37
Al acelerar con fuerza, instantes después de
verse obligado a dejar cruzar a unos viandantes en el último paso
de cebra sito frente a la plaza de toros, el autobús de la línea
número 11 dejó una densa estela de humo negruzco, de unos veinte
metros de longitud, desde la esquina del quiosco de prensa y
revistas. El humo se filtró hasta los árboles del Paseo de Reding,
justo en el momento en que abandonaban la cafetería. Curiosamente
aquel olor desagradable traía a Castillo buenos recuerdos de su
infancia.
Ahora lo entendía. Bernal necesitaba
ablandarle y qué mejor estrategia que empezar por contarle lo
desgraciado que era.
—Lo que ha hecho Fernando Muriel —dijo
Bernal mientras bajaban por la calle Santa Cristina—, es bastante
impresionante. Joder, me recuerda a ti. Haré lo posible por que se
reúna con nosotros en el paseo marítimo.
Castillo asintió sin decir nada, pero sentía
curiosidad.
La escena del crimen era lo único que tenían
para empezar. Bernal estaba seguro de que, llevando hasta allí a su
antiguo «colaborador» y amigo, encontrarían alguna pista. Su
esperanza era que algo debía de habérseles pasado por alto a Muriel
y los suyos, porque siempre sucedía. Y, sin duda, Castillo sabría
verlo. La confianza de Bernal a ese respecto era absoluta. Sin
embargo, Castillo no era de la misma opinión. Pero conocía a Bernal
y lo obstinado que podía llegar a ser. ¿Y si le defraudaba?
¿Acabaría por resignarse y le dejaría en paz? ¿Y si aquel lugar no
«le decía» nada que ya no se supiese? Bernal había empleado diez
minutos en relatarle los pormenores de su visita a la comisaría: su
entrevista con Ramos y Muriel, los detalles que conocía del curso
de la investigación y las hipótesis que comenzaban a esbozarse.
Luego le contó las circunstancias del hallazgo del cuchillo. Aunque
la noticia se había filtrado a los periódicos, los responsables del
Grupo de Homicidios habían decidido no confirmarla ni desmentirla,
suponiendo que, con ello, dispondrían de cierta ventaja para usarla
más tarde a conveniencia. Ramos le había llamado para explicárselo.
La idea de Muriel había sido brillante, sin duda.
Castillo le había prestado toda su atención.
Al concluir, no daba crédito a lo oído. ¿Esto era lo que tenía
Bernal? ¿Su conocimiento se limitaba a lo que en una charla
informal habían compartido con él dos miembros de la Brigada de
Homicidios encargada del caso? Ni siquiera tenía en su poder copias
de las fotos hechas para la investigación. Debería imaginárselo
todo. ¿Pero qué broma era ésa? ¿Es que pensaba Luis en serio que,
con esos retazos sueltos y en menos de dos horas, iba a ser capaz
de sacar petróleo?
En parte, Castillo se sentía aliviado. Era
evidente que no podría hacer nada con un material tan escaso. Todo
concluiría esa misma mañana, cuando le convenciese de que estaba
tan en blanco como al principio, porque algo le decía que no podría
zafarse de Bernal pese a todas sus promesas, a menos que éste
tuviese una completa certeza respecto de lo inútil de su
participación.
Al llegar al paseo marítimo, giraron a la
derecha, retrocediendo sobre sus pasos. Bernal había recordado que
se habían dejado atrás el edificio donde vivía Natalia. Anduvieron
por la acera que linda con el muro del antiguo Hotel Miramar y
llegaron hasta el comienzo de la calle Cervantes. Bernal se detuvo
frente a la entrada de acceso al garaje de uno de los edificios,
señalada con un disco de «vado permanente». Se metió las manos en
los bolsillos del pantalón y levantó la vista, como escudriñando el
edificio en toda su altura. Castillo le vio abatido por primera
vez, como si estuviese reprochándose el no haber estado allí para
seguirla aquella noche. Quizá se estuviese diciendo a sí mismo que
él habría podido salvarla, que no debió alejarse de su lado cuando
era tan pequeña, que él hubiese sido capaz de guiarla y protegerla
o, al menos, de enseñarle cómo protegerse a sí misma. Pensamientos
más absurdos son comunes cuando una gran tragedia se ha cernido
sobre uno, meditó Castillo.
—Por aquí entró Lita, sobre las nueve de la
noche —explicó Bernal mientras procedía a cambiarse las gafas por
otras de cristales tintados—. Aparcó el coche y subió al piso. Un
cuarto de hora después, aproximadamente, salió a la calle vestida
con ropa deportiva.
A Castillo no se le ocurrió nada que
decir.
Pero el ensimismamiento de Bernal duró
apenas treinta segundos. Debió de recordar que se les echaba el
tiempo encima, porque miró nuevamente el reloj y salió caminando a
buen paso en dirección al paseo marítimo, tan repentina y
rápidamente que dejó atrás a Castillo.
Se volvieron a reunir al pie del semáforo.
Al cruzar al lado del mar, la caminata comenzó a convertirse en una
especie de carrera contra reloj.
—Vamos —le animó Bernal—, que ya son las
once y cuarto. No nos queda mucho tiempo.
Antes de llegar a la mitad del recorrido,
Bernal se había visto obligado a quitarse el abrigo. Era un día
idóneo para pasear: una brisa apenas perceptible les acariciaba el
rostro, y el sol se había librado de las madejas de nubes altas que
agrisaban el cielo. El paseo marítimo estaba bastante transitado:
jubilados, individuos sudorosos en plena carrera, parejas, grupos
de adolescentes, gentes con perro, ciclistas... Un cuarto de hora
después estaban en el lugar fatídico, el pavimento donde Natalia
había exhalado su último suspiro, a escasos metros de donde su
asesino la había estado acechando probablemente, antes de
arrebatarle la vida. Apenas habían intercambiado unas palabras
durante el recorrido.
Bernal tenía dificultades para hablar
después de la caminata: le faltaba el aliento. Entrecortadamente
suplicó a Castillo que esperase un segundo y, después de respirar
un par de veces todo lo hondo que pudo, sacó el móvil del bolsillo
de la chaqueta, mientras se hacía a un lado. Gabriel Ramos contestó
en seguida la llamada.
Había sido Ramos quien, ansioso, le había
llamado menos de veinticuatro horas antes para contarle la
ocurrencia de Muriel que les permitió dar con el arma. Por fin
tenían algo. «Una pista a seguir». Le había puesto al corriente
además de todas las vías que seguían en direcciones muy diferentes
y de lo infructuosas que hasta el momento estaban siendo las
pesquisas del Grupo, a excepción de aquel inesperado
hallazgo.
—¿Lo sabe Dora?
—No. No la he llamado aún —declaró
Ramos.
—Yo se lo diré.
La charla continuó durante un par de minutos
más.
Entretanto, Castillo volvió la vista a la
playa vacía. Vinieron a sus pensamientos los recuerdos de las
moragas nocturnas de fin de curso, treinta años atrás. Le resultaba
un poco extraño, porque no era ni mucho menos la primera vez que se
asomaba a la playa desde su vuelta a Málaga y nunca antes había
tenido esos recuerdos. Creyó incluso sentir la cálida salinidad de
la brisa del verano nuevamente. Ahora, la brisa fresca de poniente
mantenía ligeramente encrespado el mar, de color verde intenso
aquella mañana espléndida de sábado. Entremedias de sus recuerdos,
se preguntaba qué tipo de impulso habría movido al asesino.
¿Rencor? ¿Placer? ¿Venganza? Era un gran misterio para él que la
fuerza capaz de pulsar ese resorte oculto diese resultado en unos y
fallase en los demás. Era uno de los pensamientos que le visitaba a
menudo desde lo de Sevilla. ¿Por qué?, se decía a veces,
esforzándose sin éxito por distinguir algo de sentido en el crimen,
de entender cómo era posible que no se desmoronase por completo el
mundo interior del que mataba. Por desentrañar un misterio así,
hubiese aceptado entregar a cambio un año de su vida.
Bernal le había dicho que antes debía estar
seguro del punto exacto.
La presencia del funcionario de Europol en
el lugar del crimen no pareció alterar a Ramos, que se desentendió
rápidamente del asunto. De algún modo, daba la impresión de esperar
que tal cosa sucediera tarde o temprano. Era lógico. Ramos sabía
que el instinto del investigador no desaparece nunca, ni siquiera
cuando uno lleva apartado del trabajo de campo más de media vida.
Era inevitable que Bernal se sintiese atraído por seguir los pasos
de Natalia Blanes durante aquella fatídica noche de diciembre, que
siguiese aquel itinerario macabro y que ello le condujese
inexorablemente a pensar por sí mismo, a ver si se le ocurría algo
que a ellos se les hubiera pasado por alto. Él hubiese hecho lo
mismo. La localización exacta no la recordaba, dijo; no, al menos,
con las referencias que deseaba Bernal. Era cosa de Fernando
Muriel, que había vuelto al lugar en varias ocasiones y que, por lo
tanto, estaba muy familiarizado con los detalles. Bernal le llamó
inmediatamente. Muriel era un auténtico portento para memorizar los
escenarios de un crimen. Le causó asombro la minuciosidad de sus
descripciones. Debía de tener una memoria fotográfica. Le describió
sin vacilaciones la configuración de las palmeras del borde del
paseo, que había numerado a partir de un punto concreto (un paso de
cebra), la distancia entre la número 7 y el cuerpo, su posición
exacta y, en fin, otros detalles, como el acceso a la playa a
través del merendero. Bernal le insistió desde el principio en que
no era necesario que se desplazase hasta allí, pero le dejó caer
que había acudido al paseo marítimo con un amigo del que esperaba
recibir «opinión» sobre determinados aspectos del crimen. «Es
alguien ajeno a la policía, un médico que me ayudó en un caso, hace
muchos años», le dijo. Sabía que eso excitaría su curiosidad,
aunque era incapaz de prever cómo reaccionaría ante esta nueva
«intromisión». Percibió que estuvo menos cordial que su superior.
No parecía impresionarle como a Ramos su cargo en Europol. Ya en la
reunión en comisaría había observado que no se encontraba cómodo.
En el fondo, seguramente desaprobaba que Ramos le hubiese puesto al
corriente del curso de la investigación como si fuese un miembro
más del equipo. No compartía las razones del jefe que en gran
medida eran «políticas», quizá porque, por su posición en la
Brigada, se consideraba al margen de ellas.
Desde que Muriel se despidió con un lacónico
«adiós», intuía que haría lo imposible por ir. Bernal prefería que
así fuese. En su cabeza burbujeaba la idea, todavía sin
estructurar, de un experimento: forzarlo a enfrentarse a Castillo.
Quizá el cóctel funcionase.
—Éste es el sitio —dijo Bernal nada más
colgar, señalando una borrosa mancha en las baldosas grises, a
medio camino entre el césped y el muro.
Castillo intentó imaginarse el cuerpo
agonizante de la muchacha.
—¿Dices que regresaba cuando
ocurrió?—susurró
Bernal asintió con la cabeza.
—Quizá llegó corriendo hasta el tranvía. Al
parecer, le gustaba volver andando a paso ligero. Los de Homicidios
creen que el que la mató, la estaba esperando entre esas palmeras
—señaló con la mano derecha uno de los grupos de tres que había en
el césped, a unos ocho o nueve metros de la mancha—. Es un lugar
bastante seguro para pasar desapercibido, ya que la acera al otro
lado del asfalto es muy estrecha y apenas pasa nadie por ahí—.
Debió de sorprenderla por la espalda, saliendo de ahí. Sabiendo
como sabemos que es diestro, es lo más
probable, dada la localización de la herida... —se puso como a
cavilar unos segundos—. Luego bajaría por esas escaleras —señaló de
nuevo, aunque ahora con su otra mano—, enterrando inmediatamente el
arma a unos metros del merendero... Quizá todo eso no le llevara
más de veinte o veinticinco segundos. A partir de ahí, es lógico
pensar que se alejara por la playa, casi seguro en dirección este,
y que saltase de nuevo al paseo a un centenar de metros de aquí,
quizá antes... Hasta que se descubrió el cuchillo, se pensaba que
cruzó inmediatamente la carretera, pero después... esa teoría se ha
desmoronado.
Castillo no dejó escapar una sola palabra de
sus labios cuando Bernal hubo concluido y siguió sumido en un
mutismo absoluto durante al menos un minuto. En ese intervalo de
tiempo, bajó por las escaleras del merendero hasta un costado del
mismo, e incluso pisó la arena, ahora apelmazada por el rocío. Miró
a su izquierda y se internó más en la playa. «Te estás desviando
del arma», oyó decir a Bernal mientras caminaba hacia el este.
Recorrió unos sesenta o setenta metros ante la mirada curiosa y
algo perpleja de Bernal y se volvió bruscamente. A continuación
regresó adonde estaba el resto de la mancha de sangre.
—Fernando Muriel tiene una teoría distinta
—prosiguió Bernal—. Él cree que pudo esconderse en el merendero y
esperar a que se arremolinara la gente alrededor del cadáver. Quizá
aprovechara la confusión para unirse a los curiosos.
—Tal vez —murmuro, pensativo, Castillo—.
Espérame aquí, ¿quieres? —Y se alejó a paso ligero hacia El Morlaco
antes de que Bernal pudiese objetar nada.
—¡Mierda! ¿Pero adónde vas?—le gritó éste
cuando consiguió reaccionar.
Castillo se volvió sin dejar de caminar y le
hizo un gesto con la mano, dándole a entender que regresaría de
inmediato.
En un par de minutos había vuelto.
—¿Qué haces?—inquirió, completamente en
ascuas, Bernal.
Castillo estaba tan ensimismado que pasó por
alto la pregunta.
—Da igual el porqué, Luis. El lugar es lo
que tenemos. Y él sabía cómo y dónde...
—No te pongas críptico, mamón —le
interrumpió Bernal—. Habla claro.
—... ¿Pero cómo supo el momento
exacto?
Bernal tuvo una extraña, confusa y al mismo
tiempo emocionante sensación de que, por primera vez, se empezaban
a formular las preguntas correctas.
—Dímelo tú —exigió.
—Tiene que haber una manera. — Castillo
parecía reflexionar en voz alta.
—Buscaba el lugar más oscuro.
Castillo bajó la cabeza.
—El lugar más oscuro. Para ocultar el arma
—musitó.
—¿Cómo dices?
—¿Te has preguntado por qué la
enterraría?
—Es evidente que para escapar. Es instintivo
en el criminal el impulso de deshacerse del arma, de evitar que lo
relacionen con el crimen si lo detienen.
—Sí, pero... ¿enterrarla? Como es lógico,
Luis, los investigadores habrán sacado conclusiones.
—¡Conclusiones! Te gusta hacerme sufrir,
¿eh? ¿Qué conclusiones, pedazo de cabrón?
Castillo sonrió.
—No quería que la encontrasen, eso está
claro. Tampoco que pudiesen seguirle la pista. Le preocupaba que
hubiese alguna forma de relacionarle con ella, aunque había tomado
muchas precauciones para que esto no ocurriese... Usando guantes,
por supuesto... Eligiendo un cuchillo accesible a todos los
bolsillos, del que se han fabricado y puesto a la venta muchas
unidades, que se vende en unos grandes almacenes especializados en
bricolaje y que además puede adquirirse a través de tiendas
online, ¿no es así?
Bernal asintió varias veces.
—Correcto.
—Lógicamente, tenía que deshacerse de ella.
Pero no se quedaba completamente tranquilo arrojándola lejos de sí,
sobre la misma arena. Tenía que enterrarla. Y eso lo cambiaba todo
porque, de ese modo, no se resistiría a la tentación de
recuperarla. Dejaría pasar un tiempo, hasta estar seguro de que no
había vigilancia en la playa.
—Hasta que ese hijo de puta del motorista
nos jodió el invento —observó Luis, apretando de rabia las
mandíbulas. (No se había probado que fuese Ortega el de la
filtración al Málaga Hoy, pero las sospechas de Ramos recaían sobre
él)
—Y crees que una decisión así se toma sobre
la marcha.
—No entiendo lo que quieres decirme,
Ramón.
—Lo que hay que saber es lo que hizo después
de matar a Natalia. Si llegamos a saberlo, podremos deducir qué
hizo antes.
—Sigo sin entenderte.
—Es muy sencillo. ¿Qué sabemos con
seguridad, Luis? Que el arma es enterrada a cierta profundidad en
la arena, después de cometerse el crimen, ¿no? No se arroja al mar
(donde la encontrarían pronto, muy probablemente) ni, pongamos por
caso, en una de las papeleras de la playa. ¿Tú crees que algo así
se improvisa?—meneó la cabeza—. Yo creo que no. Es un acto
minuciosamente planificado.
—Es lo mismo que piensa el Grupo de
Homicidios. Y yo estoy de acuerdo. Eso no es novedoso, Ramón
—observó ligeramente decepcionado Bernal.
Castillo no se dio por aludido. Echó el
cuerpo hacia atrás hasta apoyarse en el muro.
—Todo el crimen lo estaba. Desde el
principio.
—Te repito que eso no cambia nuestra
percepción. Seguimos sin saber nada del asesino. Si Natalia ha sido
o no una víctima al azar, y si la eligió, desde cuándo la seguía y
por qué.
—Cómo puede ser que no lo veas, Luis. Tenía
preparado el hoyo... —dijo ensimismado.
Bernal dejó escapar un gruñido, pero su
amigo no le prestaba atención en esos momentos.
—Cada tarde escarbaba en la arena, en el
mismo lugar, por si acaso. Cada vez que venía repetía la misma
operación. Puede que las primeras veces formase parte del ensayo
para controlar los tiempos y medir la reacción de la gente que
hubiese podido observarle. Más adelante, cuando llevaba el arma
consigo, vuelve a hacerlo por si se le presenta la
oportunidad...
