14
Amaneció nublado. Un vehículo de la empresa
municipal de limpieza operaba a lo largo de la calle semivacía,
justo en el instante en que Bernal apartaba la cortina con los
dedos. El conductor gritaba a uno de los operarios que iba a pie.
El tipo tenía un vozarrón enorme y tonante que recordaba a los
viejos pregoneros municipales y que traspasaba con suma facilidad
el grueso cristal de la habitación a la altura de la segunda
planta.
Durante su precipitado viaje, Luis Bernal no
había tenido tiempo de pensar en la Málaga que se encontraría. En
los recuerdos que le traerían el olor y la brisa templada de la
ciudad. Con todo eso se iba a dar de bruces el día veintiuno por la
mañana, cuando pudiese desalojar de sus pensamientos siquiera una
porción de Dora, de Natalia, de los porqués y de los sinsentido que
lo copaban absolutamente todo (aunque tenía que reconocer, siendo
sincero, que Adriana y Luz también nadaban ahora libremente en su
interior, vinculadas con una sensación de peligro que era nueva
para él)
Por razones que no estaban del todo claras
en su cabeza, Málaga le recordaba muchísimo a Santander. Quizá al
hecho de que ambas eran costeras y estaban empapadas del mismo olor
salino; el clima; el bullicioso aspecto del centro... Era difícil
decirlo. Hasta que abría el grifo de agua fría. La tibieza casi
caldosa del agua de Málaga, hacía que la sensación al lavarse las
manos fuese completamente distinta. En Santander el agua salía
siempre helada.
Bernal no se encontraba bien aquella mañana
y se preguntó cuál podría ser la razón. Se había levantado según su
costumbre unos minutos antes de las ocho, con las piernas
doloridas, como si tuviese unas décimas. Quizá fuese la resaca.
Buscó la caja de paracetamol que llevaba en uno de los
compartimentos de su maleta y se tragó un comprimido ayudándose con
el caldo que expulsaba el grifo. Tuvo un primer acceso de tos en el
baño. Se dio una ducha templada y se afeitó con parsimonia y, tras
inundarse generosamente la mitad del rostro con su afther save favorito, el Allure de Chanel, perdió
casi diez minutos retocándose las ondas de su cabello gris y blanco
con un cepillo de cerdas duras que llevaba consigo a todas partes.
También, como cada mañana, volvió a mirarse con desencanto y
preocupación las bolsas de color macilento que ahora ocupaban sus
párpados inferiores. Las contemplaba como un brujo examina el
objeto de su próximo hechizo. Inconscientemente, albergaba dentro
de sí la absurda esperanza de levantarse una mañana y ver que ya no
estaban allí.
Volvió a toser varias veces seguidas,
sintiendo cómo se desprendían costosamente las flemas de su pecho.
Pero no asoció el hecho con los veinte cigarrillos que fumaba a
diario. Bernal creía honestamente que un fumador sólo ponía en
peligro su salud cuando alcanzaba los dos paquetes al día. Su
comentario cuando alguien le preguntaba al respecto era que su tos
se debía a un resfriado «mal curado».
Le dolía ligeramente la cabeza. Había dado
muchas vueltas en la cama y una pesadilla en la que veía a sus
pequeñas a punto de caerse de un bote en medio de la mar agitada,
le había hecho despertarse sobresaltado. La causa había sido el par
de güisquis que se tomó sobre las once y media en el bar del hotel.
El alcohol le alteraba el sueño, pero a veces no podía prescindir
de él.
Necesitaba dar un paseo, incluso antes de
tomar el primer café del día. Vagamente recordaba que una de las
cafeterías de la cadena La Canasta se encontraba no lejos de allí,
en dirección a la comisaría. Al salir a la calle le asaltó la idea
de que quizá fuese vestido de un modo poco conveniente. El abrigo
azul de cashmere parecía una prenda de alto ejecutivo, no de un
policía que pretendía hablarles de tú a tú a otros policías. Por un
momento había olvidado que ya no era un agente del orden. Se había
convertido en un burócrata y llevaba años sin relacionarse con sus
compañeros como durante su pertenencia a la Brigada de Homicidios
en Sevilla. Tal vez había perdido práctica para las relaciones.
Tuvo miedo de que un ridículo detalle, fruto de su descuido,
frustrase la visita. Sabía por experiencia que la primera impresión
podía abrirle las puertas o cerrárselas a cal y canto. Dependía
esencialmente de él y de la suerte. La subordinación a la suerte de
su éxito o fracaso, le hizo reflexionar: estaba totalmente en manos
de ella. Sería muy difícil sacar algo en claro, si la persona
encargada no tenía un buen día. No era una intuición; le bastaba
con recordarse a sí mismo. De inspector, había sido desconfiado, y
tuvo fama, quizá merecida, de hermético y antipático. Se comportaba
de un modo especialmente borde con los curiosos profesionales, esa
gente que tenía el vicio de hacer preguntas sólo para satisfacer
una insana necesidad. Los olfateaba a una legua de distancia y se
ponía en guardia. Ahora trataba de ponerse en el lugar del otro,
del funcionario que le atendiese. Decidió que tenía que esforzarse
por causarle buena impresión. No podía permitirse el lujo de volver
a La Haya con los bolsillos vacíos, y mucho menos de no mantener
abierto un canal de comunicación para el futuro. Podría suceder que
la investigación se estancase, y no soportaba la idea de quedarse
al margen.
Cuando bajó por las escaleras exteriores del
hotel, miró instintivamente al cielo. Las nubes eran altas y
blancas. Corría un aire suave. No había indicios de que lloviese
pronto.
Bernal se dijo que era un buen día para
pasear, pero tuvo conciencia de que no se sentía con ánimos de
disfrutar del paseo. Pese a ello, enfiló despacio hacia la avenida
de los Nuevos Ministerios, intentando separar lo anímico de lo
sensorial, siquiera por unos minutos. Siempre gustaba de empaparse
del ambiente y de los olores de las ciudades que visitaba. El olor
salino del mar impregnaba el corazón de la ciudad. Levantó la vista
al cielo, sin dejar de caminar, y vio planear majestuosas las
gigantescas gaviotas que habían colonizado en los últimos años las
azoteas de los edificios. Bernal recordó que muy pocos en la costa
oriental las llamaban «gaviotas»; sus habitantes las conocían como
«pavanas» y reservaban el nombre de paínos para sus parientes
menores, muy parecidos a aquellas, pero de un tamaño cuatro o cinco
veces inferior. En poco más de cinco minutos divisó la cafetería.
Había un kiosco de prensa enfrente. Cruzó la calle y pidió el
diario Sur al quiosquero. El hombre, oculto tras unas gafas de
opacos y gruesos cristales, le hizo un comentario rutinario sobre
el tiempo mientras le devolvía el cambio del billete de cinco
euros. Al entrar en la cafetería, la mezcla de olores agradables le
causó un bienestar inesperado. El pan recién hecho, la bollería y
el aroma del café lo inundaban todo. El tramo más largo de la barra
estaba vacío. Un camarero le atendió de inmediato. En cuanto dio el
primer sorbo del «crema» que le habían servido, encendió un camel y
comenzó a hojear el periódico. Fue a la sección de opinión y leyó
superficialmente los editoriales y artículos. Luego saltó a las
páginas de sucesos, sin encontrar nada que le interesara, es decir,
ningún comentario acerca del crimen. Un hombre se había arrojado al
vacío desde el balcón de su casa; habían atropellado a una anciana
en la calle Cristo de la Epidemia, hiriéndola de gravedad; una
reyerta en un pub había concluido con un herido grave, y una banda
de atracadores de chalet acababa de ser desarticulada. Pero ningún
comentario sobre el crimen que había conmocionado a la ciudad cinco
días atrás. Simplemente habría dejado de ser actualidad, se dijo.
Pero al retroceder a las primeras páginas, dedicadas a la capital,
se encontró con un amplio reportaje, en el que se volvían a
analizar las circunstancias del suceso. Nadie era capaz de explicar
lo ocurrido. Una mujer atacada en pleno paseo marítimo, asesinada
sin razón aparente, de un tajo limpio en el cuello.
Involuntariamente, volvió a pensar en «sus niñas». De repente, se
dio cuenta de que ya eran dos mujeres. Las fotos que había recibido
vía SMS del último cumpleaños de Luz, desfilaron por su mente.
«Veintiuno, ya», murmuró. Pensó que Adriana cumpliría veintitrés en
poco más de dos meses, y sintió nostalgia de unos años en los que,
curiosamente, se había lamentado con amargura por estar perdiéndose
el crecimiento de sus hijas. Pero ahora, al recordarlo, tuvo la
noción exacta de no haber temido por su seguridad durante aquella
etapa, entendió que siempre había dado por descontado que se
encontraban a resguardo de los peligros que acechan en la calle, la
maldad que él conocía tan bien y que, trágicamente, había alcanzado
de lleno a Natalia. Ese temor era ahora constante, denso, casi
angustioso, porque sentía que no podía protegerlas, y que nadie les
brindaría esa protección en su lugar. Eran mayores de edad, y ni
siquiera su madre podría hacer nada al respecto. Esas reflexiones
le trastornaron algo más de lo que ya estaba. Trató de quitárselas
de la cabeza rescatando de su memoria los recuerdos de su último
viaje de placer, que le había llevado a Estambul y a recorrer la
península de Anatolia. Fugazmente recreó la imagen del Porsche
Cayenne, con el que soñaba desde hacía un año. Lo vio surcar
aquellos parajes. Pero Bernal no estaba de ánimo. Se dijo a sí
mismo que los pensamientos hedonistas debían quedar relegados para
otra ocasión. Pidió un desayuno completo y, mientras se lo servían,
hizo varias llamadas hasta conseguir que le pusieran con un tal
Muriel, un subinspector de Homicidios. Bernal dijo a aquel hombre
con voz de jovenzuelo sabelotodo que quería «tratar con la policía
información relacionada con Natalia Blanes». Evitó deliberadamente
decir «sobre la muerte»... Su propósito era ver cuanto antes al
responsable del caso. Fue parco en palabras pretendiendo darle un
tono «oficial» al contacto. Le chocó mucho que no se le exigiese
aclarar quién era en realidad él (y cuál era su relación con la
víctima, si es que había alguna), y qué le impulsaba a contactar
con la policía. Preguntas básicas, todas; preguntas que él hubiera
formulado sin duda si hubiese estado en el lugar del agente. La
respuesta de Muriel fue muy escueta. Sencillamente, le dijo: «de
acuerdo». Muriel tampoco había puesto excesivo celo en
identificarle. Se limitó a preguntarle los apellidos, y seguramente
los anotó, a juzgar por la pequeña pausa que siguió a su pregunta,
y a renglón seguido le ofreció ir a verle a su lugar de trabajo o
donde le viniese bien, si le era imposible acudir a la comisaría.
Bernal supuso que el teléfono al que llamaba tenía sistema de
registro e identificación de llamadas y que por eso Muriel no le
pidió el número de móvil. Pero ¿qué sabía aquel agente acerca de la
propiedad del teléfono? ¿Y si era prestado? Para salvaguardar su
anonimato podía haber usado uno cualquiera con sistema de prepago.
Si llegara a cambiar de idea, a Muriel le habría sido muy difícil
localizarle.
Bernal decidió que el subinspector había
obrado descuidadamente.
Sin embargo, algo que ocurriría más adelante
le iba a hacer cambiar de opinión sobre la competencia profesional
del agente.
Por fortuna, el paracetamol había actuado
ya. Bebió pausadamente el zumo de naranja al tiempo que
reflexionaba sobre su propia actitud. Descubrió con cierta sorpresa
que seguía pensando como un policía. Todo el tiempo. Estaba
juzgando el trabajo policial ajeno por una especie de automatismo.
Cada pensamiento incluía una valoración y cada valoración, una o
varias deducciones. Era una estructura lógica, desarrollada y
pulida a base de intervenir en la investigación de muchos casos. El
haberse convertido en un burócrata no le había cambiado
sustancialmente. Había empleado una falsa excusa, que se le había
ocurrido sobre la marcha mientras sonaban los tonos. De pronto
presintió que yendo de frente podría fracasar en su empeño. Era
arriesgado, claro. Podría pasarle factura luego, en cuanto se viese
obligado a explicar los verdaderos motivos para haber concertado la
cita.
Parte del pastel seguía en el plato cuando
encendió el segundo cigarrillo. Era incapaz de terminarlo. Comprobó
en su reloj que tenía más de una hora. «Puede venir a las doce», le
había dicho el subinspector antes de colgar. Pidió la cuenta y
salió a la calle sin tener decidido en qué ocupar el tiempo que
restaba. Se había levantado bastante el día. Caminó
parsimoniosamente mirando los escaparates. A unos pocos pasos de la
cafetería se topó con una tienda de ropa. Una prenda de las
expuestas en el escaparate le llamó la atención: era un chaquetón
marinero. Se le ocurrió una idea. Entró, se lo probó y decidió
quedárselo. Entonces le pidió al dependiente que le guardara el
abrigo unas horas. Probablemente iría a recogerlo por la
tarde.
Bernal abandonó la tienda vestido con la
prenda recién comprada. En un cuarto de hora estaba en la puerta de
entrada de la comisaría. Faltaban once minutos para las doce.
15
El gesto del agente con el que había
contactado cambió al examinar someramente sus credenciales. Era
evidente que estaba sorprendido y preocupado a la vez por la
visita. Bernal pensó inmediatamente en el efecto que debía de
causarle su presencia allí. La mera sospecha de que pudiese
tratarse de una inspección encubierta del alto organismo policial
europeo intimidaría a muchos funcionarios. Circulaba cierta leyenda
al respecto por todas las comisarías del continente: se rumoreaba
que Europol podía estar enviando a sus agentes con cualquier
pretexto para realizar inspecciones sorpresa. Se jugaban mucho los
mandamases con los contenidos de los informes que se elaborarían.
Todos los comisarios jefe tenían la mosca detrás de la oreja con
aquel rumor, fuera o no fuera un bulo. Se dijo a sí mismo,
maliciosamente, que no haría nada en un buen rato por deshacer el
equívoco. Podría incluso convenir a su propósito el dejar a Muriel
preso de esa incertidumbre. Quizá le ablandara. Trató de ponerse en
el lugar del superior de Muriel y vio que también con él podría tal
vez serle útil la táctica de dejar en una confusa indefinición el
porqué de encontrarse allí. A mayor rango, mayor cuota de
responsabilidad.
Muriel era mucho más alto de lo que había
imaginado al oír su voz a través del teléfono. Le calculaba unos
veintiocho años y que excedía probablemente del metro noventa y
cinco. Iba bien afeitado y, aunque no eral mal parecido, tenía un
rostro «convencional»: ojos oscuros sin color definido, nariz poco
desarrollada y boca pequeña, con labios finos. Algunas canas se le
desparramaban por los márgenes del cabello, cortado y peinado sin
mucho estilo. Era también muy delgado, tanto que daba cierta
impresión de fragilidad a pesar de su estatura. Pero no era una
delgadez homogénea. Había algo en él que distorsionaba al mirarle,
como si a un muñeco le hubiesen ensamblado de forma incorrecta
alguna de las piezas, intercambiándola por error con otra parecida.
Bernal invirtió unos veinte segundos de disimulado escrutinio —el
tiempo que tardó en caminar unos pasos el joven agente— en
descubrir la causa: los brazos de Muriel eran proporcionalmente más
robustos que sus piernas.
Bernal se quitó el chaquetón nada más
entrar. Hacía bastante calor en el interior de la comisaría, pese a
lo cual Muriel llevaba puesto un jersey de lana de notable grosor.
Lo encontró en la planta baja del edificio, en una enorme oficina
en la que se hacinaban varias mesas de trabajo tras los
mostradores. Muriel se comportó con amabilidad, aunque era incapaz
de disimular la inquietud de estar pasando por un imprevisto
examen. Bernal supuso que era tal vez por ese motivo, por el que no
daba muestras de estar demasiado interesado en la información que
antes le había prometido entregar. No hubo ninguna mención al
asunto en los primeros momentos. Era como si temiese dar un traspié
al abordarlo. Bernal decidió darle cuerda.
El subinspector Muriel le condujo a través
de un largo pasillo a un ascensor reservado al personal y subieron
a la planta superior. Allí le atendió en un pequeño despacho de
corte moderno, en cuya mesa no había ningún papel; ni tan siquiera
una carpeta. Sólo una obsoleta pantalla de ordenador, que parecía
fuera de uso. Muriel le aseguró que el inspector que se había hecho
cargo de la investigación llegaría en cualquier momento. Pero si se
trataba sólo de ponerle al corriente de algún dato interesante
acerca de Natalia Blanes, no había motivos para esperarle puesto
que él también estaba trabajando en el caso. Podía confiárselo,
naturalmente con plenas garantías de que trataba con la persona
adecuada. A partir de ese momento algo cambió en su actitud: dio la
impresión de que su cerebro comenzaba a asociar por primera vez
ambas circunstancias porque se quedó como ausente de un modo
particularmente abrupto. Seguramente se estaría preguntando qué
tenía que ver Europol con la investigación de esa muerte.
Bernal le dio las gracias, diciéndole
seguidamente que prefería esperar a hablar con su superior por
motivos que no venían al caso. Tras ese comentario, el altísimo
agente le miró dubitativo y extrajo un móvil extraplano del
bolsillo derecho del pantalón. Pulsó uno de los botones y se lo
puso al oído.
Aunque no lo había mencionado expresamente,
Bernal supo que había llamado a su superior.
—¿Dónde estás?—preguntó Muriel a quien
estuviese al otro lado de la línea.
—...
—Es que está conmigo... —hizo un gesto
inquisitivo mirando a Bernal.
—Luis Bernal —la voz de Bernal rezumaba
ahora seguridad, e incluso cierta autoridad.
—Luis Bernal —repitió Muriel—. Es de
Europol... Dice que quiere hablar del caso de Natalia Blanes...
—hubo una pausa larga, en la que se percibió que el inspector
estaba gritando—. Estoy en el veinticuatro —continuó con gesto
ceñudo, y, plegando el teléfono, explicó a Bernal—: Está ya en el
edificio. Sube ahora mismo.
Bernal asintió con la cabeza e hizo un breve
comentario sobre el tiempo. Veía a Muriel cada vez más tenso.
Menos de un minuto después, cuando pensó que
se le hacía ya insoportable la espera al muchacho, que no sabía
donde dirigir la mirada para evitar la suya, Bernal oyó abrirse la
puerta a su espalda. Giró la cabeza en un acto reflejo y siguió con
la vista al hombre que había irrumpido en el despacho. Éste le
ofreció cordialmente la mano al llegar a su lado derecho. Pero
Bernal se percató de que un manto de recelo bien visible cubría sus
formas educadas.
—Soy Gabriel Ramos. Usted es Luis Bernal,
¿no es eso?
Muriel se levantó y se hizo a un lado.
