Capítulo 3
CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA DORCHESTER
En el momento en que Duke recibía de mano de Ince la promesa de cesión del cuadro, resonó, en toda la casa un horrible alarido que se repitió otra vez con más fuerza y una tercera más débil. Mientras Susana e Ince quedaban como sobrecogidos por aquel alarido ultraterreno, Duke se precipitó a la puerta, la abrió y por el estrecho pasillo al que daban las puertas de las distintas habitaciones del primer piso del castillo, llegó a la escalinata de piedra que descendía al vestíbulo. Frente a la escalinata estaba la habitación de la señora Dorchester, y Duke se metió en ella sin detenerse a pedir permiso.
—¿Qué…? —preguntó buscando por toda partes el motivo de aquel grito.
La temblorosa mano de la señora Dorchester se lo indicó.
Señalaba hacia la cortina de una de las ventanas y en ella vio Duke una palabra que estaba escrita en llameantes letras:
«Morirás»
La palabra flameó todavía un momento y al fin apagóse. Duke llegó hasta la cortina y la tanteó. Nada. Ninguna huella de fuego. Ni de fósforo, a pesar de que la posibilidad de que se hubiera trazado aquella palabra con pintura fosfórica quedaba descartada por la intensa rojez de las letras, en nada parecida a la luminosidad del fósforo. Además, la habitación estaba iluminada.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía continuamente la señora Dorchester—. ¡Es horrible!
—Explíqueme lo ocurrido —pidió Duke después de cerrar la puerta—. ¿Qué ha visto?
—No sé… —respondió la alterada mujer—. No sé… Estaba aquí… frente al tocador… De pronto, oí una especie de zumbido o de roce, o no sé qué. Miré hacia la ventana, o sea al sitio de donde llegaba y vi que en la tela de la cortina empezaba a arder una llama que se fue corriendo hasta formar la palabra «morirás». Entonces lancé un grito… O dos… No sé…
—Tres —dijo Duke—. Y muy fuertes.
—Es posible… Me asusté tanto…
Duke volvió a la cortina y la examinó con más detalle. Luego miró a su alrededor, encogióse de hombros y fue hacia la puerta, abriéndola y sonriendo al ver que Susana entraba en el cuarto dando trompicones y cayendo al fin de rodillas.
—No se debe escuchar por la cerradura —reprendió Duke—. No cuesta nada llamar y pedir permiso para entrar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Susana, incorporándose.
—Un susto. Cosa de los nervios…
—¡Mentira! —gritó Susana—. Un fantasma ha escrito…
Un ahogado sollozo interrumpió a la joven. La señora Dorchester se apretaba la garganta con la mano y esta vez era indudable que no fingía. Estaba aterrada. Verdaderamente aterrada.
—¡Vaya luna de miel! —musitó Susana al oído de Duke.
—Calla —recomendó éste.
Cerró la puerta y volvió al lado de la señora Dorchester.
—Debe decirnos toda la verdad, señora. Es indudable que algo grave está ocurriendo en esta casa o castillo o lo que sea. Yo estoy dispuesto a ayudarla a usted en lo posible; pero necesito su confianza. ¿Qué misterio se oculta en esta casa? ¿Quién tiene interés en asesinar a sus hijas? No sospecho de usted ni de su marido, porque los padres no suelen desear la muerte de sus hijos. ¿Quién heredaría los diez millones que ha de recibir su hija mayor en el día de su boda si su hija Prima llegara a morir antes de que la boda se celebrase?
La señora Dorchester movió como atontada la cabeza.
—No… —musitó—. No.
—Debe decírmelo. Callando perjudica a sus hijas.
—Ellas heredan —murmuró la señora Dorchester—. Extendí el testamento hace dieciséis años. Cuando heredé los principales pozos de petróleo. Es un testamento irrevocable. Si una de mis hijas muere, su parte de herencia va a aumentar la de sus hermanas.
—¿No figura Última en ese testamento?
—En otro similar, acoplado al mismo.
—¿Heredaría ella cincuenta millones si sus cuatro hermanas muriesen?
—Sí.
Y la señora Dorchester dejó caer la cabeza.
