Capítulo XI

El saloncito de la habitación de Duke Straley, en el Grand Hotel, se encontraba lleno a rebosar. A un lado estaba Betty Straley, que de cuando en cuando entraba en el dormitorio donde se hallaba Bob. Luego, formando círculo, había ocho hombres y Duke. Todos fumaban nerviosamente y dirigían continuas miradas a la puerta.

—No creo que tarde —dijo Duke, acariciando el paquete que tenía frente a él. Era el mismo que había retirado de la consigna y por el cual habían luchado y muerto tantos hombres—. Debemos esperarla, ¿no es cierto? —Siguió Duke.

—¿Usted lo cree mejor? —preguntó uno de los hombres.

—Sí, señor Banning —contestó Duke—. Si no sabe la verdad, debe saberla. Creo que es preferible así.

* * *

Pasaron unos minutos sin que nadie volviera a pronunciar una sola palabra y el silencio se vio, por fin, quebrado por el estridente sonido del timbre del teléfono. Duke alcanzó el aparato.

—Acaba de llegar la señora McCune —anunció el encargado del despacho de recepción.

—Bien, muchas gracias.

Duke colgó el teléfono y, volviéndose hacia los demás, explicó:

—La señora McCune va a subir. Ustedes no la conocen, ¿verdad?

—No, sólo Víctor la conocía —replicó Lewis Hoge.

Al entrar en, la habitación, la señora McCune miró, extrañada, a sus numerosos ocupantes.

—Buenas noches, señora —saludó Duke, yendo al encuentro de la recién llegada—. Permítame que le presente a los señores Curtis Banning, Lewis Hoge, Thorne Warwick, Irving Carruthers, Andrew Pollard, Jonathan Shaw, Richard Porter y Alvin Weston.

—Tengo mucho gusto en conocerles personalmente —murmuró la viuda—. En realidad les conocía ya por las fotografías que de ustedes publicaron los periódicos… cuando los secuestros.

—Siéntese, señora McCune —invitó Duke, acercando un sillón.

—¿Para qué me necesita? —preguntó la mujer, después de acomodarse en la butaca.

—Para la solución definitiva del caso que nos ha estado intrigando durante tantos días —explicó Duke.

—¿No está ya resuelto? —preguntó, débilmente, la señora McCune.

—Sí, nominalmente lo está; pero hay algo que debemos aclarar nosotros. Lo considero un deber. Quizá en su cerebro han germinado sospechas terribles, señora, y ha llegado el momento de borrar esas sospechas para siempre y dejar bien fijada la verdad.

—¿Cuál es esa verdad? —preguntó, débilmente, la señora McCune.

—Es una verdad antigua. Por ello debemos empezar por el principio y llegar al momento actual a su debido tiempo. Hace bastantes años, el mil novecientos veinticinco, exactamente, el Banco Wyman financio un proyecto de irrigación del Valle de Trenton. Era una empresa muy atrevida que debía convertir unas tierras sin ningún valor en un vergel inapreciable. Cuando el agua que se perdía tontamente fuese embalsada, aquellas tierras se podrían regar y valorizar al máximo. El Banco Wyman, fundado por los caballeros aquí presentes y, además, por el señor Newcomb y el señor McCune, lanzóse a la lucha e invirtió sumas enormes. Todos estaban tan seguros del éxito, que no vacilaron en arriesgar el capital entero del Banco. Sabían que tan pronto como pudieran lanzar las acciones, el público se pelearía por comprarlas. Estábamos entonces en el tiempo en que todo el mundo jugaba a la Bolsa y nadaba en dinero. Por lo tanto, la emisión de aquellas acciones no podía fracasar. Pero fracasó por un obstáculo imprevisto que impidió que se constituyera la Sociedad explotadora. Fueron inútiles todos los gastos hechos e, inevitablemente, el Banco Wyman quebró. Todos sus dirigentes fueron procesados y el jurado los reconoció inocentes de todo delito. Los diez directores propietarios del Banco marcharon por distintos caminos y, como eran inteligentes y honrados, no tardaron en hacer fortuna. Unos más, y otros menos; pero todos se convirtieron en hombres ricos. Alguna vez, por sus negocios, se encontraban, cambiaban unas palabras, prometían verse más a menudo; pero dejaban pasar el tiempo sin que la vieja amistad se reanudase por completo. Así llegó el momento en que otra Sociedad, formada por agricultores y pequeños hacendados, pensó en resucitar el proyecto de irrigación del Valle Trenton. Se reunieron unos millones; pero no hubo bastante. Hacían falta nueve más. Se decidió, una vez más, abandonar ese beneficioso proyecto; pero, un día, el presidente de la Sociedad recibió el aviso de que antes de cuatro meses tendría los nueve millones que necesitaba.

