Capítulo 1

INVITACIÓN A LUNA DE MIEL

Susana Straley miró a su marido. Duke Straley miró a su esposa. Los dos sonrieron.

—Estamos casados —dijo Duke.

Susana sonrió.

—¿No dices nada? —preguntó Duke.

—Nunca hubiera creído que los recién casados se portaran tan estúpidamente —musitó Susana—. Parecemos dos pasmarotes.

—Deberíamos decir que por fin estamos solos.

Butler, el mayordomo de Duke, llamó a la puerta del salón.

—No estamos solos —suspiró Susana.

—Entra —ordenó Duke.

Butler entró en la estancia.

—Una señora desea verle, señor —dijo a Duke.

Éste hizo un gesto de disgusto.

—Debiste decirle que no estábamos en casa.

—Se lo dije, señor; pero la señora insiste en verle. Está muy pálida y nerviosa.

—Insiste en que no estamos en casa.

—Debe de ser alguna periodista en busca de un reportaje —dijo Susana.

—Si la señora me lo permite, le indicaré que no debe de tratarse de una periodista —dijo Butler—. Usa zapatos de piel de lagarto, monedero de la misma piel, un traje Balenciaga y un solitario que debe valer veinte mil dólares. Ni en este país da el periodismo para tanto.

—A pesar de todo no estamos —insistió Duke—. Nos acabamos de casar y tenemos derecho a estar solos. ¡Échala de casa!

—¿Y si no quiere salir?

—Agárrala por el cabello y sácala del vestíbulo aunque sea a rastras —dijo Susana.

Butler le dirigió una mirada de ofendida dignidad.

—Perdón, señora —protestó—. Hay cosas que un caballero no puede hacer con una dama… a menos que sea su esposa.

Duke sonrió como sólo lo sabe hacer Stan Laurel. Susana le fulminó con la mirada.

—Será mejor que la entretengas un ratito —se apresuró a aconsejar Duke—. Mientras hablas con ella saldremos por la puerta lateral y nos iremos en el auto. Dile que estamos cambiando de ropa para marchar de viaje y que tardaremos veinte minutos en poder recibirla. ¿Te ha dicho su nombre?

—Sí. Ofelia Dorchester.

Duke lanzó un silbido.

—¡Caray! —exclamó—. La última de los Barrio, de California. La llaman Diamantes Dorchester. Cuatro millones en brillantes y otras piedras preciosas.

—¿Es una de Barrio? —preguntó Susana—. ¿Los famosos de Barrio del petróleo?

—Sí. Todos los de Barrio ganaron millones. Y todos murieron de manera que Ofelia les heredara. Sin descendencia directa.

—¿Le digo que la recibirá? —preguntó Butler.

—No, no. Estoy recién casado. Hace dos horas que nos unieron para siempre, y no quiero que una mujer, aunque sea una de Barrio, empiece a separarnos.

—¿Estás seguro, Butler, de que viste un modelo Balenciaga? —preguntó Susana.

—Si, señora. Se trata de un modelo que importó de San Sebastián la casa Dorothea. Lo vi fotografiado en el Country-Life.

—Yo debía haberme casado con un modelo así —suspiró Susana.

—Haz lo que te he dicho —ordenó Duke a su mayordomo—. Que espere y, entretanto, nosotros escaparemos —suspirando, agregó—: Me habría gustado pasar la luna de miel en mi casa.

Butler salió del salón.

—Me alegro de que no pasemos la luna de miel en esta casa. Está tan llena de cables eléctricos, de trampas y de peligro, que sería como vivir en un polvorín alumbrado con velas —comentó Susana.

—Sin embargo… ¿Adónde iremos?

—A Londres. Con todos sus bombardeos es un sitio más seguro que esta casa.

—Susana… No pienso cambiar de vida —previno Duke.

—Ya lo sé —sonrió amargamente Susana—. Vivirás haciendo el sabueso hasta que te mueras, y entonces subirás al cielo, echarás a San Pedro de la puerta, y te dedicarás a investigar las culpas de los que vayan llegando detrás de ti. Si hasta ahora entraban pocos en el Paraíso, en adelante entrarán muchos menos, y puede que salgan unos cuantos de los que entraron disimulando sus pecadillos.

