37

 

Al acelerar con fuerza, instantes después de verse obligado a dejar cruzar a unos viandantes en el último paso de cebra sito frente a la plaza de toros, el autobús de la línea número 11 dejó una densa estela de humo negruzco, de unos veinte metros de longitud, desde la esquina del quiosco de prensa y revistas. El humo se filtró hasta los árboles del Paseo de Reding, justo en el momento en que abandonaban la cafetería. Curiosamente aquel olor desagradable traía a Castillo buenos recuerdos de su infancia.
Ahora lo entendía. Bernal necesitaba ablandarle y qué mejor estrategia que empezar por contarle lo desgraciado que era.
—Lo que ha hecho Fernando Muriel —dijo Bernal mientras bajaban por la calle Santa Cristina—, es bastante impresionante. Joder, me recuerda a ti. Haré lo posible por que se reúna con nosotros en el paseo marítimo.
Castillo asintió sin decir nada, pero sentía curiosidad.
La escena del crimen era lo único que tenían para empezar. Bernal estaba seguro de que, llevando hasta allí a su antiguo «colaborador» y amigo, encontrarían alguna pista. Su esperanza era que algo debía de habérseles pasado por alto a Muriel y los suyos, porque siempre sucedía. Y, sin duda, Castillo sabría verlo. La confianza de Bernal a ese respecto era absoluta. Sin embargo, Castillo no era de la misma opinión. Pero conocía a Bernal y lo obstinado que podía llegar a ser. ¿Y si le defraudaba? ¿Acabaría por resignarse y le dejaría en paz? ¿Y si aquel lugar no «le decía» nada que ya no se supiese? Bernal había empleado diez minutos en relatarle los pormenores de su visita a la comisaría: su entrevista con Ramos y Muriel, los detalles que conocía del curso de la investigación y las hipótesis que comenzaban a esbozarse. Luego le contó las circunstancias del hallazgo del cuchillo. Aunque la noticia se había filtrado a los periódicos, los responsables del Grupo de Homicidios habían decidido no confirmarla ni desmentirla, suponiendo que, con ello, dispondrían de cierta ventaja para usarla más tarde a conveniencia. Ramos le había llamado para explicárselo. La idea de Muriel había sido brillante, sin duda.
Castillo le había prestado toda su atención. Al concluir, no daba crédito a lo oído. ¿Esto era lo que tenía Bernal? ¿Su conocimiento se limitaba a lo que en una charla informal habían compartido con él dos miembros de la Brigada de Homicidios encargada del caso? Ni siquiera tenía en su poder copias de las fotos hechas para la investigación. Debería imaginárselo todo. ¿Pero qué broma era ésa? ¿Es que pensaba Luis en serio que, con esos retazos sueltos y en menos de dos horas, iba a ser capaz de sacar petróleo?
En parte, Castillo se sentía aliviado. Era evidente que no podría hacer nada con un material tan escaso. Todo concluiría esa misma mañana, cuando le convenciese de que estaba tan en blanco como al principio, porque algo le decía que no podría zafarse de Bernal pese a todas sus promesas, a menos que éste tuviese una completa certeza respecto de lo inútil de su participación.
Al llegar al paseo marítimo, giraron a la derecha, retrocediendo sobre sus pasos. Bernal había recordado que se habían dejado atrás el edificio donde vivía Natalia. Anduvieron por la acera que linda con el muro del antiguo Hotel Miramar y llegaron hasta el comienzo de la calle Cervantes. Bernal se detuvo frente a la entrada de acceso al garaje de uno de los edificios, señalada con un disco de «vado permanente». Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y levantó la vista, como escudriñando el edificio en toda su altura. Castillo le vio abatido por primera vez, como si estuviese reprochándose el no haber estado allí para seguirla aquella noche. Quizá se estuviese diciendo a sí mismo que él habría podido salvarla, que no debió alejarse de su lado cuando era tan pequeña, que él hubiese sido capaz de guiarla y protegerla o, al menos, de enseñarle cómo protegerse a sí misma. Pensamientos más absurdos son comunes cuando una gran tragedia se ha cernido sobre uno, meditó Castillo.
—Por aquí entró Lita, sobre las nueve de la noche —explicó Bernal mientras procedía a cambiarse las gafas por otras de cristales tintados—. Aparcó el coche y subió al piso. Un cuarto de hora después, aproximadamente, salió a la calle vestida con ropa deportiva.
A Castillo no se le ocurrió nada que decir.
Pero el ensimismamiento de Bernal duró apenas treinta segundos. Debió de recordar que se les echaba el tiempo encima, porque miró nuevamente el reloj y salió caminando a buen paso en dirección al paseo marítimo, tan repentina y rápidamente que dejó atrás a Castillo.
Se volvieron a reunir al pie del semáforo. Al cruzar al lado del mar, la caminata comenzó a convertirse en una especie de carrera contra reloj.
—Vamos —le animó Bernal—, que ya son las once y cuarto. No nos queda mucho tiempo.
Antes de llegar a la mitad del recorrido, Bernal se había visto obligado a quitarse el abrigo. Era un día idóneo para pasear: una brisa apenas perceptible les acariciaba el rostro, y el sol se había librado de las madejas de nubes altas que agrisaban el cielo. El paseo marítimo estaba bastante transitado: jubilados, individuos sudorosos en plena carrera, parejas, grupos de adolescentes, gentes con perro, ciclistas... Un cuarto de hora después estaban en el lugar fatídico, el pavimento donde Natalia había exhalado su último suspiro, a escasos metros de donde su asesino la había estado acechando probablemente, antes de arrebatarle la vida. Apenas habían intercambiado unas palabras durante el recorrido.
Bernal tenía dificultades para hablar después de la caminata: le faltaba el aliento. Entrecortadamente suplicó a Castillo que esperase un segundo y, después de respirar un par de veces todo lo hondo que pudo, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta, mientras se hacía a un lado. Gabriel Ramos contestó en seguida la llamada.
Había sido Ramos quien, ansioso, le había llamado menos de veinticuatro horas antes para contarle la ocurrencia de Muriel que les permitió dar con el arma. Por fin tenían algo. «Una pista a seguir». Le había puesto al corriente además de todas las vías que seguían en direcciones muy diferentes y de lo infructuosas que hasta el momento estaban siendo las pesquisas del Grupo, a excepción de aquel inesperado hallazgo.
—¿Lo sabe Dora?
—No. No la he llamado aún —declaró Ramos.
—Yo se lo diré.
La charla continuó durante un par de minutos más.
Entretanto, Castillo volvió la vista a la playa vacía. Vinieron a sus pensamientos los recuerdos de las moragas nocturnas de fin de curso, treinta años atrás. Le resultaba un poco extraño, porque no era ni mucho menos la primera vez que se asomaba a la playa desde su vuelta a Málaga y nunca antes había tenido esos recuerdos. Creyó incluso sentir la cálida salinidad de la brisa del verano nuevamente. Ahora, la brisa fresca de poniente mantenía ligeramente encrespado el mar, de color verde intenso aquella mañana espléndida de sábado. Entremedias de sus recuerdos, se preguntaba qué tipo de impulso habría movido al asesino. ¿Rencor? ¿Placer? ¿Venganza? Era un gran misterio para él que la fuerza capaz de pulsar ese resorte oculto diese resultado en unos y fallase en los demás. Era uno de los pensamientos que le visitaba a menudo desde lo de Sevilla. ¿Por qué?, se decía a veces, esforzándose sin éxito por distinguir algo de sentido en el crimen, de entender cómo era posible que no se desmoronase por completo el mundo interior del que mataba. Por desentrañar un misterio así, hubiese aceptado entregar a cambio un año de su vida.
Bernal le había dicho que antes debía estar seguro del punto exacto.
La presencia del funcionario de Europol en el lugar del crimen no pareció alterar a Ramos, que se desentendió rápidamente del asunto. De algún modo, daba la impresión de esperar que tal cosa sucediera tarde o temprano. Era lógico. Ramos sabía que el instinto del investigador no desaparece nunca, ni siquiera cuando uno lleva apartado del trabajo de campo más de media vida. Era inevitable que Bernal se sintiese atraído por seguir los pasos de Natalia Blanes durante aquella fatídica noche de diciembre, que siguiese aquel itinerario macabro y que ello le condujese inexorablemente a pensar por sí mismo, a ver si se le ocurría algo que a ellos se les hubiera pasado por alto. Él hubiese hecho lo mismo. La localización exacta no la recordaba, dijo; no, al menos, con las referencias que deseaba Bernal. Era cosa de Fernando Muriel, que había vuelto al lugar en varias ocasiones y que, por lo tanto, estaba muy familiarizado con los detalles. Bernal le llamó inmediatamente. Muriel era un auténtico portento para memorizar los escenarios de un crimen. Le causó asombro la minuciosidad de sus descripciones. Debía de tener una memoria fotográfica. Le describió sin vacilaciones la configuración de las palmeras del borde del paseo, que había numerado a partir de un punto concreto (un paso de cebra), la distancia entre la número 7 y el cuerpo, su posición exacta y, en fin, otros detalles, como el acceso a la playa a través del merendero. Bernal le insistió desde el principio en que no era necesario que se desplazase hasta allí, pero le dejó caer que había acudido al paseo marítimo con un amigo del que esperaba recibir «opinión» sobre determinados aspectos del crimen. «Es alguien ajeno a la policía, un médico que me ayudó en un caso, hace muchos años», le dijo. Sabía que eso excitaría su curiosidad, aunque era incapaz de prever cómo reaccionaría ante esta nueva «intromisión». Percibió que estuvo menos cordial que su superior. No parecía impresionarle como a Ramos su cargo en Europol. Ya en la reunión en comisaría había observado que no se encontraba cómodo. En el fondo, seguramente desaprobaba que Ramos le hubiese puesto al corriente del curso de la investigación como si fuese un miembro más del equipo. No compartía las razones del jefe que en gran medida eran «políticas», quizá porque, por su posición en la Brigada, se consideraba al margen de ellas.
Desde que Muriel se despidió con un lacónico «adiós», intuía que haría lo imposible por ir. Bernal prefería que así fuese. En su cabeza burbujeaba la idea, todavía sin estructurar, de un experimento: forzarlo a enfrentarse a Castillo. Quizá el cóctel funcionase.
—Éste es el sitio —dijo Bernal nada más colgar, señalando una borrosa mancha en las baldosas grises, a medio camino entre el césped y el muro.
Castillo intentó imaginarse el cuerpo agonizante de la muchacha.
—¿Dices que regresaba cuando ocurrió?—susurró
Bernal asintió con la cabeza.
—Quizá llegó corriendo hasta el tranvía. Al parecer, le gustaba volver andando a paso ligero. Los de Homicidios creen que el que la mató, la estaba esperando entre esas palmeras —señaló con la mano derecha uno de los grupos de tres que había en el césped, a unos ocho o nueve metros de la mancha—. Es un lugar bastante seguro para pasar desapercibido, ya que la acera al otro lado del asfalto es muy estrecha y apenas pasa nadie por ahí—. Debió de sorprenderla por la espalda, saliendo de ahí. Sabiendo como sabemos que es diestro, es lo más probable, dada la localización de la herida... —se puso como a cavilar unos segundos—. Luego bajaría por esas escaleras —señaló de nuevo, aunque ahora con su otra mano—, enterrando inmediatamente el arma a unos metros del merendero... Quizá todo eso no le llevara más de veinte o veinticinco segundos. A partir de ahí, es lógico pensar que se alejara por la playa, casi seguro en dirección este, y que saltase de nuevo al paseo a un centenar de metros de aquí, quizá antes... Hasta que se descubrió el cuchillo, se pensaba que cruzó inmediatamente la carretera, pero después... esa teoría se ha desmoronado.
Castillo no dejó escapar una sola palabra de sus labios cuando Bernal hubo concluido y siguió sumido en un mutismo absoluto durante al menos un minuto. En ese intervalo de tiempo, bajó por las escaleras del merendero hasta un costado del mismo, e incluso pisó la arena, ahora apelmazada por el rocío. Miró a su izquierda y se internó más en la playa. «Te estás desviando del arma», oyó decir a Bernal mientras caminaba hacia el este. Recorrió unos sesenta o setenta metros ante la mirada curiosa y algo perpleja de Bernal y se volvió bruscamente. A continuación regresó adonde estaba el resto de la mancha de sangre.
—Fernando Muriel tiene una teoría distinta —prosiguió Bernal—. Él cree que pudo esconderse en el merendero y esperar a que se arremolinara la gente alrededor del cadáver. Quizá aprovechara la confusión para unirse a los curiosos.
—Tal vez —murmuro, pensativo, Castillo—. Espérame aquí, ¿quieres? —Y se alejó a paso ligero hacia El Morlaco antes de que Bernal pudiese objetar nada.
—¡Mierda! ¿Pero adónde vas?—le gritó éste cuando consiguió reaccionar.
Castillo se volvió sin dejar de caminar y le hizo un gesto con la mano, dándole a entender que regresaría de inmediato.
En un par de minutos había vuelto.
—¿Qué haces?—inquirió, completamente en ascuas, Bernal.
Castillo estaba tan ensimismado que pasó por alto la pregunta.
—Da igual el porqué, Luis. El lugar es lo que tenemos. Y él sabía cómo y dónde...
—No te pongas críptico, mamón —le interrumpió Bernal—. Habla claro.
—... ¿Pero cómo supo el momento exacto?
Bernal tuvo una extraña, confusa y al mismo tiempo emocionante sensación de que, por primera vez, se empezaban a formular las preguntas correctas.
—Dímelo tú —exigió.
—Tiene que haber una manera. — Castillo parecía reflexionar en voz alta.
—Buscaba el lugar más oscuro.
Castillo bajó la cabeza.
—El lugar más oscuro. Para ocultar el arma —musitó.
—¿Cómo dices?
—¿Te has preguntado por qué la enterraría?
—Es evidente que para escapar. Es instintivo en el criminal el impulso de deshacerse del arma, de evitar que lo relacionen con el crimen si lo detienen.
—Sí, pero... ¿enterrarla? Como es lógico, Luis, los investigadores habrán sacado conclusiones.
—¡Conclusiones! Te gusta hacerme sufrir, ¿eh? ¿Qué conclusiones, pedazo de cabrón?
Castillo sonrió.
—No quería que la encontrasen, eso está claro. Tampoco que pudiesen seguirle la pista. Le preocupaba que hubiese alguna forma de relacionarle con ella, aunque había tomado muchas precauciones para que esto no ocurriese... Usando guantes, por supuesto... Eligiendo un cuchillo accesible a todos los bolsillos, del que se han fabricado y puesto a la venta muchas unidades, que se vende en unos grandes almacenes especializados en bricolaje y que además puede adquirirse a través de tiendas online, ¿no es así?
Bernal asintió varias veces.
—Correcto.
—Lógicamente, tenía que deshacerse de ella. Pero no se quedaba completamente tranquilo arrojándola lejos de sí, sobre la misma arena. Tenía que enterrarla. Y eso lo cambiaba todo porque, de ese modo, no se resistiría a la tentación de recuperarla. Dejaría pasar un tiempo, hasta estar seguro de que no había vigilancia en la playa.
—Hasta que ese hijo de puta del motorista nos jodió el invento —observó Luis, apretando de rabia las mandíbulas. (No se había probado que fuese Ortega el de la filtración al Málaga Hoy, pero las sospechas de Ramos recaían sobre él)
—Y crees que una decisión así se toma sobre la marcha.
—No entiendo lo que quieres decirme, Ramón.
—Lo que hay que saber es lo que hizo después de matar a Natalia. Si llegamos a saberlo, podremos deducir qué hizo antes.
—Sigo sin entenderte.
—Es muy sencillo. ¿Qué sabemos con seguridad, Luis? Que el arma es enterrada a cierta profundidad en la arena, después de cometerse el crimen, ¿no? No se arroja al mar (donde la encontrarían pronto, muy probablemente) ni, pongamos por caso, en una de las papeleras de la playa. ¿Tú crees que algo así se improvisa?—meneó la cabeza—. Yo creo que no. Es un acto minuciosamente planificado.
—Es lo mismo que piensa el Grupo de Homicidios. Y yo estoy de acuerdo. Eso no es novedoso, Ramón —observó ligeramente decepcionado Bernal.
Castillo no se dio por aludido. Echó el cuerpo hacia atrás hasta apoyarse en el muro.
—Todo el crimen lo estaba. Desde el principio.
—Te repito que eso no cambia nuestra percepción. Seguimos sin saber nada del asesino. Si Natalia ha sido o no una víctima al azar, y si la eligió, desde cuándo la seguía y por qué.
—Cómo puede ser que no lo veas, Luis. Tenía preparado el hoyo... —dijo ensimismado.
Bernal dejó escapar un gruñido, pero su amigo no le prestaba atención en esos momentos.
—Cada tarde escarbaba en la arena, en el mismo lugar, por si acaso. Cada vez que venía repetía la misma operación. Puede que las primeras veces formase parte del ensayo para controlar los tiempos y medir la reacción de la gente que hubiese podido observarle. Más adelante, cuando llevaba el arma consigo, vuelve a hacerlo por si se le presenta la oportunidad...
Bernal sintió palpitar fuertemente su corazón.
—Nunca se me hubiera ocurrido pensarlo.
—Forma parte del plan —precisó Castillo—. ¿O es que piensas que se le ocurrió sobre la marcha? Y, para escapar, tiene que moverse rápido. Así que cava un hoyo, prepara el escondite del arma. Nadie le ve hacerlo y si le ven, no le prestan atención, no imaginan nada peligroso detrás de esa conducta. Es difícil que le recuerden, que recuerden siquiera qué hacía allí, postrado sobre la arena, dándoles la espalda... —se detuvo. Luego, al pasar unos segundos, preguntó a Bernal, sin mirarle—: ¿Te has parado a pensar en cómo se pueden seguir los pasos de una mujer que sale a correr en un lugar público, en un lugar por donde no pueden transitar automóviles?
—Perdona, no te sigo —dijo confundido Bernal, aunque lleno de excitación.
—Andas tras ella —especificó Castillo, ahora sí, mirando a Bernal—. Tienes que seguirla durante un trecho al menos. Y no es el primer día, lo has hecho otras veces, lo has ensayado para conocer los riesgos. Pero no vas tras ella, sino que lo haces de manera que te tome por uno más entre esa variada fauna con la que se mezcla cada noche. ¿No los ves?—dijo señalando con la vista a los transeúntes—. Piensa, Luis. En el marítimo hay zonas oscuras, otras no tanto. Gente que va y viene, aunque no demasiada a esa hora. Eres consciente de que a ratos puede estar sola y de que esa ventaja no durará mucho tiempo... Realmente no sabes el instante en que podrás hacer lo que has planeado. ¿Cuándo?, te dices. Tienes que buscar la oportunidad, quizá una única oportunidad...
Bernal sintió un escalofrío.
—Yendo más rápido que ella y en ambas direcciones —musitó.
Un ciclista, cubierto con un chubasquero amarillo, pasó a unos centímetros de Bernal. Ambos le siguieron con la mirada.

