Capítulo IX
En su juventud y sin saber exactamente por que lo hacía, Duke había aprendido el llamado boxeo francés. El «coup de sabate», o golpe dado con el pie, le había servido, en diversas ocasiones, para imponerse a adversarios mucho más fuertes que él y que luchaban sin atender a ninguna regla. Pero hasta aquel momento, a Duke no se le ocurrió que la técnica de boxeo francesa pudiera servirle para desarmar a un enemigo a quien no deseaba causar ningún daño pero que, por estar armado y dispuesto a emplear sus armas, resultaba muy peligroso.
En el momento en que Treva Malloy se disponía a disparar el viejo revólver, Duke echóse hacia la izquierda, cayó sobre esa mano y al mismo tiempo que todo su cuerpo giraba, descargaba un seco puntapié con el pie derecho a la mano de Treva, enviando el revólver sobre la cama describiendo un corto arco.
La secretaria tardó un segundo en comprender lo ocurrido, y cuando su cerebro transmitió la orden de que debía recuperar el revólver, éste se encontraba ya en manos de Duke.
Pero la capacidad de lucha no se había agotado en Treva Malloy. Con una energía inverosímil, precipitóse sobre Duke, ciega a todo lo que no fuese su odio. Pero Duke habíase enfrentado con enemigos mucho más peligrosos que aquella mujer. Sus fuertes manos se cerraron en torno de las muñecas de la mujer, que se debatió como fiera cogida en una trampa.
—No sea loca —recomendó Duke—. Serénese. Soy su amigo. He venido a contarle toda la verdad de la que usted cree saber una gran parte y sin embargo sólo conoce un poquitín.
Pero Treva Malloy no quería escuchar. Toda su fuerza nerviosa, y todo su instinto se concentraba en librarse de aquel hombre en quien veía a un despiadado enemigo.
—Usted sabe la verdad de lo que hicieron con Joseph McCune. Usted fue cómplice de ellos en la terrible traición que cometieron contra él. ¿No se ha arrepentido infinitas veces de haber sido instrumento colaborador en la muerte de su jefe?
—Yo… —Cierta lucidez apareció en los desorbitados ojos de Treva. Las palabras de Duke parecieron calmarla un poco. Cesó parcialmente el convulsivo temblor que la agitaba y nuevamente repitió—: Yo… No, no creí que lo asesinaran… Nunca hablamos de que debía morir…
—Óigame, señorita Malloy. Usted puede aún salvarse y comenzar una nueva vida lejos de aquí. Deje que su marido, Martel, Lawrence y los demás miembros de la banda paguen sus culpas como se merecen. Usted es inocente de lo peor de este caso. Y lo otro… —Duke sonrió levemente—, lo otro nunca se sabrá. Puede estar segura de ello.
—Pero… —Había renacido la esperanza en los ojos de Treva—. Yo no puedo acusar a mi marido.
—No, no necesitamos que usted le acuse. Martel se encargará de hacerlo.
—Yo no quiero causarle ningún daño —musitó Treva.
—¿Cree que Valman se merece la fidelidad que usted le demuestra? ¿No comprende que ha sido usted un juguete en manos de esos canallas? La han utilizado para sus fines, y cuando han temido que usted, con sus declaraciones, pudiera hundir el negocio más fantástico y más loco de este siglo, han recurrido a una nueva canallada. Han jugado con sus sentimientos. Valman se ha casado con usted para cerrarle la boca. La esposa no puede declarar nunca contra el esposo. Para eso la necesitaban. Para eso Valman la ha cortejado, la ha hablado de amor, ha jugado con su corazón, y mientras usted creía estar viviendo unos momentos de romántica felicidad, no ha hecho más que servir de muñeco a esos bandidos.
Estas palabras fueron para Treva Malloy como un balazo en la frente. Cesó hasta la última partícula de resistencia. Dejó resbalar las manos hasta el regazo y miró a Duke como la condenada que va a apoyar la cabeza en el tajo.
—Perdone —murmuró Duke—. No quisiera haberle causado este dolor. Comprendo lo que sufre…
—No… no lo puede comprender… —murmuró Treva, con la mirada perdida en un punto vago—. No, no puede comprenderlo —rió amargamente—. Sí, han jugado conmigo. Y yo lo comprendí desde el primer momento; pero me resultaba demasiado doloroso convencerme de que en sus manos yo no era más que un simple instrumento… Prefería cerrar los ojos y creer en el amor… El amor de una solterona que se aferra a la felicidad que se imagina. Es siempre más agradable creer que nos aman. Perdone, señor Straley. Debe de reírse usted de mí.
