El fornido Juan

ERANSE un hombre y una mujer que tenían un hijo y vivían completamente solos en un valle muy apartado.

Ocurrió que un día la madre se fue por leña y a recoger ramillas de pino, y se llevó consigo al pequeño Juan que no tendría entonces más de dos años. Como estaban en primavera y el niño se entretenía mucho buscando florecillas, la madre se adentró cada vez más en el bosque.

De pronto salieron dos bandidos de la maleza, apresaron a la madre y al hijo y se los llevaron a lo más tenebroso y profundo de la selva, a un lugar donde raramente se aventuraba nadie. La pobre mujer rogó y suplicó a los bandoleros que la dejasen en libertad con su hijito; pero aquellos hombres tenían el corazón de roca y, desoyendo las súplicas y lamentaciones de la pobre campesina, se la llevaron por la fuerza.

Después de dos horas de penosa marcha entre matas y espinos llegaron a una roca en la que había una puerta, la cual se abrió al llamar los bandidos. Después de seguir un largo y tenebroso corredor entraron, finalmente, en una espaciosa cueva, iluminada por un fuego que ardía en el hogar. De sus paredes colgaban espadas, sables y otras armas, que brillaban a la luz de la hoguera. En el centro, alrededor de una mesa negra, otros bandoleros estaban jugando; en el lugar más elevado de la cueva se hallaba el capitán.

Éste, al ver a la mujer, se dirigió a ella y le dijo que no se preocupase ni temiese nada; no se le causaría ningún daño, y únicamente tendría que cuidar del gobierno doméstico; y si mantenía las cosas en orden, no lo pasaría mal.

Diéronle luego de comer y le indicaron una cama, en la que se acostó con su hijo.

La mujer vivió muchos años con los ladrones. Juan creció y se hizo fuerte y robusto. Su madre le contaba historias, y le enseñó a leer sirviéndose de un libro de caballerías que encontró en la cueva.

Cuando Juan cumplió los nueve años, armóse de un recio garrote que hizo con una rama de abeto, y lo escondió detrás de su cama. Luego fue a su madre y le dijo:

—Madre, dime de una vez quién es mi padre, pues quiero y debo saberlo.

Pero la mujer guardó silencio; no quería decírselo, para que el pequeño no lo echara de menos, pues sabía muy bien que los bandidos no lo dejarían marcharse. Pero se le partía el corazón al pensar que Juan no podía volver al lado de su padre.

Cuando los ladrones llegaron aquella noche de sus rapiñas, Juan sacó su garrote y, encarándose con el capitán, le dijo:

—Ahora quiero saber quién es mi padre, y si no me lo dices en seguida, te derribo de un garrotazo.

Echóse a reír el capitán y largó a Juan tal bofetón que lo tiró debajo de la mesa. Levantóse el niño sin chistar y pensó: «Esperaré otro año, y entonces volveré a probar; tal vez me salga mejor».

Transcurrido el año, volvió el chiquillo a sacar su garrote, le quitó el polvo y, contemplándolo, se dijo: «Es un buen garrote, y muy recio».

Al anochecer regresaron los bandidos y se pusieron a beber, vaciando jarro tras jarro, hasta que empezaron a dar cabezadas. Sacó entonces Juanito su estaca y, volviendo a encararse con el capitán, le preguntó quién era su padre. El hombre le respondió con otra bofetada tan fuerte, que el chiquillo fue a parar nuevamente bajo la mesa. Pero se levantó en seguida y se puso a arrear estacazos sobre el capitán y los bandoleros, dejándolos a todos incapaces de mover brazos y piernas.

La madre, desde un rincón, contemplaba admirada la valentía y el vigor de su hijo el cual, cuando hubo terminado su tarea, se fue a ella y le dijo:

—Esta vez ha sido en serio; pero ahora debo saber quién es mi padre.

—Mi querido Juan —respondió la madre—, ven, marchémonos a buscarlo hasta que lo encontremos.

Quitó al capitán la nave de la puerta, y el niño cogió un saco harinero y lo llenó de oro, plata y otros objetos de valor; luego se lo cargó a la espalda, y los dos abandonaron la caverna.

¡Qué ojos abrió el niño al pasar de las tinieblas a la luz del día y contemplar el verde bosque con sus flores y pájaros, y el sol matutino en el cielo! Se quedó inmóvil de asombro, como si no estuviese en sus cabales.

La madre buscó el camino de su casa y, al cabo de un par de horas de andar, llegaron felizmente a su solitario valle y a su casita.

El padre, que estaba sentado a la puerta, lloró de alegría al reconocer a su esposa y saber que Juan era su hijo, pues los había dado por muertos a ambos desde hacía muchos años. El niño, a pesar de que no tenía más que doce, le llevaba a su padre toda la cabeza.

