los movimientos de los mayores para comprobar que eran grotescos, que para los demás cometió todos los errores que alguien puede cometer en la vida y salía siempre airosa de las difíciles pruebas a las que se sometía, nunca pudo dejar de ser el milagro que se encierra en las tres sílabas de su nombre.

Llego ahora al inefable centro de mi relato. Aquí comienza mi desesperación de escritor. Quisiera repetir hasta el infinito, con la facilidad con la que se puede volver atrás y ver una y otra vez, siempre de nuevo, la misma imagen en una película, mi primer encuentro con Camila. Pero vivimos inmersos en el tiempo. Lo imperecedero siempre es fugaz. Sin embargo, debo intentarlo. De todas maneras, el fracaso también permite volver a empezar. Objetivamente, los sucesos ocurrieron de la siguiente manera: yo estaba en una reunión de la que no esperaba nada en la casa de unos amigos, sentado, sin sospechar los privilegios de mi posición, en un sofá desde el que podía verse la puerta de entrada. Por fortuna no había muchos invitados. Sonó el timbre. Una sirvienta fue a abrir y en fila india, presidida por la mujer de un doctor al que yo conocía y delante de ese mismo doctor, entró Camila. ¿Qué describir primero de esa inconcebible aparición? Era más alta que el doctor y su mujer. Sus movimientos eran firmes. Su impetuosa entrada tenía algo de marcha triunfal y sin embargo ella no lo advertía. El dueño de la casa se dirigió al encuentro de los tres nuevos invitados. Pude contemplar ampliamente a Camila. Vi que era rubia, vi que tenía los ojos negros, vi que su nariz era recta, sus pómulos salientes, el dibujo de su boca perfecto y su barbilla firme. Vi que su cuello era largo y delgado. Reparé con todo detalle en cómo iba vestida. Traía unas botas de piel clara con unos altísimos y puntiagudos tacones, atravesadas por correas y que no debían llegarle más allá del tobillo. Sus interminables piernas estaban cubiertas por unos pantalones de pana con una textura finísima y cuyo color era una mezcla de anaranjado, café claro y amarillo para el que no existe ningún nombre. Traía un suéter amarillo con el cuello redondo sobre el que descansaban las puntas de una blusa camisera blanca y echada simplemente sobre los hombros un saco de una suerte de gamusa entre amarilla y café cuya altura hacia abajo apenas sobrepasaba su cintura. Su aparición fue la más fulgurante revelación de la belleza que he tenido en mi vida; pero, como siempre ocurre con la belleza, era evidente que ella no le daba ninguna importancia a su realidad. Estaba ahí y podría pensarse que suponía ser sólo una más entre los invitados. Para mí fue, desde el principio, desde el instante en que entró por la puerta del departamento de mi amigo que se convirtió así en la puerta del paraíso, el absoluto, único y radical centro del mundo, la realidad que se ignora a sí misma y encierra todos los posibles sentidos desde su ignorancia. Pero esta súbita y aterradora revelación que convertía al hombre libre que yo creía ser en un miserable y feliz esclavo, traía consigo algunos problemas que, aunque en comparación con la belleza de Camila carecen de importancia, es indispensable consignar. En aquel entonces —¿cómo puedo hablar de un pasado, de un presente, de un futuro, si la vida empezó para mí en ese instante y se quedó para siempre fija en él? Sólo para poder seguir evocando a Camila. Por eso repito—: en aquel entonces no había pasado todavía un año desde que recibí mi nombramiento como profesor de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras y daba a veces con placer y otras con un cierto aburrimiento, clases de metafísica y epistemología. Estaba felizmente casado con la que fue mi novia desde la preparatoria y desde entonces me hizo conocer la tranquilidad de una satisfactoria vida sexual, perfeccionada de vez en cuando por algunas infidelidades sin importancia. No tenía hijos ni problemas fuera de los que causa el pensamiento. En esta historia aparentemente frívola y en verdad tan sólo desorbitadamente inspirada por un amor absoluto, mi mujer es la grave e inocente víctima, pero no tengo ningún reparo en admitir que para mí desapareció por completo en el momento en que Camila entró al departamento. Tal vez por eso logré con tanta facilidad que no estuviera cerca cuando el dueño de la casa me presentó a Camila. Estreché por primera vez su larga, incomparable mano. Su voz era grave y al mismo tiempo tierna y frágil, con la ternura y la fragilidad que también se advertían en sus ojos negros. Su sonrisa ponía una delicada distancia entre su vida secreta y aquel a quien le sonreía. No parecía saber por qué motivo estaba en la fiesta. Nunca parecía haberse preocupado de averiguar por qué iluminaba al mundo con su presencia. Ponía un cuidadoso empeño en parecer caprichosa, frívola y banal; era sensible hasta la más extrema fragilidad, remota sin advertirlo y con la tierna melancolía que no podía dejar de poner un raro acento en su espectacular y total belleza. Era posible advertir todo esto aún antes de hablarle, contemplándola tan sólo. Luego escucharla decir cualquier cosa con su voz grave y dueña de una contradictoria reserva, lo confirmaba. Ningún ser normal podía conocer a Camila sin perder de inmediato todo sentido de la realidad que fuera independiente de aquel al que ella, sin ni siquiera proponérselo, creaba.