—Vamos —dijo Duke, cogiendo del brazo a su mujer—. Acabamos de casarnos y no es lógico que nos peleemos antes de una semana.

—Yo luciría mucho con un modelo Balenciaga. Hace furor…

—Te compraré tres; pero vamos. No hagas ruido. No nos vaya a oír la señora de Barrio, quiero decir de Dorchester.

Salieron por la puerta lateral e inclinándose para que sus cabezas quedaran bajo el nivel visual de las ventanas que daban al salón, llegaron, conteniendo la risa, al auto de Duke, estacionado frente a la puerta de la casa. Al poner el pie en el estribo, Duke lanzó una imprecación que Susana no le conocía.

—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.

Por toda respuesta, Duke señaló con el dedo índice de la mano derecha la rueda delantera del auto y con el índice de la mano izquierda la trasera. Las dos estaban desinfladas y las cubiertas completamente planas.

—¡Oh! —exclamó Susana—. ¡Qué horror! ¿Cómo ha podido ocurrir?

—Si alguien tuviera la culpa de esto le daría en las narices con tanta fuerza que se las sacaría por la nuca.

—La culpa es mía, señor Straley —dijo una voz de mujer detrás de Duke y Susana.

Éstos se volvieron, descubriendo en el umbral de la puerta de la casa a una mujer de unos cuarenta y cinco años, morena, de tez ligeramente bronceada, de cuerpo muy esbelto y vestida con un traje que Susana calificó en seguida de «una delicia».

—¿De usted? —preguntó Duke.

—Sí… Yo extraje el aire de los neumáticos. Lo hice antes de entrar en la casa. Temí que mientras yo entraba usted saliera y me tomé la libertad… Me disculpa, ¿verdad?

Por muy fea que sea una mujer deja de serlo en cuanto se viste un modelo de Balenciaga. ¡Y más aquel modelo! Y mucho más en el caso de la señora Dorchester, que a los cuarenta y cuatro años conservaba un sólido recuerdo de la belleza de sus dieciocho primaveras.

—Creo que tendré que atenderla —sonrió Duke.

—Yo se lo agradeceré mucho —respondió la mujer—. No es necesario que entremos en su casa.

Duke conectó el inflador automático de las cámaras a las dos ruedas y puso en marcha el motor. Cuando los neumáticos tuvieron la suficiente presión retiró los tubos de aire y abriendo la portezuela delantera de su «Meteoro Special» de 120 caballos de fuerza, acomodóse frente al volante. Susana se sentó a su lado y la señora Dorchester lo hizo junto a ella. Aún sobraba espacio para otra persona, además de las que cabían en el resto del vehículo. Éste era de fabricación especial y aparte de un sólido blindaje que iba desde las cámaras hasta los cristales, poseía una serie de detalles y características que lo alejaban de los autos corrientes tanto como lo acercaban a los aviones ultramodernos. Su velocidad era desconocida, ya que Duke aún no había llegado al límite. La gasolina entraba a presión y en cinco segundos el auto alcanzaba los doscientos kilómetros por hora. En cuanto a los frenos eran de una eficacia tan grande que el coche quedaba como si hubiese echado raíces en el suelo. La emisora receptora de radio, la refrigeración y calefacción, la pequeña nevera para conservar bebidas y comida, el emisor receptor de ondas que frenaba automáticamente el coche si surgía ante él un inesperado obstáculo, el aparato lanzahumos, para cubrir una posible fuga, y las dos ametralladoras ocultas en el motor y que disparaban a través de dos pequeños agujeros del radiador, controlados por el aparato emisor de ondas, no eran más que unos pocos de los maravillosos detalles de aquel coche casi único…

—¿Tiene que ir a algún sitio determinado, señora Dorchester? —preguntó Duke.

—¿Por qué lo pregunta? —inquirió, suspicazmente, la mujer.

—Para llevarla a ese sitio —contestó Duke.

—Sí —musitó Ofelia Dorchester—. Debo ira un sitio… Vaya hacia Broadway y luego siga hacia arriba. Ya le diré dónde ha de parar.

—Supongo que será dentro de los límites de Nueva York —dijo Susana. Y agregó, lánguidamente—: Estamos en Luna de Miel.

—Mi castillo sería un lugar ideal para esa luna de miel —indicó Ofelia.

—¿El castillo de Barba Azul? —preguntó Duke.

