A-1 y A-2 se conocían desde la infancia. Nunca habían llegado a ser amigos. Algunas diferencias imperceptibles para los demás, pero, aun sin que lo advirtieran, insalvables para ellos, mantuvieron desde el principio una tenue separación entre los dos que, por su misma delicadeza, resultaban invencibles. Pero este tipo de obstáculos, que ni siquiera pueden llegar a considerarse como tales, son los que en verdad deciden la forma de las relaciones. Cuando nada parece impedir un acercamiento que cabría suponer natural, nunca se produce. Precisar los motivos resultaría una tarea vana pues éstos no existen en el campo de las definiciones posibles. Sin embargo, el largo conocimiento entre A-1 y A-2 había propiciado que en muchas ocasiones el azar los acercara hasta un punto en el que parecería cierto afirmar que sus vidas avanzaban paralelas. Y en efecto, así ocurría. Pero no porque permanecieran siempre cercanas una a la otra, sino porque no existía ninguna posibilidad de que llegaran a tocarse, más que en el improbable infinito del que hablan las matemáticas. Así, A-1 y A-2 que se habían visto a distancia, de la mano o cuando menos cerca de sus padres, cuando si hubieran sentido el impulso de hablarse no hubieran podido cambiar entre sí más que unas cuantas palabras por lo limitado de su vocabulario, volvieron a verse cuando los dejaron solos por primera vez en el ámbito desconocido de la escuela. Hablar entonces era todavía más difícil. Cada uno se refugió en el incomunicable secreto de sus propias emociones. Una maestra vieja, que no se parecía a nadie que conocieran, los sentó en el mismo banco. Compartieron los juegos y ocupaciones con los que se pretendía mantenerlos entretenidos; no sus impresiones ante ellos. Ocurrió lo mismo en la escuela primaria, donde no estuvieron sentados uno junto al otro, pero sí muchas veces uno cerca del otro. Y en realidad estas primeras coincidencias crearon una cierta relación entre ellos, una muy especial por indeterminada forma de comunicación, sólo que no se expresaba por los medios habituales. Su carácter esencial era la costumbre: durante esos años A-1 y A-2 estaban tan habituados a encontrarse en una inevitable cercanía que quizás la única manera en que hubieran podido advertirlo era que cesara de pronto. No ocurrió así. Cuando las circunstancias los separaron habían transcurrido muchos años y los dos tenían amigos más cercanos en los que se depositaba la importancia de la cercanía o la distancia. Pero la separación señaló el principio de una inversión que no era posible relacionar concretamente con el hecho mismo de la separación, pero que, de alguna manera, la hacía tal vez evidente si alguien hubiera podido observarla desde afuera con un interés y una perspicacia que nadie tenía por qué poseer. Desde muy niño, cuando su única compañía eran sus padres y alguno de sus familiares más cercanos, A-1 tuvo una figura que de algún modo lo denunciaba. En su rostro, en algunos de sus gestos y actitudes se insinuaba una distante nostalgia a la que ningún motivo concreto podía justificar sino de la que sólo podría decirse que acompañaba su figura como una determinada forma de follaje a los árboles. A-2, en cambio, además de a sus padres tenía varios hermanos. Como es de esperarse se parecían entre sí y el aspecto más evidente que podría definirlos era la fortaleza. Nostalgia y fortaleza son características reconocibles. A través de su largo conocimiento, desde las circunstancias que favorecían la cercanía de A-1 y A-2, quizás eran los signos que los separaban. A-1 pasó por la escuela primaria como un excelente estudiante, querido y hasta en algunas ocasiones consentido por sus maestros, un tanto solitario pero con una secreta admiración por algunos de sus compañeros que no lograba convertir en voluntad de acercamiento sino que se mantenía distante, tal vez porque esa admiración estaba provocada la mayor parte de las veces por el particular reconocimiento de una cierta forma de belleza física. Al contrario, A-2 nunca fue un buen estudiante. Los maestros no lo distinguían con su afecto, pero fue siempre extremadamente popular entre sus compañeros y su capacidad en las competencias deportivas resultaba excepcional. Al verlo podía pensarse muchas veces que la fortaleza de A-2 era como la de una fiera a la que se contempla en el zoológico. Lo acompañaba de una manera natural y a veces lo sobrepasaba como si fuera algo que le llegaba desde afuera, del mismo modo que la incierta nostalgia encerrada en A-1.

Pasaron así, juntos y separados, sus años de infancia en la misma ciudad de provincia, recibiendo la misma educación religiosa que daba más importancia a la moral y a la historia sagrada que a las materias laicas, en una escuela alojada en una antigua casona con múltiples habitaciones de techos altos y puertas ventanas con marcos de madera habilitadas como salones de clase, rodeada por un amplio portal con una hermosa balaustrada, dueña de unos vastos sótanos que estaba prohibido visitar y que levantaban la casa del piso de manera que a su entrada principal se llegaba por una lujosa escalera, con un gran número de enormes árboles frutales a su alrededor, cuyas ramas podían verse desde la mayor parte de los salones de clase y cuyas copas vencían la altura de la casona. Además de en esa escuela, donde A-1 imaginaba arriesgadas aventuras durante las clases y A-2 esperaba con impaciencia el sonido de la campana anunciando su fin, ambos coincidían en otros muchos habituales lugares de reunión en la ciudad, desde las iglesias hasta los clubes deportivos, desde los cines hasta las casas de algunos compañeros comunes. Pero sus diferencias permanecían irreductibles. Un gran número de alumnos supo, por ejemplo, que A-2, a pesar de su justificada fama de valiente y decidido no había logrado pasar por una prueba casi legendaria: subirse a uno de los árboles frutales cuyas ramas altas podían llegar a inclinarse sobre la azotea de la escuela si algún peso las obligaba a hacerlo, pero que, por eso mismo, apenas parecían capaces de resistir este peso, y llegar desde ellas a esa azotea, a la que se podía tan fácilmente acceder desde tantos otros árboles. En cambio, A-1 realizó a solas esa hazaña una tarde en la que ya todos habían dejado la escuela y nadie lo supo jamás. Él nunca lo olvidó. ¿Pero cómo comunicarlo? Su miedo había sido tan grande que jamás hubiese sido capaz de repetirla y nadie hubiera aceptado como verdadero un mero relato verbal.

