Capítulo VIII
Durante una fracción de segundo, Betty no comprendió lo ocurrido. Había sentido la herida, el choque de la bala, la vacilación de sus piernas a efectos del golpe contra su pecho y, sin embargo todas estas sensaciones fueron fugaces, la resistencia retornaba a sus músculos y sólo continuaba sintiendo un ligero dolor en el pecho.
Al bajar la vista hacia el suelo Betty comprendió lo ocurrido. Su mirada tropezó con el mármol de la mesita colocada entre Valman y ella. En la piedra veíase una fuerte desconchadura que sólo podía haber sido producida por el impacto de un proyectil de grueso calibre. Ello indicaba que o bien la bala llegó de rebote, ya casi sin fuerza, o fue una esquirla de mármol la que chocó contra su pecho.
Después de esto, la reacción inmediata de la joven fue mirar hacia Valman, extrañada de que en los segundos transcurridos, el hombre no hubiese repetido el disparo. Le vio sentado en el suelo, atontado por el choque del cenicero, que había abierto una profunda herida en su frente. Continuaba empuñando la pistola y Betty comprendió que no tardaría en poderse incorporar.
Dos pensamientos se apoderaron de Betty. Salvar el contenido del maletín y correr junto a Robert Dennison. Obedeciendo en seguida a este impulso, precipitóse hacia el maletín, lo cogió y huyó hacia el pasillo, en el momento en que Valman, algo recobrado de su atontamiento, trataba de ponerse en pie y no pudiendo conseguirlo a tiempo, disparaba de nuevo contra Betty; pero ésta había salido ya al pasillo.
La habitación de Bob era la inmediata y Betty empujó la puerta al mismo tiempo que veía avanzar contra ella, por el corredor, al hombre que el día antes les visitara para entregar la cartera de Newcomb y dejar su caja con la bomba.
Una vez dentro de la habitación de Bob, Betty empujó hacia la puerta un pesado sillón que debía ofrecer una débil barrera; luego buscó con la mirada a Dennison.
Un sollozo de alegría brotó de sus labios al verle apoyado contra la pared del lavabo, con un vaso de whisky en la mano.
—¡Oh, Bob, qué miedo he pasado…! —empezó Betty, abrazando al joven.
Pero la esperanza se trocó en espanto al notar la mortal palidez que invadía el rostro de Bob.
—Me hirió en el costado —musitó Bob—. No tuve tiempo… disparó enseguida.
Una nueva detonación ahogada por el silenciador, resonó en la puerta. La cerradura saltó entre trozos de madera astillada, y sólo el sillón se opuso a la entrada de Valman y de su compañero.
—¡Encerrémonos en el lavabo! —susurró Betty—. Pidamos socorro por la ventana… por el teléfono…
Cediendo al empuje de Valman y su cómplice, el sillón empezó a apartarse de la puerta.
—Dame mi pistola —susurró Bob—. La tengo en el bolsillo posterior del pantalón… no tengo fuerzas para sacarla…
Sollozando nerviosamente, mordiéndose los labios y luchando por conservar los ojos libres del velo de las lágrimas, Betty luchó por sacar el arma. Las décimas de segundo se le antojaban minutos eternos. Temía que sus atacantes lograran introducirse en la habitación antes de que ella pudiera entregar a Bob su única defensa.
Al fin, rasgando el forro del bolsillo, Betty arrancó de él la pistola, una pequeña nueve corto que puso, ansiosamente, en la mano de Bob.
En el mismo instante la puerta de la habitación abrióse con gran violencia y Valman apareció en el umbral. Una cruel sonrisa curvaba sus labios.
—Entra y cierra la puerta —ordenó a su compañero.
Los dos empuñaban pistolas provistas de silenciador.
