NUESTRA RESPECTIVA DESNUDEZ

ME da la impresión de que muchas enseñanzas espirituales no reconocen la conexión directa que hay entre la búsqueda y la falta de autenticidad en las relaciones. Puedes asegurar que estás iluminado, libre de separación, libre de toda búsqueda, pero ¿qué significa todo eso si, entre bastidores, sigues viviendo en un desesperado conflicto con tu esposa, tus hijos, tu jefe, tus padres, tus seres queridos, tus alumnos? Sería fácil justificar todo ese conflicto diciendo algo del tipo: «Incluso una vez que la búsqueda termina, estas imperfecciones continúan. Solo reflejan el funcionamiento impersonal del personaje, son solo el papel que la vida ha fijado, que ha fijado el destino, el guión de la película cósmica», etcétera. Pero cuando entiendes el mecanismo de la búsqueda, ves que esto es como decir: «Ya no soy un buscador, pero sigo buscando».

El final de la búsqueda y una comunicación clara, sincera y sin miedo van de la mano. De hecho, diría que es imposible escribir un libro sobre la aceptación profunda y el final de la búsqueda sin incluir una amplia sección sobre el hablar y el escuchar sinceros. Siempre que tu relación emocional con alguien está falta de sinceridad, siempre que ocultas cómo te sientes en el momento, siempre que intentas esconder una parte de tu experiencia para poder mantener tu imagen, siempre que representas un papel estando con alguien en vez de ser sincero sobre lo que te está sucediendo ahora mismo, hay muchas probabilidades de que busques algo de esa persona. Quieres que te vea de determinada manera, así que intentas manipular la imagen que tiene de ti (que es en realidad tu imagen de la imagen que tiene de ti esa persona). En su presencia, quieres considerarte a ti mismo de determinada manera. ¿Y cuál podría ser la razón de esto sino el miedo?

Intentamos protegernos de la vida y de los demás porque tenemos miedo, y lo que el buscador teme más que a nada en el mundo es que alguien le descubra. Quedar al descubierto es como la muerte. Para expresarlo en lenguaje sencillo, si me vieras como lo que realmente soy, con todas mis debilidades, mis fracasos, mis inseguridades y mi incompletud, me rechazarías. Si me vieras tal como soy, en toda mi desnudez y humanidad, sin las máscaras que llevo puestas, despojado de mi fachada, sin defensa alguna, sin las tretas que utilizo para conseguir lo que busco...., si vieras lo que de verdad hay aquí, si vieras más allá de mi imagen, me rechazarías. Si vieras mi miedo, mis frustraciones, mis dudas, mi tristeza, mi sentimiento de fracaso, mi fealdad, mi incompetencia, mi indefensión, no me amarías. O, si antes me amabas, cuando la imagen se desvanezca dejarás muy pronto de sentir ese amor por mí. Tengo miedo de que, a la luz de la verdad, a la luz de la vida, todas las pequeñas tretas que utilizo queden al descubierto, y yo permanezca ahí, desnudo y avergonzado, abandonado y solo, un proscrito, lejos del hogar.

El miedo a ser un proscrito parece llegar a enorme profundidad en la psique humana. Un proscrito es literalmente

alguien a quien se proscribe de la tribu, a quien se expulsa de un grupo social o una comunidad, a quien se destierra de su pueblo, de su hogar, para que muera en el bosque, en la selva, sin nadie que lo proteja. El miedo a ser un proscrito es el miedo a pasar frío y estar solo, indefenso, olvidado, vulnerable y a estar cerca de la muerte.