Bernal sintió palpitar fuertemente su
corazón.
—Nunca se me hubiera ocurrido
pensarlo.
—Forma parte del plan —precisó Castillo—. ¿O
es que piensas que se le ocurrió sobre la marcha? Y, para escapar,
tiene que moverse rápido. Así que cava un hoyo, prepara el
escondite del arma. Nadie le ve hacerlo y si le ven, no le prestan
atención, no imaginan nada peligroso
detrás de esa conducta. Es difícil que le recuerden, que recuerden
siquiera qué hacía allí, postrado sobre la arena, dándoles la
espalda... —se detuvo. Luego, al pasar unos segundos, preguntó a
Bernal, sin mirarle—: ¿Te has parado a pensar en cómo se pueden
seguir los pasos de una mujer que sale a correr en un lugar
público, en un lugar por donde no pueden transitar
automóviles?
—Perdona, no te sigo —dijo confundido
Bernal, aunque lleno de excitación.
—Andas tras ella —especificó Castillo, ahora
sí, mirando a Bernal—. Tienes que seguirla durante un trecho al
menos. Y no es el primer día, lo has hecho otras veces, lo has
ensayado para conocer los riesgos. Pero no vas
tras ella, sino que lo haces de manera que te tome por uno más
entre esa variada fauna con la que se mezcla cada noche. ¿No los
ves?—dijo señalando con la vista a los transeúntes—. Piensa, Luis.
En el marítimo hay zonas oscuras, otras no tanto. Gente que va y
viene, aunque no demasiada a esa hora. Eres consciente de que a
ratos puede estar sola y de que esa ventaja no durará mucho
tiempo... Realmente no sabes el instante en que podrás hacer lo que
has planeado. ¿Cuándo?, te dices. Tienes que buscar la oportunidad,
quizá una única oportunidad...
Bernal sintió un escalofrío.
—Yendo más rápido que ella y en ambas
direcciones —musitó.
Un ciclista, cubierto con un chubasquero
amarillo, pasó a unos centímetros de Bernal. Ambos le siguieron con
la mirada.
38
—Buenos días.
La voz le resultó familiar a Bernal. Venía
por su derecha. Giró un cuarto de vuelta la cabeza y allí, a un
metro, estaba Muriel. Le acompañaba una mujer joven, de cejas
pobladas y ojos felinos, vestida toda ella con ropa vaquera. La
clase de mujer que los ojos de un hombre examinarían con interés,
nada más verla. Ninguno les mostró un mínimo atisbo de
sonrisa.
—Buenos días —respondió Bernal.
Castillo se incorporó.
—Bernal —Muriel se fue hasta él y se
estrecharon la mano—. Es Carolina, mi mujer.
—Encantado —ahora Carolina sí sonrió al
alargar la mano. Bernal se la tomó ceremonioso, de la manera que se
había acostumbrado a hacer en las recepciones oficiales. —Ramón es
amigo mío.
Se saludaron con un apretón de manos, pero
Castillo percibió frialdad y hasta desdén en la mano de
Muriel.
—Nos cogía de paso —se justificó Muriel—...
¿Qué tal? ¿Habéis adelantado algo?
Bernal y Castillo se miraron: una ligerísima
sorna envolvía la voz de Muriel.
—Lo del cuchillo ha sido extraordinario
—dijo Bernal—. Se lo venía diciendo a Ramón. Te felicito.
—Gracias. Pero extraordinario no es —sonrió
con modestia
Carolina miraba a su marido sin poder
ocultar su orgullo.
—Créeme que a muy poca gente se le hubiese
ocurrido algo así —insistió Bernal.
—A él se le
ocurrió —observó Muriel.
El sol se había colado bajo la ropa de
invierno. Bernal sentía el peso de su abrigo, ya demasiado tiempo
terciado sobre el brazo.
Asintió con la cabeza.
—Algunos poseen cualidades increíbles...,
cualidades mentales —precisó Bernal—. Y no me refiero a los
asesinos, que a veces son también endemoniadamente listos. Me
refiero a gente que parece normal, pero no lo es. Ordinary people —dijo como para sí—. Sólo he
conocido a cinco personas que tenían ese, digamos..., don, y tres
de ellas no eran criminalistas... —sonrió ampliamente, enseñando su
fea dentadura.
Castillo miró para otro lado. Odiaba que le
alabaran en su presencia. Le hacía sentirse estúpido.
—Cualquier aportación es bien recibida —dijo
Muriel cruzándose de brazos.
—Hace bastantes años, Ramón nos ayudó a
resolver un caso en Sevilla...
Muriel le dedicó una breve mirada a
Castillo, entre curiosa y escéptica.
—Vaya. Qué bien.
—Deja eso, Luis, por favor —le pidió
Castillo.
Bernal ni siquiera le miró.
—Mira, Muriel, yo nunca he tenido prejuicios
en el trabajo. Me da igual de dónde vengan las ideas.
—Ya sé que tienes experiencia en Homicidios
—admitió Muriel.
—Las ideas, Muriel —repitió Bernal.
—Es una buena filosofía.
—Te sorprenderías al saber de lo que son
capaces estas personas. De lo que tú
mismo quizás seas capaz.
Muriel no encontró ninguna palabra con la
que contestar a Bernal. Simplemente enarcó las cejas.
—En Dinamarca están llevando a efecto un
programa para reclutarlos —dijo Bernal después de sonarse
delicadamente la nariz—. También el FBI ha puesto en marcha una
iniciativa similar. ¿Sabes de lo que estoy hablando?
—No tengo ni idea —respondió, burlón,
Muriel.
—En el programa se les ha bautizado como
«Los Clarividentes» —prosiguió explicando de corrido Bernal, como
si no le hubiese escuchado o no le importase el tono de aquél—.
Aunque hace años que en el argot de la División de Homicidios son
los Poirots. Y no estoy hablando de videntes, ¿eh? No, los videntes
tienen otra función y a veces resultan útiles, como tú sabes. Pero
esta gente es otra cosa. No son capaces de adivinar nada. La
mayoría de ellos desconoce sus habilidades y muy pocos tienen una
formación a la altura de lo que cabía esperar... Dependientes,
oficinistas, amas de casa... No sé cómo explicártelo... En los
casos que investigamos, normalmente tiramos de la madeja para
juntar las piezas. Pero ellos no. Ellos se dirigen al principio. Es como andar hacia atrás para ver desde
el punto de partida dónde está la meta. Stromberg, en su Tratado de
Psicología Criminal, lo ha bautizado como el «proceso de inversión
deductiva».
Muriel parecía comenzar a interesarse pero
sin mostrarse impresionado.
—Me informaré.
—Hay un dossier en Europol a disposición de
los cuerpos de policía de cada país miembro. Con el diseño del
programa y algunos resultados preliminares.
Muriel dejó escapar un suspiro.
—Se trata de una experiencia piloto,
¿verdad?
—¿Por qué lo preguntas?
—Por nada.
—No. Dímelo por favor —suplicó Bernal.
—No hay resultados concluyentes. Si los
hubiese, lo sabríamos.
—¿Piensas que me lo estoy inventando?
—Para nada —negó Muriel—. Me estás hablando
de un experimento. Cuando se demuestre su utilidad, cambiaremos el
método.
—El método, claro —dijo Bernal mirando con
impaciencia y preocupación su reloj.
—Tenemos procedimientos que seguir. Es algo
básico en nuestro trabajo —dijo con suficiencia Muriel.
Luego pensó en si era ético hablar así, pues
detrás de la excusa se escondía nada más y nada menos que su propio
egoísmo. Y se trataba de un asesinato... ¿Ética? La ética había que
aplicarla a los fines, no a los medios. Otra cosa muy distinta era
la legalidad. «Dentro de la legalidad, siempre», le había
aconsejado una vez en voz baja uno de sus instructores, guiñándole
un ojo. La ética era para los profesores, no para los que trataban
con toda clase de escoria, como él. Sin embargo, desde que había
nacido Ale, se miraba a sí mismo constantemente. A veces le
angustiaba pensar que no estaría nunca a la altura de lo que Ale
esperase de él. Que, cuando el niño creciese, tendría que mantener
entre bambalinas esa parte sucia de él mismo. Y le avergonzaría
hacerlo.
Realmente, ya sentía esa vergüenza al
contemplar su rostro dormido.
Por supuesto que se daba cuenta de que no
estaba siendo honrado al plantear a Bernal aquellas objeciones,
pero no le importaba. No era el momento de ser escrupuloso. ¡Conque
exigiendo ortodoxia! Profesionalmente no era, lo que se decía, un
ejemplo de ortodoxia. Siempre había ido un poco por libre. De
hecho, la reputación que se había granjeado con su conducta no era
desde luego la más idónea para que, en un futuro, le encomendasen
la gestión de grupos. Muriel lo sabía. Pero no podía franquearle
gratis la entrada a Bernal y su amigo, y dejarles a ambos que lo
pusiesen todo patas arriba. ¿Eso era lo que temía, que supusiesen
un estorbo? ¿O se trataba de una excusa que se estaba dando a sí
mismo para frenarles porque, en el fondo, lo que le preocupaba
realmente era que viniesen a restarle brillo? Para ser honrado al
menos en una cosa, caviló, tenía que reconocer que la segunda
alternativa era mucho más consistente. Ambicionaba salir airoso del
caso, sí; era lo que más le ilusionaba. Se veía capaz de dar con el
culpable, pero necesitaba tener las manos libres y apartarse de la
«política» del cuerpo. Y sobre todo necesitaba buenos
colaboradores. En efecto, no quería fisgones ni videntes. Sabía que
le entorpecerían el trabajo. No estaba dispuesto a perder la
oportunidad: el hallazgo del arma le había colocado un peldaño más
arriba, y ahora era su instinto de conservación el que hablaba por
él.
—Lo importante son los resultados. ¿Para qué
crees que nos quiere la gente? ¿Para vernos con el uniforme puesto
por las calles? Lo que espera la sociedad de nosotros es que
resolvamos los delitos, y si nos empeñamos en sacarle brillo a
nuestro status quo... o anteponer los
formalismos...
Muriel se llenó de pronto de impaciencia. El
aire comprimido que salía por su nariz le delataba.
—Una cosa es estar abiertos a ciertas ideas
y otra muy diferente dejar que cualquiera opine. Eso sería de
locos. Pero antes te he dicho que me parecía bien que tengas tu
propia fórmula de hacer las cosas.
—... Perderemos muchas oportunidades,
¿entiendes? —concluyó Bernal, ajeno por completo a la interrupción
de Muriel, y se cambió el abrigo de brazo.
—Joder, que me parece muy bien —volvió a
repetir Muriel, sin perder la compostura—. Es tu punto de vista. No
sé cómo decírtelo ya para que me creas.
—Te parece bien, pero no te gusta.
—No es que no me guste —dijo con cierto
hastío Muriel—. Es que, sinceramente, no le veo la utilidad.
Bernal miró de reojo a Castillo, que había
vuelto a apoyarse en el muro. Con los brazos cruzados y la mirada
baja, no dejaba traslucir su estado de ánimo. Bernal supuso que era
su manera de mantenerse al margen de la discusión, y que la
hostilidad de Muriel no iba a ser estímulo suficiente para hacerle
cambiar de idea. Por ese particular podía estar tranquilo. Lo que
más le preocupaba a Bernal era que aquella resistencia estaba
retrasándolo todo. Era consciente de que Castillo hablaba
completamente en serio en cuanto a dos cosas: que tenía que
marcharse a la una, a lo más tardar, y que la de esa mañana era la
única ayuda que podía esperar de él.
—¿Nos cierras las puertas?
Carolina escrutaba en esos instantes la
silueta de los barcos fondeados en la bahía. No podía apartar de su
cabeza la situación de la familia González. Se imaginaba
continuamente a Javier, abatido en algún rincón de una modesta
vivienda que ella no conocía por dentro, con la cabeza entre las
manos, preguntándose dónde estaría Pablito, diciéndose a sí mismo
que ese tipo de cosas no podían sucederle a él, y sin embargo era
algo real y no la pesadilla que por momentos hubiese anhelado que
fuese. Carolina no podía apartar de su cabeza la angustia de
aquella madre, a la que el llanto y el miedo no permitirían un solo
pensamiento coherente. Lo intuía por ella misma, por Ale, que un
día tendría la misma edad que ese otro niño. Entonces, le asaltaba
una imagen extraña: veía a su hijo ya crecido sentado sobre la
hierba de un parque que no podía identificar, pero su rostro era el
de los carteles del supermercado, el rostro del pequeño Pablo, del
que se había borrado la sonrisa y en el que ahora había una
expresión ausente y preocupada, la expresión «adulta» que nunca
tendría la cara de un niño. Sentía que no estaba haciendo nada por
ayudar a Javier como él la había ayudado una vez, y que no tenía
excusas para su inactividad, porque por mediación de Fernando podía
llegar todo lo lejos que le fuese posible a una persona ajena a la
familia y quizá más lejos... Estaba segura de que se le ocurriría
algo para dar con el paradero de Pablo. Por lo menos, trataría de
serles útil. Fernando no debía saber sus verdaderas intenciones
porque se opondría rotundamente. No se lo reprochaba; ése era su
deber. Aunque sí le reprochaba que hasta ahora no se hubiese tomado
excesivo interés en satisfacer su curiosidad y en aliviarla con
ello de su preocupación. Apenas había conseguido que volviese a
preguntarle a Villalobos, después de mucho insistirle en ello. Como
si fuera cosa suya y no de ella, aunque era una distinción
estúpida, puesto que Villalobos era consciente de dónde partía
aquel repentino interés. «Tómatelo con paciencia, Caro», le había
aconsejado tras mantener una pequeña charla con el responsable en
Desapariciones. «Todo indica que se trata de una fuga. Pronto
aparecerá». Y cuando ella le había contestado, furiosa, que la
policía no se ponía nunca en el lugar de la familia, él había
replicado que en las desapariciones de adolescentes no había lugar
a «acciones policiales rápidas», que el trabajo se basaba
esencialmente en difundir el hecho, alertando a las comisarías y
cuarteles de la Guardia Civil del resto del país. Que no había
recursos para poner bajo vigilancia a las estaciones de autobuses y
de ferrocarril, pero que se «procuraba» empapelar con su foto la
mayoría de ellas. Un chico de esa edad, argumentaba él, procuraba
viajar a pie o haciendo auto stop, haciendo creer a quien lo
recogiese que era mayor de edad, por lo que se trataba de poner
sobre aviso a las asociaciones de transportistas, enviándoles la
fotografía para que la repartiesen a todos los camioneros. Se hacía
todo lo posible, según Fernando, pero a Carolina no le parecía
bastante, quizá porque la óptica profesional que su marido aplicaba
al asunto exigía apartarse emocionalmente, y, además, porque no iba
con su carácter lo de sentarse a esperar acontecimientos.
Quizá su mente volaba con tanta insistencia
hacia otro lugar, meditaba Carolina, en un intento de quedar al
margen de aquella estupidez, de aquella conversación sin sentido.
Estaba empezando a cansarse de ver enzarzado a Fernando en una
disputa estéril con una persona cuyo propósito al venir a la ciudad
era entrometerse en su trabajo. Era la primera vez que
«participaba» en un caso de su marido. Nunca antes Fernando había
mostrado esa clase de predisposición pero, a raíz de que ella le
hablase de la desaparición de Pablo González, pidiéndole indagar
sobre qué podía haberle sucedido, él comenzó a ponerla al corriente
de las peculiaridades del caso más importante que se traía entre
manos. Fernando le había contado lo de Bernal, lo del interés
personal de éste en la investigación y lo que él mismo pensaba
respecto de la actitud de Gabriel. La posición de Fernando en la
Brigada se había afianzado a partir del hallazgo del arma. En
cierta manera, Gabriel se había hecho a un lado, pero sin nombrarle
oficialmente responsable. Seguía filtrando las incidencias, aunque
desviaba hacia Fernando la parte puramente operativa. Los demás
agentes habían asumido su nuevo rol, no sin reticencias, según la
percepción de Fernando. A Carolina le había parecido un poco
extraño que su marido hubiese cambiado de parecer, abandonando su
habitual mutismo, aunque había optado por no preguntarle los
motivos. Le disgustaba que Fernando la hubiese hecho venir,
sabiendo que una cosa así podía ocurrir. Debía haberlo intuido;
debía haber sabido que el carácter de su marido le obligaría a
acudir a la cita para deshacer cualquier equívoco. Fernando era de
esa manera: tenía que hacerle ver a Bernal que no era un clon de
Ramos y que, por supuesto, no era tan permisivo como él en lo
concerniente al acceso al material de los casos. Quería que Bernal
lo supiese, para marcar claramente las distancias. Le había notado
contrariado al terminar de hablar por teléfono con él, aunque se
guardase sus pensamientos. La fricción era inevitable. Por lo que
parecía, Bernal no cejaría hasta obligar a Fernando a admitir sus
métodos. La experiencia le había hecho ver que su posición era de
fuerza, y estaba decidido a aprovecharla. Bernal había comprendido
muy pronto que Ramos no le dejaría en la estacada, que temía
afrentarle porque sin duda le veía muy por encima de él. Para ella,
la reacción de su marido ante el envite de Bernal era un misterio
todavía por revelar. Quizá terminase por ceder, aunque lo dudaba.
Todo sería más fácil de predecir, si dependiese de él, si no
tuviese que acatar el criterio del jefe. Entonces, hubiese apostado
sin dudar por que Fernando le habría parado los pies en seco a
Bernal. Lo habría despachado en un santiamén.