Ofelia Dorchester asintió.

—Es un hermoso castillo —dijo.

—Un trozo del romántico ayer transplantado en el prosaico presente —musitó Duke, repitiendo la frase de un informador gráfico—. ¿Le importa que vayamos de prisa?

—Hasta salir de Nueva York, no; pero, luego tendremos necesidad de hablar —contestó la señora Dorchester—. Su atención se distraería.

Duke no respondió. A una suave presión de su pie, el motor rugió con la misma fuerza que si dentro de él se agitaran ciento veinte caballos de carne y hueso, luego arrancó suavemente; pero a los pocos segundos avanzaba como una centella en dirección a Broadway. Una sirena como las usadas por los autos patrulla de la policía actuaba como un invisible espolón que abría ancho camino al potente vehículo. Susana cogió unos cigarrillos del departamento donde se guardaban y ofreció uno a la señora Dorchester. Ésta la rechazó con una triste sonrisa. Susana encendió uno en el encendedor eléctrico del coche y lo colocó entre los labios de su marido. Luego encendió otro para ella.

El «Meteoro Special» continuó calle arriba, siempre con amplio espacio para él. Duke devolvía de cuando en cuando el saludo a algún policía que acababa de reconocerle. Por fin las casas se fueron haciendo más pequeñas, se transformaron luego en quintas y chalets y por fin en granjas. Duke redujo la marcha del vehículo y sin mirar a la señora Dorchester, preguntó:

—¿Qué le sucede? ¿Por qué tiene interés en que visitemos su castillo? ¿Qué ocurre en él?

—Fantasmas —respondió la interpelada.

—¿De verdad? —preguntó Duke.

—Sí.

—Quiero decir que si son fantasmas de carne y hueso o sólo son fantasmas de aire y niebla.

—Hasta ahora sólo han sido fantasmas en el sentido que se da generalmente a la palabra. Pero temo que pronto sea algo más.

—Hable usted claro, señora —pidió Duke—. Me acabo de casar y deseo dedicar los próximos días a disfrutar de mi boda. Sólo un motivo muy grave me haría retrasar mi luna de miel. ¿Qué teme?

—Temo ser asesinada; pero eso no tiene importancia.

Susana miró, desconcertada, a la mujer.

—¿Qué considera usted importante, pues? —preguntó.

—Temo por mis hijas. No porque les amenace ningún peligro; pero comprendo que después de mi muerte ellas pueden correr mis mismos riesgos.

—¿Y ésos riesgos proceden de las fantasmas? —preguntó Duke.

—Sí.

—¿Cuántos fantasmas son?

—Cuatro.

—¿Cuatro fantasmas? Ignoraba que los fantasmas aparecieran de cuatro en cuatro. ¿Por qué no nos cuenta su historia desde un principio?

—Detengámonos en la Posada del Emperador Guillermo. Este coche va tan de prisa que llegaríamos demasiado pronto a casa. Allí no me atrevo a hablar.

—Es lógico —dijo Susana—. ¡Estando tan rodeada de fantasmas…!

La señora Dorchester pasó por alto la ironía de Susana. Tal vez comprendió que la joven no podía sentirse muy satisfecha del camino que seguía su luna de miel. Duke redujo la velocidad del coche hasta detenerlo frente a una casa que se levantaba al borde de la carretera y cuya arquitectura de tipo bávaro era acentuada por dos grandes robles que sombreaban el espacio destinado a los clientes, una especie de plazoleta llena de mesas de madera cubiertas con manteles de vivos colores. Dejando el auto en el punto de aparcamiento, Duke descendió acompañado por su esposa y la señora Dorchester. Fueron hacia una mesa y sentáronse ante ella. Acudió a atenderles un grueso germano, que traía en su rubicundo rostro el buen humor que había extraído del periódico que acababa de dejar sobre otra mesa.

Mediaba junio de 1940 y el calor era lo bastante fuerte para que todos pidiesen cerveza fresca, rechazando las salchichas con mostaza y pastas saladas que el posadero les ofreció. La parquedad de sus clientes le borró un poco de su buen humor; pero al entregarle Duke cinco dólares indicando que guardase el cambio y que no les molestara con su presencia, el posadero recobró su bonachona sonrisa y regresó en busca del relato de lo que estaba ocurriendo en Francia.