Aunque quizá ya no tengamos miedo de que nos hagan pedazos en la selva los animales salvajes, inconscientemente seguimos asociando el rechazo social con una especie de muerte. Si me revelo a ti como soy, puedo morir. Esa es la sensación. Ser un proscrito es una ola del océano humano profundamente no aceptable, así que pasamos gran parte de nuestra vida evitando la intimidad y poniendo nuestra energía en conseguir metas más superficiales, como la popularidad o la fama, o simplemente tratando de encajar en la multitud. Cuando estaba en la universidad, recuerdo que había un alumno al que todo el mundo apreciaba. Siempre estaba rodeado de un grupo de amigos, fuera adonde fuera. En aquel tiempo, yo daba por hecho que, con tanta compañía, debía de ser el tipo más feliz de todos..., el más íntegro, el más completo, el más satisfecho. Me provocaba un poco de admiración, un poco de miedo, y un poco de envidia. El día de la graduación, estuvimos hablando, y me contó lo solo que se sentía, lo solo que siempre se había sentido, a pesar de que todo el mundo le conociera:

—Todos me conocen, pero nadie me conoce en realidad. Y yo conozco a mucha gente, pero me siento absolutamente aislado —me dijo antes de apurar a tragos otra cerveza.

Puedes estar rodeado de gente y, aun así, sentirte solo. Puedes tener una vida llena de fiestas, reuniones familiares, actos sociales, noches de marcha, conferencias, retiros, tertulias, talleres y festejos, y, aun así, sentirte totalmente desconectado. Puedes encontrar la persona perfecta y, juntos, ser la pareja ideal, esa pareja que todo el mundo piensa que vivirá feliz para siempre, y sentirte más aislado y solo, y probablemente más confundido, que nunca. Por muchas relaciones que tengas, por muy llena de personas y posesiones que esté tu vida, si no hay en ella una conexión profunda, auténtica sinceridad, intimidad en el verdadero sentido de la palabra, sencillamente no te sentirás satisfecho. Faltará algo. Seguirá habiendo un vacío y un sentimiento de carencia.

Y, por otra parte, incluso con todas las promesas del mundo, siempre te acechará el peligro de perder el amor. Aun con toda la seguridad externa del mundo; aun con todos los juramentos, compromisos y planes de futuro aparentemente más sólidos, te sentirás inseguro en tus relaciones. La única seguridad verdadera es la sinceridad radical en el aquí y el ahora, que significa arriesgarte a perder la imagen de ti mismo y encontrarte con los demás sin miedo y sin distancia, indefenso y desprotegido.

NUESTROS RELATOS RECÍPROCOS

¿Alguna vez llegas a conocer de verdad a otra persona?

Hablamos de «otras personas» —de enamorarnos de ellas, de tener una relación con ellas, de estar en conflicto con ellas, de que se ha terminado nuestra relación con ellas, de haber estado o ir a estar con ellas, de entenderlas, de tenerlas y perderlas—, pero ¿alguna vez tenemos una verdadera percepción directa de ellas como personas que están fuera de nosotros, o acaso nuestra percepción de los demás es siempre inseparable de nuestros propios relatos —de nuestros propios pensamientos, creencias, convicciones, proyecciones prejuicios— acerca de ellos? ¿Es «el otro» realmente «otro» en nuestra experiencia? ¿Está verdaderamente separado de lo que somos nosotros?

Así como nunca tenemos realmente una percepción del mundo exterior —de un mundo que exista fuera de la experiencia presente, como ya hemos visto—, ¿percibimos alguna vez a otras personas como si estuvieran «fuera» de nosotros? Cuando nos relacionamos con alguien, ¿con quién nos relacionamos en realidad? ¿Lo hacemos únicamente con la imagen que hemos creado de esa persona, y no con la persona que en realidad es en el momento, aquí y ahora? ¿Acabamos pasando por alto a quién tenemos delante tal como es en este momento, empeñados en aferramos a nuestro relato acerca de él, a nuestra propia versión de quién es? ¿Vemos siempre a los demás a través del filtro de la historia y el futuro, y nos perdemos lo que está presente?