Bernal alargó incautamente la mano desde su
asiento. El saludo era la forma en que Ramos se describía a sí
mismo ante los demás, el botón que al ser pulsado proporcionaba las
claves de su personalidad. Las personas que le conocían exclamaban
en su interior: «¡Joder! Un tío sano». «Es una persona directa, que
no se anda con rodeos». «Es sincero y sin dobleces». Todo eso lo
pensaban entre la sorpresa y el dolor porque Ramos tenía la
costumbre de usar ambas manos para el apretón, y las suyas eran
unas manos descomunales y velludas que trituraban con involuntaria
aunque sistemática crueldad las de la persona contraria. Hablaba
con un pronunciado acento castellano que a Bernal le resultaba
vagamente familiar; sabía que lo había escuchado antes en boca de
un amigo o conocido, pero no era capaz de recordar de quién se
trataba. Bernal cotejó que había una gran expectación en sus
pequeños ojos claros.
El interminable armazón de Muriel buscó
apuntalarse con el tablero saliente de la estantería vacía.
Finalmente encontró el apoyo necesario en sus nalgas
huesudas.
De pronto, Muriel recordaba la noche del
crimen.
El inspector se acomodó en el sillón que
antes había ocupado su subordinado. Tendría unos cuarenta años. La
cara era alargada, con el mentón prominente y facciones agradables,
aunque la nariz resultaba demasiado afilada dentro del conjunto. El
pelo castaño, ondulado, peinado de forma que ocultase las entradas
que iban ganando terreno inexorablemente. Todo en Ramos transmitía
una sensación de inagotable energía.
—Usted dirá.
—¿Podría dedicarme unos minutos de su
tiempo?
El inspector de Homicidios pensaba en sus
sagradas cañas del mediodía.
—Hasta las doce y media no tengo
problemas.
—Para mí es más cómodo que nos tuteemos. Si
no te importa, claro.
Ramos pareció aliviado. Tenía la sensación
de haber visto antes al hombre que estaba al otro lado de la mesa.
Intentó pensar en ello, a la par que intentaba no perder el
hilo.
—Perfecto —contestó distraído—. Me ha dicho
mi compañero que eres de Europol.
Bernal sacó de la cartera su carné de
funcionario y se lo entregó al inspector. Ramos lo examinó
tímidamente, como si se avergonzase de tener que comprobar su
autenticidad y se lo devolvió al instante.
—Sí —dijo Bernal. Trabajo en Delitos
Financieros.
Ramos y Muriel cruzaron una mirada.
—Y que querías darnos información sobre
Natalia Blanes —dijo en tono prudente el inspector.
—No es así exactamente. Digamos que quería
hablar de Natalia.
—¿Pero qué tiene que ver Europol con este
caso?
Bernal sonrió.
—Confío en que nada —dijo, alimentando
deliberadamente las dudas que pudiesen albergar ambos.
Ramos se echó sobre el respaldo flexible del
modesto sillón de oficina tapizado en calurosa tela azul y cruzó
las piernas.
—Bueno... Estaremos encantados de
escucharte.
—No quiero entrometerme. Os agradecería que
sólo me digáis si tenéis algún indicio sobre quién puede ser el
autor.
Inspector y subinspector volvieron a
mirarse, perplejos.
—Antes de continuar, debo llamar al
comisario —dijo con decisión Ramos—. Tengo que ponerle al corriente
de esta conversación.
Bernal se encogió de hombros. Luego,
agobiado por el calor de la estancia, se quitó del regazo el
chaquetón y lo terció sobre el reposabrazos de su asiento.
—Como estimes conveniente. Pero mi visita no
es oficial, si eso es lo que te preocupa.
—Entonces...
—Mi interés es exclusivamente personal. Te
doy mi palabra de que esto es privado, y que a nadie más que a mí
concierne.
Ramos volvió a adoptar una actitud más
relajada. Aspiró profundamente el aire caliente de la
habitación.
—¿Por qué motivo, si puede saberse?
—Soy amigo de la familia. He viajado desde
Holanda, para estar en el funeral. Puedes llamar a la madre y
confirmarlo.
Gabriel Ramos se rascó maquinalmente la
coronilla. De pronto recordaba dónde había visto a Luis Bernal: en
la iglesia, durante el entierro de Natalia.
—Podías haber empezado por ahí,
hombre.
Bernal lo sabía. Sabía que lo lógico era
haber empezado por ahí. Pero entonces, quizá Gabriel Ramos no
estaría en tan buena disposición, pues no tendría la sensación de
haberse quitado un gran peso de encima.
—Lo sé —dijo en un susurro.
—Nos has alarmado un poco.
Ramos notaba que la presión de imaginarse
bajo el escrutinio implacable de Europol había desaparecido sólo a
medias.
Bernal sonrió con una mueca de
disculpa.
—Llama a Dora. Supongo que tendrás su
teléfono. Dile que estoy aquí.
Ramos miró de nuevo a Muriel, que continuaba
apoyado sobre el mueble, los brazos cruzados y la mirada baja.
Parecía como si le disgustase que aquella conversación se estuviese
produciendo.
—La madre es Dora —reflexionó—. No recordaba
haberla oído nombrar de esa manera.
—Preferiría que la llamases —insistió con
suavidad Bernal.
Ramos carraspeó nervioso, se levantó del
sillón y se hurgó en silencio en el bolsillo derecho del pantalón
de tergal de color tostado, que estaba pidiendo a gritos un día en
la lavandería. Salió un instante de la habitación, tecleando en el
móvil. Volvió en un minuto aproximadamente.
—No era necesario —dijo a modo de disculpa—.
¿Qué otra razón ibas a tener para venir aquí?
Bernal miró por toda la habitación en busca
de un cenicero sin hallarlo. Notaba el deseo acuciante de fumarse
un cigarrillo. Pero no tenía la sensación de hallarse frente a
gente con el mismo hábito. Tendría que controlarse.
Al pensar en ello, recordó los tiempos en la
Brigada. En aquel entonces todos sus compañeros fumaban como
carreteros.
—Yo también estuve en Homicidios
—dijo.
Ramos mostró un gran interés.
—¿Ah, sí? ¿En qué lugar?
—En Sevilla. Pero hace más de veinte años de
eso.
—Razón de más...
—Para saber que la batuta es tuya —le
interrumpió Bernal—. Mira, yo fui inspector jefe de la Brigada de
Homicidios del Distrito Sur. Sé perfectamente cómo funciona esto.
La responsabilidad que conlleva estar al mando. Nadie quiere
interferencias ni que le fisgoneen la investigación.
Ramos experimentó una punzada agradable por
toda aquella comprensión que le mostraba el recién llegado. Le caía
simpático Bernal, de eso no tenía duda.
—Es una gran verdad —admitió—. Cuanta más
repercusión tenga un crimen, más complicado se vuelve todo.
—Te seré sincero —dijo Bernal—. Natalia era
mi ahijada. Y durante casi un año, hice las veces de padre. Digamos
que represento a la familia. Comparte conmigo la información que
quisiera tener su madre, la que tú le darías si estuviese
capacitada para asimilarla. La única diferencia será que conmigo
podrás usar todos los tecnicismos necesarios... —se detuvo un
instante para darle un énfasis especial a sus siguientes palabras—.
Piensa en lo que harías si llevaras la investigación de un crimen,
siendo la víctima la hija de uno de tus compañeros ¿No le darías
cuenta de todos tus pasos? Creo que puedo pedirte que me trates
como a un antiguo compañero. Sólo eso.
Ramos volvió a sentir parecida incomodidad a
la que le había hecho ponerse en guardia en un primer momento. Pero
ahora había algo distinto en él, una fuerza que le impedía
blindarse del todo frente a aquel ex inspector.
Cruzó los brazos, se echó hacia atrás y dijo
con un leve aire de resignación:
—Veremos hasta dónde puedo llegar.
Prueba.
—Gracias —dijo satisfecho Bernal—. Bueno,
ambos sabemos que la mayoría de los homicidios se resuelve en las
primeras cuarenta y ocho horas. Es uno de los axiomas de la
investigación criminal. Cuando no es así, el crimen tiene muchas
posibilidades de quedar impune.
—Eso no va a ocurrir en este caso.
Bernal absorbió como un sumidero tal
declaración de buenas intenciones.
—He leído los periódicos locales esta
mañana... Te preguntaba antes sobre pistas —le recordó muy
serio.
Ramos negó con la cabeza tras una pausa en
la que pareció cavilar la respuesta. Luego miró a Muriel un
instante y dijo:
—Nada importante hasta ahora. A pesar del
lugar y la hora no parece que haya habido testigos del crimen.
Hicimos un llamamiento a través de la prensa y la televisión. Quizá
alguien vio al asesino aunque no lo sepa... Sabes que resulta
normal que algunos testigos tarden varios días en darse cuenta de
que vieron algo o en decidirse a hablar. Por eso no hemos perdido
la esperanza. Las llamadas que hemos recibido —unas diez,
aproximadamente—, carecen de credibilidad. Hemos interrogado a un
posible testigo... Claro que... es un niño de cinco años. Bueno
—miró de nuevo a su compañero—... lo que le contó a su padre es que
había visto «un hombre con una espada» moverse entre las palmeras.
Y el padre nos llamó a nosotros. Creemos que pudo acecharla oculto
entre las palmeras del borde de la vía. Hemos peinado a fondo la
zona, incluyendo la franja de césped que hay al pie de las palmeras
cercanas, para buscar algo que pudiera estar relacionado con el
autor: envoltorios, colillas..., pero las huellas que hemos
encontrado en una bolsa de frutos secos y en las colillas en donde
era posible identificarlas, no estaban en el fichero de
delincuentes. Todavía no tenemos a punto los resultados de las
pruebas de ADN.
—Supongo que dais por hecho que es un
hombre.
Sin quererlo (no de forma consciente, al
menos) Bernal había deslizado un reproche casi imperceptible en su
conjetura. ¿Habían pecado de ligereza por descartar a una mujer
como posible autora? Sólo por el hecho de que el método y la fuerza
empleada hablasen de un varón, no se podía dejar de considerar la
otra hipótesis.
Ramos lo captó enseguida. Aparentemente no
se molestó.
—No. Pero es lo más probable —dijo
escuetamente.
—Claro... ¿Es fiable el testimonio de ese
niño? —preguntó, ligeramente decepcionado, Bernal.
—El niño viajaba con su padre, en dirección
al Rincón de la Victoria, así que no ha sido posible elaborar un
retrato robot... —hizo una pausa como si esperase que Bernal le
preguntase el porqué, pero Bernal seguía mirándole atentamente—.
Por esa vía se circula a una velocidad media de setenta kilómetros
por hora. Además, el lugar que nos señaló está en completa
penumbra. Es prácticamente imposible que el niño haya visto algo
más que una sombra.
—¿Y del arma? ¿Qué sabéis?
Ramos dudó un instante. Luego se acarició el
mentón y mirando a Muriel dijo:
—Que no es un cuchillo cualquiera.
—Gabriel, no creo...
El inspector detuvo a Muriel con una señal
de su mano.
—Natalia no murió degollada tal como dicen
los periódicos.
Muriel frunció el ceño.
—¿Te parece que es conveniente hablar de
esto ahora?—dijo con cara de no creerse del todo que su jefe
estuviese vulnerando el pacto de silencio que habían sellado
ambos.
—Da igual, Fernando. Antes o después se
sabrá.
—No estoy de acuerdo contigo —replicó
molesto el subinspector—. Se nos jodería toda una línea de
investigación.
—¿Es que crees que los del juzgado no van a
dar el cante? Como si no los conocieras, coño.
Gabriel Ramos zanjó la discusión con un
ademán y volvió a dirigirse a Bernal.
—Perdona este pequeño rifirrafe entre
compañeros. Fernando se fía demasiado de la gente, pero aquí la
mayoría se van de la lengua, empezando por los forenses. No hay uno
de ellos que no sirva de fuente a un periodista. Y pongámonos
todos... Pero, bueno, ¿qué voy a decirte que ya no sepas?
El desacuerdo de Muriel con su jefe salió
disparado a través de su nariz prepuberal, en forma de un corto
resoplido. ¿Por qué cojones tenía Gaby que revelar ese detalle al
de Europol con tal de agradarle?
Bernal asintió con la cabeza. La causa de la
controversia no había hecho sino llenarle de expectación.
Lo descrito en El Sur, La Opinión y Málaga
Hoy, variaba muy poco. En lo que todos coincidían era en que la
muchacha había encontrado la muerte tras ser «degollada».
Supuestamente, el asesino, apostado en la franja de oscuridad de
debajo de los árboles, le habría rebanado el cuello con un cuchillo
o navaja, sorprendiéndola por la espalda.
—La intención del asesino de Natalia era
decapitarla, algo que consiguió sólo a medias —concretó Ramos. (El
rostro de Bernal adquirió una cierta lividez al oír esta
confidencia.) —No ha sido posible encontrar el arma y todavía no
sabemos de qué arma se trata... Según el forense, el corte se
produjo por una hoja muy afilada, de borde recto y con un peso
elevado. La hoja penetró hasta la cuarta vértebra cervical y dejó
una muesca en ella. No es un hacha, desde luego. Es una clase de
arma con la que no estamos familiarizados. Estamos examinando las
que pudieran amoldarse al tipo de herida.
—Podría ser un machete —intervino, resuelto,
Muriel, que parecía haber dominado su anterior resistencia a
compartir la información con Bernal—. Aunque lo del peso es un
problema. Desconocemos todavía si hay algunos tan pesados y, en tal
caso, dónde se pueden adquirir.
—Tenemos a nuestra gente trabajando en ello
—añadió Ramos—. Pronto cerraremos el abanico y nos habremos hecho
una idea muy aproximada.
Las descripciones pusieron a Bernal ante la
horrible mutilación que había sufrido Lita. Se le ensombreció el
rostro.
—Hijo de puta —susurró para sí.
Luego tuvo conciencia de que también él
había asumido que se trataba de un varón.
—Lo cogeremos —aseguró Fernando
Muriel.
Bernal no dijo nada. Se limitó a cruzar las
piernas. Estaba vacunado contra toda clase de voluntarismos.
—Por muchas bestialidades que veas, nunca
llegas a acostumbrarte —comentó Ramos, echando el cuerpo hacia
delante.
—Esto es especial —dijo a media voz
Bernal.
La mirada azul de Ramos adquirió un brillo
intenso aunque fugaz.
—¿En qué?
—En que es calculadamente salvaje y
sádico.
—¿Calculadamente?... ¿Qué quieres
decir?
Bernal aspiró aire como si la congoja y la
rabia que sentía le estuviesen ahogando.
—Es la elección... ¿Por qué optar por un
método que requiere tanta precisión para conseguir el mismo
resultado?... No sé. Perdonadme pero ni siquiera sé lo que estoy
diciendo —dijo con aire de disculpa.
Muriel sintió un ligero estremecimiento,
aunque no era porque las palabras del inesperado visitante
describiesen bien la monstruosa frialdad del asesino. El propósito
en sí, agudamente expuesto por Bernal, era lo que de repente le
turbaba.
—Me he preguntado cómo escapó el que lo hizo
—dijo Bernal, cambiando de asunto. Ya no tenía dudas de que el
asesino era un hombre.
Gabriel Ramos se adelantó a
responderle.
—Aún no lo sabemos —dijo negando con la
cabeza.
—Conozco la zona. Sé que tuvo que cruzar la
carretera por fuerza después de cometer el crimen.
—Eso es lo que haría yo, desde luego. Es la
única salida. En la dirección contraria sólo está el mar... Aunque,
para ser sinceros, aún no hemos descartado que saliese del paseo
marítimo a la altura de los Baños del Carmen. ¿Los conoces?—Bernal
asintió—... Pero, pensando con lógica, la mejor vía de escape sería
atravesando la carretera, porque es la única forma de eludir el
cerco policial. La verdad..., nos cuesta pensar que corriese a lo
largo de la playa para alejarse de allí.
—Pero pudo haberse escondido —añadió
Muriel.
—Eso es muy improbable —intervino el
inspector—. La zona se batió casi inmediatamente.
Bernal captó en el acto la pequeña
discrepancia en el enfoque que subyacía entre ellos. Tuvo la
sensación de que lo habían discutido antes, sin llegar a ponerse de
acuerdo.
—¿Esconderse? ¿Dónde?
—Fernando tiene una teoría —dijo Ramos
dirigiéndose a Bernal en un remotísimo tono de sorna.
Bernal asintió.
Muriel, que no podía ni quería disimular que
sus reparos a compartir toda aquella información permanecían aún
vivos, concretó con semblante serio:
—En la misma playa.
—No, no. No hay donde ocultarse —repuso
convencido Ramos.
—Hay un merendero cerrado...
—Eso no se me pasa por la cabeza —se irritó
el inspector—. Permanecer agazapado allí unos minutos hubiese sido
jugársela... Un comportamiento así sería completamente suicida. Y
este sujeto, Fernando, no es un imbécil...
El móvil de Ramos sonó entonces,
sobresaltándoles a todos un poco con su volumen tan elevado. Ramos
miró la pantalla y, tras disculparse con Bernal, salió
inmediatamente de la habitación.
La interrupción había dejado con la palabra
en la boca a Fernando Muriel.
16
Muriel empleó el minuto que tardó en
regresar Ramos en tratar de entablar una conversación sobre cosas
banales con el agente de Europol. Intentó que no pareciese forzada.
Sólo tuvieron tiempo para comentar la diferencia de inviernos entre
La Haya y Málaga.
Tuvo tiempo, además, para pensar en la
actitud de su jefe.
¿Por qué se mostraba Gabriel tan
condescendiente y hasta claudicante con Bernal? ¿Qué clase de temor
le inspiraba? ¿Y por qué ese empecinamiento en ignorar su
explicación a la poco comprensible ausencia de testigos de la huida
del asesino en un sitio tan concurrido?...
El razonamiento de Ramos era que sólo un
chapucero hubiese permanecido en el lugar del crimen. A Muriel le
parecía simplista en exceso. Algunos criminales tratan de
confundirse entre la gente que acude a curiosear nada más cometer
el asesinato. Gozan al contemplar la reacción del público; les hace
sentirse importantes. No es sólo que les convierta en
protagonistas, sino que también les resulta útil para escabullirse.
El problema más relevante que encierra este tipo de conducta es que
tienen que desprenderse del arma. Y estar plenamente seguros de que
no se han manchado durante la agresión. La playa estaba muy oscura
aquella noche. Y había suficientes sitios donde ocultarse. Claro
que suponía un riesgo: no se había desprendido del arma. Pero ¿y si
la hubiese enterrado en la arena, o arrojado al mar? ¡Coño! No
habían dado orden de remover la arena; sólo se había rastreado en
superficie. Ni se habían enviado los submarinistas. Y ya habían
pasado cinco días. El arma era grande y difícil de esconder. ¿Y si
hubiesen dado la orden de retener y registrar a los curiosos? Pero
esa orden no llegó a emitirse, por desgracia. Se les había pasado
por alto, seguros desde un primer momento de que el sujeto cruzó la
carretera. Las patrullas que llegaron al lugar tomaron algunos
nombres, aunque hubo quienes se acercaron y se les ordenó
dispersarse.