—No; la comprendo y la admiro. Por eso he venido a tenderle una mano para salvarla de ese naufragio de su vida. Pude ser usted testigo de la acusación. La intervención de usted sólo está relacionada con la causa de todos estos sucesos, y ese origen no será mencionado en el proceso. Además, Jason Valman está casado dos veces. Su primera mujer aún vive…
Un dolor más agudo que los anteriores reflejóse en los ojos de Treva Malloy.
—Sí, señorita —siguió Duke—. Esa era el arma que Martel sostenía sobre la cabeza de Valman. En poder de ese pistolero encontré el certificado del matrimonio de usted con Valman, el de Valman con otra mujer y un certificado según el cual la primera esposa de Valman, afirma no haberse separado legalmente de su esposo.
—¿Por qué lo hizo?
—Ya le he dicho que, ante todo, lo hizo para que usted no pudiera echarse atrás y descubriese la verdadera identidad del misterioso «X». Por su parte, a Martel le interesaba tener agarrado a Valman con pruebas que en un momento dado, por sí solas, pudieran conducirle a la cárcel. La bigamia es un delito y, una vez detenido por él, Valman se hubiera visto complicado muy gravemente.
—Ha conseguido ya el paquete que McCune le dejó, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y lo ha abierto?
—No; pero me imagino lo que hay dentro. Mejor dicho, estoy casi seguro. Por eso no he querido romper los sellos.
—¿Y descubrirá toda la horrible verdad?
—No. Ya le he dicho que no quiero hacer sufrir innecesariamente a los inocentes. Si las víctimas quieren que se descubra todo, lo haré; pero sé que a todos les interesa que se guarde silencio y se cumplan los deseos de McCune.
—Yo le traicioné.
—Lo sé. Obtuvo de él veinticinco mil dólares; pero no fueron para usted.
—No; me permitieron comprar una felicidad falsa.
—¿Los entregó a Valman?
—Sí, para él y para Martel. Los necesitaba para ir a Nueva York, para contratar a unos pistoleros, para raptar a un niño y, luego, para asesinarle a usted pero entonces yo no lo sabía.
—¿Por qué no acudió a la Policía al enterarse del asesinato del pobre niño y de su institutriz?
—No tuve valor. Valman me dijo que había sido un accidente irremediable. Además, él no tomó parte en ello. Fue Martel quien disparó.
—¿Y usted escribió la nota?
Treva Malloy inclinó la cabeza.
—Sí, fui yo. Ese es mi peor pecado. No merezco perdón.
—Todos necesitamos que nos perdonen algo malo. ¿Sabía usted que pensaban asesinar a McCune?
—No, eso nunca lo supe. Sólo cuando vi que Martel había matado a Lawford comprendí la terrible conspiración.
—Se prometió protección a Lawford, ¿verdad?
—Sí. Oí algunas de sus conversaciones; pero no adiviné que pensasen matar al señor McCune. Hablaron de venganza. Lawford deseaba vengarse de su antiguo jefe. Valman y Lawrence, el policía, le prometieron ayudarle a escapar.
—Y luego fue Martel, el hombre de confianza de Valman, quien asesinó a Lawford. Par eso, antes de morir, Lawford le acusó de haberle traicionado.
—Sí. No he podido olvidar el horror que me produjo ver muerto a Lawford. No era un mal muchacho. Había en él un fondo de honradez que ellos destruyeron. Le inyectaron veneno contra McCune y él les hizo el juego. En fin, todo está perdido. Ni siquiera me queda el honor. Y, sin embargo, yo no ambicionaba riqueza ni poderío; no sentía odio contra nadie. Sólo anhelé la felicidad, y por conseguirla fui un instrumento en manos de quien sólo para ese fin me necesitaba. Y ahora he caído en una trampa y no podré salir de ella.
—Al contrario, puede usted salir perfectamente. Tengo algunas influencias y, bien manejadas, podrán valerle la libertad. Luego no tiene usted más que irse a otro lugar del país…
—Sí, hablaré; por lo menos haré algún bien…
Treva Malloy se había puesto en pie y para no caer tuvo que apoyarse en Duke.