Me temo que a mí la filosofía nunca me dio tantas respuestas como las que la sola presencia de Camila entregaba. Es posible que la vida de muchos transcurra y se acabe sin una revelación tal. Así se explicarían el pesimismo y tantas concepciones sombrías de la existencia. Pero cuando la revelación nos toca lo único que puede hacerse es seguirla. Desde el día siguiente a la noche en que conocí a Camila y hablé con ella algunos minutos que en el recuerdo, después de que salí de la fiesta y no logré dormir un solo segundo deslumbrado hasta en la oscuridad de mi cuarto por la radiante aparición, me parecieron imborrables y eternos porque la persistencia de Camila en mi memoria transformaba incluso la sustancia del espacio y el tiempo, mi asedio a su belleza fue incansable. El amigo en cuyo departamento nos conocimos me dio el nombre de la pequeña calle en la que se escondía su casa. No estaba lejos de la Universidad. Camila me recibió, vestida con unos estrechos pantalones de cuero negro y un oscuro suéter gris de cuello redondo sobre el que descansaban las puntas de su blusa camisera, como si lo más natural del mundo fuese que alguien a quien acababa de conocer fuera a visitarla de inmediato. Me pasó a su sala, me invitó a una copa, me dijo que nunca en su vida había pensado que alguien podía dedicarse a la filosofía y era muy divertido descubrir que los profesores tenían el aspecto que yo tenía. Si alguna vez se hubiera ocupado de imaginarlos se los hubiera imaginado vestidos con túnicas, pues remotamente suponía que la filosofía había empezado y terminado en Grecia. Hay que admitir que no le faltaba razón y además cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos, cada una de sus actitudes carecían de importancia y resultaban inolvidables.

Le regalé varias novelas, mi libro sobre Nietzsche y mis ensayos sobre la desaparición de la metafísica y la imposibilidad del saber con la certeza de que nunca iba a leerlos, pero sin poder vencer la tentación de hacerlo. La llevé a exposiciones que no le interesaron. Fui con ella al teatro y me ordenó que nos saliéramos antes de que la función terminara. El cine, en cambio, le era tan indiferente que se quedaba tranquilamente en las salas sin seguir nunca más que muy de vez en cuando el desarrollo de la película, que luego comentaba, en los términos más disparatados y distantes de la realidad que cabe imaginar, en mi bar favorito, que le gustaba también a ella, y en otros muchos bares que nos fuimos revelando uno al otro. En tanto, a veces, me hacía confidencias. ¡Qué delicados, qué deliciosos, qué delirantes, qué demoledores momentos! Supe de su nacimiento en Singapur; de su gran casa no lejos de aquella en la que vivía ahora, de su padre, de su hermano, de su madre sobre la que con un gesto indescriptible, dulce y feroz, me dijo que era una gran dama; de sus infortunados matrimonios de cuyo fracaso ella se culpaba sin poder ocultar una cierta conmiseración por sus maridos y mientras permanecía cercana hasta el punto de que podía precisar con minuciosa exactitud dónde tenía los tres mínimos lunares que si esto fuera posible aumentaban aún más la belleza de su rostro y veía a unos cuantos centímetros de las mías sus largas, finas, delicadas manos, envuelto en una nube amorosa que parecía transportarme al cielo y en la que se diluían no sólo toda mi persona sino también toda mi voluntad, nunca pude decidirme a rozar esas manos sobrenaturales, aunque después de estrecharle una de ellas al despedirme en la puerta de su casa algo en mi deforme y debilitado pensamiento me hacía sentir que ella esperaba otra conducta de mi parte y de alguna manera la veneración y el recogimiento a los que no podía renunciar ante ella, la defraudaban.