Entraron los tres juntos en la casita, y al dejar Juan el saco en el suelo, todo el edificio empezó a crujir; el banco se partió y se hundió en el suelo, y el pesado saco cayó a la bodega.

—¡Dios nos ampare! —exclamó el padre—. ¿Qué es esto? Has derruido nuestra casa.

—No te preocupes por eso, padre —respondióle Juan—. Este saco contiene más dinero del que se necesita para construir una casa nueva.

Padre e hijo se pusieron en seguida a levantar una nueva vivienda, y luego compraron ganado y tierras y las explotaron. Juan araba los campos, y cuando guiaba el arado e introducía la reja en el suelo, los bueyes casi no habían de tirar ni hacer fuerza alguna.

Al llegar la primavera, dijo el muchacho:

—Padre, guardaos todo el dinero y procuradme un bastón que pese un quintal, pues quiero salir a correr mundo.

Cuando tuvo el bastón, abandonó la casa de su padre y se puso en camino. Al llegar a un espeso y tenebroso bosque, oyó de pronto unos crujidos y chasquidos; paseó la mirada en torno suyo y vio un abeto que, desde el pie a la copa, aparecía retorcido como una cuerda; y, al levantar los ojos, vio un tipo altísimo que abrazado al árbol, lo estaba torciendo como si fuese un mimbre.

—¡Eh! —gritó Juan—. ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

—Ayer recogí un haz de leña —contestó el otro—, y hago una cuerda para atarlo.

«Me gusta ese individuo —pensó Juanito—; es forzudo», y le dijo:

—Deja eso y vente conmigo.

Cuando hubo bajado aquel hombre, resultó que le llevaba a Juan toda la cabeza, y eso que nuestro amigo no tenía nada de bajo.

—Desde ahora te llamarás Tuercepinos —le dijo el muchacho.

Prosiguieron ambos, y al cabo de un trecho oyeron como unos golpes y martillazos, tan fuertes, que a cada uno retemblaba el suelo. No tardaron en llegar ante una poderosa roca, que un gigante desmoronaba a puñetazos arrancando grandes pedazos a cada golpe.

Al preguntarle Juan qué se proponía, respondió él:

—Cuando me echo a dormir por la noche, vienen osos, lobos y otras alimañas, que merodean a mi alrededor y no me dejan descansar; por eso quiero construirme una casa en la que pueda refugiarme y estar tranquilo.

«Éste también puede servirme», pensó Juan, y le dijo:

—Deja la casa y vente conmigo; te llamarás Desmoronarrocas.

Aceptó el gigante, y los tres continuaron bosque a través, y por dondequiera que pasaban, los animales salvajes huían asustados.

Al anochecer llegaron a un viejo castillo abandonado; entraron en él y durmieron en un salón.

Por la mañana salió Juan al jardín, el cual aparecía también abandonado, invadido de espinos y matorrales. De repente le acometió un jabalí, pero él lo derribó de un estacazo, se lo cargó a la espalda y lo llevó al palacio. Allí lo espetaron en un asador y prepararon una sabrosa comida, que puso a los tres de muy buen humor.

Concertaron entonces que cada día, por turno, dos saldrían de caza, y el tercero se quedaría en casa a guisar, a razón de nueve libras de carne por cabeza.

El primer día le tocó quedarse a Tuercepinos, mientras Juan y Desmoronarrocas salían a cazar.

Hallándose Tuercepinos ocupado en la preparación de la comida, presentóse un enanillo viejo y arrugado y le pidió carne.

—¡Fuera de aquí, bribón! —respondió el cocinero—; tú no necesitas carne.

Pero cual no sería la sorpresa de Tuercepinos al ver que aquel enano minúsculo e insignificante se le echó encima y la emprendió a puñetazos con tanta fuerza que lo tumbó en el suelo sin darle tiempo a defenderse. El enanillo no lo soltó hasta haber descargado todo su enojo sobre las costillas de su víctima.

Cuando regresaron sus dos compañeros, Tuercepinos no les dijo nada del hombrecillo ni de la paliza que le propinó, pensando: «El día que les toque quedarse en casa, ya verán lo que es bueno», y sólo de imaginarlo sentía un gran regocijo.

Al día siguiente le tocó quedarse en casa a Desmoronarrocas, y le sucedió lo mismo que a Tuercepinos; el hombrecillo lo dejó mal parado por haberse negado a darle carne. Al llegar los otros dos al atardecer, Tuercepinos se dio cuenta de que el otro había llevado lo suyo; pero ambos se lo callaron, pensando: «Que pruebe también Juan de esta sopa».

