14

 

Amaneció nublado. Un vehículo de la empresa municipal de limpieza operaba a lo largo de la calle semivacía, justo en el instante en que Bernal apartaba la cortina con los dedos. El conductor gritaba a uno de los operarios que iba a pie. El tipo tenía un vozarrón enorme y tonante que recordaba a los viejos pregoneros municipales y que traspasaba con suma facilidad el grueso cristal de la habitación a la altura de la segunda planta.
Durante su precipitado viaje, Luis Bernal no había tenido tiempo de pensar en la Málaga que se encontraría. En los recuerdos que le traerían el olor y la brisa templada de la ciudad. Con todo eso se iba a dar de bruces el día veintiuno por la mañana, cuando pudiese desalojar de sus pensamientos siquiera una porción de Dora, de Natalia, de los porqués y de los sinsentido que lo copaban absolutamente todo (aunque tenía que reconocer, siendo sincero, que Adriana y Luz también nadaban ahora libremente en su interior, vinculadas con una sensación de peligro que era nueva para él)
Por razones que no estaban del todo claras en su cabeza, Málaga le recordaba muchísimo a Santander. Quizá al hecho de que ambas eran costeras y estaban empapadas del mismo olor salino; el clima; el bullicioso aspecto del centro... Era difícil decirlo. Hasta que abría el grifo de agua fría. La tibieza casi caldosa del agua de Málaga, hacía que la sensación al lavarse las manos fuese completamente distinta. En Santander el agua salía siempre helada.
Bernal no se encontraba bien aquella mañana y se preguntó cuál podría ser la razón. Se había levantado según su costumbre unos minutos antes de las ocho, con las piernas doloridas, como si tuviese unas décimas. Quizá fuese la resaca. Buscó la caja de paracetamol que llevaba en uno de los compartimentos de su maleta y se tragó un comprimido ayudándose con el caldo que expulsaba el grifo. Tuvo un primer acceso de tos en el baño. Se dio una ducha templada y se afeitó con parsimonia y, tras inundarse generosamente la mitad del rostro con su afther save favorito, el Allure de Chanel, perdió casi diez minutos retocándose las ondas de su cabello gris y blanco con un cepillo de cerdas duras que llevaba consigo a todas partes. También, como cada mañana, volvió a mirarse con desencanto y preocupación las bolsas de color macilento que ahora ocupaban sus párpados inferiores. Las contemplaba como un brujo examina el objeto de su próximo hechizo. Inconscientemente, albergaba dentro de sí la absurda esperanza de levantarse una mañana y ver que ya no estaban allí.
Volvió a toser varias veces seguidas, sintiendo cómo se desprendían costosamente las flemas de su pecho. Pero no asoció el hecho con los veinte cigarrillos que fumaba a diario. Bernal creía honestamente que un fumador sólo ponía en peligro su salud cuando alcanzaba los dos paquetes al día. Su comentario cuando alguien le preguntaba al respecto era que su tos se debía a un resfriado «mal curado».
Le dolía ligeramente la cabeza. Había dado muchas vueltas en la cama y una pesadilla en la que veía a sus pequeñas a punto de caerse de un bote en medio de la mar agitada, le había hecho despertarse sobresaltado. La causa había sido el par de güisquis que se tomó sobre las once y media en el bar del hotel. El alcohol le alteraba el sueño, pero a veces no podía prescindir de él.
Necesitaba dar un paseo, incluso antes de tomar el primer café del día. Vagamente recordaba que una de las cafeterías de la cadena La Canasta se encontraba no lejos de allí, en dirección a la comisaría. Al salir a la calle le asaltó la idea de que quizá fuese vestido de un modo poco conveniente. El abrigo azul de cashmere parecía una prenda de alto ejecutivo, no de un policía que pretendía hablarles de tú a tú a otros policías. Por un momento había olvidado que ya no era un agente del orden. Se había convertido en un burócrata y llevaba años sin relacionarse con sus compañeros como durante su pertenencia a la Brigada de Homicidios en Sevilla. Tal vez había perdido práctica para las relaciones. Tuvo miedo de que un ridículo detalle, fruto de su descuido, frustrase la visita. Sabía por experiencia que la primera impresión podía abrirle las puertas o cerrárselas a cal y canto. Dependía esencialmente de él y de la suerte. La subordinación a la suerte de su éxito o fracaso, le hizo reflexionar: estaba totalmente en manos de ella. Sería muy difícil sacar algo en claro, si la persona encargada no tenía un buen día. No era una intuición; le bastaba con recordarse a sí mismo. De inspector, había sido desconfiado, y tuvo fama, quizá merecida, de hermético y antipático. Se comportaba de un modo especialmente borde con los curiosos profesionales, esa gente que tenía el vicio de hacer preguntas sólo para satisfacer una insana necesidad. Los olfateaba a una legua de distancia y se ponía en guardia. Ahora trataba de ponerse en el lugar del otro, del funcionario que le atendiese. Decidió que tenía que esforzarse por causarle buena impresión. No podía permitirse el lujo de volver a La Haya con los bolsillos vacíos, y mucho menos de no mantener abierto un canal de comunicación para el futuro. Podría suceder que la investigación se estancase, y no soportaba la idea de quedarse al margen.
Cuando bajó por las escaleras exteriores del hotel, miró instintivamente al cielo. Las nubes eran altas y blancas. Corría un aire suave. No había indicios de que lloviese pronto.
Bernal se dijo que era un buen día para pasear, pero tuvo conciencia de que no se sentía con ánimos de disfrutar del paseo. Pese a ello, enfiló despacio hacia la avenida de los Nuevos Ministerios, intentando separar lo anímico de lo sensorial, siquiera por unos minutos. Siempre gustaba de empaparse del ambiente y de los olores de las ciudades que visitaba. El olor salino del mar impregnaba el corazón de la ciudad. Levantó la vista al cielo, sin dejar de caminar, y vio planear majestuosas las gigantescas gaviotas que habían colonizado en los últimos años las azoteas de los edificios. Bernal recordó que muy pocos en la costa oriental las llamaban «gaviotas»; sus habitantes las conocían como «pavanas» y reservaban el nombre de paínos para sus parientes menores, muy parecidos a aquellas, pero de un tamaño cuatro o cinco veces inferior. En poco más de cinco minutos divisó la cafetería. Había un kiosco de prensa enfrente. Cruzó la calle y pidió el diario Sur al quiosquero. El hombre, oculto tras unas gafas de opacos y gruesos cristales, le hizo un comentario rutinario sobre el tiempo mientras le devolvía el cambio del billete de cinco euros. Al entrar en la cafetería, la mezcla de olores agradables le causó un bienestar inesperado. El pan recién hecho, la bollería y el aroma del café lo inundaban todo. El tramo más largo de la barra estaba vacío. Un camarero le atendió de inmediato. En cuanto dio el primer sorbo del «crema» que le habían servido, encendió un camel y comenzó a hojear el periódico. Fue a la sección de opinión y leyó superficialmente los editoriales y artículos. Luego saltó a las páginas de sucesos, sin encontrar nada que le interesara, es decir, ningún comentario acerca del crimen. Un hombre se había arrojado al vacío desde el balcón de su casa; habían atropellado a una anciana en la calle Cristo de la Epidemia, hiriéndola de gravedad; una reyerta en un pub había concluido con un herido grave, y una banda de atracadores de chalet acababa de ser desarticulada. Pero ningún comentario sobre el crimen que había conmocionado a la ciudad cinco días atrás. Simplemente habría dejado de ser actualidad, se dijo. Pero al retroceder a las primeras páginas, dedicadas a la capital, se encontró con un amplio reportaje, en el que se volvían a analizar las circunstancias del suceso. Nadie era capaz de explicar lo ocurrido. Una mujer atacada en pleno paseo marítimo, asesinada sin razón aparente, de un tajo limpio en el cuello. Involuntariamente, volvió a pensar en «sus niñas». De repente, se dio cuenta de que ya eran dos mujeres. Las fotos que había recibido vía SMS del último cumpleaños de Luz, desfilaron por su mente. «Veintiuno, ya», murmuró. Pensó que Adriana cumpliría veintitrés en poco más de dos meses, y sintió nostalgia de unos años en los que, curiosamente, se había lamentado con amargura por estar perdiéndose el crecimiento de sus hijas. Pero ahora, al recordarlo, tuvo la noción exacta de no haber temido por su seguridad durante aquella etapa, entendió que siempre había dado por descontado que se encontraban a resguardo de los peligros que acechan en la calle, la maldad que él conocía tan bien y que, trágicamente, había alcanzado de lleno a Natalia. Ese temor era ahora constante, denso, casi angustioso, porque sentía que no podía protegerlas, y que nadie les brindaría esa protección en su lugar. Eran mayores de edad, y ni siquiera su madre podría hacer nada al respecto. Esas reflexiones le trastornaron algo más de lo que ya estaba. Trató de quitárselas de la cabeza rescatando de su memoria los recuerdos de su último viaje de placer, que le había llevado a Estambul y a recorrer la península de Anatolia. Fugazmente recreó la imagen del Porsche Cayenne, con el que soñaba desde hacía un año. Lo vio surcar aquellos parajes. Pero Bernal no estaba de ánimo. Se dijo a sí mismo que los pensamientos hedonistas debían quedar relegados para otra ocasión. Pidió un desayuno completo y, mientras se lo servían, hizo varias llamadas hasta conseguir que le pusieran con un tal Muriel, un subinspector de Homicidios. Bernal dijo a aquel hombre con voz de jovenzuelo sabelotodo que quería «tratar con la policía información relacionada con Natalia Blanes». Evitó deliberadamente decir «sobre la muerte»... Su propósito era ver cuanto antes al responsable del caso. Fue parco en palabras pretendiendo darle un tono «oficial» al contacto. Le chocó mucho que no se le exigiese aclarar quién era en realidad él (y cuál era su relación con la víctima, si es que había alguna), y qué le impulsaba a contactar con la policía. Preguntas básicas, todas; preguntas que él hubiera formulado sin duda si hubiese estado en el lugar del agente. La respuesta de Muriel fue muy escueta. Sencillamente, le dijo: «de acuerdo». Muriel tampoco había puesto excesivo celo en identificarle. Se limitó a preguntarle los apellidos, y seguramente los anotó, a juzgar por la pequeña pausa que siguió a su pregunta, y a renglón seguido le ofreció ir a verle a su lugar de trabajo o donde le viniese bien, si le era imposible acudir a la comisaría. Bernal supuso que el teléfono al que llamaba tenía sistema de registro e identificación de llamadas y que por eso Muriel no le pidió el número de móvil. Pero ¿qué sabía aquel agente acerca de la propiedad del teléfono? ¿Y si era prestado? Para salvaguardar su anonimato podía haber usado uno cualquiera con sistema de prepago. Si llegara a cambiar de idea, a Muriel le habría sido muy difícil localizarle.
Bernal decidió que el subinspector había obrado descuidadamente.
Sin embargo, algo que ocurriría más adelante le iba a hacer cambiar de opinión sobre la competencia profesional del agente.
Por fortuna, el paracetamol había actuado ya. Bebió pausadamente el zumo de naranja al tiempo que reflexionaba sobre su propia actitud. Descubrió con cierta sorpresa que seguía pensando como un policía. Todo el tiempo. Estaba juzgando el trabajo policial ajeno por una especie de automatismo. Cada pensamiento incluía una valoración y cada valoración, una o varias deducciones. Era una estructura lógica, desarrollada y pulida a base de intervenir en la investigación de muchos casos. El haberse convertido en un burócrata no le había cambiado sustancialmente. Había empleado una falsa excusa, que se le había ocurrido sobre la marcha mientras sonaban los tonos. De pronto presintió que yendo de frente podría fracasar en su empeño. Era arriesgado, claro. Podría pasarle factura luego, en cuanto se viese obligado a explicar los verdaderos motivos para haber concertado la cita.
Parte del pastel seguía en el plato cuando encendió el segundo cigarrillo. Era incapaz de terminarlo. Comprobó en su reloj que tenía más de una hora. «Puede venir a las doce», le había dicho el subinspector antes de colgar. Pidió la cuenta y salió a la calle sin tener decidido en qué ocupar el tiempo que restaba. Se había levantado bastante el día. Caminó parsimoniosamente mirando los escaparates. A unos pocos pasos de la cafetería se topó con una tienda de ropa. Una prenda de las expuestas en el escaparate le llamó la atención: era un chaquetón marinero. Se le ocurrió una idea. Entró, se lo probó y decidió quedárselo. Entonces le pidió al dependiente que le guardara el abrigo unas horas. Probablemente iría a recogerlo por la tarde.
Bernal abandonó la tienda vestido con la prenda recién comprada. En un cuarto de hora estaba en la puerta de entrada de la comisaría. Faltaban once minutos para las doce.