—Ya puede empezar, señora —dijo Duke.

—¿Conoce usted mi historia? —preguntó la señora Dorchester.

—Lo que dice de usted el Quién es Quién y algo de lo que han contado los periódicos —explicó Duke—. Se casó usted con Simón Warrick, que puso en peligro su fortuna y de quien al fin se divorció casando por segunda vez con Bartlett Dorchester. Su primer matrimonio no tuvo fruto alguno. El segundo fue premiado con cinco hijas cuyos nombres son, permita que lo diga, algo extraordinarios.

La señora Dorchester inclinó la cabeza.

—Fue capricho de mi esposo; pero usted ignora algo más.

Duke sonrió.

—No —dijo—. Referente a usted sé dos cosas más; pero no he creído prudente desmentir a un tan famoso anuario como al Quién es Quién.

—¿Sabe lo de los otros dos? —preguntó Ofelia.

—Pedro Gonzaga y Renzo Coli, ¿no?

—Sí —musitó Ofelia.

Susana miró interrogadora a la mujer y a su marido.

—Al divorciarse de Warrick casó usted en secreto con Pedro Gonzaga, riquísimo argentino. La noche de su boda Gonzaga fue asesinado. Eso ocurrió en Buenos Aires y la Prensa fue prudente y discreta. Nadie se enteró de nada. La policía argentina persiguió a Simón Warrick hasta la frontera. No pudo alcanzarle y transmitió un informe reservado a la policía de Nueva York. Usted marchó a Italia. Tenía diecinueve años y un corazón muy romántico. Conoció en Venecia a Renzo Coli, fabricante de los automóviles Reco. La guerra le estaba convirtiendo en millonario, y también en romántico. Se casaron y el cortejo nupcial embarcó en una góndola. Llegaron al Palacio Giaccomini, adquirido por el señor Coli. Usted entró en su cuarto para cambiar de ropa. Renzo pasó al suyo. Aunque usted se desvistió y volvió a vestir con la lentitud forzada por la costumbre y por los trajes de la época, estuvo lista antes que su marido. Cansada de esperar llamó a la puerta del cuarto de su esposo. No obtuvo respuesta. Entró en el aposento, seguida por algunos invitados y encontraron a su marido con una daga española clavada en el corazón. La daga procedía de una de las panoplias que adornaban el palacio. Faltaba un invitado. La policía averiguó que Simón Warrick, bajo nombre supuesto, había entrado en Italia. Por tratarse de la muerte de un industrial que desempeñaba un importante papel en los suministros guerreros, la muerte se guardó secreta, por miedo a que la gente la achacara a los espías austriacos. Se movilizó toda la policía y el servicio de contraespionaje; pero Simón Warrick no pudo ser hallado. Pasaron dos años. Usted seguía en Italia, al frente de la fábrica de su marido. Él la había nombrado heredera absoluta de sus bienes, y entre los autos Reco y la carne congelada argentina que le llegaba de los frigoríficos heredados de su segundo marido hizo usted una gran fortuna, acrecentada por el petróleo de sus pozos y los que iba heredando. Un día fue avisada por la policía de que había sido hallado el cadáver de un hombre cuyas señas personales correspondían a las de Simon Warrick. Le pidieron detalles complementarios. Usted los dio. Warrick tenía una peca bajo la planta del pie izquierdo. Se examinó el pie izquierdo del cadáver y apareció la peca. Luego usted identificó el cuerpo. Éste había sido encontrado en una cloaca de Roma, medio devorado por las ratas. Presentaba señales inconfundibles de haber muerto apuñalado por la espalda. ¿No ocurrió así?

—Es cierto —asintió Ofelia—. Luego conocí a Bartlett…

—Él le compró la fábrica de automóviles Reco.

—Sí. La fábrica producía especialmente camiones para el ejército. A principios del dieciocho se veía próximo el final de la guerra y se temía que al llegar la paz los precios de venta de los autos bajaran verticalmente. Bartlett Dorchester estaba en Roma y ofreció comprar mi fábrica. Se la vendí en muy buenas condiciones. Por curiosidad le pregunté luego si pensaba ampliarla. Me dijo que no. Agregó que esperaba una reacción alemana y que entonces seria llegado el momento de sacar partido de la fábrica. No le entendí; pero entonces se produjo la última ofensiva alemana. Pasaron varios días y semanas y todos creíamos que los alemanes aún podrían ganar la guerra o, por lo menos, alargarla un par de años más. Bartlett vendió, entonces la fábrica Reco, con un beneficio de medio millón de dólares sobre lo que me había pagado. La fábrica había recibido nuevos pedidos del Gobierno y quienes la compraron creyeron haber hecho un buen negocio hasta que empezó la contraofensiva aliada y todo se derrumbó.