—¿Y quién heredaría estos cincuenta millones si muriesen las cinco?
—Volverían a mí.
—¿Y si muriese usted? ¿Heredaría su esposo?
—No. Sólo recibiría una renta vitalicia, de diez mil dólares mensuales hasta su muerte.
—¿Por qué?
—Él tiene fortuna propia. Mi dinero se repartiría entre los hospitales.
—¿Y si muriese usted antes que sus hijas? ¿Quién heredaría el dinero? ¿Los hospitales?
La temblorosa mirada de Ofelia Dorchester se clavó un buen rato en los ojos de Duke antes de que contestara con un hilo de voz:
—No… Iría a parar a ellas.
—¿Y su marido? ¿Tampoco recibiría nada?
—No.
—Me extraña mucho esa diferencia entre el marido y las hijas. ¿A qué se debe?
—Él lo quiso así —replicó Ofelia.
—¿Con qué dinero ha montado su fábrica de armas?
—Con el suyo… —la señora Dorchester vaciló antes de agregar—: Y con una parte del mío.
—¿Cuánto de usted y cuánto de él?
—Esas preguntas son… son… ¡Oh! Váyase. Por favor, no me pregunte más.
—¿Quiere que me marche de esta casa? —preguntó Duke.
La señora Dorchester le miró angustiada.
—Le ruego que no me atormente. Mi cerebro parece a punto de estallar. Me va a ocurrir algo…
—Disculpe mi insistencia, señora. Lo hago por el bien de usted, debe creerlo. Si usted lo desea me marcharé; pero el señor Robert Ince Overton me ha suplicado que me quede. Y como pago de mis servicios me ha ofrecido la más preciada obra de arte de su colección de pinturas. Una obra por la cual yo daría tres cuartos de millón. Él me la ofrece para que defienda con todas mis energías la vida de Prima Dorchester. De su hija.
Las pupilas de la mujer se humedecieron.
—Por lo menos ella ha encontrado un buen muchacho… —musitó—. La hará feliz…
—¿Sabe que anteayer estuvieron a punto de morir los dos a causa de un accidente de auto?
Ofelia miró vivamente a Duke.
—No —dijo—. No. ¡Estoy segura de que no!
—El coche en que iban resultó con la dirección rota. Un milagro les salvó. Hoy alguien colocó entre los cartuchos que su hija iba a disparar cuatro de ellos cargados con un potentísimo explosivo. Otro milagro la salvó. Su novio hizo luego la prueba de los cartuchos y casi partió en dos un árbol además de reducir a partículas la escopeta.
—¡Dios Santo! —gimió la mujer—. Es el castigo de mis pecados. Del otro mundo y de este me llega la venganza.
Acercando los labios al oído de Duke, Susana preguntó:
—¿Por qué no habla de una vez esa mujer? Me pone frenética.
—Teme decir demasiado —respondió Duke.
—Sí —dijo la señora Dorchester—. Si hablase… sería horrible. No puedo. Que se cumpla mi destino. He hecho cuanto he podido. Hasta hace poco creí que se trataba de un plan que podía desbaratar un buen detective. Por eso le llamé a usted… Luego… —señaló hacia la cortina en que habían aparecido las letras de fuego—. Luego he comprendido que espíritus poderosos se agitan entre las sombras que nos rodean. Ellos me empujan desde el otro mundo hacia las manos de los que en éste quieren mi desgracia.
—¿Hablaría si yo le demostrase que no existe intervención alguna ultraterrena? —preguntó Duke.
—No. He sellado mis labios. Soy una de Barrio. Ni el fuego ni el acero separados o juntos hundidos en mi carne me harían hablar.
—¿Ni la seguridad de que esta noche debe morir?
—Ni eso.
—Entonces, señora, ¿para qué me ha llamado? ¿Para qué me arrancó de mi casa y me hizo venir a este castillo que tan mal pega a este paisaje neoyorquino?
—Lo hice porque creí saber la verdad. Porque esperé que su presencia fuera un freno… Pero veo que no lo va a ser. Todas son hijas mías —siguió luego, como si estuviera muy lejos de allí—. A todas las quiero por igual. Debo defenderlas. Ya que ha venido, hágame un favor…
—Usted dirá.
