21
Vidas Nuevas

Alias, Grypht, Dragonbait y Olive llevaban más de una hora vigilando el montículo de vegetación en el Valle Perdido en espera de que reaparecieran Akabar o Mentor. Ninguno de los dos daba señales de vida, y Alias no podía soportar más la ansiedad.

—¡Tenemos que encontrarlos! —dijo por fin, encaminándose al sendero que bajaba hacia el valle, pero Grypht la detuvo.

—Pregunta a la piedra —le sugirió suavemente.

—¿Cómo? —preguntó confusa.

—Utiliza la mitad de la Piedra de Orientación que te dejó.

Alias sacó el fragmento de la capa.

—Akabar —pronunció mientras pensaba en el mago; pero la gema ni siquiera brilló, y las manos de la espadachina temblaron.

—Voy a localizar a Sweetleaf a modo de prueba —anunció el gran saurio, quitándole la piedra de las manos. Pensó en el clérigo que había quedado con los demás saurios, y la piedra se iluminó y envió un rayo débil en dirección a las colinas orientales del valle.

Después, Grypht pronunció el nombre del bardo al tiempo que se concentraba en su rostro, en su voz y en sus canciones, pero la piedra de Mentor no reaccionó.

—Es posible que no los localice por varias razones —comentó el mago—: porque están poseídos, porque han hecho un encantamiento de ilocalización o… —se detuvo.

—… o porque han muerto —completó Alias secamente. Negarlo carecía de sentido, se dijo. Estaba como insensible. Mentor había librado los Reinos de Moander, pero a costa de su vida y de la de Akabar.

—Debemos preocuparnos de los vivos —recordó Grypht al cabo de un momento—. Todavía hay muchos saurios que necesitan de nuestra ayuda.

Alias asintió, pero, a medida que descendían hacia el lado este del valle, la atmósfera se cargó de aroma de rosas y del llanto de Olive y Alias.

Olive regresó a la Gruta Sonora a la luz temprana del amanecer. Había pasado la noche cuidando saurios hasta hartarse de ver pellejos escamosos; necesitaba dormir y, más aún, necesitaba soledad. Se sentó a la entrada de la cueva a contemplar el sol que se levantaba entre las montañas de la Boca de los Desiertos y a escuchar los silbidos del viento mientras lloraba en silencio.

Oyó un carraspeo a la espalda, dentro de la gruta, y una voz amable le preguntó:

—¿Maestra Ruskettle? ¿Te encuentras bien?

Se dio la vuelta apáticamente y se encontró con Breck Orcsbane; reunidos tras él se hallaban Elminster, Mourngrym, Morala, Zhara y tres jóvenes saurios.

—Habéis llegado un poco tarde —les dijo—. Ya nos hemos deshecho de Moander… Mentor se deshizo de él… —Con un gesto de la mano les señaló el rastro de vegetación congelada que descendía la ladera hasta morir en un enorme montículo vegetal también congelado.

—¿Cómo hizo eso? —preguntó Mourngrym lleno de respetuoso temor.

—Abrió la Piedra de Orientación y extrajo la partícula de hielo paraelemental que había dentro —explicó la halfling.

Elminster y Morala se miraron extrañados.

—¿Dónde está Mentor ahora? —inquirió Elminster.

—Se internó en el cuerpo del dios en busca de Akabar, pero no ha vuelto a salir. Alias tiene el otro fragmento de la Piedra de Mentor y ha localizado con él a varios saurios que Grypht quería encontrar, pero, cuando pensó en Mentor y en Akabar, la piedra no dio señales. —Reprimió un sollozo y se obligó a decir en voz alta lo que no deseaba admitir ni en silencio—. Están muertos los dos. —Alzó los ojos hacia Zhara—. Lo… lamento —le dijo a la sacerdotisa turmita.

—Ya lo sabía —repuso Zhara suavemente, con la cabeza agachada—. El espíritu de mi marido me visitó en sueños anoche. Está junto a nuestros dioses y su alma reposa en paz.

—¿Dijo algo sobre Mentor? —preguntó Olive, esperanzada.

Zhara negó con un gesto, y la halfling giró la cabeza como si estuviera contemplando el valle, pero el paisaje se nubló ante sus ojos y tuvo que sacudirse unas cuantas lágrimas más.

—He traído a los pupilos de Grypht —intervino Elminster—, y arden en deseos de verlo.

Olive se enjugó los ojos con la manga de la túnica y se giró otra vez para hablar con ellos.

