Capítulo 4

EL SILENCIO DE UN MECÁNICO

En la estación de servicio les recibió el encargado.

—¿Dónde encontraron ese trasatlántico? —preguntó, señalando el «Meteoro Special»—. No había visto nunca una cosa así. ¿Son artistas de cine?

—Yo sí —dijo Susana. Señalando a Duke, agregó—: Él es mi secretario, pero no lo diga a nadie. Si los periódicos se enterasen… Ya sabe lo que le sucedió a Clarita Bow. Creyó que vivía en un país libre donde una mujer puede tener los amantes que le dé la gana; pero alguien publicó su diario en un periódico y toda la nación demostró a Clarita que una actriz de cine puede ser muy mala en el cine; pero no tiene derecho a vivir su vida íntima como a ella se le antoje. ¿Usted no encuentra eso muy mal? En otros países se meten en la vida pública de uno; pero en cambio le dejan para él su vida privada.

—Yo, señora, no entiendo… —replicó él.

—Pues yo se lo explicaré —dijo Susana al mecánico—. Mi secretario le podría contar el caso de Johnnie Seis Dedos. ¿Le recuerda? Siempre hacía de malo. Había intervenido en cien películas y había dado muerte delante del público a cuarenta y tres guardias, a once agentes federales, a siete mujeres, a treinta pistoleros rivales, a un sacerdote que le quería enseñar el buen camino y hasta a un ciego que le pedía que le ayudase a cruzar la calle. Lo mató para robarle cinco centavos. Y dijo con una sonrisa de chacal: «Sí, hombre, sí. Te ayudaré a cruzar la calle y algo más». Y lo mandó al cielo de un tiro en el vientre.

—Susana, hemos venido… —empezó Duke.

—Ya termino, ya —dijo Susana—. Además, a este simpático joven le interesa mucho mi historia, ¿verdad?

El mecánico, que la escuchaba embobado, asintió con la cabeza.

—¿Qué ocurrió? —preguntó luego.

—Un día se peleó con un amigo que jugaba al póker con cartas marcadas. Como esto ya le había ocurrido doce veces en Hollywood, la fuerza de la costumbre le hizo reaccionar como se reacciona en la pantalla. Echó mano al revólver y pam, pam, pam, pam, pam, pam, le metió seis tiros en el cuerpo. El amigo cayó hecho un guiñapo y Seis Dedos le dijo, como si el pobre pudiera oírle: «Esto te enseñará a vivir decentemente». Se metió el revólver en el bolsillo y luego se volvió hacia donde tenía que estar la cámara. Al no verla quedó sorprendido. ¡Caray! Aquello no era una escena. ¿A ver si había matado de verdad a su amigo? ¡Claro que lo había matado de verdad! ¡Pobre Seis Dedos! Se echó a llorar y llamó a la policía. Quiso explicar que se había confundido, pero nadie quiso creerle. Su horrible cara apareció en todos los periódicos. Nadie se extrañó de lo ocurrido. Hacía demasiado bien el malo para que no fuese malo de veras. Lo condenaron a la silla eléctrica y al mismo tiempo que lo quemaban a él quemaron todas sus películas. ¡Así terminó Johnnie Seis Dedos! Le habían tolerado doscientos asesinatos en beneficio del público, y una vez que mató por error o en beneficio suyo, en vez de ser comprensivos y darle unas palmaditas en la espalda, aconsejándole que no volviera a ser malo fuera del cine, lo condenaron a muerte.

—¡Qué horror! ¿Y todo ocurrió así?

—Tal como se lo cuento —aseguró Susana—. Fue una película magnifica. Todos lloraron. Hasta el director de la cárcel tenía un nudo en la garganta cuando en la escena final ordenó que diesen la corriente a la silla.

—Pero… ¿No ha dicho usted que fue verdad?

—Una película magnifica —dijo Susana, como abstraída en su recuerdo—. La hicimos en mil novecientos dieciséis. ¡Qué joven era yo entonces! ¿Te acuerdas, Duke? Sólo veintiséis años. ¡Veintiséis divinas primaveras!

El mecánico miró estupefacto a Susana.

—¿Usted tenía veintiséis años el año dieciséis?

—Sí —susurró la joven—. Veintiséis años divinos, ingenuos, llenos de ilusiones y anhelos. ¡No volverán!

—Pero… ¿Cuántos… tiene ahora?

Susana le dirigió una mirada de reproche.

—¡Por favor! —pidió—. No tengo ni uno más de los que represento. Veintiuno. El artista, ha recibido de Dios el don de ser cada año un año más joven. El arte no envejece. Los años de arte no pesan como losas de granito. Son como pompas de jabón que la elevan a una hacia el cielo de mayo.

—Yo no recuerdo haberla visto nunca en el cine —dijo el mecánico, que empezaba ya a sospechar que se burlaban de él.