—En su auto… vaya a Nueva York y traiga… Haga venir a un juez de paz que tenga atribuciones para casar a mis cuatro hijas esta noche. No hay otro remedio.
—Le podemos llamar por teléfono —propuso Duke.
—El hilo telefónico está cortado —replicó pausadamente la señora Dorchester—. Y sólo un coche a prueba de balas podría salir de esta casa y volver.
—¿Cómo sabe que el hilo está cortado?
—Todas las noches quedamos incomunicados con Nueva York. Alguien corta el hilo telefónico y luego, al amanecer, lo repara.
—No cabe duda de que esta es una casa de las más adecuadas para que una joven desposada pase su primera noche de luna de miel —dijo Susana a su marido—. Yo te acompañaré a buscar a ese buen sacerdote o juez de paz o capitán de barco que tenga atribuciones para celebrar cuatro bodas.
—Vamos —dijo Duke, cogiendo del brazo a su mujer.
Antes de salir del cuarto recomendó a la señora Dorchester:
—Sea prudente.
Abrió la puerta y ante ella, pero de espaldas, vio a un hombre que estaba contemplando desde lo alto de la escalinata el vestíbulo que estaba ya iluminado. Al oír el gemido de los goznes, el hombre se volvió. Era alto, grueso, de expresión jovial y campechana. A Susana le recordó el actor de cine Edward Arnold.
—¿Qué tal, señor Straley? —saludó el hombre tendiéndole la mano con una cordialidad que no parecía fingida—. ¿Le gusta nuestro castillo? Es un sitio ideal para las lunas de miel.
—Eso ya lo he advertido —dijo Susana—. Es un término medio entre cementerio y manicomio.
La risa saltó a los labios y a los ojos del hombre.
—Buena comparación —dijo—. Locos y fantasmas. Bien, bien. Aunque tengo el gusto de conocerle, ustedes no tienen el gusto o disgusto de saber quién soy. Me llamo Bartlett Dorchester. Soy el marido de Ofelia y el padre de Prima, Secunda, Tercia, Quarta y Última.
—Se debe de sentir usted una especie de Pitágoras —dijo Susana.
—Sí —rió el señor Dorchester—. El padre de las matemáticas. Soy un gran admirador suyo y de su filosofía de los números. Algún día comprenderá que los hombres deben llamarse por números y no por nombres. Un nombre y un apellido no son nada. En cambio una cifra es todo. Una patente número 450 000 significa cien años de existencia en la Oficina de Patentes de los Estados Unidos. Es algo definido. Exacto. El número uno representa la Divinidad. Dios fue lo primero que existió y lo que siempre existirá. Nadie le puede quitar el poder. Por eso llamar Prima a mi primera hija fue colocarla bajo un poder insuperable.
—Conozco el sistema pitagórico —interrumpió Duke—. El dos es el principio del mal, el tres la armonía perfecta y el cinco, o sea última, es el matrimonio, porque se compone del dos y del tres o sea de par e impar.
—De todos mis invitados es usted el primero que sabe de Pitágoras algo más aparte de que fue uno de los más sabios de Grecia. Es muy grato para mí recibir en mi humilde castillo a un hombre inteligente.
—Gracias —dijo Duke—. ¿Qué tal van sus rifles Babington?
—Muy bien. Harán mucho ruido.
—Es defecto propio de todo buen rifle que no lleva silenciador —dijo Duke.
De nuevo rió Dorchester.
—Sí… es cierto.
—¿Producen ustedes cartuchería? —preguntó Duke.
—Claro. Se van a necesitar muchas balas cuando empiece la guerra en serio. Nosotros serviremos millones y más millones de cartuchos.
—A juzgar por lo poco que ríen los franceses que yo conozco, para ellos la guerra es cosa ya muy seria —dijo Susana.