—Grypht también se alegrará mucho de verlos. Necesita toda la ayuda posible para sanar a los saurios. La mayoría están muy graves a causa de la prolongada posesión, pues los sarmientos que los infestaban no les dejaban tiempo para alimentarse convenientemente ni para curarse las heridas.

—Morala y yo hemos traído remedios curativos —comentó Zhara—. Llévanos con él, por favor.

Los condujo al exterior de la gruta y descendieron hacia las faldas del este del valle, donde el pueblo saurio se recobraba de la horrible experiencia. Elminster y los pupilos de Grypht se adelantaron a saludar al gran saurio mago, mientras Morala se acercaba a Alias. La anciana papisa la miró fijamente.

—Siento mucho que hayas perdido a tu amigo Akabar… y a Mentor también —le dijo.

Alias aceptó con un breve gesto las condolencias que le ofreció y, alzando orgullosamente la cabeza, le anunció:

—Antes de morir, Mentor me explicó la historia de Flattery.

Morala bajó la vista, y la guerrera vio que tenía los ojos humedecidos. Tras varios segundos, la papisa levantó la barbilla otra vez.

—En ese caso, lamento tus pérdidas doblemente —murmuró.

—Gracias —repuso la mercenaria sinceramente, aunque le sorprendía el dolor que expresaba la anciana por un hombre al que había condenado en el pasado—. ¿Sabías que Mentor destruyó su piedra para intentar rescatar a Akabar del poder de Moander?

—La halfling nos lo explicó; ella también parece lamentar profundamente su muerte.

Alias observó a Olive, que se inclinaba sobre un herido a comprobar el estado de los vendajes.

—Olive ejercía una influencia muy positiva en Mentor, y él en ella, hasta el punto de que ahora se comporta como es debido; pero ya no significa lo mismo para ella porque Mentor no está para reconocerlo. Yo también sentiré un vacío siempre que cante sabiendo que él no puede apreciarlo.

Un saurio que se encontraba cerca pidió agua con un silbido, y Alias se disculpó para ir a atenderlo.

En cuanto aprendió los puntos básicos de la psicología de los saurios, Morala comenzó a encargarse de todo lo necesario para su cuidado. Despidió a Alias, a Dragonbait y a Olive y les ordenó que se retiraran a descansar; los tres aventureros obedecieron de buen grado. Después, la papisa del cabello blanco convocó a Zhara, a Breck Orcsbane y a lord Mourngrym y repartió instrucciones para convertir la zona en un hospital bien organizado y cómodo para el centenar aproximado de saurios que quedaba, la mayoría de los cuales estaban aún demasiado débiles para ocuparse de sí mismos, y menos aún para cuidarse unos de otros. Cuatro horas más tarde, cuando Alias despertó, Morala había aseado, dado de comer y procurado refugio a cada uno de los enfermos que tenía a la vista. Entre la anciana sacerdotisa y la joven habían curado heridas e infecciones a cuantos saurios era posible tratar con magia y pociones en un día.

La espadachina se reunió con Grypht, los tres aprendices y Elminster para comer un poco de pan y fruta a la sombra de un viejo roble. Los cinco magos acababan de completar la tarea de localizar a los saurios que habían escapado a los efectos de los conos de hielo la noche anterior. Grypht parecía extenuado, pero no quería retirarse a descansar hasta haber solucionado todos los detalles relativos al bienestar de los suyos.

—Podríamos regresar a nuestras tierras hoy mismo —le explicó a Alias—, pero la región que nos pertenece fue envenenada por los servidores de Moander y tardaremos años en lograr que sobreviva allí cualquier especie animal o vegetal. Nuestra tribu tendría que vivir como nómada ahora que se encuentra tan debilitada. Elminster cree que deberíamos quedarnos en los Reinos, en este valle, y ocuparnos en regenerar todo lo que Moander nos obligó a destruir. ¿Qué opinas tú?

—Que sería maravilloso —contestó.

—¿Maravilloso? ¿Por qué? —inquirió Grypht.

—Porque así Dragonbait estaría con su pueblo y yo no lo perdería por completo —explicó Alias.

—Para nuestra tribu, tú eres hermana de Dragonbait e intérprete de cánticos espirituales; nosotros también somos tu pueblo. ¿Te quedarás entre nosotros algún tiempo? Tus consejos nos serían de gran ayuda.

—Sí, naturalmente. —El vacío que le había causado la pérdida de Akabar y Mentor pareció aliviarse en cierta medida al saber que también la necesitaban otros seres, que tenía una familia nueva y nuevos deberes que cumplir.

