18
La Semilla
Olive se cogía con fuerza a la rama de parra silvestre a la que todos se agarraban para no perderse. Akabar había trazado un círculo de invisibilidad para pasar inadvertidos y, para mantener el grupo unido, el turmita había propuesto el recurso de la rama.
A medida que se acercaban al campamento siguiendo el rastro de devastación, aumentaba el número de obreros saurios esclavizados que trajinaban a ambos lados, vestidos con raídos jubones y cubiertos de sarmientos que nacían de numerosos agujeros en la espalda y se enredaban en torno a las piernas, cintura o garganta. Olive no quiso mirar de cerca las ramificaciones ni los oscuros huecos de la espalda por donde salían.
Todos parecían exhaustos e idiotizados y tropezaban con frecuencia; sus ojos carecían de expresión; y no emanaba de ellos olor emocional alguno. Aunque la magia y el calor que se desprendían de la tierra no hubieran camuflado su presencia, no habrían sido percibidos por esas criaturas hipnotizadas.
La halfling advirtió que había tres clases diferentes de saurios. Algunos eran pequeños como ella y tenían el cuello largo y estilizado, igual que el hocico, y unas alas correosas que les colgaban de los antebrazos; estos seres alados llegaban volando con redes llenas de aves, peces y huevos de criaturas menores del bosque. Otro grupo más numeroso lo formaban los lagartos del tamaño y forma de Dragonbait, que transportaban matorrales y árboles jóvenes o cubos de agua. La clase más abundante la constituían unos ejemplares de mayor tamaño que Dragonbait, algo más altos que Akabar pero mucho más fornidos, provistos de unas aletas afiladas en forma de diamante desde el cráneo hasta el final de la cola, que terminaba en punta; estos seres acarreaban grandes árboles hasta el montículo. No había ningún saurio tan grande como Grypht.
Los aventureros hicieron un alto en el borde del calvero y se quedaron observando a las criaturas que escalaban de una en una a la cima del montículo y dejaban la carga. Los encantadores saurios vestidos con ropas blancas los esperaban en la cumbre para recoger las redes que aportaban los seres alados y para sacrificar las presas sobre la vegetación apilada; después echaban los cadáveres y los árboles recién cortados y lo regaban todo con agua mientras entonaban letanías.
A medida que se ponía el sol, los trabajadores que descendían se dirigían a las cabañas; cada uno entraba en una y ya no volvía a salir. Un poco más tarde, a la luz de la luna, los lanzadores de sortilegios descendieron también y se encerraron en los habitáculos más próximos al lugar de laboreo.
—¿Cuándo van a resucitar a Moander exactamente? —preguntó Akabar con un susurro.
—No estoy segura —repuso Alias—, pero antes de que se ponga la luna; creo que ahora se están tomando un descanso antes de comenzar la ceremonia. Recuerda —le musitó a Olive—, es el círculo más cercano al montículo. Dragonbait está en la cabaña con la cortina de rayas de arco iris, y la de Coral es dorada con el símbolo de suma sacerdotisa de Moander…
—Un ojo en una boca llena de colmillos, ya lo sé —se adelantó la halfling.
Además de la situación exacta de las cabañas que debían buscar, la comunicación que el cántico espiritual había proporcionado a Alias con Dragonbait y Coral le había advertido de la existencia de una alarma sonora, colocada por la sauria para detectar a Grypht, a Akabar o a ella misma en caso de que entraran en el campamento. Al parecer, no habían considerado peligrosa la presencia de la halfling, o bien ignoraban su presencia porque no había sido nombrada en el conjuro; por ese motivo, Olive sería la avanzadilla del grupo de rescate.
Cuando la halfling se alejó, el saurio y los dos humanos se hicieron visibles y se ocultaron entre las sombras de los árboles que aún no habían sido inmolados al cuerpo del dios.
Olive se adentró en el campamento serpenteando entre los diversos anillos de cabañas donde descansaban los saurios dominados. Tensó hilos metálicos a la entrada de los cubículos del círculo interior, excepto en el de la cortina dorada y en el que servía de prisión a Dragonbait. Cuando terminó, se acercó a la cabaña de éste y silbó las cuatro primeras notas de «Las lágrimas de Selune».