15

 

El gesto del agente con el que había contactado cambió al examinar someramente sus credenciales. Era evidente que estaba sorprendido y preocupado a la vez por la visita. Bernal pensó inmediatamente en el efecto que debía de causarle su presencia allí. La mera sospecha de que pudiese tratarse de una inspección encubierta del alto organismo policial europeo intimidaría a muchos funcionarios. Circulaba cierta leyenda al respecto por todas las comisarías del continente: se rumoreaba que Europol podía estar enviando a sus agentes con cualquier pretexto para realizar inspecciones sorpresa. Se jugaban mucho los mandamases con los contenidos de los informes que se elaborarían. Todos los comisarios jefe tenían la mosca detrás de la oreja con aquel rumor, fuera o no fuera un bulo. Se dijo a sí mismo, maliciosamente, que no haría nada en un buen rato por deshacer el equívoco. Podría incluso convenir a su propósito el dejar a Muriel preso de esa incertidumbre. Quizá le ablandara. Trató de ponerse en el lugar del superior de Muriel y vio que también con él podría tal vez serle útil la táctica de dejar en una confusa indefinición el porqué de encontrarse allí. A mayor rango, mayor cuota de responsabilidad.
Muriel era mucho más alto de lo que había imaginado al oír su voz a través del teléfono. Le calculaba unos veintiocho años y que excedía probablemente del metro noventa y cinco. Iba bien afeitado y, aunque no eral mal parecido, tenía un rostro «convencional»: ojos oscuros sin color definido, nariz poco desarrollada y boca pequeña, con labios finos. Algunas canas se le desparramaban por los márgenes del cabello, cortado y peinado sin mucho estilo. Era también muy delgado, tanto que daba cierta impresión de fragilidad a pesar de su estatura. Pero no era una delgadez homogénea. Había algo en él que distorsionaba al mirarle, como si a un muñeco le hubiesen ensamblado de forma incorrecta alguna de las piezas, intercambiándola por error con otra parecida. Bernal invirtió unos veinte segundos de disimulado escrutinio —el tiempo que tardó en caminar unos pasos el joven agente— en descubrir la causa: los brazos de Muriel eran proporcionalmente más robustos que sus piernas.
Bernal se quitó el chaquetón nada más entrar. Hacía bastante calor en el interior de la comisaría, pese a lo cual Muriel llevaba puesto un jersey de lana de notable grosor. Lo encontró en la planta baja del edificio, en una enorme oficina en la que se hacinaban varias mesas de trabajo tras los mostradores. Muriel se comportó con amabilidad, aunque era incapaz de disimular la inquietud de estar pasando por un imprevisto examen. Bernal supuso que era tal vez por ese motivo, por el que no daba muestras de estar demasiado interesado en la información que antes le había prometido entregar. No hubo ninguna mención al asunto en los primeros momentos. Era como si temiese dar un traspié al abordarlo. Bernal decidió darle cuerda.
El subinspector Muriel le condujo a través de un largo pasillo a un ascensor reservado al personal y subieron a la planta superior. Allí le atendió en un pequeño despacho de corte moderno, en cuya mesa no había ningún papel; ni tan siquiera una carpeta. Sólo una obsoleta pantalla de ordenador, que parecía fuera de uso. Muriel le aseguró que el inspector que se había hecho cargo de la investigación llegaría en cualquier momento. Pero si se trataba sólo de ponerle al corriente de algún dato interesante acerca de Natalia Blanes, no había motivos para esperarle puesto que él también estaba trabajando en el caso. Podía confiárselo, naturalmente con plenas garantías de que trataba con la persona adecuada. A partir de ese momento algo cambió en su actitud: dio la impresión de que su cerebro comenzaba a asociar por primera vez ambas circunstancias porque se quedó como ausente de un modo particularmente abrupto. Seguramente se estaría preguntando qué tenía que ver Europol con la investigación de esa muerte.
Bernal le dio las gracias, diciéndole seguidamente que prefería esperar a hablar con su superior por motivos que no venían al caso. Tras ese comentario, el altísimo agente le miró dubitativo y extrajo un móvil extraplano del bolsillo derecho del pantalón. Pulsó uno de los botones y se lo puso al oído.
Aunque no lo había mencionado expresamente, Bernal supo que había llamado a su superior.
—¿Dónde estás?—preguntó Muriel a quien estuviese al otro lado de la línea.
—...
—Es que está conmigo... —hizo un gesto inquisitivo mirando a Bernal.
—Luis Bernal —la voz de Bernal rezumaba ahora seguridad, e incluso cierta autoridad.
—Luis Bernal —repitió Muriel—. Es de Europol... Dice que quiere hablar del caso de Natalia Blanes... —hubo una pausa larga, en la que se percibió que el inspector estaba gritando—. Estoy en el veinticuatro —continuó con gesto ceñudo, y, plegando el teléfono, explicó a Bernal—: Está ya en el edificio. Sube ahora mismo.
Bernal asintió con la cabeza e hizo un breve comentario sobre el tiempo. Veía a Muriel cada vez más tenso.
Menos de un minuto después, cuando pensó que se le hacía ya insoportable la espera al muchacho, que no sabía donde dirigir la mirada para evitar la suya, Bernal oyó abrirse la puerta a su espalda. Giró la cabeza en un acto reflejo y siguió con la vista al hombre que había irrumpido en el despacho. Éste le ofreció cordialmente la mano al llegar a su lado derecho. Pero Bernal se percató de que un manto de recelo bien visible cubría sus formas educadas.
—Soy Gabriel Ramos. Usted es Luis Bernal, ¿no es eso?
Muriel se levantó y se hizo a un lado.
Bernal alargó incautamente la mano desde su asiento. El saludo era la forma en que Ramos se describía a sí mismo ante los demás, el botón que al ser pulsado proporcionaba las claves de su personalidad. Las personas que le conocían exclamaban en su interior: «¡Joder! Un tío sano». «Es una persona directa, que no se anda con rodeos». «Es sincero y sin dobleces». Todo eso lo pensaban entre la sorpresa y el dolor porque Ramos tenía la costumbre de usar ambas manos para el apretón, y las suyas eran unas manos descomunales y velludas que trituraban con involuntaria aunque sistemática crueldad las de la persona contraria. Hablaba con un pronunciado acento castellano que a Bernal le resultaba vagamente familiar; sabía que lo había escuchado antes en boca de un amigo o conocido, pero no era capaz de recordar de quién se trataba. Bernal cotejó que había una gran expectación en sus pequeños ojos claros.
El interminable armazón de Muriel buscó apuntalarse con el tablero saliente de la estantería vacía. Finalmente encontró el apoyo necesario en sus nalgas huesudas.
De pronto, Muriel recordaba la noche del crimen.
El inspector se acomodó en el sillón que antes había ocupado su subordinado. Tendría unos cuarenta años. La cara era alargada, con el mentón prominente y facciones agradables, aunque la nariz resultaba demasiado afilada dentro del conjunto. El pelo castaño, ondulado, peinado de forma que ocultase las entradas que iban ganando terreno inexorablemente. Todo en Ramos transmitía una sensación de inagotable energía.
—Usted dirá.
—¿Podría dedicarme unos minutos de su tiempo?
El inspector de Homicidios pensaba en sus sagradas cañas del mediodía.
—Hasta las doce y media no tengo problemas.
—Para mí es más cómodo que nos tuteemos. Si no te importa, claro.
Ramos pareció aliviado. Tenía la sensación de haber visto antes al hombre que estaba al otro lado de la mesa. Intentó pensar en ello, a la par que intentaba no perder el hilo.
—Perfecto —contestó distraído—. Me ha dicho mi compañero que eres de Europol.
Bernal sacó de la cartera su carné de funcionario y se lo entregó al inspector. Ramos lo examinó tímidamente, como si se avergonzase de tener que comprobar su autenticidad y se lo devolvió al instante.
—Sí —dijo Bernal. Trabajo en Delitos Financieros.
Ramos y Muriel cruzaron una mirada.
—Y que querías darnos información sobre Natalia Blanes —dijo en tono prudente el inspector.
—No es así exactamente. Digamos que quería hablar de Natalia.
—¿Pero qué tiene que ver Europol con este caso?
Bernal sonrió.
—Confío en que nada —dijo, alimentando deliberadamente las dudas que pudiesen albergar ambos.
Ramos se echó sobre el respaldo flexible del modesto sillón de oficina tapizado en calurosa tela azul y cruzó las piernas.
—Bueno... Estaremos encantados de escucharte.
—No quiero entrometerme. Os agradecería que sólo me digáis si tenéis algún indicio sobre quién puede ser el autor.
Inspector y subinspector volvieron a mirarse, perplejos.
—Antes de continuar, debo llamar al comisario —dijo con decisión Ramos—. Tengo que ponerle al corriente de esta conversación.
Bernal se encogió de hombros. Luego, agobiado por el calor de la estancia, se quitó del regazo el chaquetón y lo terció sobre el reposabrazos de su asiento.
—Como estimes conveniente. Pero mi visita no es oficial, si eso es lo que te preocupa.
—Entonces...
—Mi interés es exclusivamente personal. Te doy mi palabra de que esto es privado, y que a nadie más que a mí concierne.
Ramos volvió a adoptar una actitud más relajada. Aspiró profundamente el aire caliente de la habitación.
—¿Por qué motivo, si puede saberse?
—Soy amigo de la familia. He viajado desde Holanda, para estar en el funeral. Puedes llamar a la madre y confirmarlo.
Gabriel Ramos se rascó maquinalmente la coronilla. De pronto recordaba dónde había visto a Luis Bernal: en la iglesia, durante el entierro de Natalia.
—Podías haber empezado por ahí, hombre.
Bernal lo sabía. Sabía que lo lógico era haber empezado por ahí. Pero entonces, quizá Gabriel Ramos no estaría en tan buena disposición, pues no tendría la sensación de haberse quitado un gran peso de encima.
—Lo sé —dijo en un susurro.
—Nos has alarmado un poco.
Ramos notaba que la presión de imaginarse bajo el escrutinio implacable de Europol había desaparecido sólo a medias.
Bernal sonrió con una mueca de disculpa.
—Llama a Dora. Supongo que tendrás su teléfono. Dile que estoy aquí.
Ramos miró de nuevo a Muriel, que continuaba apoyado sobre el mueble, los brazos cruzados y la mirada baja. Parecía como si le disgustase que aquella conversación se estuviese produciendo.
—La madre es Dora —reflexionó—. No recordaba haberla oído nombrar de esa manera.
—Preferiría que la llamases —insistió con suavidad Bernal.
Ramos carraspeó nervioso, se levantó del sillón y se hurgó en silencio en el bolsillo derecho del pantalón de tergal de color tostado, que estaba pidiendo a gritos un día en la lavandería. Salió un instante de la habitación, tecleando en el móvil. Volvió en un minuto aproximadamente.
—No era necesario —dijo a modo de disculpa—. ¿Qué otra razón ibas a tener para venir aquí?