—Ayúdeme a tenderme en la cama —pidió, casi sin voz—. El corazón… Écheme cuarenta gotas de esa medicina… en un vaso de agua… Es para el corazón…
Duke ayudó a Treva Malloy, que estaba mortalmente lívida, a tenderse en el lecho y luego fue al lavabo, regresando con un vaso lleno en una tercera parte de agua. Destapó el frasco, cuyo tapón iba unido a cuentagotas. Antes de echar la medicina en el agua olió el frasco. Llegó hasta él un fuerte perfume a alcanfor. Contó las cuarenta gotas y tendió el vaso a Treva.
La cenicienta lividez de ésta habíase acentuado aún más. En los minutos transcurridos desde que Duke entrara en el piso, la secretaria parecía haber envejecido veinte años. El maquillaje de sus mejillas y labios se destacaba horriblemente sobre la epidermis.
Treva miró un momento a Duke y, por fin, bebió la medicina, estremeciéndose como si se tratara de un líquido amargo o helado.
—Gracias —murmuró, dirigiéndose a Duke—. Ellos le temían mucho. Enviaron a una cómplice a su casa para que se enterase de cuándo iba usted a venir hacia aquí. Yo les avisé de que McCune trataba de hablarle. Por eso enviaron a aquella mujer…
—Me engañó por completo. Su historia del gato y de los bandidos tenía muchos visos de verosimilitud. Hasta que me dispuse a marchar hacia el aeródromo no comprendí que se trataba de una trampa. Si llego a pensarlo más tarde y cojo otro auto…
—Sí, querían matarle, impedir que usted interviniera. Intentaron por todos los medios posibles evitar que conociera la verdad exacta. Por eso han matado a tanta gente.
Treva Malloy hablaba como quien se sabe irremisiblemente condenado.
—Ahora la suerte ya está echada —continuó—. Ya no puedo volverme atrás. Me es imposible retroceder; pero si es usted tan valiente como ellos aseguran, voy a proporcionarle la oportunidad de librar a McCune de toda mancha. Yo jugué limpio con él hasta que Valman intervino. Entonces fue el amor el que me venció. Pero quiero reparar un poco mi culpa. ¿Qué hora es?
—Son las cuatro y cinco de la tardé.
—Tenemos tiempo… Mejor dicho, usted tiene tiempo. Llame al café Atenas. Ya lo conoce. Sheila Price, la muchacha de Martel, trató de narcotizarle. El dueño es Raúl Poydras, un griego. Se pondrá al aparato. Yo le hablaré.
Duke vaciló un momento.
—No tenga miedo —sonrió tristemente Treva—. Quiero reparar algunas de mis faltas. Además… los que van a morir no mienten… No suelen mentir.
Duke la miró alarmado.
—Sí —prosiguió Treva—. La medicina del corazón… Un veneno… Hace tiempo que temía la llegada de este instante y no quería hallarme desprevenida. Pero no importa… No, no puede hacer nada… No podemos volver atrás. Llame al Atenas antes de que me falle la voz.
Duke marcó el número que indicó Treva y cuando oyó la señal de llamada pasó el aparato a la mujer.
—Por favor, ayúdeme a incorporarme en la cama —pidió Treva Malloy.
Duke la ayudó a que se incorporara y recostase contra unos almohadones.
—Oye, Poydras —empezó Treva en voz baja—. Escúchame bien y obra en seguida. Duke Straley está en mi casa. Sí, me ha encerrado en mi dormitorio. No se ha dado cuenta de que el teléfono está aquí. Ha venido con el paquete y con los documentos que robó a Valman. Venid en seguida… antes de que huya. Tengo mi revólver y si trata de entrar dispararé sobre él; pero vale más que vengáis vosotros…
La voz de la secretaria apagóse lentamente. El teléfono resbaló de sus manos y cayó sobre el lecho. Duke lo colgó de la horquilla del aparato.
—Se acaba —susurró Trova—. Vendrán todos en seguida. No pueden dejarle escapar. Vendrán a matarle. Luche con ellos y… haga lo posible por que Valman no tenga que sentarse en la silla eléctrica. La muerte de un balazo le resultará menos terrible… A pesar de todo… le quiero.
Duke apretó fuertemente las manos de la mujer sobre cuyos ojos la muerte echaba un vidrioso manto. Por lo menos, ella estaba ya fuera del alcance de la justicia humana.
—Que Dios tenga piedad de su alma —musitó Duke, cerrando los párpados de la muerta.