El muchacho, que al día siguiente se quedó de guardia, estaba trabajando en la cocina como le correspondía, y cuando se preparaba a espumar el caldero se presentó el enano y pidió un pedazo de carne. Pensó Juan: «Es un infelizote; le daré algo de mi ración para no tener que reducir la de los otros». Y le alargó un trozo.

Cuando el enano se la hubo comido pidió más, y el bonachón de Juan le sirvió otro pedazo, diciéndole que iba bien servido y debía darse por satisfecho. Pero el hombrecillo le pidió por tercera vez.

—Eres un sinvergüenza —respondióle Juan, negándose a darle más.

Entonces el iracundo enano quiso tratarlo como a sus dos compañeros; pero salió trasquilado. Sin el menor esfuerzo, Juan le propinó unas tortas que le hicieron saltar de dos en dos los peldaños de la escalera. Juan quiso perseguirlo, pero cayó tan largo como era y, al levantarse, vio que el enano se hallaba ya muy lejos. El muchacho lo persiguió por el bosque y pudo ver que se metía en un hueco de una roca; tomó nota del lugar y regresó a casa.

Cuando los otros dos llegaron al anochecer, extrañáronse al ver a Juan tan campante. Contóles lo que le había sucedido, y entonces los otros, a su vez, le dieron cuenta de su percance. Echóse Juan a reír y dijo:

—Os estuvo bien empleado, por haberos mostrado tan avariciosos con la carne; pero es una vergüenza que dos grandullones como vosotros os hayáis dejado zurrar por un enano.

Provistos de una cesta y una cuerda, se dirigieron los tres a la cueva donde se había metido el pigmeo, y Juan con su bastón bajó al fondo en el cesto.

Al llegar abajo encontró una puerta; al abrirla se le apareció una hermosísima doncella, de una belleza que no cabe pintar con palabras; junto a ella estaba sentado el enano, mirando a Juan con cara avinagrada. Pero la doncella estaba atada con cadenas, y en su rostro se reflejaba tanta tristeza, que Juan sintió una gran compasión y pensó: «Hay que librarla de las garras de este bicho», y asestó al enano un garrotazo tan recio, que lo mató en el acto. En seguida desató a la doncella, cuya hermosura tenía arrobado a Juan.

Contóle la muchacha que era una princesa, hija de un rey, y que un malvado conde la había raptado de su patria y encerrado en aquella cueva, en venganza por no haber querido ella acceder a sus peticiones. El conde la había puesto bajo la vigilancia de aquel enano, el cual la había sometido a toda suerte de vejaciones y tormentos.

Luego la instaló Juan en el cesto y llamó a los de arriba para que la subiesen. Volvió a bajar el cesto; pero el muchacho desconfiaba de sus dos compañeros, pensando: «Ya una vez se han mostrado falsos conmigo al callarse lo del enano. ¿Quién sabe lo que se traen entre ceja y ceja?».

Con el fin de probarlos, colocó su bastón en el cesto, y suerte que lo hizo así, pues a mitad de camino soltaron los otros la carga; y de haber estado Juan en el cesto, sin duda se habría matado al caer.

Pero entonces se le presentó el problema de salir de allí y, por muchas vueltas que le dio, no encontró solución. «Es bien triste —decía— tener que morir aquí de hambre y sed».

Andando de un lado a otro, volvió a entrar en la cámara que había servido de prisión a la doncella y se fijó en que el enano llevaba en el dedo un anillo brillantísimo. Se lo quitó y se lo puso; al darle la vuelta en el dedo, de repente oyó un rumor sobre su cabeza.

Miró hacia arriba y vio flotar unos espíritus aéreos que le saludaron como a su amo y le preguntaron qué les mandaba. De momento, Juan se quedó mudo de asombro; pero luego les ordenó que lo transportasen a la superficie. Obedeciéronle al instante, y él experimentó la sensación de estar volando.

Pero una vez arriba no vio a nadie, y al volver al castillo también lo encontró desierto. Tuercepinos y Desmoronarrocas habían huido, llevándose a la hermosa doncella. Dio la vuelta al anillo y presentáronse los etéreos espíritus, comunicándole que sus compañeros se hallaban en el mar.

Corrió Juan a la orilla y descubrió a lo lejos un barquito, ocupado por sus desleales amigos. En un arranque de cólera, se arrojó al agua con su bastón y se puso a nadar; mas la pesadísima madera lo hundía y por poco se ahoga. Tornó a dar vuelta al anillo, y al instante acudieron los espíritus y lo transportaron al barco con la rapidez del rayo. Blandiendo allí su garrote, dio su merecido a los dos malvados y los arrojó al mar.

Luego, empuñando los remos, volvió a la costa con la hermosa princesa, que acababa de pasar otro gran peligro, y a quien había liberado por segunda vez. La condujo hasta donde se hallaban sus padres y luego se casó con ella, entre el general regocijo.

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