Luego, la exigua familia de A-1 y él junto con ella, dejó esa, para A-1, inolvidable ciudad de provincia y se trasladó a la capital. Los árboles frutales ahí eran otros y su tamaño ridículo junto a los que A-1 recordaba. Pasaba lo mismo con el número, la forma y la dimensión de las habitaciones en las casas, con los muebles, con las calles, con la escuela de los mismos religiosos pero sin ningún árbol, no habilitada como escuela sino construida para ser escuela y con unos polvorientos campos de deporte. Pero si A-1 no olvidó su ciudad natal sí perdió en cambio casi toda memoria de A-2. Recordaba de vez en cuando a algunos conocidos, con menos frecuencia todavía a ciertos maestros y sólo a través de los comentarios de sus padres a unos cuantos familiares. No era otra vida; era otra forma de vida; sin embargo, ese cambio en la forma cambiaba la vida. La incierta nostalgia que siempre acompañó a A-1 tenía ahora un objeto concreto; pero, contradictoriamente, cuando se presentaba, A-1 la rechazaba avergonzado. El follaje al que debía su carácter secreto había cambiado de naturaleza, aun cuando la figura de A-1 seguía denunciándolo de algún modo y su conducta en la nueva escuela con respecto a las posibles amistades fue muy semejante. En cambio, sin ningún motivo razonable, dejó de ser un buen alumno. La escuela, simplemente, había dejado de interesarle de la misma manera inexplicable en que antes le atraía. Entonces empezó a tener amigos entre los muchachos que conocía en las calles del barrio donde se encontraba su nueva casa. No eran propiamente amigos, pero sí cómplices en las muchas transgresiones de las reglas de conducta que todos cometían. A-1 empezó a ver de lejos a una muchacha y luego le habló y pasó muchas mañanas y muchas tardes tirado sobre el pasto frente a la escuela de ella. Pero nunca logró que su amor llegara a tener alguna importancia para la que era para él el objeto absoluto del amor. De ese modo pasó de mala manera por la escuela secundaria y la preparatoria. No era bueno ni malo; era algo mucho más grave y para sus padres mucho más irritante e inexplicable: era radicalmente indiferente. Si la vida podía ser un espectáculo, para él ese espectáculo resultaba poco interesante fuera de la lejana posibilidad, que nunca llegó a conocer, de que su amor se hiciera accesible para el objeto de su amor. Y si la vida encerraba en su futuro una oculta promesa, no cabía duda de que a A-1 no le interesaba develarla.

En tanto, en A-2 se había producido una transformación parecida, sólo que a la inversa. Su fortaleza se aplicó a los estudios con igual dedicación que antes a los deportes y sin abandonar éstos llegó a ser un destacado alumno. A-1 se había salido de las páginas de la Memoria que cada año imprimía la escuela. A-2 aparecía siempre en un gran número de ellas. Tuvo una novia al entrar a la preparatoria. Era hermana de uno de sus amigos. Alguna vez repasaron viejos ejemplares de esas Memorias. En los más antiguos, los que correspondían a la escuela primaria, aparecía A-1. La novia de A-2 lo recordaba y preguntó por él. A-2 no supo responderle nada. Simplemente A-1 se había ido de la ciudad con su familia y al alejarse también su imagen había perdido toda realidad. Los sucesos de la infancia que se recuerdan están relacionados con uno mismo de una manera en que A-1 nunca lo estuvo con A-2 durante esa época. Pero luego también A-2 dejó la ciudad, no con su familia sino porque había llegado el tiempo de entrar a la Universidad y tanto él como sus padres estaban de acuerdo en la conveniencia de que realizara sus estudios en la capital. A-2 había viajado muchas veces a ella anteriormente; pero sintió el cambio al encontrarse en una casa de huéspedes para estudiantes de una manera que quizás podría relacionarse con la que sintiera años atrás A-1. Fue lógico que se reconocieran al encontrarse en la Universidad. Entonces estuvieron más cerca que nunca de convertirse en amigos. Se veían casi todos los días en las clases, sorprendidos de haber escogido la misma carrera, y muchos sucesos del pasado regresaron para los dos sin que se entrometiera la diferencia con la cual habían vivido en aquel entonces. Pero esa diferencia no había desaparecido. La inversión que se produjera por separado seguía manteniéndose. A-2 era un alumno mucho más dedicado que A-1 pero durante un pleito, cuando A-1 estaba ya en el suelo con la cara cubierta de sangre, fue la fortaleza de A-2 la que intervino para ayudarlo. Una pequeña cicatriz sobre la ceja izquierda de A-1 permaneció siempre para evocar ese acontecimiento, pero él lo olvidó durante mucho tiempo porque, al contrario que A-2, perdió muy pronto todo interés en la carrera elegida y antes de que llegara el segundo año abandonó la Universidad. Esta nueva separación impidió otra vez que fueran