—Y usted se casó con Bartlett Dorchester —dijo Duke.

—Si. Y hemos sido muy felices. A mi fortuna se unió la de mis parientes, los Barrio. Todos se dedicaron al negocio del petróleo y a medida que fueron muriendo sin herederos directos, los pozos pasaron a mi poder. También recibí grandes sumas en concepto de seguros de vida. Todos mis maridos tenían extendidos importantes seguros de vida.

—Es raro que la policía no haya sospechado nunca de usted, señora —dijo Susana.

—¿Por qué? —preguntó la señora Dorchester—. ¿De qué iba a sospechar?

—De que usted los hubiera asesinado.

La señora Dorchester sonrió despectivamente.

—¿Qué ventajas iba yo a obtener matándolos? —preguntó.

—Ninguna —se apresuró a decir Duke—. Aunque en la familia Barrio no es nuevo que una mujer se haya dedicado a matar maridos.

La señora Barrio inclinó la cabeza.

—Es cierto —dijo—. Y por eso temo por mi vida. Hace unos doscientos años, doña Ana de Barrio vivía en Méjico, en nuestro castillo. Se casó cuatro veces y sus cuatro maridos murieron en circunstancias muy extrañas. El virrey ordenó una investigación; pero el investigador fue asaltado por unos bandoleros y murió. Envióse a otro investigador que pereció al volcarse la barca en que cruzaba el lago. Por fin el virrey en persona acudió al castillo. Como llevaba buena escolta no sufrió ningún accidente. Investigó. Era hombre muy religioso y el hecho de que doña Ana de Barrio estuviese haciendo levantar cuatro iglesias, en memoria de cada uno de sus cuatro maridos le causó un efecto muy bueno. No pudo creer en la culpabilidad de ella y pasó una semana en el castillo, antes de regresar a la ciudad de Méjico. Cada noche tuvo el mismo sueño o pesadilla. Veía aparecer a los pies de su cama cuatro fantasmas, o cuatro encapuchados. No les veía las caras; pero cada uno de ellos lucía sobre el pecho un número. Uno, dos, tres y cuatro. Hasta la última noche, los fantasmas no hablaron. Cuando lo hicieron fue para anunciar al virrey que los días de doña Ana estaban contados. Sólo quedaban cuatro. Y cuando la marca se cerrase, doña Ana moriría. Uno de los fantasmas trazó con un dedo, sobre la madera de la cama, una raya. Al despertar el virrey vio en su cama una raya trazada como con hierro candente. Aquel día debía regresar a Méjico; pero decidió prolongar su estancia hasta ver en qué paraba aquel sueño. Durante el día observó que doña Ana estaba pálida y ojerosa, como si no hubiese dormido. Al atardecer llegaron las campanas que se habían fundido para las cuatro iglesias. Se dejaron al pie de los campanarios respectivos y el virrey observó con el natural asombro que cada campana tenía en su bronce una raya como trazada con fuego. Era una raya horizontal, exacta en tamaño a la que había quedado grabada en el lecho del virrey. La misma raya la vio reproducida el virrey en distintos puntos de la casa. En las paredes de piedra, en la gran puerta de roble.

—¡Qué emocionante! —suspiró Susana.

—Prosiga —invitó Duke.