—¡Bah! —protestó Bartlett Dorchester—. Eso no es nada. Las guerras modernas no serán nunca una cosa seria hasta que nosotros metamos baza. Ahora lo discuten. Y no muy acaloradamente. Pero cuando el Tío Sam eche su cuarto a espadas, verá como la cosa se anima. Cada soldado llevará una ametralladora. Por cada dos soldados un tanque y una batería ligera. Por cada diez soldados cinco aviones y una batería pesada, Así haremos la guerra cuando nos cansemos de la comedia que están representando en Europa. Yo me preparo para entonces. Los fusiles ametralladores Dorchester y Babington cantarán en todos los campos de batalla, Los ingleses se quedarían ya con un millón si el Departamento de Guerra no nos estuviera obstaculizando. Dicen que se trata de un invento nacional que no se puede divulgar demasiado pronto. Temen que los alemanes pesquen unos cuantos y se pongan a fabricarlos en serie.
—¿Qué clase de cartuchos fabrica usted ahora? —interrumpió Duke.
—De guerra para nuestras rifles, del mismo calibre que el Springfield; para armas cortas automáticas, o sea desde el calibre treinta y dos hasta el cuarenta y cinco, y, además, para irnos acreditando como fabricantes de buena cartuchería, hemos lanzado al mercado los mejores cartuchos de caza.
—¿También producen cartuchos de caza? No lo sabía, Me gustaría que me dijese su opinión acerca de unos cartuchos que me han traído de Europa. Son algo raros. ¿Quiere acompañarme? Se los enseñaré.
Duke se dirigió a su cuarto seguido por el señor Dorchester y por Susana. Fue hacia la mesita de noche en cuyo cajón había dejado los cartuchos que le entregara Ince y lo abrió.
El cajón estaba vacío.
—¿Qué cartuchos son? —preguntó Bartlett.
—Ahora recuerdo que los dejé en Nueva York —dijo Duke—. Estaba seguro de haberlos traído. Lo siento, pues eran muy curiosos.
—En cuanto los tenga enséñemelos. En Europa siempre inventan cosas nuevas y a veces los europeos demuestran inteligencia.
—¿No es usted europeo, señor Dorchester?
—¡Oh, sí! Claro. Pero llevo tantos años en esta tierra que me he acostumbrado a considerarme americano. Estoy nacionalizado aquí, ¿sabe?
—Lo ignoraba. ¿Quiere usted acompañarnos a Nueva York?
—¿A qué?
—A buscar a un amigo que desea asistir a la fiesta de esta noche.
—No puedo. Yo soy aquel personaje del chiste. ¿Lo conoce? Dos asistentes a una fiesta se encuentran en el bar de la casa. Uno dice: «Es una fiesta horrible». «Horrible», replica el otro. «Estoy harto. Me marcho. ¿Viene usted conmigo?», sigue el primero. Y el segundo contesta con expresión abatida: «No puedo. Soy el dueño de la casa» —Bartlett Dorchester soltó una contagiosa carcajada—. Estas fiestas me pudren, señor Straley; pero no me queda otro remedio que asistir a ellas. Cuando las chicas se hayan casado podremos vivir tranquilos, unos años, hasta que Última pesque novio. ¿No la conocen?
—No conocemos a ninguna de sus hijas —dijo Susana.
—Última es la más deliciosa. Una muñequita hecha de carne y hueso. Más carne que hueso, desde luego. Vengan conmigo.
Los guió hacia el ala opuesta del edificio. Por el camino, incapaz de permanecer callado ni un momento, explicó:
—Los antiguos sabían construir fuerte; pero no cómodo. Nunca imaginé que un castillo fuera tan incómodo. Los pasillos son estrechos. Aquellos hidalgos comían tan poco que con medio metro de anchura tenían de sobra. Quise complacer a mi mujer y traje aquí el castillo de Barba Azul. Si pudiera lo devolvería a Cuatro Iglesias, pero allí no lo querrían. Están muy contentos de verse libres de los Cuatro.
—¿Se refiere a los fantasmas?
—Claro.
—¿Sabe que han desaparecido cinco dagas?
—Si. ¡Eh! No, no sabía nada de eso. ¿Quién las ha robado?
—Los fantasmas, quizá —dijo Susana.