Para abstraerse en la medida de lo posible,
Carolina fijó la mirada en un trasatlántico de casco blanco, que
tenía media proa oculta tras el espigón del morro. Venía
observándolo desde hacía un minuto, tratando de dilucidar si se
movía en dirección a la ensenada del puerto. No estaba segura del
todo, aunque parecía estar quieto. De cuando en cuando sus ojos
felinos se posaban en la gente que caminaba aparentemente
despreocupada hacia La Malagueta. Furtivamente, observaba a
Castillo, que tenía un lejano parecido con uno de sus profesores de
la facultad de Derecho. Era fácil leer en su cara que, al igual que
ella, se sentía violento y como fuera de lugar ante la discusión.
Pero el médico que «había ayudado una vez a Bernal a resolver un
caso», experimentaba además una viva impaciencia. Carolina estaba
segura de eso. Ella sabía que cuando a un hombre le aleteaba la
nariz, era que estaba como loco por decir algo para darse
importancia ante los demás. Los hombres se parecían unos a otros en
que no resistían la tentación de pavonearse. Ese pensamiento avivó
la curiosidad de Carolina y, además, le trajo a la cabeza otro que
estaba estrechamente relacionado con aquél: la reacción de su
marido cuando el médico tuviese la oportunidad de hablar. Bajo los
lógicos remilgos que sentía Fernando ante la posibilidad de tratar
de tú a tú con él, Carolina sabía que latía una enorme curiosidad
por descubrir de lo que era capaz. En el fondo, cavilaba ella,
Fernando quizá deseaba que fuese un impostor. Conociéndole, suponía
que su ego no sería capaz de soportar que una especie de chamán a
los que tan acostumbrados estaban a recurrir en otras unidades
policiales, finalmente se le colase en el caso gracias a una feliz
ocurrencia que no tuviese más remedio que pararse a analizar.
Carolina no quería mirar a Bernal. Dirigía
la mirada a cualquier objeto, persona o incidencia, tratando de no
fijarse en aquel hombre de modales exquisitos y fea dentadura, de
quien Fernando recelaba desde el principio. Era lo que más le
incomodaba, porque tenía la sensación de que aquellos ojos cuyo
color, brillo y tamaño aún no había podido examinar, la estaban
examinando continuamente tras el muro de las caras gafas de sol que
les servían de escondite perfecto.
—Te equivocas: yo respeto todas las posturas
—Muriel se encogió ligeramente de hombros.
—Hombre, llevo muchos años en el cuerpo para
no darme cuenta de que esto... que estemos aquí revisando los
hechos, te lo tomas como si te estuviésemos fiscalizando la
investigación...
Muriel sonrió levemente.
—Yo no tengo esa sensación.
—¿Y qué sensación te produce,
entonces?
—Sólo de que nos distrae.
—Te repito que todas las buenas ideas deben
ser bienvenidas —afirmó, visiblemente enfadado, Bernal, pero sin
elevar la voz—. Nunca se pierde el tiempo examinándolas. Si no
aprendes eso, sólo le sacarás un veinte por ciento a tu
esfuerzo.
—A Gabriel le gusta contentar a todo el
mundo. Y él es el que manda, así que da igual lo que yo
piense.
—Lamento que estés a la defensiva, de
verdad. Si fueses capaz de escuchar... En fin, Ramón acaba de
descubrir algo que puede
interesarte.
—Estupendo —dijo Muriel con
displicencia.
Bernal se puso muy serio y movió la cabeza
de un lado a otro.
—¿No vas a escucharle?
—¿He dicho acaso que no vaya a hacerlo?
—respondió con gesto alterado Muriel.
—Díselo Ramón.
39
Castillo sacó las manos de los bolsillos del
pantalón y entrecruzó los brazos. Cómo cambiaba el tiempo y las
responsabilidades el carácter de la gente. Pensaba en lo poco que
quedaba, dentro de aquel traje de ejecutivo, del Travolta franco,
brusco, y a menudo maleducado, del que decían entonces que habría
que haberle lavado la boca con lejía cada vez que se ponía a largar
lindezas. Dudó unos instantes.
—Según Luis, todavía no están seguros de
cómo se fue de aquí.
—¿Perdón...?
La ironía de Muriel hizo mella en Castillo.
Todo aquello le resultaba absurdo. Él, allí, siendo testigo de una
pugna estúpida por su causa, reeditando el antiguo dilema al que la
inclinación obsesiva de Bernal le había abocado veinticinco años
atrás. ¿Quién le mandaba meterse en camisa de once varas?
De repente, había perdido toda la seguridad
en sí mismo. Tenía tanto miedo al ridículo que ni siquiera la
tentación de marcharse de allí en el acto era mejor que seguirles
el juego a Luis y Muriel. Una y otra alternativa le hacía sentirse
como un imbécil. Pero, viéndole tan desesperado como para rebajarse
a implorarle, no había sido capaz de decirle que no a Luis, y,
ahora, por mucho que le fastidiase la injusta actitud de Muriel
(aunque podía explicársela en parte), por mucho que le pareciese
arbitraria e inmerecida, e incluso contraproducente para poder
colmar una ambición que llevaba escrita en la mirada, haría lo
acordado. Después, que Bernal se olvidase de él.
«Bueno, tengo razón y eso es lo único que
debe importarme», murmuró en sus adentros. «La cuestión es largarlo
cuanto antes y salir pitando».
—Me refiero al que lo hizo.
Muriel negó de mala gana con la
cabeza.
—Aún no.
—Voy a pedirle un favor —dijo
Castillo.
Se hizo un silencio. Muriel, con aire
receloso, parecía ya dispuesto a escuchar la ocurrencia de
Castillo, y éste parecía estar a la espera de permiso para
continuar.
—... ¿Quiere mirar a derecha e izquierda?
—pidió Castillo algo sofocado, al ver que Muriel no reaccionaba,
que sólo le miraba fija y severamente, en medio del alboroto
causado por una docena de adolescentes que pasaban en ese instante
por allí.
Muriel no desvió la vista de Castillo.
Únicamente movió los labios para preguntarle:
—¿Pero para qué?
—Para decirme lo que ve.
—¿Es un acertijo?... ¿Estamos jugando a
algo?—inquirió con aspereza.
—Perdone. Creo que es importante que haga lo
que le digo. Lo entenderá con rapidez.
Bernal hizo lo posible por disimular la
sonrisa vengativa que se marcaba en sus labios, mientras Muriel
ejecutaba torpemente lo que le había pedido Castillo.
—¿Y qué? —Muriel dejó entrever en su
expresión desconcertada e irritada la comisión de una estupidez de
la que se había arrepentido de inmediato.
—La gente... ¿qué hace?
—Bien. Vamos a dejarlo aquí. Encantado de
verte de nuevo, Bernal —dijo Muriel volviéndose con un ademán
enérgico hacia Carolina.
Bernal se le plantó delante.
—Espera un segundo. No malinterpretes a
Ramón.
—Mira, yo no tengo tiempo para adivinanzas
—dijo Muriel apretando el brazo de Carolina y empujándola hacia la
derecha para salvar el pequeño obstáculo que se interponía entre
ellos y el ancho paseo embaldosado que llegaba hasta el
puerto.
—La gente va y viene... Igual que hacía la
víctima —dijo Castillo a espaldas de Muriel.
Éste no se inmutó y comenzó a caminar hacia
la Malagueta.
—Pero no todos van a pie.
Muriel se detuvo y volvió la cabeza. Como
olvidándose de que era Castillo el que había dicho aquello, se
dirigió a Bernal para preguntarle:
—A ver, ¿qué es lo que trata de
decirme?
Castillo anduvo los diez metros que le
separaban de la pareja.
—Que el asesino se movía en bicicleta
—concretó—. Estoy convencido de que usó una bicicleta para llegar
hasta aquí y marcharse..., He estado considerándolo despacio y creo
que sé cómo pudo escapar —prosiguió.
(Ahora le miraba directamente a los ojos como si el examinando
fuese Muriel y él el examinador)—. Dejaría la bicicleta, ahí,
detrás del muro —se dio la vuelta y bajó hasta la plataforma de
acceso al chiringuito. Muriel le siguió de mala gana. —Hay una
especie de carril, allí —indicó con el dedo índice en mitad de la
arena—, que usan los corredores. Siguiéndolo, se puede salir en
pocos segundos al paseo, a través de aquel ensanche.
Muriel estaba sorprendido, pero se esforzó
en disimularlo y seguir pareciendo solamente escéptico. Todo
encajaba. La sensación que le producía lo que acababa de escuchar,
era la de que por fin se ensamblaban varias piezas sueltas, cuyo
sentido, vistas aisladamente, se le había escapado hasta ahora. El
ensanche al que se refería Castillo estaba a unos ciento cincuenta
metros, en dirección a los Baños del Carmen. El ayuntamiento había
montado hacía poco tiempo unas barras y tubos y otros aparatos para
los gimnastas, y un pequeño tobogán para los niños.
Unas diminutas gotas de sudor brotaban de la
frente de Bernal. La refriega con Muriel y el peso del abrigo
habían hecho que le sobrase la mitad de la ropa.
—La noche era oscura —recordó.
Muriel hizo vibrar su paladar con una
especie de «sí».
—El cielo estaba cubierto —dijo al poco—.
Llegó a chispear durante un rato.
—La playa era más segura para alejarse
—apuntó Castillo.
—Una bicicleta —susurró, pensativo, Muriel—.
Es posible.
Castillo se frotó la nariz.
—Creo que la usó para seguirla.
Bernal mostraba más inquietud que el propio
Castillo por lo avanzado de la hora. Miraba muy a menudo su reloj
de pulsera. Pensó por un momento en cómo hacer para demorar la
marcha de Castillo y se dio cuenta de que todo cuanto decía desde
hacía dos horas había estado inconscientemente dirigido a despertar
el máximo de interés en su amigo. Sabía que era una cuestión de
tiempo que se marcase a sí mismo el reto
de descubrir causas. Era algo
irresistible para él.
Intervino entonces para añadir:
—Llevaba días ensayándolo. Semanas tal vez.
Muriel volvió la cabeza y le miró
perplejo.
—Tenía que ocultarla —terció Castillo—. No
podía dejarla en medio de la arena, a la vista... Entonces, la
apoya ahí, detrás del muro, a escasa distancia de donde se halló el
arma... —hizo una pausa de unos pocos segundos, durante los cuales
pareció calcular el tiempo necesario para ejecutar ambas acciones.
Luego, señalando con su mano derecha hacia el muro, propuso—:
Enterraría el cuchillo y volvería por la bicicleta. Así se zafó de
muchos testigos potenciales. En el ensanche hay una rampa que
conduce a la playa. No es necesario saltar el muro.
Bernal se les había acercado poco a
poco.
—Haciéndose pasar por un ciclista podía
vigilar los movimientos de Natalia y del resto de la gente
—añadió—. Todo cuanto pudiese
obstaculizar su propósito.
El sol cegaba a Muriel cada vez que
intentaba poner sus ojos en la senda de corredores. Se sentía tan
incapaz de contradecir al médico como de darle la razón. La cabeza
parecía bullirle con toda una serie de nuevas perspectivas, pero al
mismo tiempo sentía que se le escapaban, que se difuminaban en
cuanto intentaba enfocarlas un poco.
—No sé... —murmuró.
—¿De qué otra manera podría
hacerse?—preguntó, lleno de prudencia, Castillo.
Muriel le miró un instante.
—Sería precipitado darlo por seguro.
—Pero encaja con las circunstancias del
ataque —replicó Bernal.
Muriel no tuvo más remedio que mover la
cabeza de arriba abajo, asintiendo varias veces.
—Sí, es así —admitió a regañadientes,
volviéndose hacia Castillo.
Carolina descansaba, apoyándose sobre el
corte del muro. Castillo la había dejado con la boca abierta. Se
preguntó si esa clase de gente a los que Bernal llamaba Los
Clarividentes existiría de verdad y si el médico sería uno de
ellos. En un principio le había sonado a rollo, la clase de rollos
técnicos que largan algunos con el propósito de impresionar a la
gente. Pero ella acababa de ser testigo. ¿Cómo demonios había
deducido lo de la bicicleta?
—¿Qué piensas?—la mirada de Bernal era
impenetrable tras los grises cristales tintados de sus gafas.
—¿Tú que crees? Lo investigaremos. Si ha
estado siguiéndola cierto tiempo, con un poco de suerte podríamos
conseguir una descripción.
—Os deseo mucha
suerte —dijo Castillo, batiéndose bruscamente en retirada.
Bernal quiso detenerlo, pero Castillo hizo
oscilar en el aire el dedo índice de su mano izquierda en señal de
advertencia. Luego miró a la pareja y pronunció un apresurado
«encantado», antes de volver sobre los pasos que le habían
conducido allí.
Era la una en punto.
40
El sol de mediodía había traído de improviso
un adelanto de la primavera. El aire salado venía tibio y perezoso.
Los viandantes parecían resistirse todo cuanto era posible en dar
por finalizado el paseo.
Bernal era testigo de la impresión que había
causado en Muriel lo que acababa de presenciar. Su asombro con lo
sucedido se reflejaba nítidamente en su rostro. Era obvio que
necesitaba comprenderlo. También su
esposa parecía aturdida y como ausente. Dado que Bernal no tenía
hecho planes para el resto del día, caminaron sin rumbo definido
durante un buen rato mientras hablaban sobre ello. La suposición de
Castillo acerca de la minuciosa planificación del asesinato, urdido
durante meses para evitar testigos, era tan interesante y original,
que Muriel, al exponérsela Bernal, se delató sin poderlo evitar. Le
fue imposible ocultar su estupor. Nunca había sido testigo de esa
clase de razonamiento. En esencia, porque no era nada descabellado
si lo pensaba detenidamente. La fórmula exacta empleada por el
médico para llegar a tal deducción —desandar el camino, ir hacia
atrás, partiendo de los hechos conocidos— parecía sencilla pero,
siendo sincero consigo mismo, tenía que reconocer que él no hubiese
sido capaz de hacerlo. Pese a que le había sonado a pura patraña,
inventada para justificar aquel desvarío de traerse «un
colaborador», tendría que averiguar qué había de verdad en lo dicho
por Bernal acerca de Los Clarividentes. Al igual que Carolina, cuya
fascinación por los sorprendentes resultados que había deparado un
encuentro «casi fortuito» estaba impresa en su mirada, Muriel se
sentía como descolocado y desconcertado después de marcharse el
médico, como si todos los conceptos que había aprendido en los
últimos años, fuesen insuficientes o completamente inútiles.
La decepción de Muriel con sus propias
capacidades duró apenas unos instantes. Enseguida se puso a la
tarea de ordenar sus ideas para tratar de sacarle partido a la
situación vivida. Se dio cuenta inmediatamente de que tenía que
presuponer que la conducta del asesino habría sido igual en los
meses que precedieron a las muertes de La Caracola y Vaguada
Verde... Si se trataba del mismo autor, lo que aún no era del todo
seguro. Aunque él, íntimamente, estaba convencido de que era así.
Pero, dadas las características de ambos crímenes, el acecho al que
habría sometido a sus anteriores víctimas, debía de ser de una
naturaleza distinta al usado con Blanes. Por exigencia de Gabriel,
había repasado los expedientes con detenimiento, sin hallar una
sola mención en los interrogatorios efectuados a «extrañas
presencias» cercanas a las víctimas, en las semanas anteriores a
los crímenes. Nada sobre ciclistas, que él recordase.
En los minutos siguientes, Bernal y él
recompusieron su relación. Fue más fácil de lo que hubiese podido
imaginar. Expulsó de dentro de sí la idea de que Bernal podía estar
ocultando otros intereses. Por fin estaba convencido de que no
había venido a quitarle nada En una cervecería de Pintor Sorolla,
no lejos de donde se encontraban, mientras apuraban tres rondas y
unas raciones que Bernal insistió luego en abonar, consiguieron
ponerse más o menos de acuerdo en una única teoría:
Sin descartar
definitivamente que Natalia hubiese sido una víctima sin nombre
para el asesino, una mujer que simplemente encajase en «su
categoría» de objetivo, y que lo que hubiese decidido su destino
fuera sólo el resultado de una suerte trágica, ambos se inclinaban
a pensar (quizá era que lo deseaban) que debía de haberla elegido
mucho tiempo atrás, quizá varios meses. Durante un tiempo
indeterminado, la vigiló para conocer cuanto pudiese de ella y
aprender sus rutinas: la hora a la que salía y volvía a casa, si
solía acompañarla alguien, qué recorrido seguía habitualmente y si
algunas de sus actividades tenía cierto carácter fijo y el lugar
donde se desarrollaban resultaba propicio para sus fines. Así, el
desconocido supo que Natalia practicaba jogging de un modo regular,
durante prácticamente todo el año, siempre a la vuelta del
concesionario, habitualmente entre las nueve y las diez de la
noche. Y detectó lo que la hacía más vulnerable: tenía por
costumbre volverse caminando desde los Baños del Carmen. Ese
recorrido le ofrecía alguna oportunidad, pero nunca avanzada la
primavera o durante el verano. Tenía que estar oscuro y tenía que
ser en la curva de Bellavista. Alguna vez se daría la coincidencia
de que atravesase sola la zona de la curva. Pero no podía esperarla
en ese lugar todos los días: su actitud hubiese levantado sospechas
y alguien se habría fijado en él. Además, aunque hubiese podido
hacerlo, supo enseguida que no podría controlar una «zona de
seguridad» por delante y por detrás de su víctima, manteniéndose
«estático» Descubrió la fórmula que le permitía evitar tales
riesgos y, de paso, incrementar las posibilidades de poder
sorprenderla: convertirse en ciclista.
¡Maldita sea! Ahora lo comprendía Muriel.
Con razón le había parecido inexplicable en un principio que el
autor del crimen hubiese tenido tanta suerte. Ningún testigo
directo. Qué jodida casualidad. Ni aunque se tratase de una presa
elegida al acecho, podía el depredador saber lo que se avecinaba
por ambos lados.