Bernal miró por toda la habitación en busca de un cenicero sin hallarlo. Notaba el deseo acuciante de fumarse un cigarrillo. Pero no tenía la sensación de hallarse frente a gente con el mismo hábito. Tendría que controlarse.
Al pensar en ello, recordó los tiempos en la Brigada. En aquel entonces todos sus compañeros fumaban como carreteros.
—Yo también estuve en Homicidios —dijo.
Ramos mostró un gran interés.
—¿Ah, sí? ¿En qué lugar?
—En Sevilla. Pero hace más de veinte años de eso.
—Razón de más...
—Para saber que la batuta es tuya —le interrumpió Bernal—. Mira, yo fui inspector jefe de la Brigada de Homicidios del Distrito Sur. Sé perfectamente cómo funciona esto. La responsabilidad que conlleva estar al mando. Nadie quiere interferencias ni que le fisgoneen la investigación.
Ramos experimentó una punzada agradable por toda aquella comprensión que le mostraba el recién llegado. Le caía simpático Bernal, de eso no tenía duda.
—Es una gran verdad —admitió—. Cuanta más repercusión tenga un crimen, más complicado se vuelve todo.
—Te seré sincero —dijo Bernal—. Natalia era mi ahijada. Y durante casi un año, hice las veces de padre. Digamos que represento a la familia. Comparte conmigo la información que quisiera tener su madre, la que tú le darías si estuviese capacitada para asimilarla. La única diferencia será que conmigo podrás usar todos los tecnicismos necesarios... —se detuvo un instante para darle un énfasis especial a sus siguientes palabras—. Piensa en lo que harías si llevaras la investigación de un crimen, siendo la víctima la hija de uno de tus compañeros ¿No le darías cuenta de todos tus pasos? Creo que puedo pedirte que me trates como a un antiguo compañero. Sólo eso.
Ramos volvió a sentir parecida incomodidad a la que le había hecho ponerse en guardia en un primer momento. Pero ahora había algo distinto en él, una fuerza que le impedía blindarse del todo frente a aquel ex inspector.
Cruzó los brazos, se echó hacia atrás y dijo con un leve aire de resignación:
—Veremos hasta dónde puedo llegar. Prueba.
—Gracias —dijo satisfecho Bernal—. Bueno, ambos sabemos que la mayoría de los homicidios se resuelve en las primeras cuarenta y ocho horas. Es uno de los axiomas de la investigación criminal. Cuando no es así, el crimen tiene muchas posibilidades de quedar impune.
—Eso no va a ocurrir en este caso.
Bernal absorbió como un sumidero tal declaración de buenas intenciones.
—He leído los periódicos locales esta mañana... Te preguntaba antes sobre pistas —le recordó muy serio.
Ramos negó con la cabeza tras una pausa en la que pareció cavilar la respuesta. Luego miró a Muriel un instante y dijo:
—Nada importante hasta ahora. A pesar del lugar y la hora no parece que haya habido testigos del crimen. Hicimos un llamamiento a través de la prensa y la televisión. Quizá alguien vio al asesino aunque no lo sepa... Sabes que resulta normal que algunos testigos tarden varios días en darse cuenta de que vieron algo o en decidirse a hablar. Por eso no hemos perdido la esperanza. Las llamadas que hemos recibido —unas diez, aproximadamente—, carecen de credibilidad. Hemos interrogado a un posible testigo... Claro que... es un niño de cinco años. Bueno —miró de nuevo a su compañero—... lo que le contó a su padre es que había visto «un hombre con una espada» moverse entre las palmeras. Y el padre nos llamó a nosotros. Creemos que pudo acecharla oculto entre las palmeras del borde de la vía. Hemos peinado a fondo la zona, incluyendo la franja de césped que hay al pie de las palmeras cercanas, para buscar algo que pudiera estar relacionado con el autor: envoltorios, colillas..., pero las huellas que hemos encontrado en una bolsa de frutos secos y en las colillas en donde era posible identificarlas, no estaban en el fichero de delincuentes. Todavía no tenemos a punto los resultados de las pruebas de ADN.
—Supongo que dais por hecho que es un hombre.
Sin quererlo (no de forma consciente, al menos) Bernal había deslizado un reproche casi imperceptible en su conjetura. ¿Habían pecado de ligereza por descartar a una mujer como posible autora? Sólo por el hecho de que el método y la fuerza empleada hablasen de un varón, no se podía dejar de considerar la otra hipótesis.
Ramos lo captó enseguida. Aparentemente no se molestó.
—No. Pero es lo más probable —dijo escuetamente.
—Claro... ¿Es fiable el testimonio de ese niño? —preguntó, ligeramente decepcionado, Bernal.
—El niño viajaba con su padre, en dirección al Rincón de la Victoria, así que no ha sido posible elaborar un retrato robot... —hizo una pausa como si esperase que Bernal le preguntase el porqué, pero Bernal seguía mirándole atentamente—. Por esa vía se circula a una velocidad media de setenta kilómetros por hora. Además, el lugar que nos señaló está en completa penumbra. Es prácticamente imposible que el niño haya visto algo más que una sombra.
—¿Y del arma? ¿Qué sabéis?
Ramos dudó un instante. Luego se acarició el mentón y mirando a Muriel dijo:
—Que no es un cuchillo cualquiera.
—Gabriel, no creo...
El inspector detuvo a Muriel con una señal de su mano.
—Natalia no murió degollada tal como dicen los periódicos.
Muriel frunció el ceño.
—¿Te parece que es conveniente hablar de esto ahora?—dijo con cara de no creerse del todo que su jefe estuviese vulnerando el pacto de silencio que habían sellado ambos.
—Da igual, Fernando. Antes o después se sabrá.
—No estoy de acuerdo contigo —replicó molesto el subinspector—. Se nos jodería toda una línea de investigación.
—¿Es que crees que los del juzgado no van a dar el cante? Como si no los conocieras, coño.
Gabriel Ramos zanjó la discusión con un ademán y volvió a dirigirse a Bernal.
—Perdona este pequeño rifirrafe entre compañeros. Fernando se fía demasiado de la gente, pero aquí la mayoría se van de la lengua, empezando por los forenses. No hay uno de ellos que no sirva de fuente a un periodista. Y pongámonos todos... Pero, bueno, ¿qué voy a decirte que ya no sepas?
El desacuerdo de Muriel con su jefe salió disparado a través de su nariz prepuberal, en forma de un corto resoplido. ¿Por qué cojones tenía Gaby que revelar ese detalle al de Europol con tal de agradarle?
Bernal asintió con la cabeza. La causa de la controversia no había hecho sino llenarle de expectación.
Lo descrito en El Sur, La Opinión y Málaga Hoy, variaba muy poco. En lo que todos coincidían era en que la muchacha había encontrado la muerte tras ser «degollada». Supuestamente, el asesino, apostado en la franja de oscuridad de debajo de los árboles, le habría rebanado el cuello con un cuchillo o navaja, sorprendiéndola por la espalda.
—La intención del asesino de Natalia era decapitarla, algo que consiguió sólo a medias —concretó Ramos. (El rostro de Bernal adquirió una cierta lividez al oír esta confidencia.) —No ha sido posible encontrar el arma y todavía no sabemos de qué arma se trata... Según el forense, el corte se produjo por una hoja muy afilada, de borde recto y con un peso elevado. La hoja penetró hasta la cuarta vértebra cervical y dejó una muesca en ella. No es un hacha, desde luego. Es una clase de arma con la que no estamos familiarizados. Estamos examinando las que pudieran amoldarse al tipo de herida.
—Podría ser un machete —intervino, resuelto, Muriel, que parecía haber dominado su anterior resistencia a compartir la información con Bernal—. Aunque lo del peso es un problema. Desconocemos todavía si hay algunos tan pesados y, en tal caso, dónde se pueden adquirir.
—Tenemos a nuestra gente trabajando en ello —añadió Ramos—. Pronto cerraremos el abanico y nos habremos hecho una idea muy aproximada.
Las descripciones pusieron a Bernal ante la horrible mutilación que había sufrido Lita. Se le ensombreció el rostro.
—Hijo de puta —susurró para sí.
Luego tuvo conciencia de que también él había asumido que se trataba de un varón.
—Lo cogeremos —aseguró Fernando Muriel.
Bernal no dijo nada. Se limitó a cruzar las piernas. Estaba vacunado contra toda clase de voluntarismos.
—Por muchas bestialidades que veas, nunca llegas a acostumbrarte —comentó Ramos, echando el cuerpo hacia delante.
—Esto es especial —dijo a media voz Bernal.
La mirada azul de Ramos adquirió un brillo intenso aunque fugaz.
—¿En qué?
—En que es calculadamente salvaje y sádico.
—¿Calculadamente?... ¿Qué quieres decir?
Bernal aspiró aire como si la congoja y la rabia que sentía le estuviesen ahogando.
—Es la elección... ¿Por qué optar por un método que requiere tanta precisión para conseguir el mismo resultado?... No sé. Perdonadme pero ni siquiera sé lo que estoy diciendo —dijo con aire de disculpa.
Muriel sintió un ligero estremecimiento, aunque no era porque las palabras del inesperado visitante describiesen bien la monstruosa frialdad del asesino. El propósito en sí, agudamente expuesto por Bernal, era lo que de repente le turbaba.
—Me he preguntado cómo escapó el que lo hizo —dijo Bernal, cambiando de asunto. Ya no tenía dudas de que el asesino era un hombre.
Gabriel Ramos se adelantó a responderle.
—Aún no lo sabemos —dijo negando con la cabeza.
—Conozco la zona. Sé que tuvo que cruzar la carretera por fuerza después de cometer el crimen.
—Eso es lo que haría yo, desde luego. Es la única salida. En la dirección contraria sólo está el mar... Aunque, para ser sinceros, aún no hemos descartado que saliese del paseo marítimo a la altura de los Baños del Carmen. ¿Los conoces?—Bernal asintió—... Pero, pensando con lógica, la mejor vía de escape sería atravesando la carretera, porque es la única forma de eludir el cerco policial. La verdad..., nos cuesta pensar que corriese a lo largo de la playa para alejarse de allí.
—Pero pudo haberse escondido —añadió Muriel.
—Eso es muy improbable —intervino el inspector—. La zona se batió casi inmediatamente.
Bernal captó en el acto la pequeña discrepancia en el enfoque que subyacía entre ellos. Tuvo la sensación de que lo habían discutido antes, sin llegar a ponerse de acuerdo.
—¿Esconderse? ¿Dónde?
—Fernando tiene una teoría —dijo Ramos dirigiéndose a Bernal en un remotísimo tono de sorna.
Bernal asintió.
Muriel, que no podía ni quería disimular que sus reparos a compartir toda aquella información permanecían aún vivos, concretó con semblante serio:
—En la misma playa.
—No, no. No hay donde ocultarse —repuso convencido Ramos.
—Hay un merendero cerrado...
—Eso no se me pasa por la cabeza —se irritó el inspector—. Permanecer agazapado allí unos minutos hubiese sido jugársela... Un comportamiento así sería completamente suicida. Y este sujeto, Fernando, no es un imbécil...
El móvil de Ramos sonó entonces, sobresaltándoles a todos un poco con su volumen tan elevado. Ramos miró la pantalla y, tras disculparse con Bernal, salió inmediatamente de la habitación.
La interrupción había dejado con la palabra en la boca a Fernando Muriel.

