5
La sacerdotisa joven
Zhara cerró la puerta de la alcoba roja de la posada La Calavera de los Tiempos e hizo una seña a Dragonbait para que se sentara a la mesa. El paladín había aceptado la invitación de la esposa de Akabar a comer en privado en sus habitaciones. La sacerdotisa de Tymora cruzó la estancia y se sentó enfrente de su invitado.
Después de todo lo que Akabar le había contado sobre Dragonbait, tenía la impresión de estar con un hermano; mostrar el rostro a un hermano no era indecoroso, de modo que decidió retirarse la capucha y también el velo, y lo dejó sobre la mesa. Dragonbait contempló su rostro con curiosidad.
—No pareces escandalizado ni sorprendido —le dijo la sacerdotisa. Dragonbait respondió gesticulando con las manos—. Sí, comprendo ese lenguaje de las manos —repuso Zhara.
Dragonbait le dio a entender que sabía quién era ella por el olfato.
—¡Ah! —exclamó la joven al recordar los comentarios de Akabar sobre el refinado sentido del olfato del paladín.
Comamos, señaló Dragonbait. Hablaremos después.
Zhara asintió, rezó una breve bendición y acción de gracias por el alimento y comenzó a servir los platos. Comieron en silencio, un silencio agradable, y, cuando el paladín terminó su ración de venado, patatas y guisantes, platos norteños extraños al paladar de Zhara, se recostó en la silla e indicó que ya estaba ahíto. La sacerdotisa sacudió la cabeza al ver el plato del saurio.
—No has comido mucho —comentó—. Creía que los guerreros tenían un apetito muy voraz.
El saurio explicó con los dedos que los de su raza preferían varias comidas ligeras a unas pocas copiosas.
—Akabar me dijo que los paladines saurios poseen un don llamado conocimiento shen, mediante el cual veis el alma de las personas. ¿Es cierto?
Dragonbait asintió.
—Quiero que mires mi alma —le pidió—. Dime si soy una mujer virtuosa.
Dragonbait bajó la vista y un olor a vainilla se desprendió de sus glándulas. Por fortuna, Zhara ignoraba el significado de ese olor: al saurio le resultaba divertida la santurronería de la sacerdotisa. A pesar de ello se dispuso a complacerla y concentró su shen. Vio en ella exactamente lo que esperaba: un alma de puro color azul, indicativo de estado de gracia, de santificación y amor a los ojos de su diosa. También percibió la fortaleza y la arrogancia de su espíritu, y en eso no se diferenciaba mucho de Alias.
¿Tienes razones para dudar de tu virtud?, preguntó en son de broma. Zhara negó con la cabeza.
—Sólo quiero saber si tú, igual que Alias, me crees capaz de tanta perversidad como para engañar a Akabar acerca de los sueños; si piensas que no lo amo y que sólo lo utilizo en mi provecho.
Dragonbait negó y después continuó expresándose con las manos.
No te sientas ofendida por la espadachina; aún teme al Oscurantista y ese temor siempre la enfurece.
—Esa Alias no respeta al clero —objetó Zhara fríamente.
Fue creada así, no puede evitarlo.
—Sólo los bárbaros son capaces de despreciar a los dioses como ella —replicó la sacerdotisa con un gesto de desdén.
Los bárbaros también desprecian la música bella, como lo haces tú, le recordó Dragonbait.
Zhara pareció aturdirse un momento; no esperaba que el paladín pusiera en cuestión su conducta y respondió a la defensiva.
—Akabar me ha contado muchas cosas de Alias. Sé, por ejemplo, que prácticamente adora a Innominado y su música, y eso es una falta grave —recalcó—, porque Innominado es sólo un hombre y su obra es de creación humana. Ni el mortal ni sus trabajos son equiparables a los dioses o sus obras.
Voy a explicarte una breve historia, anunció Dragonbait tras un suspiro. Nunca se la he contado a nadie, y es una historia con moraleja.
Zhara se acercó más a la mesa y observó atentamente los movimientos de las manos del saurio.
Hubo una vez un paladín que servía al dios Justicia, comenzó. El paladín amaba a una sacerdotisa servidora de la Dama Fortuna. El paladín estaba muy orgulloso de sus servicios a su dios y sentía que no había causa tan noble como la justicia; le parecía que todos tenían que pensar como él y que la Dama Fortuna, por el contrario, no siempre se portaba con justicia porque a veces se mostraba veleidosa. De vez en cuando colmaba de favores a quien no lo merecía y retiraba su apoyo a aquéllos que la servían bien. El paladín pidió a la sacerdotisa que se consagrara al servicio de su dios y dejara el de la Dama Fortuna. Discutieron la cuestión entre los dos y el paladín insultó a la Dama Fortuna y a la sacerdotisa, pero ella no quería abandonar a su diosa.