Había que tener sangre fría para hacer
aquello. ¿Pero es que acaso no la tuvo para asesinar a
Natalia?
Fernando Muriel se abstuvo de compartir sus
conjeturas y desistió además de seguir defendiendo su punto de
vista sobre aquella cuestión aún no resuelta. En cuanto terminase
la reunión, se ocuparía de tomar las medidas que debieron tomarse
la misma noche del crimen.
Ramos regresó acalorado, como si acabase de
tener una fuerte discusión. La frente le brillaba. Los dientes le
rechinaron al masticar un inaudible: «¡Hija de puta! ¡Me cago en
sus muertos!». Suspiró una vez y la respiración se le entrecortó
por la ira. Suspiró de nuevo, con una profundidad liberadora.
«¿Dónde estábamos?», dijo maquinalmente, sin despegar la vista del
suelo.
Entonces Bernal intervino para decir:
—Entiendo perfectamente que haya que barajar
todas las opciones. Sin embargo, yéndonos a la más probable,
pensemos que decidió cruzar. No pudo esperar a que se cerrara el
semáforo. Tenía que irse de allí inmediatamente
—Sigue —le pidió Ramos.
—En ese caso, algún conductor debería
haberlo visto atravesando la calzada.
Aunque Caldas le había jodido el día, la
opresión que Ramos sentía en el pecho se debía a la marea de celos
que lo había inundado. Al principio había sido algo casi
imperceptible. Ahora, sin embargo, le costaba respirar. Lamentó
haberse precipitado con Bernal. Por un lado, no le gustaba lo más
mínimo que sus discrepancias con Muriel sobre aspectos de la
investigación saliesen a relucir delante de extraños. De otra
parte, se daba cuenta de que Bernal estaba yendo demasiado lejos:
no se limitaba a hacer las preguntas rutinarias para estar al tanto
de la investigación, estaba participando en ella con sus
especulaciones. Y, pensando un poco más detenidamente en ello, le
habían abierto las puertas a un desconocido a cambio de nada. ¿Por
miedo? Le jodía tanto admitirlo. Ramos se había acostumbrado a
asimilar con humildad cualquier aportación, pero aquello era
diferente: la forma en que Bernal desgranaba sus opiniones, lo
dejaba en mal lugar, pues era como si se esforzase por rellenar los
huecos y las fisuras de un proceso que no había hecho sino dar sus
primeros pasos. Sin embargo, Ramos trató de dominarse y sacar a
relucir su perfil más «político». En el fondo, temía desairar a
alguien con poder.
—Quizá tuvo suerte y cruzó en un momento en
el que la carretera estaba vacía. Luego huiría en un coche o tal
vez en una motocicleta que quizá tuviese aparcada en un lugar
cercano, probablemente en la misma avenida del Pintor Sorolla.
Hemos explorado esa hipótesis, pero ningún testigo ha podido
confirmarla.
—El periódico dice que el cadáver lo
descubrieron unos muchachos. ¿Es así?
—Sí. Así es. Una pareja de estudiantes. Casi
al mismo tiempo llegó una mujer de mediana edad, que se desvaneció
al ver el cuadro.
«Casi al mismo tiempo». Bernal tuvo
inmediatamente la sensación que aquel modo de describir el
acontecimiento encerraba en sí mismo una interesante peculiaridad.
Pero lo archivó en su memoria sin comentar nada al respecto.
—¿Y ninguno de ellos vio nada? ¿No vieron a
nadie alejarse de allí?
Ramos y Muriel negaron con la cabeza a la
vez. El subinspector fue el primero en contestar
—Hemos insistido mucho durante el
interrogatorio. A uno de ellos le pareció ver algo a lo lejos. Pero
ni siquiera está seguro de que no fuese una sombra.
—A partir de las nueve y media de la noche,
en invierno, esa zona del paseo está muy solitaria —dijo Ramos,
recobrado del todo de su enfado—. Puede que transcurriera un par de
minutos desde el instante del crimen hasta que vieron el
cuerpo.
—La zona donde fue atacada está justo en una
curva amplia —añadió el subinspector—. La referencia del piso se
pierde por ambos lados y el muro obstaculiza bastante la visión de
peatones o ciclistas, a partir de cincuenta o sesenta metros. La
falta de luz difumina los contornos.
Se hizo una pausa larga. A Bernal se le
habían acabado las preguntas. Por curioso que le resultase, durante
el paso de los minutos las reticencias iniciales de los
investigadores (particularmente de Fernando Muriel) parecían
haberse vencido por obra de un competitivo afán común de búsqueda,
que los liberaba de cualquier atadura previa. Una cosa así ocurría
de vez en vez, pero Bernal había aprendido a detectar la aparición
de esa magia especial que unía a los policías y revitalizaba de
pronto la investigación de los casos. Era como si el puro instinto
de cada uno de ellos hubiese actuado como una pócima milagrosa,
capaz de borrar todo rastro de egoísmo. No había frenos entonces.
Bernal sabía que tal hecho era producto de un instante concreto y
que, más tarde, se esfumaría.
—Éste es un crimen muy poco usual, si no me
equivoco —dijo pensativo el ex inspector.
—No te equivocas —admitió Ramos—. Y...
—Más allá de lo que se haya hecho publico...
¿cuál es vuestra opinión?
—Ahora mismo no descartamos nada.
—Ya. Pero yo te pedía una opinión sincera,
no un comunicado a la prensa.
Ramos esbozó una sonrisa comprensiva. Cuando
hacía algo así, el dibujo en cubeta de su boca se le quedaba
grabado en la cara más de veinte segundos.
—Barajamos que pueda tratarse de una
ejecución.
Muriel miró a su jefe con el rabillo del
ojo. Ésa era una hipótesis de segundo orden. Significaba eso que
estaba dispuesto a proteger de intromisiones la
investigación.
Así que Gabriel iba a mostrarse menos
complaciente de lo que había supuesto. Fernando Muriel se sintió
aliviado.
—¿Una... ejecución?—balbució Bernal, sin
reponerse de la sorpresa que le había causado lo que acababa de
oír.
Por un instante pareció que iba a decir algo
más. Sus anfitriones tuvieron esa misma sensación y permanecieron
callados unos segundos. Pero Bernal se sumió en un estado
catatónico que se prolongaba más allá de lo razonable.
—Un crimen por encargo —especificó al fin
Muriel, haciendo reaccionar a Bernal—. Tenemos constancia de que
algunos sicarios han usado a veces un hacha o una catana.
—Parece que éste ha disfrutado.
La sugerencia de Bernal no dejó indiferente
a Muriel, que se apresuró a matizar:
—Algunos son auténticos psicópatas, que
consiguen que les paguen por hacer lo que les gusta.
Bernal asintió después de suspirar.
—Centraremos la investigación en el entorno
—dijo Ramos—. Tenemos que entrar a fondo en su círculo de
amistades; saber con quién iba. La empresa en la que trabajaba, sus
compañeros. Todas las posibilidades en ese terreno están abiertas.
Ya hemos interrogado al hombre con el que convivía. Aunque no hemos
descartado por completo que esté implicado, no es sospechoso. A la
hora del crimen regresaba del Puerto de Santamaría. Fue de pesca
con unos amigos.
Podían leérselo en los ojos: a Bernal le
había molestado profundamente la insinuación de que «su» Lita
pudiese estar metida en una red de delincuencia. Una parte de él
rechazaba la idea, pero había otra parte, más emocionalmente neutra
y metódica, que tenía que admitirla por mucho que le doliese.
—Llevé un caso parecido en Sevilla. Y luego
resultó ser un crimen pasional —dijo con la débil esperanza de
rescatar la reputación de Lita de ese fango de dudas.
Ramos negó un par de veces con la
cabeza.
—Los crímenes pasionales son audaces en
muchas ocasiones. Pero la planificación suele ser muy deficiente.
La improvisación deja muchas pistas y los errores nos conducen
rápidamente al culpable... Además..., es bastante raro que en un
crimen pasional se inflija una única herida. El criminal suele
descargar sobre su víctima mucha de su rabia acumulada. No. Esto es
diferente.
—¿Qué quieres decir con que es
diferente?
—Tú mismo lo mencionaste antes. Que parece
obra de un profesional. O de alguien muy inteligente y
cuidadoso.
Bernal captó a la primera la intencionalidad
del comentario.
—Organizado —dijo.
—Exacto... Verás —Ramos miró a Fernando
Muriel con ojos titubeantes que pestañearon un par de veces, como
si ya hubiese perdido del todo la confianza en estar haciendo lo
correcto en cuanto a compartir tanta información con el recién
llegado. Sin embargo, alguno de los argumentos a favor que sopesaba
en ese instante de duda debió de pesar lo suyo, porque continuó
diciendo casi de corrido—: Este crimen se parece bastante al de dos
mujeres que murieron en 2004 y 2006, una en Benalmádena y otra aquí
mismo, en la ciudad. Mujeres jóvenes, de entre veinticinco y
treinta años, de aspecto físico parecido. Atacadas de una forma muy
similar a Natalia. Demasiadas casualidades, quizá. Ambos casos
siguen abiertos. Sin pistas ni sospechosos.
—Creemos que ambos crímenes son obra de un
asesino en serie —explicitó Muriel—. Un psicópata que actúa en la
costa porque probablemente es de por aquí. Aunque... —miró
dubitativo al jefe— todavía no es una tesis oficial.
Bernal se quedó pensando unos segundos.
Procesando la información que acababan de revelarle.
—¿Y qué pensáis vosotros?
Ramos volvió a rascarse la coronilla.
—Es difícil decirlo. El caso de Benalmádena
se llevó por la comisaría de Torremolinos, pero estamos al tanto de
los pormenores de la investigación. Lo suficiente para saber que
hay diferencias, no sólo entre aquellos crímenes, sino también con
éste. Sabemos que en los tres casos el asesino es diestro. Y que
las sorprende por la espalda. Pero hay un hecho diferencial
importante y es que la primera mujer fue acechada y atacada en el
portal de su casa. La segunda, en cambio, lo fue en una
urbanización de las afueras, en mitad de una de las calles
interiores... Supongamos que este sujeto es también el responsable
de la muerte de Natalia. Parece... es decir, si es así, es como si
con Natalia hubiese perdido toda la cautela que demostró en los
anteriores crímenes. ¿Qué hacía arriesgándose tanto?... En fin...
Además, no sabemos si el arma es la misma pese a que los cortes son
muy similares. Es una cuestión que genera muchas dudas.
De todo cuanto acababa de oír, Bernal
extrajo una conclusión propia de viejo policía.
—Tampoco se halló el arma —dijo.
Ramos negó con la cabeza.
—Son crímenes extraños —continuó Muriel—. No
siguen el patrón propio de los psicópatas sexuales. El que lo ha
hecho busca sorprender para matar con una única herida. No hay
ensañamiento. No toca para nada el cadáver, ni se lleva ningún
objeto de las víctimas, que nosotros sepamos. No hay interés sexual
por ellas.
—Entonces eso también los relaciona. Aparte
de las similitudes entre las víctimas —dijo Bernal.
Ramos le miró con viveza.
—Exacto. Exacto —repitió.
Muriel intervino:
—Pero carecemos de evidencias concretas y
definitivas para decir que son obra de la misma persona.
—Lo que parece un nexo, podría ser fruto de
la casualidad, ¿no es eso? —aventuró Bernal.
—Es una posibilidad, sin duda... Lo que más
nos confunde son dos aspectos: las heridas (no del todo similares)
y que en uno de los casos tuvo que acechar por fuerza a su víctima.
El otro tiene toda la pinta de un fatal encuentro casual.
Un tono de impaciencia comenzaba a
evidenciarse en las palabras y los gestos de Ramos. Bernal lo
detectó y se dijo que era hora de dar por terminada la entrevista,
antes de que la impaciencia fuese sustituida por hostilidad. Era
esencial que aquel encuentro terminase de un modo amistoso.
—Os agradezco mucho vuestro tiempo —dijo al
levantarse de la silla.
Ramos le ofreció proporcionarle su número de
móvil.
—Gracias —dijo Bernal, y lo guardó en la
agenda del suyo.
Muriel salió con ellos pero tomó la
dirección contraria, después de despedirse con un apretón de manos.
Bernal se dio cuenta de que estaba deseando marcharse quizá para
completar algo que se había dejado a medias.
—No esperes resultados demasiado pronto
—aconsejó el inspector mientras bajaban por las escaleras—. Estamos
trabajando en otros casos.
Bernal asintió con la cabeza.
—Es lo que decimos siempre los de Homicidios —dijo con su sonrisa más
amable.
Gabriel Ramos no dio la impresión de estar
ofendido.
—En este caso es verdad. Pero lo de Natalia
tiene prioridad absoluta.
—¿Dejando a un lado la media de los
intervalos? —murmuró pensativamente Bernal.
—¿Cómo dices?
—Ya sabes... Tener en cuenta el promedio de
tiempo que transcurre entre un crimen y el siguiente. Así calculas
con cuánto tiempo cuentas para cogerle antes de que vuelva a
matar.
—Te garantizo que eso no va a ralentizar la
investigación.
—Gracias —susurró Bernal
—Ya sabes cómo va esto —dijo Ramos—. Hay que
entrevistar a mucha gente... Es un trabajo de chinos. Cuando haya
algún avance, le diré a Dora que me llames. ¿Estarás en contacto
con ella?
—Claro —dijo Bernal tendiéndole miedoso la
mano. Ramos volvió a triturársela sin piedad. —La llamaré... a
menudo —balbució condolido—. Además... ella sabrá cómo...
localizarme si hay alguna novedad.
Se había levantado un viento molesto y frío,
que desplazaba caprichosamente balanceantes envoltorios de
chucherías y otras materias vegetales muertas.
Bernal se apresuró a subirse el cuello del
chaquetón recién estrenado. Se metió las manos en los bolsillos
laterales e hizo instintivamente ejercicios de estiramiento con la
aún dolorida. Luego partió caminando hacia el centro, en busca de
un buen restaurante.
En la primera esquina donde se encontró a
resguardo del viento encendió un camel.
17
No había tiempo que perder ¿Cómo era posible
que nadie hubiese tenido la idea de mandar los perros a la playa?
Fernando Muriel llevó a toda prisa su espigada estructura hacia la
cuarta mesa del fondo de la gran oficina. «Qué bien que la
conservación de las playas sean competencia municipal», murmuró
mentalmente mientras llegaba a su destino. Buscó en el ordenador el
archivo que contenía el material de investigación del caso, lo
repasó rápidamente e hizo una llamada con el móvil. Tenía que
volver a hablar con Ramos, antes de que se diese a la fuga en
dirección a uno de los bares que había frente a Barbarela para
completar el cupo de Heineken diarias, dejándose el móvil
convenientemente olvidado en la comisaría. Se sentía excitado por
la idea que acababa de ocurrírsele. Gabriel Ramos se dio por
enterado de lo que pretendía hacer sin mostrar ninguna clase de
entusiasmo, pero tampoco dijo nada que le hiciese suponer que
estaba dispuesto a boicotear su iniciativa. Para empezar, le
autorizó a poner la playa bajo vigilancia inmediatamente. Bastaría
con un agente, hasta que llegara el equipo. El jefe era todo menos
un tipo autoritario; es más, primordialmente era un mero
coordinador de equipos, por pura vocación. Le gustaba dar cancha a
su gente para que pensaran por sí mismos. La única condición que
ponía era estar informado de sus pasos. Ramos le sugirió que usase
un detector de metales. En menos de veinticuatro horas podría
encontrar a alguien en la Universidad o entre el registro oficial
de equipos de particulares, dispuesto a hacer el trabajo. Era gente
que colaboraba encantada en cualquier tarea de búsqueda, más si era
para la policía. Estratégicamente, era muy conveniente para los
buscadores de tesoros hacer favores a los cuerpos de seguridad del
estado. Lo meditó unos instantes. No era una mala idea, pero
contaba con dos inconvenientes: tener que posponer un día como
mínimo la operación, y que la enorme cantidad de basura metálica
enterrada (chapas de bebidas, fundamentalmente) ralentizase tanto
el rastreo que tuviese que cerrar una amplia zona de la playa y
montar un dispositivo de vigilancia con varios agentes para que
nadie alterase el proceso. Nada más terminar de hablar con Ramos,
agarró el teléfono de sobremesa marcando a continuación su número
de contacto en el ayuntamiento, que conocía de memoria. Había
mirado su reloj para establecer el siguiente cálculo: el tiempo que
se tardaría en reunir una cuadrilla de cuatro o cinco operarios, y
hacer que los mandaran al paseo marítimo, restado de las horas de
luz natural que le quedaba al día. En seguida supo que habría
tiempo suficiente para llevar a cabo lo que había pensado, antes de
que oscureciese. No se marcarían los metros mediante pasos.
Llevarían una cinta de carrete para delimitar el área. Nada de
chapuzas. Dio aviso por radio a una pareja de motoristas. Dirían a
la cuadrilla la tarea exacta a realizar y se encargarían de vigilar
el desarrollo de la operación, en cuanto se pusiesen manos a la
obra. Si encontraban lo que debían buscar, los motoristas le
avisarían inmediatamente.
Las órdenes eran claras: los operarios
debían rastrillar un tramo de cien metros de playa, cuyo punto
intermedio se calculase trazando una línea perpendicular desde el
lugar exacto del crimen hasta la orilla: cincuenta metros a un lado
y otro de esa línea imaginaria. El rastrillado no debía ser
superficial; se les insistiría a todos que ahondasen unos veinte
centímetros.
A eso de las tres y cuarto, los cinco
operarios municipales comenzaron a tirar de los rastrillos en el
extremo oeste del segmento, alineados en formación. Se trataba de
«barrer», «tira a tira», toda la arena del segmento, siguiendo el
plan de trabajo dictado a los motoristas por el subinspector
Muriel. Y el plan era que la primera «tira» de playa a remover,
sería la superior, esto es, la más cercana al muro, continuando con
la inmediatamente inferior y así sucesivamente hasta llegar a la
orilla.
¡Cómo no se le había ocurrido antes!
Fernando Muriel estaba cabreado consigo mismo por no haber sido
capaz de «ver» desde el principio aquella posibilidad. ¡Nada más
fácil que enterrar un objeto en la arena sin que se note! Y además
de fácil, rápido. Cuestión de dos o tres segundos, incluso para
conseguir que el objeto quede a una profundidad razonable. En
ningún otro lugar puede hacerse nada parecido sin exponerse al
riesgo de que lo descubran inmediatamente. ¡En ningún otro lugar
salvo en la arena! Tenía que agradecérselo en parte al tal Bernal,
que había puesto en alerta todas sus neuronas. Si no hubiesen
analizado juntos los pormenores y, sobre todo, si Bernal no hubiese
insistido en la vía de escape del asesino, quizá nunca lo hubiese
pensado. Sentía rabia, sin embargo, porque habían pasado cinco
días. A nadie se le había ocurrido poner la playa bajo vigilancia.