16

 

Muriel empleó el minuto que tardó en regresar Ramos en tratar de entablar una conversación sobre cosas banales con el agente de Europol. Intentó que no pareciese forzada. Sólo tuvieron tiempo para comentar la diferencia de inviernos entre La Haya y Málaga.
Tuvo tiempo, además, para pensar en la actitud de su jefe.
¿Por qué se mostraba Gabriel tan condescendiente y hasta claudicante con Bernal? ¿Qué clase de temor le inspiraba? ¿Y por qué ese empecinamiento en ignorar su explicación a la poco comprensible ausencia de testigos de la huida del asesino en un sitio tan concurrido?...
El razonamiento de Ramos era que sólo un chapucero hubiese permanecido en el lugar del crimen. A Muriel le parecía simplista en exceso. Algunos criminales tratan de confundirse entre la gente que acude a curiosear nada más cometer el asesinato. Gozan al contemplar la reacción del público; les hace sentirse importantes. No es sólo que les convierta en protagonistas, sino que también les resulta útil para escabullirse. El problema más relevante que encierra este tipo de conducta es que tienen que desprenderse del arma. Y estar plenamente seguros de que no se han manchado durante la agresión. La playa estaba muy oscura aquella noche. Y había suficientes sitios donde ocultarse. Claro que suponía un riesgo: no se había desprendido del arma. Pero ¿y si la hubiese enterrado en la arena, o arrojado al mar? ¡Coño! No habían dado orden de remover la arena; sólo se había rastreado en superficie. Ni se habían enviado los submarinistas. Y ya habían pasado cinco días. El arma era grande y difícil de esconder. ¿Y si hubiesen dado la orden de retener y registrar a los curiosos? Pero esa orden no llegó a emitirse, por desgracia. Se les había pasado por alto, seguros desde un primer momento de que el sujeto cruzó la carretera. Las patrullas que llegaron al lugar tomaron algunos nombres, aunque hubo quienes se acercaron y se les ordenó dispersarse.
Había que tener sangre fría para hacer aquello. ¿Pero es que acaso no la tuvo para asesinar a Natalia?
Fernando Muriel se abstuvo de compartir sus conjeturas y desistió además de seguir defendiendo su punto de vista sobre aquella cuestión aún no resuelta. En cuanto terminase la reunión, se ocuparía de tomar las medidas que debieron tomarse la misma noche del crimen.
Ramos regresó acalorado, como si acabase de tener una fuerte discusión. La frente le brillaba. Los dientes le rechinaron al masticar un inaudible: «¡Hija de puta! ¡Me cago en sus muertos!». Suspiró una vez y la respiración se le entrecortó por la ira. Suspiró de nuevo, con una profundidad liberadora. «¿Dónde estábamos?», dijo maquinalmente, sin despegar la vista del suelo.
Entonces Bernal intervino para decir:
—Entiendo perfectamente que haya que barajar todas las opciones. Sin embargo, yéndonos a la más probable, pensemos que decidió cruzar. No pudo esperar a que se cerrara el semáforo. Tenía que irse de allí inmediatamente
—Sigue —le pidió Ramos.
—En ese caso, algún conductor debería haberlo visto atravesando la calzada.
Aunque Caldas le había jodido el día, la opresión que Ramos sentía en el pecho se debía a la marea de celos que lo había inundado. Al principio había sido algo casi imperceptible. Ahora, sin embargo, le costaba respirar. Lamentó haberse precipitado con Bernal. Por un lado, no le gustaba lo más mínimo que sus discrepancias con Muriel sobre aspectos de la investigación saliesen a relucir delante de extraños. De otra parte, se daba cuenta de que Bernal estaba yendo demasiado lejos: no se limitaba a hacer las preguntas rutinarias para estar al tanto de la investigación, estaba participando en ella con sus especulaciones. Y, pensando un poco más detenidamente en ello, le habían abierto las puertas a un desconocido a cambio de nada. ¿Por miedo? Le jodía tanto admitirlo. Ramos se había acostumbrado a asimilar con humildad cualquier aportación, pero aquello era diferente: la forma en que Bernal desgranaba sus opiniones, lo dejaba en mal lugar, pues era como si se esforzase por rellenar los huecos y las fisuras de un proceso que no había hecho sino dar sus primeros pasos. Sin embargo, Ramos trató de dominarse y sacar a relucir su perfil más «político». En el fondo, temía desairar a alguien con poder.
—Quizá tuvo suerte y cruzó en un momento en el que la carretera estaba vacía. Luego huiría en un coche o tal vez en una motocicleta que quizá tuviese aparcada en un lugar cercano, probablemente en la misma avenida del Pintor Sorolla. Hemos explorado esa hipótesis, pero ningún testigo ha podido confirmarla.
—El periódico dice que el cadáver lo descubrieron unos muchachos. ¿Es así?
—Sí. Así es. Una pareja de estudiantes. Casi al mismo tiempo llegó una mujer de mediana edad, que se desvaneció al ver el cuadro.
«Casi al mismo tiempo». Bernal tuvo inmediatamente la sensación que aquel modo de describir el acontecimiento encerraba en sí mismo una interesante peculiaridad. Pero lo archivó en su memoria sin comentar nada al respecto.
—¿Y ninguno de ellos vio nada? ¿No vieron a nadie alejarse de allí?
Ramos y Muriel negaron con la cabeza a la vez. El subinspector fue el primero en contestar
—Hemos insistido mucho durante el interrogatorio. A uno de ellos le pareció ver algo a lo lejos. Pero ni siquiera está seguro de que no fuese una sombra.
—A partir de las nueve y media de la noche, en invierno, esa zona del paseo está muy solitaria —dijo Ramos, recobrado del todo de su enfado—. Puede que transcurriera un par de minutos desde el instante del crimen hasta que vieron el cuerpo.
—La zona donde fue atacada está justo en una curva amplia —añadió el subinspector—. La referencia del piso se pierde por ambos lados y el muro obstaculiza bastante la visión de peatones o ciclistas, a partir de cincuenta o sesenta metros. La falta de luz difumina los contornos.
Se hizo una pausa larga. A Bernal se le habían acabado las preguntas. Por curioso que le resultase, durante el paso de los minutos las reticencias iniciales de los investigadores (particularmente de Fernando Muriel) parecían haberse vencido por obra de un competitivo afán común de búsqueda, que los liberaba de cualquier atadura previa. Una cosa así ocurría de vez en vez, pero Bernal había aprendido a detectar la aparición de esa magia especial que unía a los policías y revitalizaba de pronto la investigación de los casos. Era como si el puro instinto de cada uno de ellos hubiese actuado como una pócima milagrosa, capaz de borrar todo rastro de egoísmo. No había frenos entonces. Bernal sabía que tal hecho era producto de un instante concreto y que, más tarde, se esfumaría.
—Éste es un crimen muy poco usual, si no me equivoco —dijo pensativo el ex inspector.
—No te equivocas —admitió Ramos—. Y...
—Más allá de lo que se haya hecho publico... ¿cuál es vuestra opinión?
—Ahora mismo no descartamos nada.
—Ya. Pero yo te pedía una opinión sincera, no un comunicado a la prensa.
Ramos esbozó una sonrisa comprensiva. Cuando hacía algo así, el dibujo en cubeta de su boca se le quedaba grabado en la cara más de veinte segundos.
—Barajamos que pueda tratarse de una ejecución.
Muriel miró a su jefe con el rabillo del ojo. Ésa era una hipótesis de segundo orden. Significaba eso que estaba dispuesto a proteger de intromisiones la investigación.
Así que Gabriel iba a mostrarse menos complaciente de lo que había supuesto. Fernando Muriel se sintió aliviado.
—¿Una... ejecución?—balbució Bernal, sin reponerse de la sorpresa que le había causado lo que acababa de oír.
Por un instante pareció que iba a decir algo más. Sus anfitriones tuvieron esa misma sensación y permanecieron callados unos segundos. Pero Bernal se sumió en un estado catatónico que se prolongaba más allá de lo razonable.
—Un crimen por encargo —especificó al fin Muriel, haciendo reaccionar a Bernal—. Tenemos constancia de que algunos sicarios han usado a veces un hacha o una catana.
—Parece que éste ha disfrutado.
La sugerencia de Bernal no dejó indiferente a Muriel, que se apresuró a matizar:
—Algunos son auténticos psicópatas, que consiguen que les paguen por hacer lo que les gusta.
Bernal asintió después de suspirar.
—Centraremos la investigación en el entorno —dijo Ramos—. Tenemos que entrar a fondo en su círculo de amistades; saber con quién iba. La empresa en la que trabajaba, sus compañeros. Todas las posibilidades en ese terreno están abiertas. Ya hemos interrogado al hombre con el que convivía. Aunque no hemos descartado por completo que esté implicado, no es sospechoso. A la hora del crimen regresaba del Puerto de Santamaría. Fue de pesca con unos amigos.
Podían leérselo en los ojos: a Bernal le había molestado profundamente la insinuación de que «su» Lita pudiese estar metida en una red de delincuencia. Una parte de él rechazaba la idea, pero había otra parte, más emocionalmente neutra y metódica, que tenía que admitirla por mucho que le doliese.
—Llevé un caso parecido en Sevilla. Y luego resultó ser un crimen pasional —dijo con la débil esperanza de rescatar la reputación de Lita de ese fango de dudas.
Ramos negó un par de veces con la cabeza.
—Los crímenes pasionales son audaces en muchas ocasiones. Pero la planificación suele ser muy deficiente. La improvisación deja muchas pistas y los errores nos conducen rápidamente al culpable... Además..., es bastante raro que en un crimen pasional se inflija una única herida. El criminal suele descargar sobre su víctima mucha de su rabia acumulada. No. Esto es diferente.
—¿Qué quieres decir con que es diferente?
—Tú mismo lo mencionaste antes. Que parece obra de un profesional. O de alguien muy inteligente y cuidadoso.
Bernal captó a la primera la intencionalidad del comentario.
—Organizado —dijo.
—Exacto... Verás —Ramos miró a Fernando Muriel con ojos titubeantes que pestañearon un par de veces, como si ya hubiese perdido del todo la confianza en estar haciendo lo correcto en cuanto a compartir tanta información con el recién llegado. Sin embargo, alguno de los argumentos a favor que sopesaba en ese instante de duda debió de pesar lo suyo, porque continuó diciendo casi de corrido—: Este crimen se parece bastante al de dos mujeres que murieron en 2004 y 2006, una en Benalmádena y otra aquí mismo, en la ciudad. Mujeres jóvenes, de entre veinticinco y treinta años, de aspecto físico parecido. Atacadas de una forma muy similar a Natalia. Demasiadas casualidades, quizá. Ambos casos siguen abiertos. Sin pistas ni sospechosos.
—Creemos que ambos crímenes son obra de un asesino en serie —explicitó Muriel—. Un psicópata que actúa en la costa porque probablemente es de por aquí. Aunque... —miró dubitativo al jefe— todavía no es una tesis oficial.
Bernal se quedó pensando unos segundos. Procesando la información que acababan de revelarle.
—¿Y qué pensáis vosotros?
Ramos volvió a rascarse la coronilla.
—Es difícil decirlo. El caso de Benalmádena se llevó por la comisaría de Torremolinos, pero estamos al tanto de los pormenores de la investigación. Lo suficiente para saber que hay diferencias, no sólo entre aquellos crímenes, sino también con éste. Sabemos que en los tres casos el asesino es diestro. Y que las sorprende por la espalda. Pero hay un hecho diferencial importante y es que la primera mujer fue acechada y atacada en el portal de su casa. La segunda, en cambio, lo fue en una urbanización de las afueras, en mitad de una de las calles interiores... Supongamos que este sujeto es también el responsable de la muerte de Natalia. Parece... es decir, si es así, es como si con Natalia hubiese perdido toda la cautela que demostró en los anteriores crímenes. ¿Qué hacía arriesgándose tanto?... En fin... Además, no sabemos si el arma es la misma pese a que los cortes son muy similares. Es una cuestión que genera muchas dudas.
De todo cuanto acababa de oír, Bernal extrajo una conclusión propia de viejo policía.
—Tampoco se halló el arma —dijo.
Ramos negó con la cabeza.
—Son crímenes extraños —continuó Muriel—. No siguen el patrón propio de los psicópatas sexuales. El que lo ha hecho busca sorprender para matar con una única herida. No hay ensañamiento. No toca para nada el cadáver, ni se lleva ningún objeto de las víctimas, que nosotros sepamos. No hay interés sexual por ellas.
—Entonces eso también los relaciona. Aparte de las similitudes entre las víctimas —dijo Bernal.
Ramos le miró con viveza.
—Exacto. Exacto —repitió.
Muriel intervino:
—Pero carecemos de evidencias concretas y definitivas para decir que son obra de la misma persona.
—Lo que parece un nexo, podría ser fruto de la casualidad, ¿no es eso? —aventuró Bernal.
—Es una posibilidad, sin duda... Lo que más nos confunde son dos aspectos: las heridas (no del todo similares) y que en uno de los casos tuvo que acechar por fuerza a su víctima. El otro tiene toda la pinta de un fatal encuentro casual.
Un tono de impaciencia comenzaba a evidenciarse en las palabras y los gestos de Ramos. Bernal lo detectó y se dijo que era hora de dar por terminada la entrevista, antes de que la impaciencia fuese sustituida por hostilidad. Era esencial que aquel encuentro terminase de un modo amistoso.
—Os agradezco mucho vuestro tiempo —dijo al levantarse de la silla.
Ramos le ofreció proporcionarle su número de móvil.
—Gracias —dijo Bernal, y lo guardó en la agenda del suyo.
Muriel salió con ellos pero tomó la dirección contraria, después de despedirse con un apretón de manos. Bernal se dio cuenta de que estaba deseando marcharse quizá para completar algo que se había dejado a medias.
—No esperes resultados demasiado pronto —aconsejó el inspector mientras bajaban por las escaleras—. Estamos trabajando en otros casos.
Bernal asintió con la cabeza.
—Es lo que decimos siempre los de Homicidios —dijo con su sonrisa más amable.
Gabriel Ramos no dio la impresión de estar ofendido.
—En este caso es verdad. Pero lo de Natalia tiene prioridad absoluta.
—¿Dejando a un lado la media de los intervalos? —murmuró pensativamente Bernal.
—¿Cómo dices?
—Ya sabes... Tener en cuenta el promedio de tiempo que transcurre entre un crimen y el siguiente. Así calculas con cuánto tiempo cuentas para cogerle antes de que vuelva a matar.
—Te garantizo que eso no va a ralentizar la investigación.
—Gracias —susurró Bernal
—Ya sabes cómo va esto —dijo Ramos—. Hay que entrevistar a mucha gente... Es un trabajo de chinos. Cuando haya algún avance, le diré a Dora que me llames. ¿Estarás en contacto con ella?
—Claro —dijo Bernal tendiéndole miedoso la mano. Ramos volvió a triturársela sin piedad. —La llamaré... a menudo —balbució condolido—. Además... ella sabrá cómo... localizarme si hay alguna novedad.
Se había levantado un viento molesto y frío, que desplazaba caprichosamente balanceantes envoltorios de chucherías y otras materias vegetales muertas.
Bernal se apresuró a subirse el cuello del chaquetón recién estrenado. Se metió las manos en los bolsillos laterales e hizo instintivamente ejercicios de estiramiento con la aún dolorida. Luego partió caminando hacia el centro, en busca de un buen restaurante.
En la primera esquina donde se encontró a resguardo del viento encendió un camel.