—No. Los fantasmas no roban dagas, Y menos ésas. No eran legítimas, ¿saben? Las hicieron para mí en Nueva York, copiando unos modelos de la Sociedad Hispánica. Eso si, me costaron más que si hubiesen sido legitimas. El que las hizo me aseguró que su acero era cien veces mejor que el toledano.
Habían llegado ante una puerta al otro lado de la cual se oían unas risas apagadas por el grosor de la madera y la reciedumbre del muro. Dorchester abrió la puerta y las risas aumentaron de tono.
—Esa es Última —dijo el hombre, señalando a una niña que estaba jugando con dos jóvenes tan parecidas que Duke las identificó en seguida.
—Supongo que son Tercia y Quarta —dijo Susana.
—Si —respondió el señor Dorchester—. De pequeñas, para distinguirlas teníamos que bordarles un número en los trajes.
Habían cesado las risas y las dos mellizas miraban, risueñas, a los recién llegados. Junto a ellas una niña de cinco años vacilaba entre reír o fruncir el ceño.
—Última —dijo el señor Dorchester, cogiéndola en brazos—. Te presento a una persona muy importante. El señor Duke Straley. Y ésta es Susana, su esposa. Se han casado hoy y lo primero que han hecho ha sido venir a saludarte.
—¿Qué tal? —preguntó Última con aguda vocecilla y tendiendo una gordezuela mano a Duke.
—Muy bien.
—¿Qué tal, doña Susana? —preguntó la niña, tendiendo la otra mano a la esposa de Duke.
—Encantada de conocerte, Última —rió Susana—. ¿Me dejas que te coma a besos?
—No; porque me despeinarás, y no podré ir a la fiesta.
Tercia y Quarta se echaron a reír. El señor Dorchester preguntó:
—¿Verdad que es deliciosa?
—Monísima —dijo Susana—. Todas son a cuál más bonita.
—Ellas se parecen a su madre —dijo Bartlett, señalando con un ademán a las mellizas—. Pero ésta es igual que yo.
—¡Por Dios, papá! —exclamó Quarta—. Sería horrible que última se pareciese a ti.
—No veo por qué ha de ser horrible —replicó el señor Dorchester—. El que una hija se parezca a su padre no es ningún pecado.
—Desde luego, se parece a usted mucho más que ellas —dijo Duke.
—¿Lo veis? —replicó Bartlett, volviéndose hacia las mellizas—. Y eso lo dice el hombre que tiene fama de ser un fisonomista formidable.
—Es cortesía —dijo Tercia.
—¿Por qué no vais en busca de vuestros novios? —preguntó el señor Dorchester.
—Porque no han llegado aún, papá —contestó Tercia—. Además, Última nos llamó. Ya sabes que la institutriz se marchó después de lo ocurrido.
—Claro… —el dueño de la casa se pellizcó el labio inferior—. ¡Qué contrariedad! ¡Asustarse de unas sombras…!
—Cuatro sombras que estuvieron a punto de estrangularla —dijo Quarta. Luego agregó—: Supongo que podemos hablar de eso delante del señor.
—Supongo que sí.
—¿Qué sucedió? —preguntó Susana—. ¿Quisieron estrangular a una institutriz?
—Sí —replicó el señor Dorchester—. Era una institutriz insoportable. Una inglesa de esas que parecen hechas con el mango de una escoba y unas puntillas de sabe Dios cuándo. A veces yo hubiera querido ser fantasma para estrangularla, y por lo visto ellos me oyeron y quisieron ahorrarme el trabajo. La acorralaron entre los cuatro en un rincón, del pasillo que da a las almenas. Ella les había oído llegar, y como estaba segura que en América no puede haber fantasmas, echó mano a un Webly Scott del cuarenta y cuatro y salió a plantarles cara. Ellos se rieron de ella y la mujer se ofendió, les soltó los seis tiros del revólver y no consiguió más que estropear una pared. Entonces los fantasmas le echaron mano al cuello y la sacudieron como si fuese una gallina desplumada. Al fin, la dejaron medio ahogada y hecha una lástima. Realmente no les guardo rencor por ello. Cuando volvió en sí, la institutriz estaba con un ataque de nervios. Pasó dos días en cama bebiendo ron. Yo le dije que ya había podido comprobar que también en América hay fantasmas. Ella replicó que eran unos odiosos fantasmas mal educados. Ningún fantasma europeo hubiese faltado al respeto a una señorita. Cosas así sólo pueden ocurrir en un país salvaje. Creo que ayer escapó de madrugada.