»Como el paladín amaba mucho a la sacerdotisa, sabía que, si continuaba a su lado, acabaría respetando su decisión y seguiría siendo su amante a pesar de la negativa de ella a complacerlo. Se dijo que, si actuaba así, el amor de la sacerdotisa a su diosa lo corrompería y, furioso y altanero, decidió que eso no sucedería y abandonó la tribu para ir a servir la causa de su dios en la tenebrosa y malvada región Tartárea.
»Allí, el paladín fue capturado por un ser maligno que pretendía sacrificarlo con un propósito muy perverso. Mientras el paladín permanecía colgado de gruesas cadenas en una mazmorra oscura, muy próximo a la muerte, tuvo una visión, o tal vez un sueño, en que la Dama Fortuna se le apareció. La diosa le dijo que no le importaba su suerte, pero que el dios Justicia había solicitado su ayuda para socorrerlo y preservarle la vida. Si el paladín aceptaba realizar un servicio para ella, ella lo libraría de las depravadas criaturas que pretendían matarlo.
»El paladín deseaba vivir, como es natural, y, como era su dios quien había intercedido a su favor, habría sido una arrogancia por su parte negarse al ofrecimiento de la diosa. El paladín había aprendido que hasta la causa de la justicia puede perder contra el mal sin la bendición de la Dama Fortuna. Aceptó el servicio y la diosa le envió un ser humano que lo liberó y le explicó la misión que debía cumplir. Así es que el paladín conserva la vida para dedicarla al dios Justicia, pero también rinde homenaje a la Dama Fortuna y a todas las demás deidades que contribuyen al engrandecimiento de las causas justas.
Dragonbait irguió la espalda; Zhara pensó que ya había concluido y estaba a punto de decir algo cuando el saurio comenzó a gesticular otra vez con las manos.
»El paladín aprendió que hay muchos seres en el mundo que sirven al dios Justicia, como magos mercaderes, halfling ladronas, bardos arrogantes, e incluso le sirven a través de sus obras, como el comercio y el gobierno, las historias y los cuentos, la música y las canciones. De esta forma, el paladín aprendió a respetar también las cosas mundanas. ¿No crees posible que la diosa a la que adoras sea reverenciada también a través de estas cosas?
Zhara lanzó un bufido.
—Aunque la música de Alias honrara a los dioses, no tendría derecho a despreciarlos como los desprecia —insistió la sacerdotisa.
Dragonbait asintió. Sin embargo, tiene sus razones.
—¿Qué razones?
Los insultos la ayudan a superar el miedo a los dioses, explicó el paladín.
—Si fuera virtuosa no tendría motivos para temerlos —sentenció Zhara.
Si alguna vez te hubieras encontrado indefensa bajo el poder del Oscurantista, como le ha sucedido a ella, comprenderías muchas más cosas, replicó el saurio.
Zhara, escarmentada, bajó la vista.
Tras varios segundos, Dragonbait le tomó la barbilla con suavidad.
Has hecho un viaje muy largo. Ahora deberías descansar.
—Antes de descansar, quisiera que me dijeras otra cosa: ¿el paladín del cuento que me has explicado volverá alguna vez junto a la sacerdotisa que amaba?
Cuando complete el servicio a la Dama Fortuna.
—¿Y eso cuándo sucederá?
Cuando el Oscurantista sea destruido para siempre y la hermana del paladín no tema ya volver a quedarse indefensa. Ahora descansa; ya hablaremos más tarde.
El saurio se levantó y Zhara le sonrió.
—¿Me lo prometes? —insistió.
El lagarto se llevó la mano al pecho e inclinó la cabeza, tras lo cual desapareció de la alcoba roja tan discretamente como un gato.
Zhara suspiró. A pesar de que deseaba considerar a Alias con magnanimidad, dudaba que pudiera llegar a estimarla nunca. La espadachina no dejaba de ser norteña y aventurera, sinónimo de barbarie en la mentalidad de la sacerdotisa. Pero se sentía muy honrada por la confianza del paladín al contarle la historia de su vida.
Bostezó. Dragonbait tenía razón: necesitaba descansar. Una brisa fresca y húmeda cargada de diminutas semillas envainadas se coló en la estancia. Mientras Zhara miraba con ojos adormilados el paisaje grisáceo, comenzó a llover de nuevo.