Sin mucha fortuna, Muriel trató de disimular
su sorpresa cuando Bernal le dijo que, según la opinión de
Castillo, el asesino debía de haber cavado un hoyo antes y no después de cometer el crimen, y que
probablemente lo había hecho varias veces en días diferentes. Al
principio, Muriel se propuso refutarlo, aunque fue bastante torpe
al argumentar. Bernal no quiso discutir esta vez. Más que por
verdadero convencimiento, Muriel se veía guiado por su instinto de
conservación. La convicción de que Castillo y la gente como él
constituían una amenaza para los auténticos profesionales, flotaba
de alguna manera en su subconsciente. Pero terminó por rendirse,
admitiendo que era bastante posible que hubiese sucedido lo que
había imaginado aquel médico medio brujo. ¡Tenía tanto
sentido!
Ahora sabían mucho más del asesino, pero aún
estaban bastante a oscuras. Tenían que tratar de pensar como él.
Castillo sabía hacerlo pero ya no podrían contar con su ayuda.
Muriel lo había hecho una vez en lo del arma, de modo que Bernal le
propuso que tratase de imaginarse sus siguientes pasos «lógicos»,
tras alejarse del lugar del crimen. Lo primero que él hubiese
hecho, meditó Muriel, es volver al coche. «Habría venido en coche,
lo habría aparcado en una calle cercana al paseo marítimo, una
calle oscura, de escaso tránsito, donde pudiese sacar y meter de
nuevo en el maletero la bicicleta sin que nadie me viese» ¿Pero
dónde? La más apropiada de las que conocía era el paseo Miramar,
por el que se podía acceder rápidamente a las rondas de
circunvalación de la ciudad. Antes de poder montar controles, el
individuo se habría evaporado.
Bernal estuvo de acuerdo en los aspectos
esenciales de la hipótesis. Desde este momento, Muriel y su gente
tenían un trabajo que hacer, un trabajo ordenado y con objetivos
claros, no el dar palos de ciegos o sentarse a esperar a que sonase
la flauta. Por lo pronto, podrían ponerse a buscar una descripción
del individuo. Alguien tenía que haberlo visto, alguna de las
veces, cavando el hoyo.
Cuando se despidieron, al filo de las tres
menos cuarto, Carolina Granados había cambiado de opinión respecto
de Bernal. Le parecía una persona digna de respeto, un hombre que
no podía permitirse la pasividad de ser un mero espectador ante el
innombrable acto que se había cobrado la vida de alguien a quien
había querido y protegido una vez. Además, ya no se sentía
arrepentida de haber acompañado a Fernando. El «trabajo» llevado a
efecto por el médico delante mismo de sus ojos, le había causado
escalofríos, al igual que el posterior de su marido. Siempre había
pensado que Fernando debía de ser muy capaz como investigador, pero
lo que había presenciado era diferente... Se sentía tan
orgullosa...
—¿En qué estás pensando?—dijo Muriel al
verla tan callada.
Carolina sonrió, moviendo la cabeza de lado
a lado.
—Cosas mías.
Lo sucedido había amasado una esperanza
nueva en su interior. Quizá pudiese aplicar la experiencia que
acababa de vivir en ayudar a Javier y a Amanda.
41
Carolina Granados desvió la mirada hacia el
pequeño charco de agua limpia de la acera. Al alzar la vista vio
una cascada en miniatura que caía desde la tercera planta del
edificio, justo a mitad del paso, donde estaba la vertical exacta
de una jardinera colgante con macizos de geranios blancos y rosas.
Disgustada, la rodeó mascullando un par de tacos y se arrimó todo
lo que pudo a las cristaleras del portal, para evitar que la
cascada le salpicase los bajos del vaquero. Carolina odiaba que la
gente regase las macetas de los balcones a plena luz del día,
haciendo caso omiso de las ordenanzas municipales.
Había una pegatina con los nombres rotulados
de Javier y Amanda. Era casi lo único que Villalobos había hecho
por ella, y no de muy buen grado, por cierto: darle la dirección de
los padres de Pablo y, muy a regañadientes, su teléfono.
Durante su breve encuentro con Villalobos,
había llegado a sentirse como una perfecta imbécil. Fernando la
había enviado a mantener aquella entrevista suponiendo cubrir con
ello el expediente de su compromiso conyugal, cuando sabía a la
perfección que, a lo sumo, saldría de allí con cuatro palabras
convencionales y sin ninguna noción concreta de nada que no se
supiese ya por los periódicos. Tampoco era culpa de Villalobos que
la cita no hubiese deparado los resultados que Carolina esperaba:
ella, ingenuamente, había supuesto un imposible. ¿Era razonable
esperar que un agente de la policía le proporcionase datos de
obligada confidencialidad acerca de una investigación en marcha?
«No, Fernando hubiera hecho lo mismo que Villalobos», se decía a sí
misma, nada más abandonar la comisaría.
En parte, era culpa suya por mostrarse tan
impulsiva ante Fernando. Sí, siempre que podía, Fernando evitaba
contrariarla; no era la primera vez que se daba cuenta de eso. Una
mezcla de rabia y de tristeza se apoderaba de ella al pensarlo, al
entender que, en su fuero interno, su marido la debía de considerar
excesivamente proclive a «ocurrencias» que no conducían a
nada.
Cuando pulsó el portero electrónico, aún no
había sido capaz de quitarse de encima aquel ligero nerviosismo. Se
sentía estúpida haciendo todo aquello.
—¿Quién es?—preguntó una voz de mujer,
segundos después de pulsarlo por tercera vez.
—Carolina Granados.
—No la conozco. ¿Qué quiere?
—Hablé por teléfono hace dos días con Jorge
Denís... ¿Es su hermano?
—Sí... pero...
—¿Está él en casa?... O Javier, su marido...
¿Está su marido?
—¿Qué es lo que quiere? ¿Es de algún
periódico?
—No, no —negó con vehemencia Carolina—.
Conozco a su marido desde hace años; él se lo dirá... ¿Me abre, por
favor?
La señal electrónica desencajó levemente el
cierre. Carolina apenas hubo de empujar el batiente de
madera.
El ascensor estaba inmaculadamente limpio,
sin una sola huella empañando el espejo, pero había olor a pescado
en el interior.
Amanda Denís no tenía el aspecto desaliñado
que Carolina se había imaginado considerando su tragedia. Iba sin
ninguna joya visible pero había pasado recientemente por la
peluquería o alguien la había peinado en casa; un discreto
maquillaje y un esbozo de carmín conferían un aspecto aseado a su
rostro, resaltando aquellos labios exactos a los del Pablo que se
había mostrado en las fotos de prensa y televisiones. Llevaba una
rebeca verdosa gruesa, bastante nueva, unos pantalones de pana y
zapatos de ante, en vez de zapatillas. Era como si estuviese ya
totalmente adaptada a la nueva realidad y, con toda la naturalidad
del mundo, hubiese asumido ser el centro permanente de los
focos.
—Entre.
Amanda Denís condujo a Carolina hasta el
salón de la casa. Unas gruesas cortinas protegían los cristales del
cierre de aluminio. Había diversas fotos con estampas familiares
dispuestas a lo largo de un mueble aparador. Era fácil reconocer a
Pablo en varias de ellas, aunque representaban muy diferentes
etapas de su crecimiento. También había otras tantas de su hermana
Valeria, algo menor que Pablo.
Dos mujeres de mediana edad se levantaron
del sofá.
—Ya nos vamos, Amanda.
Javier González se levantó como un
resorte.
—Quedaos un poco más, ¿no?—propuso
Amanda.
—Mañana vendremos otra vez —dijo, por toda
contestación, la más bajita de las dos—. Deja, no nos
acompañes.
Carolina miró fugazmente a Javier. Sentía
seca la boca
—Hola.
Javier le ofreció la mano.
La puerta de entrada chirrió levemente antes
de cerrarse, con ese eco funcional que producen los pasillos vacíos
de los edificios.
—Amanda, tú si te acuerdas de Carolina...
seguro —balbució temiendo mostrarse demasiado familiar con la
recién llegada—. La conocimos en la playa de la Araña hace unos
años... ¿No te acuerdas?
Amanda no conseguía recordar qué incidente
les relacionaba con aquella cara que, de todos modos, le resultaba
familiar.
—Su marido me ayudó a sacar a mi hermano del
agua —se apresuró a aclarar Carolina—. No nos ahogamos gracias a
él.
—Sí, ya me acuerdo... —los ojos de Amanda
brillaron fugazmente y de inmediato volvieron a velarse de
tristeza—. Bueno, ¿quiere sentarse?
—Gracias...—la recién llegada se dejó caer
en el sofá y durante unos segundos se quedó callada, como si no
supiese por dónde empezar. Luego dijo—: He venido para que sepan
que pueden contar conmigo en lo que les haga falta. En lo que
necesiten —repitió—. Me hago idea de lo difícil que es... de lo que
están pasando —los ojos de Amanda Denís se humedecieron en ese
punto—. Cualquier cosa que yo pueda hacer...
—Se lo agradecemos —Amanda sonrió
forzadamente.
Carolina se mordió los labios. Hacía días
que en sus sentimientos se mezclaban la frustración y la
curiosidad. Hacía días que planeaba una fórmula para disponer de
toda la información posible sin causar
daños colaterales. Miró a ambos con el corazón encogido. En ese
instante hubiese dado lo que fuera por entregarles una brizna de
esperanza a aquellos padres, por poder decirles: «yo sé cómo
encontrar a Pablo»; por poder vaciar sus corazones de la angustia y
del miedo que los corroía poco a poco. Tales reflexiones,
completamente infantiles —se daba perfecta cuenta de ello—, sólo
reflejaban la impotencia que experimentaba al verse incapaz de
devolver a Javier el favor de aquella tarde en la playa. Era
extraño: la volatilización de Pablo había obrado el curioso efecto
de que en su cabeza pululasen todas las ideas utópicas que nada más
se dan en los niños y en los revolucionarios, ilusiones irreales
como la de creer a pies juntillas que ella sí podría dar con nuevas pistas sobre su paradero,
que, con aplicación y algo de suerte, proporcionaría a la familia
de Pablo y a los investigadores una «nueva hipótesis». Se le
ocurriría el modo, se decía constantemente. Haría como
Castillo.
Nunca se había estrujado tanto las neuronas.
Después de considerar lo sucedido desde todos los ángulos posibles,
había llegado a formularse una pregunta que le pareció un
interesante punto de partida: ¿Qué era lo que no hacía nunca la
policía en esos casos? «... Pues ponerse en el lugar de ellos»...
Fernando le había explicado en esencia los métodos. Y sí, se
consultaba con expertos..., psicólogos criminalistas..., se seguían
protocolos elaborados por las unidades especializadas en la
búsqueda de desaparecidos... Pero, ¿qué investigador se metía en su
pellejo? Ningún investigador tenía dieciséis años... Había que
entender el porqué de la fuga de un adolescente para poder seguir
sus pasos. Pensar como ellos, impregnarse de sus expectativas y sus
fobias. ¡La policía no hacía nada de eso! La policía se limitaba a
buscar pistas y a seguirlas. A intentar confirmar una hipótesis
tras otra. O a descartar las que pudiese. Desde que Carolina vio
las fotos en el supermercado, no hacía más que darle vueltas al
asunto.
¿Quién estaba en condiciones de asegurar que
lo de Pablo fuese una fuga? Había como algo forzado en todo aquel
episodio, algo inquietante. Presentía que el deseo de los padres (consecuencia lógica del
intento de ahogar sus peores temores) había pesado demasiado en
Villalobos y su gente.
Por un momento sintió rubor. ¿En qué lío iba
a meterse? Tuvo conciencia de que había permitido que le dominase
una pretensión disparatada e ilusoria. Si Pablo no hubiese sido
quien era, ninguna de aquellas fantasías hubiera llegado a
florecer.
—Me vais a permitir hablaros de tú...
—Claro —dijo Javier, y Amanda asintió.
—Mi marido es policía —explicó Carolina
Granados—. Trabaja en la Brigada... aquí, en la Comisaría
Provincial...
Los padres de Pablo no reaccionaron ante la
revelación de Carolina.
—Se llama Fernando Muriel —prosiguió
Carolina—. Si necesitáis cualquier cosa... Podéis llamarlo a la
comisaría..., Él estará encantado de ayudaros en lo que pueda. De
verdad.
En él último instante, Carolina había
evitado decir Grupo de Homicidios, para impedir que se produjese en
Javier y Amanda una inoportuna y dolorosa asociación de
ideas.
—Gracias —susurró Amanda Denís.
Javier apenas entreabrió levemente los
labios. Se le notaba incómodo; de hecho, parecía mucho más tenso
que Amanda. Carolina supuso que era también un susurro de gratitud
lo que había tratado de expresar.
—Pablo...—titubeó un instante Carolina—
volverá pronto con vosotros. Ya lo veréis.
Amanda suspiró entrecortadamente y a
continuación asintió con la cabeza. Al instante, sus enormes ojos
verdes se habían humedecido.
Carolina volvió a morderse los labios. Pero
esta vez porque había estado a punto de meter la pata. Le había
faltado muy poco para decir: «pronto aparecerá». ¡Maldita sea!,
ahora entendía lo difícil que era expresarse en tales
circunstancias, del cuidado que tenía que poner en escoger las
palabras. «Aparecerá». ¿Y si apareciese muerto?
Al menos, reflexionó, tenía que dar ánimos a
Javier y a Amanda. Y, sobre la marcha, tuvo la ocurrencia de
inventarse una historia
—Bueno... seguramente que estaréis pensando
que... en fin... que quién soy yo para deciros que entiendo vuestra
preocupación... Pero veréis..., es que yo viví una situación así en
mi familia. Hace unos años un primo mío —Carolina eligió
cuidadosamente las palabras— se fue de
casa sin decir nada. Y tenía la edad de Pablo... bueno, un año
más para ser exactos. Por una cosa sin importancia, por... una
pequeñez... como Pablo... Estuvimos más de un mes sin noticias
suyas... un mes que se hizo muy largo, pero igual que se fue, una
tarde se presentó en casa. Así, por las buenas, llamó al timbre y
subió —esbozó una sonrisa— como si viniera de comprarse un helado.
La angustia de todo aquel mes no hay quien te la quite, claro, pero
todo se da por bueno...
Los semblantes de Javier y Amanda se habían
iluminado, como si hubiesen vertido un bálsamo en sus afligidos
corazones. Carolina sintió que no le avergonzaba lo que acababa de
hacer, sino más bien todo lo contrario. Nunca sabrían que les había
mentido. ¿Iban a perder el tiempo comprobando si la historia era
cierta? Incluso podía decir que estaba orgullosa de su elocuencia.
Carolina tenía fe en el valor de la esperanza; la esperanza, cuanta
más mejor, ayudaba a soportar la incertidumbre y, hasta que se
produjese el desenlace, fuese cual fuese, la maldita incertidumbre
era lo único que podía destruirles de verdad.
Entonces ocurrió: Amanda necesitaba
desahogarse y con quien mejor que con alguien que había pasado por
igual trance.
—Pablo es muy decidido. Con la gente de
fuera —miró un instante a Javier—parece reservado, callado... pero
él es de otra manera. Tiene carácter: es muy independiente. Y no se
asusta por pasar la noche en la calle. Yo sé que se ha buscado
cualquier cosa para ir tirando. La policía cree que puede estar
mendigando por cualquiera de las zonas turísticas..., que incluso
puede estar en Mallorca o Ibiza en alguna comuna hippie...
«Una madre que se aferra a un clavo
ardiendo», murmuró para sí Carolina.
—Hay unas cuantas en Las Alpujarras.
—Sí, lo sabemos —dijo Javier—. La guardia
civil de allí las ha rastreado todas. Y nada.
—Se fue dando un portazo... No tenía que
haberme puesto como me puse. Me pesa muchísimo... Pero ya no tiene
remedio —sollozó la madre de Pablo. Se detuvo unos segundos como
para tomar aliento; los suspiros le impedían seguir hablando—.
Podría estar ya en Portugal... o en... Francia. ¡Dios mío, qué
cuesta arriba se nos hace pensar eso! Ahora...—balbució— ahora se
está probando a sí mismo. ¡Dios quiera que esté sano y bien!... No
quiere que demos con él, eso está claro.
—Bastantes veces los subestimamos, por
nuestro afán de protegerlos —repuso Carolina.
Amanda estuvo de acuerdo, sólo que esta vez
un nudo en la garganta le impidió vocalizar una sola sílaba.
—¿Tienes hijos?—suspiró de nuevo.
—Uno pequeñito. Tiene diez meses. Se llama
Alejandro.
Ambas sonrieron.
—Toca muy bien la guitarra. Pablo tiene
mucho oído, ¿sabes?—Amanda volvió a mirar a Javier—. Podría ganarse
la vida tocando en la calle.
—Dice la policía que muchos encuentran
ocupación temporal en la economía sumergida —intervino Javier—. Y
luego van de un lado para otro. Puede estar en cualquier parte de
España: en la zona de Levante...
—La industria del zapato tiene mucha gente
empleada sin darlos de alta —aseguró Carolina.
—Hace dos años estuvo un fin de semana
entero ayudándole a la familia de un compañero de clase a recoger
la aceituna —dijo Amanda—. Sabe cómo es ese trabajo.
Era el miedo, el miedo a lo verdaderamente
irreparable lo que les forzaba a ser optimistas. Era tan evidente,
pensó Carolina.
Javier parecía cada vez menos
inhibido.
—Lo que no sabemos es la dirección que ha
podido tomar —dijo—. Eso lo hace todo más difícil. Un pasajero que
iba en el autobús de la línea catorce, cree haberlo reconocido por
las fotos. Pero si es verdad que era él, nadie lo vio bajarse. A lo
mejor lo que quería era llegar a las rotondas para hacer
autostop.
—El inspector Villalobos piensa que puede
haberse subido a un trailer u otro vehículo en una gasolinera
—comentó Carolina, que no dejaba de hacer anotaciones en su
cabeza.