38

 

—Buenos días.
La voz le resultó familiar a Bernal. Venía por su derecha. Giró un cuarto de vuelta la cabeza y allí, a un metro, estaba Muriel. Le acompañaba una mujer joven, de cejas pobladas y ojos felinos, vestida toda ella con ropa vaquera. La clase de mujer que los ojos de un hombre examinarían con interés, nada más verla. Ninguno les mostró un mínimo atisbo de sonrisa.
—Buenos días —respondió Bernal.
Castillo se incorporó.
—Bernal —Muriel se fue hasta él y se estrecharon la mano—. Es Carolina, mi mujer.
—Encantado —ahora Carolina sí sonrió al alargar la mano. Bernal se la tomó ceremonioso, de la manera que se había acostumbrado a hacer en las recepciones oficiales. —Ramón es amigo mío.
Se saludaron con un apretón de manos, pero Castillo percibió frialdad y hasta desdén en la mano de Muriel.
—Nos cogía de paso —se justificó Muriel—... ¿Qué tal? ¿Habéis adelantado algo?
Bernal y Castillo se miraron: una ligerísima sorna envolvía la voz de Muriel.
—Lo del cuchillo ha sido extraordinario —dijo Bernal—. Se lo venía diciendo a Ramón. Te felicito.
—Gracias. Pero extraordinario no es —sonrió con modestia
Carolina miraba a su marido sin poder ocultar su orgullo.
—Créeme que a muy poca gente se le hubiese ocurrido algo así —insistió Bernal.
—A él se le ocurrió —observó Muriel.
El sol se había colado bajo la ropa de invierno. Bernal sentía el peso de su abrigo, ya demasiado tiempo terciado sobre el brazo.
Asintió con la cabeza.
—Algunos poseen cualidades increíbles..., cualidades mentales —precisó Bernal—. Y no me refiero a los asesinos, que a veces son también endemoniadamente listos. Me refiero a gente que parece normal, pero no lo es. Ordinary people —dijo como para sí—. Sólo he conocido a cinco personas que tenían ese, digamos..., don, y tres de ellas no eran criminalistas... —sonrió ampliamente, enseñando su fea dentadura.
Castillo miró para otro lado. Odiaba que le alabaran en su presencia. Le hacía sentirse estúpido.
—Cualquier aportación es bien recibida —dijo Muriel cruzándose de brazos.
—Hace bastantes años, Ramón nos ayudó a resolver un caso en Sevilla...
Muriel le dedicó una breve mirada a Castillo, entre curiosa y escéptica.
—Vaya. Qué bien.
—Deja eso, Luis, por favor —le pidió Castillo.
Bernal ni siquiera le miró.
—Mira, Muriel, yo nunca he tenido prejuicios en el trabajo. Me da igual de dónde vengan las ideas.
—Ya sé que tienes experiencia en Homicidios —admitió Muriel.
—Las ideas, Muriel —repitió Bernal.
—Es una buena filosofía.
—Te sorprenderías al saber de lo que son capaces estas personas. De lo que mismo quizás seas capaz.
Muriel no encontró ninguna palabra con la que contestar a Bernal. Simplemente enarcó las cejas.
—En Dinamarca están llevando a efecto un programa para reclutarlos —dijo Bernal después de sonarse delicadamente la nariz—. También el FBI ha puesto en marcha una iniciativa similar. ¿Sabes de lo que estoy hablando?
—No tengo ni idea —respondió, burlón, Muriel.
—En el programa se les ha bautizado como «Los Clarividentes» —prosiguió explicando de corrido Bernal, como si no le hubiese escuchado o no le importase el tono de aquél—. Aunque hace años que en el argot de la División de Homicidios son los Poirots. Y no estoy hablando de videntes, ¿eh? No, los videntes tienen otra función y a veces resultan útiles, como tú sabes. Pero esta gente es otra cosa. No son capaces de adivinar nada. La mayoría de ellos desconoce sus habilidades y muy pocos tienen una formación a la altura de lo que cabía esperar... Dependientes, oficinistas, amas de casa... No sé cómo explicártelo... En los casos que investigamos, normalmente tiramos de la madeja para juntar las piezas. Pero ellos no. Ellos se dirigen al principio. Es como andar hacia atrás para ver desde el punto de partida dónde está la meta. Stromberg, en su Tratado de Psicología Criminal, lo ha bautizado como el «proceso de inversión deductiva».
Muriel parecía comenzar a interesarse pero sin mostrarse impresionado.
—Me informaré.
—Hay un dossier en Europol a disposición de los cuerpos de policía de cada país miembro. Con el diseño del programa y algunos resultados preliminares.
Muriel dejó escapar un suspiro.
—Se trata de una experiencia piloto, ¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
—No. Dímelo por favor —suplicó Bernal.
—No hay resultados concluyentes. Si los hubiese, lo sabríamos.
—¿Piensas que me lo estoy inventando?
—Para nada —negó Muriel—. Me estás hablando de un experimento. Cuando se demuestre su utilidad, cambiaremos el método.
—El método, claro —dijo Bernal mirando con impaciencia y preocupación su reloj.
—Tenemos procedimientos que seguir. Es algo básico en nuestro trabajo —dijo con suficiencia Muriel.
Luego pensó en si era ético hablar así, pues detrás de la excusa se escondía nada más y nada menos que su propio egoísmo. Y se trataba de un asesinato... ¿Ética? La ética había que aplicarla a los fines, no a los medios. Otra cosa muy distinta era la legalidad. «Dentro de la legalidad, siempre», le había aconsejado una vez en voz baja uno de sus instructores, guiñándole un ojo. La ética era para los profesores, no para los que trataban con toda clase de escoria, como él. Sin embargo, desde que había nacido Ale, se miraba a sí mismo constantemente. A veces le angustiaba pensar que no estaría nunca a la altura de lo que Ale esperase de él. Que, cuando el niño creciese, tendría que mantener entre bambalinas esa parte sucia de él mismo. Y le avergonzaría hacerlo.
Realmente, ya sentía esa vergüenza al contemplar su rostro dormido.
Por supuesto que se daba cuenta de que no estaba siendo honrado al plantear a Bernal aquellas objeciones, pero no le importaba. No era el momento de ser escrupuloso. ¡Conque exigiendo ortodoxia! Profesionalmente no era, lo que se decía, un ejemplo de ortodoxia. Siempre había ido un poco por libre. De hecho, la reputación que se había granjeado con su conducta no era desde luego la más idónea para que, en un futuro, le encomendasen la gestión de grupos. Muriel lo sabía. Pero no podía franquearle gratis la entrada a Bernal y su amigo, y dejarles a ambos que lo pusiesen todo patas arriba. ¿Eso era lo que temía, que supusiesen un estorbo? ¿O se trataba de una excusa que se estaba dando a sí mismo para frenarles porque, en el fondo, lo que le preocupaba realmente era que viniesen a restarle brillo? Para ser honrado al menos en una cosa, caviló, tenía que reconocer que la segunda alternativa era mucho más consistente. Ambicionaba salir airoso del caso, sí; era lo que más le ilusionaba. Se veía capaz de dar con el culpable, pero necesitaba tener las manos libres y apartarse de la «política» del cuerpo. Y sobre todo necesitaba buenos colaboradores. En efecto, no quería fisgones ni videntes. Sabía que le entorpecerían el trabajo. No estaba dispuesto a perder la oportunidad: el hallazgo del arma le había colocado un peldaño más arriba, y ahora era su instinto de conservación el que hablaba por él.
—Lo importante son los resultados. ¿Para qué crees que nos quiere la gente? ¿Para vernos con el uniforme puesto por las calles? Lo que espera la sociedad de nosotros es que resolvamos los delitos, y si nos empeñamos en sacarle brillo a nuestro status quo... o anteponer los formalismos...
Muriel se llenó de pronto de impaciencia. El aire comprimido que salía por su nariz le delataba.
—Una cosa es estar abiertos a ciertas ideas y otra muy diferente dejar que cualquiera opine. Eso sería de locos. Pero antes te he dicho que me parecía bien que tengas tu propia fórmula de hacer las cosas.
—... Perderemos muchas oportunidades, ¿entiendes? —concluyó Bernal, ajeno por completo a la interrupción de Muriel, y se cambió el abrigo de brazo.
—Joder, que me parece muy bien —volvió a repetir Muriel, sin perder la compostura—. Es tu punto de vista. No sé cómo decírtelo ya para que me creas.
—Te parece bien, pero no te gusta.
—No es que no me guste —dijo con cierto hastío Muriel—. Es que, sinceramente, no le veo la utilidad.
Bernal miró de reojo a Castillo, que había vuelto a apoyarse en el muro. Con los brazos cruzados y la mirada baja, no dejaba traslucir su estado de ánimo. Bernal supuso que era su manera de mantenerse al margen de la discusión, y que la hostilidad de Muriel no iba a ser estímulo suficiente para hacerle cambiar de idea. Por ese particular podía estar tranquilo. Lo que más le preocupaba a Bernal era que aquella resistencia estaba retrasándolo todo. Era consciente de que Castillo hablaba completamente en serio en cuanto a dos cosas: que tenía que marcharse a la una, a lo más tardar, y que la de esa mañana era la única ayuda que podía esperar de él.
—¿Nos cierras las puertas?
Carolina escrutaba en esos instantes la silueta de los barcos fondeados en la bahía. No podía apartar de su cabeza la situación de la familia González. Se imaginaba continuamente a Javier, abatido en algún rincón de una modesta vivienda que ella no conocía por dentro, con la cabeza entre las manos, preguntándose dónde estaría Pablito, diciéndose a sí mismo que ese tipo de cosas no podían sucederle a él, y sin embargo era algo real y no la pesadilla que por momentos hubiese anhelado que fuese. Carolina no podía apartar de su cabeza la angustia de aquella madre, a la que el llanto y el miedo no permitirían un solo pensamiento coherente. Lo intuía por ella misma, por Ale, que un día tendría la misma edad que ese otro niño. Entonces, le asaltaba una imagen extraña: veía a su hijo ya crecido sentado sobre la hierba de un parque que no podía identificar, pero su rostro era el de los carteles del supermercado, el rostro del pequeño Pablo, del que se había borrado la sonrisa y en el que ahora había una expresión ausente y preocupada, la expresión «adulta» que nunca tendría la cara de un niño. Sentía que no estaba haciendo nada por ayudar a Javier como él la había ayudado una vez, y que no tenía excusas para su inactividad, porque por mediación de Fernando podía llegar todo lo lejos que le fuese posible a una persona ajena a la familia y quizá más lejos... Estaba segura de que se le ocurriría algo para dar con el paradero de Pablo. Por lo menos, trataría de serles útil. Fernando no debía saber sus verdaderas intenciones porque se opondría rotundamente. No se lo reprochaba; ése era su deber. Aunque sí le reprochaba que hasta ahora no se hubiese tomado excesivo interés en satisfacer su curiosidad y en aliviarla con ello de su preocupación. Apenas había conseguido que volviese a preguntarle a Villalobos, después de mucho insistirle en ello. Como si fuera cosa suya y no de ella, aunque era una distinción estúpida, puesto que Villalobos era consciente de dónde partía aquel repentino interés. «Tómatelo con paciencia, Caro», le había aconsejado tras mantener una pequeña charla con el responsable en Desapariciones. «Todo indica que se trata de una fuga. Pronto aparecerá». Y cuando ella le había contestado, furiosa, que la policía no se ponía nunca en el lugar de la familia, él había replicado que en las desapariciones de adolescentes no había lugar a «acciones policiales rápidas», que el trabajo se basaba esencialmente en difundir el hecho, alertando a las comisarías y cuarteles de la Guardia Civil del resto del país. Que no había recursos para poner bajo vigilancia a las estaciones de autobuses y de ferrocarril, pero que se «procuraba» empapelar con su foto la mayoría de ellas. Un chico de esa edad, argumentaba él, procuraba viajar a pie o haciendo auto stop, haciendo creer a quien lo recogiese que era mayor de edad, por lo que se trataba de poner sobre aviso a las asociaciones de transportistas, enviándoles la fotografía para que la repartiesen a todos los camioneros. Se hacía todo lo posible, según Fernando, pero a Carolina no le parecía bastante, quizá porque la óptica profesional que su marido aplicaba al asunto exigía apartarse emocionalmente, y, además, porque no iba con su carácter lo de sentarse a esperar acontecimientos.
Quizá su mente volaba con tanta insistencia hacia otro lugar, meditaba Carolina, en un intento de quedar al margen de aquella estupidez, de aquella conversación sin sentido. Estaba empezando a cansarse de ver enzarzado a Fernando en una disputa estéril con una persona cuyo propósito al venir a la ciudad era entrometerse en su trabajo. Era la primera vez que «participaba» en un caso de su marido. Nunca antes Fernando había mostrado esa clase de predisposición pero, a raíz de que ella le hablase de la desaparición de Pablo González, pidiéndole indagar sobre qué podía haberle sucedido, él comenzó a ponerla al corriente de las peculiaridades del caso más importante que se traía entre manos. Fernando le había contado lo de Bernal, lo del interés personal de éste en la investigación y lo que él mismo pensaba respecto de la actitud de Gabriel. La posición de Fernando en la Brigada se había afianzado a partir del hallazgo del arma. En cierta manera, Gabriel se había hecho a un lado, pero sin nombrarle oficialmente responsable. Seguía filtrando las incidencias, aunque desviaba hacia Fernando la parte puramente operativa. Los demás agentes habían asumido su nuevo rol, no sin reticencias, según la percepción de Fernando. A Carolina le había parecido un poco extraño que su marido hubiese cambiado de parecer, abandonando su habitual mutismo, aunque había optado por no preguntarle los motivos. Le disgustaba que Fernando la hubiese hecho venir, sabiendo que una cosa así podía ocurrir. Debía haberlo intuido; debía haber sabido que el carácter de su marido le obligaría a acudir a la cita para deshacer cualquier equívoco. Fernando era de esa manera: tenía que hacerle ver a Bernal que no era un clon de Ramos y que, por supuesto, no era tan permisivo como él en lo concerniente al acceso al material de los casos. Quería que Bernal lo supiese, para marcar claramente las distancias. Le había notado contrariado al terminar de hablar por teléfono con él, aunque se guardase sus pensamientos. La fricción era inevitable. Por lo que parecía, Bernal no cejaría hasta obligar a Fernando a admitir sus métodos. La experiencia le había hecho ver que su posición era de fuerza, y estaba decidido a aprovecharla. Bernal había comprendido muy pronto que Ramos no le dejaría en la estacada, que temía afrentarle porque sin duda le veía muy por encima de él. Para ella, la reacción de su marido ante el envite de Bernal era un misterio todavía por revelar. Quizá terminase por ceder, aunque lo dudaba. Todo sería más fácil de predecir, si dependiese de él, si no tuviese que acatar el criterio del jefe. Entonces, hubiese apostado sin dudar por que Fernando le habría parado los pies en seco a Bernal. Lo habría despachado en un santiamén.
Para abstraerse en la medida de lo posible, Carolina fijó la mirada en un trasatlántico de casco blanco, que tenía media proa oculta tras el espigón del morro. Venía observándolo desde hacía un minuto, tratando de dilucidar si se movía en dirección a la ensenada del puerto. No estaba segura del todo, aunque parecía estar quieto. De cuando en cuando sus ojos felinos se posaban en la gente que caminaba aparentemente despreocupada hacia La Malagueta. Furtivamente, observaba a Castillo, que tenía un lejano parecido con uno de sus profesores de la facultad de Derecho. Era fácil leer en su cara que, al igual que ella, se sentía violento y como fuera de lugar ante la discusión. Pero el médico que «había ayudado una vez a Bernal a resolver un caso», experimentaba además una viva impaciencia. Carolina estaba segura de eso. Ella sabía que cuando a un hombre le aleteaba la nariz, era que estaba como loco por decir algo para darse importancia ante los demás. Los hombres se parecían unos a otros en que no resistían la tentación de pavonearse. Ese pensamiento avivó la curiosidad de Carolina y, además, le trajo a la cabeza otro que estaba estrechamente relacionado con aquél: la reacción de su marido cuando el médico tuviese la oportunidad de hablar. Bajo los lógicos remilgos que sentía Fernando ante la posibilidad de tratar de tú a tú con él, Carolina sabía que latía una enorme curiosidad por descubrir de lo que era capaz. En el fondo, cavilaba ella, Fernando quizá deseaba que fuese un impostor. Conociéndole, suponía que su ego no sería capaz de soportar que una especie de chamán a los que tan acostumbrados estaban a recurrir en otras unidades policiales, finalmente se le colase en el caso gracias a una feliz ocurrencia que no tuviese más remedio que pararse a analizar.
Carolina no quería mirar a Bernal. Dirigía la mirada a cualquier objeto, persona o incidencia, tratando de no fijarse en aquel hombre de modales exquisitos y fea dentadura, de quien Fernando recelaba desde el principio. Era lo que más le incomodaba, porque tenía la sensación de que aquellos ojos cuyo color, brillo y tamaño aún no había podido examinar, la estaban examinando continuamente tras el muro de las caras gafas de sol que les servían de escondite perfecto.
—Te equivocas: yo respeto todas las posturas —Muriel se encogió ligeramente de hombros.
—Hombre, llevo muchos años en el cuerpo para no darme cuenta de que esto... que estemos aquí revisando los hechos, te lo tomas como si te estuviésemos fiscalizando la investigación...
Muriel sonrió levemente.
—Yo no tengo esa sensación.
—¿Y qué sensación te produce, entonces?
—Sólo de que nos distrae.
—Te repito que todas las buenas ideas deben ser bienvenidas —afirmó, visiblemente enfadado, Bernal, pero sin elevar la voz—. Nunca se pierde el tiempo examinándolas. Si no aprendes eso, sólo le sacarás un veinte por ciento a tu esfuerzo.
—A Gabriel le gusta contentar a todo el mundo. Y él es el que manda, así que da igual lo que yo piense.
—Lamento que estés a la defensiva, de verdad. Si fueses capaz de escuchar... En fin, Ramón acaba de descubrir algo que puede interesarte.
—Estupendo —dijo Muriel con displicencia.
Bernal se puso muy serio y movió la cabeza de un lado a otro.
—¿No vas a escucharle?
—¿He dicho acaso que no vaya a hacerlo? —respondió con gesto alterado Muriel.
—Díselo Ramón.