17

 

No había tiempo que perder ¿Cómo era posible que nadie hubiese tenido la idea de mandar los perros a la playa? Fernando Muriel llevó a toda prisa su espigada estructura hacia la cuarta mesa del fondo de la gran oficina. «Qué bien que la conservación de las playas sean competencia municipal», murmuró mentalmente mientras llegaba a su destino. Buscó en el ordenador el archivo que contenía el material de investigación del caso, lo repasó rápidamente e hizo una llamada con el móvil. Tenía que volver a hablar con Ramos, antes de que se diese a la fuga en dirección a uno de los bares que había frente a Barbarela para completar el cupo de Heineken diarias, dejándose el móvil convenientemente olvidado en la comisaría. Se sentía excitado por la idea que acababa de ocurrírsele. Gabriel Ramos se dio por enterado de lo que pretendía hacer sin mostrar ninguna clase de entusiasmo, pero tampoco dijo nada que le hiciese suponer que estaba dispuesto a boicotear su iniciativa. Para empezar, le autorizó a poner la playa bajo vigilancia inmediatamente. Bastaría con un agente, hasta que llegara el equipo. El jefe era todo menos un tipo autoritario; es más, primordialmente era un mero coordinador de equipos, por pura vocación. Le gustaba dar cancha a su gente para que pensaran por sí mismos. La única condición que ponía era estar informado de sus pasos. Ramos le sugirió que usase un detector de metales. En menos de veinticuatro horas podría encontrar a alguien en la Universidad o entre el registro oficial de equipos de particulares, dispuesto a hacer el trabajo. Era gente que colaboraba encantada en cualquier tarea de búsqueda, más si era para la policía. Estratégicamente, era muy conveniente para los buscadores de tesoros hacer favores a los cuerpos de seguridad del estado. Lo meditó unos instantes. No era una mala idea, pero contaba con dos inconvenientes: tener que posponer un día como mínimo la operación, y que la enorme cantidad de basura metálica enterrada (chapas de bebidas, fundamentalmente) ralentizase tanto el rastreo que tuviese que cerrar una amplia zona de la playa y montar un dispositivo de vigilancia con varios agentes para que nadie alterase el proceso. Nada más terminar de hablar con Ramos, agarró el teléfono de sobremesa marcando a continuación su número de contacto en el ayuntamiento, que conocía de memoria. Había mirado su reloj para establecer el siguiente cálculo: el tiempo que se tardaría en reunir una cuadrilla de cuatro o cinco operarios, y hacer que los mandaran al paseo marítimo, restado de las horas de luz natural que le quedaba al día. En seguida supo que habría tiempo suficiente para llevar a cabo lo que había pensado, antes de que oscureciese. No se marcarían los metros mediante pasos. Llevarían una cinta de carrete para delimitar el área. Nada de chapuzas. Dio aviso por radio a una pareja de motoristas. Dirían a la cuadrilla la tarea exacta a realizar y se encargarían de vigilar el desarrollo de la operación, en cuanto se pusiesen manos a la obra. Si encontraban lo que debían buscar, los motoristas le avisarían inmediatamente.
Las órdenes eran claras: los operarios debían rastrillar un tramo de cien metros de playa, cuyo punto intermedio se calculase trazando una línea perpendicular desde el lugar exacto del crimen hasta la orilla: cincuenta metros a un lado y otro de esa línea imaginaria. El rastrillado no debía ser superficial; se les insistiría a todos que ahondasen unos veinte centímetros.
A eso de las tres y cuarto, los cinco operarios municipales comenzaron a tirar de los rastrillos en el extremo oeste del segmento, alineados en formación. Se trataba de «barrer», «tira a tira», toda la arena del segmento, siguiendo el plan de trabajo dictado a los motoristas por el subinspector Muriel. Y el plan era que la primera «tira» de playa a remover, sería la superior, esto es, la más cercana al muro, continuando con la inmediatamente inferior y así sucesivamente hasta llegar a la orilla.
¡Cómo no se le había ocurrido antes! Fernando Muriel estaba cabreado consigo mismo por no haber sido capaz de «ver» desde el principio aquella posibilidad. ¡Nada más fácil que enterrar un objeto en la arena sin que se note! Y además de fácil, rápido. Cuestión de dos o tres segundos, incluso para conseguir que el objeto quede a una profundidad razonable. En ningún otro lugar puede hacerse nada parecido sin exponerse al riesgo de que lo descubran inmediatamente. ¡En ningún otro lugar salvo en la arena! Tenía que agradecérselo en parte al tal Bernal, que había puesto en alerta todas sus neuronas. Si no hubiesen analizado juntos los pormenores y, sobre todo, si Bernal no hubiese insistido en la vía de escape del asesino, quizá nunca lo hubiese pensado. Sentía rabia, sin embargo, porque habían pasado cinco días. A nadie se le había ocurrido poner la playa bajo vigilancia. Y el asesino podía haber recuperado el arma.
El televisor había sido dejado encendido por la misma absurda inercia que lleva al ciudadano moderno a coger el coche siempre que sale de casa. Sólo que ahora estaba sin voz, o mejor dicho, con el volumen tan bajo que era poco más que un zumbido, fagocitado por el ruido del tráfico que llegaba de la calle.
A las cinco de la tarde la luz menguaba vertiginosamente y el celeste del cielo, donde no le cubría el sudario de las nubes, se volvía de un tono mate, gélido. Muriel seguía sin noticias de la operación en la playa. Miró al atardecer del cielo a través del ventanal del pequeño comedor. Pensó que estaba estúpidamente sentado allí, en el estar de su pisito de Armengual de la Mota, sin concentrarse en nada que no fuese la pantalla de su móvil, que esperaba ver brillar en cualquier instante.
Carolina rezaba una «oración» en el dormitorio. Era una letanía hecha de palabrotas sobre algo que era incapaz de encontrar. Muriel no sabía si se trataba de un papel u otro objeto, pero sí sabía muy bien que era preferible no preguntarle. Que le preguntasen en plena expedición de búsqueda de cosas perdidas era lo que más irritaba a Carolina.
Fernando Muriel tomó una decisión. Se desplazaría inmediatamente al paseo marítimo. Con suerte llegaría en diez minutos, y todavía habría luz suficiente para supervisar lo hecho. El problema era decírselo a Carolina. Hubiese preferido no hablarle en esos momentos. A Carolina no le gustaba nada escuchar que debía marcharse, aunque eso no significase que si finalmente se quedaba, doblegándose frente a sus reproches, ella fuese a dedicarle una atención determinada. Sencillamente prefería tenerlo en casa, como una estatua de sal.
—Tengo que irme, Caro —avisó Muriel elevando la voz.
Carolina salió como una centella del dormitorio. Fernando Muriel, que ya estaba en pie, poniéndose la cazadora, supo al ver la expresión de su cara que no tenía uno de sus mejores días.
—¿Cómo que tienes que irte?—dijo furiosa—. ¿Y la compra?
—Antes de las ocho estaré de vuelta. Seguro.
El llanto entrecortado de Ale brotó del fondo del pasillo. Carolina giró la cabeza sin moverse. Por lo general, el sueño del niño volvía enseguida a la normalidad.
—Antes de las ocho... —farfulló Carolina—. Siempre pasa lo mismo, Fernando. ¿En qué mundo vives? ¡No te das cuenta de que pasado mañana es Nochebuena!
Fernando Muriel se preguntó por qué a Carolina no le servía el supermercado de El Corte Inglés, que estaba a dos pasos. Una pregunta que sólo ella podía responder. Sin embargo, sí que había aprendido algo de su esposa en los casi dos años de convivencia: Carolina Granados era una gran escaladora a la que aburría mortalmente transitar terreno llano.
—Ya sé que está todo abarrotado de gente —se disculpó Muriel.
—¿Es que no te das cuenta de que a esas horas es imposible moverse?... Y eso si llegas... —dijo Carolina cada vez más furiosa, como si recordase en ese instante la infinidad de veces que la había dejado colgada.
Claro que, según la opinión de su marido, eran muchas menos, tan pocas que la mitad de los dedos de su mano derecha le habrían bastado para contarlas
Fernando Muriel comenzó a impacientarse. La noche se le echaba encima.
—Mira, no tengo tiempo para discutir. No me puedo entretener. En hora y media estoy de vuelta.
Carolina se dio la vuelta. De regreso al dormitorio principal, masculló:
—Haz lo que te salga de los huevos.
—Qué fina eres, Caro.
—El coño de tu hermana.
Fernando Muriel no se ofendió, dado que era hijo único.
Ella era tanto más guapa cuanto más enfadada estaba. Los labios desafiantes de Carolina eran como cerezas maduras y cuando sus ojos echaban chispas, se llenaban de un boscoso brillo de fruta recién llovida.