¿Quién es tu amigo, tu pareja, tu madre, tu padre, tu hermano, tu hermana cuando los ves sin el relato sobre quiénes son —sin tu relato sobre lo que creen o no creen, lo que les gusta o no les gusta, lo que han hecho o no han hecho, lo que han dicho o no han dicho, cómo te hicieron daño, te elogiaron o te ignoraron— en el relato que te cuentas de tu vida? ¿Qué ocurriría si os encontrarais, aquí y ahora, más allá de todos los datos del pasado? ¿Qué ocurriría si os encontrarais, aquí, por primera vez, sin expectativas, sin decepción, sin esperanza siquiera? ¿Qué ocurriría si te encontraras con la persona que está de verdad aquí, y no con la que imaginas que está aquí?

¿Qué significaría que os encontrarais —que os encontrarais de verdad— sin historia, sin proyecciones, sin imágenes?

Tranquilo, no estoy sugiriendo en absoluto que nos deshagamos de los relatos que tenemos los unos de los otros, que nos olvidemos del pasado, de los detalles que conservamos unos de otros en la memoria, de nuestros nombres, del papel que desempeñamos los unos para los otros, etcétera. Estoy sugiriendo que, cuando vivimos únicamente en nuestros relatos recíprocos, acabamos por no percibir lo que hay realmente aquí ahora mismo. Al aferrar me firmemente a mi relato sobre ti; al aferrarme firmemente a los recuerdos, a los prejuicios, a mis ideas condicionadas sobre quién eres; al verte como personaje separado que se mueve a través del tiempo, no te veo como eres ahora, en este momento. No veo a la persona que tengo realmente delante de mí. Estoy tan encerrado en una imagen de ti hecha de pasado —en mis ideas de quién eres, en las expectativas que tengo de ti, en los desengaños que he tenido contigo, en los miedos que me provocas— que no te veo en realidad como eres, no oigo en realidad lo que me estás diciendo ahora mismo. Valoro el pasado por encima de tu percepción y experiencia del mundo en el momento presente. Es como si ya supiera quién eres, lo que vas a decir, lo que estás pensando, lo que vas a hacer, lo que crees, lo que quieres, incluso antes de que abras la boca. Todos los prejuicios empiezan aquí.

Recuerdo que hace unos años entré en la cocina y vi a mi padre por primera vez. Por supuesto, no era literalmente la primera vez que le veía —le había visto miles de veces antes de ese momento—, pero era la primera vez que le veía de verdad. Era la primera vez que vi de verdad lo que tenía delante..., no lo que imaginaba que había, no lo que esperaba que hubiera, no lo que pensaba que debería haber, sino lo que de verdad había delante de mis ojos. Vi más allá del relato que decía «es mi padre» y más allá del relato que decía «soy su hijo», y lo que vi fue..., bueno, simplemente lo que había allí: un señor mayor de pelo blanco grisáceo sentado a la mesa de la cocina comiendo copos de maíz.

¿Quién era ese hombre? Tuve que admitir, admitir realmente, la verdad: no lo sabía. Después de tantos años de «conocerle», tantos años de tener la certeza de saber quién era, la realidad era que nunca había tenido un verdadero encuentro con él. No le conocía. Había estado demasiado inmerso en mi relato de la relación padre-hijo para ver realmente a la persona que estaba de verdad allí. Durante todos los años que había pasado intentando ser un hijo, intentando representar aquel papel de la manera en que pensaba que se debía representar, intentando mantener aquella identidad falsa, intentando relacionarme con él como mi padre —con todo el condicionamiento y las expectativas que esta palabra traía consigo—, se me había pasado por alto la realidad. Le había llamado «mi padre», y había dado por hecho que sabía lo que quería decir con eso. Pero ¿podían aquellas palabras, «mi padre», empezar a captar siquiera quién y qué había de verdad aquí? ¿Podía ese hombre ser de verdad mío en ningún sentido? ¿Podía alguien ser mío? Sin el relato, ¿quién era yo, en este momento, con respecto a ese hombre?