Y el asesino podía haber recuperado el arma.
El televisor había sido dejado encendido por
la misma absurda inercia que lleva al ciudadano moderno a coger el
coche siempre que sale de casa. Sólo que ahora estaba sin voz, o
mejor dicho, con el volumen tan bajo que era poco más que un
zumbido, fagocitado por el ruido del tráfico que llegaba de la
calle.
A las cinco de la tarde la luz menguaba
vertiginosamente y el celeste del cielo, donde no le cubría el
sudario de las nubes, se volvía de un tono mate, gélido. Muriel
seguía sin noticias de la operación en la playa. Miró al atardecer
del cielo a través del ventanal del pequeño comedor. Pensó que
estaba estúpidamente sentado allí, en el estar de su pisito de
Armengual de la Mota, sin concentrarse en nada que no fuese la
pantalla de su móvil, que esperaba ver brillar en cualquier
instante.
Carolina rezaba una «oración» en el
dormitorio. Era una letanía hecha de palabrotas sobre algo que era
incapaz de encontrar. Muriel no sabía si se trataba de un papel u
otro objeto, pero sí sabía muy bien que era preferible no
preguntarle. Que le preguntasen en plena expedición de búsqueda de
cosas perdidas era lo que más irritaba a Carolina.
Fernando Muriel tomó una decisión. Se
desplazaría inmediatamente al paseo marítimo. Con suerte llegaría
en diez minutos, y todavía habría luz suficiente para supervisar lo
hecho. El problema era decírselo a Carolina. Hubiese preferido no
hablarle en esos momentos. A Carolina no le gustaba nada escuchar
que debía marcharse, aunque eso no significase que si finalmente se
quedaba, doblegándose frente a sus reproches, ella fuese a
dedicarle una atención determinada. Sencillamente prefería tenerlo
en casa, como una estatua de sal.
—Tengo que irme, Caro —avisó Muriel elevando
la voz.
Carolina salió como una centella del
dormitorio. Fernando Muriel, que ya estaba en pie, poniéndose la
cazadora, supo al ver la expresión de su cara que no tenía uno de
sus mejores días.
—¿Cómo que tienes que irte?—dijo furiosa—.
¿Y la compra?
—Antes de las ocho estaré de vuelta.
Seguro.
El llanto entrecortado de Ale brotó del
fondo del pasillo. Carolina giró la cabeza sin moverse. Por lo
general, el sueño del niño volvía enseguida a la normalidad.
—Antes de las ocho... —farfulló Carolina—.
Siempre pasa lo mismo, Fernando. ¿En qué mundo vives? ¡No te das
cuenta de que pasado mañana es Nochebuena!
Fernando Muriel se preguntó por qué a
Carolina no le servía el supermercado de El Corte Inglés, que
estaba a dos pasos. Una pregunta que sólo ella podía responder. Sin
embargo, sí que había aprendido algo de su esposa en los casi dos
años de convivencia: Carolina Granados era una gran escaladora a la que aburría mortalmente
transitar terreno llano.
—Ya sé que está todo abarrotado de gente —se
disculpó Muriel.
—¿Es que no te das cuenta de que a esas
horas es imposible moverse?... Y eso si llegas... —dijo Carolina
cada vez más furiosa, como si recordase en ese instante la
infinidad de veces que la había dejado colgada.
Claro que, según la opinión de su marido,
eran muchas menos, tan pocas que la mitad de los dedos de su mano
derecha le habrían bastado para contarlas
Fernando Muriel comenzó a impacientarse. La
noche se le echaba encima.
—Mira, no tengo tiempo para discutir. No me
puedo entretener. En hora y media estoy de vuelta.
Carolina se dio la vuelta. De regreso al
dormitorio principal, masculló:
—Haz lo que te salga de los huevos.
—Qué fina eres, Caro.
—El coño de tu hermana.
Fernando Muriel no se ofendió, dado que era
hijo único.
Ella era tanto más guapa cuanto más enfadada
estaba. Los labios desafiantes de Carolina eran como cerezas
maduras y cuando sus ojos echaban chispas, se llenaban de un
boscoso brillo de fruta recién llovida.
Pensó al salir del piso en la primera
palabra que diría cuando regresase. Ojalá que Carolina no hubiese
cambiado de opinión sobre la compra en el supermercado. Sería una
señal funesta con vistas a ese instante en que Ale se entregaba a
su largo sueño «ininterrumpido» de dos horas. Últimamente había
mejorado mucho en ese aspecto. Claro que una renuncia de Carolina a
sus planes de ir de compras, afectaría irreconciliablemente a su
humor nocturno.
Sí, de una primera palabra bien elegida
dependía que cabalgasen juntos aquella noche.
18
El taxi no podía parar en pleno paseo
marítimo ni siquiera para que se apease un policía. Muriel había
invitado al taxista a ir por la avenida de Pintor Sorolla. Pararía
en Bellavista. Allí hay un paso de cebra y un semáforo por el que,
con suerte, cruzaría inmediatamente.
Le dolía la pierna del accidente. Comenzó a
notarlo en el interior del taxi: era el dolor profundo que parecía
salir de debajo de la placa; el de las otras veces; el que predecía
la lluvia en un plazo de cuarenta y ocho horas como máximo. Nunca
le había fallado desde la operación.
Empezaba a estar oscuro de verdad. Menos mal
que vivía en una calle donde pasan taxis sin cesar. «Lo habrán
dejado ya»—se dijo Fernando Muriel, mientras se apostaba en el
semáforo—. «No se puede seguir con esta luz».
Corrió hacia el lugar y desde la distancia
vio a los operarios con sus monos de trabajo haciendo corro con los
motoristas. Parecían mirar algo a sus pies. En la playa había una
claridad fantasmagórica, como si una sucesión de antorchas blancas
brotasen del espumoso filo del mar.
Desde el mismo muro, Fernando Muriel llamó
la atención del motorista cuyo nombre conocía.
—¡Ortega!—gritó.
Uno de los motoristas giró la cabeza. Al ver
que un hombre espigado se acercaba a paso ligero, fue a su
encuentro. Ortega no conocía en persona a Muriel. Al menos no
relacionaba su nombre con el joven que le había llamado y al que
creía haber visto en alguna ocasión anteriormente.
Se encontraron en el acceso a la playa que
había justo al lado del merendero, en la plataforma de cemento. El
subinspector se presentó:
—Soy Fernando Muriel. Soy yo quien os ha
llamado.
Ortega asintió con la cabeza. Luego hizo un
gesto para que le acompañase.
—¿Habéis encontrado algo?
—Sí, hemos desenterrado un cuchillo —explicó
mientras caminaban en dirección al grupo. Muriel aceleró el paso al
escuchar la noticia; la arena le entró en los zapatos. —Hace diez
minutos, o así.
—¿Y por qué no me habéis avisado?
—Cómo que no. Le he llamado al móvil pero no
lo ha cogido.
La arena le daba dentera. Muriel se dijo que
no era momento de preocuparse por eso. Comprobó su móvil.
Efectivamente tenía una llamada perdida. Con el fragor del tráfico
se le había pasado por alto.
El corro se abrió y las miradas de aquellos
hombres se clavaron en él, en su cuerpo. La sensación de que
estaban calculando su tamaño, como si de una serpiente se tratase,
se repitió. Ocurría constantemente.
—Que se alejen —dijo Fernando Muriel.
Los empleados municipales retrocedieron unos
pasos sin que tuviesen que intervenir los policías.
Una violenta exaltación, debida al
descubrimiento, se había apoderado de Muriel. Pero era una alegría
avergonzada, como la sórdida felicidad que produce contemplar la
derrota del rival cuando has quedado excluido de la lucha por la
victoria.
Porque aunque todavía no lo había examinado,
estaba seguro de haber dado con el arma usada en el asesinato de
Natalia Blanes, y de que el hallazgo refrendaba exactamente lo que
había predicho.
Al acuclillarse sintió un escalofrío. No era
como se lo había imaginado: era aún peor. ¿Podía ser aquella la
«espada» que había visto el crío? Se había hecho de noche y apenas
se veía nada pero el acero del cuchillo de carnicero destacaba en
la arena gris. Una pieza de un tamaño sorprendente, destinada
seguramente a uso profesional. Fernando Muriel se lo imaginó
empuñado por el asesino de Natalia. Se lo imaginó blandiéndolo
mientras el coche trazaba la curva. El niño mirando a través de la
ventanilla. Trató de verlo con los ojos de un niño. «Para un niño
de esa edad sería una espada», concluyó después de meditarlo un
poco. A una parte del borde y de la hoja propiamente dicha se
adhería una costra negra con arena masificada, que cualquier
persona cabal —no era necesario que fuese un investigador avezado—
hubiese identificado como restos de sangre.
Sacó un guante de látex del bolsillo
interior izquierdo de la cazadora junto con una bolsa de pruebas de
buen tamaño. Los operarios murmuraban entre sí, mientras procedía a
guardar el cuchillo en la bolsa. El desalmado que había tenido la
ocurrencia de matar con un arma así ¿qué era sino un hijo de puta
de la peor especie? Quería ser distinto al resto, dejar su propia
impronta. Había que ser muy retorcido para... ¡Joder! ¡Era para
segar la arteria!... En las decapitaciones, la sangre surge como de
un surtidor. Ése era el estímulo supremo, no la muerte. Sí... el
peso y la delgadez de la hoja... Un hacha no le hubiera servido
para asestar ese golpe. Un hacha era demasiado gruesa; su poder de
penetración en la carne era inferior.
El subinspector sintió un pequeño
estremecimiento. No lograba estructurar el boceto psíquico del
vampiro. ¿Quién era, qué clase de vida llevaba? De repente, bajo el
atento escrutinio de aquellos testigos circunstanciales, tuvo una
inspiración. Debía tratar de imaginarse cuáles eran los más
aterradores anhelos de la mente del asesino. Quizá eso le indicase
una ruta concreta.
Sospechaba que debían esforzarse en saber
más de él que de Natalia, para poder cogerle.
Muriel se entretuvo en sopesar el arma.
Calculaba que pesaba casi un kilogramo. Aunque esa clase de arma no
se la había imaginado antes entre las candidatas, ahora que la veía
se explicaba su utilidad para un asesino que huía del contacto
directo con sus víctimas, que se comportaba, salvando las
distancias, como un francotirador. Con cierta práctica, se
manejaría con la precisión de un machete.
—¿Quién de ustedes lo ha sacado?—preguntó
Muriel recorriendo el grupo con la mirada.
El que contestó «yo», rondaba los cuarenta.
Al fijarse en él, Muriel pensó de inmediato en su jefe. Gabriel
Ramos hubiese dicho de él nada más verlo que parecía un
«administrativo divorciado», algo que en su tipología particular,
doctamente impartida en el largo aprendizaje al que sometía a los
novatos, correspondía a un hombre menos alto que la media, calvo y
barrigón, y, por supuesto, miope de gafas «culo de vaso». «¿Por qué
divorciado?», le preguntaban candorosamente éstos. «Pues porque su
mujer le pide el divorcio después de verlo dos días seguidos recién
levantado». «O es que crees que va a aguantar un mes viéndole esa
cara». Si alguno era lo suficientemente incauto para preguntarle
que por qué «administrativo», o, aún peor, que cómo se casaban
siempre tipos tan feos, Ramos sencillamente se las arreglaba para
sacarlo de la unidad, a menos, claro, que fuese una hembra «mona de
cara», a las que galantemente concedía una segunda oportunidad. Y,
a veces, hasta una tercera.
Fernando Muriel le hizo una pregunta de
valor esencial:
—¿Estaba muy hondo o casi en la
superficie?
El operario buscó en las alturas el rostro
de Muriel pero estaba demasiado oscuro.
—Jondo, jondo —dijo con aparente
convencimiento, aunque un segundo después pareció dudar al añadir—:
Yo creo que jondo.
Muriel giró la cabeza y dirigió la vista al
muro, en donde algunos curiosos se habían congregado ya. Las motos
y los uniformes habían captado su atención. Las luces del paseo
habían sido encendidas, y ahora, por contraste, la playa estaba
realmente a oscuras. A ojo, el subinspector calculó que estaban
situados a unos ocho metros al este de la línea imaginaria, y a una
distancia de quince del muro, y, por consiguiente, en una de las
«tiras superiores». ¿Qué le decía aquello? Había varias
conclusiones esperando que las ordenase pronto en su cabeza.
—¿En qué quedamos?
Aquella desmesurada y siniestra herramienta
hubiese podido cortar también el silencio que vino después.
—A un palmo, por lo menos —dijo el calvo
barrigón, y colocó su mano en vertical.
—Bueno... Vale.
Fernando Muriel les agradeció el trabajo que
habían hecho y fue hasta el escalón de salida al paseo. Tenía que
hacer varias cosas y hacerlas por orden: llevar el cuchillo al
laboratorio, llamar a Gabriel y pensar en lo que significaba el
hallazgo, formular las deducciones correctas. No esperaría a saber
el resultado de los análisis para ponerse a meditar sobre las
intenciones del monstruo. Tenía que averiguar por qué enterró el
cuchillo.
Sí, sobre todo era esencial pensar.
Antes de llegar a la zona iluminada, se
quitó la cazadora y ocultó la bolsa de pruebas en ella. Los
curiosos no debían ver qué era lo que llevaba en la mano.
19
Dum, dum, dum...
Parecía como si estuviesen percutiendo un
tambor dentro de su pecho. Dum, dum, dum...
La adrenalina, pensó. Era ésa la causa de su
estado. Todo el mundo hablaba de ella, la hacía responsable de los
estados de agitación como el suyo, aunque desconociesen del todo
cuál era su papel. Se había convertido en una eficaz muletilla en
la jerga de la calle.
El subinspector Muriel salió del laboratorio
comprobando la hora en su reloj de muñeca. Eran las diecinueve y
veintiocho. Sí, había mucha adrenalina en circulación, quizá
demasiada para pensar con lógica. Tenía tiempo aún si lo dejaba
todo arreglado. No se habían encontrado huellas ni en el mango ni
en la hoja, pero un análisis preliminar confirmaba que la sangre
del cuchillo y la de Natalia Blanes eran del mismo grupo. Para
saber si era realmente su sangre, habría que esperar al análisis
genético.
Llamó al jefe.
Gabriel Ramos se había mostrado sorprendido
por la aparición del arma, aunque se esforzaba evidentemente en
disimularlo. Debía de costarle reconocer que, en el punto en el que
principalmente habían discrepado, el equivocado era él.
¿O no había deducido todavía que el
resultado era ése? Muriel no estaba del todo seguro.
—¿Qué coño dices?—aulló Ramos—. No. ¡No
puedo reunir al equipo a las diez de la noche en vísperas de
Nochebuena!— ¿Estás de coña?
Fernando Muriel apartó el móvil de su oreja
y redujo el volumen del auricular.
—Veámonos tú y yo...
—No.
—Podemos discutirlo entre ambos.
Ramos era inflexible en cuestiones de
discusión de casos y trabajo en equipo. Tenía que avisarse a todos
los miembros. Aunque ese requisito lo retrasase todo.
—No, Fernando. Mañana a las nueve. Los
llamaré ahora para que sean puntuales.
Muriel detestaba la dictadura del equipo. Se daba cuenta de que las
puestas en común hacían aflorar las antipatías y de que éstas
absorbían demasiada energía positiva, consumían demasiada
inteligencia. Un gran número de veces las
rivalidades resultaban destructivas. Raramente servían para
estimularles las neuronas, como defendía Ramos. Por lo general, la
«cronología de los hechos» era la siguiente: Goyo permanecía en
segundo plano hasta que Maribel formulaba su análisis del caso, y,
a menos que coincidiese con el del jefe, hacía lo imposible por
desmontárselo. Su habilidad para hacerle perder los estribos se
convertía en motivo de diversión para el resto.
Cualquiera puede hacer cábalas sobre lo que
sucedía a partir de entonces, pero, en esencia, la reunión concluía
allí. Y algunos, en particular, se dedicaban a hacer apuestas.
Lauri solía apostar con Lucía su desayuno; normalmente sobre el
tiempo que tardaría Maribel en mandar a tomar por culo a
Goyo.
Lo más increíble era que los burdos manejos
de Goyo tuviesen en Ramos a su mejor aliado, dado que éste creía a
pies juntillas que su obligación como jefe era mostrarse neutral en
las disputas. Maribel, claro está, acababa desquiciada. Ése era el
único interés que solía rendir la rígida postura de Ramos.
Pero Goyo no la menospreciaba en su
totalidad; el trasero de Maribel le
atraía como el color rojo atrae al toro de lidia. Según su
criterio, una mujer que tuviese un buen culo no podía ser lista;
decía que la fuerza se iba a un sitio o a otro, pero era incapaz de
subsistir en los dos al mismo tiempo.
Sin embargo, los problemas del Grupo no se
circunscribían a ese antagonismo. Muriel también sentía que Maribel
le detestaba. Cuando se tratase lo del arma, ella haría lo posible
por minimizar su importancia.
De suceder tal cosa, Goyo le echaría un
cable.
Ése, y no otro, era el cálculo apriorístico
que Fernando Muriel había formulado ya en su cabeza sobre la
reunión del día siguiente.
Lo que no conseguía entender era que Ramos
no lo viese de la misma manera.
Carolina se había tomado su tiempo antes de
bajar para encontrarse a pie de calle con su marido. La distancia
desde comisaría no era problema, sino el tráfico, muy trabado a
esas horas de la tarde. Su marido insistía siempre en que estuviese
abajo cuando él llegase porque no había manera de aparcar en doble
fila en la calle Armengual de la Mota, ni siquiera durante unos
pocos segundos.
Muriel tenía la sensación de estar
contemplando una ciudad casi irreal bajo el alumbrado navideño. El
techo de las calles y avenidas del centro de la ciudad supuraba luz
amarilla y la partitura abstracta de los cláxones y los villancicos
tenía algo de la impiedad del hacendado rico que ignora la pobreza
de su alrededor.
El subinspector se vio obligado a dar una
vuelta a la manzana para volver sobre sus pasos. Estaba
acostumbrado. El Smart era un buen aliado para moverse con destreza
entremedias del tráfico atestado, aunque la gente que lo veía subir
y bajar del coche quedase a veces boquiabierta, sin explicarse tal
vez que una pieza de su tamaño cupiese dentro de semejante espacio,
aunque fuese plegada.