—¿Estás seguro de que nadie va a cuestionar que ocupemos este valle? —preguntó el gran saurio a Elminster—. En nuestro mundo, un lugar semejante sería la envidia de muchos.

—Este valle fue el hogar de los elfos en el pasado —respondió el sabio—. Lo abandonaron hace mucho tiempo y lleva oculto mágicamente tantos siglos que muy pocos recuerdan su existencia. Si acaso os amenazara algún contratiempo, los arperos y el señor del Valle de las Sombras se aliarían con vuestro pueblo de buen grado para contribuir a la defensa de la tribu hasta que estéis en condiciones de hacerlo por vuestros propios medios.

—Es suficiente —asintió Grypht—. Si todos están de acuerdo, nos quedaremos. Ahora voy a dormir. —Se puso en pie y se retiró con sus pupilos a descansar.

—¿Dónde estabas? —preguntó Alias a Elminster tan pronto como se quedaron solos—. ¿Por qué no regresaste del pueblo de Grypht en cuanto te dejó allí el sortilegio de transferencia? Mourngrym me dijo que tenías poder para volver desde cualquier sitio.

—Os aseguro, Alias, que ciertamente lo intenté —replicó el anciano sabio—, pero, sin que Grypht lo advirtiera, Moander selló el mundo de los saurios con un poderoso candado para que nadie escapara teletransportado o de ninguna otra manera. Pese a ello, Grypht supo burlarlo mediante un hechizo de transferencia que a Moander no se le había figurado incluir en la cerradura. Yo podría haber repetido el mismo encantamiento, pero no era posible aplicarlo a los tres pupilos y no deseaba abandonarlos allí. Así fue como los cuatro emprendimos viaje por tierra en busca de las puertas del Tártaro.

—Pero cuando Morala te hizo el escrutinio estabas solo.

—No; me acompañaban los tres aprendices, pero los oculté tras un encantamiento de invisibilidad para salvaguardar sus vidas.

En ese momento llegaron Olive y Dragonbait y se sentaron a ambos lados de Alias. El paladín acarició el tatuaje de la mujer y ésta le sonrió, contenta de tener un hermano consigo. Olive comenzó a juguetear con la fruta y el pan pero no tenía ganas de probar bocado.

—¿Y qué ocurrió cuando llegasteis a las puertas del Tártaro? —preguntó Alias.

—No las alcanzamos verdaderamente. Cuando nos hallábamos a dos jornadas, el sello de Moander perdió vigencia y pude realizar un sortilegio de tránsito entre mundos que nos trasladó a los cuatro al Valle de las Sombras. —El sabio puso tanto énfasis al hablar del sello de Moander, que Alias comprendió que había algo extraño en que un sortilegio del dios dejara de funcionar.

—¿Y por qué perdió vigencia? —le preguntó.

—Porque no sólo la reencarnación de Moander en los Reinos ha sido destruida anoche, sino que además también ha muerto su verdadero cuerpo en el Abismo. El dios ha perecido para toda la eternidad.

—¿Akabar? —inquirió Alias, atónita—. Decía que los dioses le habían encargado esa misión.

—En parte —puntualizó Elminster—. ¿Recordáis la profecía que os hice el año pasado de que liberaríais al Oscurantista? —Alias asintió sin palabras—. Pues la profecía contenía un segundo mensaje: «Cuando el hombre bueno enseñe sabiduría al insensato, el Oscurantista perecerá».

—Akabar y Mentor —murmuró entonces Alias. Elminster hizo un gesto afirmativo—. Pero ¿cómo llegaron al Abismo?

—En este valle existe un acceso al Tártaro, y los saurios construyeron el cuerpo a su alrededor. Akabar y Mentor debieron traspasarlo y alcanzar el Abismo de algún modo.

—Entonces, han librado al mundo entero de Moander, no sólo a los Reinos —dedujo Olive.

—Así es —confirmó el sabio.

—No pareces muy contento de saberlo —comentó la pequeña.

—No estoy disgustado, pero sí preocupado —repuso el sabio—. Cuando la existencia de un dios alcanza su fin, algo o alguien, indefectiblemente, toma posesión de sus atributos; ignoramos si en esta ocasión habrán caído en manos de un ser bueno o malo.

Morala, Breck y Mourngrym se acercaron al árbol donde conversaban Elminster y los tres aventureros.