Se quitó las sandalias y las lanzó al baúl de la ropa; escuchó con satisfacción el ruido sordo que hicieron al caer. Después recogió el velo de la mesa y lo tiró hacia el mismo baúl, pero aterrizó en el suelo a varios centímetros de la diana. Estaba demasiado cansada como para agacharse y levantarlo. «Velo tonto —se dijo—. Pues que se quede ahí tirado».
Se levantó de la silla, dio unos pasos cansinos y se dejó caer rendida en la cama. Antes de llegar al Valle de las Sombras, Akabar y ella habían pasado varios días en la carretera, con una caravana, acampando al raso y durmiendo sobre el duro suelo. Se acostó sobre las mullidas almohadas y se imaginó el placer de compartir otra vez en privado una habitación tan grande con su marido. Por una parte, echaba de menos a sus compañeras de matrimonio, Akash y Kasim, pero, por otra, no podía negar que se alegraba mucho de tenerlo para ella sola.
Al acordarse de Akash y Kasim, pronunció una rápida plegaria por su salud y bienestar y después se dejó arrastrar en brazos del sueño acunada por el ruido de la lluvia y la visión de su marido inclinado sobre ella murmurándole su nombre.
Una pesadilla interrumpió su descanso. Veía a Alias que la encerraba en un ataúd repleto de dagas. La oscuridad del féretro la asustaba tanto como la idea de las numerosas hojas afiladas, y luchaba por soportarlo con todo su ánimo cuando de pronto se despertó sobresaltada.
No sabía con certeza cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero la habitación estaba mucho más oscura que antes, y sobre las paredes danzaban sombras retorcidas. Rebuscó en el bolsillo del camisón hasta dar con una de las piedras que había impregnado de luz constante y sintió un pinchazo en el hombro al mover el brazo. Automáticamente se apartó hacia un lado, lejos de lo que la había rozado.
Sin embargo, huyendo de un arañazo se encontró con unas horribles punzadas, dolorosas y urticantes. Volvió a rodar sobre la espalda y sacó la luz rápidamente. Se quedó sin respiración: la habitación estaba atestada de matorrales vegetales con dagas puntiagudas como agujas en todas las hojas y tallos. Estaba enterrada en el centro del matorral, sin posibilidad de moverse sin lacerarse con las agujas. Como si aún estuviera en el sueño, un grito se le atravesó en la garganta y no logró sacarlo.
Las plantas se acercaron más a ella atraídas por la luz de la piedra mágica y le arañaron la carne. Se encogió de dolor y levantó los brazos para protegerse el rostro expuesto. Notó un tallo cortante que se colaba por el bajo del camisón y se apretaba a sus pantorrillas desnudas.
Sentía que el miedo la atenazaba igual que la planta. Éste había sido uno de los sueños de Akabar, y el Oscurantista había aprovechado la ventaja del ataque por sorpresa. En cuanto terminara con ella, iría en busca de Akabar y devoraría su alma antes de que su espíritu estuviera fortalecido como para resistir.
—¡No! —gimió con los dientes apretados cuando unas vainas en flor le pincharon los labios e intentaron abrirse paso al interior de la boca—. ¡Nunca os apoderaréis de mi marido!
El ataque de rebeldía anuló el pánico. Hundió la mano izquierda en un bolsillo y cogió un puñado de cortezas de árbol mientras con la otra mano aferraba el disco de plata con el emblema sagrado de su diosa. «¡No hagas caso del dolor! —se ordenó cuando las agujas se le clavaron por detrás de las rodillas—. ¡Concéntrate!». Comenzó a rezar a Tymora para que le enviase ayuda. Los versos, tantas veces repetidos, la ayudaron a calmar los nervios, hasta que por fin reunió el poder necesario para pronunciar el sortilegio. Mientras deshacía la corteza en la mano, susurró:
—Hermano roble.
Cerró los párpados con fuerza, concentrada en la sensación de entumecimiento que comenzó en la mano izquierda y se extendió poco a poco hacia el brazo, el torso, la garganta, el otro brazo y las piernas. Tomó una gran bocanada de aire y se sentó en la cama. Las plantas se oponían a sus movimientos con tallos leñosos, pero ya no notaba los agudos picotazos. El encantamiento le había transformado la piel en corteza dura y resistente pero lo bastante suave y flexible como para no impedirle moverse. Hizo retroceder los sarmientos a base de manotazos como si fueran tan mortíferos como mera paja.