algo más que conocidos. A-2 regresaba frecuentemente a su ciudad natal. A-1 nunca lo hacía. A-2 tuvo ahí otra novia. A-1 cambiaba de amistades, no tenía ninguna novia y encontró un sedentario empleo en una librería. Luego, con uno de esos siempre nuevos amigos, se fue de viaje, sin que sus padres, que lo ayudaron con algo de dinero para realizar ese viaje, supieran nunca dónde había encontrado el resto. El dueño de la librería sí llegó a saberlo. La cantidad de libros que faltaban cuando A-1 dejó el empleo superaba toda posibilidad de haberlos sustraído sin que el dueño lo advirtiera. Pero aunque su amigo regresó al cabo de unos meses, A-1 estuvo más de un año fuera del país y para sorpresa del dueño de la librería, volvió a solicitar su antiguo empleo a su regreso. No pareció comprender por qué se lo negaron. Simplemente buscó otro trabajo, de nuevo en una librería. Casi no hablaba de su viaje, ni siquiera con sus padres, a pesar de que había estado varios meses en el norte de España en el pueblo natal de su padre, del que éste saliera siendo niño todavía y al que nunca había vuelto, del mismo modo que A-1 tampoco había regresado jamás a su ciudad natal. Sin embargo, en su soledad, A-1 parecía haberse convertido a una nueva religión cuyo dios nadie conocía. Durante meses le escribió interminables cartas a ese nuevo dios. Luego dejó de hacerlo. Había conocido a una muchacha americana. Vivieron casi un año juntos y finalmente ella abandonó a A-1 y regresó a su país sin que él sintiera ninguna necesidad de escribirle.

En tanto, A-2 había terminado su carrera. Regresó a establecerse a su ciudad natal y un año después se casó. Había tenido varios hermanos; tuvo también varios hijos. Conoció el éxito en su profesión, era un hombre próspero, un marido feliz y un padre cariñoso y responsable. A-1, que no tenía ninguna profesión ni ningún dinero, se casó también, sin embargo. Pero no fue un marido feliz ni un padre cariñoso y responsable. Se divorció a los tres años, cuando su única hija tenía sólo uno y entonces, sin ningún motivo concreto, al cabo de tanto tiempo, visitó su ciudad natal. No hay ninguna explicación para este hecho y lo mismo podría decirse de lo que pasó después. La gente nace, la gente crece, la gente se muere. Pasan los años. La vida de algunas personas avanza en línea recta; la de otras parece carecer de dirección. A-2 habitaba en el primero de estos compartimentos; A-1 en el segundo. Volvió a casarse, viajó con su nueva mujer a Europa sin visitar España, tuvo dos hijos más, volvió a divorciarse, murió su padre, su madre regresó a la ciudad donde habían nacido ella y su hijo. A-1, que había logrado convertirse en el dueño de una pequeña librería, la visitaba de vez en cuando y al hacerlo, muy conscientemente, visitaba también su infancia. Algunas veces se presentaba a ver a su madre con alguno de sus hijos, pero, como con su madre, tampoco podía hablar con ellos de esa infancia. Como es natural, durante esas visitas encontraba antiguos compañeros, entre ellos a A-2. Lo reconocían, se saludaban, en algunas ocasiones hasta se abrazaban, conversaban juntos y A-1 sentía que no habían hablado de nada. Tal vez él sólo había hablado en una ocasión; había hablado y escrito cartas; pero también había perdido las respuestas a esas cartas y esa pérdida de algún modo le parecía semejante a la de su vida. No era infeliz. El problema era que tampoco era feliz. Su hija mayor se había casado y dos de los hijos de A-2 lo habían hecho también cuando, por una de esas hermosas y raras casualidades mediante las que la vida hace que coincidan dos puntos que no tienen ninguna relación, estando ambos a unos meses de distancia de convertirse en abuelos, los dos antiguos conocidos se encontraron en la Plaza Mayor de su ciudad natal, se saludaron con una inusitada alegría, como si de pronto el hecho de que se hubieran reconocido significara algo, atravesaron juntos la plaza bajo los tupidos laureles de la India y mientras las campanas de la catedral anunciaban el principio del fin de la tarde, decidieron ir a tomar un café juntos a la antigua pastelería y sorbetería a la que los dos iban desde niños y que los hijos de A-1 no conocían, del mismo modo que la madre de éste nunca conoció el pueblo de su padre ni el padre regresó a él jamás. Entonces, A-1 le contó a A-2 la hazaña que realizara siendo niño al pasarse desde el árbol a la azotea de la escuela. Por supuesto, A-2 ni le creyó ni se interesó en lo más mínimo en ese recuerdo absurdo. Quizás porque ambas cosas le irritaron, A-1 pidió todavía otro café sin preguntarle a A-2 si tenía tiempo para seguir conversando y dijo inesperadamente:

—Estoy seguro de que antes de morir cada quien vuelve a ver la imagen que ha sido más importante en su vida y creo que yo sé cuál será esa imagen para mí.