Por fin, Carolina estaba en el borde de la
acera oteando las luces de los vehículos que venían de la calle
Mármoles. El pelo, atrapado entre el cuello subido de la cazadora,
se le ahuecaba por los lados. Y esas cejas negras pobladas que
cercaban sus ojos felinos, resaltaban entre la jauría de destellos
multicolores como adornos de azabache... Fernando Muriel sintió un
profundo orgullo al contemplarla con aquel aire confiado y sereno
de las diosas inmortalizadas en mármol, y una vez más fue incapaz
de concebir los motivos que habían llevado a aquella criatura
hermosa, temperamental e inteligente a partes iguales, a sentirse
atraída y decidir unirse más tarde a la desproporción personificada
en su cuerpo. Su asombro venía a ser en cierto modo similar al que
experimentaba frente al reciente éxito de los minúsculos mesones y
bares de tapas que atestaban el centro histórico de la ciudad, y en
donde la clientela, a menudo selecta y adinerada, peleaba con uñas
y dientes los viernes y sábados noche por colonizar unos exiguos
metros cuadrados sin mesas ni taburetes, para sostener luego con
sus manos las raciones y las bebidas como si fuesen los camareros
que el establecimiento se ahorraba. Él debía de ocultar en alguna
parte de sí mismo, como esos mesones para su amplia clientela, un
incomprensible atractivo para Caro que ojalá que nunca se
extinguiese.
La suerte había comenzado a sonreírle una
tarde calurosa de junio de 2002, en la terraza de La Fuente de
Reding, una cafetería muy de moda entonces, en la que, de vuelta
del gimnasio, solía hacer un alto las tardes de verano para
disfrutar de un Häaggens-Dazs o de una cerveza helada; y más
raramente (sólo cuando su organismo clamaba en silencio por una
urgente y generosa reposición de azúcares refinados) de una
voluminosa pieza de repostería casera que llamaban «La pesadilla
del cura».
La iniciativa partió de Carolina. Según
ella, todo había sido fruto de una confusión. Supuso que el
periódico que había en su mesa era para uso de los clientes.
Inmediatamente ambos cayeron en la cuenta de que se habían conocido
unos quince o veinte días atrás en la Delegación de Hacienda. En
realidad, la coincidencia quizá no era tal. Fernando Muriel
bromeaba de cuando en cuando sobre ciertas sospechas que siempre
albergó desde entonces. Lo del periódico le parecía una de las
típicas excusas para que una mujer interesada en un hombre vistiese
con el disfraz de la casualidad un encuentro deliberado. ¿Se habría
propuesto resarcirle del encontronazo?
Carolina era una abogada con un contrato de
prácticas, cuyo cometido consistía en confeccionar las
declaraciones de la renta para los ciudadanos que lo desearan.
Fernando Muriel había utilizado el programa PADRE en ejercicios
anteriores. Pero ahora era diferente. Con una modesta cartera de
acciones y fondos de inversión heredados de un hermano de su madre
en el 2001, había optado por buscar asesoramiento, al no entender
cómo se aplicaban las correspondientes plusvalías. Carolina estaba
enfadada aquel día. Más que enfadada, estaba hecha una furia. Y no
hizo ningún esfuerzo por ocultarlo. Muriel guardaba un recuerdo muy
especial y contradictorio de aquellos diez minutos que estuvieron
frente a frente. Se le encogió el corazón, mientras los ojos
incandescentes de Carolina viajaban a los suyos —esquivos de pura
timidez—, desde aquellos certificados bancarios que revisaba con
rabia. Una placentera aprensión se le hizo presente. Nunca antes se
había sentido de aquella manera en presencia de una desconocida. Si
Muriel creía que su sola estatura impresionaba a la gente, con
Carolina no surtió ningún efecto. De hecho, le lanzó con bastante
puntería unas cuantas puyas. Le hizo sentirse como cuando era un
niño y le regañaba la maestra. Muriel demostró buenos reflejos.
«Perdóneme, pero yo no tengo la culpa si está usted enfadada. Yo no
soy el motivo», llegó a replicarle —con miedo, eso sí, a
estropearlo del todo—, cuando ella le dijo por tercera vez y con
muy malos modos que «si no sabía qué documentación estaba obligado
a traer». Fueron las palabras más afortunadas que había pronunciado
en su vida, habida cuenta de sus milagrosos efectos: por lo visto,
hicieron mella en aquel volcán con forma de mujer. Carolina le
pidió disculpas y —lo mejor de todo— lo hizo sonriéndole de un modo
que no olvidaría nunca. El corazón le latió con tanta fuerza que
Carolina tuvo que oírlo, aunque ella siempre lo negó. La chica le
atraía muchísimo, así que no dejó pasar la ocasión. En adelante,
ella bromearía a menudo con el incidente, confesándole que siempre
le habían gustado los hombres altos, pero hasta aquel día había
creído que todos eran indolentes o idiotas. Nunca pensó que
«alguien así» pudiese callarle la boca, aunque reconoció que había
sido «injusta y grosera» con él. La intemperante cabezonería de su
predecesor en la cola, un hombrecillo de avanzada edad, que exigía
que le aplicasen una desgravación sobre unos recibos que no venían
avalados por la correspondiente certificación, había resultado
providencial.
Muriel salió aturdido de aquel encuentro.
Los ojos de la abogada permanecieron durante varias horas
atornillados en sus pensamientos. Era la primera vez que deseaba
volver a ver cabreado a alguien.
Carolina admitió finalmente casarse por lo
civil y a regañadientes, después de diez meses saliendo juntos.
Prefería una convivencia sin ataduras. Era paradójico que la
propuesta partiese de Muriel porque lo habían educado para imaginar
que la inclinación por las formalidades era un atributo femenino.
Pero el fracasado matrimonio de su hermana Paloma había dejado en
Carolina una marca indeleble. Es probable que antes de aquella
experiencia ni siquiera tuviese una opinión formada sobre el
matrimonio. Nunca hablaba de ello, pero no era Carolina el tipo de
mujer que proyecta ilusiones hacia el futuro. Ella era la mujer más
pragmática que Fernando Muriel había conocido. No había una escama
de romanticismo o ensoñación en la corteza de su magnífico cerebro.
Paloma, que era casi tan agraciada como Caro pero mucho más sosa,
dio con sus huesos con uno de esos encantadores de serpientes de
doble vida, a los que les salen gratis muchas de sus tropelías y
engaños al amenizarlos con una sonrisa de dientes blancos y
perfectos y una caída de ojos con las pestañas vueltas en tres
cuartos de círculo. No había transcurrido una semana del regreso
del viaje de bodas cuando Cristian reanudó sus escapadas a Puerto
Marina, pero esta vez sin Paloma. Aquellas noches trepidantes,
siempre aderezadas con un par de rayas, consumieron más o menos el
setenta por ciento de las recaudaciones de la céntrica tiendecita
de ropa interior femenina que regentaba Paloma, hasta que el suegro
de Cristian tuvo en sus manos el informe del detective que había
contratado, y que éste resumió en una frase lapidaria.
—Su yerno debe de tener el culo como un
bebedero de patos —sentenció en su dictamen, mientras se metía en
el bolsillo interior de la chaqueta los tres mil seiscientos euros
acordados.
Sin embargo, y por chocante que resulte, el
suegro de Muriel tuvo más dificultades de las esperadas para sacar
a Paloma de la inopia. No le quedó otro remedio que dar una
simbólica patada en el suelo, cancelando la póliza de crédito que
había contratado para el negocio, antes de que Cristian lo canjease
definitivamente por coca y orgasmos mercenarios. Así consiguió que
Paloma reaccionase.
—El hermafrodita de mi cuñado... —decía
siempre Carolina al referirse a Cristian.
Era una especie de juego, al que jugaban
ambos a menudo. Repetir algo que daban por sobrentendido. Fernando
Muriel reía con la definición y a renglón seguido le explicaba a
Carolina que pagar los servicios de un chapero un día y de una
prostituta caribeña al siguiente hacía de Cristian un bisexual, no
un hermafrodita.
—Qué más da, Fernando.
Muriel solía hacer entonces una
reverencia.
—Lo que tú digas, Caro.
Sin previo aviso, el cuchillo se convirtió
otra vez en la foto fija que dominaba su pensamiento. Accionó el
intermitente derecho, para detenerse y recoger a Carolina. Volvía a
ser subinspector de Homicidios, por un momento contra su voluntad.
Hubiese preferido seguir recreándose en los buenos recuerdos.
—¿Lo ves?... Te dije que no me
retrasaría.
Carolina ocupó su asiento en el coche sin
dirigir la mirada a su marido.
—Hoy es la excepción —dijo ella, mientras se
ponía el cinturón de seguridad.
Fernando Muriel inició la maniobra de
incorporarse a la vía.
—Estás guapísima.
A Carolina Granados le soliviantaban las
continuas loas que dedicaba Fernando a su supuesta belleza. Siempre
había visto graves desajustes en la imagen que devolvía el espejo.
Era el típico dilema al que se enfrentan las mujeres inteligentes.
En el fondo, lo que Carolina temía era que el atractivo ahogase el
resto de ella, lo que había debajo. Que aquella armonía superficial
obrase el efecto de una lujosa pero gruesa cáscara, tras la cual
pereciesen de olvido e indiferencia sus ideas y pensamientos, cuya
relevancia eran infinitamente mayores para Carolina que el propio
envoltorio.
—Deja de mirarme —le conminó—. Miras a todos
sitios menos donde tienes que mirar.
Muriel obedeció con una sonrisa y trató de
avanzar por entre el atasco, pero la rotonda de El Corte Inglés
estaba colapsada. Carolina resopló un par de veces, justo después
de mirar su reloj. Luego comenzó a echar sapos y culebras por la
boca. Si algo odiaba Caro eran los atascos causados por gente
estúpida que va en busca de la compra navideña.
Unos treinta y cinco minutos después, en
torno a las veinte y cuarenta, estaban en los pasillos interiores
del supermercado. Gracias a que el Smart podía aparcarse
perpendicular a la acera, donde sólo cabía una moto, pudo dejarlo
en la calle Navas de Tolosa, a sesenta metros de la entrada al
local. Durante el trayecto, los pómulos de Carolina se habían
encendido y apagado varias veces como si en ellos se reflejase el
destello rojo intenso de los semáforos que iban encontrándose. En
opinión de su marido se había puesto más guapa que nunca. Aquellas
dos chapetas le favorecían más que las turquesas con esmeraldas que
colgaban de sus pluscuamperfectas orejas.
Llenaron el carro con latas de bebidas
refrescantes, incluyendo ginger ale, una botella de Carlos V, dos
de Vodka Smirnoff —que austeramente consumido adoraba Fernando, en
combinación con naranja natural—, una caja de Freixenet «etiqueta
negra», salmón ahumado, ternera de Ávila, piña natural y varias
latas de conservas, incluyendo huevas de lumpo, paté a las finas
hierbas, troncos de palmito y mazorcas para ensaladas. El pan
tostado envasado para canapés lo eligió Carolina, segura de que si
se lo encargaba a su marido, una parte del contenido de la bolsa
estaría deshecho al llegar a casa, pues Fernando era en opinión de
Carolina especialmente descuidado en lo concerniente a la
integridad y consistencia del pan que compraban.
Volvieron a separarse con la idea de que
Fernando buscase en los refrigerados unas anchoas de buen
tamaño.
Carolina prestó entonces atención a la
foto.
20
La fotografía del cartel estaba en blanco y
negro, pero la cara le resultaba familiar a Carolina. Se parecía a
alguien que ella conocía. Tuvo un presentimiento. Había más de una
docena a lo largo de todo el local, colocadas sobre las columnas.
Al pie de ellas, rezaba:
DESAPARECIDO
«Falta de casa desde el diecinueve de
noviembre»
Se ruega a quien tenga noticias de su
paradero o lo haya visto, que llame al 9...
Había dos teléfonos: el nacional para
personas desaparecidas y un móvil, a todas luces, particular.
Carolina buscó a un empleado para
informarse. A la vuelta del pasillo, en la sección de bebidas
refrescantes, encontró a una joven de tez morena y pelo coloreado
con el uniforme de la firma, etiquetando y reponiendo, desde un
carro, en el estante. Los pasillos estaban atestados de gente y
carros a rebosar de productos comestibles.
—Perdone. ¿Está por aquí Javier González, el
encargado?
La empleada prosiguió reponiendo bebidas en
los estantes y masticando chicle. Pero miró de soslayo un instante
a Carolina y dijo:
—No está. ¿Para qué lo quiere?
—Sólo quería saludarlo.
—Está de baja... ¿no lo sabe?
Era de esa clase de preguntas cuya respuesta
va implícita en el tono.
—No.
—Su hijo ha desaparecido —dijo con cara de
circunstancias la empleada, indicando con un gesto el cartel más
próximo.
Carolina Granados conocía a Javier González
desde hacía nueve años. Una mañana de inicios de septiembre del año
noventa y ocho, la había sacado de una situación apuradísima en la
playa de La Cala del Moral. Un exceso de confianza había llevado a
Carolina a dejarse envolver por la resaca del oleaje de poniente,
que la arrastró mar adentro. Nada hubiera temido de no haber
llevado en brazos a su hermano pequeño, porque ella era muy buena
nadadora, pero con el niño agarrado a su cuello pronto supo que
sería incapaz de salir del agua sin ayuda. Javier fue el primero de
los bañistas en advertir el riesgo que corrían ambos. Sin dudarlo
un instante, se había lanzado a rescatarla. Llegaron exhaustos a la
orilla; a Javier le faltó poco para ahogarse, y, como cosa confusa,
Carolina guardaba la visión de una mujer joven de enormes y
angustiados ojos verdes, temblando como un flan, con un niño poco
mayor que Diego, asido fuertemente de la mano. Diego (al que en
casa llamaban Pampi) tiritaba lloroso y tosía con violencia a causa
del agua tragada. Tenía sólo cinco años y, desde entonces, no
volvió a adentrarse más allá de donde el agua le cubriese la
cintura. Carolina todavía recordaba el fenomenal susto que se
habían llevado sus padres, que fueron alertados por el alboroto
cuando el grupo de amigos de Javier se arremolinó en la orilla. Más
tarde, supo por mediación de uno de ellos que Javier casi no sabía
nadar y que le daban miedo las olas. Pero el grupo se había
esfumado antes de que pudiese darle siquiera las gracias. Meses
después volvieron a encontrarse en el mostrador de una sucursal
bancaria. En todo ese tiempo, Carolina se lamentó a menudo de no
haber tenido ocasión de mostrar a su salvador toda la gratitud que
su valiente acción merecía. Por fin, charló un minuto con él.
Pasado un par de años, volvió a verlo en el supermercado. Javier
había dejado su empleo en una agencia de transportes por aquél, en
busca de una mayor estabilidad y una expectativa sólida de
promoción a medio plazo. Fue una casualidad que se encontrasen
porque Carolina no había comprado nunca allí, pero aquel día,
mientras tomaba un café en la Fuente de Reding con su mejor amiga,
Leonor, y el novio de ésta, advirtió que necesitaba con urgencia
unas compresas. Se alegró mucho de verle de nuevo. Javier era un
hombre tímido, de pocas palabras, con el que todos simpatizaban al
instante de conocerle pese a su retraimiento. Carolina se
preguntaba si era la bondad que parecía traspirar por todos los
poros de su cuerpo, lo que conmovía a las personas que se le
acercaban. No había artificios en su forma de ser. A diferencia de
otras personas bondadosas que había conocido, no era posible hallar
en Javier la guía de una razón determinada. Era evidente que no se
esforzaba en ser como era. A partir de entonces, Carolina adquirió
la costumbre de acudir regularmente al supermercado. Era una excusa
para saludar a Javier González, que dos años más tarde había
ascendido al puesto de encargado. Carolina no había sido con su
marido todo lo sincera que le hubiese gustado ser. Temía el efecto
que pudiese causarle el saber que su joven esposa albergaba unos
sentimientos determinados hacia otro hombre, fuesen cuales fuesen
éstos. A Carolina, evidentemente, no le atraía Javier en el sentido
que hubiese traicionado la confianza que Fernando tenía en ella,
pero era difícil de aceptar para éste que la única razón que
empujase a su mujer a comprar en un lugar alejado de casa, fuese el
volver a ver a un varón bastante bien parecido, al que dispensaba
un afecto de naturaleza confusa.
—No... lo sabía —balbució sorprendida
Carolina, buceando entremedias en las noticias que pudo haber
filtrado su mente. Le sonaba haber oído o leído algo al respecto
días atrás.
Dio las gracias a la empleada y giró el
carro para buscar a su marido en el pasillo de al lado, pero la voz
aguda y musical de éste le hizo volver la cabeza.
—¡Caro! ¡Caro!
—Vamos —indicó Carolina, observando las
anchoas envasadas en la mano derecha de Muriel.
Las cajas tenían ante sí una cola de cuatro
o cinco personas cada una. Pero lo peor era el aspecto de los
carros, de los que rebosaban ingentes surtidos de chacinas,
turrones, piezas de jamón, y bebidas variadas. Optaron por unirse a
la cola de la segunda caja, comenzando por la entrada, en la que
los carros, aunque atestados, porteaban artículos de mayor tamaño.
Supusieron que acabarían antes.
Carolina vio la oportunidad de hablarle con
franqueza a Fernando sobre Javier González. Comenzó por contarle el
incidente en la playa, pues se sentía un poco avergonzada de no
haber sabido hallar la forma de decírselo antes; supuso que
anteponer la heroicidad de Javier era una buena fórmula para
facilitarle a Fernando digerir el resto. Le alivió quitarse aquel
peso de encima, tanto que supo comprender que había convivido
durante demasiado tiempo con unos estúpidos remordimientos por su
mutismo acerca de las visitas al supermercado. Ahora era inevitable
que Muriel dedujese los motivos de la predilección de su mujer por
comprar allí, pero ninguno de los dos mencionó el hecho.
—Pobres padres. A ver si te enteras de algo,
Fernando.
Muriel asintió con la cabeza. Tenía un
conocimiento superficial de lo sucedido puesto que se había
alertado a la totalidad de agentes de la provincial. En una
comisaría más pequeña seguramente hubiera sido de su competencia,
dado que la investigación de las desapariciones era encomendada a
las Brigadas de Homicidios en todo el país, pero algunas comisarías
habían optado a lo largo del tiempo por reorganizar sus actividades
en pos de una mayor capacidad operativa, creándose unidades
específicas de pocos agentes, dedicadas en exclusiva a los
desaparecidos. En particular, en sitios donde el número de
desapariciones superaba a la media nacional. Comandaba la de Málaga
un inspector veterano, curtido en varios casos de gran relevancia e
impacto en los medios de comunicación.
—Mañana hablaré con Julio Villalobos —dijo,
pensativo.
Fernando había mencionado el nombre de
Villalobos con cierta familiaridad, pero Carolina solía hacer oídos
sordos a todos y cada uno de los nombres que se «traía» a casa su
marido. En alguna parte de su cabeza existía un tamiz que filtraba
aquella información. Ramos era el único nombre que le sonaba.
—Nadie merece pasar por esa experiencia. Y
menos que nadie, Javier.
—No creo que pueda llegar a saber más de lo
que ya sepan sus padres, salvo...
—¿Qué?
—Las teorías que manejen. Si las más
fundadas son pesimistas, no las habrán compartido con ellos.
Carolina bajó la cabeza, sin decir nada. Una
súbita aprensión le había quitado las ganas de hablar.
—A esa edad casi siempre terminan por
aparecer —le animó su marido.
—Ojalá —dijo sin convicción Carolina.