La cortina se abrió al instante, y Dragonbait se asomó a mirar con precaución.
—Soy yo —susurró Olive.
Sacó una piedra luminosa del bolsillo cubierta por un paño, ya que el círculo que la hacía invisible no ocultaba su luz. Puso el guijarro en el suelo y lo cubrió de tierra parcialmente de modo que sólo un tenue rayo se perdía en dirección al cielo. Esa estratagema se le había ocurrido a Akabar como punto de referencia para que Grypht localizara con rapidez la prisión de Dragonbait; la señal para que cada cual comenzara su tarea sería el momento en que el gran saurio hiciera morir la luz.
—Dentro de cien inhalaciones, Grypht hará un conjuro que anulará el hechizo luminoso de esta piedra —explicó Olive en un susurro— y, además de apagarla, terminará también con el guardián de esta cabaña. Seguro que entonces sonarán todas las alarmas, de forma que tienes que echar a correr hacia los árboles a reunirte con los demás. Alias me ha dicho que, si no te ve aparecer de inmediato, si te detienes a realizar alguna gesta heroica, se fabricará una armadura nueva con tu pellejo escamoso. ¿Lo has entendido?
Dragonbait asintió sin palabras.
Olive se marchó de allí y se deslizó hasta la puerta con cortina dorada donde descansaba la Voz de Moander. Estaba a ocho cabañas de la de Dragonbait, pero ésta se divisaba perfectamente desde la puerta. De esa forma, Coral podía lanzar al punto un encantamiento si veía merodear a alguien por las inmediaciones con la intención de rescatar al prisionero.
Grypht había advertido a Olive que la sacerdotisa era muy poderosa y que no tendría la menor dificultad en detectarla a pesar de ser invisible; así pues, la halfling avanzaba con toda clase de precauciones. No pensaba entrar subrepticiamente en la cabaña de la suma sacerdotisa, sino que dio un rodeo hasta la parte de atrás y aplicó un ojo a uno de los resquicios del entramado de pino.
Con el olor de la resina se mezclaba un aroma de rosas; la servidora de Moander no estaba tan consumida como para no expresar sus emociones por medio de emanaciones, aunque le sorprendió encontrarla en plena crisis de sufrimiento. En cuanto su visión se adaptó a la oscuridad del interior, vio a la sauria blanca acurrucada en un extremo de la manta en el centro del cubículo, con el rostro vuelto hacia la pared del fondo, por donde espiaba Olive. La hembra tenía los ojos cerrados pero de su boca salían breves gemidos y las aletas de la nariz se movían al compás de su esforzada respiración. La espada y la funda de Dragonbait estaban sobre otra manta a su lado y la punta de la cola reposaba sobre la cruz del arma.
Olive rechinó los dientes decepcionada y tuvo que tragarse un aullido. «¡Qué condenada suerte! —pensó—. Date la vuelta, Coral; no tienes necesidad de dormir toda la noche junto a una espada inútil».
En ese mismo momento, un resplandor repentino iluminó la entrada de la cabaña y se extendió hasta el interior. Coral se puso en pie rápidamente, apartó la cortina y salió al exterior. Sin un instante de duda, Olive estiró el brazo por el agujero entre las ramas de pino, agarró una punta de la manta y comenzó a acercársela, arrastrando al mismo tiempo la espada del paladín, hasta que se apoderó del arma y la sacó por la hendidura. La vaina se salió y cayó a la manta otra vez.
Dejó la funda allí, puesto que Dragonbait no iba a necesitarla durante la batalla, y abrió el morral invisible que llevaba. Guardó el arma, que dejó de verse también, y se dispuso a regresar al bosque con los demás. De pronto, una voz conocida la obligó a pararse en el sitio.
—¡Qué tugurio tan agradable te has agenciado! Resucitar dioses muertos no es un gran negocio, ¿verdad?
«¡Mentor!», pensó emocionada y, dándose la vuelta, volvió a espiar por la pared de ramas.