Ningún gesto, ninguna mirada por parte de A-2 mostró el más ligero asomo de curiosidad, pero A-1 siguió hablando:

—¿Sabías que cuando yo dejé la Universidad me fui a Europa y estuve más de un año ahí? Fue la experiencia más importante de mi vida, mejor dicho: ésa ha sido la única experiencia en mi vida. Supongo que diría la verdad si afirmara que he vivido sólo para eso y por eso soy diferente a casi todo el mundo. Mi vida tiene un sentido que no puede desaparecer aun cuando quien se lo dio se haya perdido para mí y sólo permanezca presente como la fuerza capaz de otorgar ese sentido. En esa época tanto tú como yo teníamos diecinueve años. Yo no esperaba ni deseaba nada y lo encontré todo; pero como no se puede vivir con la totalidad porque no se la reconoce, la perdí. Sólo que esa pérdida es imposible. Algo de ella permanece, un fragmento minúsculo que encierra la misma totalidad y yo voy a volver a verlo antes de morir y a reconocerlo. Hice ese viaje con un conocido. Podías haber sido tú, pero no fuiste tú. Tú seguías los estudios que yo había abandonado. Y también de ese conocido me separé muy pronto y seguí el viaje solo. Tal vez entonces no sabía en qué consistía, pero lo que me acompañaba y guiaba todo el tiempo era una ligerísima sensación de absoluta irresponsabilidad. Esa sensación era ligerísima porque la irresponsabilidad es tan grande que ni siquiera podría soportarse sin perderse el reconocimiento de su verdadera naturaleza. Más exactamente: su verdadera naturaleza es una pura ausencia, la negación de cualquier peso, la libertad sin límites. Entonces todas las impresiones, todo lo que nuestros sentidos y nuestra inteligencia recogen y guardan en nosotros es vastísimo y no tiene ninguna importancia. Vi ciudades y monumentos y plazas, calles muy estrechas y avenidas, catedrales y cuadros, muchos cuadros. Vi ríos y montañas, cipreses, colinas pardas y campos de trigo. Vi monasterios y olivos, higueras, bosques con árboles enormes distintos a los nuestros y tan inmutables y eternos como los nuestros y no vi nada porque yo era todo eso, además de los libros que leía a veces en idiomas que apenas lograba entender. Era las borracheras a las que me entregaba y un misterioso recogimiento continuo que tenía que ver con la certeza de que no era nadie ni jamás volvería a ser nadie, sino tan sólo el receptáculo en el que sin ninguna continuidad ni ninguna posible memoria voluntaria se alojaban todas las sensaciones que recibía. Vi el mar y era siempre el mar, un mar igual al nuestro y un mar distinto aunque yo lo sintiera igual algunas veces y otras desconocido y sorprendente. Viajé por una estrecha carretera increíblemente sinuosa en el techo de un autobús destartalado, por entre montañas con enormes rocas y cada vez más verdes y en uno de cuyos extremos también a veces aparecía el mar. Fue un viaje muy largo. Nos detuvimos en muchos pueblos. La carretera estaba en muy mal estado, inconcebiblemente mal trazada y el estado del autobús tampoco era nada extraordinario. Cuando nos deteníamos en algún pueblo bebía vino y mis compañeros en el techo del autobús me recomendaban que tuviera cuidado en las curvas. Tomé ese autobús muy temprano por la mañana y pasé casi todo el día en su techo. Vi, sentí, cómo el día iba avanzando sobre mí, cómo se hacían diferentes los lugares, cómo cambiaba el paisaje, cómo reaparecía de pronto el mar. Iba al pueblo de mi padre. No sé por qué. Él no me había pedido que lo visitara y yo casi nunca se lo había oído mencionar. Sólo había nacido allí, igual que nosotros en esta ciudad; había estudiado algunos años con los curas, igual que nosotros en esta ciudad, y luego se había ido. Pero yo recordaba haberle oído decir que era un pueblo distinto a todos, aunque apenas terminaba el verano llovía continuamente y hacía mucho frío. Eso no significaba nada. Todos consideramos distinto el lugar en el que fuimos niños. Pero cuando yo decidí visitar el pueblo de mi padre era verano. Yo no era nadie y no habitaba el verano sino que el verano me habitaba. Ninguna cosa parecía tener dueño. Después me ha parecido tener una sensación semejante con los libros de mi librería. No son míos, no tienen dueño, pero no sólo porque nadie es el propietario de un libro, del objeto que es todo libro, sino porque tampoco son de sus autores, sino que los autores les pertenecen. Apenas llegué al pueblo de mi padre, de noche ya, sentí que le pertenecía de ese modo. En algún momento debió haber empezado a caer una llovizna muy fina porque cuando me bajé del techo del autobús mi ropa y mi pelo estaban húmedos. El pueblo estaba casi a oscuras. No había ninguna posada, ningún lugar donde se pudiera dormir. Sólo dos cafés en los que algunos viejos y algunos jóvenes jugaban al dominó y sin excepción siguieron jugando sin volverse a mirarme cuando entré. Pensé, sentí, que no tenía objeto haber ido allí y yo era un perfecto idiota. Pero era perfecto ser un perfecto idiota. Alguien sin edad que camina a lo largo de las casas de un pueblo cualquiera sin saber a dónde va y mientras avanza deja su dedo índice tocar las paredes de las casas. Al mismo tiempo que me reconocí como un perfecto idiota, pensé como una posible solución para mi problema que mi padre tenía un primo que todavía debería vivir en el pueblo. Recordé su nombre y su apellido, lo recordé todo, aunque probablemente no lo había oído mencionar más de dos o tres veces. Traté