¿Qué se puede hacer en estos casos? El carácter absoluto de mi amor hacía imposible mi amor. Le hablé de Eros, de Platón. Me escuchó muy seria y no pareció entender por qué lo hacía. Lleno de odio y de desprecio por mí mismo, regresaba a mi hogar de honesto profesor para hacer el amor con mi honesta esposa, que todavía me resultaba atractiva pero cuyo carácter se había endurecido un tanto durante los últimos meses. Sin embargo, aún ahora, cuando los acontecimientos que ocurrieron después deberían llevarme a recordarla con una cierta culpa, no puedo evocar el pasado en el que era mi esposa sin que la imagen de Camila se interponga entre nosotros de inmediato y la culpa se diluya en un nuevo rapto de adoración por esa imagen.

Al fin, no sé cómo, al entrar a su casa una noche después de pasar varias horas en un bar, intenté besar a Camila. Me rechazó suavemente. «Todavía no es tiempo», dijo. Al dejarla repasé incansablemente sus palabras. Si todavía no era tiempo iba a haber un tiempo en que ya sería tiempo. El plazo de la espera no me interesaba en lo más mínimo. Como debía haberlo previsto, se cumplió de una manera inesperada. En una fiesta, Camila se encerró conmigo en el medio baño del departamento, baño con unas dimensiones mínimas y que estaba peligrosamente cerca del salón. Ahí, de pie, sin desvestirnos, hicimos gloriosamente el amor por primera vez. Antes de salir, cuando ya se había peinado la poblada cabellera y arreglado las ropas, Camila me dio un rápido beso en la boca y me dijo: «Te quiero».

Era verdad, increíblemente, como lo son todas las verdades, era verdad. Fui comprobándolo poco a poco en tardes que pasaba en la sala de Camila mirando con las manos entrelazadas caer melancólicamente sobre el pasto del jardín las pequeñas hojas del fresno que estaba frente a la ventana, en mañanas en las que me llevaba a recorrer sin rumbo todo tipo de carreteras manejando con una ejemplar irresponsabilidad, en interminables conversaciones ante mesas con manteles blancos o manteles a cuadros en diferentes restaurantes, en algunas de las noches en las que sin desvestirse me permitía hacerle el amor en mi automóvil o en otras mañanas en las que la sirvienta me indicaba que debería subir a la azotea de la casa y ella estaba ahí tomando desnuda el sol. Nunca había estado muy seguro de cuál era la meta hacia la que se dirigía mi vida; pero ahora no tenía ninguna duda sobre ello y me atrevo a suponerlo, me atrevo a consignarlo, soy capaz de afirmarlo, soy capaz de comprobarlo porque nada hay tan sencillo ni tan complejo, tan evanescente y tan concreto, como ese conocimiento que, por fortuna, quizá es el único conocimiento a nuestro alcance: Camila y yo estábamos enamorados, uno del otro, yo de ella y ella de mí.