Duke calló un momento, recorrió con la mirada todo el círculo formado frente a él y prosiguió.

—Ahora viene lo importante. Es decir, la causa de todos los males que se siguieron. El señor McCune fue el autor de la comunicación al presidente de la Sociedad. Su idea era reunir a los antiguos miembros del Banco Wyman y pedirles que contribuyeran al pago de los nueve millones que se necesitaban para financiar la empresa. Visitó al señor Banning y ese caballero no quiso entregar los quinientos mil dólares que le habían sido asignados por McCune como parte de la que se hizo responsable cuando la quiebra. El señor Banning ha confesado que entre otras razones le movió a negarse el hecho de que si pagaba aquel dinero todo el mundo creería que la quiebra no fue tan honorable como se reconoció en el Tribunal. ¿No es cierto, señor Banning?

Curtis Banning asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Así ocurrió.

—Si el señor McCune hubiera tenido el capital suficiente, hubiera entregado los nueve millones; pero sólo tenía algo más de dos y por ello se le ocurrió el descabellado proyecto de convertirse en secuestrador.

—¡Eh!

La señora McCune se había puesto en pie.

—Sí, es verdad, señora —dijo Duke—. Usted lo sospechaba; pero ni aun ahora quiere reconocer esa realidad que se le antoja tan terrible. Su marido no visitó a ninguno más de sus compañeros; pero unos días después disfrazado, enmascarado, no se exactamente cómo, secuestró al señor Banning y lo retuvo en su propia casa durante unos días, hasta que Banning, convencido de que las intenciones de su antiguo amigo eran honradas, le entregó medio millón.

—¡No es posible! —gimió la Señora McCune.

—Lo es. Su esposo continuó sus operaciones de secuestro y una tras otro fue raptando a todos sus amigos. Si ellos se hubiesen negado a pagar las sumas que él les asignó, les habría dejado en libertad; pero el tiempo que pasaron juntos, sus charlas, sus reflexiones, todo influyó en convencerles de que debían reparar el mal que, involuntariamente, causaron. Por eso todos pagaron las sumas exigidas y ninguno denunció la verdad.

—Pero mi esposo también fue secuestrado —dijo la señora McCune.

—Sí, él mismo se secuestró. Lo hizo para que no se sospechara de él y, al mismo tiempo, para justificar legalmente su desembolso de dos millones.

—Me resisto a creerlo —insistió la viuda.

Duke se puso en pie y, sacando un cortaplumas, lo abrió y comenzó a cortar los cordeles del paquete que tenía delante.

—Creo que aquí está la verdad y las pruebas —dijo—. No lo he abierto porque necesitaba que hubiera testigos, y no podía encontrarlos mejores que los mismos hombres que pagaron esa fortuna.

Duke empezó a desenvolver el paquete. Debajo del papel apareció una fuerte caja de cartón, también cuidadosamente atada. Luego, cuando los cordeles cayeron, cortados, y Duke levantó la tapa de la caja, Betty y la señora McCune lanzaron un grito de asombro al verla llena de billetes de Banco de a mil y quinientos dólares.

—¿Qué es eso? —preguntó la señora McCune.

—Creo que son nueve millones trescientos cincuenta dólares —replicó Duke—. De todas formas aquí tenemos una carta que debe de ser del propio señor McCune.

Duke abrió el sobre que acababa de encontrar en la caja y sacó de él una hoja de papel escrita a máquina. Iba dirigida a él:

—«Amigo Straley —leyó en voz alta—: Cuando usted lea esta casta seguramente no perteneceré ya a este mundo. He cometido una terrible locura y comprendo que debo pagarla. La vida será poco precio. Lo siento, sobre todo, por mi esposa. Yo soy el misterioso secuestrador “X”. He secuestrado a mis amigos, y ellos lo saben. Lo hice con un fin elevado y todo iba bien. Pero acaba de ocurrir algo terrible. Alguna de las personas que están a mi alrededor ha descubierto mi delito. Hoy he sabido de un rapto en el que han muerto una mujer y un niño. Ese secuestro me será achacado, porque la nota dejada en el lugar está escrita con la misma máquina que ya utilicé para redactar las anteriores notas. Esas notas las tiene la Policía y cuando las compare me acusará a mí. Hasta ahora yo tenía las manos limpias y mis amigos me hubieran apoyado; pero si me creen un criminal todos se volverán contra mí. Sospecho de mi secretaria, pero no tengo pruebas contra ella. Se que intervienen varias personas y que andan detrás de los millones que se encuentran en mi poder. Por eso he dispuesto ocultarlos en un paquete y dejarlos en la consigna para que usted, amigo mío, los recupere y, de acuerdo con las personas a quienes nombro, hagan de ellos el mejor uso que crean conveniente. Me encuentro en una situación en que me es imposible recurrir a la Policía, pues para acusar a los demás he de empezar por acusarme a mí mismo y hundirme en la vergüenza. No puedo hacerlo y sólo deseo que llegue usted a tiempo para explicarle de palabra todo esto. Si antes, como temo, me matan, el señor Newcomb se pondrá en contacto con usted para disponer de este dinero. He tomado un sin fin de precauciones y confío en que usted sabrá vencer a esos delincuentes que han utilizado mi locura para su beneficio. Hable con mis amigos y tomen la decisión más honrada».