39

 

Castillo sacó las manos de los bolsillos del pantalón y entrecruzó los brazos. Cómo cambiaba el tiempo y las responsabilidades el carácter de la gente. Pensaba en lo poco que quedaba, dentro de aquel traje de ejecutivo, del Travolta franco, brusco, y a menudo maleducado, del que decían entonces que habría que haberle lavado la boca con lejía cada vez que se ponía a largar lindezas. Dudó unos instantes.
—Según Luis, todavía no están seguros de cómo se fue de aquí.
—¿Perdón...?
La ironía de Muriel hizo mella en Castillo. Todo aquello le resultaba absurdo. Él, allí, siendo testigo de una pugna estúpida por su causa, reeditando el antiguo dilema al que la inclinación obsesiva de Bernal le había abocado veinticinco años atrás. ¿Quién le mandaba meterse en camisa de once varas?
De repente, había perdido toda la seguridad en sí mismo. Tenía tanto miedo al ridículo que ni siquiera la tentación de marcharse de allí en el acto era mejor que seguirles el juego a Luis y Muriel. Una y otra alternativa le hacía sentirse como un imbécil. Pero, viéndole tan desesperado como para rebajarse a implorarle, no había sido capaz de decirle que no a Luis, y, ahora, por mucho que le fastidiase la injusta actitud de Muriel (aunque podía explicársela en parte), por mucho que le pareciese arbitraria e inmerecida, e incluso contraproducente para poder colmar una ambición que llevaba escrita en la mirada, haría lo acordado. Después, que Bernal se olvidase de él.
«Bueno, tengo razón y eso es lo único que debe importarme», murmuró en sus adentros. «La cuestión es largarlo cuanto antes y salir pitando».
—Me refiero al que lo hizo.
Muriel negó de mala gana con la cabeza.
—Aún no.
—Voy a pedirle un favor —dijo Castillo.
Se hizo un silencio. Muriel, con aire receloso, parecía ya dispuesto a escuchar la ocurrencia de Castillo, y éste parecía estar a la espera de permiso para continuar.
—... ¿Quiere mirar a derecha e izquierda? —pidió Castillo algo sofocado, al ver que Muriel no reaccionaba, que sólo le miraba fija y severamente, en medio del alboroto causado por una docena de adolescentes que pasaban en ese instante por allí.
Muriel no desvió la vista de Castillo. Únicamente movió los labios para preguntarle:
—¿Pero para qué?
—Para decirme lo que ve.
—¿Es un acertijo?... ¿Estamos jugando a algo?—inquirió con aspereza.
—Perdone. Creo que es importante que haga lo que le digo. Lo entenderá con rapidez.
Bernal hizo lo posible por disimular la sonrisa vengativa que se marcaba en sus labios, mientras Muriel ejecutaba torpemente lo que le había pedido Castillo.
—¿Y qué? —Muriel dejó entrever en su expresión desconcertada e irritada la comisión de una estupidez de la que se había arrepentido de inmediato.
—La gente... ¿qué hace?
—Bien. Vamos a dejarlo aquí. Encantado de verte de nuevo, Bernal —dijo Muriel volviéndose con un ademán enérgico hacia Carolina.
Bernal se le plantó delante.
—Espera un segundo. No malinterpretes a Ramón.
—Mira, yo no tengo tiempo para adivinanzas —dijo Muriel apretando el brazo de Carolina y empujándola hacia la derecha para salvar el pequeño obstáculo que se interponía entre ellos y el ancho paseo embaldosado que llegaba hasta el puerto.
—La gente va y viene... Igual que hacía la víctima —dijo Castillo a espaldas de Muriel.
Éste no se inmutó y comenzó a caminar hacia la Malagueta.
—Pero no todos van a pie.
Muriel se detuvo y volvió la cabeza. Como olvidándose de que era Castillo el que había dicho aquello, se dirigió a Bernal para preguntarle:
—A ver, ¿qué es lo que trata de decirme?
Castillo anduvo los diez metros que le separaban de la pareja.
—Que el asesino se movía en bicicleta —concretó—. Estoy convencido de que usó una bicicleta para llegar hasta aquí y marcharse..., He estado considerándolo despacio y creo que sé cómo pudo escapar —prosiguió. (Ahora le miraba directamente a los ojos como si el examinando fuese Muriel y él el examinador)—. Dejaría la bicicleta, ahí, detrás del muro —se dio la vuelta y bajó hasta la plataforma de acceso al chiringuito. Muriel le siguió de mala gana. —Hay una especie de carril, allí —indicó con el dedo índice en mitad de la arena—, que usan los corredores. Siguiéndolo, se puede salir en pocos segundos al paseo, a través de aquel ensanche.
Muriel estaba sorprendido, pero se esforzó en disimularlo y seguir pareciendo solamente escéptico. Todo encajaba. La sensación que le producía lo que acababa de escuchar, era la de que por fin se ensamblaban varias piezas sueltas, cuyo sentido, vistas aisladamente, se le había escapado hasta ahora. El ensanche al que se refería Castillo estaba a unos ciento cincuenta metros, en dirección a los Baños del Carmen. El ayuntamiento había montado hacía poco tiempo unas barras y tubos y otros aparatos para los gimnastas, y un pequeño tobogán para los niños.
Unas diminutas gotas de sudor brotaban de la frente de Bernal. La refriega con Muriel y el peso del abrigo habían hecho que le sobrase la mitad de la ropa.
—La noche era oscura —recordó.
Muriel hizo vibrar su paladar con una especie de «sí».
—El cielo estaba cubierto —dijo al poco—. Llegó a chispear durante un rato.
—La playa era más segura para alejarse —apuntó Castillo.
—Una bicicleta —susurró, pensativo, Muriel—. Es posible.
Castillo se frotó la nariz.
—Creo que la usó para seguirla.
Bernal mostraba más inquietud que el propio Castillo por lo avanzado de la hora. Miraba muy a menudo su reloj de pulsera. Pensó por un momento en cómo hacer para demorar la marcha de Castillo y se dio cuenta de que todo cuanto decía desde hacía dos horas había estado inconscientemente dirigido a despertar el máximo de interés en su amigo. Sabía que era una cuestión de tiempo que se marcase a sí mismo el reto de descubrir causas. Era algo irresistible para él.
Intervino entonces para añadir:
—Llevaba días ensayándolo. Semanas tal vez.
Muriel volvió la cabeza y le miró perplejo.
—Tenía que ocultarla —terció Castillo—. No podía dejarla en medio de la arena, a la vista... Entonces, la apoya ahí, detrás del muro, a escasa distancia de donde se halló el arma... —hizo una pausa de unos pocos segundos, durante los cuales pareció calcular el tiempo necesario para ejecutar ambas acciones. Luego, señalando con su mano derecha hacia el muro, propuso—: Enterraría el cuchillo y volvería por la bicicleta. Así se zafó de muchos testigos potenciales. En el ensanche hay una rampa que conduce a la playa. No es necesario saltar el muro.
Bernal se les había acercado poco a poco.
—Haciéndose pasar por un ciclista podía vigilar los movimientos de Natalia y del resto de la gente —añadió—. Todo cuanto pudiese obstaculizar su propósito.
El sol cegaba a Muriel cada vez que intentaba poner sus ojos en la senda de corredores. Se sentía tan incapaz de contradecir al médico como de darle la razón. La cabeza parecía bullirle con toda una serie de nuevas perspectivas, pero al mismo tiempo sentía que se le escapaban, que se difuminaban en cuanto intentaba enfocarlas un poco.
—No sé... —murmuró.
—¿De qué otra manera podría hacerse?—preguntó, lleno de prudencia, Castillo.
Muriel le miró un instante.
—Sería precipitado darlo por seguro.
—Pero encaja con las circunstancias del ataque —replicó Bernal.
Muriel no tuvo más remedio que mover la cabeza de arriba abajo, asintiendo varias veces.
—Sí, es así —admitió a regañadientes, volviéndose hacia Castillo.
Carolina descansaba, apoyándose sobre el corte del muro. Castillo la había dejado con la boca abierta. Se preguntó si esa clase de gente a los que Bernal llamaba Los Clarividentes existiría de verdad y si el médico sería uno de ellos. En un principio le había sonado a rollo, la clase de rollos técnicos que largan algunos con el propósito de impresionar a la gente. Pero ella acababa de ser testigo. ¿Cómo demonios había deducido lo de la bicicleta?
—¿Qué piensas?—la mirada de Bernal era impenetrable tras los grises cristales tintados de sus gafas.
—¿Tú que crees? Lo investigaremos. Si ha estado siguiéndola cierto tiempo, con un poco de suerte podríamos conseguir una descripción.
—Os deseo mucha suerte —dijo Castillo, batiéndose bruscamente en retirada.
Bernal quiso detenerlo, pero Castillo hizo oscilar en el aire el dedo índice de su mano izquierda en señal de advertencia. Luego miró a la pareja y pronunció un apresurado «encantado», antes de volver sobre los pasos que le habían conducido allí.
Era la una en punto.

40

 

El sol de mediodía había traído de improviso un adelanto de la primavera. El aire salado venía tibio y perezoso. Los viandantes parecían resistirse todo cuanto era posible en dar por finalizado el paseo.
Bernal era testigo de la impresión que había causado en Muriel lo que acababa de presenciar. Su asombro con lo sucedido se reflejaba nítidamente en su rostro. Era obvio que necesitaba comprenderlo. También su esposa parecía aturdida y como ausente. Dado que Bernal no tenía hecho planes para el resto del día, caminaron sin rumbo definido durante un buen rato mientras hablaban sobre ello. La suposición de Castillo acerca de la minuciosa planificación del asesinato, urdido durante meses para evitar testigos, era tan interesante y original, que Muriel, al exponérsela Bernal, se delató sin poderlo evitar. Le fue imposible ocultar su estupor. Nunca había sido testigo de esa clase de razonamiento. En esencia, porque no era nada descabellado si lo pensaba detenidamente. La fórmula exacta empleada por el médico para llegar a tal deducción —desandar el camino, ir hacia atrás, partiendo de los hechos conocidos— parecía sencilla pero, siendo sincero consigo mismo, tenía que reconocer que él no hubiese sido capaz de hacerlo. Pese a que le había sonado a pura patraña, inventada para justificar aquel desvarío de traerse «un colaborador», tendría que averiguar qué había de verdad en lo dicho por Bernal acerca de Los Clarividentes. Al igual que Carolina, cuya fascinación por los sorprendentes resultados que había deparado un encuentro «casi fortuito» estaba impresa en su mirada, Muriel se sentía como descolocado y desconcertado después de marcharse el médico, como si todos los conceptos que había aprendido en los últimos años, fuesen insuficientes o completamente inútiles.
La decepción de Muriel con sus propias capacidades duró apenas unos instantes. Enseguida se puso a la tarea de ordenar sus ideas para tratar de sacarle partido a la situación vivida. Se dio cuenta inmediatamente de que tenía que presuponer que la conducta del asesino habría sido igual en los meses que precedieron a las muertes de La Caracola y Vaguada Verde... Si se trataba del mismo autor, lo que aún no era del todo seguro. Aunque él, íntimamente, estaba convencido de que era así. Pero, dadas las características de ambos crímenes, el acecho al que habría sometido a sus anteriores víctimas, debía de ser de una naturaleza distinta al usado con Blanes. Por exigencia de Gabriel, había repasado los expedientes con detenimiento, sin hallar una sola mención en los interrogatorios efectuados a «extrañas presencias» cercanas a las víctimas, en las semanas anteriores a los crímenes. Nada sobre ciclistas, que él recordase.
En los minutos siguientes, Bernal y él recompusieron su relación. Fue más fácil de lo que hubiese podido imaginar. Expulsó de dentro de sí la idea de que Bernal podía estar ocultando otros intereses. Por fin estaba convencido de que no había venido a quitarle nada En una cervecería de Pintor Sorolla, no lejos de donde se encontraban, mientras apuraban tres rondas y unas raciones que Bernal insistió luego en abonar, consiguieron ponerse más o menos de acuerdo en una única teoría:

 

Sin descartar definitivamente que Natalia hubiese sido una víctima sin nombre para el asesino, una mujer que simplemente encajase en «su categoría» de objetivo, y que lo que hubiese decidido su destino fuera sólo el resultado de una suerte trágica, ambos se inclinaban a pensar (quizá era que lo deseaban) que debía de haberla elegido mucho tiempo atrás, quizá varios meses. Durante un tiempo indeterminado, la vigiló para conocer cuanto pudiese de ella y aprender sus rutinas: la hora a la que salía y volvía a casa, si solía acompañarla alguien, qué recorrido seguía habitualmente y si algunas de sus actividades tenía cierto carácter fijo y el lugar donde se desarrollaban resultaba propicio para sus fines. Así, el desconocido supo que Natalia practicaba jogging de un modo regular, durante prácticamente todo el año, siempre a la vuelta del concesionario, habitualmente entre las nueve y las diez de la noche. Y detectó lo que la hacía más vulnerable: tenía por costumbre volverse caminando desde los Baños del Carmen. Ese recorrido le ofrecía alguna oportunidad, pero nunca avanzada la primavera o durante el verano. Tenía que estar oscuro y tenía que ser en la curva de Bellavista. Alguna vez se daría la coincidencia de que atravesase sola la zona de la curva. Pero no podía esperarla en ese lugar todos los días: su actitud hubiese levantado sospechas y alguien se habría fijado en él. Además, aunque hubiese podido hacerlo, supo enseguida que no podría controlar una «zona de seguridad» por delante y por detrás de su víctima, manteniéndose «estático» Descubrió la fórmula que le permitía evitar tales riesgos y, de paso, incrementar las posibilidades de poder sorprenderla: convertirse en ciclista.