La cajera comenzó a escanear a velocidad de
vértigo los códigos de barra de los productos que iban depositando
sobre la cinta. La imagen de Ale, a cuatro patas, en el interior
del parque, se le apareció a Fernando.
—Te has puesto muy seria —dijo sin mirar a
Carolina.
Pero era él quien sentía una gran tristeza
de pensar en su niño.
21
A primera hora, había sido la consigna de
Ramos. Y desde primera hora la navidad se había infiltrado en las
calles. Coches y más coches que atestaban el centro y los accesos.
La avenida de Andalucía, en dirección oeste, convertida en un
desfiladero de almas embutidas en casas andantes. Paradas, casi
varadas a lo largo de kilómetro y medio. A veces, reptando con
extrema lentitud... Hubiese sido más práctico acudir
caminando.
Pero hacía frío; más de lo que era habitual
en Málaga durante esas fechas.
Se encontraron en las escaleras exteriores:
el tráfico les había retrasado a todos.
Pepe Marcos no le había devuelto la llamada,
cavilaba Muriel al llegar a la puerta circular de entrada. ¿Se
trataba de una táctica o de simple indolencia? Marcos procedía del
antiguo Cuerpo Superior de Policía, una élite a extinguir. Según
Ramos, los que procedían del Cuerpo Superior, habían recibido una
excelente formación y solían ser los mejores investigadores. La
idea de salir escaldado de su cita con Marcos le causaba una
preocupación que a él mismo le parecía exagerada. Pero no podía
evitar pensarlo. Quizá porque ahora no podía fallar. No, esta vez
debía impedir a toda costa que el caso se le fuese de las manos.
Marcos podía ser un problema. Un veterano en la comisaría de la
población con más homicidios por número de habitantes de toda la
costa española. Curtido en el delito y, probablemente, en toda
clase de artimañas. Un periodista, recordaba ahora Muriel, había
escrito una vez que Torremolinos se parecía a las cafeteras de los
bares. Lo que destaca al mirarlas es el brillo pulido de su armazón
metálico. Pero cuando lo levantas suelen aparecer unas cuantas
cucarachas que han prosperado en la calurosa oscuridad de su
estructura. Circulaba por el Cuerpo el dicho —otros insistían en
que se trataba de un mito— de que el trato continuado con
indeseables le iba degradando a uno poco a poco, de manera que,
después de muchos años de trabajo policial, algunos no se
diferenciaban de los delincuentes que debían detener.
Marcos llevaba más de veinte años lidiando
con toda clase de tipejos. Muy pronto averiguaría si la fama de
hijo de puta que arrastraba estaba o no justificada.
Muriel era muy remiso a tratar con Marcos la
información de que disponían. ¿Y si la utilizaba en su provecho?
Quizá era demasiado retorcido al pensarlo pero había llegado a
imaginarse que Marcos mantenía oculta alguna de sus pistas.
Esperando el momento. Tal vez no hiciese otra cosa que dotarla de
sentido. Y entonces ellos
perderían.
A Gabriel esas «menudencias» se la sudaban
completamente, pero él era de otra manera, era normal, tenía
ambiciones. No podía regalarle el caso a Marcos. Le estresaba la
idea de que pudiese apropiárselo. Sin embargo, Muriel confiaba en
sí mismo. Presentía que si revisaba con detalle el material
almacenado, podía llegar todo lo lejos que fuera posible, y eso era
más lejos de lo que Marcos llegaría nunca. A condición, claro, de
que no le hubiese hurtado información. Por esa razón tenía que
saber más de la muchacha hallada muerta en el portal del edificio
La Caracola, en noviembre de 2004. Más de las circunstancias, de lo
pequeños detalles. Quizá en aquel examen apresurado de después de
Vaguada Verde, se les pasó algo por alto. Las mujeres no se
parecían mucho físicamente, excepto en la estatura y la edad. Pero
la herida, la única herida... Tal vez encontraría algo ahora que
fuese un inconfundible sello del estilo del autor. No convenía
demorarse. Debía decidir pronto si el responsable del crimen podía
ser la misma persona que había segado la vida de Blanes.
Luego...
El Anencéfalo dejó atrás a Maribel, que
apuraba ansiosamente su cigarrillo rubio, y alcanzó a Fernando
Muriel a pocos metros del despacho. Le devoraba la curiosidad pero,
por encargo expreso de Ramos, Muriel se negaba a darle más detalles
del hallazgo. Se posponía cualquier análisis hasta la reunión de la
mañana. Ramos no era partidario de que su equipo acudiese a la
misma con demasiadas ideas preconcebidas. Les decía que podían
verse luego bloqueados por ellas.
Goyo se planteó llevar a cabo un último
intento.
—El cuchillo que encontraste es bestial
—dijo tratando de espolearle.
Sonriendo, Muriel corrigió:
—Es un hacha.
—Igual que en Vaguada Verde, ¿no?
—Sí —dijo Muriel por pura rutina—. Se
parecen bastante.
En realidad, no tenía la menor de idea de
cuánto valor albergaban aquellas similitudes.
Pero esperaba saberlo pronto.
Maribel les había alcanzado en la misma
puerta. Tenía clavado el que Fernando Muriel hubiese descubierto el
arma.
—¿Hacha...?— dijo, tratando de disimular sus
celos—. Yo creía que era un cuchillo de carnicero.
—Se llama hacha de carnicero. O hachuela
—precisó Muriel. Hasta hacía veinticuatro horas también él hubiese
utilizado la palabra cuchillo. Lo que acababa de aprender acerca
del arma homicida no podría olvidarlo nunca.
—Cortacuellos tiene una carnicería —tarareó
alegremente Goyo, cogiéndoles la delantera.
Habían tomado en fila el corredor de la
derecha. Maribel se volvió a rezagar. «Gilipollas» salió entonces
de su boca como un sordo escupitajo.
Muriel hizo como si no la hubiera oído. Sin
embargo, aquellas pequeñas circunstancias accesorias —el insulto de Maribel; la burlona
actitud de Goyo—, se habían colado en su cabeza como si fuesen dos
niños apaleando un tambor.
Trató de apartarlas en vano.
¿Qué sucedía para que Goyo fuese incapaz de
tomarse nada en serio? Parecía no afectarle lo más mínimo el
asesinato. A veces, se sentía desconcertado con aquella actitud
suya. ¿Qué era en realidad? Sobrevolaba a menudo en su mente la
noción, débil pero inquietante, de que Goyo pudiese albergar una
personalidad asocial apenas disfrazada con cierta chispa ocurrente
y simpática. Sí, podría ser así, cavilaba Muriel, resistiéndose a
admitirlo del todo. Pero era un hecho conocido la atracción que
ejercía el trabajo policial en individuos con personalidad
psicopática. Algunos embarrancaban en los cuerpos de seguridad o en
agencias de seguridad privada. Y por raro que pareciese —era más
que alarmante aceptar que algo así pudiese suceder—, muchos de esos
sujetos eran lo suficientemente hábiles para ocultar su condición a
los test psicológicos.
En los últimos tiempos, a Goyo le picaba
demasiado la nariz: siempre estaba frotándosela. Gabriel había
tenido que darse cuenta, pero no decía nada.
Muriel tenía la sensación de estar entre dos
fuegos. Sentía los disparos y el silbido de los proyectiles. Era
cuestión de tiempo que cualquiera de aquellas balas le
abatiese.
Encontraron la puerta cerrada. Fernando
Muriel fue el primero en entrar. La luz del techo estaba apagada y
la del proyector, enfocada sobre la pantalla desplegada ante la
pared, mostrando la página del buscador Google. Todo era silencio
en la habitación de juntas. Todo a excepción del ventilador del
Toshiba, que estaba girando en esos instantes a la máxima potencia.
Lo primero que llamaba la atención eran los pequeños cristales de
las gafas de Ramos reflejando los destellos cambiantes de la
pantalla del ordenador. Casi no se veían sus ojos azules.
Los ojos de un hombre contrariado.
Eran las nueve y diez. A Ramos, como a todo
buen castellano de pura cepa, le sacaba de quicio la
impuntualidad.
—Venga, todos adentro —dijo—. El trabajo se
nos va a acumular como no espabilemos.
Al poco, se habían acomodado de forma
aleatoria en la mesa, cada uno de ellos probablemente en un sitio
diferente al de la reunión anterior. Ramos prohibía que sus agentes
adquiriesen la titularidad de las sillas.
—Bien, atended —Ramos señaló a la pantalla
de la pared en donde fueron apareciendo diferentes imágenes en las
que se veían varias clases de hachuelas, unas redondeadas por la
punta y las otras cuadradas; algunas, de hoja estrecha y
amenazadoramente anchas, otras—... Ahí tenéis el arma usada para
matar a Blanes— la pieza, después de que Ramos picase el icono
correspondiente, apareció ocupando la parte central de la imagen—.
Como podéis ver es un hacha de carnicero IKEA serie Skärpt, de 32
cm, con hoja en acero inoxidable de molibdeno... La espiga
atraviesa todo el mango —continuó Ramos, leyendo textualmente las
características del arma, impresas al pie de la foto—... lo que la
hace muy, muy sólida, prácticamente irrompible. Nuestro primer
problema es que no es una pieza para profesionales, aunque no sea
tampoco demasiado corriente.
—Es prácticamente imposible seguirle la
pista —añadió, con aire de decepción, Muriel.
—Veamos —dijo Ramos—: El agresor sorprende a
Blanes por detrás y la mata de un solo tajo. Sin forcejeos.
¿Después de haberla acechado? Es posible, pero no lo sabemos...
Luego, se lanza hacia la playa a través del acceso al merendero.
Escarba en la arena y entierra el arma inmediatamente. Después
escapa... ¿A través de la playa? Durante cierto trecho, sin duda.
Pero tiene que acceder al paseo marítimo nuevamente. No hay otra
salida. ¿Hacia dónde? Probablemente hacia el este; es más seguro.
Eso es lo que podemos deducir hasta ahora.
Muriel estaba en todo de acuerdo con el
análisis de su jefe. Se había deshecho ya de la idea de que el
homicida podía haberse escondido en el interior del
merendero.
—Pensaba recuperar el arma —dijo, en tono de
suposición.
—Sí —convino Ramos—. Cuando hubiese pasado
un tiempo, lo habría intentado. Es una magnífica ocurrencia—. Y
dirigió una mirada de reconocimiento a Muriel, como si le estuviese
homenajeando por su idea acerca del arma.
—No hay huellas —intervino Maribel—. Lo que
quiere decir que tomó precauciones. Es decir, que no la enterró
sólo para evitar ser relacionado con
ella.
—Es muy interesante lo que dices —la
felicitó Ramos—. ¿Estáis de acuerdo?
Muriel y Goyo asintieron.
—Parece que lo había previsto —dijo el
primero.
—Pero puede ser un carnicero, ¿no?—dijo
Goyo.
Ramos se encogió de hombros después de
apagar el proyector.
—Un profesional no emplearía un arma
profesional. Si es listo —dijo Maribel.
—Estupendo. Muy buena observación... ¿Es
listo éste?
Aunque era una pregunta lanzada al aire,
Maribel se sintió aludida.
—Hay que pensar que sí...—contestó sin una
conciencia clara de por qué afirmaba aquello.
Ramos entrelazó los dedos, lanzando a
continuación una mirada de halcón peregrino a los presentes.
—¿Por qué?... Podéis contestar cualquiera
—se hizo un silencio breve—... ¿Qué dices tú, Fernando? Tú
adivinaste que la había enterrado...
—Nadie le ha visto. En un sitio tan
concurrido, eso resulta difícil de explicar. O es el tío con más
suerte del mundo, o sabía muy bien lo que tenía que hacer.
—Muy bien, es listo. ¿Y ahora qué?—preguntó
secamente Maribel, a quien se le notaba enseguida el fastidio de ir
a remolque de Muriel.
Ramos se quitó las gafas.
—Ahora, mucho. Es fundamental encontrar una
línea de investigación cuanto antes. Tenemos que orientar
correctamente nuestros pasos.
Había muy poca concreción en aquellas
palabras, apenas eran una sugerencia genérica, pero sonaban
cálidamente oportunas. Muriel meditaba que así deberían ser siempre
las palabras de quien, estando a ciegas, se siente obligado a no
dar señales de debilidad; de quien, ostentando jefatura o teniendo
responsabilidades de mando, sabe que lo único que no puede
transmitir (ni siquiera por una milésima de segundo) a los que le
escuchan, es la desalentadora sensación de soledad que va
íntimamente ligada a la exigencia de
resultados, cuando no existe materia prima alguna con que
fabricarlos. Eran las palabras que a él le hubiese gustado
pronunciar si dirigiese la Brigada, porque había una petición de
auxilio implícita en ellas y, sin embargo, transmitían una
confortable seguridad, bajo la que podían ampararse todos.
—Si tuviésemos un mínimo indicio de lo que
se esconde detrás...
—Quizá lo tengamos ya y no hemos sabido
verlo —dijo Ramos.
—¿Por dónde empezamos?—inquirió
Maribel.
—¿Por dónde te parece a ti que
empecemos?
—No lo sé... Tú eres el que manda —titubeó
Maribel.
—Piensa. ¿Qué es lo que no tenemos?
Maribel se rehizo. No soportaba mostrarse
desconcertada delante de los demás.
—Testigos..., móvil..., bueno, aún no
sabemos...
—Es verdad —Ramos la interrumpió, con gesto
impaciente—. No tenemos nada de eso. Sin embargo, sí
tenemos...
—... Un arma que es imposible rastrear —dijo
ella de corrido.
—No es imposible —le corrigió Muriel—: sólo
muy difícil.
—Bueno; vamos a decirlo así —terció Ramos—:
es muy difícil. Por lo tanto, no podemos confiar en seguirle la
pista. Yo me refería a otra cosa. Quería decir que esa hachuela
puede tener un significado en sí misma.
—¿Como qué?—intervino Goyo.
—El de una firma, tal vez.
—¿Estamos hablando de un homicida en serie?
—Maribel frunció el ceño—. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No lo sé, sinceramente —declaró
Ramos.
A Maribel le causaba desesperación el Ramos
deliberadamente lacónico de las reuniones de equipo. Temía que,
mientras ella se devanaba los sesos tratando de descifrar el
significado de aquellas palabras, o más bien de lo que pretendía
Ramos de ellos al pronunciarlas, Muriel le tomase la
delantera.
—¿A qué te refieres entonces con lo de la
firma?
En lugar de responder a Maribel, Ramos se
dirigió a Muriel, mirándole directamente a los ojos.
—¿Qué tienes que decir tú a eso,
Fernando?
—Pues que tendremos que comparar.
—Cierto.
Maribel supo inmediatamente por dónde iban
los tiros.
—Se trata de buscar parecidos —dijo como
para sí—. Vale. Pero eso no es nuevo, Gabriel. Todos conocemos las
similitudes con los crímenes sin resolver de 2004 y 2006. Ya hemos
hablado de ello.
—Más bien de confirmarlos —precisó Ramos—.
El problema es que en ninguno de ellos apareció el arma. Y cuando
digo comparar, no me refiero sólo a los crímenes sin resolver. No.
No sabemos si hay un móvil definido para esta muerte, más allá del
placer que le reporte a un psicópata. No lo sabemos —repitió,
rodeando la mesa con la mirada—... Y, por lo tanto, nuestra
obligación es intentar hallarlo. Imaginaos que no sabíais nada de
los crímenes de Benalmádena y Vaguada Verde... ¿Qué haríais?—hizo
una pausa rutinaria como si debiese esperar respuesta a su
pregunta, pero inmediatamente continuó—: Investigaríais el entorno
de la víctima, claro. Intentaríais averiguar, por ejemplo, si
alguien tenía algo contra ella, si se movía en círculos en los que
fuese factible disponer de información peligrosa. Natalia Blanes trabajaba en un negocio
legal, pero ya sabemos que muchos de estos negocios son meras
tapaderas de todo tipo de actividades ilícitas: blanqueos de
capital, narcotráfico, tráfico de armas... la lista es larga. De
modo que hay que mantener abiertas todas las opciones y hacernos
todas las preguntas posibles al respecto.
—No creo que sea un ajuste de cuentas
—apuntó El Anencéfalo, con su perenne sonrisa en los ojos—. Huele a
otra cosa.
—En mi opinión, Gabriel, todas esas
preguntas no nos sirven de mucho —intervino Muriel—. Antes de
aparecer el arma podíamos habernos planteado estas mismas
cuestiones. Tenemos que tener claro qué camino seguir, cuál de esas
hipótesis... La realidad es que no tenemos una sola pista, aparte
del arma.
—Pues centrémonos en el arma.
22
De algún modo, Muriel se sentía el
protagonista de la función. ¿Quién si no había encontrado el
hacha?
—Seguramente —volvió a terciar,
contraviniendo una regla no escrita que establecía que las rondas
de intervención debían respetar un orden y ser equitativas con todo
el Grupo— no nos servirá de nada, pero le pediré a IKEA que coteje
cuántas piezas han sido vendidas en Málaga en el último año.
Maribel hizo asomar en sus labios un mohín
de desprecio.
—¿Y las cámaras de seguridad de IKEA...?
—añadió Goyo.
Muriel ya se había ocupado del asunto. Había
visitado los almacenes la mañana de Nochebuena.
—Hay dos enfocando las cajas —aclaró.
—Habrá que revisar las grabaciones...
Esta vez Maribel puso los ojos en
blanco.
—¿Y de dónde vamos a sacar
tiempo?—graznó.
—Tienes toda la razón —dijo Ramos, volviendo
a ponerse las gafas—. Excede nuestras posibilidades. No podemos
dedicarnos a analizar las grabaciones de todo un año, aunque sólo
sean las de las cámaras situadas en las cajas.
—Pues empecemos por el último mes —insistió
Goyo—. Quizá haya suerte.
Ramos negó con la cabeza.
—Puede que su sistema permita que quede
registrado por el escáner de las cajas los días en que se vendió
cada pieza —sugirió Muriel—. Simplificaría mucho la búsqueda... Me
enteraré —prometió, esperanzado.
Una mezcla de interés y escepticismo
arrugaba la frente de Ramos.
—Sabéis que la posibilidad de sacar algo en
claro de las grabaciones de las cámaras es muy remota. En primer
lugar, porque sería una estupidez haber comprado aquí el arma. Y
aunque nuestro hombre hubiese cometido
tal error, será muy difícil conseguir una descripción. Seguro que
sabe cómo evitar que las cámaras le enfoquen el rostro...
Era imposible saber qué pensaban los demás,
pero para Muriel aquellos argumentos no eran del todo
consistentes.
—Supongamos —especuló—... que durante el
visionado de las grabaciones ocurre lo que tú dices... Por lo
menos, sabríamos que estuvo allí. Y quizá alguno de los empleados
lo recuerde por alguna razón que ahora no podamos ni imaginar, y
pueda describirle.
—Estoy con Fernando —terció Goyo.
—¡No me obliguéis a tragarme las
cintas!—advirtió Maribel, visiblemente irritada.
Ramos la miró como una hija a la que acabase
de reprender.