—¡Pobre miss Hopkins! —rió Tercia.
—También tenía muy buenas cualidades.
—¿De veras disparó contra los fantasmas? —preguntó Duke.
—Sí —contestó el señor Dorchester—. De momento, al oír el tiroteo creímos que nos había caído encima una división de paracaidistas germanos. Yo me armé con uno de nuestros rifles automáticos y salí a probarlo; pero no encontré más que a la señorita Hopkins abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua. No podía decir más que «plap, plap, plap».
El señor Dorchester consultó su reloj de pulsera.
—Si han de marcharse háganlo en seguida —dijo—. Llegarán tarde a la fiesta.
Duke y Susana se despidieron de las dos mellizas y de la pequeña y luego se dirigieron hacia la escalinata. Cuando llegaban ante la puerta del cuarto de Ofelia Dorchester una ahogada explosión resonó fuera del castillo.
—¿Qué ha sido? —preguntó Susana—. ¿Los fantasmas?
—Tal vez.
Abrióse la puerta del cuarto de Ofelia y ésta fue hacia ellos.
—¿Qué ha sido? —preguntó—. Esa explosión…
—Ahora lo averiguaremos —dijo Duke—. Quédate aquí, Susana.
Sin esperar las protestas de su mujer, Duke descendió por la escalinata y salió por la puerta principal. Del garaje donde había dejado su coche salía una nube de humo. Duke entró en el amplio garaje y vio que del interior de su coche seguía brotando humo. Fue hacia él y una simple ojeada le permitió apreciar el daño causado por la explosión. El receptor transmisor de radio había sido destruido con una pequeña carga de picrinita. Sin duda la misma que había desaparecido del cajón de la mesita de noche.
—¿Qué ha pasado? —preguntó desde la puerta del garaje, Robert Ince, esforzándose por ver quién estaba en él.
—Una avería en mi coche —explicó Duke.
—¡Ah! ¿Es usted, señor Straley? —Ince avanzó hacia el millonario—. ¿Qué hicieron? ¡Oh! ¡Lástima de coche! ¿Está muy estropeado?
—La parte eléctrica, nada más. Conectaron unos hilos con el reloj del cuadro y a las ocho en punto estalló una carga de picrinita en el transmisor de radio. Quizá temieron que pudiésemos avisar a la policía.
—La señora Dorchester nos ha dicho lo que quiere hacer —indicó Robert Ince Overton—. Usted debía ir a buscar a un juez de paz que nos casara a todos esta noche, ¿verdad?
—Sí. Pero sin mi auto…
—Utilice el mío, o mejor aún, vea si las averías de su auto son muy graves. Si pueden repararse en un garaje remólquelo con mi auto hasta el que se encarga de reparar los autos de los Dorchester. Tiene buenos mecánicos y elementos suficientes.
—Es una buena idea —admitió Duke—. ¿Quiere hacer el favor de avisar a mi mujer? Iremos juntos. Usted quédese a velar por su novia.
Duke repasó atentamente el «Meteoro Special». Con unos alambres de cobre y un poco de cinta aislante o esparadrapo podía reparar las principales averías del auto; pero cuando regresó Ince, Duke explicó:
—Hace falta un repaso de mecánico. A mí me faltan elementos. Vamos, Susana. Siéntate en nuestro coche y ve guiando. Los frenos funcionan y la dirección también. Yo iré en el auto del señor Ince. Te remolcaré. Ayúdeme a atar una cuerda, Ince —pidió al joven—. Y dígame cuál es su auto.
Ince señaló un R. I. O. modelo 1940.
—Aunque no se pueda comparar al suyo también es un buen auto —dijo.