Los ojos eran el punto vulnerable, de forma que se vio obligada a mantenerlos cerrados. Consciente de que el hechizo no duraría mucho, llamó a gritos a Dragonbait, mientras se decía que no era por miedo, que pedía ayuda. Se levantó de la cama y empezó a pisar ramas aplastándolas con los pies leñosos hasta que el suelo quedó cubierto de una pulpa pegajosa.
Las plantas no cesaban de crecer alrededor de Zhara, mucho más deprisa de lo que ella las pisaba. Comenzaron a trepar rápidamente por los tobillos y muñecas, dificultándole el avance, hasta que por fin la inmovilizaron del todo. Otro tallo se le enroscó en la garganta, y comprendió que, tan pronto como desapareciera la piel de corteza, quedaría estrangulada o con las venas atravesadas por las espinas.
Llamó a Dragonbait a gritos una y otra vez hasta que una vaina florecida se le introdujo en la boca. Los pinchos quemaban como un enjambre de avispas y la planta se abría camino hacia el interior ahogándola.
No podía llevarse las manos a la boca, de modo que mordió la planta y arrancó la flor del tallo con los dientes. Masticó, a pesar del dolor agónico que le producía, hasta que redujo el capullo a un amasijo y lo escupió. Llamaron a la puerta.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Deprisa!
La puerta se abrió lo suficiente como para permitir a Dragonbait introducir un brazo. Con un bramido, blandió la espada. El arma centelleó y arrojó una llama que envolvió toda la habitación en una luz brillante. En un acto reflejo, las plantas espinosas se dirigieron hacia la claridad, pero se vieron frenadas por el fuego. El saurio lanzó ciegamente unas estocadas sobre los tallos hasta despejar el espacio necesario para abrir la puerta del todo. Destrozaba ramas y les prendía fuego, y la habitación se llenó de un humo negro y acre. Después cortó desde la base las que sujetaban a Zhara y consiguió sacarla del dormitorio.
El saurio se detuvo en el umbral blandiendo la llameante espada. Las plantas dudaban en acercarse a él como si hubieran comprendido que el arma luminosa era mortal. Dragonbait emitió un silbido y cerró la puerta. Después quitó con delicadeza las espinas y flores clavadas en la piel de Zhara; ahora, separadas de las ramas, no podían moverse, pero se hundían ferozmente en su carne.
La piel de la sacerdotisa comenzaba a recuperar la normalidad y le suponía un gran esfuerzo no gemir cada vez que el paladín le sacaba una espina. Tenía la boca y la lengua entumecidas y tan inflamadas que apenas podía hablar.
—Akabar —musitó, y comenzó a llorar presa de una crisis de nervios.
Dragonbait la llevó a su habitación, al otro lado del pasillo, y la obligó a sentarse en el lecho sujetándola por los hombros con fuerza.
Zhara notó al fin el olor a madera quemada y consiguió calmarse. Le picaba la lengua pero al menos ya no le dolía; respiró con desahogo.
—Me has curado, ¿verdad? —preguntó al paladín.
El lagarto asintió al tiempo que le apartaba de los ojos un mechón castaño cobrizo y le acariciaba la cara suavemente con un dedo escamoso.
—Ha sido Alias quien ha enviado esa aberración en mi busca —declaró Zhara.
Dragonbait la miró con los ojos desorbitados, como si se hubiera vuelto loca.
—Lo hizo ella, lo soñé.
El paladín saurio negó con la cabeza enérgicamente.
—¡Tengo que encontrar a Akabar! ¡Está en peligro grave! ¡Tienes que llevarme a él! ¡Hazlo! —pidió a gritos.
Dragonbait asintió; sacó un pañuelo de la bolsa y se lo dio a la sacerdotisa para que lo utilizara de velo.
El paladín no podía creer que Alias tuviera algo que ver con el ataque a Zhara, pero no dudó ni por un instante que la sacerdotisa estuviera en lo cierto con respecto a la seguridad de su marido. Los mortales puñales encantados olían a magia del Oscurantista, y Dragonbait se estremeció al pensar en toda la clase de vegetales o animales que el dios enviaría en pos del mago mercader.
Satisfecha por haber quebrantado el espíritu de Akabar, Kyre devolvió el puñal a la manga y colocó la nuez sobre la mesa. Besó al mago en los labios con mayor pasión que la primera vez.
Akabar temblaba de terror al pensar en los zarcillos de la boca de la mujer y no aflojó las mandíbulas, pero no ofreció resistencia verbalmente. Notó que los sarmientos de los brazos se aflojaban y caían.
—Ahora, dame una prueba de sinceridad —exigió Kyre al tiempo que retiraba las ramas del interior de las mangas del mago—. Abrázame —le ordenó.