Coral estaba en el centro de la cabaña con el bardo. La sauria se había sentado en la manta con la cola sobre la vaina de la espada, aunque no parecía haberse percatado de que ahora estaba vacía. Mentor se hallaba enfrente de ella y no hablaba en voz alta, pero gesticulaba con las manos, y Olive dedujo que se estaban comunicando en la lengua de la sacerdotisa.
«¡Dulce Selune! —exclamó para sí—. No estará intentando hacer un trato con ella como con Xaran, ¿verdad? ¡No puede ser!».
—¿La sangre de Akabar? —preguntó de pronto Mentor en voz alta y clara y en la lengua común de los Reinos—. ¿O sea que ésa es la semilla que buscabais?
Entonces, Olive vio la flor que el bardo llevaba en la oreja y los zarcillos enredados en el pelo. Se alejó de la cabaña como si la hubieran quemado y salió volando en dirección al bosque donde esperaban Alias, Akabar y Gripht.
Alias llamó la atención de Grypht sobre el rayo de la piedra luminosa en el momento en que Olive la dejaba frente a la cabaña de Dragonbait. Grypht hizo un gesto afirmativo y se alejó para calcular mejor la situación; enseguida desapareció en la oscuridad. Alias y Akabar esperaban a Olive con impaciencia y unos minutos más tarde, a pesar de que no la veían, oyeron sus pasos que se aproximaban presurosos; también captaron el rumor de sus gemidos.
«¡Por favor, Tymora, no! —rogó Alias en silencio—. No permitas que le haya pasado nada a Dragonbait».
Veinticinco kilos de halfling invisible chocaron contra las piernas de Alias y se aferraron a ellas como una criatura desesperada.
—¡Lo tienen! —gritó.
Alias se arrodilló y consiguió localizar los hombros de la pequeña.
—Olive, cálmate —le recomendó la espadachina, aunque su ansiedad aumentaba por momentos—. ¿Qué le han hecho? ¿Qué le ha sucedido a Dragonbait?
—Dragonbait está bien —siseó—. Me refería a Mentor; está poseído. ¡Ahora es un servidor más!
—¡No! —murmuró Alias, impresionada.
—Sí —replicó Olive, llorosa—. Le ha nacido una flor en la oreja y en estos momentos está sentado en la tienda de Coral. Tenemos que salir de aquí.
—¡No! —se opuso Akabar—. Mentor no está al corriente de nuestros planes y, si los ejecutamos con rapidez, no tendrá tiempo para contraatacar.
—¡No, Akabar! —se opuso Olive—. ¡No lo comprendes! ¡Tu sangre es la semilla que necesitan! ¡Mentor lo dijo en voz alta! Si te atrapan, todo habrá terminado.
—¡La sangre de Akabar no puede ser la semilla! —dijo Alias—. Coral dijo a Dragonbait que iban a resucitar a Moander esta noche. ¿Cómo se lo habría dicho si ni siquiera sabían dónde estaba Akabar?
—Alias, Coral es la Voz de Moander —le explicó Olive— y dice todo lo que Moander quiere que diga. Mintió para hacer daño a Dragonbait, igual que el Oscurantista te mentía a ti cuando eras su prisionera.
Alias asintió pensativa. Al perverso dios le causaba gran placer contemplar el sufrimiento y el miedo ajenos, y era capaz de cualquier cosa con tal de alcanzar esa meta.
—Yo no soy la semilla —gruñó Akabar.
—Akabar —arguyo Alias—, Moander dispuso de tiempo suficiente para depositar todo su poder dentro de ti y para contaminarte la sangre. Todos sus servidores te han estado buscando para capturarte; seguro que Olive tiene tazón.
Akabar entrecerró los ojos hasta que sólo quedaron meras rendijas y sacudió la cabeza con rabia. Le había costado mucho tiempo olvidar la vergüenza y la ira sentidas por la forma en que Moander había utilizado su cuerpo para atacar a sus compañeros. Bajo el control del dios había quedado reducido a la impotencia, no podía negarlo; era posible que alguna vez, en estado de inconsciencia, lo hubiera mancillado con alguna magia envilecedora.