Ofelia Dorchester continuó:

—Aquella noche el virrey no vio en sueños a los cuatro fantasmas; pero a la mañana siguiente, al ir a ver la raya de su cama, descubrió que durante la noche se había agregado otra vertical, ligeramente inclinada hacia la derecha. El virrey examinó todos los puntos donde había visto la marca y la encontró aumentada en una raya. Incluso en las campanas. Doña Ana estuvo aquel día más pálida que el anterior y muy nerviosa. Daba continuamente prisa a todos para que se subieran las campanas al campanario, y se consagrasen las iglesias. Al tercer día la marca pareció aumentada en otra raya vertical ligeramente inclinada a la izquierda. Doña Ana pasó el día en las iglesias. Estaba demacradísima, no comió, y al llegar la noche hizo acudir a uno de los cuatro sacerdotes que se debían hacer cargo de las iglesias. Antes había extendido testamento a favor de sus hijos. Tenía uno de cada marido. El sacerdote pasó con ella varias horas. Cuando el virrey se disponía a acostarse, preguntándose si al día siguiente habría una cuarta marca, llamaron a su puerta y entró doña Ana con el sacerdote. La visita era sorprendente y, mucho más la confesión que hizo aquella mujer. Dijo que ella era, efectivamente, culpable de la muerte de sus cuatro maridos, que estaba dispuesta a sufrir los rigores de la justicia, pues el sacerdote con quien se había confesado no podía darle la absolución en tanto que ella no se mostrara dispuesta a sufrir el castigo que los hombres le destinaran. Se dijo dispuesta a marchar a Méjico e ingresar en una prisión y sufrir luego, incluso, la pena de muerte. También confesó haber hecho matar a los dos emisarios del virrey. Éste quedó muy aturdido y pidió a doña Ana que volviese a su habitación y no saliera de ella, debiendo considerarse arrestada. Doña Ana obedeció. Dos guardias quedaron junta a su puerta. El virrey tardó en dormirse; pero al fin lo consiguió. Soñó otra vez con los cuatro fantasmas y vio como el que lucía el número cuatro trazaba uno línea con el dedo. Desaparecieron los cuatro fantasmas y despertó el virrey, descubriendo que la marca había sido cerrada por una última línea. También vio que en cada una de las líneas habíase agregado un número. Así.

Ofelia Dorchester se inclinó hacia el suelo y con el dedo trazó esta figura:

—Inquieto por los extraordinarios sucesos, dirigiose a la habitación de doña Ana y preguntó a los centinelas si había ocurrido algo. Le dijeron que no. El virrey recorrió el castillo y encontró todas las marcas completadas y numeradas. Por ser de noche no subió a los cuatro campanarios; pero estaba seguro de que las campanas también estaban numeradas. Volvió al cuarto de doña Ana y, empujado por un súbito presentimiento, llamó con los nudillos a la puerta. Primero suavemente, luego con más energía; pero siempre con el mismo resultado negativo en lo que se refiere a contestación. Como no era lógico que una dama tuviese el sueño tan fuerte hizo que los centinelas forzaran la puerta. Apenas entraron en el cuarto de la dueña del castillo, alumbrado por una lamparilla de aceite, percibieron un denso olor a carne quemada. Se acercaron al lecho en que parecía reposar tranquilamente doña Ana y la encontraron muerta. Se había suicidado. Y no de una forma fácil. En el hogar agonizaba un gran fuego en cuyas llamas se había calentado al rojo uno de las atizadores. Con su punta la mujer se había marcado cuatro puntos en el pecho. Era la misma marca que el virrey había visto. Un punto sobre el corazón, otro sobre el seno derecho y otros dos sobre el estómago, luego, calentando también al rojo el acero de una daga española, se la había hundido en el corazón, junto al punto allí marcado.

—¡Vaya temple! —exclamó Susana—. Una cosa así no la hacen ni los japoneses.

—Quiso purgar su pecado —explicó Ofelia Dorchester—. Todo sufrimiento le parecía poco.

—¿Tiene eso algo que ver con lo que ocurre en su castillo? —preguntó Duke.

—Desde hace una semana todas las noches se me aparecen los cuatro fantasmas.

—¿Le dicen algo?

—Nada.

—¿Los ve en sueños?

—No. Estoy despierta.

—¿Y cómo es que los fantasmas que nacieron en Méjico se han trasladado a Nueva York, a orillas del Hudson? —preguntó Susana.

—Vinieron con el castillo —respondió la señora Dorchester.