Más allá del relato, solo había intimidad con la persona que estaba delante de mí.

Misteriosamente, fue en ese «no saber» donde de verdad nos conocimos. Más allá de los roles; más allá del relato de «padre» y del relato de «hijo»; más allá de los conceptos de cómo debería comportarse un padre, de lo que debía y no debía poder dar a su hijo; más allá de las ideas condicionadas sobre lo que un hijo debería esperar de su padre; más allá de nuestra historia, nos encontramos y nos conocimos de verdad. Nos quedamos sin pasado y sin futuro, y lo único que teníamos juntos era el ahora. Este era el único momento. Qué precioso era el momento..., y qué precioso era él, qué frágil, qué misterioso. Que fascinante también. Vi las arrugas de sus manos, las líneas de su rostro, el hilillo de saliva que le caía por la barbilla. Le temblaba un poco la mano cuando se llevaba la cuchara a la boca. El pelo blanco, muy fino, se le levantaba ligeramente por detrás. Hacía un poco de ruido al respirar.

Era casi como estar enamorado. Este hombre era una obra de arte.

Despojado del relato —el relato de las expectativas, de lo que yo precisaba que fuera, de si había sido o no el padre que necesitaba, que quería, que esperaba o que se me había prometido—, qué inocente era. Yo le había hecho culpable al esperar tanto de él, al buscar algo que él nunca había podido darme... Le había cargado un peso a la espalda..., el peso de ser «padre», el peso de ser quien debía completar a su «hijo». Sumido en mi búsqueda, en la búsqueda del hogar, en la necesidad de tener una imagen mía de «hijo», le había erigido como «padre», con todas las expectativas que esa palabra conlleva. Nunca nos habíamos encontrado de verdad.

El nunca había podido estar a la altura de mi imagen de «padre», de la imagen que todo había programado en mí. Nadie puede estar a la altura de una imagen. Comparado con esa imagen paterna, este hombre siempre había sido imperfecto. Era demasiado esto o demasiado aquello... Vivía demasiado preocupado por el dinero, era demasiado reservado a la hora de expresar sus emociones, demasiado cerrado de mente, demasiado poco espiritual; se metía demasiado en mi vida o no se metía lo suficiente; era demasiado padre o no lo bastante.

Pero, sin la imagen, había aquí una innegable perfección. No era demasiado esto o demasiado aquello, simplemente era quien era en ese momento; y nada era posible salvo ese momento.

Fue agridulce, ese encuentro. Fue íntimo y bello, pero fue también una especie de pérdida. Una pérdida de nuestros respectivos roles de «padre» y de «hijo». Una pérdida del pasado y del futuro. Una pérdida del tiempo en sí. Y lo único que quedaba era un amor atemporal, sin nombre, radicalmente impersonal e íntimamente personal a la vez. Las palabras nunca podrán estar ni siquiera cerca de captarlo, de captar el misterio que late en lo profundo de lo más ordinario..., el misterio de un hombre sentado a la mesa del desayuno comiendo copos de maíz. Basta para romperte el corazón, una y otra vez durante el resto de tu vida.

Sigo diciendo que es «mi padre», por supuesto, pero, por debajo de las palabras, algo sabe que nunca podría ser mío. No puede pertenecerme —ni él ni nadie—. No querría que fuera mío; la posesión destruye la intimidad. Sin embargo, lo cierto —y he aquí la paradoja y el misterio— es que en aquella pérdida, en la muerte de la posesión, de hecho no perdí nada; lo único que se perdió fue una ilusión, lo único que se perdió fue el sueño de que el hombre que estaba delante de mí podría algún día equipararse a la imagen que tenía de él, podría algún día ser lo que yo esperaba que fuera.