de imaginármelo y no se parecía a nadie que yo pudiera ver en los cafés; no se parecía a nadie que yo pudiera imaginar y por tanto no era capaz de imaginarlo. Sin embargo, pregunté por él. Me preguntaron a su vez para qué quería saber su dirección. Les dije que porque era mi tío y me la dieron. Vivía en una casa muy grande con sus cinco hermanas, su mujer y sus siete hijos, cerca del centro del pueblo, quiero decir cerca de la iglesia, cerca del juzgado. Pero todo eso no tiene importancia. Siempre se dan rodeos antes de llegar al lugar que se desea. Siempre se leen libros inútiles antes de encontrar el que uno necesita. Me recibieron maravillosamente. No me recibieron maravillosamente: me hicieron desaparecer. Yo era uno de ellos. Dormía en la misma cama que uno de mis primos. Escuchaba hablar a su padre como si fuera el mío y supe de su infancia todo lo que él nunca me había contado. Hablar de eso está bien, pero tampoco importa. Fui parte del pueblo. Está a diez kilómetros del mar, unido a él por lo que en ese rumbo llaman una ría y además lo cercan por ambos extremos dos ríos de tamaño diferente, uno de los cuales pasa justo detrás de la plaza principal. El pueblo está como en un agujero, rodeado de agua y de montañas, inmóvil en medio del tiempo y sin embargo, es rico y próspero. Mi tío no era rico. Lo había sido pero ya no lo era. A nadie parecía importarle eso. Nosotros nada más vivíamos en el pueblo. Vivir en el pueblo en verano era navegar en una barca de vela por la ría, llegar hasta el mar, pescar y bañarse en los ríos, emborracharse con un vino oscuro en la oscura cava de la casa del padre de uno de los amigos de mis primos, comer calamares, mejillones y toda clase de pescados fritos en una tasca que estaba en el segundo piso de una casa de madera, ver desde una montaña el panorama con los techos de pizarra negra del pueblo, los árboles de la plaza, las huertas, los ríos que lo rodeaban, la ría que se abría y al fondo, como una sola línea azul, el mar y junto a él la borrosa silueta de los otros dos pueblos que están en ambos extremos al final de la ría. Mi tío descubrió que yo trabajaba en una librería. Él tenía una biblioteca. Me hablaba de sus lecturas, me miraba con asombro, igual que sus hermanas y su mujer, metía la mano huesuda entre mi pelo y me decía «sobrino». Era mi única identidad porque de allí en fuera no era más que el hermano de sus hijos, el que había llegado un día al pueblo y le pertenecía. Ya iba a los cafés. No mucho porque no teníamos tiempo y yo, como mis primos, no sabía jugar al dominó. Pero la gente me conocía y me reconocía como una parte de El Campo, como llamaban a la enorme casa de mi tío, que tenía una torre con el tejado de pizarra negra en punta y desde la que se oía pasar el río del otro lado del cual empezaba la plaza principal del pueblo. Entonces la conocí a ella. Fue en las fiestas que todos los veranos se organizaban durante cinco días en uno de los pueblos junto al mar, con celebraciones religiosas y bailes profanos. Mis tías iban a la iglesia. Mi tío se quedaba en la casa. Yo fui desde el primer día con dos de mis primos a los bailes. Salíamos después de comer, atravesábamos uno de los ríos por el puente antiguo y caminábamos por la carretera, a la orilla de la ría, los diez kilómetros que nos separaban del pueblo vecino. Ella sólo pasaba los veranos en el pueblo. Vivía en Madrid; pero había nacido en una casa más allá del río, igual a la de mis primos. Era del pueblo, no como yo, sino desde el principio. Pero la conocí porque yo también era ya del pueblo. Tantos lugares, tantas impresiones y sólo una las encierra y les da significado a todas. Odio la sucesión, odio el tiempo, odio que uno sienta tener muchas vidas y no ser dueño ni siquiera de la única que lo justifica. Te he estado contando cosas que me pasaron durante un tiempo en el que no existía el tiempo y yo estaba siempre en el centro del día, un único día, un solo día, siempre diferente y siempre el mismo porque sus diferencias me hacían sentir que nada cambiaba mientras yo fuera sólo el receptáculo en el que esas diferencias se hacían posibles; pero para contártelas he utilizado la memoria de lo que he ido recordando al cabo de mi vida entera como si las hubiera sabido todas desde siempre. No es cierto. Muchas veces esos recuerdos no me pertenecían. Durante años los he olvidado por completo. Luego, en ciertos momentos, algunos fragmentos de ellos han regresado y he vuelto a olvidarlos porque lo que parecía ser mi vida me apartaba de mi vida. No sé cómo se han ido imponiendo y armando y construyendo, pero me aborrecería si quisiera convertirlos, si tratara de convertirlos, en una unidad, porque esa unidad sólo existe debido a que su verdadero significado, aquél en el que todos los sucesos sin estar presentes viven por completo, se encierra en un solo instante, en una imagen única, que quizás es incomunicable, pero no debe ser incomunicable, que quizás no puede expresarse sólo como tal, pero encierra en su absoluto poder, en su ilimitada dimensión, en su naturaleza desde siempre fuera del tiempo aunque ocurrió dentro del tiempo todo lo que se debe expresar y lo único que debe comunicarse. Ella también iba a los bailes y a las fiestas que se celebran en esas pistas enormes y abiertas a la noche que sólo existen en los pueblos que no las utilizan más que una o dos veces al año durante una semana seguida y