—El castillo en que habita la señora es el mismo que habitaron durante varias generaciones los Barrio —explicó Duke a su esposa—. Los fantasmas les molestaban tanto que al fin casi todos emigraron a California, a raíz de la conquista de esa tierra, quedaron allí, hicieron fortuna con las pieles, con el oro, con las frutas y luego con el petróleo. Se decía de ellos que tenían un socio o sea un demonio que les informaba de lo que debían hacer y sobre todo de las tierras que debían comprar y cómo debían explotarlas. Cuando todos los Barrio se unieron para vender sus plantaciones de naranjos y ciruelos y con su producto compraron la mayor extensión de tierras malas, playas y otros terrenos inútiles, la gente se preguntó si estaban locos o su socio les había indicado un negocio fabuloso. Resultó lo último, y cuando empezaron a extraer petróleo el mundo quedó asombrado. Hoy toda esa riqueza está en las manos de la señora Dorchester, aparte de unos cuantos pozos que tienen unos primos. Al volver a América la señora —Duke indicó a Ofelia—, sintió el capricho de traer a Nueva York el castillo o palacio de los Barrio. Encargó a unos arquitectos que lo fuesen a buscar. Así lo hicieron y el castillo piedra a piedra y todas numeradas se trasladó de Cuatro Iglesias a las orillas del Hudson. El derribo y la reconstrucción costaron algo así como millón y medio de dólares.

—Fue capricho de mi marido —explicó Ofelia—. Quería que tuviéramos algo distinto y como poseíamos suficiente dinero para hacerlo…

—Eso es lo mismo que aquella película del fantasma que se fue al Oeste —dijo Susana.

—Con la diferencia de que mi caso no es una película —replicó la señora Dorchester.

Consultó su reloj y luego dijo:

—Debo volver a casa. Es muy tarde. Voy a pedirles un favor. Pasen cuatro días conmigo. En mi castillo. Se van a celebrar fiestas para celebrar el compromiso matrimonial de mis cuatro hijas mayores. Prima, Secunda, Tercia y Quarta.

—¿Cómo? —gritó Susana—. Pero ¿es que hay alguna mujer que se haya dejado bautizar con esos nombres o es una broma…?

—Se llaman así —dijo Duke—. Y la quinta se llama Última. Es la más pequeña.

—Sí —musitó la señora Dorchester, palideciendo sin motivo aparente—. La mayor tiene diecinueve años, la siguiente dieciocho, las otras dos son gemelas y tienen diecisiete años. Última tiene sólo cinco. Su nacimiento fue muy difícil y los médicos que me asistieron afirmaron que no podría tener ninguna hija más. Por eso la llamamos Última.

—Bien —sonrió Susana—. Hasta las cosas más extrañas resultan lógicas una vez se han explicado; pero lo de pasar cuatro días de luna de miel entre fantasmas…

—Es más divertido ene pasarlos con templando las cataratas del Niágara —sonrió Duke—. Más emocionante.

—¿Acepta? —preguntó, anhelante, la señora Dorchester.

—Claro. Pero explíquenos algo más.

—Ahora no. Esta noche. En el castillo. No quiero que Bartlett se entere de que he ido a visitarles.

—¿Cómo lo va a evitar?

—Diré que mi auto sufrió una avería y que ustedes me recogieron. Al llegar mi castillo el auto de ustedes sufrió otra avería y entonces yo les pedí que se quedaran a pasar la noche.

—Bien. Pero le prevengo, señora, que tal vez su relato no convenza a todo el mundo.

Ofelia miró a Duke.

—¿Por qué dice eso? —preguntó.

—Porque en aquella loma que domina el río hay alguien que se entretiene en mirar hacia aquí con ayuda de unos potentes prismáticos, en cuyos cristales se refleja el sol poniente —dijo Duke indicando con un movimiento de cabeza un montículo arbolado que se levantaba a más de trescientos metros de la posada.

Sólo sus manos traicionaron la emoción que experimentaba la señora Dorchester. Duke las vio contraerse bruscamente y luego, poco a poco, ir cediendo su tensión.

—Puede que sean unos cristales tirados allí —sugirió.

—En tal caso alguien se entretiene en moverlos —respondió Duke.

La señora Dorchester se llevó el puño derecho a los labios y lo mordió hasta hacerlo sangrar. El dolor la serenó ligeramente; pero con voz entrecortada murmuró:

—¡Dios mío! Ese hombre… Ya no sé qué hacer…

Si esperaba o temía que Duke le preguntara a quién se refería, debió quedar defraudada, pues levantándose, el aventurero millonario propuso:

—Marcharemos lo antes posible al castillo de Barba Azul.