Akabar le rodeó los hombros y la acercó a su pecho; ella lo enlazó por la cintura y le acarició la columna vertebral. Los sarmientos de los brazos de la mujer resbalaron hasta los tobillos del turmita y quedaron amontonados como una nidada de pitones. Los sentimientos del mago mercader se debatían entre la revulsión y el deseo.
—La poción que me diste a beber era un filtro de amor, ¿no es cierto? —preguntó Akabar.
Kyre levantó los ojos hacia él con sorpresa.
—Sí —admitió con la cabeza apoyada en su pecho—. La elección del maestro ha sido perfecta; eres muy inteligente.
La mirada de Akabar recayó en la jaula de almas que había sobre la mesa. Si allí dentro estaba atrapado un enemigo de Moander, seguro que Kyre lo había utilizado para inmovilizar a Elminster, pensaba. Entonces, habría puesto a Grypht en su lugar para distraer la atención de los otros dos arperos antes de que se les ocurriera pensar que ella era la causante de su desaparición. Grypht había huido de la sala del tribunal y Kyre había salido tras él fingiéndose así enemiga del monstruo. Sin duda alguna, lo había ayudado a capturar a Innominado y después lo había dejado escapar.
—Yo seré la primera recompensa que obtengas —susurró Kyre apretándose contra él—. La poción todavía te hace sentir sus efectos. Sabes que me deseas.
—Lo sé —respondió Akabar secamente.
Nunca había amado algo tan odioso como aquel ser. Sólo otro mago habría podido neutralizar el efecto del brebaje mágico del cual era víctima. Elminster lo habría hecho sin mover ni una pestaña, pero el sabio estaba atrapado como él. De pronto, un rayo de esperanza iluminó el corazón del turmita. Si conseguía liberar a Elminster, éste no sólo lograría deshacer la magia perversa de Kyre sino que la destrozaría a ella también.
En la mesa, junto a la jaula de cristal y el frutero, había un corno, un instrumento musical de viento propio de los países nórdicos que sin duda pertenecía a Innominado. Estaba tallado artesanalmente con gran esmero, en madera negra y con incrustaciones de oro, pero Akabar sólo calibraba su tamaño y su peso. Si lograba alcanzarlo, le serviría de garrote.
Tras persuadirse de que debía despistar a Kyre con respecto a sus intenciones, el mago mercader se inclinó sobre ella y comenzó a besarle la garganta. La semielfa gimió, mimosa, y él la estrechó aún más fuerte forzándola a inclinar la espalda sobre la mesa. Entonces la acarició por detrás hasta tocar el mantel y cerró los dedos sobre el instrumento, pero, en el momento en que lo levantaba, chocó sin querer con el borde del frutero de plata. Kyre, sobresaltada por el chasquido metálico, se giró entre los brazos de Akabar. El mago la agarró por la mano derecha y apuntó el corno hacia la nuez de cuarzo.
Kyre se percató de las intenciones de Akabar, se alarmó y, al tiempo que alargaba la mano izquierda para proteger la jaula de almas, gritó:
—¡No!
Akabar descargó un gran golpe sobre la mesa con el instrumento; la boquilla se estrelló contra la nuez y la rompió en mil pedazos, mientras la parte central del corno se hundía en la muñeca de Kyre. Las tinieblas comenzaron a rezumar y a ondear sobre la mesa, pero Akabar no podía apartar la vista de la muñeca herida de la mujer.
Bajo la piel, que se abrió como la de un melón pasado, no había tendones, ni músculos ni huesos; el brazo estaba relleno de sarmientos en descomposición incrustados en moho, y el hedor de la putrefacción le provocó náuseas. Casi todos los zarcillos habían quedado machacados bajo el impacto del instrumento, y la mano de Kyre pendía del extremo del brazo como un pedazo de carne muerta.
Las ramas que yacían a los pies de Akabar se irguieron y le aferraron las muñecas hasta cortarle la circulación. Kyre libró la mano herida del puño que la sujetaba. El mago intentó golpearla otra vez con el corno pero la mujer se lo quitó y lo estrelló contra el suelo.
Akabar volvió la atención hacia la última esperanza de salvación que le quedaba: las tinieblas que se agitaban sobre la mesa, que habían comenzado a condensarse y a tomar la forma del ser prisionero del cristal. Contuvo la respiración, esperando ver aparecer a Elminster, pero, a pesar de que la silueta llevaba los ropajes de un hechicero, no se parecía en nada al sabio; era enorme y tenía cuernos, escamas verdes, garras y cola.
—¡Transformaste a Elminster en una bestia! —acusó a Kyre ciegamente.