—Sí, eso nos dijo.
Javier se calló que las pesquisas que se
habían llevado a cabo en todas las gasolineras de la ciudad y
alrededores no habían dado fruto alguno. Tampoco mencionó que en
esa noche las grabaciones de sus cámaras de seguridad no habían
recogido la imagen de ningún chico que se pareciese a Pablo.
Era una buena suposición, la mejor posible
para los padres. No la estropearían por un detalle de segundo
orden. De todos modos, Villalobos seguía pensando que era muy fácil
pasar desapercibido en una gasolinera de autoservicio.
—Es una buena vía de escape —asintió
Carolina.
—No llevaba casi nada de dinero encima
—observó Amanda.
—Se cansará de estar lejos de casa, ya lo
veréis.
—Dios te oiga.
Carolina abandonó su asiento no sin antes
decir:
—Bueno..., no os molesto más.
—No, por favor —dijo Amanda, poniéndose en
pie como un resorte. Javier se levantó también y carraspeó un par
de veces. — No nos molestas. Visitas como la tuya es lo que
necesitamos.
—Me están esperando abajo —mintió Carolina,
tratando de disculparse, y extrajo del bolsillo de su cazadora dos
tarjetas. Una estaba a su nombre y la otra era la tarjeta
profesional de su marido.
—No dudéis en llamarnos para lo que sea.
Cualquier cosa.
La acompañaron ambos hasta la puerta de
salida. Javier se mantuvo unos pasos por detrás de Amanda. En el
mismo rellano, Javier sacó su cartera del bolsillo trasero del
pantalón y rebuscó en el tarjetero hasta dar con una tarjeta de
colores sepia y rojo, y tacto rugoso, a nombre de Atlántida.
—Esta asociación ayuda en la búsqueda de
personas desaparecidas —explicó al entregársela.
Carolina la examinó con interés. La
dirección era Calderón de la Barca, 7, 1ª planta. Conocía la
calle.
—Reúnen información —añadió Amanda—.
Mantener publicidad de lo de Pablo y repartirla por toda España es
muy costoso. Atlántida corre con los gastos... Estamos muy
agradecidos con ellos.
—No sabía que existiera —dijo
Carolina.
Carolina besó a Amanda para despedirse.
Javier sólo le ofreció su mano.
42
La edificación aparentaba un siglo de edad
como mínimo. La puerta de entrada, altísima y gruesa, era de dos
batientes y estaba abierta de par en par. Una de las cuatro placas
que había en uno de los laterales tenía tanta suciedad y moho que
apenas se podía leer la inscripción. Pero el resto estaban
moderadamente relucientes; alguien se ocupaba regularmente de
limpiarlas y abrillantarlas. En el lateral izquierdo estaba la
placa que buscaba.
El portal tenía los techos muy altos y
estaba oscuro. Clotet entró en el ascensor y pulsó el botón del 1º
piso. El ascensor no se movió. Probó entonces a mantener el dedo
pulsado sobre el botón unos segundos, pero siguió sin obedecer a su
orden. Una repetición de su maniobra sobre el resto de botones, lo
convenció de que estaba averiado. No le hacía maldita la gracia
tener que subir las escaleras. Subir escaleras era mucho más
cansado que caminar. El esfuerzo lo ahogaba.
Refunfuñando, salió del ascensor y se
encaminó a las viejas escaleras de mármol gris. Eran amplias.
Ascendió prácticamente a oscuras los treinta peldaños del tramo
único que llevaba hasta el primer piso y buscó casi a tientas el
pulsador del timbre de la puerta de la derecha, que carecía de
señal iluminada. Al instante se oyeron pasos y la cristalera
rectangular que había encima de la puerta se iluminó. Todavía
respiraba ruidosamente.
Sólo al abrirse la puerta, pudo verse la
placa dorada de la pared con una inscripción en mayúsculas de fondo
rojo. Una flecha, también roja, sobre otra placa rectangular más
pequeña, indicaba la dirección del piso.
—Hola. Dígame.
Por su aspecto, el hombre que abrió la
puerta no parecía ser de la asociación. Daba la sensación de estar
de paso, como el mismo Clotet. Vestía un jersey grueso de color
marrón.
Se quedó mirando fijamente al recién
llegado, con una sonrisa de bienvenida.
—Buenas tardes —respondió Clotet casi sin
aliento y con la frente perlada de sudor—. Vengo a ver a la señora
Tortosa. He quedado con ella.
El hombre contuvo la risa. «Señora
Tortosa... ¡Qué ceremonioso!»
—Lola no ha venido esta tarde. Pero pase.
Puede esperarla dentro si quiere.
—Me dijo que me pasase sobre las seis
—Clotet miró disgustado su reloj de pulsera, comprobando que eran
las seis y veinte—. Pensaba que llegaba tarde.
—A veces se retrasa. Pero si se ha citado
con usted, es porque va a venir.
Clotet se adentró en el recibidor. Olía a
humedad. Dirigió la vista al techo: había manchas grisáceas, con
cercos concéntricos, en las esquinas del techo del pasillo pero no
en el recibidor. A la izquierda, había una habitación grande sin
puerta de separación, con aspecto de oficina: dos mesas de despacho
con ordenadores y varias estanterías modulares metálicas con
carpetas clasificadoras. Una de las mesas estaba ocupada por un
hombre vestido con una chaqueta de pana fina, que masticaba chicle
mientras ordenaba unos papeles que llevaban adheridos un carné con
foto. Por su manera entusiasta de triturar el chicle, Clotet supuso
que estaba intentando dejar el tabaco o que hacía poco tiempo que
lo había dejado por completo. Delante, tenía sentada a una mujer de
unos veinticinco años, en cuyo rostro, muy atractivo, destacaban
unos ojos marrón claro, hermosamente felinos. Las cejas, negras y
espesas, les daban un aspecto falsamente desafiante. Clotet les dio
las buenas tardes. El hombre del chicle únicamente le devolvió un
confuso gruñido de bienvenida.
—Buenas tardes —dijo la joven, cuyo aspecto
era a todas luces el de alguien que, como Clotet, se encontraba de
visita.
—Óyeme, Emilio... ¿te ha dicho Lola si se
iba a retrasar?
Emilio sacudió la cabeza de derecha a
izquierda sin dar un solo respiro a sus mandíbulas.
En ese instante, se oyó girar la
cerradura.
—Ya está aquí —anunció el hombre que había
abierto la puerta a Clotet.
La recién llegada dio las buenas tardes,
mientras se despojaba del chaquetón de tres cuarto, de vivo color
rojo. Luego miró al extraño con expresión de comprender.
Lola Tortosa tenía treinta y ocho años y una
voz encantadoramente cristalina, con un acento malagueño muy
acusado. Llevaba el pelo tintado en color teja, recogido en una
coleta. Clotet, al que aún costaba respirar con normalidad, se la
había imaginado algo más joven, con unos transparentes ojos azules
y con el cabello ondulado y rubio.
Le fastidió un poco ver que había errado en
sus cálculos. Estaba en la cuesta abajo, de eso no le cabía la
menor duda.
—Soy Lorenzo, el que habló con usted
anteayer. ¿Me recuerda? El amigo de Manolo Soria.
—Claro que me acuerdo —le ofreció la mano.
Clotet se la estrechó con energía.
—Ya me marcho —dijo la mujer atractiva y
desconocida, levantándose.
—Vuelva cualquier martes con el impreso y
las fotos —propuso el hombre del jersey marrón—. Ah, se me había
olvidado: nos están diseñando una página Web. Mientras llega, tiene
la dirección de correo electrónico para cualquier cosa que necesite
—se incorporó, con ademán de despedirla—... Recuerde que sea
martes, que es cuando estoy yo... Así se lleva firmado el
carné.
La mujer recogió unos papeles de la mesa,
asintiendo con la cabeza.
—Adiós.
Unos antes y otros después, cada uno de los
presentes le devolvió el saludo de despedida.
—Alonso... —se presentó el que había abierto
la puerta a Clotet—. El del chicle es Emilio —prosiguió explicando
Alonso, y el hombre de la chaqueta de pana rio y tuvo un golpe de
tos que esparció una docena de gotas de saliva sobre la mesa,
salpicando también a los papeles que había en ella.
—Ten cuidado, que vas a ponerlo todo perdido
—le amonestó Lola con voz indiferente.
Emilio dejó de masticar un momento y se puso
a restregar circularmente el codo sobre la superficie de su mesa.
Luego puso los folios al trasluz, localizó las manchas y repitió la
operación. Todos le miraban, aunque sólo Clotet lo hacía con
incomodidad.
—¡Otra vez estamos sin ascensor!—refunfuñó
Lola Tortosa.
—¿Me lo va a decir a mí?—protestó,
retóricamente, Clotet.
—¿Cómo está Manolo?—intervino Alonso.
Lola fue quien respondió:
—Regular. Si lo vieras... Está muy
desmejorado.
Clotet meneó la cabeza, asintiendo a
continuación.
—Tiene mala pinta la cosa —musitó
Alonso.
—Ya lleva dos operaciones —Lola suspiró—.Y
no se ve ninguna mejoría.
Clotet quería aportar su granito de arena.
Se sentía igual de afectado que ellos.
—Pues sí —dijo, consternado.
—Siéntese un poco —propuso Lola—. Bueno, si
me da medio minuto...
Clotet dejó caer su pesado cuerpo en una de
las sillas que parecían reservadas al público. Lola Tortosa
desapareció por el pasillo, volviendo inmediatamente a la
habitación que hacía las veces de oficina. Se había despojado
también de una fina rebeca negra que llevaba encima del suéter de
lana.
—Quería usted mirar en nuestra base de
datos, ¿verdad?
—Sí.
—No hay ningún problema... Alonso es el
secretario. Entre Emilio y él llevan el tema de archivo y registro
de casos. Así que cualquiera de los dos podría echarle una mano...
—Lola miró a Alonso— ¿Podrías ayudarle tú?
Alonso se dio la vuelta y ocupó la mesa que
estaba vacía.
—Si me explicas lo que es...
—Bueno, se trata de revisar las
desapariciones de jóvenes. ¿Es eso?—. Lola invitó a Clotet a
continuar.
—No estoy muy seguro del periodo de tiempo.
Podría ser de los últimos quince años —Clotet se frotó la nariz—.
Jóvenes entre diez y dieciséis.
—Vamos a ver... ¿En toda España?
—No, no —se apresuró a negar Clotet—... ¿Les
importa que fume?
—Normalmente no permitimos fumar aquí
—observó Lola—, pero si no puede aguantarse las ganas...
Clotet se sacó la mano del bolsillo en el
que guardaba el paquete de cigarrillos.
—Nada, mujer. Me las aguanto perfectamente
—mintió.
—A ver que me aclare. Entonces lo que quiere
es mirar los casos de menores... ¿En qué lugar?
Sonó el teléfono y Emilio contestó
inmediatamente. Dijo al autor de la llamada que esperase un momento
sin colgar y la pasó a un despacho contiguo para atenderla desde
allí sin interrumpir la conversación. Lo vieron marcharse moviendo
la barbilla en círculos.
—Perdone... se me había ido el santo al
cielo con el dichoso vicio... Sí, primero me gustaría ver las de
Málaga y provincia.
Alonso cruzó una mirada con Lola. No parecía
estar demasiado convencido.
—Lola, sabes que el archivo está sujeto a la
Ley de Protección de Datos. No sé si podemos sin permiso de las
familias...
—Claro que lo sé. El señor Clotet
investigaba antes estos casos. ¿No es así?
Clotet asintió con la cabeza.
El secretario de la asociación lo miró
interesado.
—¿Cómo que investigaba? ¿Era
detective?
Emilio, que volvía del segundo despacho, se
quedó parado un instante, prestando oídos a la conversación.
—Yo estaba en la guardia civil —aclaró
Clotet—. Me ocupé de un caso, sí, de un niño de Torre del Mar, en
el 98.
Alonso frunció el ceño.
—Me suena... ¿Cómo se llamaba?
—Era David Vicente Cuesta —dijo Lola—. ¿No
te acuerdas?
Alonso tecleó, por toda respuesta, su
ordenador.
—No lo busques —sugirió la presidenta de
Atlántida—. No lo vas a encontrar.
—No está en la base de datos —Alonso le dio
al ENTER y giró la silla con un golpe de riñón—. Pero sí, me
acuerdo de algo. ¿Por qué no aparece?
—Lo dieron por muerto —comentó Clotet—.
Manolo ya me advirtió que no estaba en la lista de desaparecidos,
que había pasado a otro registro.
—Creen que pudo ahogarse —añadió Lola—. ¿Y
tú, Emilio, no te acuerdas del caso?
—¿En el noventa y ocho?... —Emilio se había
desprendido del chicle—. Yo entré en la asociación un poco después,
creo.
—No me digas... Para mí que ya estabas en
aquellas fechas —dijo Lola con aire pensativo.
Emilio negó con la cabeza.
—¿Y qué ocurre con él ahora?—terció
Alonso
Clotet les contó todo cuanto le angustiaba y
confundía desde que vio aparecer a la madre de Pablo González en
televisión. La coincidencia entre ambos casos.
—¿Han oído alguna vez algo
parecido?—inquirió al concluir.
—Yo no —dijo el secretario—. ¿Y
vosotros?
Lola Tortosa meneó la cabeza,
pensativa.
—¿Qué nos quiere decir?
—Nada. Lo más probable es que sea una
casualidad.
Alonso arrugó la frente.
—¿Y si no lo fuera?
—Sería porque ambas desapariciones tienen un
mismo responsable —terció Lola, con gesto
grave.
Clotet ya había recuperado la respiración
normal. Asintió pausadamente.
—Bueno... la policía piensa que no tienen
nada que ver —dijo—. Para ellos, lo de Pablo es una fuga.
—Sí, ésa es la idea que tienen —admitió
Lola—. Me lo han comentado. A sus padres les han dicho lo mismo.
Ojalá que estén en lo cierto.
—Bueno, vamos a mirar lo que usted busca
—propuso Alonso. Y tecleó unos segundos mirando fijamente a la
pantalla—. Venga por aquí. Acérquese.
Clotet se fue hasta donde indicaba el
secretario.
—Siéntese a mi lado... Emilio, déjale tu
silla, por favor.
—Ah, no. No se moleste.
El gesto de Emilio no fue precisamente de
complacencia. Pero al instante la desplazó hasta donde estaba
Clotet.
—Empecemos por años... Vamos a ver.
¿1992?
Clotet asintió.
—... Entre diez y dieciséis —Alonso siguió
tecleando—. Tres desapariciones en todo el territorio nacional.
Vamos a ver... vamos a ver —pulsó ENTER—: ninguna de ellas se
produjo en la provincia de Málaga.
—¿Alguna fue cerca de Málaga?
—La más cercana fue en Huelva, en Ayamonte
concretamente. Una chica de quince años, Yolanda Berruezo Tirado. A
ver... desapareció el cinco de julio... sin pistas sobre su
paradero... nada después de eso. ¿Le interesa el expediente
completo? Se lo puedo leer o examinarlo usted en la pantalla.
—No. No es lo que busco.
—Vamos a ver... Año 93...
Clotet le cortó.
—¿No sería posible sacar una copia de los
expedientes, sólo de los que cumplan los requisitos?
Lola negó con la cabeza.
—Alonso tiene razón. Nos jugamos mucho. Nos
puede caer una sanción de campeonato. Y lo que es peor: se
quebraría la confianza que las familias han depositado en nosotros.
Tiene que conformarse con verlos en pantalla.
Alonso hizo ademán de habérsele ocurrido una
idea satisfactoria para todos.
—Lola, podemos sacar una copia a papel,
dejar que las examine aquí y luego las destruimos... ¿Qué te
parece?—dijo pausadamente.
—¿Y no queda registrado? Mira, no quiero
jaleos si hay una auditoría.
—No, tranquila. Se puede eliminar, siempre
que se haga en el día. Como con cualquier archivo.
—Está bien. Tendrá que conformarse con ver
aquí la documentación —dijo Lola dirigiéndose a Clotet.
—De acuerdo.
43
Lola Tortosa salió de la habitación,
desapareciendo en el interior del piso. Los finos tacones de sus
zapatos repiquetearon en el suelo de madera hasta que el sonido se
desvaneció.
Clotet tomó entre sus manos el puñado de
folios que acababa de expulsar la impresora láser y se acomodó en
la parte contraria de la mesa que ocupaba el secretario. El deseo
de fumar distraía ligeramente su atención. Trató de concentrarse
rememorando la carita traviesa de Tete en su foto de
comunión.
Funcionaba.
Luego se puso las gafas de cerca.
José Antonio Sarria
Benech
Dirección:(...)
Familiares y amigos:
(...)
Hechos relevantes
conocidos: Diecisiete años, desaparecido en Málaga el once de
noviembre del 93. Vestía suéter blanco, cazadora marrón y vaqueros.
Se le vio por última vez en la barriada de la Luz, a primera hora
de la tarde del día once. No volvió esa noche a casa. Estaba sin
trabajo cuando se produjo la desaparición. Consumidor habitual de
cannabis. Una llamada anónima afirmó haberle reconocido en la cola
de un comedor de caridad de Badajoz, en mayo del 94. Los
trabajadores del comedor no pudieron confirmar que hubiese estado
allí. Sin noticias desde entonces.
Anotaciones:
Iniciativas llevadas a
cabo por la asociación y las fechas...Publicidad impresa(...),
carteles(...). Entrevistas con medios de comunicación. Apariciones
en radio.
Testimonios de sus
conocidos y amigos(...). Uno de ellos refería haberle oído decir en
varias ocasiones que «estaba hasta los cojones de su puta vida, y
que un día se tiraría desde la azotea de su casa»
Apartado de
comunicaciones e incidencias: vacío
Isidoro Artacho
Ginés.