Pensó al salir del piso en la primera palabra que diría cuando regresase. Ojalá que Carolina no hubiese cambiado de opinión sobre la compra en el supermercado. Sería una señal funesta con vistas a ese instante en que Ale se entregaba a su largo sueño «ininterrumpido» de dos horas. Últimamente había mejorado mucho en ese aspecto. Claro que una renuncia de Carolina a sus planes de ir de compras, afectaría irreconciliablemente a su humor nocturno.
Sí, de una primera palabra bien elegida dependía que cabalgasen juntos aquella noche.

18

 

El taxi no podía parar en pleno paseo marítimo ni siquiera para que se apease un policía. Muriel había invitado al taxista a ir por la avenida de Pintor Sorolla. Pararía en Bellavista. Allí hay un paso de cebra y un semáforo por el que, con suerte, cruzaría inmediatamente.
Le dolía la pierna del accidente. Comenzó a notarlo en el interior del taxi: era el dolor profundo que parecía salir de debajo de la placa; el de las otras veces; el que predecía la lluvia en un plazo de cuarenta y ocho horas como máximo. Nunca le había fallado desde la operación.
Empezaba a estar oscuro de verdad. Menos mal que vivía en una calle donde pasan taxis sin cesar. «Lo habrán dejado ya»—se dijo Fernando Muriel, mientras se apostaba en el semáforo—. «No se puede seguir con esta luz».
Corrió hacia el lugar y desde la distancia vio a los operarios con sus monos de trabajo haciendo corro con los motoristas. Parecían mirar algo a sus pies. En la playa había una claridad fantasmagórica, como si una sucesión de antorchas blancas brotasen del espumoso filo del mar.
Desde el mismo muro, Fernando Muriel llamó la atención del motorista cuyo nombre conocía.
—¡Ortega!—gritó.
Uno de los motoristas giró la cabeza. Al ver que un hombre espigado se acercaba a paso ligero, fue a su encuentro. Ortega no conocía en persona a Muriel. Al menos no relacionaba su nombre con el joven que le había llamado y al que creía haber visto en alguna ocasión anteriormente.
Se encontraron en el acceso a la playa que había justo al lado del merendero, en la plataforma de cemento. El subinspector se presentó:
—Soy Fernando Muriel. Soy yo quien os ha llamado.
Ortega asintió con la cabeza. Luego hizo un gesto para que le acompañase.
—¿Habéis encontrado algo?
—Sí, hemos desenterrado un cuchillo —explicó mientras caminaban en dirección al grupo. Muriel aceleró el paso al escuchar la noticia; la arena le entró en los zapatos. —Hace diez minutos, o así.
—¿Y por qué no me habéis avisado?
—Cómo que no. Le he llamado al móvil pero no lo ha cogido.
La arena le daba dentera. Muriel se dijo que no era momento de preocuparse por eso. Comprobó su móvil. Efectivamente tenía una llamada perdida. Con el fragor del tráfico se le había pasado por alto.
El corro se abrió y las miradas de aquellos hombres se clavaron en él, en su cuerpo. La sensación de que estaban calculando su tamaño, como si de una serpiente se tratase, se repitió. Ocurría constantemente.
—Que se alejen —dijo Fernando Muriel.
Los empleados municipales retrocedieron unos pasos sin que tuviesen que intervenir los policías.
Una violenta exaltación, debida al descubrimiento, se había apoderado de Muriel. Pero era una alegría avergonzada, como la sórdida felicidad que produce contemplar la derrota del rival cuando has quedado excluido de la lucha por la victoria.
Porque aunque todavía no lo había examinado, estaba seguro de haber dado con el arma usada en el asesinato de Natalia Blanes, y de que el hallazgo refrendaba exactamente lo que había predicho.
Al acuclillarse sintió un escalofrío. No era como se lo había imaginado: era aún peor. ¿Podía ser aquella la «espada» que había visto el crío? Se había hecho de noche y apenas se veía nada pero el acero del cuchillo de carnicero destacaba en la arena gris. Una pieza de un tamaño sorprendente, destinada seguramente a uso profesional. Fernando Muriel se lo imaginó empuñado por el asesino de Natalia. Se lo imaginó blandiéndolo mientras el coche trazaba la curva. El niño mirando a través de la ventanilla. Trató de verlo con los ojos de un niño. «Para un niño de esa edad sería una espada», concluyó después de meditarlo un poco. A una parte del borde y de la hoja propiamente dicha se adhería una costra negra con arena masificada, que cualquier persona cabal —no era necesario que fuese un investigador avezado— hubiese identificado como restos de sangre.
Sacó un guante de látex del bolsillo interior izquierdo de la cazadora junto con una bolsa de pruebas de buen tamaño. Los operarios murmuraban entre sí, mientras procedía a guardar el cuchillo en la bolsa. El desalmado que había tenido la ocurrencia de matar con un arma así ¿qué era sino un hijo de puta de la peor especie? Quería ser distinto al resto, dejar su propia impronta. Había que ser muy retorcido para... ¡Joder! ¡Era para segar la arteria!... En las decapitaciones, la sangre surge como de un surtidor. Ése era el estímulo supremo, no la muerte. Sí... el peso y la delgadez de la hoja... Un hacha no le hubiera servido para asestar ese golpe. Un hacha era demasiado gruesa; su poder de penetración en la carne era inferior.
El subinspector sintió un pequeño estremecimiento. No lograba estructurar el boceto psíquico del vampiro. ¿Quién era, qué clase de vida llevaba? De repente, bajo el atento escrutinio de aquellos testigos circunstanciales, tuvo una inspiración. Debía tratar de imaginarse cuáles eran los más aterradores anhelos de la mente del asesino. Quizá eso le indicase una ruta concreta.
Sospechaba que debían esforzarse en saber más de él que de Natalia, para poder cogerle.
Muriel se entretuvo en sopesar el arma. Calculaba que pesaba casi un kilogramo. Aunque esa clase de arma no se la había imaginado antes entre las candidatas, ahora que la veía se explicaba su utilidad para un asesino que huía del contacto directo con sus víctimas, que se comportaba, salvando las distancias, como un francotirador. Con cierta práctica, se manejaría con la precisión de un machete.
—¿Quién de ustedes lo ha sacado?—preguntó Muriel recorriendo el grupo con la mirada.
El que contestó «yo», rondaba los cuarenta. Al fijarse en él, Muriel pensó de inmediato en su jefe. Gabriel Ramos hubiese dicho de él nada más verlo que parecía un «administrativo divorciado», algo que en su tipología particular, doctamente impartida en el largo aprendizaje al que sometía a los novatos, correspondía a un hombre menos alto que la media, calvo y barrigón, y, por supuesto, miope de gafas «culo de vaso». «¿Por qué divorciado?», le preguntaban candorosamente éstos. «Pues porque su mujer le pide el divorcio después de verlo dos días seguidos recién levantado». «O es que crees que va a aguantar un mes viéndole esa cara». Si alguno era lo suficientemente incauto para preguntarle que por qué «administrativo», o, aún peor, que cómo se casaban siempre tipos tan feos, Ramos sencillamente se las arreglaba para sacarlo de la unidad, a menos, claro, que fuese una hembra «mona de cara», a las que galantemente concedía una segunda oportunidad. Y, a veces, hasta una tercera.
Fernando Muriel le hizo una pregunta de valor esencial:
—¿Estaba muy hondo o casi en la superficie?
El operario buscó en las alturas el rostro de Muriel pero estaba demasiado oscuro.
—Jondo, jondo —dijo con aparente convencimiento, aunque un segundo después pareció dudar al añadir—: Yo creo que jondo.
Muriel giró la cabeza y dirigió la vista al muro, en donde algunos curiosos se habían congregado ya. Las motos y los uniformes habían captado su atención. Las luces del paseo habían sido encendidas, y ahora, por contraste, la playa estaba realmente a oscuras. A ojo, el subinspector calculó que estaban situados a unos ocho metros al este de la línea imaginaria, y a una distancia de quince del muro, y, por consiguiente, en una de las «tiras superiores». ¿Qué le decía aquello? Había varias conclusiones esperando que las ordenase pronto en su cabeza.
—¿En qué quedamos?
Aquella desmesurada y siniestra herramienta hubiese podido cortar también el silencio que vino después.
—A un palmo, por lo menos —dijo el calvo barrigón, y colocó su mano en vertical.
—Bueno... Vale.
Fernando Muriel les agradeció el trabajo que habían hecho y fue hasta el escalón de salida al paseo. Tenía que hacer varias cosas y hacerlas por orden: llevar el cuchillo al laboratorio, llamar a Gabriel y pensar en lo que significaba el hallazgo, formular las deducciones correctas. No esperaría a saber el resultado de los análisis para ponerse a meditar sobre las intenciones del monstruo. Tenía que averiguar por qué enterró el cuchillo.
Sí, sobre todo era esencial pensar.
Antes de llegar a la zona iluminada, se quitó la cazadora y ocultó la bolsa de pruebas en ella. Los curiosos no debían ver qué era lo que llevaba en la mano.