—Tranquila.
—Tú harás lo que se te diga —señaló
provocativamente Goyo—. Igual que yo.
Los ojos siempre un poco enrojecidos de
Maribel despedían chispas.
—Vete a tomar por culo —susurró con una
sonrisa.
—Eh, dejaos de discusiones —zanjó el asunto
Ramos.
Estaba cansado de tener razón, se dijo
Muriel: así eran siempre las reuniones del Grupo. O a Gabriel no le
importaba aquel gasto energético inútil, o sencillamente es que no
lo percibía.
—Decídete con lo de las grabaciones —le
urgió Muriel—. ¿Qué hacemos?
—¿Y si es el mismo arma que se empleó en los
crímenes anteriores?—contestó Ramos—. ¿Qué ganaríamos con visionar
las grabaciones? Cuando tengamos un informe comparando los cortes
de las tres víctimas, podré tomar una decisión.
¡Qué torpeza, la suya! ¿Cómo es que no se le
había ocurrido?, se dijo Muriel, mientras la sangre se le agolpaba
en las mejillas. No tuvo otro remedio que reprochárselo en
silencio. Había quedado en evidencia. Aún tenía mucho que aprender
de Ramos.
—Me enteraré de la fecha de fabricación
—asintió avergonzado.
Ramos echó el cuerpo hacia atrás.
—Todos tenéis una parte de razón. Si
tuviésemos una evidencia razonable de que el hacha no tiene que ver
con los casos que conocemos, habría que dedicarle un tiempo puesto
que sería nuestra mejor pista... No obstante, consumiría muchos de
nuestros recursos. Quizá nos retrasara mucho concentrarnos en esa
tarea... — hizo una pausa un poco teatral para mirarlos a los ojos,
uno a uno—. Hay elementos en este caso que apuntan en una dirección
que merece la pena seguir. Cuanto antes mejor. Por si acaso, veré
si hay posibilidad de pasarle el encargo a otra gente. Es una labor
puramente mecánica, que puede asumir otra unidad.
Maribel se tomó las palabras de Ramos como
un triunfo personal. Asintió en silencio, entornando los
ojos.
—Jódete, Fernan. No te vas a salir con la
tuya esta vez —dijo ladinamente.
Muriel sacudió la cabeza, tratando de
contenerse.
—¿Y a ti qué coño te pasa?—le espetó.
—¡Que de vuestras geniales ideas siempre me
«beneficio» yo!—aulló ella.
—¿Qué quieres?... ¿decidir siempre tú, para
llevarte la parte que más te guste?
Ramos se metió por medio.
—Dejadlo ya, venga —dijo, más en tono de
ruego que de orden.
Pero Maribel le ignoró por completo. En su
lugar, miró desafiante a Muriel y respondió a su pregunta con
otra:
—¿Qué pensabais hacer con las grabaciones?
Venga, dime... —le retó—. ¿Ibas a dedicarte tú?... ¿O ibas a
convencer al jefe de que era trabajo para mí?
Muriel no supo con qué replicar a Maribel.
Se dio cuenta de que había algo de verdad en aquellos
reproches.
—Yo me habría encargado —dijo sin
convicción.
—Una mierda —musitó ella.
Goyo reía como si la cosa no fuera con él,
lo que no era del todo cierto. Maribel se lo recordó estirando su
dedo corazón.
—Ya está bien, coño —exigió Ramos,
sintiéndose obligado a zanjar la absurda discusión—. Peleaos luego,
en la calle.
Muriel tomó todo el aire que pudo en sus
pulmones y luego lo expulsó muy despacio.
—¿Y ahora qué?—preguntó
—Hay que ganar tiempo. Tenemos que pensar
otra manera.
Quedaron todos en silencio, expectantes y
contrariados; todos menos Goyo, cuyo gesto era tan risueño y
despreocupado como siempre.
«Otra manera. ¿Otra manera de qué?» Muriel
les miraba de reojo; no podía evitarlo. Pensaba en lo que cada uno
de ellos estaría preguntándose en la intimidad de aquel silencio.
Era tan enigmático Gabriel a veces. Por lo menos sabían que
aquellos no eran comentarios gratuitos, que significaban una ruta
definida, fuese o no la acertada. Finalmente, Muriel optó por decir
lo que a él mismo le parecía una obviedad:
—No cabe en cabeza humana usar un arma así.
Aparte de eso...
—Tú lo has dicho —escupió Ramos como un
resorte—. ¿Qué razón hay para ese modus
operandi? ¿Qué nos dice del asesino?
—Bueno... —Muriel estaba sin respuestas que
darle a Ramos y a los demás. No al menos de las que ellos
aguardaban, respuestas que estuviesen a la altura del fogonazo
súbito que le había conducido al hacha. ¿Se le había agotado la
inspiración? La única y extraña sensación que le había transmitido
aquella brutal hoja de acero manchada con la sangre de Blanes era
que había sido destinada a un fin suplementario al de matar con
rapidez: satisfacer al asesino como mero «espectador» de la muerte,
aunque fuese un solo instante... Pero Muriel no terminaba de
decidirse a compartir su sensación por considerarla contaminada
quizá por su propia fantasía...; tan interdependiente de su
fantasía que no estaba del todo seguro de que no fuese pura y
llanamente eso en realidad: fantasía... Se sentía decepcionado por
ello, decepcionado por no poder cumplir las expectativas que él
mismo había creado. Era su oportunidad y, por el momento, no se
veía capaz de aprovecharla...
—Sí, es un loco —terció Goyo—. Un hijo de
puta que está como una cabra. ¿Pero... qué? ¿Cuántos habrá así?
¿Con qué empezamos?
—¡Cojones con Goyo! ¡Bravo! ¡Las cosas
claras y el chocolate espeso!—gritó a voz en cuello Ramos.
Más o menos rieron todos, incluido el autor
del dictamen, aunque la risa de Muriel había sido completamente
mecánica. Ciertos pensamientos lo tenían absorbido.
—Un loco listo —añadió Maribel, con la risa
humedeciéndole aún los ojos—. Es una combinación rara... y
peligrosa.
—Hoy estáis sembrados —admitió Ramos.
Maribel únicamente entresacó de aquel
comentario el resquicio de un Ramos más indulgente.
—¿Puedo fumarme uno?
—No.
—Sólo uno.
Ramos negó con autoridad.
—He dicho que no. Aprende a aguantar unas
horas.
Después de mucho pensárselo, Muriel se
atrevió a opinar:
—En un principio parece una estupidez
valerse de algo tan pesado y poco manejable, algo tan difícil de
ocultar, cuando con un cuchillo pequeño o incluso una navaja de
barbero podría conseguirse el mismo resultado... Por lo tanto, la
razón debe buscarse en la diferencia, en el tipo de herida que
causa cada arma... Yo creo... —titubeó— que... que quería verla
desangrarse, disfrutar de ese espectáculo.
Maribel comenzó a reír, aunque sin poder
expulsar de su boca la frustración de su fracasada tentativa.
—Si fuera como dices, habría permanecido
allí más tiempo —observó Ramos —.Pero todo nos conduce a pensar que
no se detuvo tras asestarle el golpe.
—Porque no le hacía falta.
—Muy lógico —apostilló irónicamente
Maribel.
Muriel se propuso ignorarla.
—Para eso utilizó el hacha y no un cuchillo
—dijo con la mirada fija exclusivamente en Ramos—. Para desangrarla
en el acto.
—Desangrarla en el acto... Silencio todos
—pidió Maribel—: habla el doctor Lecter.
—No te pases —siseó Ramos—. Vamos a ponernos
serios de una vez, venga. Fernando, explica mejor eso que acabas de
decir.
A Muriel se le habían subido los colores.
Fantaseó un segundo con la idea de estrangular a Maribel.
—Pensadlo un poco. El corte fue para
llevarse la carótida. Cuando se corta alguna de las yugulares, la
sangre fluye como si se derramara: se ve a través de la ropa que va
empapando. Pero la sección de una arteria produce un auténtico
surtidor. Es un espectáculo macabro... y por eso tiene su público.
—Eso es verdad —apuntó Goyo—. Me acuerdo del
torero aquél que fue corneado en la ingle mientras recibía al toro
a puerta gayola. ¿Cómo se llamaba?—preguntó, buscando ayuda sin
obtenerla— ¡Joder! Lo tengo en la punta de la lengua... ¿Os
acordáis?
Nadie tenía afición por los toros.
—Da igual cómo se llame —intervino Ramos—.
Yo recuerdo haberlo visto en la tele. Y reconozco que me
impresionó...—enfocó primero a Maribel con sus ojos azules,
enrojecidos de tanto haber mirado a la pantalla, y luego se los
frotó suavemente con los dedos índice y anular de su mano — ¿Qué
opinas tú?
—Que no me convence la teoría.
—Mejor —dijo Goyo con sorna.
—Estás mitificando al asesino, Fernando
—explicó Maribel—... ¿no os dais cuenta?—miró de uno en uno a los
reunidos—. Que si esto es por aquello y lo otro por lo demás...
Tratáis de complicarlo todo. ¡Joder, parece como si prefirierais
enfrentaros a alguien brillante, inteligente de verdad, antes que a
un asesino corriente, que hace las cosas porque sí, sin importarle
el análisis que hagamos de sus actos!. Eso es por vanidad,
Gabriel.
—Buscamos respuestas —se defendió Ramos, que
había acusado la disquisición no demasiado descaminada de Maribel—.
Es nuestra obligación, querida, aunque nos equivoquemos.
—A lo mejor todo es más sencillo de lo que
os imagináis.
Muriel echó hacia atrás su larga espalda con
aire contrariado.
—Y todo por joder —murmuró para sí.
Ramos había escuchado perfectamente el
comentario.
—Es su punto de vista, Fernando. Y no está
de más verlo así.
—Vale, vale.
—Siempre nos dices que no perdamos la
perspectiva. ¿Y si se trata de algo más simple, como un ajuste de
cuentas?—propuso Maribel, muy serena, a pesar de verse en medio de
la refriega—. Antes insistías en que dejáramos abiertas todas las
opciones y ahora parece que has cambiado de opinión —Naturalmente
el reproche iba dirigido a Ramos, que en ese instante la miraba muy
serio, por encima de las gafas—. No podemos dejarnos arrastrar por
nuestras preferencias, siempre nos lo has dicho. ¿Y si el tío que
lo ha hecho ha cogido lo primero que ha visto en su cocina, porque
necesitaba matar a alguien en ese momento?
—Maribel tiene razón —dijo Ramos.
—De esta manera, no avanzamos. Es volver una
y otra vez al punto de partida—dijo Muriel con voz cansada.
—Peor sería que nos precipitáramos.
—No es un ajuste de cuentas, coño —protestó
Muriel.
Maribel pegó un respingo. Por primera vez
parecía ofuscada, como si el empeño de Muriel en negar aquella
posibilidad, fuese una manera de despreciarla y humillarla.
—No me escuchas, como siempre. ¿Por qué no,
a ver? Yo no digo que sea lo más probable pero sí que es
posible.
—Los sicarios no entierran el arma.
—Eso tú no lo sabes.
—Además, prefieren de largo otros
métodos.
—Lo dices por el tipo de arma usada, pero
sabes que del estudio que se hizo en Méjico se sacó la conclusión
de que uno de cada siete disfrutaba de verdad con su trabajo, que
se recreaba en él.
Ramos asintió.
—Auténticos serial
killer que encuentran el medio ideal de ganarse la vida.
—Sería mucha casualidad, ¿no te
parece?
—¿Y si no fuera un profesional...?—sugirió
Goyo—. Puede ser también un amante despechado o alguien que se haya
visto en peligro por algo que ella sabía.
Ramos frunció el ceño. Siempre hacía lo
mismo antes de tomar una decisión.
—Escuchadme un momento —solicitó—. Lo
primero que haremos es revisar esos casos sin resolver. Tú —señaló
con la vista a Maribel —te encargarás junto a Goyo de indagar sobre
la actividad del concesionario. Habla con los de la UDYCO; a lo
mejor ya lo tienen enfilado. Tanto si es así, como si no, le pediré
permiso al juez para echarle un ojo a los libros de contabilidad y
a las transacciones y cuentas bancarias. Solicitaremos un informe
económico para ver si pueden estar escondiendo algo. Y también os
encargaréis del entorno familiar y personal de Blanes. Quiero que
volváis a hablar con la familia y amigos. Con todos. Tú, Fernando,
me ayudarás a examinar a fondo esos expedientes, para ver cuáles
son las coincidencias o si hay conexiones entre las víctimas.
Había vuelto a suceder; habían caído en la
trampa. La controversia señalizaba el itinerario a seguir, según el
particular método de trabajo que Gabriel aplicaba al Grupo. Muriel
miraba de reojo a Maribel y Goyo, comprendiendo que ambos estarían
pensando en ese instante lo mismo que él: que les había tocado la
peor parte. Pero no podrían reprocharle nada a Ramos porque le
conocían. Sabían que habían influido sin querer en su decisión, al
optar por hipótesis de trabajo diferentes.
—Marcos me exigirá compartir información
—advirtió Muriel.
—Dásela.
Muriel no quiso contradecir a Ramos, pero
ponerle en bandeja a Marcos el expediente suponía concederle mucha
ventaja, demasiada si es que el autor de ambos crímenes era la
misma persona. Marcos querría resolver a toda costa aquel caso.
¿Quién no en su lugar? ¡Joder! ¿Es que era imbécil? ¿Es que Ramos
no se daba cuenta de la importancia que un éxito así tendría para
el Grupo?
—¿Por qué nosotros?—volvió a protestar
Maribel.
—Porque es en lo que creéis... Y porque
Fernando y tú sois espíritus antagónicos. No os puedo dejar
trabajar juntos hasta que cambie vuestra relación, si es que alguna
vez cambia.
Maribel no encontró palabras con las que
replicar a Ramos, aunque la expresión de disgusto de su cara, lejos
de habérsele borrado, era ahora más acentuada, pues no estaba
enfadada sólo con él; también lo estaba consigo misma.
—Vaya puta mierda —masculló.
La habitación quedó un instante a oscuras
cuando Ramos apagó el ordenador.
—Poneos a trabajar —dijo escuetamente al
levantarse—. La semana que viene volveremos a reunirnos.
El día había mejorado mucho; el aire venía
más suave y templado, una brisa procedente del sur que les alcanzó
de costado al salir al exterior. Muriel, que se había subido
preventivamente el cuello del chaquetón antes de aventurarse a
salir, volvió a bajárselo, encaminándose a continuación hacia el
aparcamiento, mientras veía a Maribel alejarse a paso ligero
seguida de cerca por El Anencéfalo. Se le notaba, al caminar de
aquella forma sincopada, que iba hecha una furia. Pero pronto se le
pasaría.
Reflexionó durante un segundo sobre lo dicho
en la reunión. Pudiera ser que, después de todo, Maribel, en ese
eslalon desquiciado que por socavar su credibilidad ante los demás
emprendía siempre que había reunión, no hubiese tomado un sendero
tan equivocado esta vez. ¿Y si todo fuese más sencillo de lo que
parecía? ¿Y si era verdad que estaban mitificando al asesino? Podía
ser, sí; no tenía por qué descartarlo, muy a pesar de estar
plenamente seguro de que lo que empujaba a Maribel a posicionarse
en su contra era un encono personal que le resultaba imposible
entender. «A no ser que le den alergia los largos», murmuró para sí
con una media sonrisa.
Pero Muriel tenía un presentimiento, más
allá de las pugnas que se habían desatado: quien hubiese acabado
con la vida de Blanes quería que contemplaran su obra, que la propia policía se
convirtiese forzosamente en su público.
Debía de ser una sensación de poder inimaginable
Eran poco más de las once. Enfiló la rotonda
para tomar la autovía hacia Torremolinos. Intentaría verse con
Marcos en lo que restaba de mañana. Esperaría hasta la tarde si
fuera necesario. Ya comería en cualquier sitio. Sólo tenía que
llamar a Carolina y decirle que no le esperase, por si acaso. Lo
que no soportaba ella era que llegase tarde; prefería saber cuanto
antes que no le iba a ser posible ir a comer.
Había algo que no iba bien, rumiaba Muriel
de camino a Torremolinos. Al principio pensó que era por la
perspectiva de enfrentarse al zorro de Marcos, pero a la altura del
aeropuerto supo que no era él la razón. Marcos no tenía nada que
ver con lo que le turbaba. Era por algo que no habían tenido en
cuenta hasta ahora, algo que deberían haber analizado durante la
reunión. ¿De qué cojones se trataba? Hizo lo imposible por revivir
en su cabeza la noche del dieciocho... Poco a poco fue recordándolo
todo: la llovizna, las vías cortadas por las vallas, los vehículos
estacionados en torno a la escena del crimen, el cuerpo
ensangrentado de la muchacha, el acceso a la playa a través del
merendero cerrado... aquella pareja de jóvenes y aquella mujer que
habían llegado en primer lugar... y que contaron más o menos lo
mismo durante el interrogatorio de la mañana siguiente: que
únicamente habían visto a Natalia, en medio de aquel charco
indescriptible de sangre, a Natalia ya muerta, y nada más a su
alrededor. Nada más.
Era como si faltasen piezas para encajarlo
todo, piezas que tendrían que haber recogido en la escena misma, la
noche del crimen. Claro que faltaban muchas piezas del puzzle: la
principal, el homicida, su relación con la víctima. Pero Muriel se
dijo que lo que le turbaba tanto tenía que ver con elementos que
tuvieron delante de sus ojos aquella noche, cosas («¿cuáles eran,
maldita sea?») de las que tenían que haber extraído deducciones
importantes. Estaba seguro.
Mientras estacionaba el Smart, a dos calles
en paralelo tras la comisaría de Torremolinos, decidió hacer lo
único que podía en sus circunstancias: lo revisaría todo
nuevamente, aunque le llevase una noche entera.
Una noche en vela.
23
Lo primero que Pepe Marcos había hecho al
saludar a Muriel fue prohibirle que le hablase de usted.
—Conque Gabriel se ha vuelto señorito —dijo
Marcos, con voz enronquecida, mientras resoplaba en lugar de
respirar—. Te manda a ti a roer el hueso, ¿eh? Vaya, vaya
—consideró, claramente admirado de la estatura del mensajero de
Ramos.
Muriel se encogió de hombros, cauteloso.
Estaba estudiándolo, igual que haría un boxeador con su
contrincante antes de lanzarle los primeros golpes. Pero el par de
cervezas que habían constituido su almuerzo, comenzaban a
amodorrarle. Se lamentó de no haberse tomado unas coca-colas.
Hubiese podido ver a Marcos sobre las dos
menos cuarto. Pero un encuentro precipitado de última hora podía
haber hecho que todo se fuera al garete. Consiguió posponer la cita
hasta la tarde
El despacho donde estaban sentados era
ruidoso. Filtraba el alborotado tráfico de las calles
cercanas.