Kyre no respondió al ataque verbal. En la mano ilesa sujetaba ya una jaula de almas vacía; la levantó en dirección a la bestia y la puso en acción mediante el grito de «¡Oscurantista!».
Akabar se tiró sobre ella y ambos rodaron por el suelo. Kyre soltó la nuez, que se fue rodando por la alfombra.
La bestia extrajo un cono de cuarzo de la manga y lo apuntó hacia la barda, aplastada bajo el peso del mago mercader.
Una corriente helada envolvió ambos cuerpos y los cubrió de escarcha; Akabar sentía fuego en la piel y un dolor en el corazón y los pulmones agudo como una cornada, tan intenso que se sumió en la inconsciencia.
La bestia observó satisfecha el manto de cristales de hielo que cubría y desecaba los sarmientos de Kyre y la orquídea del cabello. La arpera yacía tan inmóvil como Akabar, pero Grypht no quería correr ningún riesgo. Separó ambos cuerpos con el báculo y después incendió el de Kyre con llamas mágicas que brotaron de sus dedos.
A medida que el cadáver se retorcía y se quebraba, un hedor repugnante iba llenando el cuarto. Grypht hizo una mueca pero decidió que podía soportarlo. Bajó de la mesa y se inclinó sobre su libertador; entonces reconoció sobresaltado la fisonomía de Akabar. Al igual que la ladrona Olive Ruskettle, esta criatura era amiga de Champion, o Dragonbait, como lo llamaban en ese mundo extraño.
Desafortunadamente, el humano no parecía soportar el encantamiento del hielo y, al parecer, ya no respiraba. Los congéneres de Grypht podían respirar normalmente aunque quedaran sumidos en un estado letárgico, pero el saurio ignoraba las características de esos antropoides parlantes.
Suspiró en silencio. Había considerado que matar a Kyre era mucho más importante que preocuparse por quien cayera en el camino, aunque el caído fuera la persona que lo había liberado y además amigo de Champion; no obstante, era probable que Champion no opinara lo mismo. «El paladín es un idealista empedernido», pensó.
Sacó una ampolla de la manga; tal vez la sustancia resultara tóxica para la criatura que yacía inconsciente, pero tenía que arriesgarse. Abrió el frasco y vertió el contenido entre los labios de Akabar.
El mago mercader tosió y vomitó un poco del espeso jarabe, pero sin duda había tragado suficiente porque, un momento después, respiró convulsivamente varias veces; no volvía en sí pero la tez pasó de un gris ceniciento a su color normal, un tono castaño oscuro que a Grypht le pareció saludable. El saurio volvió la vista hacia los restos de la servidora de Moander.
No quedaba más que un montón de cenizas que Grypht revolvió con el báculo para apartar los objetos que Kyre llevaba encima y que no se habían quemado: un puñal, una espada, un cinturón y una vaina, tres jaulas de almas con forma de nuez, dos anillos de oro, un alfiler de plata con la luna en cuarto creciente y un arpa y las botas. Como buen carroñero, Grypht puso boca abajo las botas humeantes, de donde cayeron una pulsera tobillera de plata y una gema amarilla de buen tamaño, la misma que el antropoide Mentor había utilizado para el ensalmo de lenguas.
Se guardó en el bolsillo la piedra amarilla y aplastó entre las garras las jaulas de almas, pero estaban vacías; todavía no habían sido utilizadas. Entonces recordó que Kyre había sacado una más. Buscó por el suelo hasta que la encontró debajo de una silla y la aplastó con el báculo.
«Ya es hora de marcharse de esta guarida de antropoides infestada de gusanos», se dijo mientras se ponía en pie. Miró al postrado turmita y decidió que tendría que llevárselo. Él lo había liberado de la trampa de Kyre y, presumiblemente, sería enemigo del Oscurantista; además, si lo dejaba allí correría mayores peligros. Si el ser se recuperaba, tal vez lo ayudara a buscar a Champion, de modo que se agachó, lo envolvió en la capa y lo cargó al hombro.
Sin encorvarse bajo el peso del turmita, Grypht se dirigió a la ventana y se asomó al exterior. A la izquierda discurría un río y en la otra orilla se levantaba un templo, más allá del cual descubrió un bosque. Observó la línea de árboles con atención durante un buen rato para calcular la distancia y después comprobó si había otros antropoides por las inmediaciones.
Tras crear un portal dimensional, cruzó con la carga dejando un rastro de olor a heno recién segado; un momento después se encontraba al otro lado del río, junto a la primera línea de árboles. Miró hacia atrás, hacia la torcida torre de Ashaba, y se alegró de estar fuera por fin. Luego se internó lentamente en el bosque.