—Entonces, me ha enviado la justicia de los dioses para destruir a Moander —anunció con voz de acero—. Debo quedarme.
—Akabar, sé razonable, no podemos arriesgarnos a que te capturen. ¡Tenemos que sacarte de aquí! —insistió Alias.
—¡No! —se empecinó Akabar con tozudez—. No pienso huir.
—Akabar, tal vez hayas venido hasta aquí guiado por el propio Moander; si te quedas, no haces más que cumplir sus órdenes —subrayó la mercenaria.
—Es demasiado tarde para anular los planes —concluyó el turmita—. No podemos avisar a Grypht, y él espera que llevemos a cabo nuestra parte.
—De acuerdo —suspiró Alias. No tenía más remedio que rendirse a la lógica del mago, a pesar de que no le parecía la solución más sabia.
—¿Y qué piensas hacer con respecto a Mentor? —inquirió Olive con ansiedad—. No pensarás congelarlo con un cono de ésos; podrías matarlo.
Akabar se arrodilló al lado de Alias, puso una mano sobre el hombro de Olive, igual que la espadachina, y le dio un apretón de ánimo.
—Dragonbait es paladín y puede curar a Mentor con un sortilegio.
Olive asintió con un gesto, aunque los otros dos no lo apreciaron porque aún era invisible. Sacó del morral la espada de Dragonbait y se la pasó a Alias, con lo cual el arma se hizo visible.
—Flamígera —musitó Alias en saurio con el arma en la mano. La espada empezó a brillar y finalmente estalló en llamas. Olive sacó del morral una antorcha y la prendió con el fuego de la espada mágica—. Buena suerte —le susurró después a la halfling mientras la antorcha, sujetada por una mano invisible, se movía hacia el borde del claro.
—La luz de la piedra se ha apagado —dijo Akabar en voz baja.
Alias escuchó un silbido procedente de las cabañas del anillo interior.
—Es la alarma. —Desde el centro del campamento resonó un grito saurio—. ¡Y ahí está Dragonbait! —exclamó al distinguir la figura del paladín que se dirigía corriendo hacia ellos entre los cubículos de ramas—. Preparaos.
Akabar sacó una pluma de uno de los bolsillos y comenzó a entonar una letanía mágica que le permitiría volar.
Alias se quedó sin respiración al ver que, de pronto, las lianas que entretejían las ramas de pino de las cabañas se desataban y se lanzaban a las piernas del paladín. Dragonbait cayó de bruces e intentó deshacerse de las ligaduras desesperadamente, pero surgían más y más que le sujetaban los brazos y la cintura. Un saurio blanco con ropas blancas señalaba hacia él desde los cubículos mientras las ramificaciones se trenzaban en torno a su garganta.
—¡No! —gritó Alias lanzándose hacia adelante.
Pero, antes de que pudiera llegar hasta el paladín, varios sarmientos más fustigaron el aire en dirección a la espadachina desde el borde del calvero; ella los cortó de cuajo con la espada mágica, pero al instante aparecieron otros.
Tan súbitamente como habían aparecido, las ramas cayeron al suelo sin vida. Akabar debía de haber contrarrestado el sortilegio que las había animado, pensó Alias. Miró entonces hacia el lugar donde había visto antes a Coral para comprobar si le estaba lanzando otro hechizo, pero no la localizó por ninguna parte. Reanudó la carrera hacia Dragonbait y entonces se dio cuenta de que los sarmientos que lo aprisionaban también habían quedado inertes y el saurio ya se incorporaba sin ayuda.
—¿Estás bien? —le preguntó en su lengua.
—Sí —repuso el paladín, y con un aroma de violetas añadió—: Me dejé capturar como un idiota. Lo siento.
—Ya te regañaré después —contestó la mercenaria al tiempo que le pasaba la espada flamígera. Tomó al saurio por la mano y lo llevó hasta el final del calvero donde Akabar los esperaba.
—Podrías haber caído prisionera ahí fuera, mujer. ¿En qué estabas pensando? —la amonestó Akabar.