luego las cierran. No puedo precisar, desde que sé todo lo que ella significa, todo lo que su figura encierra, nunca he podido precisar cuándo la vi por primera vez, cómo iba vestida, con quién estaba. Uno de mis primos, muchos de los muchachos del pueblo y de varios de los pueblos vecinos estaban enamorados de ella. Lo que siempre puede ser alguna muchacha a los diecisiete años: la imagen del amor. Sé que bailé con ella, no sé cómo me atreví a bailar con ella, sé que en algún momento, esa primera noche, tomé uno de los claveles rojos que estaban sobre las mesas, se lo di y ella lo aceptó, aunque tampoco sé cómo me atreví a ello. Sonreía inclinando la cabeza ligeramente hacia un lado, no como a veces sonríen las vírgenes en las estatuas medievales, sino como esas vírgenes sonríen imitándola a ella. Se burlaba de mi acento y de algunas de las palabras que usaba porque no significaban nada para ella y le sorprendían. Pero ya te estoy contando un relato. Ésta es una sucesión de acontecimientos a los que el recuerdo les quita su banalidad. Cuando existen en el presente su maravilla y su única auténtica verdad es que no tienen importancia. Es imposible recordarlos. No existen, no tienen ninguna consistencia, ninguna materia, su única realidad es la imposibilidad de recordarlos sin destruir lo que en verdad son: un instante, banal, absoluto, un puro instante, sin otro peso que su categoría de instante: como la vida. Porque no sabía lo que pasaba, porque no sabía lo que estaba haciendo, pero estaba preso de un deslumbramiento en el que todo se oculta y todo se calla, me quedé en el pueblo mucho más de lo que esperaba. Una noche que debería ser para mí la última noche, cuando ya habían pasado las fiestas, me acerqué a ella que estaba con otras muchachas caminando por la calle principal y le dije que no quería irme. Me contestó que tampoco ella quería que me fuera y debería quedarme. Debe haber dicho eso. Es imposible que yo conserve el recuerdo de palabras tan definitivas. Durante meses no había sido nadie. La plenitud absoluta de no ser nadie se encierra probablemente en ese momento porque entonces debo haberlo sido todo. Puedo ser preciso y decirte, sin ningún peligro de equivocarme que algún tiempo después, que una eternidad después, pero siempre durante esa misma noche que podría haber sido la última y fue una noche indiferente y ajena al tiempo, a solas a su lado, caminando a su lado, con la promesa que debíamos habernos hecho en algún momento de vernos la mañana siguiente, la acompañé hasta pasar el río por el puente antiguo, hasta estar cerca de su casa y allí, en algún punto más allá del puente, ella se detuvo, inclinó ligeramente hacia abajo la cabeza y yo hice lo que su gesto me pedía: la besé en la frente. De regreso ya casi no había nadie caminando por la calle principal o yo no era capaz de ver a nadie. No puedo decirte lo que sentía, no porque no lo recuerde, aunque no haya pensado en eso durante años no debo haberlo olvidado nunca, si no puedo decirte lo que sentía es porque no sentía nada, no me sentía a mí mismo, no veía nada, no oía nada, no me daba cuenta de que estaba caminando: la plenitud vacía. Por eso, para que ese absoluto tuviera alguna realidad, al llegar a casa de mi tío, que estaba en su biblioteca, se lo conté todo. Me escuchó con una concentrada seriedad y luego me dijo que debería irme a dormir y no olvidar nada. Obedecí. El primo que dormía conmigo ya estaba en la cama. Era el que también estaba enamorado de ella. Se lo conté todo. Cuando finalmente me callé, me pidió en voz muy baja que no dijera más y me acostara ya. Fui yo el que apagó la luz. Creo que los dos escuchamos cómo el otro no dormía, pero al día siguiente era mi primo de siempre, el que había conocido menos de tres semanas atrás y era mucho más que mi primo. El que no fue el mismo fui yo. Dejé mi disponibilidad, dejé de estar por entero en los lugares entregado a ellos. Sólo era ella, sólo existía en ella, sólo vivía para sentirla vivir. Me he casado dos veces, he tenido tres hijos, ha pasado mucho tiempo. En muchas ocasiones he vivido durante años como si hubiera olvidado todo eso. Pasé con ella unos meses de los que no sabría contarte nada porque he olvidado la mayor parte de los acontecimientos concretos, pero no su esplendor y además ahora sé lo que ese esplendor pudo provocar. Estuvimos juntos en el pueblo unas semanas. Luego ella se fue a Madrid y yo la seguí. Estuvimos juntos allí más de dos meses y se me terminó el tiempo de la visa y se me terminó el dinero y tuve que regresar, seguro de que volvería muy pronto. Nunca lo hice. Nunca he vuelto a verla. Y no logro recuperar la imagen de nuestra despedida en la estación de ferrocarril. Sólo sé de mi devastadora necesidad de verla al principio, de mi incredulidad ante el hecho de que no fuera posible, de la absoluta presencia de su ausencia que no hacía de mí más que una pura nostalgia. Le escribí durante meses. Muchas cartas, innumerables cartas, muy largas cartas. Ella me escribía también. Luego de pronto, no sé por qué, todavía no sé por qué, me imagino que porque esa sucesión que odio, que porque ese tiempo que odio, que porque esta vida en la que estamos inmersos lo devora todo y todo lo mata, pareció que no tenía sentido vivir para escribir cartas y dejé de hacerlo. Tuve una amante. Quizás eso podría explicarlo. Por lo menos es una hermosa e idiota explicación. Podría decir: me enamoré de otra. Uno no tiene un solo amor y existe la realidad de la presencia y el deseo. ¡Qué estupidez! Todo eso es mentira porque es cierto sólo en tanto es la condición de los imbéciles. La verdad es que muchos son los llamados y pocos… Dejé de escribirle. Perdí sus cartas. Ni siquiera tengo sus cartas, sólo esos fragmentos de recuerdos que han ido apareciendo a lo largo de los años. La plaza principal del pueblo en la que nos sentábamos horas enteras en una de las bancas. Había eucaliptos y álamos con el reverso de las hojas plateado y no sé qué otros árboles. Tampoco sé si es cierto que a veces oíamos las campanas de la iglesia. Desde un extremo de la plaza, de espaldas a la calle principal del pueblo y a la hilera de casas que estaban de un solo lado a esa altura, nos apoyábamos en la balaustrada y veíamos correr el río del otro lado del cual estaba mi casa, la casa de mi tío. La besaba en el pelo, en la frente, en las mejillas y en la boca. Salíamos del pueblo y caminábamos por la carretera que se alejaba de él en dos direcciones a ambos lados de la ría. Unas cuantas veces nos perdimos entre los pinos y las bayas de alguna montaña. En Madrid me recuerdo esperando una mañana, la primera mañana, apoyado en el tronco de un castaño raquítico, a que saliera de su edificio, del edificio en que vivía, cerca de El Retiro, en la calle de Alcalá. Ése era yo. ¿Qué tiene que ver con el que soy ahora? Nos veíamos todas las mañanas, todas las tardes hasta la hora en que ella tenía que regresar a su casa por la noche. También caminábamos bajo los árboles de El Retiro y nos sentábamos en las bancas. Para entonces ya era otoño. La naturaleza cambia y la luz es distinta y los árboles encierran todos los colores en sus hojas y empiezan a perderlas y es hermoso también verlas en el suelo; pero esto sólo se hace visible ahora porque lo recuerdo vivido desde el amor y entonces el amor, que lo cubre todo, no me permitía ver nada de eso más que como una de las formas de su representación. También fuimos algunas veces al Museo del Prado. Tuve su cuerpo muy cerca del mío frente a un Tiziano. Hasta íbamos al cine, como si no importara perder el tiempo, como si ningún tiempo fuera perdido. Pero si puedo decirte todo esto que es fragmentario y borroso y no logra mostrar lo que era ella y lo que era yo porque vivía a través de ella, eso hace de todas maneras que si mi vida importa o significa algo estoy seguro de que sólo es porque es inútil, sin sentido, llena de engaños y espejismos y no significa nada más allá de mi precisa capacidad para que esté presente en mí esa única imagen de ella y que le debo a ella. Cuando no habían pasado más de diez días de aquella que debía ser mi última noche en el pueblo y sobre la que he olvidado todos sus detalles pero no la verdad total de lo que existió, ella tuvo que irse con su familia a un hotel de aguas termales que estaba cerca del pueblo y pasó unos días fuera. Yo volví a ir a los ríos con mis primos y a nadar en esos ríos y en la ría, volví a la tasca y a la cava del padre de uno de sus amigos donde bebíamos el vino oscuro directamente de las barricas y sobre todo hablé con mi tío. No sé qué hablé, sé que él me escuchaba con lo que también es el amor y me decía que ella no tenía buena salud pero eso sólo podía importarle a los que buscaban seguridades y yo no era uno de ellos. Luego se produjo el prodigio, el que no puedo precisar en qué momento al cabo de los años se me ha revelado como el prodigio. Yo no sabía exactamente cuándo iba a regresar ella. Me había dicho que estaría fuera entre cinco y quince días. El autobús en el que debería llegar pasaba por el pueblo alrededor de las doce y se detenía un momento frente a la plaza principal, a un lado de uno de los cafés, que tenía una pequeña terraza al aire libre. Desde el cuarto día a partir de las once y media yo empecé a esperar sentado en una de las bancas de la plaza o en ese café y veía llegar el autobús y se detenía y ella no bajaba de él y yo no sabía lo que sentía, pero era como si todo se hubiera quedado vacío y sólo existiera la necesidad de verla, de que ya no estuviera lejos, tan lejos y tan presente como lo estaba durante aquella que debería ser mi última noche en el pueblo y la veía caminar por la calle con sus amigas y el desamparo, el miedo ante un futuro en el que ya hubiera desaparecido para mí y no volviese a verla más eran tan grandes que me decidí a ir hacia ella y hablarle. Me iba a buscar a mis primos para matar el resto del día como si todavía fuera igual que ellos. Así deben haber pasado unos cinco días. No logro estar seguro de si todo lo que te he dicho puede servir para justificar o hacer verosímil la importancia de lo que sucedió entonces y si trato de contártelo siento que lo disuelven las palabras, que lo convierten en un mero acontecimiento, en algo demasiado concreto. Y no lo es. No es nada. Es todo. Carece de sentido y abarca todos los sentidos. Es la imagen total que yo tengo de la perfección de la vida, de su suprema belleza, cuando sólo es la vida y al mismo tiempo es algo más que la vida porque la abarca, la encierra y la representa manteniéndose dentro de ella y estando fuera simultáneamente, como una imagen que sólo es posible porque existe el mundo y al mismo tiempo no pertenece al mundo, no le pertenece a nadie más que a sí misma porque en tanto imagen ella ignora esa pertenencia. ¿Se entiende? No