 

¡Maldita sea! Ahora lo comprendía Muriel. Con razón le había parecido inexplicable en un principio que el autor del crimen hubiese tenido tanta suerte. Ningún testigo directo. Qué jodida casualidad. Ni aunque se tratase de una presa elegida al acecho, podía el depredador saber lo que se avecinaba por ambos lados.
Sin mucha fortuna, Muriel trató de disimular su sorpresa cuando Bernal le dijo que, según la opinión de Castillo, el asesino debía de haber cavado un hoyo antes y no después de cometer el crimen, y que probablemente lo había hecho varias veces en días diferentes. Al principio, Muriel se propuso refutarlo, aunque fue bastante torpe al argumentar. Bernal no quiso discutir esta vez. Más que por verdadero convencimiento, Muriel se veía guiado por su instinto de conservación. La convicción de que Castillo y la gente como él constituían una amenaza para los auténticos profesionales, flotaba de alguna manera en su subconsciente. Pero terminó por rendirse, admitiendo que era bastante posible que hubiese sucedido lo que había imaginado aquel médico medio brujo. ¡Tenía tanto sentido!
Ahora sabían mucho más del asesino, pero aún estaban bastante a oscuras. Tenían que tratar de pensar como él. Castillo sabía hacerlo pero ya no podrían contar con su ayuda. Muriel lo había hecho una vez en lo del arma, de modo que Bernal le propuso que tratase de imaginarse sus siguientes pasos «lógicos», tras alejarse del lugar del crimen. Lo primero que él hubiese hecho, meditó Muriel, es volver al coche. «Habría venido en coche, lo habría aparcado en una calle cercana al paseo marítimo, una calle oscura, de escaso tránsito, donde pudiese sacar y meter de nuevo en el maletero la bicicleta sin que nadie me viese» ¿Pero dónde? La más apropiada de las que conocía era el paseo Miramar, por el que se podía acceder rápidamente a las rondas de circunvalación de la ciudad. Antes de poder montar controles, el individuo se habría evaporado.
Bernal estuvo de acuerdo en los aspectos esenciales de la hipótesis. Desde este momento, Muriel y su gente tenían un trabajo que hacer, un trabajo ordenado y con objetivos claros, no el dar palos de ciegos o sentarse a esperar a que sonase la flauta. Por lo pronto, podrían ponerse a buscar una descripción del individuo. Alguien tenía que haberlo visto, alguna de las veces, cavando el hoyo.
Cuando se despidieron, al filo de las tres menos cuarto, Carolina Granados había cambiado de opinión respecto de Bernal. Le parecía una persona digna de respeto, un hombre que no podía permitirse la pasividad de ser un mero espectador ante el innombrable acto que se había cobrado la vida de alguien a quien había querido y protegido una vez. Además, ya no se sentía arrepentida de haber acompañado a Fernando. El «trabajo» llevado a efecto por el médico delante mismo de sus ojos, le había causado escalofríos, al igual que el posterior de su marido. Siempre había pensado que Fernando debía de ser muy capaz como investigador, pero lo que había presenciado era diferente... Se sentía tan orgullosa...
—¿En qué estás pensando?—dijo Muriel al verla tan callada.
Carolina sonrió, moviendo la cabeza de lado a lado.
—Cosas mías.
Lo sucedido había amasado una esperanza nueva en su interior. Quizá pudiese aplicar la experiencia que acababa de vivir en ayudar a Javier y a Amanda.

41

 

Carolina Granados desvió la mirada hacia el pequeño charco de agua limpia de la acera. Al alzar la vista vio una cascada en miniatura que caía desde la tercera planta del edificio, justo a mitad del paso, donde estaba la vertical exacta de una jardinera colgante con macizos de geranios blancos y rosas. Disgustada, la rodeó mascullando un par de tacos y se arrimó todo lo que pudo a las cristaleras del portal, para evitar que la cascada le salpicase los bajos del vaquero. Carolina odiaba que la gente regase las macetas de los balcones a plena luz del día, haciendo caso omiso de las ordenanzas municipales.
Había una pegatina con los nombres rotulados de Javier y Amanda. Era casi lo único que Villalobos había hecho por ella, y no de muy buen grado, por cierto: darle la dirección de los padres de Pablo y, muy a regañadientes, su teléfono.
Durante su breve encuentro con Villalobos, había llegado a sentirse como una perfecta imbécil. Fernando la había enviado a mantener aquella entrevista suponiendo cubrir con ello el expediente de su compromiso conyugal, cuando sabía a la perfección que, a lo sumo, saldría de allí con cuatro palabras convencionales y sin ninguna noción concreta de nada que no se supiese ya por los periódicos. Tampoco era culpa de Villalobos que la cita no hubiese deparado los resultados que Carolina esperaba: ella, ingenuamente, había supuesto un imposible. ¿Era razonable esperar que un agente de la policía le proporcionase datos de obligada confidencialidad acerca de una investigación en marcha? «No, Fernando hubiera hecho lo mismo que Villalobos», se decía a sí misma, nada más abandonar la comisaría.
En parte, era culpa suya por mostrarse tan impulsiva ante Fernando. Sí, siempre que podía, Fernando evitaba contrariarla; no era la primera vez que se daba cuenta de eso. Una mezcla de rabia y de tristeza se apoderaba de ella al pensarlo, al entender que, en su fuero interno, su marido la debía de considerar excesivamente proclive a «ocurrencias» que no conducían a nada.
Cuando pulsó el portero electrónico, aún no había sido capaz de quitarse de encima aquel ligero nerviosismo. Se sentía estúpida haciendo todo aquello.
—¿Quién es?—preguntó una voz de mujer, segundos después de pulsarlo por tercera vez.
—Carolina Granados.
—No la conozco. ¿Qué quiere?
—Hablé por teléfono hace dos días con Jorge Denís... ¿Es su hermano?
—Sí... pero...
—¿Está él en casa?... O Javier, su marido... ¿Está su marido?
—¿Qué es lo que quiere? ¿Es de algún periódico?
—No, no —negó con vehemencia Carolina—. Conozco a su marido desde hace años; él se lo dirá... ¿Me abre, por favor?
La señal electrónica desencajó levemente el cierre. Carolina apenas hubo de empujar el batiente de madera.
El ascensor estaba inmaculadamente limpio, sin una sola huella empañando el espejo, pero había olor a pescado en el interior.
Amanda Denís no tenía el aspecto desaliñado que Carolina se había imaginado considerando su tragedia. Iba sin ninguna joya visible pero había pasado recientemente por la peluquería o alguien la había peinado en casa; un discreto maquillaje y un esbozo de carmín conferían un aspecto aseado a su rostro, resaltando aquellos labios exactos a los del Pablo que se había mostrado en las fotos de prensa y televisiones. Llevaba una rebeca verdosa gruesa, bastante nueva, unos pantalones de pana y zapatos de ante, en vez de zapatillas. Era como si estuviese ya totalmente adaptada a la nueva realidad y, con toda la naturalidad del mundo, hubiese asumido ser el centro permanente de los focos.
—Entre.
Amanda Denís condujo a Carolina hasta el salón de la casa. Unas gruesas cortinas protegían los cristales del cierre de aluminio. Había diversas fotos con estampas familiares dispuestas a lo largo de un mueble aparador. Era fácil reconocer a Pablo en varias de ellas, aunque representaban muy diferentes etapas de su crecimiento. También había otras tantas de su hermana Valeria, algo menor que Pablo.
Dos mujeres de mediana edad se levantaron del sofá.
—Ya nos vamos, Amanda.
Javier González se levantó como un resorte.
—Quedaos un poco más, ¿no?—propuso Amanda.
—Mañana vendremos otra vez —dijo, por toda contestación, la más bajita de las dos—. Deja, no nos acompañes.
Carolina miró fugazmente a Javier. Sentía seca la boca
—Hola.
Javier le ofreció la mano.
La puerta de entrada chirrió levemente antes de cerrarse, con ese eco funcional que producen los pasillos vacíos de los edificios.
—Amanda, tú si te acuerdas de Carolina... seguro —balbució temiendo mostrarse demasiado familiar con la recién llegada—. La conocimos en la playa de la Araña hace unos años... ¿No te acuerdas?
Amanda no conseguía recordar qué incidente les relacionaba con aquella cara que, de todos modos, le resultaba familiar.
—Su marido me ayudó a sacar a mi hermano del agua —se apresuró a aclarar Carolina—. No nos ahogamos gracias a él.
—Sí, ya me acuerdo... —los ojos de Amanda brillaron fugazmente y de inmediato volvieron a velarse de tristeza—. Bueno, ¿quiere sentarse?
—Gracias...—la recién llegada se dejó caer en el sofá y durante unos segundos se quedó callada, como si no supiese por dónde empezar. Luego dijo—: He venido para que sepan que pueden contar conmigo en lo que les haga falta. En lo que necesiten —repitió—. Me hago idea de lo difícil que es... de lo que están pasando —los ojos de Amanda Denís se humedecieron en ese punto—. Cualquier cosa que yo pueda hacer...
—Se lo agradecemos —Amanda sonrió forzadamente.
Carolina se mordió los labios. Hacía días que en sus sentimientos se mezclaban la frustración y la curiosidad. Hacía días que planeaba una fórmula para disponer de toda la información posible sin causar daños colaterales. Miró a ambos con el corazón encogido. En ese instante hubiese dado lo que fuera por entregarles una brizna de esperanza a aquellos padres, por poder decirles: «yo sé cómo encontrar a Pablo»; por poder vaciar sus corazones de la angustia y del miedo que los corroía poco a poco. Tales reflexiones, completamente infantiles —se daba perfecta cuenta de ello—, sólo reflejaban la impotencia que experimentaba al verse incapaz de devolver a Javier el favor de aquella tarde en la playa. Era extraño: la volatilización de Pablo había obrado el curioso efecto de que en su cabeza pululasen todas las ideas utópicas que nada más se dan en los niños y en los revolucionarios, ilusiones irreales como la de creer a pies juntillas que ella podría dar con nuevas pistas sobre su paradero, que, con aplicación y algo de suerte, proporcionaría a la familia de Pablo y a los investigadores una «nueva hipótesis». Se le ocurriría el modo, se decía constantemente. Haría como Castillo.
Nunca se había estrujado tanto las neuronas. Después de considerar lo sucedido desde todos los ángulos posibles, había llegado a formularse una pregunta que le pareció un interesante punto de partida: ¿Qué era lo que no hacía nunca la policía en esos casos? «... Pues ponerse en el lugar de ellos»... Fernando le había explicado en esencia los métodos. Y sí, se consultaba con expertos..., psicólogos criminalistas..., se seguían protocolos elaborados por las unidades especializadas en la búsqueda de desaparecidos... Pero, ¿qué investigador se metía en su pellejo? Ningún investigador tenía dieciséis años... Había que entender el porqué de la fuga de un adolescente para poder seguir sus pasos. Pensar como ellos, impregnarse de sus expectativas y sus fobias. ¡La policía no hacía nada de eso! La policía se limitaba a buscar pistas y a seguirlas. A intentar confirmar una hipótesis tras otra. O a descartar las que pudiese. Desde que Carolina vio las fotos en el supermercado, no hacía más que darle vueltas al asunto.
¿Quién estaba en condiciones de asegurar que lo de Pablo fuese una fuga? Había como algo forzado en todo aquel episodio, algo inquietante. Presentía que el deseo de los padres (consecuencia lógica del intento de ahogar sus peores temores) había pesado demasiado en Villalobos y su gente.
Por un momento sintió rubor. ¿En qué lío iba a meterse? Tuvo conciencia de que había permitido que le dominase una pretensión disparatada e ilusoria. Si Pablo no hubiese sido quien era, ninguna de aquellas fantasías hubiera llegado a florecer.
—Me vais a permitir hablaros de tú...
—Claro —dijo Javier, y Amanda asintió.
—Mi marido es policía —explicó Carolina Granados—. Trabaja en la Brigada... aquí, en la Comisaría Provincial...
Los padres de Pablo no reaccionaron ante la revelación de Carolina.
—Se llama Fernando Muriel —prosiguió Carolina—. Si necesitáis cualquier cosa... Podéis llamarlo a la comisaría..., Él estará encantado de ayudaros en lo que pueda. De verdad.
En él último instante, Carolina había evitado decir Grupo de Homicidios, para impedir que se produjese en Javier y Amanda una inoportuna y dolorosa asociación de ideas.
—Gracias —susurró Amanda Denís.
Javier apenas entreabrió levemente los labios. Se le notaba incómodo; de hecho, parecía mucho más tenso que Amanda. Carolina supuso que era también un susurro de gratitud lo que había tratado de expresar.
—Pablo...—titubeó un instante Carolina— volverá pronto con vosotros. Ya lo veréis.
Amanda suspiró entrecortadamente y a continuación asintió con la cabeza. Al instante, sus enormes ojos verdes se habían humedecido.
Carolina volvió a morderse los labios. Pero esta vez porque había estado a punto de meter la pata. Le había faltado muy poco para decir: «pronto aparecerá». ¡Maldita sea!, ahora entendía lo difícil que era expresarse en tales circunstancias, del cuidado que tenía que poner en escoger las palabras. «Aparecerá». ¿Y si apareciese muerto?
Al menos, reflexionó, tenía que dar ánimos a Javier y a Amanda. Y, sobre la marcha, tuvo la ocurrencia de inventarse una historia
—Bueno... seguramente que estaréis pensando que... en fin... que quién soy yo para deciros que entiendo vuestra preocupación... Pero veréis..., es que yo viví una situación así en mi familia. Hace unos años un primo mío —Carolina eligió cuidadosamente las palabras— se fue de casa sin decir nada. Y tenía la edad de Pablo... bueno, un año más para ser exactos. Por una cosa sin importancia, por... una pequeñez... como Pablo... Estuvimos más de un mes sin noticias suyas... un mes que se hizo muy largo, pero igual que se fue, una tarde se presentó en casa. Así, por las buenas, llamó al timbre y subió —esbozó una sonrisa— como si viniera de comprarse un helado. La angustia de todo aquel mes no hay quien te la quite, claro, pero todo se da por bueno...
Los semblantes de Javier y Amanda se habían iluminado, como si hubiesen vertido un bálsamo en sus afligidos corazones. Carolina sintió que no le avergonzaba lo que acababa de hacer, sino más bien todo lo contrario. Nunca sabrían que les había mentido. ¿Iban a perder el tiempo comprobando si la historia era cierta? Incluso podía decir que estaba orgullosa de su elocuencia. Carolina tenía fe en el valor de la esperanza; la esperanza, cuanta más mejor, ayudaba a soportar la incertidumbre y, hasta que se produjese el desenlace, fuese cual fuese, la maldita incertidumbre era lo único que podía destruirles de verdad.
Entonces ocurrió: Amanda necesitaba desahogarse y con quien mejor que con alguien que había pasado por igual trance.
—Pablo es muy decidido. Con la gente de fuera —miró un instante a Javier—parece reservado, callado... pero él es de otra manera. Tiene carácter: es muy independiente. Y no se asusta por pasar la noche en la calle. Yo sé que se ha buscado cualquier cosa para ir tirando. La policía cree que puede estar mendigando por cualquiera de las zonas turísticas..., que incluso puede estar en Mallorca o Ibiza en alguna comuna hippie...
«Una madre que se aferra a un clavo ardiendo», murmuró para sí Carolina.
—Hay unas cuantas en Las Alpujarras.
—Sí, lo sabemos —dijo Javier—. La guardia civil de allí las ha rastreado todas. Y nada.
—Se fue dando un portazo... No tenía que haberme puesto como me puse. Me pesa muchísimo... Pero ya no tiene remedio —sollozó la madre de Pablo. Se detuvo unos segundos como para tomar aliento; los suspiros le impedían seguir hablando—. Podría estar ya en Portugal... o en... Francia. ¡Dios mío, qué cuesta arriba se nos hace pensar eso! Ahora...—balbució— ahora se está probando a sí mismo. ¡Dios quiera que esté sano y bien!... No quiere que demos con él, eso está claro.
—Bastantes veces los subestimamos, por nuestro afán de protegerlos —repuso Carolina.
Amanda estuvo de acuerdo, sólo que esta vez un nudo en la garganta le impidió vocalizar una sola sílaba.
—¿Tienes hijos?—suspiró de nuevo.
—Uno pequeñito. Tiene diez meses. Se llama Alejandro.
Ambas sonrieron.
—Toca muy bien la guitarra. Pablo tiene mucho oído, ¿sabes?—Amanda volvió a mirar a Javier—. Podría ganarse la vida tocando en la calle.
—Dice la policía que muchos encuentran ocupación temporal en la economía sumergida —intervino Javier—. Y luego van de un lado para otro. Puede estar en cualquier parte de España: en la zona de Levante...
—La industria del zapato tiene mucha gente empleada sin darlos de alta —aseguró Carolina.
—Hace dos años estuvo un fin de semana entero ayudándole a la familia de un compañero de clase a recoger la aceituna —dijo Amanda—. Sabe cómo es ese trabajo.
Era el miedo, el miedo a lo verdaderamente irreparable lo que les forzaba a ser optimistas. Era tan evidente, pensó Carolina.
Javier parecía cada vez menos inhibido.
—Lo que no sabemos es la dirección que ha podido tomar —dijo—. Eso lo hace todo más difícil. Un pasajero que iba en el autobús de la línea catorce, cree haberlo reconocido por las fotos. Pero si es verdad que era él, nadie lo vio bajarse. A lo mejor lo que quería era llegar a las rotondas para hacer autostop.
—El inspector Villalobos piensa que puede haberse subido a un trailer u otro vehículo en una gasolinera —comentó Carolina, que no dejaba de hacer anotaciones en su cabeza.
—Sí, eso nos dijo.
Javier se calló que las pesquisas que se habían llevado a cabo en todas las gasolineras de la ciudad y alrededores no habían dado fruto alguno. Tampoco mencionó que en esa noche las grabaciones de sus cámaras de seguridad no habían recogido la imagen de ningún chico que se pareciese a Pablo.
Era una buena suposición, la mejor posible para los padres. No la estropearían por un detalle de segundo orden. De todos modos, Villalobos seguía pensando que era muy fácil pasar desapercibido en una gasolinera de autoservicio.
—Es una buena vía de escape —asintió Carolina.
—No llevaba casi nada de dinero encima —observó Amanda.
—Se cansará de estar lejos de casa, ya lo veréis.
—Dios te oiga.
Carolina abandonó su asiento no sin antes decir:
—Bueno..., no os molesto más.
—No, por favor —dijo Amanda, poniéndose en pie como un resorte. Javier se levantó también y carraspeó un par de veces. — No nos molestas. Visitas como la tuya es lo que necesitamos.
—Me están esperando abajo —mintió Carolina, tratando de disculparse, y extrajo del bolsillo de su cazadora dos tarjetas. Una estaba a su nombre y la otra era la tarjeta profesional de su marido.
—No dudéis en llamarnos para lo que sea. Cualquier cosa.
La acompañaron ambos hasta la puerta de salida. Javier se mantuvo unos pasos por detrás de Amanda. En el mismo rellano, Javier sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón y rebuscó en el tarjetero hasta dar con una tarjeta de colores sepia y rojo, y tacto rugoso, a nombre de Atlántida.
—Esta asociación ayuda en la búsqueda de personas desaparecidas —explicó al entregársela.
Carolina la examinó con interés. La dirección era Calderón de la Barca, 7, 1ª planta. Conocía la calle.
—Reúnen información —añadió Amanda—. Mantener publicidad de lo de Pablo y repartirla por toda España es muy costoso. Atlántida corre con los gastos... Estamos muy agradecidos con ellos.
—No sabía que existiera —dijo Carolina.
Carolina besó a Amanda para despedirse. Javier sólo le ofreció su mano.