Mientras Grypht acarreaba a Akabar bel Akash desde la torre de Ashaba, no se dio cuenta de que alguien lo observaba, pues se encontraba cansado y preocupado por localizar a Champion. De todas formas, aunque hubiera estado fresco y atento, tal vez tampoco habría detectado la mirada, porque los ojos que lo seguían lo hacían mediante un poder mágico y desde una distancia de centenares de kilómetros.
La Voz de Moander, suma sacerdotisa del Oscurantista, contemplaba la huida de Grypht en las aguas de un estanque encantado. Momentos después de que Moander enviara el cuerpo poseído de la arpera Kyre a neutralizar a Akabar, mandó a la Voz al estanque para que lanzara un conjuro a las aguas y escrutara los progresos de la semielfa. El Oscurantista consideraba importante que la suma sacerdotisa viera al turmita a quien él deseaba poseer más que a cualquier otro ser.
El año anterior, cuando el dios había poseído a Akabar, le había complacido tanto la mente entrenada del mago y los talentos que albergaba que se había tomado la molestia de tratar su cuerpo con todo cuidado para que la posesión fuera permanente. No obstante, había cometido el error de utilizarlo en un combate contra sus propios compañeros; el paladín Dragonbait lo había liberado y el mago había acabado por destruir a Moander. En esta ocasión, por el contrario, la deidad se había rodeado de servidores diferentes, los había obligado a construirle un cuerpo nuevo y exigía que Akabar fuera llevado hasta él para que presenciara la resurrección.
Pero localizar al turmita no resultó tarea fácil. Había salido de Turmish bajo la protección de un poderoso sortilegio de ilocalización que la Voz de Moander no podía traspasar por medio del escrutinio mágico. Moander sospechaba que Akabar estaba en compañía de Alias y por ese motivo envió a Kyre al Valle de las Sombras, para que investigara si el Bardo Innominado sabía el paradero de Alias o el del mago. Kyre había logrado descubrir a Akabar y separarlo de Alias o de cualquier otro encantamiento que lo protegiera de miradas indiscretas. Moander estaba tan satisfecho por el éxito de la semielfa que no le importó la inconveniente y violenta muerte que había sufrido.
Las imágenes de Grypht y Akabar comenzaron a nublarse y a desaparecer a medida que el sortilegio perdía efecto, pero la Voz de Moander había visto con claridad que se dirigían hacia el oeste del Valle de las Sombras.
—Kyre reclutó más servidores en el viaje al Valle de las Sombras —habló la Voz de Moander—. Sería fácil enviar unos voladores para que les avisen que intercepten el paso a Grypht y a Akabar. El turmita no escapará al destino que el Oscurantista le ha asignado.
Los dos sacerdotes saurios que acompañaban a la suma sacerdotisa asintieron con un gesto.
—¡Los voladores son muy débiles y no resistirían semejante distancia! —exclamó de pronto la Voz con vehemencia.
Los otros dos se revolvieron inquietos. La costumbre de la sacerdotisa de discutir consigo misma aterrorizaba a todos los de su raza que tenían ocasión de presenciar las disputas.
—Lo único que interesa es que lleguen —se contestó la sacerdotisa a sí misma en frío tono de voz—; no importa si regresan o no.
La Voz de Moander bajó los ojos hacia su reflejo en las oscuras aguas del estanque. Un saurio hembra con escamas blancas como perlas le devolvió una mirada de repugnancia. Antes de que Moander la poseyera se llamaba Coral, al servicio de la Dama Fortuna y protectora de su pueblo, pero ahora, incapaz de resistirse a Moander, podía, bajo los auspicios del dios, perpetrar las mayores atrocidades incluso contra los saurios más inocentes e indefensos.
En ese momento, Moander había aflojado el dominio sobre su mente, como siempre después de utilizar su cuerpo para algún sortilegio difícil como el del escrutinio. Coral se debatía con tanta energía contra el poder del Oscurantista que el dios tenía que retirarse para que la batalla de voluntades no consumiera tanta energía como para arrasar los sarmientos de posesión con que la controlaba.
Moander se mantuvo al acecho en el fondo de la conciencia de Coral, dispuesto a asaltar su mente si la hembra de saurio intentaba hacer algo en su contra. Mientras tanto, se deleitaba cruelmente con la angustia y el horror que desbordaban a la sacerdotisa cada vez que la obligaba a cometer una felonía. Disfrutaba sobre todo cuando, bajo su control, la Voz pronunciaba en alto sus horrendos pensamientos. Coral, incapaz de reprimir los estallidos emocionales, o tal vez negándose a reprimirlos, siempre discutía a voces con lo que el dios decía a través de su propia boca, y entonces parecía que estuviera peleándose consigo misma.