Marcos no era como Muriel lo había
imaginado. Respirando ruidosamente por la boca, rechoncho de cuerpo
y cara, recortado de piernas, calvete, con voz nasalizada, ojos de
besugo y rubicundas chapetas, buche de orangután y papada de
pelícano saciado, más parecía un viejo canónigo disfrazado de civil
que un investigador. Muriel, sin saber él mismo los motivos, se
había hecho a la idea de encontrarse con un tío más alto, más
corpulento y con la mirada cínica y gastada que dan una treintena
de años persiguiendo delitos. Como le ocurría con los personajes de
los libros que leía, Muriel solía prejuzgar el aspecto físico de
las personas que aún no había tenido oportunidad de conocer.
Siempre les ponía una cara determinada en sus pensamientos y, a
veces, si había escuchado su voz, podía imaginarse incluso su
complexión y hasta el atuendo que solían llevar. No podía evitar
hacerlo aunque se equivocase las más de las veces. Cuando pensaba
en esa costumbre tan suya, Muriel suponía que entresacaba aquellos
rostros de ficción de los cientos de películas que, de niño, su
padre le había obligado a ver en casa, con el ánimo de hacerle
heredar su cinefilia
—Es su forma de llevar los casos —dijo al
fin Muriel.
—Cada maestrillo tiene su librillo
—sentenció Marcos, rascándose el cogote—. Entonces, Ramos piensa
que vuestro individuo es el mismo de La Caracola...
Lo que sabía Muriel de la mujer asesinada y
de las circunstancias del crimen eran simples retazos; lo archivado
en el programa: las diligencias abiertas, el informe forense y unas
pocas pesquisas. Tenía veinticuatro años, era soltera, de
nacionalidad española, y se la habían cargado una noche de
noviembre de 2004, al pie del edificio en el que vivía, un bloque
de viviendas con recinto exterior que hacía las veces de
aparcamiento. No había huellas, ni arma, ni testigos, ni
sospechosos, ni nada.
—Necesitamos comparar las pruebas para
saberlo —se limitó a observar Muriel.
Marcos volvió a rascarse el cogote.
—Se lo dije a Ramos el miércoles, cuando
hablamos. ¿Qué más os puedo contar?
—Lo que recuerde de aquel día en general...
Los pequeños detalles...—Muriel dudó— inusuales... Qué opinión le
merece lo que vio... si le recordaba a algo, aunque decidiese no
incluirlo en las diligencias. Las fotos, en fin... Repasarlo todo.
Es la única manera...
—¡Coño!—rugió fatigosamente Marcos—, te he
dicho que no me hables de usted. Me haces viejo.
En realidad, era la típica excusa para no
entrar en el fondo de una cuestión.
Muriel se disculpó con un gesto. De pronto
había dejado de preocuparle que Marcos pudiese hacerles la
competencia.
—Puedes contar con nosotros.
—Contar con vosotros, ¿eh?—dijo Marcos,
poniendo cara de zorro viejo.
—Todo lo que hemos averiguado hasta ahora
está a tu disposición.
—Que es nada.
Un orgulloso desprecio se había asomado a
los ojos de besugo de Marcos. Muriel no supo qué responder al
principio.
—Hombre, tenemos el arma.
—Ah, sí, es verdad —rezongó aquél.
Era imposible discernir con absoluta certeza
si había una doble intención en las palabras de Marcos. Pero a
Muriel le sonaron irónicas.
Y empezó a temer que Marcos estuviese
jugando con él.
No lo permitiría.
—¿Qué propones tú, Pepe? Dime... ¿qué
hacemos con todo esto?
—¿Yo?—dijo Marcos, cogido un poco a
contrapié—. Vosotros habéis venido a mí.
Muriel tomó carrerilla.
—¿Prefieres empezar contándomelo? Venga —le
animó.
Marcos estaba un poco confuso.
—En estas cosas lo que funciona son los
tratos. Tu jefe lo sabe.
—Los tratos —repitió, resuelto aunque
sosegado, Muriel—. Estupendo. Yo te digo todo lo que quieras saber.
¿Te parece, Pepe?
—Sin cachondeo.
—Estoy hablando en serio, hombre. Mira,
tengo la información del arma, de la escena del crimen, de los
interrogatorios... de todo absolutamente, en un archivo Word. Lo
llevo aquí —le mostró un pen drive tipo
llavero que se sacó del bolsillo—. Quédatelo si quieres.
Marcos alargó, desganado, la mano, como
restando importancia al presente.
—Todo está a la vista —se encogió de
hombros—. Te podías haber ahorrado el viaje.
—¿A la vista?
—No te hagas el loco. Todo está en el
programa —dijo Marcos, receloso como un gato apaleado.
—Nunca está todo.
—Entonces te contradices.
Esta vez Pepe Marcos tenía razón, pensó
Muriel.
—Bueno, hay cosas que no se pueden pasar al
ordenador. Tú siempre sabrás más que yo del caso de La Caracola,
aunque me aprendiese el expediente de memoria y pudiese recitártelo
de pe a pa, porque yo no estuve allí.
Viste el cuerpo, las circunstancias... Las sensaciones que te causó
todo aquello. Es a eso a lo que me refiero, a las cosas subjetivas.
Tu propia impresión de la escena del crimen, por ejemplo.
Marcos miraba despectivamente a Muriel, como
si quisiese hacerle entender que esa clase de lecciones debía
darlas él y no al revés.
—Si queréis sacar partido de lo subjetivo,
estáis listos. Eso es como la hermosura, muchacho; no se puede
transferir.
—Y qué vamos a hacer —fingió conformarse
Muriel.
Marcos se dio por vencido. Salió del
despacho bufando y volvió en seguida con una carpeta marrón en la
mano. Se la entregó a Muriel con expresión de desagrado, como si
acabasen de extraerle un diente.
—Que te las fotocopien ahí fuera —le indicó,
desplomándose de nuevo en su sillón.
Muriel tomó la carpeta entre sus manos y la
abrió al azar. Luego hizo como que la hojeaba y volvió a
cerrarla.
—Gracias.
Acercándose a Muriel, Marcos, que parecía
haberse apaciguado un tanto, le confió:
—Macho, mira que he visto mierda en mi vida,
pero como aquello...
—¿Tuvisteis algún sospechoso?
—... No —negó tras una breve pausa, Marcos—.
¿Pero por qué preguntas cosas que ya sabes?
—Es que no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? Está en el
expediente.
—Hombre, no todo lo que le viene a uno a la
cabeza se transcribe —dijo Muriel, en tono de disculpa—. A veces
nos da el viento de alguien y eso nos lo guardamos.
Marcos soltó un bufido.
—Ni arma, ni sospechosos, ni una puta mierda
de nada. El mal nacido esperó a que la muchacha llamase al portero
electrónico, y le dio el tajo. Limpiamente. La estaría acechando,
escondido detrás de uno de los pilares del aparcamiento. Cuando
bajó su compañera de piso, extrañada porque no subía, se la
encontró agonizando.
—¿No estaba vallado el recinto exterior del
edificio?
—Sí, tenía una verja pero la puerta estaba
sin cerradura y no se habían preocupado de reponerla —explicó
Marcos, que había adivinado la intención de la pregunta.
—Si vivía en el edificio, ¿por qué no usó su
llave para entrar en el portal?
—Vete tú a saber. Salió a tirar la basura,
como cada noche. La amiga que vivía con ella me dijo que era muy
despistada y que casi siempre se le olvidaba llevársela.
—La amiga...
—Sí, ya sé lo que me vas a decir —se le
adelantó Marcos—. Cada día bajaba la basura una de ellas; se
alternaban. Pudo haberle tocado a la otra perfectamente.
Realmente lo que quería saber Muriel era
otra cosa, pero estaba bien que se lo hubiese aclarado,
pensó.
—Bueno, como no hay arma que comparar,
tendremos que ver si las heridas de este crimen y el de Vaguada
Verde pudieron haber sido inflingidas por el hacha que
encontramos.
Marcos asintió.
—Si es el mismo en las tres, seguramente que
tendrán algo en común.
—¿Aparte de lo que podemos ver, te
refieres?
—Ajá. Tenemos que suponer —dijo Marcos,
poniendo adrede una voz más grave— que el de La Caracola es el
primero. Bueno, no sé vosotros, pero yo no tengo noticias de uno
similar antes de éste.
—En la costa, desde luego que no.
—Gabriel ya os lo habrá dicho. Tenéis que
buscar una conexión.
—Por supuesto. Un nexo genérico como la edad
o aspecto físico no nos serviría de mucho.
Marcos se echó hacia atrás, apoyando la
cabeza en el respaldo del sillón, y comenzó a masajearse el cuello
con la mirada clavada en el techo.
—No hay que darse por vencido tan pronto
—repuso—. Incluso si es como dices, tendría que haber tenido
contacto con todas ellas, de un modo u otro. Puede que sólo visual,
pero, con suerte, quizá averigüemos que las conocía en
persona.
—Hasta lo que yo sé, ellas no se conocían
entre sí... Pero tienes razón —admitió Muriel, pensativo—. No hay
que descartar que hayan coincidido alguna vez en... no sé, un acto
de algún tipo...
Muriel tenía en la cabeza esas fotos
multitudinarias que se hacen a los participantes en congresos,
galas o actos parecidos. Fotos en las que personas que no se han
visto nunca, quedan enlazadas para siempre en una imagen. Si se
encontrase una coincidencia de ese calibre, reflexionaba
esperanzado...
—Ojalá que no sea como El Arropiero —dijo
Marcos.
La observación hizo meditar a Muriel. El
Arropiero era una leyenda, el mayor asesino múltiple conocido en la
historia criminal de España. Era una referencia esencial para las
Brigadas de Homicidios. Un asesino impulsivo, sin conexiones con
sus víctimas, como había sido El Arropiero, era la peor de las
hipótesis posibles.
—¿Le conociste?
—No. Pero también anduvo por aquí —señaló
Marcos—. Un demonio... Ha sido el tío más cabrón que ha habido
sobre la tierra. Cuando lo detuvieron, aparecieron más de una
docena de cuerpos desperdigados por toda España.
—Leí su historial, pero no recordaba que
hubiera matado por esta zona.
—Sí, sí: a una drogata que mendigaba en San
Miguel y robaba bolsos a los extranjeros en la playa. Joder, la
empaló con una espiga de hierro, hasta sacarle las tripas por el
ombligo. Lo que ocurre es que se retractó, antes de llegar a decir
dónde la había dejado. Pero como había largado bastante, el juzgado
que instruía el proceso lo puso todo patas arriba, ordenando
rastreos a diestro y siniestro. Estaba en un bidón viejo, en mitad
de un zarzal.
—Creo que éste es diferente. Éste es
metódico, y El Arropiero improvisaba siempre ¿Recuerdas en qué
trabajaba o qué hacía? —Muriel blandió la carpeta.
—Era un trabajo que podía hacer desde casa,
pero no lo recuerdo. Creo que estaba relacionado con la publicidad
pero no me hagas mucho caso. Seguro que lo encuentras ahí
dentro.
—¿Y sus amigos, la gente con la que iba?
¿Salía con algún tío, o había salido antes?
Una malévola sonrisa se dibujó bajo el
bigote de Marcos.
—¿No te has enterado?—abrió las palmas de
las manos hacia fuera, como si le causase estupor la ingenuidad de
Muriel—. Sólo comía coños, hombre.
24
Era miércoles. El día después del día
después.
El periódico estaba en el extremo del
mostrador. Habían escrito a bolígrafo en la portada, «BAR». El
hombre de los ojos sin expresión fue directamente por él, incluso
antes de pedir con un leve movimiento hacia abajo de la cabeza su
desayuno de lunes a viernes.
—¿Qué tal?—dijo como saludo.
—Aquí —contestó el empleado—. Como
ziempre.
Luego, el empleado metió la cabeza por la
ventanilla de acceso a la cocina, dijo «¡Ay, vieeena tostada!» como
si estuviese anunciando el Apocalipsis, y se volvió hacia la
cafetera.
El hombre miró en la portada sin ver nada de
lo que estaba buscando y pasó directamente a las páginas de
sucesos. Allí no lo encontró. Retrocedió entonces a las que se
ocupaban de las noticias de la capital. En la segunda página de
noticias locales vio la foto, encuadrada en el margen izquierdo del
titular: «Desaparecido el lunes un joven de dieciséis años». Leyó
ávidamente el texto. Un muchacho que no había vuelto a casa. Una
familia angustiada. Un llamamiento a quien pudiese dar pistas sobre
su paradero. Una policía que no descartaba ninguna hipótesis. Nada
fuera de lo normal. Nada, en fin, de certidumbre. Y el hombre
anodino en el que nadie solía fijarse necesitaba con urgencia de
esas certidumbres. Precisaba liberar su espíritu. Incluso era
preferible saber que estaba sujeto a amenaza específica, que
ignorar qué le esperaba. Sin buenas o malas certidumbres, todo ser
humano camina como un ciego por la vida, sólo es capaz de tantear
entre la oscuridad, porque ambas dan sentido a los actos
secundarios.
No se pueden grabar varios canales de modo
simultáneo. Elegir uno era una cuestión ineludible, un juego de
azar en el que apuestas con una pistola dentro de la boca. El
hombre que no había elegido ser anónimo en el teatro de su mundo de
calles cortas y silencios cortos y campanarios que envejecen y
reclamos de vendedores ambulantes y timbres sin respuesta, había
elegido, no obstante, el canal público. Necesitaba ver la
entrevista, oírles a ambos, ver sus caras refiriéndose a él, al que ya no estaba ni volvería aunque no lo
supiesen. Que hablasen ellos. De cada
gesto e incluso de cada silencio, entresacaría las certidumbres que
tanto necesitaba. Eso buscaba el hombre que había muerto en la
niñez para renacer en cada invierno, cuando las acacias
entrecierran los ojos y los portales entornados velan el sueño de
los vagabundos. No el relato del reportero con las imágenes de
fondo de los padres, reunidos en torno a la mesa de camilla,
contemplando mudos un álbum de fotos que también conserva los malos
días que no pueden cambiarse y los reproches que no dio tiempo a
perdonar. El magazín de tarde de La Primera no se había ocupado el
día anterior del asunto. Había visionado pacientemente la grabación
completa del video. Ni una mención siquiera. No le había extrañado:
era algo que esperaba. Las desapariciones de adolescentes empiezan
a ser noticia a partir del segundo día como pronto; a veces, varios
días después. Todo dependía de cómo se lo tomaran sus padres.
—Zubimo a primera —el empleado puso el café
y la viena tostada delante del cliente que leía ensimismado el
periódico—. Ehte año zí.
—Ya veremos —respondió tardíamente el
cliente, mientras volcaba el sobrecillo de azúcar en la taza—. El
Málaga se suele desinflar en los últimos partidos.
El empleado movió el bigote —un bigote
asilvestrado y arisco de fuertes cerdas rojizas— y dijo con total
seguridad en sí mismo:
—Hay hente mu güena. Hidargo... Ezú Gáme...
Zarva
El cliente del periódico asintió con la
cabeza. Alguien, desde no se sabía qué parte del local, masculló
algo parecido a una palabra.
—¡A primera!—bramó por sorpresa el camarero—
¿Verdá Pepe?
Una gutural e inconexa oración brotó desde
el agujero sin dientes que hacía las veces de boca en la única
persona que había en la barra, además del hombre del periódico. Lo
único que entendió éste fue:
—Etá tú arreglao. E va a zubí a primera...
ni zubí a primera.
—Lo que paza Pepe e que tú ere der
Madrí.
—E via ze der Madrí, Migué —musitó Pepe tras
chupar del cigarrillo que humeaba entre sus dedos.
El hombre de los ojos sin expresión dejó a
un lado el periódico para concentrarse en terminar la
tostada.
—Que te guhta er blanco... ¡No te conozco yo
ni na!
—A mí me guhta er fúrgo. Y er que meó huega
é er Madrí
—Raú —dijo el camarero—. Eze er que te guzta
a ti ¡No gana billete el hioputa! ¿Y ezo un pelotero pa lo billete
que gana?
Las manos y el rostro en proceso de
consunción de Pepe teatralizaron con una serie de gestos su
desprecio a las consideraciones del camarero. Finalmente
sentenció:
—Ze va comé una mierda er Málaga.
El cliente que leía el periódico acabó su
desayuno y dejó dos euros encima de la barra.
Todavía discutían Pepe y el camarero cuando
salió del local
Después caminó a buen paso hacia el colegio,
que estaba a doscientos metros del bar.
Bruno se había pasado la noche estornudando
y respirando de forma extraña. Tenía un catarro de los buenos.
Probablemente con fiebre. La tristeza de sus grandes ojos marrones
lo delataba.
Su dueño había vertido por la mañana un
sobre de amoxicilina en el interior de una de las albóndigas de
carne. Era lo que le había recetado el veterinario para el catarro
de la primavera anterior: amoxicilina de uso humano cada ocho
horas.
El hombre estaba preocupado: Bruno era todo
lo que tenía. Si no mejoraba en las próximas veinticuatros horas,
lo llevaría al veterinario para que le pinchase un antibiótico más
potente. No se le olvidaba que Kora, la madre, había muerto de
neumonía por un descuido suyo que aún no había sido capaz de
perdonarse.
No se dio cuenta del hambre que tenía, hasta
que los ladridos vivaces de su perro le tranquilizaron. Entonces
reparó en que la gran bolsa que era su estómago reclamaba un
almuerzo abundante.
En la casa de comidas de la plazoleta
peatonal le sirvieron paella marinera, un solomillo de cerdo con
una guarnición de ensalada de pimientos, que era más sabrosa
incluso que la pieza de carne, y leche frita. El hombre del que
nadie conocía nada de su otra vida comió con excelente apetito
todas las piezas de pan de la cestilla; era un pan de barra,
crujiente y esponjoso, que traía todas las mañanas un panadero de
Almogía.
Con el optimismo de su saciedad y el
optimismo de la mejoría de su perro («dos sensaciones positivas son
mejor que una»—pensó al salir), regresó a casa en torno a las
cuatro. Los paquetes estaban terminados desde la tarde anterior.
Casi todo el trabajo hecho. Se sentía feliz, seguro de que todo iba
a salirle a pedir de boca. Sacaría de paseo a Bruno, hasta las
cinco. Dejó programado el video. Cuando viese la noticia, cuando se
sintiese orientado, comenzaría con los viajes.
El hombre fue hasta Huelin, en coche. Había
aparcamientos de sobra. Dejó al perro a sus anchas en el parque
durante un buen rato. Luego cruzaron hasta el paseo marítimo de la
Misericordia. Había grupos de críos por doquier. Unos golfeando,
sobándose. Otros fumando cigarrillos o maría. Bruno sabía
seleccionarlos, tenía un don, un instinto que le facultaba para
comprender cuáles eran sus inclinaciones. Era una extraña
sensibilidad la de Bruno, como si procediese de un cerebro
racional.
No podía dejar de mirarlos a hurtadillas,
mientras acariciaban a su perro. Estaba seguro de que tardaría en
«contactar» con uno de ellos.
Tenía vida para un año como poco.