—Lo siento —dijo Alias—, y gracias por librarme de esa jungla de sarmientos.
—No fui yo —declaró Akabar—. Debió de ser Grypht.
—¡Pero si ahora tendría que estar ya al otro lado del campamento! —replicó Alias.
—Bueno, no hay tiempo para discusiones. Estate quieta para que te haga un sortilegio de vuelo.
Akabar repitió la letanía que había pronunciado sobre sí, mientras rozaba el brazo de la guerrera con otra pluma. En unos segundos, la pluma ardió y desapareció.
—¿Ya está? ¿Y ahora qué hago, agitar los brazos?
—Si quieres sí, pero no es necesario —le contestó. Se volvió inmediatamente hacia Dragonbait—. Olive está incendiando la maleza del sur del campamento —le explicó sucintamente—. Grypht va a levantar una muralla de fuego en el lado oeste. Tú prende fogatas por este lado con la espada mientras Alias y yo quemamos las cabañas. Queremos sacar a los saurios del valle y conducirlos hacia las montañas del este. Cuando todos los fuegos estén en marcha, Grypht y yo iremos volando al lado este y comenzaremos a lanzar el hechizo de congelación sobre los saurios a medida que salgan huyendo del valle. Alias nos cubrirá mientras tanto y tú tendrás que entendértelas con los que no huyan de pánico ante el fuego y continúen trabajando en favor de Moander.
Dragonbait asintió. Acarició el brazo armado de Alias al tiempo que musitaba «Buena suerte» en saurio y, cuando la aventurera y el mago turmita se elevaron en el aire hacia las cabañas, comenzó a incendiar la margen norte del valle.
Grypht se detuvo un instante en pleno vuelo para echar un vistazo al campamento. El espectáculo de los encantadores de la tribu saliendo atropelladamente de los cubículos y tropezando en los alambres que la halfling había tensado ante las puertas habría resultado jocoso en otras circunstancias. El mago rechazó el pensamiento de que, si sus planes funcionaban, la mayoría de esos congéneres morirían antes del amanecer, y se impuso la idea de las vidas que salvaría a cambio. También recordó el grito desesperado de liberación que Coral había elevado a su diosa en el cántico de Alias. Sabía que la sacerdotisa aceptaría incluso la muerte por librarse de la servidumbre al Oscurantista.
Vio la silueta blanca de la sauria en medio de la oscuridad con una figura oscura a su lado. Aguzó la vista, pero no conseguía distinguir detalles en las tinieblas cada vez más espesas. No identificó al miembro de su especie que acompañaba a Coral, y, de pronto, esa figura misteriosa desapareció en un resplandor luminoso. Aquello lo despistó por completo. ¿Quién sería ese encantador y adonde habría ido?, se preguntó.
Al ver las pequeñas fogatas que comenzaban a aparecer en el suelo se acordó de la tarea que tenía ante sí. Viró en el aire hacia el oeste del claro y comenzó la letanía del sortilegio de la muralla incendiaria.
Desde su privilegiada posición en el aire, Alias vio la barrera sinuosa de llamas violáceas que se levantaba en el oeste del valle y lanzó un silbido de respeto y temor.
—¡Tiene casi cien metros de longitud! —exclamó impresionada.
Akabar, que flotaba a su lado, se concentraba en hacer rodar una esfera llameante por debajo de sí hacia otra cabaña; después, echó una mirada hacia el oeste para observar el impecable trabajo del gran saurio.
—Hemos tenido mucha suerte al encontrar un aliado tan poderoso —comentó, y reemprendió su tarea al instante.
A ras de suelo, los obreros saurios comenzaban a oler el humo y a emerger de las cabañas. Tal como Grypht había previsto, ni el Oscurantista sería capaz de dominar el instinto de su raza de huir del fuego. Incluso los pequeños voladores, que podían escapar por el aire en cualquier dirección, siguieron al resto en dirección este, hacia Akabar y Alias.
—Voladores —advirtió la espadachina—; deben de ser diez al menos.