42

 

La edificación aparentaba un siglo de edad como mínimo. La puerta de entrada, altísima y gruesa, era de dos batientes y estaba abierta de par en par. Una de las cuatro placas que había en uno de los laterales tenía tanta suciedad y moho que apenas se podía leer la inscripción. Pero el resto estaban moderadamente relucientes; alguien se ocupaba regularmente de limpiarlas y abrillantarlas. En el lateral izquierdo estaba la placa que buscaba.
El portal tenía los techos muy altos y estaba oscuro. Clotet entró en el ascensor y pulsó el botón del 1º piso. El ascensor no se movió. Probó entonces a mantener el dedo pulsado sobre el botón unos segundos, pero siguió sin obedecer a su orden. Una repetición de su maniobra sobre el resto de botones, lo convenció de que estaba averiado. No le hacía maldita la gracia tener que subir las escaleras. Subir escaleras era mucho más cansado que caminar. El esfuerzo lo ahogaba.
Refunfuñando, salió del ascensor y se encaminó a las viejas escaleras de mármol gris. Eran amplias. Ascendió prácticamente a oscuras los treinta peldaños del tramo único que llevaba hasta el primer piso y buscó casi a tientas el pulsador del timbre de la puerta de la derecha, que carecía de señal iluminada. Al instante se oyeron pasos y la cristalera rectangular que había encima de la puerta se iluminó. Todavía respiraba ruidosamente.
Sólo al abrirse la puerta, pudo verse la placa dorada de la pared con una inscripción en mayúsculas de fondo rojo. Una flecha, también roja, sobre otra placa rectangular más pequeña, indicaba la dirección del piso.
—Hola. Dígame.
Por su aspecto, el hombre que abrió la puerta no parecía ser de la asociación. Daba la sensación de estar de paso, como el mismo Clotet. Vestía un jersey grueso de color marrón.
Se quedó mirando fijamente al recién llegado, con una sonrisa de bienvenida.
—Buenas tardes —respondió Clotet casi sin aliento y con la frente perlada de sudor—. Vengo a ver a la señora Tortosa. He quedado con ella.
El hombre contuvo la risa. «Señora Tortosa... ¡Qué ceremonioso!»
—Lola no ha venido esta tarde. Pero pase. Puede esperarla dentro si quiere.
—Me dijo que me pasase sobre las seis —Clotet miró disgustado su reloj de pulsera, comprobando que eran las seis y veinte—. Pensaba que llegaba tarde.
—A veces se retrasa. Pero si se ha citado con usted, es porque va a venir.
Clotet se adentró en el recibidor. Olía a humedad. Dirigió la vista al techo: había manchas grisáceas, con cercos concéntricos, en las esquinas del techo del pasillo pero no en el recibidor. A la izquierda, había una habitación grande sin puerta de separación, con aspecto de oficina: dos mesas de despacho con ordenadores y varias estanterías modulares metálicas con carpetas clasificadoras. Una de las mesas estaba ocupada por un hombre vestido con una chaqueta de pana fina, que masticaba chicle mientras ordenaba unos papeles que llevaban adheridos un carné con foto. Por su manera entusiasta de triturar el chicle, Clotet supuso que estaba intentando dejar el tabaco o que hacía poco tiempo que lo había dejado por completo. Delante, tenía sentada a una mujer de unos veinticinco años, en cuyo rostro, muy atractivo, destacaban unos ojos marrón claro, hermosamente felinos. Las cejas, negras y espesas, les daban un aspecto falsamente desafiante. Clotet les dio las buenas tardes. El hombre del chicle únicamente le devolvió un confuso gruñido de bienvenida.
—Buenas tardes —dijo la joven, cuyo aspecto era a todas luces el de alguien que, como Clotet, se encontraba de visita.
—Óyeme, Emilio... ¿te ha dicho Lola si se iba a retrasar?
Emilio sacudió la cabeza de derecha a izquierda sin dar un solo respiro a sus mandíbulas.
En ese instante, se oyó girar la cerradura.
—Ya está aquí —anunció el hombre que había abierto la puerta a Clotet.
La recién llegada dio las buenas tardes, mientras se despojaba del chaquetón de tres cuarto, de vivo color rojo. Luego miró al extraño con expresión de comprender.
Lola Tortosa tenía treinta y ocho años y una voz encantadoramente cristalina, con un acento malagueño muy acusado. Llevaba el pelo tintado en color teja, recogido en una coleta. Clotet, al que aún costaba respirar con normalidad, se la había imaginado algo más joven, con unos transparentes ojos azules y con el cabello ondulado y rubio.
Le fastidió un poco ver que había errado en sus cálculos. Estaba en la cuesta abajo, de eso no le cabía la menor duda.
—Soy Lorenzo, el que habló con usted anteayer. ¿Me recuerda? El amigo de Manolo Soria.
—Claro que me acuerdo —le ofreció la mano. Clotet se la estrechó con energía.
—Ya me marcho —dijo la mujer atractiva y desconocida, levantándose.
—Vuelva cualquier martes con el impreso y las fotos —propuso el hombre del jersey marrón—. Ah, se me había olvidado: nos están diseñando una página Web. Mientras llega, tiene la dirección de correo electrónico para cualquier cosa que necesite —se incorporó, con ademán de despedirla—... Recuerde que sea martes, que es cuando estoy yo... Así se lleva firmado el carné.
La mujer recogió unos papeles de la mesa, asintiendo con la cabeza.
—Adiós.
Unos antes y otros después, cada uno de los presentes le devolvió el saludo de despedida.
—Alonso... —se presentó el que había abierto la puerta a Clotet—. El del chicle es Emilio —prosiguió explicando Alonso, y el hombre de la chaqueta de pana rio y tuvo un golpe de tos que esparció una docena de gotas de saliva sobre la mesa, salpicando también a los papeles que había en ella.
—Ten cuidado, que vas a ponerlo todo perdido —le amonestó Lola con voz indiferente.
Emilio dejó de masticar un momento y se puso a restregar circularmente el codo sobre la superficie de su mesa. Luego puso los folios al trasluz, localizó las manchas y repitió la operación. Todos le miraban, aunque sólo Clotet lo hacía con incomodidad.
—¡Otra vez estamos sin ascensor!—refunfuñó Lola Tortosa.
—¿Me lo va a decir a mí?—protestó, retóricamente, Clotet.
—¿Cómo está Manolo?—intervino Alonso.
Lola fue quien respondió:
—Regular. Si lo vieras... Está muy desmejorado.
Clotet meneó la cabeza, asintiendo a continuación.
—Tiene mala pinta la cosa —musitó Alonso.
—Ya lleva dos operaciones —Lola suspiró—.Y no se ve ninguna mejoría.
Clotet quería aportar su granito de arena. Se sentía igual de afectado que ellos.
—Pues sí —dijo, consternado.
—Siéntese un poco —propuso Lola—. Bueno, si me da medio minuto...
Clotet dejó caer su pesado cuerpo en una de las sillas que parecían reservadas al público. Lola Tortosa desapareció por el pasillo, volviendo inmediatamente a la habitación que hacía las veces de oficina. Se había despojado también de una fina rebeca negra que llevaba encima del suéter de lana.
—Quería usted mirar en nuestra base de datos, ¿verdad?
—Sí.
—No hay ningún problema... Alonso es el secretario. Entre Emilio y él llevan el tema de archivo y registro de casos. Así que cualquiera de los dos podría echarle una mano... —Lola miró a Alonso— ¿Podrías ayudarle tú?
Alonso se dio la vuelta y ocupó la mesa que estaba vacía.
—Si me explicas lo que es...
—Bueno, se trata de revisar las desapariciones de jóvenes. ¿Es eso?—. Lola invitó a Clotet a continuar.
—No estoy muy seguro del periodo de tiempo. Podría ser de los últimos quince años —Clotet se frotó la nariz—. Jóvenes entre diez y dieciséis.
—Vamos a ver... ¿En toda España?
—No, no —se apresuró a negar Clotet—... ¿Les importa que fume?
—Normalmente no permitimos fumar aquí —observó Lola—, pero si no puede aguantarse las ganas...
Clotet se sacó la mano del bolsillo en el que guardaba el paquete de cigarrillos.
—Nada, mujer. Me las aguanto perfectamente —mintió.
—A ver que me aclare. Entonces lo que quiere es mirar los casos de menores... ¿En qué lugar?
Sonó el teléfono y Emilio contestó inmediatamente. Dijo al autor de la llamada que esperase un momento sin colgar y la pasó a un despacho contiguo para atenderla desde allí sin interrumpir la conversación. Lo vieron marcharse moviendo la barbilla en círculos.
—Perdone... se me había ido el santo al cielo con el dichoso vicio... Sí, primero me gustaría ver las de Málaga y provincia.
Alonso cruzó una mirada con Lola. No parecía estar demasiado convencido.
—Lola, sabes que el archivo está sujeto a la Ley de Protección de Datos. No sé si podemos sin permiso de las familias...
—Claro que lo sé. El señor Clotet investigaba antes estos casos. ¿No es así?
Clotet asintió con la cabeza.
El secretario de la asociación lo miró interesado.
—¿Cómo que investigaba? ¿Era detective?
Emilio, que volvía del segundo despacho, se quedó parado un instante, prestando oídos a la conversación.
—Yo estaba en la guardia civil —aclaró Clotet—. Me ocupé de un caso, sí, de un niño de Torre del Mar, en el 98.
Alonso frunció el ceño.
—Me suena... ¿Cómo se llamaba?
—Era David Vicente Cuesta —dijo Lola—. ¿No te acuerdas?
Alonso tecleó, por toda respuesta, su ordenador.
—No lo busques —sugirió la presidenta de Atlántida—. No lo vas a encontrar.
—No está en la base de datos —Alonso le dio al ENTER y giró la silla con un golpe de riñón—. Pero sí, me acuerdo de algo. ¿Por qué no aparece?
—Lo dieron por muerto —comentó Clotet—. Manolo ya me advirtió que no estaba en la lista de desaparecidos, que había pasado a otro registro.
—Creen que pudo ahogarse —añadió Lola—. ¿Y tú, Emilio, no te acuerdas del caso?
—¿En el noventa y ocho?... —Emilio se había desprendido del chicle—. Yo entré en la asociación un poco después, creo.
—No me digas... Para mí que ya estabas en aquellas fechas —dijo Lola con aire pensativo.
Emilio negó con la cabeza.
—¿Y qué ocurre con él ahora?—terció Alonso
Clotet les contó todo cuanto le angustiaba y confundía desde que vio aparecer a la madre de Pablo González en televisión. La coincidencia entre ambos casos.
—¿Han oído alguna vez algo parecido?—inquirió al concluir.
—Yo no —dijo el secretario—. ¿Y vosotros?
Lola Tortosa meneó la cabeza, pensativa.
—¿Qué nos quiere decir?
—Nada. Lo más probable es que sea una casualidad.
Alonso arrugó la frente.
—¿Y si no lo fuera?
—Sería porque ambas desapariciones tienen un mismo responsable —terció Lola, con gesto grave.
Clotet ya había recuperado la respiración normal. Asintió pausadamente.
—Bueno... la policía piensa que no tienen nada que ver —dijo—. Para ellos, lo de Pablo es una fuga.
—Sí, ésa es la idea que tienen —admitió Lola—. Me lo han comentado. A sus padres les han dicho lo mismo. Ojalá que estén en lo cierto.
—Bueno, vamos a mirar lo que usted busca —propuso Alonso. Y tecleó unos segundos mirando fijamente a la pantalla—. Venga por aquí. Acérquese.
Clotet se fue hasta donde indicaba el secretario.
—Siéntese a mi lado... Emilio, déjale tu silla, por favor.
—Ah, no. No se moleste.
El gesto de Emilio no fue precisamente de complacencia. Pero al instante la desplazó hasta donde estaba Clotet.
—Empecemos por años... Vamos a ver. ¿1992?
Clotet asintió.
—... Entre diez y dieciséis —Alonso siguió tecleando—. Tres desapariciones en todo el territorio nacional. Vamos a ver... vamos a ver —pulsó ENTER—: ninguna de ellas se produjo en la provincia de Málaga.
—¿Alguna fue cerca de Málaga?
—La más cercana fue en Huelva, en Ayamonte concretamente. Una chica de quince años, Yolanda Berruezo Tirado. A ver... desapareció el cinco de julio... sin pistas sobre su paradero... nada después de eso. ¿Le interesa el expediente completo? Se lo puedo leer o examinarlo usted en la pantalla.
—No. No es lo que busco.
—Vamos a ver... Año 93...
Clotet le cortó.
—¿No sería posible sacar una copia de los expedientes, sólo de los que cumplan los requisitos?
Lola negó con la cabeza.
—Alonso tiene razón. Nos jugamos mucho. Nos puede caer una sanción de campeonato. Y lo que es peor: se quebraría la confianza que las familias han depositado en nosotros. Tiene que conformarse con verlos en pantalla.
Alonso hizo ademán de habérsele ocurrido una idea satisfactoria para todos.
—Lola, podemos sacar una copia a papel, dejar que las examine aquí y luego las destruimos... ¿Qué te parece?—dijo pausadamente.
—¿Y no queda registrado? Mira, no quiero jaleos si hay una auditoría.
—No, tranquila. Se puede eliminar, siempre que se haga en el día. Como con cualquier archivo.
—Está bien. Tendrá que conformarse con ver aquí la documentación —dijo Lola dirigiéndose a Clotet.
—De acuerdo.

43

 

Lola Tortosa salió de la habitación, desapareciendo en el interior del piso. Los finos tacones de sus zapatos repiquetearon en el suelo de madera hasta que el sonido se desvaneció.
Clotet tomó entre sus manos el puñado de folios que acababa de expulsar la impresora láser y se acomodó en la parte contraria de la mesa que ocupaba el secretario. El deseo de fumar distraía ligeramente su atención. Trató de concentrarse rememorando la carita traviesa de Tete en su foto de comunión.
Funcionaba.
Luego se puso las gafas de cerca.