—Como pueden ver, la carta está escrita muy nerviosamente, casi con incoherencia. Pero de ella se deduce que Valman, Martel y sus cómplices se enteraron de la locura del señor McCune y decidieron apoderarse de unos millones que él no podía reclamar. Cuando supieron que había recurrido a mí, pensaron en matarme. Al fracasarles el golpe utilizaron a Lawford para asesinar a McCune y luego a uno de sus hombres para asesinar a Newcomb, que venía a verme para explicarme toda la realidad. Como les interesaba mucho que yo no me enterase del texto del anuncio por medio del cual McCune indicaba a Newcomb mi dirección, se apoderaron del periódico en el cual estaba señalado el anuncio, y que el señor McCune dejó en esta habitación. Después mataron al botones que iba a proporcionarme otro ejemplar y sólo por medio de Sheila Price, y siempre creyendo que me inutilizaría con el narcótico, me descubrieron la verdad. Al escapar de sus manos, enviaron al asesino de Newcomb con la cartera que había arrebatado a su víctima. En dicha cartera estaban los documentos del falso O’Mara, y debía ser una contraseña. El hombre aquel entregó la cartera y al salir dejó una bomba que debía acabar con todos los que nos hallábamos aquí. Fracasó aquel ataque y lo que siguió después ya lo saben. Legalmente, el misterioso secuestrador «X» ha muerto. Se ha comprobado que fue Martel quien asesinó al niño y a la institutriz. Si ustedes quieren, descubriremos la verdad; pero estoy seguro de que preferirán que este dinero vaya a parar al sitio a que estaba destinado, y dejarán que Joseph McCune continúe siendo para todos un hombre intachable.

Siguió un largo silencio y, por fin, Curtis Banning se levantó, diciendo con voz quebrada:

—Creo que todos estamos de acuerdo en que las obras del Valle Trenton sigan adelante. Ya lo convinimos con McCune y no es ahora el momento más oportuno para introducir variaciones. Si alguien no está conforme puede exigir que se le devuelva su dinero.

Nadie se movió y, pasados unos segundos, Duke prosiguió:

—Desgraciadamente en este caso ha habido víctimas. Una de ellas ha sido el botones que fue muerto frente al hotel. Su familia queda desamparada. Yo estoy dispuesto a entregarle los veinticinco mil dólares que por anticipado me pagó el señor McCune. Creo, señora McCune, que usted puede contribuir a ese fondo benéfico.

—Desde luego —replicó la viuda—. Todo esto es horrible; pero mis sospechas, durante mucho tiempo, han sido muchísimo peores. Mañana le enviaré un cheque.

La reunión había terminado. Lentamente fueron saliendo los asistentes a ella. Todos cambiaron un fuerte apretón de manos con Duke. Por fin, éste quedó solo, y, sentándose en un sillón, encendió uno de sus perfumados cigarrillos.

—¿Ya ha terminado el caso? —preguntó Betty, saliendo del dormitorio.

—Sí, ahora podremos descansar. En cuanto tu novio esté curado os casaré y nos iremos a pasar la luna de miel a Oriente.

El timbre del teléfono cortó la respuesta de Betty.

—Conferencia de Nueva York —anunció la telefonista.

—¿Quién? —preguntó Duke.

—Soy yo —contestó la voz de Max Mehl—. Ven en Seguida. Está ocurriendo algo espantoso. Déjalo todo y ven a ayudarme. Si no obramos con rapidez va a suceder algo increíble.

—Tendrá que aguardar a que vuelva de Oriente —advirtió Duke.

—¿Estás loco? ¿Qué se te ha perdido en Oriente?

—El viaje de boda de mi hermana y de Bob.

—Oye, diles que lo retrasen. Para casarse siempre hay tiempo; pero un misterio como el de ahora no se presenta más que una vez cada cien años. ¡Y ha tenido que suceder en el momento en que yo soy jefe de policía de aquí!

FIN