Dirección:
(...)
Familiares y amigos:
(...)
Hechos relevantes
conocidos: Catorce años. Desaparecido el cuatro de abril de 1995 en
Antequera, cuando se dirigía al polideportivo. Huérfano. Vivía con
su abuela, empleada de limpieza en una oficina bancaria. Problemas
de conducta en casa. Los servicios sociales habían iniciado un
expediente por posible desamparo, que continuaba sin resolverse en
el momento de su desaparición. Había causado daños de escasa
cuantía en un supermercado, en compañía de unos amigos de su edad.
El grupo también había sido sospechoso de los estragos causados en
el instituto de enseñanzas medias de Antequera.
Dos meses después se
organizó una concentración y marcha por la ciudad en su nombre,
para llamar la atención de las autoridades.
Anotaciones:
Iniciativas:
Distribución de propaganda con foto para colocación en
establecimientos y comercios de las ocho capitales de provincia de
Andalucía (diez mil carteles). Llamadas y notas varias (...) a la
asociación, que decían haberle visto en Málaga, Marbella, Sevilla
(en la feria, que se celebraba en las fechas en las que
desapareció)
Apartado de
comunicaciones e incidencias: vacío
Rosa Torreblanca
García.
Dirección:
(...)
Familiares y amigos
(...)
Hechos relevantes
conocidos: Quince años. Desaparecida en Málaga el veintidós de
octubre de 1996. No regresó a casa después de salir para
encontrarse con unas amigas en un local de ocio de la barriada del
Palo. No llegó a reunirse con ellas. Estudiaba en un instituto de
la capital, pero faltaba a menudo a clase. Vivía en una VPO del
barrio del Perchel, con sus padres y cinco hermanos más. Ambos
padres en paro. Hogar con escasos recursos. Peleas constantes. Se
había escapado de casa siete meses antes, regresando al día
siguiente. Su familia no avisó a la policía hasta el día
veintitrés. Dos de sus hermanos con antecedentes penales por
diversos delitos.
Anotaciones:
Iniciativas de la
asociación y particulares. Confección y distribución de 10.000
carteles publicitarios con foto, por comercios y entidades de todo
tipo en Andalucía, en colaboración con las sucursales de la
asociación en las provincias de Sevilla y Córdoba.
Comunicación a otras
ONGs del resto del país, para distribución de pasquines.
Apartado de
comunicaciones e incidencias: tres avisos (11/3/1999, 26/9/1999 y
13/5/2002)
Clotet leyó el contenido de los «avisos»,
cada uno de los cuales hacía referencia a un avistamiento sin confirmar: el primero, en el Metro
de Madrid; el segundo, en una discoteca de Casteldefels; y el
tercero, en la vía pública, en pleno centro de Ronda. Luego se
quitó las gafas y se frotó los ojos. Cada una de las cuatro hojas
restantes recogía la desaparición de un menor. Dos de ellos en la
capital y los tres restantes en pueblos: Alhaurín El Grande,
Estepona y Campillos. Volvió a colocarse las gafas, leyendo
atentamente su contenido, y luego lo repasó todo desde el
principio. No había nada de lo que andaba buscando. En cierto modo
se sintió aliviado.
—¿Qué es exactamente el «apartado de
comunicaciones e incidencias»?—Clotet lanzó la pregunta al
aire.
—Cualquier novedad que se produce a partir
de un año de la desaparición —explicó Alonso—. Desde una llamada
anónima sobre el paradero posible, a... otra clase de pistas.
—Al año —dijo Clotet, comprendiendo.
—Diseñamos el programa de esa manera. Para
sistematizar mejor el seguimiento.
Emilio manipulaba en esos instantes el
archivador metálico. Uno de los cajones chirrió por el roce de
metal contra metal. Clotet se distrajo un momento mirándole. Ya no
movía las mandíbulas.
—Ya, claro —dijo, poniendo de nuevo los ojos
en el secretario—, lo que ocurre en el primer año de la
desaparición queda reflejado en «hechos conocidos
relevantes».
—Efectivamente. Toda la propaganda inicial
cumple su ciclo en un año, aproximadamente. La gente puede
visualizarla como máximo durante ese tiempo. Los carteles van
siendo retirados o tapados y, pasado un año, es muy raro que quede
algo... Por supuesto que se puede refrescar después de esa fecha.
Se ha hecho con Teresa Jiménez, la muchacha desaparecida en Motril
en el 2000. No una, sino varias veces. Sí...—Alonso parecía
pensativo, como si tratara de recordar qué casos habían merecido
ese tratamiento especial—. Y con otros... los casos que la policía
llama «desapariciones inquietantes». Bueno, —sonrió— ¿qué voy a
decirle yo que usted no sepa?... Lo normal es que, una vez pasado
el año, las «nuevas pistas» sean más fiables...
—No están contaminadas por la tormenta
publicitaria —dictaminó Clotet.
—Son los mismos términos que utiliza la
policía. Es lógico.
—¿Qué es lógico? ¿Lo de que no estén
contaminadas?... ¿O mi forma de hablar?
—Las dos cosas, ahora que lo dice —Alonso
rio con ganas—. Pero yo pensaba en lo primero. Por cierto, ¿ha
visto algo en los expedientes?
—No, nada.
Clotet se levantó, recogió las copias, las
juntó y se las entregó al secretario.
—Gracias.
—No hay de qué —dijo Alonso, rasgándolas por
la mitad—. Si necesita mirar cualquier otra cosa, dígamelo.
—Una última pregunta —Clotet se detuvo antes
de traspasar el umbral de la oficina y giró la cabeza— ¿Atlántida
registra todas las desapariciones que se producen?
—Casi todas. Es verdad que algunas no las
hemos podido incluir en nuestro programa porque las familias no nos
las han confiado. Así de sencillo. Aunque es muy raro.
—Ya. ¿De... de cuántas podíamos estar
hablando?
—¿En todas las edades o sólo de
menores?
Clotet se encogió de hombros.
—Quizá cuatro o cinco desde que yo estoy en
la asociación —explicó Alonso—. ¿Qué dices tú, Emilio? —se volvió
hacia él.
Pero Emilio no contestó. Se limitó a mover
la cabeza de un lado para otro.
—Sí, andará por ahí la cosa.
—Imagino que no se han anotado nombres ni
fechas. ¿No guardan nada?
El secretario negó con la cabeza.
—Tendrá que acudir a la policía para
informarse —sugirió.
¿Acudir a la policía? Si hubiese podido
disponer de esa fuente de información, no estaría en esos momentos
en Atlántida. Pero a Clotet se le había ocurrido otra interesante
idea: de repente le había venido a la memoria el manual elaborado
por Martell. Si las desapariciones de Pablo y Tete tenían que ver
entre sí, quizá diera resultado el método que se empleó en Nancy
para descubrir al responsable.
—Bueno, gracias otra vez. Ah, despídame de
Lola. Dígale que quizá me pase otra tarde.
—Claro. Cuando quiera.
Clotet bajó las escaleras con una sensación
muy diferente a la que tenía al subirlas. Si bien seguía
preocupándole la extraordinaria coincidencia que relacionaba a las
desapariciones de Pablo y David, también era cierto que no había
hallado en el archivo de la asociación ninguna cosa que pudiese
alarmarle. Eso le aliviaba mucho. Bien, todo aquello había sido una
mera casualidad, ¡tenía que serlo! Pero... ¿qué esperaba encontrar
en realidad en la información que obraba en poder de Atlántida?
Estaba disparando a ciegas desde el principio y no se había
percatado de ello. Claro que no podía encontrar nada. Cualquier
circunstancia similar en alguno de los otros casos, hubiese
levantado las sospechas de la policía. ¡Cómo iba a pasárseles por
alto!
Al doblar la esquina de la siguiente calle,
la que le conduciría al parking, pensó que su conducta estaba
siendo impropia de su prudencia y veteranía. Pronto Pablo
regresaría a casa. Y su obsesión se desvanecería para
siempre.
En ese preciso instante una insólita
inquietud volvió a acuciarle. ¿Qué pensamiento la había despertado?
¿Era por algo de lo que acababa de ver u oír? Lo más probable.
¡Pero si no había visto ni oído nada inquietante! Mientras caminaba
se esforzó en averiguarlo. Rebobinando, se dio cuenta de que tenía
que ser algo relacionado con Pablo González. No podía ser otra la
causa; había surgido inmediatamente después de pensar en él.
Pero... ¿qué era? ¿Por qué precisamente ahora le trastornaba?
Pagó el ticket en ventanilla y subió hasta
la 2ª planta. El ascensor funcionaba esta vez. Abrió la puerta y se
puso al volante, pero antes de arrancar reclinó la cabeza sobre el
asiento y cerró los ojos, tratando de captarlo... Algo se le
escapaba. Al instante, despertó, frustrado ante la inoperancia de
su cerebro envejecido: únicamente contaba con diez minutos para
sacar el coche del aparcamiento. Si se despistaba tendría que
volver a pagarlo. Hizo girar la llave. Segundos después estaba en
la calle, diciéndose a sí mismo que tenía que apartar cuanto antes
aquel fantasma que le incomodaba inútilmente.
Cuando menos se lo esperase, cuando se
hubiese olvidado del todo, lo sabría.
44
Lo había estado meditando todo el fin de
semana, dándole vueltas una y otra vez. Hasta el punto de no haber
podido conciliar el sueño. Cuando pudo dormirse por fin, bien
entrada la madrugada del domingo, el sueño apenas le duró un par de
horas. El cansancio causado por aquel insomnio no le había restado
determinación a su mente, sólo algo de claridad. Y todo el domingo
continuó ensimismado, empeorando con su actitud ausente el
terrorífico levantar que había tenido Carolina. Sin saberse muy
bien el porqué, Carolina había echado los pies al suelo disparando
sin balas contra todo lo que se movía. Cuando esto ocurría, a
Muriel no le quedaba otro remedio que quedarse lo más «quieto»
posible hasta que las prácticas de tiro concluyesen.
A eso de las seis de la tarde del domingo,
aprovechando que sus suegros habían arrastrado por la fuerza a
Carolina y a Ale a una cafetería de La Malagueta, para obligarla a
salir y conseguir de ese modo que se «aireara un poco» y mejorara
su humor de perros, cogió el Smart y se fue directo a Torremolinos.
Después de hacerse con un mapa de la ciudad en una de las oficinas
que la delegación de turismo del ayuntamiento mantenía abiertas en
el centro urbano, se dirigió a La Caracola.
Con las indicaciones de Pepe Marcos y un
policía municipal, y la ayuda del mapa, no le costó demasiado
encontrar el edificio, anclado en una de las calles pendientes de
la parte vieja que une Torremolinos con Benalmádena, sombreadas por
acacias, pinos y enormes ficus, y parcheadas de solares sin
construir en los que hasta la vegetación se ha hecho vieja.
Durante media hora examinó la escena del
crimen: la valla hecha de obra y rematada por malla de alambre
galvanizado pintado de verde; la puerta metálica sin cerradura; el
portal de entrada al edificio unido al aparcamiento al aire libre
con sus pilares cuadrados de sesenta centímetros de ancho.
La edificación era estéticamente
desafortunada, por no utilizar un calificativo demasiado severo.
Todo resultaba como desangelado y de estilo «colectivista». El
techado del aparcamiento era el suelo de una pista de tenis, a la
que se accedía desde la primera planta en el interior del edificio.
La iluminación era tan raquítica que todo el entramado resultaba
oscuro y hasta tétrico.
Intentó imaginarse cómo podía haber sucedido
todo. Incluso trató de calcular el tiempo que hubiese necesitado el
asesino para alcanzar a Cecilia antes de que abriese la cerradura
del portal. Entonces adquirió la certeza de que el asesino se
ocultó en los pilares, aguardando a que volviera desde los
contenedores. Aquel cerdo tenía una gran confianza en sí mismo: el
escenario del crimen era todo menos una buena escapatoria. Parecía
más bien una ratonera.
El lunes, al amanecer, Muriel se despertó y
se sintió iluminado por el descubrimiento casual de un «hecho
antecedente», o, dicho de otro modo, del resultado de una deducción
al revés, al estilo de lo que había hecho Castillo. Se dio cuenta
de que el asesinato de la infeliz Cristina, en contra de lo que
habían pensado hasta la fecha, había sido planeado de la misma
manera que los otros. Debido a que la zona de la urbanización donde
fue sorprendida era prácticamente un descampado, y a que todo
ocurrió a plena luz del día, siempre pensaron que la muchacha había
tenido el infortunio de toparse casualmente con el asesino. Ahora
sabía que no; había entendido de golpe un montón de cosas, en
especial por qué parecía tan inconsistente aquella suposición. De
un individuo ocioso que merodea, es fácil sospechar, pero ¿quién
recela de un ciclista, vestido con «ropa deportiva» que recorre en
uno y otro sentido las calles de una urbanización apartada? ¡Eso
era!... ¡Así pudo sorprenderla por la espalda, igual que a
Blanes!
También entendía ahora que habían tenido un
error de cálculo al suponer que, en comparación con las muertes de
Cecilia y Cristina, el asesino había tomado demasiados riesgos con
Natalia. Que parecía llevado por un desesperado y repentino
impulso, totalmente nuevo en él. Se equivocaban de plano. Todo
había partido de un análisis precipitado. Los riesgos habían sido
mínimos con aquel plan de seguimiento que añadía un estimulante
nivel de excitación a la ejecución final.
«Sí»—sacudió la cabeza al saltar de la
cama.
Entonces se vistió a toda prisa, se encaminó
a la comisaría y, al encontrarse con Ramos, en la primera planta
del edificio, le soltó de sopetón:
—El asesino de Blanes era un ciclista. Uno
de los ciclistas que usa la zona peatonal.
La afirmación de Muriel tuvo un curioso
efecto: le hizo caer a él mismo en la cuenta de algo que, luego, le
pareció importante: Blanes probablemente no conocía a su asesino en
persona. Es posible que supiese quién era, que conociese su nombre
y ocupación, pero no su aspecto físico. En caso contrario, podía
habérselo mencionado a Álvaro como un hecho anecdótico: llevaba
semanas, tal vez meses, viéndole a diario montado en aquella
bicicleta. Es del tipo de cosas banales que se suelen comentar para
llenar una charla. Era demasiado arriesgado.
Ramos puso cara de no entender nada, lo que
en realidad significaba que había logrado despertar su curiosidad.
Luego, ambos quedaron en silencio, como si cada uno de ellos
esperase del otro una nueva idea al respecto.
Pero no sucedió nada, porque Ramos recibió
una llamada en su móvil y, al colgar, hizo un par de llamadas más,
una de las cuales le entretuvo unos veinte minutos. Durante la
misma, le hizo reiterados gestos a Muriel para que se ocupase de
tomar nuevamente declaración a los testigos del crimen de Natalia.
Se les había pedido que estuviesen localizables durante toda la
mañana.
Interrumpió posteriormente su conversación
telefónica para exhortarle a buscar a Goyo.
—Llévate a ese hijoputa contigo. Mañana por
la mañana hablaremos.
45
Al día siguiente, Muriel ya había elaborado
un plan para no ser interrumpido por nadie del Grupo: se le había
ocurrido proponer a su jefe una caminata hasta la cafetería donde
servían los mejores churros de Málaga, a poco más de medio
kilómetro de la comisaría provincial. Los nuevos interrogatorios
habían arrojado un resultado decepcionante.
Gabriel Ramos acogió con agrado la idea,
pues el día era excelente para pasear y, francamente, si algo le
apetecía comer aquella mañana era un buen plato de churros mojados
en chocolate caliente.
A mitad del paseo, Ramos buscó asiento para
descalzarse el pie izquierdo. No hallando otra superficie más
adecuada en la recta extensión de la acera, se vio obligado a
apoyar las nalgas en el capó de un utilitario.
El inspector llevaba puestos unos botines de
agua que hacía tres o cuatro años que no usaba. Una irregularidad
en la plantilla de uno de ellos, que hacía el efecto de una
chinita, le dificultaba mantener puesta toda su atención en lo que
Muriel le estaba refiriendo desde hacía diez minutos.
—¿Un ciclista?—farfulló, rojo por el
esfuerzo de sacarse el botín en postura tan inapropiada.
Muriel asintió. Tras acariciar la idea de
haber presentado lo del ciclista ante el equipo como si fuese de su
propia cosecha, había decidido a la postre decirle la verdad a
Ramos, relatándole el resultado de su encuentro del sábado por la
mañana. Temía que Bernal pudiese descubrirle el pastel a Gabriel
cuando volviesen a hablar. Le avergonzaba pensarlo. Le había rogado
al jefe, eso sí, que no les contase a los demás el origen de
aquella teoría.
El inspector cortó el pellejillo sobrante de
la plantilla de «material» con el filo de una de sus uñas, después
de arrancar de un tirón el grueso de la parte desprendida.
—¿Y quién dices que es...?—preguntó
distraído, mientras oteaba el interior del botín, antes de volver a
ponérselo—. ¿Un médico de aquí?
—Según parece, Bernal y él son amigos desde
hace muchos años —Muriel se encogió de hombros—. Eso fue lo que me
dijo. Asegura que le ayudó a resolver un caso en Sevilla en el
ochenta y dos —añadió.
Continuaron caminando. Ramos, además de
gozar de una excelente memoria, era buen conocedor, a grandes
rasgos, de la historia criminal más reciente. Los Crímenes de la
Escombrera ocupaban un lugar de relumbrón en la lista de episodios
famosos de los últimos cincuenta años. Aquella mención de Muriel al
caso, pareció despertar un vivo interés en su jefe.
No obstante, Ramos no podía evitar juzgar a
las personas por sus modales y por la propia apariencia física, y
dado que Bernal tenía aires de político o de alto ejecutivo,
mentalmente le costaba un mundo encajarlo en la cúspide de aquella
maquinaria de caza organizada en Sevilla.