Los congéneres de Coral no comprendían lo que sucedía en realidad. A pesar de que todos los miembros de su tribu que habían sido capturados por Moander estaban infectados de sarmientos de posesión, el control era puramente físico en casi todos los casos; el Oscurantista no necesitaba gobernar las mentes corrientes, aunque había encadenado mágicamente los pensamientos de todos los encantadores saurios que tenía en su poder. Los saurios corrientes pensaban que la sacerdotisa se había envilecido y había enloquecido, mientras que los miembros del clero, hechizados para amar al Oscurantista, sencillamente la tomaban por loca.
—Si no podemos capturar a Grypht —dijo Moander a los sacerdotes a través de la voz de Coral—, no debe continuar vivo porque podría encontrar aliados e interferir en nuestros planes. En estos momentos va en busca de Champion, el paladín que las gentes de este mundo llaman Dragonbait. Por el contrario, si nuestros servidores detectan a Champion, quiero que me lo entreguen vivo. Lo sacrificaremos en una ceremonia especial para esclavizar a la servidora Alias a la voluntad del amo. Por mi propia mano morirá el paladín.
—¡No! —gritó Coral llena de angustia—. ¡No quiero tomar parte en su destrucción!
Los sacerdotes movieron la cabeza en un gesto de desaprobación.
Sumida en su total impotencia, Coral envidió a Kyrc por su muerte. Ya era demasiado terrible asesinar una y otra vez en el ara del sacrificio para proporcionar energía al cuerpo de Moander; no deseaba vivir para participar en la conquista de Grypht o en la fusión del Oscurantista con Akabar, pero, sobre todo, prefería morir mil veces antes que derramar la sangre de su antiguo amante.
—¡Dama Fortuna! —imploró a su antigua diosa—. ¡Concédeme la merced de morir!
Los sarmientos de posesión de Moander utilizaron de nuevo la voz de la sacerdotisa para azuzar la discusión.
—¡No! —fue obligada a decir—. ¡Tengo una razón para vivir! ¡La venganza! No perdonaré jamás los insultos de Champion. Quiero verlo humillado.
Mientras pronunciaba esas palabras, un olor a rosas, pan fresco y menta comenzó a fluir de las glándulas de la garganta de la saurio hembra. Sentía ira, dolor y vergüenza porque no podía discutir contra las palabras de Moander. Había hecho grandes esfuerzos por perdonar al paladín por su abandono, pero nunca lo había conseguido plenamente y se regodeaba con perversidad en la imagen del saurio humillado. Por desgracia ése era el punto fuerte del poder de Moander sobre su mente; lo había retorcido y corrompido para desterrar los sentimientos naturales de compasión. Si Champion llegara ante ella, Moander la obligaría fácilmente a infligir cualquier daño al paladín.
—Champion me despreció cuando yo adoraba a la Dama Fortuna —la obligó a decir Moander.
—¡No! —insistió Coral mientras se esforzaba denodadamente por no enfadarse más con el paladín—. No estaba de acuerdo conmigo pero nunca me despreció.
—Ahora que soy sacerdotisa de Moander, se horrorizará y me repudiará. Lo mataré con satisfacción y borraré esa mirada de su rostro —amenazó Moander a través de la saurio.
Los sacerdotes aprobaron con un gesto de la cabeza. Coral se tapó la boca con las manos para que el lenguaje del dios no emitiera un sonido más. Dentro de la cabeza lo oyó pensar: «Y, después de que lo hayas asesinado, te liberaré la mente para que paladees tu culpa y tu dolor».
Coral arañó la aleta que le coronaba la cabeza en un intento vano de expulsar a Moander del cerebro.
«La única razón de tu existencia es servirme y entretenerme, sacerdotisa», le recordó en los pensamientos.
La saurio, retorciéndose como una posesa, cayó al suelo gimiendo entrecortadamente.
Los dos sacerdotes seguían a su lado, y se sentían molestos por esa conducta tan peculiar; no comprendían por qué una enajenada mental había recibido el honor de servir a Moander como su propia voz. ¿Por qué no había elegido a uno de ellos en su lugar?, se preguntaban con resentimiento.
Moander reunió todos los zarcillos de posesión de la mente de la sacerdotisa, como un jinete recoge las riendas de la montura, y la encaminó a cumplir sus deberes de Voz de Moander.