Ataron una cuerda a la trasera del R, I. O. y al parachoques del «Meteoro». Duke se sentó al volante del auto de Ince y después de recomendar vigilancia, salió del garaje remolcando al pesado «Meteoro Special».
El castillo de Barba Azul recortaba su anacrónica silueta hispano-mejicana en aquel paraje ribereño del yanqui-holandés Hudson. No era un castillo bonito ni mucho menos. Carecía de la severa grandeza de las fortalezas medievales y estaba completamente desplazado en aquel húmedo ambiente. En la selva tropical o en las secas parameras mejicanas habría tenido otro aspecto. Sus cuatro torres eran cuadradas y sus almenas eran más de adorno que de utilidad. No era un castillo destinado a resistir los ataques de los piratas británicos, holandeses o franceses, como los del golfo de Méjico. En realidad, era una gran casa solariega a la cual se habían aplicado unas torres y unas almenas. Duke se dijo que aquellas torres debían de ser más que guerreras una especie de sostén de las paredes en caso de terremoto. El castillo tenía planta baja y un piso, desde el cual se llegaba a las almenas. Las cuatro torres tenían un piso más y se elevaban cuatro metros por encima de la almenada azotea.
Tomando el camino del acantilado, Duke aceleró la marcha del auto que conducía. Tras él oyó a Susana batallar por poner en marcha el «Meteoro». No pudo conseguirlo con la batería; pero al fin lo logró sin ella, gracias a la velocidad a que marchaba el R. I. O.
—¡Ya funciona! —gritó.
—Ya lo sabía —replicó Duke—. ¡Páralo! No armes tanto ruido.
Susana obedeció de mala gana. Los dos coches ascendieron uno tras otro por la carretera del acantilado. Al llegar a la cumbre Duke frenó, descendiendo del R. I. O. y acercóse al despeñadero. Susana se reunió con él.
—¿Por aquí debían haber caído? —preguntó.
—Sí.
—Se habrían llevado una desagradable impresión.
—¡Qué locuacidad!
—No.
—¿Puedo preguntarte en qué piensas?
—Sí.
—¿En qué piensas?
—No.
—¿No quieres contestar?
—No.
—A pesar de que te lo pregunto…
—Vamos. Todo esto es muy interesante; pero me interesa mucho más hablar con el mecánico.
—Esta respuesta la escribiré en mi diario —dijo Susana—. Pasarán los años y algún día nuestra hija querrá saber lo que hicieron y dijeron sus padres en la primera noche de casados. Y leerá, horrorizada, que tú preferiste hablar con un mecánico antes que contestar a mis preguntas.
—Susana… —Duke cerró los puños—. ¡Susana!
—No chilles, que ya te oigo.
—Susana —dijo en voz, baja Duke—. Debes tener en cuenta una cosa muy importante. Esta noche va a ocurrir algo gravísimo.
—Ya lo sé. Eso mismo le dijo su madre a una amiga mía en la mañana de su boda.
—No bromees. Te digo que es grave; no te engaño. Cuatro personas corren riesgo de muerte en ese endiablado castillo.
—¿La señora Dorchester y sus hijas?
—Sí. Pero no todas las hijas. Sólo tres o cuatro. Si ha ocurrido lo que imagino, son cuatro las que peligran. Si no ha ocurrido aún sólo peligran tres.
—Entonces… ¿lo ves ya todo claro?
—Si y no. Es como ver un pez en el agua. Se ve claro pero lo difícil es pescarlo sin caña, anzuelo ni cebo.
—Yo sospecho del señor Dorchester. Tiene cara de gangster. Es de esos que se ríen, se ríen y mientras tanto te están apuntando con una pistola por debajo de la mesa. Y cuando ya se han reído bastante disparan, te matan y la cosa les hace tanta gracia que se desternillan de risa.
—Eso lo has visto en el cine. Esos tipos risueños sólo existen en Hollywood. Son gangsters de guardarropía. Los de vedad son sucios, desagradables, no saben reír y huelen pésimamente.
—No te creo.
—Pues siéntate otra vez frente al volante y sigamos hacia el garaje. Tengo ganas de hablar con el mecánico que reparó el «Mercedes».