—Cualquiera lo diría al verlo...
—musitó.
Muriel le contó a continuación lo que Bernal
les había dicho de Castillo a él y a Carolina, unos minutos después
de marcharse éste.
—A ver si lo que quiere el hijo de puta es
quedarse con nosotros —concluyó.
Una mueca escéptica distorsionó por un
segundo el rostro de Ramos.
—¿Y con qué propósito?
—Joder, que le hagamos una reverencia cada
vez que abra la boca. Que nos bajemos los pantalones hasta las
rodillas del gusto.
—Conozco el caso de La Escombrera por
distintas fuentes. Leí bastante sobre él, pero hace ya mucho
tiempo. La verdad es que no recuerdo los nombres —admitió
Ramos.
—Quizá no te das cuenta de que no es mal
pretexto para abrirse camino. Vienes aquí con la intención de
ponerte al corriente en una investigación ajena y ¿qué mejor que
aparecer con las medallas en la solapa? —repuso Muriel. Entretanto,
Ramos asentía con la cabeza. — Hombre, yo no digo que Bernal no
fuese del grupo...
—Aquella fue una operación de las que dan
brillo.
—Pero no me toques los huevos. Joder...,
meter a un estudiante de medicina...
—Hazme el favor de lavarte la boca con
lejía.
—En cuanto acabe el desayuno —prometió
Muriel.
—El caso es que me sonaba Bernal y no sabía
de qué —comentó Ramos—. Sin embargo, el otro nombre no me suena de
nada.
—Tenías que haberle visto.
Ramos se paró un instante para introducir el
dedo entre el contrafuerte del zapato y el pie.
—¿Sí? ¿Qué hizo?
—Bernal le dio los cuatro detalles que
sabía, lo llevó al sitio y el muy cabrón se sacó de la chistera lo
de la bicicleta...
—Hay que huir de los adivinos como de la
peste, Fernando.
Muriel chasqueó la lengua contra el
paladar.
—De adivino, nada —negó con la cabeza— No
nos lo planteó como una adivinanza..., en ningún momento presentó
la idea como si fuese el producto de una inspiración... Fue muy
deductivo.
Muriel expuso todos los aspectos del
proceso. Cómo Castillo había llegado a la
conclusión. Paso a paso. Ramos quedó pensativo un
momento.
—Muchas cosas que se nos escapaban..., que
no entendíamos —prosiguió Muriel—, de pronto tenían sentido.
—Oye, ¿es que me estás proponiendo algo?...
¿Quieres que le pidamos consejo... o colaboración?
Muriel se alarmó. Temía haber llegado
demasiado lejos. Gabriel era muy capaz de alterar la dinámica y el
método permitiendo que se les colase un intruso, y eso tenía que
evitarlo a toda costa.
—Estás de cachondeo, ¿no?
—En absoluto —dijo Ramos, muy serio.
—¡Qué coño dices! ¿Cómo vamos a hacer eso,
hombre?
—¿Por qué no?—preguntó retóricamente Ramos—.
Si tiene el olfato que parece...
La actitud de Ramos, su evidente curiosidad
hacia las habilidades del amigo de Bernal, comenzaban a preocupar
seriamente a Muriel, temeroso de que su apresuramiento en resaltar
con letras de oro el providencial hallazgo de Castillo, le relegase
a él a un escalón secundario. Incorporar a un colaborador
externo, sólo necesitaba del visto bueno
del inspector jefe de servicios, cuya predisposición a aceptar esa
clase de propuestas de los jefes de grupo, estaba fuera de toda
duda, de modo que poco podía hacer él salvo intentar quitarle la
idea de la cabeza con otros razonamientos distintos, intentando que
no se le notase demasiado el peso de su orgullo herido, pese a que
Ramos adivinase fácilmente sus verdaderos motivos. Estaba el arma,
y el arma era suya enteramente, la única pista material del crimen
porque la idea del ciclista, aun siendo sorprendente en su
síntesis, era una mera conjetura. Pero Muriel estaba ante una
disyuntiva: si conseguía que Ramos desestimase «invitar» a
Castillo, adquiriría de facto una mayor
cuota de responsabilidad a cambio de nada, pues cargaría sobre sus
hombros con un más que probable estancamiento en la investigación.
Si tal cosa ocurría, no deseaba verse con el rabo entre las
piernas, yendo tras Castillo, rogándole que les sacara del apuro.
Sería la constatación de un humillante fracaso. Para librarse de la
amenaza de Castillo, Muriel optó por una estrategia distinta.
—Ten claro que fue allí a la
fuerza...—dijo—. Porque Bernal se lo pidió como favor personal. No
podrías convencerle.
—El tiempo corre. Y estamos en blanco.
Muriel bajó la cabeza. Optó por callar y ver
por dónde respiraba su jefe.
—El concesionario está limpio —prosiguió
Ramos—. Maribel y Goyo no han encontrado nada raro en el negocio.
Y, luego, que las relaciones entre los empleados de la firma son de
lo más normales.
—No te fíes de los de la UDYCO...
—Ya. La información no nos viene
directamente de ellos —declaró Ramos—. La gestión se la encargué a
Fernández... A él seguro que no se atreven a ocultarle una
operación en marcha.
Fernández, el inspector jefe de servicios,
gozaba de una excelente reputación. Era más respetado en las
distintas unidades que el propio comisario provincial.
Muriel resopló con fuerza.
—Un cabrón que no está tan loco como
pensábamos.
—¿A qué viene eso?
—Tiene un plan, aunque parezca que
improvisa. Siempre ha tenido un plan.
—No te vayas de ligero.
—Vamos a repasarlo, Gabriel: Natalia pasa el
fin de semana en Coín. A las cinco y media de la tarde del domingo
sale hacia Málaga y se para en el Corte Inglés. Hace unas compras,
llega a casa a las nueve y se pone ropa deportiva... El asesino
tiene que saber dónde vive.
—Probablemente —admitió Ramos.
—No creo que la siguiera hasta Coín; no le
hacía ninguna falta. Lo que sabe mejor de ella es que tiene una
rutina: casi a diario emplea una hora en hacer ejercicio. Siempre
sale de casa entre las nueve y las diez. El tío tiene aparcado el
coche donde pueda vigilar el portal... Es posible incluso que
estuviese estacionado en doble fila; en la calle Cervantes puede
hacerse perfectamente. Cuando la ve salir, sabe que tiene el tiempo
justo de llevar el coche hasta la zona de Bellavista y dejarlo en
una calle mal iluminada, seguramente el Paseo de Miramar. Saca la
bicicleta del maletero y salta al marítimo por Bellavista. Todavía
es posible que se encuentre con Natalia haciendo la primera parte
del recorrido. Sólo tiene que rondarla y esperar su oportunidad,
que, de presentarse, sería durante el regreso, pero antes... baja a
la playa, escarba el agujero en la arena y vuelve a coger la
bicicleta. Cambiando de dirección cuando le parece, como hacen los
ciclistas, puede pasar a su lado varias veces sin despertar
sospechas... Nadie se fija en él. En todo caso, es difícil que
alguien que le conozca, pueda reconocerle con las gafas. Se trata
de elegir el mejor momento. Luego, sólo tiene que adelantarse,
esconder la bicicleta y esperarla oculto entre las palmeras.
Esta vez Ramos volvió la cabeza
completamente.
—Suena bien.
—¿Quién puede pensar que esto es obra de un
sicario?—Muriel hizo un gesto despectivo—. ¿El Anencéfalo de los
cojones?
Ramos le miró un instante sin dejar de
caminar ni decir nada.
—No se puede descartar del todo que se trate
de una venganza... Alguien cercano o que lo fue durante el pasado.
Imagínate a un antiguo novio o a un
hombre que sintió una vez una gran humillación, de la que
culpaba a Natalia... Que no tengamos constancia de que fue
amenazada, no significa que no tuviese enemigos. Es posible que
alguien se la tuviese jurada y no lo supiese ni su madre. Mucho
menos el gilipollas de Álvaro.
—Puede —admitió Muriel—. Pero ¿por qué no
sacaste eso en la reunión?
—Lo he pensado después.
—¿Realmente tú lo crees probable?
—Digamos, Fernando, que la probabilidad es
muy pequeña.
La cafetería apareció al atravesar el
siguiente paso de cebra. Muriel esperó a que entrasen para
decir:
—Tengo que encontrar a la compañera de piso
de Cecilia.
—¿Cuánto hace que se mudó?
—Aguantó sólo cinco meses.
Se dirigieron a la barra. El camarero tardó
unos segundos en atenderles.
—Dos años y medio es mucho tiempo.
—No sé lo que pensarás tú, pero yo no he
visto una investigación por homicidio más raquítica que la de La
Caracola —opinó Muriel—. Esta mujer, Lourdes, podría ser clave... o
no servir de nada. Pero da lo mismo, porque Pepe Marcos la trató
como si fuese un adorno.
Los pensamientos de Ramos le mantenían
ligeramente ensimismado: se habían posado en la cara sin vida de la
joven Cristina, bañada por la tibia luz del crepúsculo, en aquella
calurosa tarde de mayo. Los pájaros alborotaban alegres, a punto de
recogerse en los árboles, como si el reguero de sangre fuese sólo
pintura roja derramada, como si en realidad nada terrible acabase
de suceder.
—Pepe desecha cosas que nosotros reflejamos
—despertó de pronto.
—Lo que hace Pepe es tocarse los
huevos.
—Pues suele ir bien encaminado...
—¡Pero coño, Gabriel..., que era la
compañera de piso... la que mejor la conocía! No hay una mierda de
información en el archivo del caso sobre ella —dijo en tono de
crítica Muriel—. No siquiera aparece qué era lo que hacía para
ganarse la vida. No sabemos todavía a qué se dedicaba... ¿Tú lo
entiendes?
Ramos recordó de repente el texto de la
declaración de Lourdes Belmonte, transcrita en el expediente.
Apenas eran una veintena las preguntas que le habían sido
formuladas y todas ellas relacionadas con el «momento del crimen».
Quién era y lo que era el resto de su vida y su relación con
Cecilia, permanecían en completa oscuridad. Seguro que su piel era
demasiado blanca, apostó para sus adentros.
Aprovechó para poner a Muriel en
antecedentes sobre los entresijos de la vida de Marcos: sus
trapicheos con los casinos de la costa y su gusto por las negras,
bien entradas en carnes. Era un secreto a voces que daba protección
a varios garitos, a cambio de favores sexuales. La condición era
que fuesen negras, cuanto más negras mejor. Sentía especial
predilección por las de Costa de Marfil, aunque no le hacía ascos a
ninguna que procediese del África Central. Las mulatas le parecían
demasiado pálidas. Asuntos Internos lo tenía bien enfilado. Se
rumoreaba que iba a ser suspendido muy pronto.
—Nuestra ventaja —prosiguió Ramos,
refiriéndose a Lourdes Belmonte— es que no está quemada. Si le
sacas algo, será la «versión buena» —dejó escapar una sonrisa
irónica—. ¿Preguntaste por ella en el edificio?
Muriel asintió con la cabeza antes de
decir:
—En esas urbanizaciones los vecinos no se
conocen entre sí. Encima, en la planta en que vivían, los otros
cinco pisos son para alquilar en verano y estaban desocupados
cuando el crimen.
Ramos volvió a advertirle de algo que no era
bueno que Muriel olvidase del todo:
—No hay garantías de que tu arma fuese la que matase a las otras dos.
—Ya.
—Yo llamaré a Pepe. Tiene que saber dónde ha
ido o, por lo menos, tendrá su teléfono.
—Deja a Pepe tranquilo, coño. ¿Es que vamos
a ponerle una alfombra para que nos siga los pasos? Hay veces que
no te entiendo.
Ramos fue incapaz de evitar una sonrisa
condescendiente.
—Lo más rápido es buscarla a través de
Hacienda —dijo, aún sonriente—. Tengo a un amigo en la delegación.
Le dices que te mando yo y verás cómo se las apaña para dar con
ella.
Los churros humeaban en la bandeja.
—Quiero que me digas si tienes otra idea de
lo que hacer —pidió Muriel—. Me jodería mucho estar perdiendo el
tiempo.
Ramos puso las palmas hacia fuera.
—No. Está bien. Seguiremos por ahí.
Muriel se llevó una de las piezas a la boca
pero apenas la mordisqueó. En su lugar, la introdujo en el vaso
dejándola que se empapase unos segundos.
—Nos la estamos jugando. Si lo de Blanes no
es obra del mismo tío —dijo, mirando abstraído la operación que
ejecutaba su mano—, la hemos cagado.
—No tanto —rechazó Ramos con un ademán—.
Haremos lo que haría cualquiera en nuestro lugar. No hay una varita
mágica.
—Fenómeno.
—Sin otra pista que la del hacha, no nos
queda otra opción. Tres mujeres muertas... ¿qué tienen en común...?
Dejemos aparte el resto de posibilidades.
Cuando se lo proponía, Ramos podía conseguir
una perfecta síntesis de lo inconcreto, que hasta parecía
clarificar las cosas.
—Tú verás: la responsabilidad es tuya.
La pesada carga de la responsabilidad no
parecía poder dejar sin respiración a Ramos.
Enarcó las cejas por toda respuesta.
—Bernal me ha llamado —dijo, cambiando de
tema.
Una brusca sospecha iluminó el rostro de
Muriel.
—¡No me jodas! ¿Es él el que te ha propuesto
lo del médico?—dijo cabreado.
—De ese tío no me ha dicho ni mú —negó
Ramos—. Sólo quería saber cómo vamos. Le he explicado lo del
arma... bueno... que no estamos seguros al cien por cien de que
fuera la misma en los tres asesinatos. Pero también le he dicho que
lo damos por hecho.
Muriel sintió un gran alivio. Se daba cuenta
de que Ramos acababa de darle vía libre.
—¿Por qué ellas? Tenía que conocerlas de
algo.
Ramos apuró el café y, para secarse
completamente los dedos grasientos, arrancó varias servilletas de
papel del servilletero con publicidad de una marca de
cerveza.
—Pero quizá ellas no le conociesen. Puede
que el contacto haya sido fugaz..., en el supermercado, en el
parque o en cualquier lugar público. Hasta es posible que se haya
comportado como un merodeador, observándolas desde la
distancia.
—Espero que te equivoques en eso.
La única esperanza de avanzar en la
resolución del caso consistía en hallar una relación entre las
víctimas, por extravagante que pareciese.
—No hay ni una prueba física —dijo Ramos,
pensativo—. Si hay algo que relaciona a las víctimas —miró a
Muriel—, tienes que encontrarlo cuanto
antes.
—Cristina y Natalia no se conocían. Eso lo
doy por seguro. Si se hubiesen conocido físicamente, Natalia lo habría mencionado a alguien
de su entorno, cuando se tuvo noticia del asesinato. Todos aquellos
con los que se relacionaba más estrechamente, es decir, Álvaro, sus
mejores amigas y su madre y tía, recuerdan haberla oído comentar el
crimen... como cosa de actualidad... Si la hubiese conocido
personalmente, lo habría dicho... Esas cosas no se las calla la
gente... Y parece ser que tampoco conocía a Cecilia, aunque en ese
particular la cosa no está del todo clara. Por varias razones, pero
la principal sería que, a diferencia de la muerte de Cristina, no
hay constancia de que cuando fue asesinada, ella supiese quién era, porque no se publicó ninguna foto... La
duda está en si han podido coincidir en determinado lugar...
—Socias de un mismo club —dijo Ramos,
desestimando inmediatamente en su pensamiento la idea.
—Quizá en un acto público programado
o...formando parte... no sé... de alguna concentración a favor de
algo o como protesta por algún hecho. En tal caso podrían no
haberse conocido personalmente, pero...
—Es una lotería —atajó Ramos—. Casi nunca
toca.
Muriel abonó el importe del desayuno con el
suelto que llevaba en el pantalón y abandonó el taburete.
—Álvaro no nos dejará revolver sin una orden
judicial.
—Cursaré la petición hoy... —se levantó del
asiento—. Llévate a Goyo o a Lauri contigo, me da lo mismo, pero en
esta semana tienes que dar con esa tía... A ver si de verdad te
traes algo.
Muriel expelió un chorro de aire por la
nariz, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.
—En cuanto a eso que contaste antes de la
bicicleta... —prosiguió Ramos, nada más salir al exterior— ¿Qué te
parece?... ¿Crees que fue así?
—Es la explicación más convincente al hecho
de que nadie le viese.
—Se puede hacer también a pie —objetó
Ramos.
—Pero no seguirla. No se puede seguir a pie
a alguien que corre.
—Vale, vale. Entonces lo largaremos a la
prensa. Quizá puedan describirle.
—Hay que intentarlo.
De regreso a la comisaría, la conversación
se desvió a otras cuestiones que en nada tenían que ver ni con
Blanes, ni con Cristina Lozano o Cecilia Abreu. Pero en la cabeza
de Muriel no cesaban de dar vueltas las cuestiones principales a
resolver: ¿Conocía personalmente el asesino a cada una de sus
víctimas? ¿Se conocían entre ellas? ¿Qué perseguía el asesino, qué
tenían de especial aquellas mujeres? Las esperanzas de Muriel no se
habían incrementado significativamente con la teoría del ciclista.
Se barruntaba que no sacarían nada de aquello, salvo una enorme
pérdida de tiempo y muchos dolores de cabeza.
Pero se impuso la tarea de indagar a fondo
en la idea del itinerario marcado junto a Bernal.
Quizá porque no se le ocurría otra cosa
mejor que hacer por el momento.
46
Recorrió un corto pasillo. Al fondo, a la
derecha, encontró una puerta de madera de pino, de tonos claros. La
oscuridad velaba los contornos del dibujo de la chapa que tenía
adherida, pero pudo distinguir un mostacho bajo un sombrero de
copa.