 

José Antonio Sarria Benech
Dirección:(...)
Familiares y amigos: (...)
Hechos relevantes conocidos: Diecisiete años, desaparecido en Málaga el once de noviembre del 93. Vestía suéter blanco, cazadora marrón y vaqueros. Se le vio por última vez en la barriada de la Luz, a primera hora de la tarde del día once. No volvió esa noche a casa. Estaba sin trabajo cuando se produjo la desaparición. Consumidor habitual de cannabis. Una llamada anónima afirmó haberle reconocido en la cola de un comedor de caridad de Badajoz, en mayo del 94. Los trabajadores del comedor no pudieron confirmar que hubiese estado allí. Sin noticias desde entonces.
Anotaciones:
Iniciativas llevadas a cabo por la asociación y las fechas...Publicidad impresa(...), carteles(...). Entrevistas con medios de comunicación. Apariciones en radio.
Testimonios de sus conocidos y amigos(...). Uno de ellos refería haberle oído decir en varias ocasiones que «estaba hasta los cojones de su puta vida, y que un día se tiraría desde la azotea de su casa»
Apartado de comunicaciones e incidencias: vacío

 

Isidoro Artacho Ginés.
Dirección: (...)
Familiares y amigos: (...)
Hechos relevantes conocidos: Catorce años. Desaparecido el cuatro de abril de 1995 en Antequera, cuando se dirigía al polideportivo. Huérfano. Vivía con su abuela, empleada de limpieza en una oficina bancaria. Problemas de conducta en casa. Los servicios sociales habían iniciado un expediente por posible desamparo, que continuaba sin resolverse en el momento de su desaparición. Había causado daños de escasa cuantía en un supermercado, en compañía de unos amigos de su edad. El grupo también había sido sospechoso de los estragos causados en el instituto de enseñanzas medias de Antequera.
Dos meses después se organizó una concentración y marcha por la ciudad en su nombre, para llamar la atención de las autoridades.
Anotaciones:
Iniciativas: Distribución de propaganda con foto para colocación en establecimientos y comercios de las ocho capitales de provincia de Andalucía (diez mil carteles). Llamadas y notas varias (...) a la asociación, que decían haberle visto en Málaga, Marbella, Sevilla (en la feria, que se celebraba en las fechas en las que desapareció)
Apartado de comunicaciones e incidencias: vacío

 

Rosa Torreblanca García.
Dirección: (...)
Familiares y amigos (...)
Hechos relevantes conocidos: Quince años. Desaparecida en Málaga el veintidós de octubre de 1996. No regresó a casa después de salir para encontrarse con unas amigas en un local de ocio de la barriada del Palo. No llegó a reunirse con ellas. Estudiaba en un instituto de la capital, pero faltaba a menudo a clase. Vivía en una VPO del barrio del Perchel, con sus padres y cinco hermanos más. Ambos padres en paro. Hogar con escasos recursos. Peleas constantes. Se había escapado de casa siete meses antes, regresando al día siguiente. Su familia no avisó a la policía hasta el día veintitrés. Dos de sus hermanos con antecedentes penales por diversos delitos.
Anotaciones:
Iniciativas de la asociación y particulares. Confección y distribución de 10.000 carteles publicitarios con foto, por comercios y entidades de todo tipo en Andalucía, en colaboración con las sucursales de la asociación en las provincias de Sevilla y Córdoba.
Comunicación a otras ONGs del resto del país, para distribución de pasquines.
Apartado de comunicaciones e incidencias: tres avisos (11/3/1999, 26/9/1999 y 13/5/2002)

 

Clotet leyó el contenido de los «avisos», cada uno de los cuales hacía referencia a un avistamiento sin confirmar: el primero, en el Metro de Madrid; el segundo, en una discoteca de Casteldefels; y el tercero, en la vía pública, en pleno centro de Ronda. Luego se quitó las gafas y se frotó los ojos. Cada una de las cuatro hojas restantes recogía la desaparición de un menor. Dos de ellos en la capital y los tres restantes en pueblos: Alhaurín El Grande, Estepona y Campillos. Volvió a colocarse las gafas, leyendo atentamente su contenido, y luego lo repasó todo desde el principio. No había nada de lo que andaba buscando. En cierto modo se sintió aliviado.
—¿Qué es exactamente el «apartado de comunicaciones e incidencias»?—Clotet lanzó la pregunta al aire.
—Cualquier novedad que se produce a partir de un año de la desaparición —explicó Alonso—. Desde una llamada anónima sobre el paradero posible, a... otra clase de pistas.
—Al año —dijo Clotet, comprendiendo.
—Diseñamos el programa de esa manera. Para sistematizar mejor el seguimiento.
Emilio manipulaba en esos instantes el archivador metálico. Uno de los cajones chirrió por el roce de metal contra metal. Clotet se distrajo un momento mirándole. Ya no movía las mandíbulas.
—Ya, claro —dijo, poniendo de nuevo los ojos en el secretario—, lo que ocurre en el primer año de la desaparición queda reflejado en «hechos conocidos relevantes».
—Efectivamente. Toda la propaganda inicial cumple su ciclo en un año, aproximadamente. La gente puede visualizarla como máximo durante ese tiempo. Los carteles van siendo retirados o tapados y, pasado un año, es muy raro que quede algo... Por supuesto que se puede refrescar después de esa fecha. Se ha hecho con Teresa Jiménez, la muchacha desaparecida en Motril en el 2000. No una, sino varias veces. Sí...—Alonso parecía pensativo, como si tratara de recordar qué casos habían merecido ese tratamiento especial—. Y con otros... los casos que la policía llama «desapariciones inquietantes». Bueno, —sonrió— ¿qué voy a decirle yo que usted no sepa?... Lo normal es que, una vez pasado el año, las «nuevas pistas» sean más fiables...
—No están contaminadas por la tormenta publicitaria —dictaminó Clotet.
—Son los mismos términos que utiliza la policía. Es lógico.
—¿Qué es lógico? ¿Lo de que no estén contaminadas?... ¿O mi forma de hablar?
—Las dos cosas, ahora que lo dice —Alonso rio con ganas—. Pero yo pensaba en lo primero. Por cierto, ¿ha visto algo en los expedientes?
—No, nada.
Clotet se levantó, recogió las copias, las juntó y se las entregó al secretario.
—Gracias.
—No hay de qué —dijo Alonso, rasgándolas por la mitad—. Si necesita mirar cualquier otra cosa, dígamelo.
—Una última pregunta —Clotet se detuvo antes de traspasar el umbral de la oficina y giró la cabeza— ¿Atlántida registra todas las desapariciones que se producen?
—Casi todas. Es verdad que algunas no las hemos podido incluir en nuestro programa porque las familias no nos las han confiado. Así de sencillo. Aunque es muy raro.
—Ya. ¿De... de cuántas podíamos estar hablando?
—¿En todas las edades o sólo de menores?
Clotet se encogió de hombros.
—Quizá cuatro o cinco desde que yo estoy en la asociación —explicó Alonso—. ¿Qué dices tú, Emilio? —se volvió hacia él.
Pero Emilio no contestó. Se limitó a mover la cabeza de un lado para otro.
—Sí, andará por ahí la cosa.
—Imagino que no se han anotado nombres ni fechas. ¿No guardan nada?
El secretario negó con la cabeza.
—Tendrá que acudir a la policía para informarse —sugirió.
¿Acudir a la policía? Si hubiese podido disponer de esa fuente de información, no estaría en esos momentos en Atlántida. Pero a Clotet se le había ocurrido otra interesante idea: de repente le había venido a la memoria el manual elaborado por Martell. Si las desapariciones de Pablo y Tete tenían que ver entre sí, quizá diera resultado el método que se empleó en Nancy para descubrir al responsable.
—Bueno, gracias otra vez. Ah, despídame de Lola. Dígale que quizá me pase otra tarde.
—Claro. Cuando quiera.
Clotet bajó las escaleras con una sensación muy diferente a la que tenía al subirlas. Si bien seguía preocupándole la extraordinaria coincidencia que relacionaba a las desapariciones de Pablo y David, también era cierto que no había hallado en el archivo de la asociación ninguna cosa que pudiese alarmarle. Eso le aliviaba mucho. Bien, todo aquello había sido una mera casualidad, ¡tenía que serlo! Pero... ¿qué esperaba encontrar en realidad en la información que obraba en poder de Atlántida? Estaba disparando a ciegas desde el principio y no se había percatado de ello. Claro que no podía encontrar nada. Cualquier circunstancia similar en alguno de los otros casos, hubiese levantado las sospechas de la policía. ¡Cómo iba a pasárseles por alto!
Al doblar la esquina de la siguiente calle, la que le conduciría al parking, pensó que su conducta estaba siendo impropia de su prudencia y veteranía. Pronto Pablo regresaría a casa. Y su obsesión se desvanecería para siempre.
En ese preciso instante una insólita inquietud volvió a acuciarle. ¿Qué pensamiento la había despertado? ¿Era por algo de lo que acababa de ver u oír? Lo más probable. ¡Pero si no había visto ni oído nada inquietante! Mientras caminaba se esforzó en averiguarlo. Rebobinando, se dio cuenta de que tenía que ser algo relacionado con Pablo González. No podía ser otra la causa; había surgido inmediatamente después de pensar en él. Pero... ¿qué era? ¿Por qué precisamente ahora le trastornaba?
Pagó el ticket en ventanilla y subió hasta la 2ª planta. El ascensor funcionaba esta vez. Abrió la puerta y se puso al volante, pero antes de arrancar reclinó la cabeza sobre el asiento y cerró los ojos, tratando de captarlo... Algo se le escapaba. Al instante, despertó, frustrado ante la inoperancia de su cerebro envejecido: únicamente contaba con diez minutos para sacar el coche del aparcamiento. Si se despistaba tendría que volver a pagarlo. Hizo girar la llave. Segundos después estaba en la calle, diciéndose a sí mismo que tenía que apartar cuanto antes aquel fantasma que le incomodaba inútilmente.
Cuando menos se lo esperase, cuando se hubiese olvidado del todo, lo sabría.

44

 

Lo había estado meditando todo el fin de semana, dándole vueltas una y otra vez. Hasta el punto de no haber podido conciliar el sueño. Cuando pudo dormirse por fin, bien entrada la madrugada del domingo, el sueño apenas le duró un par de horas. El cansancio causado por aquel insomnio no le había restado determinación a su mente, sólo algo de claridad. Y todo el domingo continuó ensimismado, empeorando con su actitud ausente el terrorífico levantar que había tenido Carolina. Sin saberse muy bien el porqué, Carolina había echado los pies al suelo disparando sin balas contra todo lo que se movía. Cuando esto ocurría, a Muriel no le quedaba otro remedio que quedarse lo más «quieto» posible hasta que las prácticas de tiro concluyesen.
A eso de las seis de la tarde del domingo, aprovechando que sus suegros habían arrastrado por la fuerza a Carolina y a Ale a una cafetería de La Malagueta, para obligarla a salir y conseguir de ese modo que se «aireara un poco» y mejorara su humor de perros, cogió el Smart y se fue directo a Torremolinos. Después de hacerse con un mapa de la ciudad en una de las oficinas que la delegación de turismo del ayuntamiento mantenía abiertas en el centro urbano, se dirigió a La Caracola.
Con las indicaciones de Pepe Marcos y un policía municipal, y la ayuda del mapa, no le costó demasiado encontrar el edificio, anclado en una de las calles pendientes de la parte vieja que une Torremolinos con Benalmádena, sombreadas por acacias, pinos y enormes ficus, y parcheadas de solares sin construir en los que hasta la vegetación se ha hecho vieja.
Durante media hora examinó la escena del crimen: la valla hecha de obra y rematada por malla de alambre galvanizado pintado de verde; la puerta metálica sin cerradura; el portal de entrada al edificio unido al aparcamiento al aire libre con sus pilares cuadrados de sesenta centímetros de ancho.
La edificación era estéticamente desafortunada, por no utilizar un calificativo demasiado severo. Todo resultaba como desangelado y de estilo «colectivista». El techado del aparcamiento era el suelo de una pista de tenis, a la que se accedía desde la primera planta en el interior del edificio. La iluminación era tan raquítica que todo el entramado resultaba oscuro y hasta tétrico.
Intentó imaginarse cómo podía haber sucedido todo. Incluso trató de calcular el tiempo que hubiese necesitado el asesino para alcanzar a Cecilia antes de que abriese la cerradura del portal. Entonces adquirió la certeza de que el asesino se ocultó en los pilares, aguardando a que volviera desde los contenedores. Aquel cerdo tenía una gran confianza en sí mismo: el escenario del crimen era todo menos una buena escapatoria. Parecía más bien una ratonera.
El lunes, al amanecer, Muriel se despertó y se sintió iluminado por el descubrimiento casual de un «hecho antecedente», o, dicho de otro modo, del resultado de una deducción al revés, al estilo de lo que había hecho Castillo. Se dio cuenta de que el asesinato de la infeliz Cristina, en contra de lo que habían pensado hasta la fecha, había sido planeado de la misma manera que los otros. Debido a que la zona de la urbanización donde fue sorprendida era prácticamente un descampado, y a que todo ocurrió a plena luz del día, siempre pensaron que la muchacha había tenido el infortunio de toparse casualmente con el asesino. Ahora sabía que no; había entendido de golpe un montón de cosas, en especial por qué parecía tan inconsistente aquella suposición. De un individuo ocioso que merodea, es fácil sospechar, pero ¿quién recela de un ciclista, vestido con «ropa deportiva» que recorre en uno y otro sentido las calles de una urbanización apartada? ¡Eso era!... ¡Así pudo sorprenderla por la espalda, igual que a Blanes!
También entendía ahora que habían tenido un error de cálculo al suponer que, en comparación con las muertes de Cecilia y Cristina, el asesino había tomado demasiados riesgos con Natalia. Que parecía llevado por un desesperado y repentino impulso, totalmente nuevo en él. Se equivocaban de plano. Todo había partido de un análisis precipitado. Los riesgos habían sido mínimos con aquel plan de seguimiento que añadía un estimulante nivel de excitación a la ejecución final.
«Sí»—sacudió la cabeza al saltar de la cama.
Entonces se vistió a toda prisa, se encaminó a la comisaría y, al encontrarse con Ramos, en la primera planta del edificio, le soltó de sopetón:
—El asesino de Blanes era un ciclista. Uno de los ciclistas que usa la zona peatonal.
La afirmación de Muriel tuvo un curioso efecto: le hizo caer a él mismo en la cuenta de algo que, luego, le pareció importante: Blanes probablemente no conocía a su asesino en persona. Es posible que supiese quién era, que conociese su nombre y ocupación, pero no su aspecto físico. En caso contrario, podía habérselo mencionado a Álvaro como un hecho anecdótico: llevaba semanas, tal vez meses, viéndole a diario montado en aquella bicicleta. Es del tipo de cosas banales que se suelen comentar para llenar una charla. Era demasiado arriesgado.
Ramos puso cara de no entender nada, lo que en realidad significaba que había logrado despertar su curiosidad. Luego, ambos quedaron en silencio, como si cada uno de ellos esperase del otro una nueva idea al respecto.
Pero no sucedió nada, porque Ramos recibió una llamada en su móvil y, al colgar, hizo un par de llamadas más, una de las cuales le entretuvo unos veinte minutos. Durante la misma, le hizo reiterados gestos a Muriel para que se ocupase de tomar nuevamente declaración a los testigos del crimen de Natalia. Se les había pedido que estuviesen localizables durante toda la mañana.
Interrumpió posteriormente su conversación telefónica para exhortarle a buscar a Goyo.
—Llévate a ese hijoputa contigo. Mañana por la mañana hablaremos.

45

 