—Vuélvase, señorita Straley…
Bob empuñaba con todas sus débiles fuerzas la pistola que Betty había puesto en su mano. Tenía una noción bastante clara de las cosas; pero un velo de niebla enturbiaba sus ojos, no permitiéndole ver más que dos sombras vagas, una de las cuales estaba hablando…
—Apártate, Betty —susurró al oído de la joven—. Vale más… que te dejes caer al suelo.
Betty comprendió las intenciones de Bob. En los próximos segundos se iban a poner en juego sus vidas; pero no podía hacerse otra cosa. Era necesario correr aquel riesgo, pues tanto a Valman como a su cómplice les interesaba, ante todo, apoderarse del maletín y cerrar para siempre los labios de los posibles testigos de sus delitos.
—No me gusta disparar por la espalda contra una joven tan valiente, señorita —siguió Valman—. Vuélvase…
Betty se dejó caer al suelo, de rodillas, y sobre su cabeza la pistola de Bob habló ocho veces, hasta agotar el contenido de su cargador.
Junto a la puerta sonaron dos blandas detonaciones, ahogadas por el imperioso ladrido de la pistola de Bob.
La estancia se llenó de los acres vapores de la pólvora sin humo. Betty tosió, con la garganta irritada, y abrazóse con fuerza a las piernas de Bob. Sólo cuando oyó caer junto a ella la pistola, levantó la cabeza y vio que una mortal palidez se extendía por las facciones de Bob.
Poniéndose en pie lo ayudó a ir hasta el sofá, y sólo entonces se dio cuenta de que la carrera de Valman y de su compañero había terminado para siempre. Estaban caídos el uno sobre el otro y, en un último y desesperado esfuerzo, Valman había intentado alcanzar la puerta y huir al pasillo. Pero las balas disparadas ciegamente por Bob, fueron más rápidas.
La joven después de dejar a Bob tendido sobre el sofá, hizo intención de alcanzar el teléfono para pedir socorro. Mas no hacía falta. Las detonaciones habían atraído hacia allí a todos los clientes del hotel que se encontraban en aquel piso y entre ellos no podía faltar un médico que al entrar arrodillóse junto a los dos cadáveres.
—¡No! —chilló, histéricamente, Betty—. ¡Déjelos! ¡Ellos no importan! Cure a Bob… cúrele a él.
Casi detrás del médico, otro hombre entró en la habitación. Era Odile Methven.
Iba a preguntar qué había ocurrido; pero la visión de los dos cuerpos tendidos en el umbral de la puerta le indicó que ya no tenía que preocuparse por seguir a Jason Valman, cuyas hazañas habían terminado para siempre.
Acercóse a Betty y preguntó, suavemente:
—¿Está herido el señor Dennison? —Y comprendiendo que la joven no le conocía, agregó—: Soy Odile Methven… un amigo de su hermano.
—¡Oh! —Betty se puso en pie—. ¡Pronto! Mi hermano le espera… En casa de la secretaria del señor McCune. Dice que vaya solo y bien armado…
En seguida, volviéndose a arrodillarse junto a Bob, preguntó al doctor:
—¿Vivirá?
—Desde luego, señorita. Tendremos que practicar una transfusión de sangre, pues lo más grave que padece es la fuerte hemorragia sufrida…
—¡Utilice la mía! —rogó Betty—. No quiero que le den otra sangre.
—No todas las sangres sirven para una transfusión —advirtió el doctor—. Podemos fijar el grupo sanguíneo a que pertenecen los dos…
—¡No se preocupe! —rió Betty—. ¡Sirve! Lo sé… mi hermano me ha analizado la sangre… Pertenezco al grupo universal… Mi sangre sirve para todos…
Y riendo y sollozando a la vez, inclinóse al oído de Bob y murmuró:
—Sí… sirve para todos… sirve para ti…
Odile Methven respiró hondo y yendo hacia la puerta obligó a salir al pasillo a todos los curiosos, luego llamó a uno de los empleados del hotel y lo estacionó frente a la habitación.
—Que nadie entre —ordenó—. La Policía Federal no tardará en llegar.