El halógeno de luz amarillenta se disparó
con su irrupción en el aseo. En el interior, la puerta tenía
algunos garabatos: palabras malsonantes, notas estúpidas,
recordatorios procaces, mensajes provocativos, abyectas
inscripciones, números de teléfono...
Lo preparó todo en cinco o seis segundos,
sacándose un papel con un número anotado del bolsillo posterior del
pantalón y depositándolo sobre el lavabo; abriendo hasta el tope
los dos grifos de éste y tirando de la cisterna; tomando por el
mango el útil y cerciorándose de que el rumor del agua del grifo y
de la cisterna llenándose de nuevo, ocultarían el ruido de rascar
la madera. El trabajo tenía que ser concienzudo. Formaba parte de
su forma de ser evitar toda clase de chapuzas. Era un
perfeccionista enfermizo... ¡Enfermizo!, le decían sonriendo... La
gente que creía conocerle, así se lo había hecho saber alguna vez
que otra. Pero... ¿alguien le conocía realmente?
El hombre en el que la gente no solía
fijarse opinaba que, en la existencia, todo sucedía porque sí,
espontáneamente, no había nada planificado. Porque tenía que
suceder para que el ciclo se completase.
Igual que los terremotos que derriban ciudades que más tarde se
reconstruyen. Igual que los ciclones que borran del mapa costas y
puertos que luego se regeneran. Igual que las tormentas que arrasan
campos que florecen al poco. Y que, en los actos humanos,
únicamente se planeaban los detalles, los procedimientos, la
«logística» —como proclaman los cursis que leen suplementos
dominicales de economía creyendo pertenecer por ello a una élite—,
la fórmula exacta para alcanzar la felicidad que la vida traía
consigo y que mostraba a sus ojos constantemente, como una
tentadora ofrenda de Dios. Los actos eran consecuencia de un
instinto o un deseo, ¿qué más da cómo quiera llamársele? Cualquiera
podía hacer lo mismo que él. «¿Por qué razón no lo hacían?»—se
preguntaba a menudo, sin llegar a entender ese afán de la gente
corriente por delimitar los conceptos. «Lo desean igual que yo, lo
necesitan... Entonces, ¿por qué?» La felicidad estaba al alcance de
cualquiera; no había distinciones ni elegidos. Sólo había que
tomarla, traerla hasta sí, sin que el pulso le temblase a uno un
solo instante. Ése era el secreto para vivir en paz con uno mismo,
para no transitar siempre preso de los propios anhelos que parecen
invencibles. En eso se diferenciaba él de los demás, en que no
estaba confundido por consignas estúpidas y absurdas prohibiciones,
en que él había dado el paso para coger lo que le pertenecía.
Absolutamente todo.
Quería que las marcas fuesen indelebles; y
por esa razón había desechado el bolígrafo. La tinta podía borrarse
o cubrirse con barniz o pintura. Usaba un punzón con punta de
titanio. Luego rellenaba los surcos con rotulador de tinta
indeleble negra.
Se le había ocurrido mientras buscaba un
destornillador pequeño en unos almacenes de ferretería. El punzón
era un instrumento que gozaba de unas ventajas muy apreciables con
vistas al trabajo al que pensaba destinarlo. Entre las herramientas
de la marca Palmera, descubrió uno corto, con mango en material
antideslizante. Era perfecto. Procuraba llevarlo siempre consigo,
puesto que la oportunidad podía presentarse en cualquier momento.
Hasta entonces lo había venido haciendo con la navaja Opinel, a la
que tenía un gran aprecio. La primera que tuvo se la trajo de
Francia la madre de una alumna. No tardó mucho tiempo en perderla.
Luego adquirió otra del mismo modelo, ligeramente más grande. Ya no
podía prescindir de ella. Era muy resistente y no había que
afilarla a menudo. Pero con la navaja era difícil seguir el trazo;
la punta tendía a desviarse. Sabía que tendría que emplear otra
cosa. Con el punzón había desaparecido el problema.
Pero el problema reaparecía en otro sitio,
con destinatarios diferentes, porque era como la energía, que se
transformaba en algo distinto cada vez, sin desvanecerse
nunca.
Bueno, él sólo les daba a aquellas putas lo
que se merecían: el ultraje de los proscritos que merodean los
urinarios públicos y se empalman susurrando obscenidades tras el
anonimato de una llamada telefónica. Adoraba entregarles a las
putas, ponérselas en bandeja; era el juego más entretenido que
había practicado nunca. Y el más seguro. ¿Quién podría descubrirle,
quién sería capaz de relacionarle con los mensajes? Él únicamente
hacía de enlace, de intermediario sin invitación en la fiesta; sin
nombre; sin cara; sin edad. Las víctimas y los verdugos eran luego
los verdaderos..., los únicos protagonistas.
Le aliviaba grabar sus nombres y sus
teléfonos; de todas las putas, de todas.
No había mejor lugar: aquel punto de reunión anónimo donde
recalaban alguna vez todos los degenerados ávidos de nuevas
experiencias. ¿Quién no visitaba con cierta asiduidad los aseos de
las cafeterías y las áreas de servicio de las carreteras y
autovías? Todo el mundo lo hacía. Pero era la peor de las escorias
la que acudía a mirar tras las puertas para excitarse. De existir
la manera de poder demostrarlo y de haber podido también compartir
su teoría con alguien, se hubiese apostado la mano derecha a que
tenía razón, pues no sólo era que lo intuyese, sino que estaba
completamente seguro. Hubiese dejado que le cortaran la mano.
Ningún reclamo mejor para los pervertidos que los garabatos en la
madera. Internet no era seguro para ir tras ellas: siempre dejaba
rastro. Qué sensación tan dulce era herirlas, desde la distancia,
sin perturbaciones ni riesgos. Nadie lo sospecharía nunca. Tendrían
que haberlo previsto las muy imbéciles... Parecía como si lo
hiciesen a propósito..., sí, eso era... ellas se lo buscaban. ¿Para
qué si no dejaban expuestos públicamente sus números de móvil?
Aquellas llamadas les cambiaban la vida; daba igual que cambiasen
de número: no volvían a ser las mismas, era como si a partir de ese
instante se sintiesen perennemente vigiladas, amenazadas y sucias
por la lascivia de sus acosadores. Bastaba mirarlas a los ojos para
saber cuándo se les habían abalanzado aquellas fieras. Aunque una
de las putas, Rosa, había hablado abiertamente del incidente,
aparentando indiferencia, como si no le importase, él sabía a
ciencia cierta que todo era fachada. Tenía la mirada manchada de
alarma y asco, igual que las otras. ¿Qué clase de mierda habrían
derramado en sus oídos?
Gozaba hallando nuevos escondrijos, nuevas
madrigueras de depravación. A menudo caminaba al azar por
cualquiera de las populosas barriadas del oeste de la ciudad, para
descubrir bares, cafeterías donde toda clase de parias,
enronquecidos por su fracaso, dilapidaban la limosna del Estado en
pequeños sorbos de anís seco y brandy peleón. Les daba una
oportunidad de divertirse de verdad. Cuando leyesen aquellas
palabras incitantes, junto a un nombre de mujer, no podrían
resistirse a llamar. Aquello se había convertido en una droga de la
que no podría prescindir jamás. Todo le excitaba, la totalidad del
«proceso»: hacerse con los números de teléfono, buscar los lugares
donde grabar los mensajes, pensar en las palabras que pudiesen
hacerles más daño... Se empalmaba siempre que usaba el punzón...,
era como si ya estuviese acechándolas desde las sombras... Podía
casi adivinar lo que vendría después:
La mirada grasienta de aquellos locos
penetrando a través de la línea telefónica.
47
Unas nubes sucias y amenazadoras se habían
aposentado sobre La Alcazaba y todo el monte Gibralfaro. El viento
venía arisco desde levante. Centenares de gaviotas planeaban
suspendidas a gran altura sobre el Parque y La Malagueta, como si
fuesen un ejército en formación.
Pensaba en todo cuanto podía alterar su
tranquilidad, ahora que las aguas comenzaban a calmarse. Siempre
surgían pequeños inconvenientes, imprevistos. Bueno, no era eso
exactamente. Imprevistos, no. Años atrás quizá los hubiera
denominado de ese modo, pero se equivocaba al hacerlo. Ahora lo
sabía. Se trataba de «desajustes» absolutamente predecibles. El
problema de un cabo suelto, del que alguien podía tirar. En parte,
tenía que reconocer que estaba sorprendido. No había contado con
que lo averiguasen. Qué extraño. Aquél no era el estilo de la
policía, su forma de hacer las cosas exigía elementos de los que él
sabía privarles: no había desparramadas migas de pan, igual que en
el cuento de Hansel y Grettel. No las había pues todo era perfecto
o no era. Aunque siempre había gente a la
que gustaba entrometerse. Sí, eso era cierto. Creían poder salvar
el mundo ellos solos. Curiosos que escarbaban en cualquier rendija,
hurgando, despedazándose las manos como si buscasen un tesoro. Pero
el tiempo corría a su favor. Ansiaba que pasaran los meses cuanto
antes. Seis... ocho meses y nadie se acordaría ya de lo ocurrido.
El polvo se amontonaría sobre la tapa plastificada y los nombres se
emborronarían. Nadie jamás podría imaginarse el significado de
su obra. Tenían el privilegio de
contemplarla y con eso bastaba.
Miró hacia atrás. Toda la ropa había sido
embalada con esmero en la caja de cartón. Recordaba haber colocado
el chubasquero gris antracita en segundo lugar, sobre un pantalón
vaquero que hacía un año que no se ponía. Las zapatillas deportivas
estaban separadas del resto de la ropa por su propio embalaje,
preparado con mimo utilizando un recio papel de empaquetar. Sentía
tener que deshacerse de ellas. Eran unas caras zapatillas de marca
con muy poco uso. Pero era mejor para todos que «desaparecieran» para siempre.
Estaba asombrado y feliz con su astucia y su
sangre fría. En un par de días viajaría con destino a Asia. Para
vestir a los más pobres entre los pobres. En esas latitudes, las
lluvias eran abundantes. Un buen chubasquero como el suyo
remediaría parte de los males que acuciaban a alguna de aquellas
personas. ¿Y qué decir de las zapatillas? Si no caían en manos de
alguno de los muchos desaprensivos que parasitaban las
organizaciones humanitarias, y que luego las vendían en los
mercadillos, alegraría los ojos y los pies de un desgraciado.
Incluso era de prever que se las disputasen entre varios y que
hasta se matasen por ellas.
La sonrisa del hombre se abrió de repente
como el vientre despanzurrado de un animal. Le gustaba la idea.
Ayudando a los necesitados, se ayudaba a sí mismo. Era perfecto. Le
daban ganas de reír cada vez que lo pensaba.
Respiró hondo, sintiendo que se liberaba de
un peso. Aquel «problema» no iba a cambiar nada. El Miedo no se
cebaría nunca más con sus pensamientos.
Desde el interior del coche, estacionado
delante del Hospital Noble, el hombre de pestañas espesas y ojos
sin expresión miraba a los transeúntes cruzar los pasos de cebra,
situados a una veintena de metros. También le interesaban los
automóviles que llegaban desde el paseo marítimo Pablo Ruiz Picasso
y el Parque, enfilando el Paseo de Reding, apelotonándose
intermitentemente en el comienzo del mismo, donde habían de girar a
la derecha. Tenía una vista excelente Le entretenía observarlos y
le resultaba útil hacerlo; terminaba por conocer a la gente mejor
de lo que se conocían a sí mismos. A veces se quedaba varias horas
estacionado allí, o en cualquier otro lugar concurrido de la
ciudad, con la radio puesta, y perdía la noción del tiempo. Se
fijaba especialmente en si aquellos peatones y conductores movían
los labios. Tal como había predicho, muchos de ellos iban hablando
solos; tal vez tarareando una canción.
Ya había pasado por esa etapa y, sí, ése era
el síntoma. La señal de que todo puede cambiar en cualquier
instante. Sin la indeseada compañía de otros, sin testigos,
aquellas gentes perdían toda inhibición; por eso hablaban de los
planes que habían trazado. Cuidándose de que nadie les escuchase,
se daban ánimos pensando en las cuentas que debían ser saldadas y
en quiénes las pagarían. Se daban ánimos porque no habían reunido
aún el coraje necesario para actuar. El jefe que les tenía
enfilados, el vecino que no les dejaba dormir armando escándalo
todas las noches, la esposa que controlaba hasta su respiración, el
amigo que les había traicionado, el que les había engañado y robado
cuando más confiados estaban en su lealtad; el hermano que había
conspirado para arrebatarles su parte de la herencia; la muchacha
que una vez les había humillado, riéndose de sus sentimientos...
Estaban tan cerca... A punto de saltar la línea divisoria que él
cruzó mucho tiempo atrás... Pronto, algunos de ellos darían el paso
y acallarían las voces de la discordia y el rencor, que no les
dejaban respirar hondo. Pronto, las páginas de sucesos de los
periódicos dejarían constancia de la transformación. Y serían
iguales a él, los dueños de un orden nuevo resucitado desde la
tumba de la falsa compasión y la injusticia... Porque, cuando tal
cosa sucedía, ya no era posible una vuelta atrás, sólo se podía
caminar en una misma dirección, y con pasos que cada vez eran más
vigorosos y decididos; las dudas se disipaban sin dejar otro poso
que el del reproche para con la anterior cobardía.
El sonido intermitente de un claxon le
despertó de golpe de sus reflexiones. Giró la cabeza hacia el lugar
de donde procedía, a su izquierda. Desde el interior de un Audi,
detenido en mitad de la calzada, una joven le hacía señales.
El hombre negó con la cabeza y, como
pidiendo perdón, le ofreció su más humilde sonrisa. ¿Acaso no se
había percatado? A continuación, le señaló el disco de zona
reservada a minusválidos, con aquella dulzura en el gesto tantas
veces ensayada, tan convincentemente sincera: la del hombre en el
que podía convertirse sólo con pretender parecerlo... Otro de sus
juegos.
Por mucho asco que sintiese de esa Humanidad
hipócrita y egoísta que no había dudado en arrancarle toda clase de
lágrimas de dolor y soledad, la idea de «hacer lo necesario» para
labrarse una buena reputación le había fascinado siempre. Instalar
en el cerebro de la gente la imagen modelada a su antojo. Sería lo
que decidiese ser, no por sus actos verdaderos, sino por su
capacidad como actor. Era tan excitante hacerles creer «cosas» que
habían sido sólo imaginadas, y más tarde estudiadas y elaboradas
con precisión. Presentarse ante los demás como el hombre paciente,
respetuoso, atento, bondadoso, considerado... Como en aquella
ocasión en que a Gloria le expiraba el plazo para entregar la
memoria anual, y se encontró abandonada de improviso por los que se
habían comprometido a echarle una mano. Estaba sola, quizá porque
no atraía a los hombres ni resultaba simpática a las mujeres.
Porque el egoísmo es el verdadero cimiento de la condición humana,
y Gloria no tenía nada que ofrecer a
cambio de lo que pedía. Porque la esperanza de placer y excitación
secretas que buscaban compulsivamente los hombres en su contacto
con las mujeres, carecía de sentido en Gloria, en aquel cuerpo y
rostro mal aliñados por Dios. ¿Para qué generar una deuda que no se
va a cobrar?... Tampoco podía esperar nada de sus amigas. Nada. ¿Iban a sacrificar su tiempo libre a
una desgraciada de la que nada podían aprender?... O es que Gloria
no se había dado cuenta ya de que el género femenino siente una
mezcla de envidia, odio y fascinación hacia la mujer que atrae a
los hombres, y es a esa clase de mujer a la única que prestaría
auxilio y luego traicionaría, con tal de entender, con tal de hallar el modo (vanamente) de
arrancarle el valioso secreto de su éxito...
Sola de pronto. Le recordó a él mismo. Sola
y sin nadie a quien acudir, igual que él había estado durante gran
parte de su vida. Ahora Gloria sabía cómo era el mundo en realidad,
lo que podía esperar de La Humanidad en su conjunto. Las excusas
eran ridículas, claro, y también, por ello, suficientemente
reveladoras de la catadura de quienes había tomado por buenas
compañeras. Raquel y, sobre todo, Isa (¡la falsa de Isa!), la
habían dejado tirada. Pero él la había sacado del apuro,
dedicándole tres tardes completas. Al principio Gloria no podía
creérselo, pensaba seguramente que le estaba tomando el pelo, que
en cualquier instante la haría objeto de sus burlas o le
presentaría también una excusa para escabullirse. Como las otras.
En la última de aquellas tres tardes, Gloria se había puesto un
perfume caro y se había acicalado como si se fuese de fiesta.
Incluso había dejado sus hombros rechonchos al aire, como una
buscona en plena operación de caza. Aquella falda negra de raso era
incapaz de albergar con un mínimo de decoro su ridículo culo
aplastado. Se esforzaba en sonreír, pero Gloria no había aprendido
a sonreír con naturalidad, no había tenido motivos suficientes para
ello a lo largo de toda su vida. Y lo que se dibujaba en su cara no
eran más que muecas. Tenían que haberle ahorrado el esfuerzo de
nacer, la vida no era para ella, no la entendía. No entendía
siquiera qué estaba haciendo con un hombre que se le había ofrecido
para sacarla de un apuro. ¡Creía que la estaba ayudando porque le
gustaba, porque quería sacar algo de ella! Menuda puta imbécil.
Todas las mujeres escondían una puta en alguna parte de su ser. Ésa
había sido la cosecha de su amabilidad y dedicación: sacar la puta
que había dentro de Gloria.
El mundo no tenía remedio ninguno.
Y Gloria le tenía ahora en un
pedestal.
El Audi prosiguió su camino. Pronto
oscurecería. Pero no tenía deseos de marcharse aún.
Deseaba seguir aprendiendo de la
gente.