Akabar miró hacia arriba y sacó la varita de congelación que Grypht le había enseñado a manejar. Sobrevoló dos veces la vía por donde habían de pasar los saurios alados como señuelo para que lo persiguieran, mientras que Alias mantenía un vuelo rasante hasta que no vio acercarse ningún otro ejemplar alado; entonces se lanzó tras ellos sin inmiscuirse en la línea de tiro de Akabar.
El mago volaba bajo, cerca de una zona de arbustos. Tenía que procurar que los voladores no estuvieran lejos del suelo en el momento en que comenzaran los efectos de la congelación. El frío de la varita aniquilaría los sarmientos de posesión sin causarles daño mortal a ellos, pero no sobrevivirían si caían desde una gran altura. Akabar viró de pronto y se enfrentó a ellos sin moverse del sitio.
El volador que iba a la cabeza estaba sólo a unos cinco metros del mago cuando éste le apuntó con la varita y a unos tres cuando lanzó el silbido que se aproximaba a la palabra sauria para formular el hechizo. Unas motas de hielo blanco y cristalino salieron de la punta de la vara y formaron un cono de unos dos metros de largo. El primer volador quedó cubierto al punto por una capa helada y cayó al suelo; tras él se desplomaron ocho más, igualmente blanqueados por el frío mágico.
Sin embargo, dos ejemplares quedaron fuera del alcance del sortilegio y se lanzaron en picado sobre el turmita con los picos abiertos.
Akabar intentó ganar altura para esquivar el ataque pero uno de ellos le rasgó la ropa y lo lastimó en el costado; el mago gritó y se agarró el flanco herido.
Alias voló hasta él y, en el momento en que los dos saurios daban la vuelta y se lanzaban de nuevo al ataque, blandió la espada. Uno de ellos advirtió al otro: «¡Cuidado! ¡Está armada!» y se elevó en el aire, pero el otro no logró desviarse a tiempo; se partió un ala contra el filo de la espada y cayó sin remedio dando vueltas en el aire. Alias se fue en busca del que había huido mientras Akabar descendía al suelo para ver al herido.
Grypht había explicado a la mercenaria que los saurios voladores surcaban los aires con la elegancia y la velocidad de las águilas. En circunstancias normales, jamás habría logrado dar alcance al que perseguía en esos momentos, pero la criatura estaba agotada tras la dura jornada de trabajo y había perdido un alto porcentaje de maniobrabilidad a causa de los sarmientos de posesión de Moander; en cambio, el vuelo de Alias era mágico y la persecución no la había cansado en absoluto. Se lanzó sobre el pequeño alado y lo aferró por los sarmientos que le crecían en la espalda y le rodeaban la quilla.
La criatura se debatía con todas sus energías, y los tallos comenzaron a enredarse en los brazos de la guerrera. Bajaron hasta aterrizar junto a Akabar, y éste procedió a cercenar las ramas rápidamente casi a ras de la espalda del volador. El saurio comenzó a picotear a Akabar en las manos, pero el mago lo inmovilizó por la garganta mientras Alias le ataba las alas detrás con una cuerda. Después dejaron al ejemplar maniatado junto al herido, al borde del camino que salía del valle en dirección oeste, y se quedaron esperando a que aparecieran las especies pedestres. La idea de conducirlos hacia el este la había aportado Akabar con el fin de dificultarles la huida debido a las pendientes de ese lado, y disponer así de más tiempo para lanzarles los encantamientos.
Alias oyó los gritos de los que ya se aproximaban y sintió el aroma de violetas con que expresaban su temor, que se elevaba en el aire junto con el humo de los incendios.
—¿Estás bien? —le preguntó a su compañero; los rasguños del costado y el brazo le sangraban. Akabar asintió y levantó la varita de Grypht.
—Me dolerá más después, cuando tenga tiempo de pensar en ello.
Los saurios que llegaban por tierra eran algo mayores que los voladores, y Akabar no esperó hasta el último momento para disparar el hielo; cuando estaban a unos seis metros pronunció la palabra mágica. El hielo alcanzó a los primeros, pero siguieron andando durante varios segundos antes de quedar congelados. Cayeron unos veinte, pero se acercaban muchos más. Akabar pasó volando sobre las primeras víctimas y lanzó otro cono de hielo que inmovilizó a otros más. Unos cuantos, cuyo gran tamaño demoraba el efecto del conjuro, o que tal vez poseían cierta resistencia a la magia, siguieron corriendo colina arriba. Alias se elevó en el aire para quitarse de en medio.