—Será que no frecuentamos los mismos locales —replicó Susana—. ¿Quiere contarme lo que le pasó a Mercedes?

—¿Qué Mercedes?

—La que perdió la dirección.

—¿Qué dirección? ¡Señora…!

—Señorita, simpático joven. Las actrices de cine, aunque tengan nietos, son señoritas.

—¿Tiene usted nietos?

—¿A los veintiún años?

—Pero usted ha dicho que tenía cincuenta. Y luego habla de una dirección que perdió Mercedes

—No es que la perdiese —intervino Duke—. Es que se rompió.

—Miren, señores, si quieren burlarse de mí…

El mecánico se atragantó al ver que Duke se llevaba la mano al sobaco y extraía de él una pistola del tamaño de un cañón de costa, por lo menos.

—¡Eh…! Pero… ¿Es que van a atracar… me?

—¡Qué cosas tan graciosas dice este simpático joven! —exclamó Susana—. Si le has de matar no le hagas sufrir mucho; pobrecito. Simpatizo con él. Le das en el corazón y ni advertirá que ya no está vivo.

—¿Qué le pasó a aquel «Mercedes-Benz» que reparaste el otro día? —preguntó Duke, adoptando una expresión muy de gangster cinematográfico.

El mecánico se esforzaba tanto por tragar saliva que daba la impresión de que trataba de tragarse una de las mangas de poner bencina.

—No le hagas sufrir más —aconsejó Susana—. ¿No ves que no puede hablar? ¿Para qué sirve un hombre mudo? Es horrible. Toda su vida moviendo las manos para hacerse entender. Es mejor que sufra durante un segundo a que sufra durante treinta años.

—¡Señorita! —gritó el mecánico, lanzando el nombre como si fuese una bala—. Si quieren dinero, en la caja hay doce dólares.

—Quiero saber qué averías tenía el «Mercedes-Benz» de la señorita Dorchester —dijo Duke.

—Ni… ni… ninguna —logró decir el mecánico—. La rueda derecha algo floja y una abolladura en el guardabarros izquierdo. Lo arreglé en dos horas.

—Pues a ti te arreglaré en dos minutos si no dices en seguida la verdad —amenazó Duke—. La poli anda con intenciones de cargarme a mí el mochuelo, y si tú cantas el otro cuento de la dirección estropeada con ácido, me van a enchiquerar por diez años. Mi socio dice que te dio mucha pasta para que contases lo de la rueda floja…

—A mí nadie me ha dado nada —gimió el mecánico—. No sé quién es su socio…

—Uno que vive en ese castillo de cartón piedra de los Dorchester. ¿Vino o no vino?

—No.

—Di la verdad. ¿Te dieron pasta o no?

—No.

—Eso le va a costar la vida a Bobby «Pelos Revueltos» —dijo Duke.

—¡No, pobre Bobby! —protestó Susana, comprendiendo lo que perseguía su marido—. Estoy segura de que el untó bien a ese canario engrasado —y Susana golpeó con el dedo el amarillo sobretodo del mecánico—. ¿No ves como hasta sabiendo que estamos en el secreto se porta como si le hablara la policía?

—¿Cuánto te dio Bob? —gritó Duke. Y dirigiéndose a Susana, agregó—: Y tú habla cuando yo te lo mande. Estoy seguro de que Bob me ha birlado parte de los tres billetes grandes que le di para que pusiese un bozal a éste.

La estratagema fracasó.

—Nadie me ha dado nada —repitió el mecánico—. El coche de la señorita Dorchester sólo tenía una rueda floja.

Duke cambió de táctica. Sacó un fajo de billetes y lo agitó ante el rostro del mecánico.

—Tres mil pavos si dices la verdad. ¿Qué tenía el «Mercedes»?

—Si quiere le diré que tenía la dirección rota; pero no es verdad.

—Está bien —dijo Duke—. Veo que eres terco. Lo lamento por ti más que por mí. Al fin y al cabo he despachado a tantos… Si te gusta rezar puedes hacerlo. Dispones de un minuto.

—Apunta bien, Duke —aconsejó Susana—. No me gusta verles patalear, morder la tierra, arañarla. ¡Oh, no! Es más agradable verles quedar quietecitos, como en las películas.

La aparición de un coche en la carretera llevó al ánimo del mecánico un rayo de esperanza. El auto llegaba a gran velocidad y sus faros iluminaban de lleno la Estación de Servicio. Dando un salto de conejo asustado, el mecánico se separó de Duke y corrió hacia el coche, agitando las manos y pidiendo socorro.

Duke lanzó una furiosa imprecación. Todo había fallado.

Se oyó el gemir de los frenos del auto y, bruscamente, la noche se llenó de lengüetadas de fuego. Pareció como si una legión de gusanos de luz voladores se precipitara sobre el mecánico, al mismo tiempo que el plof-plof de una ametralladora provista de silenciador se unía al siseo de las balas trazadoras.