Al día siguiente, Muriel ya había elaborado un plan para no ser interrumpido por nadie del Grupo: se le había ocurrido proponer a su jefe una caminata hasta la cafetería donde servían los mejores churros de Málaga, a poco más de medio kilómetro de la comisaría provincial. Los nuevos interrogatorios habían arrojado un resultado decepcionante.
Gabriel Ramos acogió con agrado la idea, pues el día era excelente para pasear y, francamente, si algo le apetecía comer aquella mañana era un buen plato de churros mojados en chocolate caliente.
A mitad del paseo, Ramos buscó asiento para descalzarse el pie izquierdo. No hallando otra superficie más adecuada en la recta extensión de la acera, se vio obligado a apoyar las nalgas en el capó de un utilitario.
El inspector llevaba puestos unos botines de agua que hacía tres o cuatro años que no usaba. Una irregularidad en la plantilla de uno de ellos, que hacía el efecto de una chinita, le dificultaba mantener puesta toda su atención en lo que Muriel le estaba refiriendo desde hacía diez minutos.
—¿Un ciclista?—farfulló, rojo por el esfuerzo de sacarse el botín en postura tan inapropiada.
Muriel asintió. Tras acariciar la idea de haber presentado lo del ciclista ante el equipo como si fuese de su propia cosecha, había decidido a la postre decirle la verdad a Ramos, relatándole el resultado de su encuentro del sábado por la mañana. Temía que Bernal pudiese descubrirle el pastel a Gabriel cuando volviesen a hablar. Le avergonzaba pensarlo. Le había rogado al jefe, eso sí, que no les contase a los demás el origen de aquella teoría.
El inspector cortó el pellejillo sobrante de la plantilla de «material» con el filo de una de sus uñas, después de arrancar de un tirón el grueso de la parte desprendida.
—¿Y quién dices que es...?—preguntó distraído, mientras oteaba el interior del botín, antes de volver a ponérselo—. ¿Un médico de aquí?
—Según parece, Bernal y él son amigos desde hace muchos años —Muriel se encogió de hombros—. Eso fue lo que me dijo. Asegura que le ayudó a resolver un caso en Sevilla en el ochenta y dos —añadió.
Continuaron caminando. Ramos, además de gozar de una excelente memoria, era buen conocedor, a grandes rasgos, de la historia criminal más reciente. Los Crímenes de la Escombrera ocupaban un lugar de relumbrón en la lista de episodios famosos de los últimos cincuenta años. Aquella mención de Muriel al caso, pareció despertar un vivo interés en su jefe.
No obstante, Ramos no podía evitar juzgar a las personas por sus modales y por la propia apariencia física, y dado que Bernal tenía aires de político o de alto ejecutivo, mentalmente le costaba un mundo encajarlo en la cúspide de aquella maquinaria de caza organizada en Sevilla.
—Cualquiera lo diría al verlo... —musitó.
Muriel le contó a continuación lo que Bernal les había dicho de Castillo a él y a Carolina, unos minutos después de marcharse éste.
—A ver si lo que quiere el hijo de puta es quedarse con nosotros —concluyó.
Una mueca escéptica distorsionó por un segundo el rostro de Ramos.
—¿Y con qué propósito?
—Joder, que le hagamos una reverencia cada vez que abra la boca. Que nos bajemos los pantalones hasta las rodillas del gusto.
—Conozco el caso de La Escombrera por distintas fuentes. Leí bastante sobre él, pero hace ya mucho tiempo. La verdad es que no recuerdo los nombres —admitió Ramos.
—Quizá no te das cuenta de que no es mal pretexto para abrirse camino. Vienes aquí con la intención de ponerte al corriente en una investigación ajena y ¿qué mejor que aparecer con las medallas en la solapa? —repuso Muriel. Entretanto, Ramos asentía con la cabeza. — Hombre, yo no digo que Bernal no fuese del grupo...
—Aquella fue una operación de las que dan brillo.
—Pero no me toques los huevos. Joder..., meter a un estudiante de medicina...
—Hazme el favor de lavarte la boca con lejía.
—En cuanto acabe el desayuno —prometió Muriel.
—El caso es que me sonaba Bernal y no sabía de qué —comentó Ramos—. Sin embargo, el otro nombre no me suena de nada.
—Tenías que haberle visto.
Ramos se paró un instante para introducir el dedo entre el contrafuerte del zapato y el pie.
—¿Sí? ¿Qué hizo?
—Bernal le dio los cuatro detalles que sabía, lo llevó al sitio y el muy cabrón se sacó de la chistera lo de la bicicleta...
—Hay que huir de los adivinos como de la peste, Fernando.
Muriel chasqueó la lengua contra el paladar.
—De adivino, nada —negó con la cabeza— No nos lo planteó como una adivinanza..., en ningún momento presentó la idea como si fuese el producto de una inspiración... Fue muy deductivo.
Muriel expuso todos los aspectos del proceso. Cómo Castillo había llegado a la conclusión. Paso a paso. Ramos quedó pensativo un momento.
—Muchas cosas que se nos escapaban..., que no entendíamos —prosiguió Muriel—, de pronto tenían sentido.
—Oye, ¿es que me estás proponiendo algo?... ¿Quieres que le pidamos consejo... o colaboración?
Muriel se alarmó. Temía haber llegado demasiado lejos. Gabriel era muy capaz de alterar la dinámica y el método permitiendo que se les colase un intruso, y eso tenía que evitarlo a toda costa.
—Estás de cachondeo, ¿no?
—En absoluto —dijo Ramos, muy serio.
—¡Qué coño dices! ¿Cómo vamos a hacer eso, hombre?
—¿Por qué no?—preguntó retóricamente Ramos—. Si tiene el olfato que parece...
La actitud de Ramos, su evidente curiosidad hacia las habilidades del amigo de Bernal, comenzaban a preocupar seriamente a Muriel, temeroso de que su apresuramiento en resaltar con letras de oro el providencial hallazgo de Castillo, le relegase a él a un escalón secundario. Incorporar a un colaborador externo, sólo necesitaba del visto bueno del inspector jefe de servicios, cuya predisposición a aceptar esa clase de propuestas de los jefes de grupo, estaba fuera de toda duda, de modo que poco podía hacer él salvo intentar quitarle la idea de la cabeza con otros razonamientos distintos, intentando que no se le notase demasiado el peso de su orgullo herido, pese a que Ramos adivinase fácilmente sus verdaderos motivos. Estaba el arma, y el arma era suya enteramente, la única pista material del crimen porque la idea del ciclista, aun siendo sorprendente en su síntesis, era una mera conjetura. Pero Muriel estaba ante una disyuntiva: si conseguía que Ramos desestimase «invitar» a Castillo, adquiriría de facto una mayor cuota de responsabilidad a cambio de nada, pues cargaría sobre sus hombros con un más que probable estancamiento en la investigación. Si tal cosa ocurría, no deseaba verse con el rabo entre las piernas, yendo tras Castillo, rogándole que les sacara del apuro. Sería la constatación de un humillante fracaso. Para librarse de la amenaza de Castillo, Muriel optó por una estrategia distinta.
—Ten claro que fue allí a la fuerza...—dijo—. Porque Bernal se lo pidió como favor personal. No podrías convencerle.
—El tiempo corre. Y estamos en blanco.
Muriel bajó la cabeza. Optó por callar y ver por dónde respiraba su jefe.
—El concesionario está limpio —prosiguió Ramos—. Maribel y Goyo no han encontrado nada raro en el negocio. Y, luego, que las relaciones entre los empleados de la firma son de lo más normales.
—No te fíes de los de la UDYCO...
—Ya. La información no nos viene directamente de ellos —declaró Ramos—. La gestión se la encargué a Fernández... A él seguro que no se atreven a ocultarle una operación en marcha.
Fernández, el inspector jefe de servicios, gozaba de una excelente reputación. Era más respetado en las distintas unidades que el propio comisario provincial.
Muriel resopló con fuerza.
—Un cabrón que no está tan loco como pensábamos.
—¿A qué viene eso?
—Tiene un plan, aunque parezca que improvisa. Siempre ha tenido un plan.
—No te vayas de ligero.
—Vamos a repasarlo, Gabriel: Natalia pasa el fin de semana en Coín. A las cinco y media de la tarde del domingo sale hacia Málaga y se para en el Corte Inglés. Hace unas compras, llega a casa a las nueve y se pone ropa deportiva... El asesino tiene que saber dónde vive.
—Probablemente —admitió Ramos.
—No creo que la siguiera hasta Coín; no le hacía ninguna falta. Lo que sabe mejor de ella es que tiene una rutina: casi a diario emplea una hora en hacer ejercicio. Siempre sale de casa entre las nueve y las diez. El tío tiene aparcado el coche donde pueda vigilar el portal... Es posible incluso que estuviese estacionado en doble fila; en la calle Cervantes puede hacerse perfectamente. Cuando la ve salir, sabe que tiene el tiempo justo de llevar el coche hasta la zona de Bellavista y dejarlo en una calle mal iluminada, seguramente el Paseo de Miramar. Saca la bicicleta del maletero y salta al marítimo por Bellavista. Todavía es posible que se encuentre con Natalia haciendo la primera parte del recorrido. Sólo tiene que rondarla y esperar su oportunidad, que, de presentarse, sería durante el regreso, pero antes... baja a la playa, escarba el agujero en la arena y vuelve a coger la bicicleta. Cambiando de dirección cuando le parece, como hacen los ciclistas, puede pasar a su lado varias veces sin despertar sospechas... Nadie se fija en él. En todo caso, es difícil que alguien que le conozca, pueda reconocerle con las gafas. Se trata de elegir el mejor momento. Luego, sólo tiene que adelantarse, esconder la bicicleta y esperarla oculto entre las palmeras.
Esta vez Ramos volvió la cabeza completamente.
—Suena bien.
—¿Quién puede pensar que esto es obra de un sicario?—Muriel hizo un gesto despectivo—. ¿El Anencéfalo de los cojones?
Ramos le miró un instante sin dejar de caminar ni decir nada.
—No se puede descartar del todo que se trate de una venganza... Alguien cercano o que lo fue durante el pasado. Imagínate a un antiguo novio o a un hombre que sintió una vez una gran humillación, de la que culpaba a Natalia... Que no tengamos constancia de que fue amenazada, no significa que no tuviese enemigos. Es posible que alguien se la tuviese jurada y no lo supiese ni su madre. Mucho menos el gilipollas de Álvaro.
—Puede —admitió Muriel—. Pero ¿por qué no sacaste eso en la reunión?
—Lo he pensado después.
—¿Realmente tú lo crees probable?
—Digamos, Fernando, que la probabilidad es muy pequeña.
La cafetería apareció al atravesar el siguiente paso de cebra. Muriel esperó a que entrasen para decir:
—Tengo que encontrar a la compañera de piso de Cecilia.
—¿Cuánto hace que se mudó?
—Aguantó sólo cinco meses.
Se dirigieron a la barra. El camarero tardó unos segundos en atenderles.
—Dos años y medio es mucho tiempo.
—No sé lo que pensarás tú, pero yo no he visto una investigación por homicidio más raquítica que la de La Caracola —opinó Muriel—. Esta mujer, Lourdes, podría ser clave... o no servir de nada. Pero da lo mismo, porque Pepe Marcos la trató como si fuese un adorno.
Los pensamientos de Ramos le mantenían ligeramente ensimismado: se habían posado en la cara sin vida de la joven Cristina, bañada por la tibia luz del crepúsculo, en aquella calurosa tarde de mayo. Los pájaros alborotaban alegres, a punto de recogerse en los árboles, como si el reguero de sangre fuese sólo pintura roja derramada, como si en realidad nada terrible acabase de suceder.
—Pepe desecha cosas que nosotros reflejamos —despertó de pronto.
—Lo que hace Pepe es tocarse los huevos.
—Pues suele ir bien encaminado...
—¡Pero coño, Gabriel..., que era la compañera de piso... la que mejor la conocía! No hay una mierda de información en el archivo del caso sobre ella —dijo en tono de crítica Muriel—. No siquiera aparece qué era lo que hacía para ganarse la vida. No sabemos todavía a qué se dedicaba... ¿Tú lo entiendes?
Ramos recordó de repente el texto de la declaración de Lourdes Belmonte, transcrita en el expediente. Apenas eran una veintena las preguntas que le habían sido formuladas y todas ellas relacionadas con el «momento del crimen». Quién era y lo que era el resto de su vida y su relación con Cecilia, permanecían en completa oscuridad. Seguro que su piel era demasiado blanca, apostó para sus adentros.
Aprovechó para poner a Muriel en antecedentes sobre los entresijos de la vida de Marcos: sus trapicheos con los casinos de la costa y su gusto por las negras, bien entradas en carnes. Era un secreto a voces que daba protección a varios garitos, a cambio de favores sexuales. La condición era que fuesen negras, cuanto más negras mejor. Sentía especial predilección por las de Costa de Marfil, aunque no le hacía ascos a ninguna que procediese del África Central. Las mulatas le parecían demasiado pálidas. Asuntos Internos lo tenía bien enfilado. Se rumoreaba que iba a ser suspendido muy pronto.
—Nuestra ventaja —prosiguió Ramos, refiriéndose a Lourdes Belmonte— es que no está quemada. Si le sacas algo, será la «versión buena» —dejó escapar una sonrisa irónica—. ¿Preguntaste por ella en el edificio?
Muriel asintió con la cabeza antes de decir:
—En esas urbanizaciones los vecinos no se conocen entre sí. Encima, en la planta en que vivían, los otros cinco pisos son para alquilar en verano y estaban desocupados cuando el crimen.
Ramos volvió a advertirle de algo que no era bueno que Muriel olvidase del todo:
—No hay garantías de que tu arma fuese la que matase a las otras dos.
—Ya.
—Yo llamaré a Pepe. Tiene que saber dónde ha ido o, por lo menos, tendrá su teléfono.
—Deja a Pepe tranquilo, coño. ¿Es que vamos a ponerle una alfombra para que nos siga los pasos? Hay veces que no te entiendo.
Ramos fue incapaz de evitar una sonrisa condescendiente.
—Lo más rápido es buscarla a través de Hacienda —dijo, aún sonriente—. Tengo a un amigo en la delegación. Le dices que te mando yo y verás cómo se las apaña para dar con ella.
Los churros humeaban en la bandeja.
—Quiero que me digas si tienes otra idea de lo que hacer —pidió Muriel—. Me jodería mucho estar perdiendo el tiempo.
Ramos puso las palmas hacia fuera.
—No. Está bien. Seguiremos por ahí.
Muriel se llevó una de las piezas a la boca pero apenas la mordisqueó. En su lugar, la introdujo en el vaso dejándola que se empapase unos segundos.
—Nos la estamos jugando. Si lo de Blanes no es obra del mismo tío —dijo, mirando abstraído la operación que ejecutaba su mano—, la hemos cagado.
—No tanto —rechazó Ramos con un ademán—. Haremos lo que haría cualquiera en nuestro lugar. No hay una varita mágica.
—Fenómeno.
—Sin otra pista que la del hacha, no nos queda otra opción. Tres mujeres muertas... ¿qué tienen en común...? Dejemos aparte el resto de posibilidades.
Cuando se lo proponía, Ramos podía conseguir una perfecta síntesis de lo inconcreto, que hasta parecía clarificar las cosas.
—Tú verás: la responsabilidad es tuya.
La pesada carga de la responsabilidad no parecía poder dejar sin respiración a Ramos.
Enarcó las cejas por toda respuesta.
—Bernal me ha llamado —dijo, cambiando de tema.
Una brusca sospecha iluminó el rostro de Muriel.
—¡No me jodas! ¿Es él el que te ha propuesto lo del médico?—dijo cabreado.
—De ese tío no me ha dicho ni mú —negó Ramos—. Sólo quería saber cómo vamos. Le he explicado lo del arma... bueno... que no estamos seguros al cien por cien de que fuera la misma en los tres asesinatos. Pero también le he dicho que lo damos por hecho.
Muriel sintió un gran alivio. Se daba cuenta de que Ramos acababa de darle vía libre.
—¿Por qué ellas? Tenía que conocerlas de algo.
Ramos apuró el café y, para secarse completamente los dedos grasientos, arrancó varias servilletas de papel del servilletero con publicidad de una marca de cerveza.
—Pero quizá ellas no le conociesen. Puede que el contacto haya sido fugaz..., en el supermercado, en el parque o en cualquier lugar público. Hasta es posible que se haya comportado como un merodeador, observándolas desde la distancia.
—Espero que te equivoques en eso.
La única esperanza de avanzar en la resolución del caso consistía en hallar una relación entre las víctimas, por extravagante que pareciese.
—No hay ni una prueba física —dijo Ramos, pensativo—. Si hay algo que relaciona a las víctimas —miró a Muriel—, tienes que encontrarlo cuanto antes.
—Cristina y Natalia no se conocían. Eso lo doy por seguro. Si se hubiesen conocido físicamente, Natalia lo habría mencionado a alguien de su entorno, cuando se tuvo noticia del asesinato. Todos aquellos con los que se relacionaba más estrechamente, es decir, Álvaro, sus mejores amigas y su madre y tía, recuerdan haberla oído comentar el crimen... como cosa de actualidad... Si la hubiese conocido personalmente, lo habría dicho... Esas cosas no se las calla la gente... Y parece ser que tampoco conocía a Cecilia, aunque en ese particular la cosa no está del todo clara. Por varias razones, pero la principal sería que, a diferencia de la muerte de Cristina, no hay constancia de que cuando fue asesinada, ella supiese quién era, porque no se publicó ninguna foto... La duda está en si han podido coincidir en determinado lugar...
—Socias de un mismo club —dijo Ramos, desestimando inmediatamente en su pensamiento la idea.
—Quizá en un acto público programado o...formando parte... no sé... de alguna concentración a favor de algo o como protesta por algún hecho. En tal caso podrían no haberse conocido personalmente, pero...
—Es una lotería —atajó Ramos—. Casi nunca toca.
Muriel abonó el importe del desayuno con el suelto que llevaba en el pantalón y abandonó el taburete.
—Álvaro no nos dejará revolver sin una orden judicial.
—Cursaré la petición hoy... —se levantó del asiento—. Llévate a Goyo o a Lauri contigo, me da lo mismo, pero en esta semana tienes que dar con esa tía... A ver si de verdad te traes algo.
Muriel expelió un chorro de aire por la nariz, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.
—En cuanto a eso que contaste antes de la bicicleta... —prosiguió Ramos, nada más salir al exterior— ¿Qué te parece?... ¿Crees que fue así?
—Es la explicación más convincente al hecho de que nadie le viese.
—Se puede hacer también a pie —objetó Ramos.
—Pero no seguirla. No se puede seguir a pie a alguien que corre.
—Vale, vale. Entonces lo largaremos a la prensa. Quizá puedan describirle.
—Hay que intentarlo.
De regreso a la comisaría, la conversación se desvió a otras cuestiones que en nada tenían que ver ni con Blanes, ni con Cristina Lozano o Cecilia Abreu. Pero en la cabeza de Muriel no cesaban de dar vueltas las cuestiones principales a resolver: ¿Conocía personalmente el asesino a cada una de sus víctimas? ¿Se conocían entre ellas? ¿Qué perseguía el asesino, qué tenían de especial aquellas mujeres? Las esperanzas de Muriel no se habían incrementado significativamente con la teoría del ciclista. Se barruntaba que no sacarían nada de aquello, salvo una enorme pérdida de tiempo y muchos dolores de cabeza.
Pero se impuso la tarea de indagar a fondo en la idea del itinerario marcado junto a Bernal.
Quizá porque no se le ocurría otra cosa mejor que hacer por el momento.