puede entenderse. Sólo es y niega todo sentido, pero encierra todos los sentidos porque, aun sin saberlo, uno ha aprendido a reconocerlos a través de ella. Me da miedo decírtelo. Es algo de lo que no se debe hablar y no puedo dejar de decírtelo para volver a saber que es verdad tal como lo sentí algún día que no recuerdo y en el que de pronto comprendí todo lo que había tenido y por qué importaba mi vida. Han pasado más de treinta años desde ese momento, treinta años que con los diecinueve anteriores, los que tenía cuando la conocí y empecé a vivir lo que he tratado de contarte, forman toda mi vida. Sin embargo, creo que puedo, que debo poder a pesar de todos mis temores, reconstruirla con una minuciosa precisión, la que tendrá cuando vuelva a verla antes de morir. Todo lo anterior, lo que me has estado oyendo decir, no es más que el marco indispensable para encerrar esa imagen y sólo la misma imagen hace posible y necesario el marco. Yo estaba en el café. El autobús llegó. Me levanté y me acerqué un poco a él y entonces ella salió del autobús. El momento en que estuvo de pie en la calle forma esa imagen absoluta que recuperé y que en su simplicidad y su suprema ausencia de importancia, su negación de toda trascendencia pero también de toda temporalidad inmanente encierra todas las posibilidades y todos los sentidos. Llevaba amarrada alrededor del cuello una mascada de seda azul que mi padre me había regalado antes de que saliera de viaje y yo le había regalado a ella. Estaba vestida con una blusa camisera de algodón azul, con mangas largas, y con una falda de la misma tela y del mismo color. Llevaba unos zapatos bajos, de ante, azules también. Ese azul. ¿Cómo explicártelo? Es simple y único. Ninguna comparación con cualquier objeto natural ni con cualquier obra de arte serviría. Era el azul con el que ella estaba vestida. Eso debe bastar. En la total presencia de esa imagen ella y el azul son la misma cosa. Son el símbolo de algo que no simboliza nada, que sólo se hace presente a sí mismo. Estaba de pie, era esbelta y joven y frágil y misteriosa e inmediata. Era la inocencia, intocada, siempre intocable y siempre presente para concedernos a través de su pura existencia la posibilidad de conocer. Su pureza la envolvía, creaba un halo a su alrededor y ese halo era invisible y sólo estaba dentro de ella. Su materialidad se afirmaba desvaneciéndose. El mundo no la rodeaba. Era bellísimo y esplendoroso y eterno porque no existía sino que se perdía en ella. Todo esto que te he dicho no encierra más que un instante, no tiene sucesión. Mientras lo veía, tal como vuelvo a verlo ahora, tal como lo veré antes de morir, no había antes ni iba a haber después. No podía pensarlo, pero sabía que porque todo estaba encerrado en su figura joven vestida de azul todo iba a quedarse quieto, inmóvil para siempre. Y esa quietud, esa inmovilidad, son la perfección. Puedo hablarte más todavía. Puedo decirte del óvalo de su cara, de su pelo ni corto ni largo, de su frente abombada, de su boca llena, del indescriptible color de su piel que sin embargo es un color, de su pierna izquierda ligeramente adelantada desde el instante en que se quedó de pie cerca del autobús. No era posible y por eso era posible que en algo tan sencillo, tan común, tan cotidiano se encerraran tantas cosas y yo no lo advirtiera porque su sola presencia borraba todas esas cosas, las hacía también sencillas y comunes, las convertía en lo que en verdad son: todo y nada, algo inagotable, sin término, cuya forma de existencia es una pura inexistencia y que sin embargo no puede dudarse de que existen porque su presencia las hace manifiestas. Me vio y sonrió apenas, como lo hacía siempre, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado. Después debo haberme acercado a ella, debo haberle hablado, debo haber entrado al tiempo y fugazmente, como siempre ocurre dentro de él, fui feliz. Pero en tanto, sin que lo supiera, se había quedado fija la imagen que recuperaría después y de la que te acabo de hablar.

A-2 apagó un último cigarro en el cenicero que alguno de los meseros debía haber vaciado varias veces. Quizás estaba un tanto turbado y sorprendido; quizás no había escuchado con atención todo el relato; quizás durante algunos momentos se había aburrido y también era posible que se hubiera sentido molesto e impaciente por lo que podía haberle parecido un abuso por parte de A-1 del hecho de que fueran antiguos conocidos. En cualquier forma, casi no lo miró, evitó mirarlo después de apagar el cigarro, como si no supiera y ese desconocimiento le inspirara un cierto temor, cual era la cara que iba a encontrar al enfrentarla directamente. En tanto, había oscurecido y muchas personas salían a esa hora del cine cercano al café. A-2 sintió que, de todos modos, tenía que romper el silencio casi palpable que se había colocado entre él y A-1. Trató de restarle importancia a su inquietud, de hablar como si no hubiera sentido nada especial, como si en ningún caso algo en el relato de A-1 lo hubiera perturbado, como si sólo estuviera cansado y también, aunque pretendiera aparentar que trataba de disimularlo, aburrido.

—No sé por qué me has contado esa historia tan larga —comentó.

—Yo tampoco lo sé —contestó A-1—. Supongo que para hacer aparecer esa imagen que recuperé una vez y ponerla fuera antes de que entre al lugar en el que encontrará para siempre la plenitud que le corresponde.