—Deseamos comunicarte que lord Mourngrym ha tomado el lugar que ocupaba Kyre en el tribunal, y que hemos llegado a un acuerdo con respecto al Bardo Innominado —anunció Morala.

—Mentor Wyvernspur —recordó Alias a la papisa.

—Exactamente —subrayó Breck—. Hemos acordado anular la pena que pesaba sobre su nombre y sus canciones y perdonarle sus crímenes.

—Es como cerrar la cerca cuando el ganado ya se ha escapado, ¿no? —apostilló Olive.

—Esta decisión contiene un principio, maestra Ruskettle —precisó Morala.

—Comprendemos que no representa paliativo de su pérdida, Alias —intervino el señor del Valle de las Sombras—, pero la verdad sobre él será proclamada y todos sabrán que murió heroicamente.

—Gracias, Señoría —dijo Alias—. Os estoy muy agradecida y seguro que Mentor también lo estaría.

—Mentor preferiría estar vivo —musitó Olive.

En ese momento, la halfling notó que le tiraban de un rizo y oyó la voz de Mentor que le susurraba al oído: «No te amohínes, pequeña dama fortuna, no te sienta bien».

Olive miró alrededor bruscamente con los ojos desorbitados.

—¿Qué ocurre, Olive? —inquirió Alias.

—¿No has oído nada? ¿Una voz?

Alias negó con un gesto.

—Y, puesto que Mentor ya no es un arpero en desgracia —decía Breck Orcsbane—, tenemos la obligación de aceptar a sus protegidos entre nosotros.

Olive no hizo caso de la atención que en ese momento le prestaban todos porque estaba muy ocupada intentando comprender por qué había escuchado de pronto la voz del bardo, y con tanta claridad.

Dragonbait le hizo unos gestos rápidos en el código de los ladrones: «Se refieren a ti, colega».

—¿A mí? —se extrañó—. ¿Qué pasa conmigo?

—Se lo he explicado —le dijo Alias—, les he dicho que Mentor te regaló el alfiler arpero.

—¿Qué alfiler? —preguntó la halfling, cohibida al darse cuenta de que, si no se movía con pies de plomo, iba a terminar de personaje oficial y de arpera santurrona, agobiada de responsabilidades que atender debidamente y de reglas a las que someterse—. No tengo ningún alfiler —insistió.

Y era cierto, puesto que se lo había prendido a Mentor en la capa en el momento en que partía en busca de Moander. Sacudió la cabeza en gesto desafiante, y algo le resbaló del pelo y fue a parar al suelo justo ante sus ojos. No había error ni posibilidad de equivocarse con aquella inconfundible forma de luna creciente plateada que, al parecer, se le había caído de detrás de la oreja. Elminster alargó la mano y recogió el alfiler.

—Sí…, se trata del alfiler de Mentor, sin duda —anunció—. Fui testigo de la entrega a la dama halfling el año pasado, cuando Mentor quedó libre de las mazmorras de Cassana gracias a su intervención; además, contribuyó a liberar a Akabar, a Alias y a Dragonbait.

—A propósito, llevamos un tiempo buscando a una persona de tus características para realizar un proyecto especial —dijo Breck Orcsbane—, así es que hemos tenido mucha suerte contigo.

Olive suspiró. No sabía cómo lo había hecho, pero estaba segura de que Mentor la había implicado otra vez en alguna aventura demencial.

El bardo rió entre dientes y se recostó en el cuerpo congelado de Moander, el genuino soporte físico del Oscurantista. Estaba muy cansado, prácticamente exhausto en realidad. Escrutar a Olive, enviarle unas palabras y teletransportar el alfiler arpero hasta los Reinos lo había desgastado más de lo que podía permitirse. No obstante, había merecido la pena, sólo por ver la expresión de la pequeña al descubrir que había sido incorporada por sorpresa a las filas de los arperos.

Sabía que Alias estaría bien con Dragonbait pero no tenía la seguridad de reunir la energía necesaria para regresar a los Reinos, ni de si lo lograría alguna vez, de modo que tomó la decisión de que los arperos cuidaran de Olive en su ausencia.

Mientras tanto, tendría que conseguir un reino donde habitar en alguna parte de los planos exteriores. El mero hecho de salir victorioso del enfrentamiento con los poderes del Oscurantista no implicaba necesariamente que tuviera que quedarse a vivir en la morada abisal del dios. Se puso en pie y comenzó a tararear una canción nueva mientras emprendía el vuelo hacia las orillas del Estigia para embarcarse hacia su nuevo hogar…, allí donde decidiera instalarlo.