19

 

Dum, dum, dum...
Parecía como si estuviesen percutiendo un tambor dentro de su pecho. Dum, dum, dum...
La adrenalina, pensó. Era ésa la causa de su estado. Todo el mundo hablaba de ella, la hacía responsable de los estados de agitación como el suyo, aunque desconociesen del todo cuál era su papel. Se había convertido en una eficaz muletilla en la jerga de la calle.
El subinspector Muriel salió del laboratorio comprobando la hora en su reloj de muñeca. Eran las diecinueve y veintiocho. Sí, había mucha adrenalina en circulación, quizá demasiada para pensar con lógica. Tenía tiempo aún si lo dejaba todo arreglado. No se habían encontrado huellas ni en el mango ni en la hoja, pero un análisis preliminar confirmaba que la sangre del cuchillo y la de Natalia Blanes eran del mismo grupo. Para saber si era realmente su sangre, habría que esperar al análisis genético.
Llamó al jefe.
Gabriel Ramos se había mostrado sorprendido por la aparición del arma, aunque se esforzaba evidentemente en disimularlo. Debía de costarle reconocer que, en el punto en el que principalmente habían discrepado, el equivocado era él.
¿O no había deducido todavía que el resultado era ése? Muriel no estaba del todo seguro.
—¿Qué coño dices?—aulló Ramos—. No. ¡No puedo reunir al equipo a las diez de la noche en vísperas de Nochebuena!— ¿Estás de coña?
Fernando Muriel apartó el móvil de su oreja y redujo el volumen del auricular.
—Veámonos tú y yo...
—No.
—Podemos discutirlo entre ambos.
Ramos era inflexible en cuestiones de discusión de casos y trabajo en equipo. Tenía que avisarse a todos los miembros. Aunque ese requisito lo retrasase todo.
—No, Fernando. Mañana a las nueve. Los llamaré ahora para que sean puntuales.
Muriel detestaba la dictadura del equipo. Se daba cuenta de que las puestas en común hacían aflorar las antipatías y de que éstas absorbían demasiada energía positiva, consumían demasiada inteligencia. Un gran número de veces las rivalidades resultaban destructivas. Raramente servían para estimularles las neuronas, como defendía Ramos. Por lo general, la «cronología de los hechos» era la siguiente: Goyo permanecía en segundo plano hasta que Maribel formulaba su análisis del caso, y, a menos que coincidiese con el del jefe, hacía lo imposible por desmontárselo. Su habilidad para hacerle perder los estribos se convertía en motivo de diversión para el resto.
Cualquiera puede hacer cábalas sobre lo que sucedía a partir de entonces, pero, en esencia, la reunión concluía allí. Y algunos, en particular, se dedicaban a hacer apuestas. Lauri solía apostar con Lucía su desayuno; normalmente sobre el tiempo que tardaría Maribel en mandar a tomar por culo a Goyo.
Lo más increíble era que los burdos manejos de Goyo tuviesen en Ramos a su mejor aliado, dado que éste creía a pies juntillas que su obligación como jefe era mostrarse neutral en las disputas. Maribel, claro está, acababa desquiciada. Ése era el único interés que solía rendir la rígida postura de Ramos.
Pero Goyo no la menospreciaba en su totalidad; el trasero de Maribel le atraía como el color rojo atrae al toro de lidia. Según su criterio, una mujer que tuviese un buen culo no podía ser lista; decía que la fuerza se iba a un sitio o a otro, pero era incapaz de subsistir en los dos al mismo tiempo.
Sin embargo, los problemas del Grupo no se circunscribían a ese antagonismo. Muriel también sentía que Maribel le detestaba. Cuando se tratase lo del arma, ella haría lo posible por minimizar su importancia.
De suceder tal cosa, Goyo le echaría un cable.
Ése, y no otro, era el cálculo apriorístico que Fernando Muriel había formulado ya en su cabeza sobre la reunión del día siguiente.
Lo que no conseguía entender era que Ramos no lo viese de la misma manera.
Carolina se había tomado su tiempo antes de bajar para encontrarse a pie de calle con su marido. La distancia desde comisaría no era problema, sino el tráfico, muy trabado a esas horas de la tarde. Su marido insistía siempre en que estuviese abajo cuando él llegase porque no había manera de aparcar en doble fila en la calle Armengual de la Mota, ni siquiera durante unos pocos segundos.
Muriel tenía la sensación de estar contemplando una ciudad casi irreal bajo el alumbrado navideño. El techo de las calles y avenidas del centro de la ciudad supuraba luz amarilla y la partitura abstracta de los cláxones y los villancicos tenía algo de la impiedad del hacendado rico que ignora la pobreza de su alrededor.
El subinspector se vio obligado a dar una vuelta a la manzana para volver sobre sus pasos. Estaba acostumbrado. El Smart era un buen aliado para moverse con destreza entremedias del tráfico atestado, aunque la gente que lo veía subir y bajar del coche quedase a veces boquiabierta, sin explicarse tal vez que una pieza de su tamaño cupiese dentro de semejante espacio, aunque fuese plegada.
Por fin, Carolina estaba en el borde de la acera oteando las luces de los vehículos que venían de la calle Mármoles. El pelo, atrapado entre el cuello subido de la cazadora, se le ahuecaba por los lados. Y esas cejas negras pobladas que cercaban sus ojos felinos, resaltaban entre la jauría de destellos multicolores como adornos de azabache... Fernando Muriel sintió un profundo orgullo al contemplarla con aquel aire confiado y sereno de las diosas inmortalizadas en mármol, y una vez más fue incapaz de concebir los motivos que habían llevado a aquella criatura hermosa, temperamental e inteligente a partes iguales, a sentirse atraída y decidir unirse más tarde a la desproporción personificada en su cuerpo. Su asombro venía a ser en cierto modo similar al que experimentaba frente al reciente éxito de los minúsculos mesones y bares de tapas que atestaban el centro histórico de la ciudad, y en donde la clientela, a menudo selecta y adinerada, peleaba con uñas y dientes los viernes y sábados noche por colonizar unos exiguos metros cuadrados sin mesas ni taburetes, para sostener luego con sus manos las raciones y las bebidas como si fuesen los camareros que el establecimiento se ahorraba. Él debía de ocultar en alguna parte de sí mismo, como esos mesones para su amplia clientela, un incomprensible atractivo para Caro que ojalá que nunca se extinguiese.
La suerte había comenzado a sonreírle una tarde calurosa de junio de 2002, en la terraza de La Fuente de Reding, una cafetería muy de moda entonces, en la que, de vuelta del gimnasio, solía hacer un alto las tardes de verano para disfrutar de un Häaggens-Dazs o de una cerveza helada; y más raramente (sólo cuando su organismo clamaba en silencio por una urgente y generosa reposición de azúcares refinados) de una voluminosa pieza de repostería casera que llamaban «La pesadilla del cura».
La iniciativa partió de Carolina. Según ella, todo había sido fruto de una confusión. Supuso que el periódico que había en su mesa era para uso de los clientes. Inmediatamente ambos cayeron en la cuenta de que se habían conocido unos quince o veinte días atrás en la Delegación de Hacienda. En realidad, la coincidencia quizá no era tal. Fernando Muriel bromeaba de cuando en cuando sobre ciertas sospechas que siempre albergó desde entonces. Lo del periódico le parecía una de las típicas excusas para que una mujer interesada en un hombre vistiese con el disfraz de la casualidad un encuentro deliberado. ¿Se habría propuesto resarcirle del encontronazo?
Carolina era una abogada con un contrato de prácticas, cuyo cometido consistía en confeccionar las declaraciones de la renta para los ciudadanos que lo desearan. Fernando Muriel había utilizado el programa PADRE en ejercicios anteriores. Pero ahora era diferente. Con una modesta cartera de acciones y fondos de inversión heredados de un hermano de su madre en el 2001, había optado por buscar asesoramiento, al no entender cómo se aplicaban las correspondientes plusvalías. Carolina estaba enfadada aquel día. Más que enfadada, estaba hecha una furia. Y no hizo ningún esfuerzo por ocultarlo. Muriel guardaba un recuerdo muy especial y contradictorio de aquellos diez minutos que estuvieron frente a frente. Se le encogió el corazón, mientras los ojos incandescentes de Carolina viajaban a los suyos —esquivos de pura timidez—, desde aquellos certificados bancarios que revisaba con rabia. Una placentera aprensión se le hizo presente. Nunca antes se había sentido de aquella manera en presencia de una desconocida. Si Muriel creía que su sola estatura impresionaba a la gente, con Carolina no surtió ningún efecto. De hecho, le lanzó con bastante puntería unas cuantas puyas. Le hizo sentirse como cuando era un niño y le regañaba la maestra. Muriel demostró buenos reflejos. «Perdóneme, pero yo no tengo la culpa si está usted enfadada. Yo no soy el motivo», llegó a replicarle —con miedo, eso sí, a estropearlo del todo—, cuando ella le dijo por tercera vez y con muy malos modos que «si no sabía qué documentación estaba obligado a traer». Fueron las palabras más afortunadas que había pronunciado en su vida, habida cuenta de sus milagrosos efectos: por lo visto, hicieron mella en aquel volcán con forma de mujer. Carolina le pidió disculpas y —lo mejor de todo— lo hizo sonriéndole de un modo que no olvidaría nunca. El corazón le latió con tanta fuerza que Carolina tuvo que oírlo, aunque ella siempre lo negó. La chica le atraía muchísimo, así que no dejó pasar la ocasión. En adelante, ella bromearía a menudo con el incidente, confesándole que siempre le habían gustado los hombres altos, pero hasta aquel día había creído que todos eran indolentes o idiotas. Nunca pensó que «alguien así» pudiese callarle la boca, aunque reconoció que había sido «injusta y grosera» con él. La intemperante cabezonería de su predecesor en la cola, un hombrecillo de avanzada edad, que exigía que le aplicasen una desgravación sobre unos recibos que no venían avalados por la correspondiente certificación, había resultado providencial.