La idea de la relación padre-hijo se había interpuesto, en realidad, en la relación del momento presente con el hombre que ahora estaba ante mí. Por mantener el relato de nuestra relación, el relato de padre e hijo en el espacio y en el tiempo, habíamos dejado de vemos el uno al otro en el aquí y el ahora. En nuestra relación, habíamos dejado de relacionamos.

Más allá del relato de «nosotros», más allá del sueño, más allá de nuestras imágenes recíprocas es donde la verdadera relación es realmente posible. Más allá del relato de padre, de hijo, de madre, de hermana, de marido, de novia, de alumno, de maestro... es donde reside la verdadera intimidad. Y la realidad es que siempre nos encontramos más allá del relato. Siempre nos encontramos más allá de la imagen. Lo que soy, lo que eres, es el espacio abierto en el que las imágenes vienen y van. Lo que soy, lo que eres, no puede definirlo ningún relato. Como consciencia, soy lo que tú eres, siempre. Soy lo que tú eres, y eso es amor incondicional.

Cuando me relaciono contigo como un yo separado con otro yo separado, como un relato con otro, en sentido profundo no hay verdadera intimidad. Represento un rol, y tú otro. Yo hago de hijo y tú, de padre, con todas las expectativas y exigencias que ambas palabras llevan implícitas. Hago de hija y tú, de madre. Hago de hermana y tú, de hermano. Hago de gurú y tú, de discípulo. Hago de «mí» y tú, de «ti». Me identifico con mi papel e intento relacionarme contigo, que eres asimismo tu papel. Me atengo a mi guión y tú te atienes al tuyo.

Pero cuando me relaciono contigo, no como un yo separado, sino como el espacio plenamente abierto en el que todos los pensamientos, sentimientos y sensaciones aparecen y se desvanecen, es posible la verdadera intimidad. Nos encontramos, sin historia, espacio abierto con espacio abierto, y ese es el principio de la relación verdadera..., no de la relación de un relato con otro, no del encuentro de dos imágenes, sino el encuentro de dos campos de ser, dos campos abiertos en los que se permite que todos los pensamientos, relatos, sentimientos, sonidos y sensaciones vayan y vengan. (En realidad no son dos campos abiertos que se reúnen, pero por el momento es una forma práctica de expresarlo. En última instancia, no hay palabras que puedan captar esa intimidad. Toda forma de lenguaje es solo temporal, en este lugar que está más allá de las palabras.)

Como relato que intenta completarse gracias a ti, que busca la solución en ti, que intenta llegar a casa por mediación tuya, acabaré manipulándote, no siendo sincero contigo, representando un papel delante de ti, ocultándote lo que de verdad siento por miedo a perderte, castigándote cuando siento que me has hecho daño. Pero como espacio abierto, soy libre de comunicarme contigo con sinceridad y autenticidad, pues sé que ya soy el amor que busco; sé que no te necesito para que me completes; sé que, en lo más hondo, jamás puedo perderte. No te necesito para ser plenamente quien soy. No te necesito para que mi relato no se venga abajo.

Cuando me reconozco como el espacio abierto en el que se permite que todos los pensamientos y sentimientos vayan y vengan, y reconozco que lo que soy está más allá del «hijo» y no necesita un «padre» para estar completo, soy libre de establecer un contacto sincero y auténtico con el hombre que está ante mí. Puedo permitirle ser plenamente quien es, expresarse libremente. Puedo animarle a explorar, a expresar sus verdaderos pensamientos y sentimientos, porque, al fin, no siento que su experiencia sea una amenaza para mi identidad. En última instancia, aunque me abandone, eso no resta nada a mi completud.

Es la mayor expresión de amor que pueda hacérsele a alguien, decirle: «No te necesito. Te amo, pero no te necesito», es decir: «No te necesito para que me completes. Estoy completo sin ti. Pero disfruto de tu compañía en este momento, y me encanta estar a tu lado. Y si te fueras, te seguiría amando..., aunque hubiera dolor o tristeza a causa de tu partida».

El amor verdadero no pide nada a cambio.