46

 

Recorrió un corto pasillo. Al fondo, a la derecha, encontró una puerta de madera de pino, de tonos claros. La oscuridad velaba los contornos del dibujo de la chapa que tenía adherida, pero pudo distinguir un mostacho bajo un sombrero de copa.
El halógeno de luz amarillenta se disparó con su irrupción en el aseo. En el interior, la puerta tenía algunos garabatos: palabras malsonantes, notas estúpidas, recordatorios procaces, mensajes provocativos, abyectas inscripciones, números de teléfono...
Lo preparó todo en cinco o seis segundos, sacándose un papel con un número anotado del bolsillo posterior del pantalón y depositándolo sobre el lavabo; abriendo hasta el tope los dos grifos de éste y tirando de la cisterna; tomando por el mango el útil y cerciorándose de que el rumor del agua del grifo y de la cisterna llenándose de nuevo, ocultarían el ruido de rascar la madera. El trabajo tenía que ser concienzudo. Formaba parte de su forma de ser evitar toda clase de chapuzas. Era un perfeccionista enfermizo... ¡Enfermizo!, le decían sonriendo... La gente que creía conocerle, así se lo había hecho saber alguna vez que otra. Pero... ¿alguien le conocía realmente?
El hombre en el que la gente no solía fijarse opinaba que, en la existencia, todo sucedía porque sí, espontáneamente, no había nada planificado. Porque tenía que suceder para que el ciclo se completase. Igual que los terremotos que derriban ciudades que más tarde se reconstruyen. Igual que los ciclones que borran del mapa costas y puertos que luego se regeneran. Igual que las tormentas que arrasan campos que florecen al poco. Y que, en los actos humanos, únicamente se planeaban los detalles, los procedimientos, la «logística» —como proclaman los cursis que leen suplementos dominicales de economía creyendo pertenecer por ello a una élite—, la fórmula exacta para alcanzar la felicidad que la vida traía consigo y que mostraba a sus ojos constantemente, como una tentadora ofrenda de Dios. Los actos eran consecuencia de un instinto o un deseo, ¿qué más da cómo quiera llamársele? Cualquiera podía hacer lo mismo que él. «¿Por qué razón no lo hacían?»—se preguntaba a menudo, sin llegar a entender ese afán de la gente corriente por delimitar los conceptos. «Lo desean igual que yo, lo necesitan... Entonces, ¿por qué?» La felicidad estaba al alcance de cualquiera; no había distinciones ni elegidos. Sólo había que tomarla, traerla hasta sí, sin que el pulso le temblase a uno un solo instante. Ése era el secreto para vivir en paz con uno mismo, para no transitar siempre preso de los propios anhelos que parecen invencibles. En eso se diferenciaba él de los demás, en que no estaba confundido por consignas estúpidas y absurdas prohibiciones, en que él había dado el paso para coger lo que le pertenecía.
Absolutamente todo.
Quería que las marcas fuesen indelebles; y por esa razón había desechado el bolígrafo. La tinta podía borrarse o cubrirse con barniz o pintura. Usaba un punzón con punta de titanio. Luego rellenaba los surcos con rotulador de tinta indeleble negra.
Se le había ocurrido mientras buscaba un destornillador pequeño en unos almacenes de ferretería. El punzón era un instrumento que gozaba de unas ventajas muy apreciables con vistas al trabajo al que pensaba destinarlo. Entre las herramientas de la marca Palmera, descubrió uno corto, con mango en material antideslizante. Era perfecto. Procuraba llevarlo siempre consigo, puesto que la oportunidad podía presentarse en cualquier momento. Hasta entonces lo había venido haciendo con la navaja Opinel, a la que tenía un gran aprecio. La primera que tuvo se la trajo de Francia la madre de una alumna. No tardó mucho tiempo en perderla. Luego adquirió otra del mismo modelo, ligeramente más grande. Ya no podía prescindir de ella. Era muy resistente y no había que afilarla a menudo. Pero con la navaja era difícil seguir el trazo; la punta tendía a desviarse. Sabía que tendría que emplear otra cosa. Con el punzón había desaparecido el problema.
Pero el problema reaparecía en otro sitio, con destinatarios diferentes, porque era como la energía, que se transformaba en algo distinto cada vez, sin desvanecerse nunca.
Bueno, él sólo les daba a aquellas putas lo que se merecían: el ultraje de los proscritos que merodean los urinarios públicos y se empalman susurrando obscenidades tras el anonimato de una llamada telefónica. Adoraba entregarles a las putas, ponérselas en bandeja; era el juego más entretenido que había practicado nunca. Y el más seguro. ¿Quién podría descubrirle, quién sería capaz de relacionarle con los mensajes? Él únicamente hacía de enlace, de intermediario sin invitación en la fiesta; sin nombre; sin cara; sin edad. Las víctimas y los verdugos eran luego los verdaderos..., los únicos protagonistas.
Le aliviaba grabar sus nombres y sus teléfonos; de todas las putas, de todas. No había mejor lugar: aquel punto de reunión anónimo donde recalaban alguna vez todos los degenerados ávidos de nuevas experiencias. ¿Quién no visitaba con cierta asiduidad los aseos de las cafeterías y las áreas de servicio de las carreteras y autovías? Todo el mundo lo hacía. Pero era la peor de las escorias la que acudía a mirar tras las puertas para excitarse. De existir la manera de poder demostrarlo y de haber podido también compartir su teoría con alguien, se hubiese apostado la mano derecha a que tenía razón, pues no sólo era que lo intuyese, sino que estaba completamente seguro. Hubiese dejado que le cortaran la mano. Ningún reclamo mejor para los pervertidos que los garabatos en la madera. Internet no era seguro para ir tras ellas: siempre dejaba rastro. Qué sensación tan dulce era herirlas, desde la distancia, sin perturbaciones ni riesgos. Nadie lo sospecharía nunca. Tendrían que haberlo previsto las muy imbéciles... Parecía como si lo hiciesen a propósito..., sí, eso era... ellas se lo buscaban. ¿Para qué si no dejaban expuestos públicamente sus números de móvil? Aquellas llamadas les cambiaban la vida; daba igual que cambiasen de número: no volvían a ser las mismas, era como si a partir de ese instante se sintiesen perennemente vigiladas, amenazadas y sucias por la lascivia de sus acosadores. Bastaba mirarlas a los ojos para saber cuándo se les habían abalanzado aquellas fieras. Aunque una de las putas, Rosa, había hablado abiertamente del incidente, aparentando indiferencia, como si no le importase, él sabía a ciencia cierta que todo era fachada. Tenía la mirada manchada de alarma y asco, igual que las otras. ¿Qué clase de mierda habrían derramado en sus oídos?
Gozaba hallando nuevos escondrijos, nuevas madrigueras de depravación. A menudo caminaba al azar por cualquiera de las populosas barriadas del oeste de la ciudad, para descubrir bares, cafeterías donde toda clase de parias, enronquecidos por su fracaso, dilapidaban la limosna del Estado en pequeños sorbos de anís seco y brandy peleón. Les daba una oportunidad de divertirse de verdad. Cuando leyesen aquellas palabras incitantes, junto a un nombre de mujer, no podrían resistirse a llamar. Aquello se había convertido en una droga de la que no podría prescindir jamás. Todo le excitaba, la totalidad del «proceso»: hacerse con los números de teléfono, buscar los lugares donde grabar los mensajes, pensar en las palabras que pudiesen hacerles más daño... Se empalmaba siempre que usaba el punzón..., era como si ya estuviese acechándolas desde las sombras... Podía casi adivinar lo que vendría después:
La mirada grasienta de aquellos locos penetrando a través de la línea telefónica.

47

 

Unas nubes sucias y amenazadoras se habían aposentado sobre La Alcazaba y todo el monte Gibralfaro. El viento venía arisco desde levante. Centenares de gaviotas planeaban suspendidas a gran altura sobre el Parque y La Malagueta, como si fuesen un ejército en formación.
Pensaba en todo cuanto podía alterar su tranquilidad, ahora que las aguas comenzaban a calmarse. Siempre surgían pequeños inconvenientes, imprevistos. Bueno, no era eso exactamente. Imprevistos, no. Años atrás quizá los hubiera denominado de ese modo, pero se equivocaba al hacerlo. Ahora lo sabía. Se trataba de «desajustes» absolutamente predecibles. El problema de un cabo suelto, del que alguien podía tirar. En parte, tenía que reconocer que estaba sorprendido. No había contado con que lo averiguasen. Qué extraño. Aquél no era el estilo de la policía, su forma de hacer las cosas exigía elementos de los que él sabía privarles: no había desparramadas migas de pan, igual que en el cuento de Hansel y Grettel. No las había pues todo era perfecto o no era. Aunque siempre había gente a la que gustaba entrometerse. Sí, eso era cierto. Creían poder salvar el mundo ellos solos. Curiosos que escarbaban en cualquier rendija, hurgando, despedazándose las manos como si buscasen un tesoro. Pero el tiempo corría a su favor. Ansiaba que pasaran los meses cuanto antes. Seis... ocho meses y nadie se acordaría ya de lo ocurrido. El polvo se amontonaría sobre la tapa plastificada y los nombres se emborronarían. Nadie jamás podría imaginarse el significado de su obra. Tenían el privilegio de contemplarla y con eso bastaba.
Miró hacia atrás. Toda la ropa había sido embalada con esmero en la caja de cartón. Recordaba haber colocado el chubasquero gris antracita en segundo lugar, sobre un pantalón vaquero que hacía un año que no se ponía. Las zapatillas deportivas estaban separadas del resto de la ropa por su propio embalaje, preparado con mimo utilizando un recio papel de empaquetar. Sentía tener que deshacerse de ellas. Eran unas caras zapatillas de marca con muy poco uso. Pero era mejor para todos que «desaparecieran» para siempre.
Estaba asombrado y feliz con su astucia y su sangre fría. En un par de días viajaría con destino a Asia. Para vestir a los más pobres entre los pobres. En esas latitudes, las lluvias eran abundantes. Un buen chubasquero como el suyo remediaría parte de los males que acuciaban a alguna de aquellas personas. ¿Y qué decir de las zapatillas? Si no caían en manos de alguno de los muchos desaprensivos que parasitaban las organizaciones humanitarias, y que luego las vendían en los mercadillos, alegraría los ojos y los pies de un desgraciado. Incluso era de prever que se las disputasen entre varios y que hasta se matasen por ellas.
La sonrisa del hombre se abrió de repente como el vientre despanzurrado de un animal. Le gustaba la idea. Ayudando a los necesitados, se ayudaba a sí mismo. Era perfecto. Le daban ganas de reír cada vez que lo pensaba.
Respiró hondo, sintiendo que se liberaba de un peso. Aquel «problema» no iba a cambiar nada. El Miedo no se cebaría nunca más con sus pensamientos.
Desde el interior del coche, estacionado delante del Hospital Noble, el hombre de pestañas espesas y ojos sin expresión miraba a los transeúntes cruzar los pasos de cebra, situados a una veintena de metros. También le interesaban los automóviles que llegaban desde el paseo marítimo Pablo Ruiz Picasso y el Parque, enfilando el Paseo de Reding, apelotonándose intermitentemente en el comienzo del mismo, donde habían de girar a la derecha. Tenía una vista excelente Le entretenía observarlos y le resultaba útil hacerlo; terminaba por conocer a la gente mejor de lo que se conocían a sí mismos. A veces se quedaba varias horas estacionado allí, o en cualquier otro lugar concurrido de la ciudad, con la radio puesta, y perdía la noción del tiempo. Se fijaba especialmente en si aquellos peatones y conductores movían los labios. Tal como había predicho, muchos de ellos iban hablando solos; tal vez tarareando una canción.
Ya había pasado por esa etapa y, sí, ése era el síntoma. La señal de que todo puede cambiar en cualquier instante. Sin la indeseada compañía de otros, sin testigos, aquellas gentes perdían toda inhibición; por eso hablaban de los planes que habían trazado. Cuidándose de que nadie les escuchase, se daban ánimos pensando en las cuentas que debían ser saldadas y en quiénes las pagarían. Se daban ánimos porque no habían reunido aún el coraje necesario para actuar. El jefe que les tenía enfilados, el vecino que no les dejaba dormir armando escándalo todas las noches, la esposa que controlaba hasta su respiración, el amigo que les había traicionado, el que les había engañado y robado cuando más confiados estaban en su lealtad; el hermano que había conspirado para arrebatarles su parte de la herencia; la muchacha que una vez les había humillado, riéndose de sus sentimientos... Estaban tan cerca... A punto de saltar la línea divisoria que él cruzó mucho tiempo atrás... Pronto, algunos de ellos darían el paso y acallarían las voces de la discordia y el rencor, que no les dejaban respirar hondo. Pronto, las páginas de sucesos de los periódicos dejarían constancia de la transformación. Y serían iguales a él, los dueños de un orden nuevo resucitado desde la tumba de la falsa compasión y la injusticia... Porque, cuando tal cosa sucedía, ya no era posible una vuelta atrás, sólo se podía caminar en una misma dirección, y con pasos que cada vez eran más vigorosos y decididos; las dudas se disipaban sin dejar otro poso que el del reproche para con la anterior cobardía.
El sonido intermitente de un claxon le despertó de golpe de sus reflexiones. Giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía, a su izquierda. Desde el interior de un Audi, detenido en mitad de la calzada, una joven le hacía señales.
El hombre negó con la cabeza y, como pidiendo perdón, le ofreció su más humilde sonrisa. ¿Acaso no se había percatado? A continuación, le señaló el disco de zona reservada a minusválidos, con aquella dulzura en el gesto tantas veces ensayada, tan convincentemente sincera: la del hombre en el que podía convertirse sólo con pretender parecerlo... Otro de sus juegos.
Por mucho asco que sintiese de esa Humanidad hipócrita y egoísta que no había dudado en arrancarle toda clase de lágrimas de dolor y soledad, la idea de «hacer lo necesario» para labrarse una buena reputación le había fascinado siempre. Instalar en el cerebro de la gente la imagen modelada a su antojo. Sería lo que decidiese ser, no por sus actos verdaderos, sino por su capacidad como actor. Era tan excitante hacerles creer «cosas» que habían sido sólo imaginadas, y más tarde estudiadas y elaboradas con precisión. Presentarse ante los demás como el hombre paciente, respetuoso, atento, bondadoso, considerado... Como en aquella ocasión en que a Gloria le expiraba el plazo para entregar la memoria anual, y se encontró abandonada de improviso por los que se habían comprometido a echarle una mano. Estaba sola, quizá porque no atraía a los hombres ni resultaba simpática a las mujeres. Porque el egoísmo es el verdadero cimiento de la condición humana, y Gloria no tenía nada que ofrecer a cambio de lo que pedía. Porque la esperanza de placer y excitación secretas que buscaban compulsivamente los hombres en su contacto con las mujeres, carecía de sentido en Gloria, en aquel cuerpo y rostro mal aliñados por Dios. ¿Para qué generar una deuda que no se va a cobrar?... Tampoco podía esperar nada de sus amigas. Nada. ¿Iban a sacrificar su tiempo libre a una desgraciada de la que nada podían aprender?... O es que Gloria no se había dado cuenta ya de que el género femenino siente una mezcla de envidia, odio y fascinación hacia la mujer que atrae a los hombres, y es a esa clase de mujer a la única que prestaría auxilio y luego traicionaría, con tal de entender, con tal de hallar el modo (vanamente) de arrancarle el valioso secreto de su éxito...
Sola de pronto. Le recordó a él mismo. Sola y sin nadie a quien acudir, igual que él había estado durante gran parte de su vida. Ahora Gloria sabía cómo era el mundo en realidad, lo que podía esperar de La Humanidad en su conjunto. Las excusas eran ridículas, claro, y también, por ello, suficientemente reveladoras de la catadura de quienes había tomado por buenas compañeras. Raquel y, sobre todo, Isa (¡la falsa de Isa!), la habían dejado tirada. Pero él la había sacado del apuro, dedicándole tres tardes completas. Al principio Gloria no podía creérselo, pensaba seguramente que le estaba tomando el pelo, que en cualquier instante la haría objeto de sus burlas o le presentaría también una excusa para escabullirse. Como las otras. En la última de aquellas tres tardes, Gloria se había puesto un perfume caro y se había acicalado como si se fuese de fiesta. Incluso había dejado sus hombros rechonchos al aire, como una buscona en plena operación de caza. Aquella falda negra de raso era incapaz de albergar con un mínimo de decoro su ridículo culo aplastado. Se esforzaba en sonreír, pero Gloria no había aprendido a sonreír con naturalidad, no había tenido motivos suficientes para ello a lo largo de toda su vida. Y lo que se dibujaba en su cara no eran más que muecas. Tenían que haberle ahorrado el esfuerzo de nacer, la vida no era para ella, no la entendía. No entendía siquiera qué estaba haciendo con un hombre que se le había ofrecido para sacarla de un apuro. ¡Creía que la estaba ayudando porque le gustaba, porque quería sacar algo de ella! Menuda puta imbécil. Todas las mujeres escondían una puta en alguna parte de su ser. Ésa había sido la cosecha de su amabilidad y dedicación: sacar la puta que había dentro de Gloria.
El mundo no tenía remedio ninguno.
Y Gloria le tenía ahora en un pedestal.
El Audi prosiguió su camino. Pronto oscurecería. Pero no tenía deseos de marcharse aún.
Deseaba seguir aprendiendo de la gente.