Tuve que dejar mi casa. Camila no me permitió vivir en la suya. Sus anteriores intentos de hacer una vida en común eran suficientes para ella. Alquilé un departamento que ella eligió y amuebló. En el cambio, perdí mis libros, mis discos y mis pocos cuadros. Al comentar este suceso Camila me confesó, para mi sorpresa, pobre imbécil incapaz de conocer todas sus posibilidades, que se sabía casi de memoria las novelas que le había regalado y totalmente de memoria mis dos tediosos libros. Para comprobarlo citó en voz alta varios fragmentos. Yo comprobé a mi vez que era asombroso y totalmente natural, como la vida, como Camila. Mi carrera como profesor estaba un tanto deteriorada. Me temo que ahora, a partir de los acontecimientos que ocurrieron después, ha llegado a su fin. Pero en aquel entonces, el de los primeros veloces y plenos meses de nuestro amor, ni Camila ni yo pensábamos en eso. Ella era mi única discípula y mi maestra. Todo lo entendía y todo le resultaba evidente y sencillo, tan evidente y sencillo que no lograba explicarse para qué se habían escrito libros sobre ello. Sólo los míos eran diferentes, no porque dijeran nada diferente tampoco, sino porque eran míos. En este aspecto Camila no admitía razones. Pero nada de eso tiene importancia. Sólo cuenta lo indescriptible y eso es en el fondo lo único que yo he tratado de describir a lo largo de estas hojas: la belleza de Camila, su intocada autenticidad, su malicia, su alegría, su secreta melancolía y la forma en que su figura expresaba todo esto dentro del físico más perfecto, cambiante, puro y sorprendente del que el espíritu se ha servido para alojarse en la materia.

Como todas las historias ésta no tiene final, pero la alimentan, muy por debajo de la realidad de Camila, una serie de acontecimientos más o menos fútiles y carentes de importancia. Una noche, en la solitaria, íntima, empedrada, bella y estrecha calle donde estaba la casa de Camila, cuando nos disponíamos a guardar su automóvil, el de mi mujer, de la que nunca había pensado ni siquiera en divorciarme puesto que yo simplemente vivía ahora en otro mundo, irrumpió a toda velocidad por esa calle, frenó estrepitosamente a unos cuantos centímetros del de Camila y con una violencia que jamás hubiera sospechado en su agradable figura, se aplicó a tratar de abofetearme, rasguñarme, patearme… Camila no se había bajado de su coche. No sé en qué momento lo hizo. Puedo suponer por lo que ocurrió después el orden de sus acciones: se bajó del coche, arrancó la antena del de mi mujer y con su poderoso brazo de tenista le atravesó con ella el cuello. Creo que mi mujer dio un grito. Sé con toda seguridad que un abundante y desordenado brote de sangre manchó de inmediato sus ropas y las mías. Anticipo para evitar todo suspenso que la herida fue mortal. Mi mujer murió desangrada en la sala de la casa de Camila antes de que la ambulancia que llamamos llegara a recogerla. Ella se quejó luego de que era imposible quitar las manchas de sangre e iba a tener que cambiar los muebles. Con gravedad, los enfermeros de la ambulancia nos aconsejaron la conveniencia, si no íbamos a intentar huir, de que llamáramos nosotros mismos a la policía. No estaban muy asombrados. El conocimiento de la violencia pasional era parte de su oficio. Los pantalones que envolvían las largas piernas de Camila y su acostumbrado suéter no tenían ninguna mancha de sangre. Asumí la responsabilidad por el asesinato. Mientras esperábamos a ser interrogados en la procuraduría, Camila abrió múltiples veces su bolsa y se pasó el peine por los rubios cabellos con una ligera impaciencia. Me besó en la boca cuando nos separaron para recluirme. Salimos en todos los periódicos. Hasta en las inmundas pero siempre interesantes páginas de nota roja la elegancia y la distinción de Camila en las fotografías eran genialmente anacrónicas.

La justicia es elástica y los efectivos servicios de los abogados de su padrastro, al que no le convenían los escándalos que Camila podía provocar, hicieron bastante evidente esa elasticidad. Dentro de cuatro años podré salir libre bajo fianza. No creo que sea posible volver a mi puesto universitario, pero sé que Camila estará esperándome para repetir todas las actividades cuyo único sentido es que creaban, crean y crearán el espacio de nuestro amor. Muchos de mis compañeros de crujía me respetan y hasta me envidian porque Camila, con sus altísimos tacones, sus interminables piernas, sus estrechos pantalones, sus largos y firmes pasos, sus suéteres de cuello redondo, sus camisas blancas y toda la belleza que ellos encierran revelándola y que remata en el estallido de su melena rubia, no deja de venir a visitarme cada vez que el reglamento lo permite. En tanto, yo ocupo mi tiempo libre dentro de la prisión realizando innumerables esbozos, de los cuales éste es tal vez el menos despreciable, en los que trato de fijar su imponderable retrato.