—Al final me gustará esto de volar —comentó al tiempo que daba una voltereta en el vacío. Desenvainó la espada, aterrizó y comenzó a apartar a los anestesiados del camino para que no los pisotearan los que venían detrás.
Akabar perseguía denodadamente a los que escapaban pendiente arriba. Al ver que ya los tenía a tiro de varita, silbó la orden convenida y el cono de hielo salió disparado, pero la varita se le desmenuzó en la mano, completamente agotada.
De pronto, Alias oyó una letanía en el aire, por encima de su cabeza. Levantó la mirada y vio a dos ejemplares del tipo de Dragonbait que observaban a Akabar. Comprendió enseguida que se trataba de encantadores que podían volar igual que ellos bajo el efecto de un conjuro mágico. El mago turmita no los oía como la humana, de modo que aún no se había percatado de su presencia.
—¡Akabar! ¡Arriba! —le advirtió, pero el mago no se movió. Estaba congelado en la postura de apuntar con la varita. Los hechiceros saurios lo habían inmovilizado con un sortilegio.
Alias empuñó la espada y se lanzó hacia arriba en dirección a ellos, con un grito guerrero saurio acompañado de furiosas emanaciones glandulares. Los encantadores volaron inmediatamente en direcciones opuestas. Alias se volvió a mirar a Akabar y vio que un tercer saurio envolvía al turmita paralizado en una red y se alejaba volando hacia el campamento.
La espadachina se precipitó en pos del secuestrador, que, cargado con el humano, no lograba aumentar la distancia entre ambos. Sin embargo, Alias había olvidado a los dos primeros; oyó de pronto una letanía y su vuelo se dificultó como si el aire se hubiera convertido en gelatina; no podía avanzar deprisa y el saurio de la red se alejaba con su presa. Los dos encantadores volaron hacia ella con una segunda red, y no pudo apartarse a tiempo. La apresaron, le quitaron la espada de la mano y emprendieron el vuelo tras el cazador de Akabar, hacia el gran montículo que se convertiría en la reencarnación de Moander.
Olive tiró el cabo de la antorcha gastada a unos arbustos en llamas.
—Espero no encontrarme treants ni druidas esta noche —musitó.
Miró hacia el oeste y vio la muralla de fuego de Grypht; jamás había presenciado un resplandor tan intenso. La temperatura en el valle aumentaba sin cesar, y la halfling distinguió el vapor que se desprendía del montículo vegetal, futuro cuerpo de Moander. Sabía que el principal propósito de los incendios era ahuyentar a los saurios hacia los conos de hielos de Akabar y Grypht, pero deseaba que, con un poco de suerte, lograran incendiar también el montón de desechos vegetales a pesar de que estaba protegido mágicamente contra las llamas. No respiraría tranquila hasta saber que el cuerpo del dios había desaparecido para no volver.
Ya había comenzado a caminar hacia el este para salir del valle, cuando percibió unos movimientos cerca de la cúspide del montículo, algo de color blanco. Sacudió la cabeza sorprendida al reconocer a Coral, que trepaba hacia la cima, y pensó que la sauria debía de estar loca para demorarse en un valle en llamas. Entonces divisó otra silueta a mitad de la ladera que se dirigía en la misma dirección que la anterior; dio un respingo cuando identificó a Dragonbait.
—¡Qué paladín tan estúpido! —gruñó—. Y eso que le advertí claramente que Alias no quería gestas heroicas de ningún tipo.
La halfling pensó que moriría allí arriba si no conseguía persuadirlo de que bajara enseguida. Con un suspiro de enojo, emprendió la escalada en pos del paladín.