El mecánico se dobló hacia delante y cayó hecho un ovillo. El que disparaba desde el auto parado dirigió el fuego de su ametralladora hacia donde estaban Duke y Susana. Ésta se sintió tirada contra el «Meteoro» por la recia mano de su marido, que la siguió al instante. A la vez sonó una sorda explosión. Las balas trazadoras habían alcanzado el surtidor de gasolina y sus llamas prendieron en la bencina, que empezó a correr, inflamada, por el suelo, hacia el coche de Ince y el de Duke. Éste disparó tres veces, a ciegas, a través de las humeantes lenguas de fuego, contra el auto desde el que partían las ráfagas de ametralladora, y luego para salvar a su coche dirigió sus tiros contra la cuerda que lo sujetaba al de Ince. Abrió la portezuela y obligó a Susana a que se metiera dentro. Él hizo lo mismo, quitó los frenos y dejó que el coche marchara hacia atrás por la pendiente que llevaba a la carretera del acantilado. Hasta que el vehículo adquiriese más velocidad no sería posible ponerlo en marcha.

El otro auto también se había puesto en marcha. Las llamas del incendio de la Estación de Servicio iluminaron vagamente al ocupante del vehículo. Duke y Susana vieron a un encapuchado cuya figura quedaba velada por los pliegues de una larga y amplia túnica rojiza.

—Un fantasma —jadeó Susana—; pero muy modernizado. Usa auto y ametralladora.

Duke fue a bajar el cristal de la ventanilla más próxima para intentar un tiro contra el fantasma; pero como si éste leyera sus intenciones, dirigió contra él la ametralladora y los tres cristales blindados de aquel lado de la carrocería del «Meteoro Special» quedaron marcados por el impacto de doce proyectiles que si no consiguieron atravesarlos dejaron, en cambio, una clara huella de su paso.

El otro auto aceleró su velocidad y desapareció por el mismo camino por donde había venido.

—¡Y este coche no se pone en marcha! —rugió Duke mientras el «Meteoro» se alejaba lentamente del incendiado garaje y surtidor de gasolina, frente al cual se estaba consumiendo también el R. I. O. de Ince.

—Cuando les cuente a mis hijas cómo pasó su madre su primera noche de bodas van a sacar una penosa impresión de nuestro siglo veinte —gimió Susana, desde su asiento—. Estoy segura de que ni la esposa de Atila pasó tantos apuros como yo.

Duke, sin hacer caso de su mujer, abrió la portezuela y corrió hacia donde yacía el cuerpo del mecánico. En seguida advirtió que estaba muerto y que no podía decirle nada de lo que él había querido averiguar. Lo arrastró hacia el centro de la carretera, lo más lejos posible de las llamas. Iba a regresar hacia el auto cuando su mirada tropezó con una libreta caída en el suelo, cerca de donde había estado el cadáver del mecánico. Duke la recogió y volvió a la carrera hacia su auto. Ayudado por Susana logró hacerle dar la vuelta y sentándose al volante lo dejó marchar poco a poco, por la imperceptible pendiente, hacia la carretera que descendía desde lo alto del acantilado.

De un departamento sacó una linterna eléctrica y pidió a Susana que le alumbrase con ella. Cogió la libreta que había encontrado en el suelo. Era de una caja de ahorros popular y estaba extendida a nombre de Michael O’Connell. Contenía ingresos periódicos de cinco dólares y algunas extracciones de veinte. Duke fue hojeándola hasta que llegó a la última imposición. Al leer su importancia lanzó un silbido.

—¡Diez mil! —exclamó, tas él, Susana—. ¡No me extraña que no quisiera hablar! ¡Menudo tapón le metieron en la boca!

—Además se la han precintado con plomo —dijo Duke.

—¡Pobre hombre! —suspiró Susana—. Quizá hice mal en bromear tanto con él.

Duke encogió los hombros.

—De todas maneras estaba sentenciado a muerte. Estamos metidos en un juego de millones. Por mucho menos se roba y se asesina.

Susana bostezó.

—Dame un cigarrillo —pidió—. Estaba dispuesta a conservar un aliento puro y limpio; pero entre tantos tiros, tantas explosiones, tantos incendios y tanta sangre, ya no sé si me he casado con un caballero de Nueva York o con uno de esos conductores de tanques que se pasean por Francia. Seguro que ellos viven más tranquilos que nosotros. Tienen bombas, balas fuego y sangre; pero al menos no tienen que vérselas con fantasmas espeluznantes.

La súbita puesta en marcha del motor del auto ahogó la respuesta de Duke, que lanzó su «Meteoro Special» carretera abajo en un intento que sabía inútil para alcanzar al coche fantasma con ametralladora.