Grypht disparó un cono de hielo a un grupo de saurios rezagados que subían por las colinas huyendo de las llamas, y aterrizó tras un montón de cuerpos que yacían en el suelo. Cada vez hacía más calor, por lo que el efecto narcotizante del hielo se les pasaría enseguida, pero la mayoría estarían muy debilitados sin la energía que les proporcionaban los sarmientos. Caminó entre los cuerpos hasta que encontró uno que juzgó ideal para ayudarlo; se trataba de uno de los mayores ejemplares, con placas córneas afiladas en forma de diamante a lo largo de la espalda. Se inclinó sobre él y lo sacudió.
—Sweetleaf —lo llamó—, despierta.
Grypht emitió un aroma de peligro para ayudarlo a recobrarse.
—¿Qué…, qué pasa? —dijo Sweetleaf, abriendo los ojos de repente.
—El Oscurantista te tenía dominado. Cúrate enseguida porque hay mucho que hacer.
—Sí…, ya me acuerdo. Estaba poseído —musitó el saurio.
—Por fortuna, como no eras de la tribu, nadie sabía que perteneces al clero; si no, se habrían apoderado de ti mucho antes y ahora no estarías en condiciones de ayudarnos —le explicó—. Bien, sánate rápidamente para asegurarnos de que no te quedan más esporas infecciosas. Después comenzaremos a rescatar a nuestros desgraciados hermanos.
El gran saurio apreció el buen trabajo de Akabar al contemplar el elevado número de esclavos que había inmovilizado con la varita. La preocupación por los suyos lo absorbía de tal manera que no se le ocurrió pensar en dónde estaría el mago en ese momento.
Akabar yacía en la cima misma del cúmulo de vegetación putrefacta donde Moander pretendía reencarnarse. Oía los gritos y los golpes de Alias, en lucha contra los saurios que la habían atrapado. Se hallaba a pocos metros de ella, pero las ligaduras mágicas que lo sujetaban le impedían acudir en su ayuda. Sabía que estaba asustado, pero la fe lo sostenía; Alias, en cambio, debía de estar aterrorizada. La muchacha había tratado de convencerlo de la necesidad de huir, precisamente para evitar esa situación. A decir verdad, él también había deseado evitarla, pero huir no le había parecido una solución honrosa.
Zhara le había dicho que la responsabilidad de la muerte definitiva del dios era suya, y él había aceptado con orgullo ese honor. No obstante, la sacerdotisa no le había precisado si sobreviviría o no a la experiencia, y en esos instantes tenía la sensación de que no sería así. La sangre de sus heridas goteaba sobre el humus produciendo silbidos y destellos, detalle que no le parecía favorable; pero, si era necesario que Moander resucitara para ser destruido, entonces que así fuera.
Vio un saurio blanco que se acercaba a él bajo la luz de la luna. Era Coral, la suma sacerdotisa de Moander, y se arrodilló a su lado. De ella emanaba una mezcla de olores contradictorios; el dios la obligaba a sentir sus perversos placeres pero no podía o no deseaba evitar que la sauria expresara al mismo tiempo su propio dolor y su miedo.
Coral levantó una gran seta luminosa y la introdujo en la boca de Akabar. El sabor acre lo hizo sentir repentinamente enfermo pero no fue capaz de escupir; sintió que la boca se le adormecía, y vio a Coral esgrimir un puñal tallado en una espina gigantesca y acercarle la punta a la arteria del cuello. Entonces cerró los ojos, con la seguridad de que iba a morir, pero únicamente sintió un leve pinchazo en la garganta. Abrió los ojos otra vez. Coral levantaba la daga hacia la luz de la luna y en el extremo brillaba una sola gota de sangre que, ante la mirada del mago, cristalizó en una gema redonda y resplandeciente. La sacerdotisa sauria la desprendió del puñal, escupió en ella y la introdujo en el montículo.
En el momento en que Akabar comenzaba a pensar que tal vez no moriría, sintió que la vegetación se movía por debajo y que él se hundía. Su piel centelleaba a cada rozadura con el follaje podrido y las ropas se le descomponían y caían dejándole la carne expuesta al efecto mágico del contacto con la infecta maleza. Comenzó a rezar, ya que no podía hacer otra cosa.