Muriel salió aturdido de aquel encuentro. Los ojos de la abogada permanecieron durante varias horas atornillados en sus pensamientos. Era la primera vez que deseaba volver a ver cabreado a alguien.
Carolina admitió finalmente casarse por lo civil y a regañadientes, después de diez meses saliendo juntos. Prefería una convivencia sin ataduras. Era paradójico que la propuesta partiese de Muriel porque lo habían educado para imaginar que la inclinación por las formalidades era un atributo femenino. Pero el fracasado matrimonio de su hermana Paloma había dejado en Carolina una marca indeleble. Es probable que antes de aquella experiencia ni siquiera tuviese una opinión formada sobre el matrimonio. Nunca hablaba de ello, pero no era Carolina el tipo de mujer que proyecta ilusiones hacia el futuro. Ella era la mujer más pragmática que Fernando Muriel había conocido. No había una escama de romanticismo o ensoñación en la corteza de su magnífico cerebro. Paloma, que era casi tan agraciada como Caro pero mucho más sosa, dio con sus huesos con uno de esos encantadores de serpientes de doble vida, a los que les salen gratis muchas de sus tropelías y engaños al amenizarlos con una sonrisa de dientes blancos y perfectos y una caída de ojos con las pestañas vueltas en tres cuartos de círculo. No había transcurrido una semana del regreso del viaje de bodas cuando Cristian reanudó sus escapadas a Puerto Marina, pero esta vez sin Paloma. Aquellas noches trepidantes, siempre aderezadas con un par de rayas, consumieron más o menos el setenta por ciento de las recaudaciones de la céntrica tiendecita de ropa interior femenina que regentaba Paloma, hasta que el suegro de Cristian tuvo en sus manos el informe del detective que había contratado, y que éste resumió en una frase lapidaria.
—Su yerno debe de tener el culo como un bebedero de patos —sentenció en su dictamen, mientras se metía en el bolsillo interior de la chaqueta los tres mil seiscientos euros acordados.
Sin embargo, y por chocante que resulte, el suegro de Muriel tuvo más dificultades de las esperadas para sacar a Paloma de la inopia. No le quedó otro remedio que dar una simbólica patada en el suelo, cancelando la póliza de crédito que había contratado para el negocio, antes de que Cristian lo canjease definitivamente por coca y orgasmos mercenarios. Así consiguió que Paloma reaccionase.
—El hermafrodita de mi cuñado... —decía siempre Carolina al referirse a Cristian.
Era una especie de juego, al que jugaban ambos a menudo. Repetir algo que daban por sobrentendido. Fernando Muriel reía con la definición y a renglón seguido le explicaba a Carolina que pagar los servicios de un chapero un día y de una prostituta caribeña al siguiente hacía de Cristian un bisexual, no un hermafrodita.
—Qué más da, Fernando.
Muriel solía hacer entonces una reverencia.
—Lo que tú digas, Caro.
Sin previo aviso, el cuchillo se convirtió otra vez en la foto fija que dominaba su pensamiento. Accionó el intermitente derecho, para detenerse y recoger a Carolina. Volvía a ser subinspector de Homicidios, por un momento contra su voluntad. Hubiese preferido seguir recreándose en los buenos recuerdos.
—¿Lo ves?... Te dije que no me retrasaría.
Carolina ocupó su asiento en el coche sin dirigir la mirada a su marido.
—Hoy es la excepción —dijo ella, mientras se ponía el cinturón de seguridad.
Fernando Muriel inició la maniobra de incorporarse a la vía.
—Estás guapísima.
A Carolina Granados le soliviantaban las continuas loas que dedicaba Fernando a su supuesta belleza. Siempre había visto graves desajustes en la imagen que devolvía el espejo. Era el típico dilema al que se enfrentan las mujeres inteligentes. En el fondo, lo que Carolina temía era que el atractivo ahogase el resto de ella, lo que había debajo. Que aquella armonía superficial obrase el efecto de una lujosa pero gruesa cáscara, tras la cual pereciesen de olvido e indiferencia sus ideas y pensamientos, cuya relevancia eran infinitamente mayores para Carolina que el propio envoltorio.
—Deja de mirarme —le conminó—. Miras a todos sitios menos donde tienes que mirar.
Muriel obedeció con una sonrisa y trató de avanzar por entre el atasco, pero la rotonda de El Corte Inglés estaba colapsada. Carolina resopló un par de veces, justo después de mirar su reloj. Luego comenzó a echar sapos y culebras por la boca. Si algo odiaba Caro eran los atascos causados por gente estúpida que va en busca de la compra navideña.
Unos treinta y cinco minutos después, en torno a las veinte y cuarenta, estaban en los pasillos interiores del supermercado. Gracias a que el Smart podía aparcarse perpendicular a la acera, donde sólo cabía una moto, pudo dejarlo en la calle Navas de Tolosa, a sesenta metros de la entrada al local. Durante el trayecto, los pómulos de Carolina se habían encendido y apagado varias veces como si en ellos se reflejase el destello rojo intenso de los semáforos que iban encontrándose. En opinión de su marido se había puesto más guapa que nunca. Aquellas dos chapetas le favorecían más que las turquesas con esmeraldas que colgaban de sus pluscuamperfectas orejas.
Llenaron el carro con latas de bebidas refrescantes, incluyendo ginger ale, una botella de Carlos V, dos de Vodka Smirnoff —que austeramente consumido adoraba Fernando, en combinación con naranja natural—, una caja de Freixenet «etiqueta negra», salmón ahumado, ternera de Ávila, piña natural y varias latas de conservas, incluyendo huevas de lumpo, paté a las finas hierbas, troncos de palmito y mazorcas para ensaladas. El pan tostado envasado para canapés lo eligió Carolina, segura de que si se lo encargaba a su marido, una parte del contenido de la bolsa estaría deshecho al llegar a casa, pues Fernando era en opinión de Carolina especialmente descuidado en lo concerniente a la integridad y consistencia del pan que compraban.
Volvieron a separarse con la idea de que Fernando buscase en los refrigerados unas anchoas de buen tamaño.
Carolina prestó entonces atención a la foto.

20

 

La fotografía del cartel estaba en blanco y negro, pero la cara le resultaba familiar a Carolina. Se parecía a alguien que ella conocía. Tuvo un presentimiento. Había más de una docena a lo largo de todo el local, colocadas sobre las columnas. Al pie de ellas, rezaba:
DESAPARECIDO
«Falta de casa desde el diecinueve de noviembre»
Se ruega a quien tenga noticias de su paradero o lo haya visto, que llame al 9...
Había dos teléfonos: el nacional para personas desaparecidas y un móvil, a todas luces, particular.
Carolina buscó a un empleado para informarse. A la vuelta del pasillo, en la sección de bebidas refrescantes, encontró a una joven de tez morena y pelo coloreado con el uniforme de la firma, etiquetando y reponiendo, desde un carro, en el estante. Los pasillos estaban atestados de gente y carros a rebosar de productos comestibles.
—Perdone. ¿Está por aquí Javier González, el encargado?
La empleada prosiguió reponiendo bebidas en los estantes y masticando chicle. Pero miró de soslayo un instante a Carolina y dijo:
—No está. ¿Para qué lo quiere?
—Sólo quería saludarlo.
—Está de baja... ¿no lo sabe?
Era de esa clase de preguntas cuya respuesta va implícita en el tono.
—No.
—Su hijo ha desaparecido —dijo con cara de circunstancias la empleada, indicando con un gesto el cartel más próximo.
Carolina Granados conocía a Javier González desde hacía nueve años. Una mañana de inicios de septiembre del año noventa y ocho, la había sacado de una situación apuradísima en la playa de La Cala del Moral. Un exceso de confianza había llevado a Carolina a dejarse envolver por la resaca del oleaje de poniente, que la arrastró mar adentro. Nada hubiera temido de no haber llevado en brazos a su hermano pequeño, porque ella era muy buena nadadora, pero con el niño agarrado a su cuello pronto supo que sería incapaz de salir del agua sin ayuda. Javier fue el primero de los bañistas en advertir el riesgo que corrían ambos. Sin dudarlo un instante, se había lanzado a rescatarla. Llegaron exhaustos a la orilla; a Javier le faltó poco para ahogarse, y, como cosa confusa, Carolina guardaba la visión de una mujer joven de enormes y angustiados ojos verdes, temblando como un flan, con un niño poco mayor que Diego, asido fuertemente de la mano. Diego (al que en casa llamaban Pampi) tiritaba lloroso y tosía con violencia a causa del agua tragada. Tenía sólo cinco años y, desde entonces, no volvió a adentrarse más allá de donde el agua le cubriese la cintura. Carolina todavía recordaba el fenomenal susto que se habían llevado sus padres, que fueron alertados por el alboroto cuando el grupo de amigos de Javier se arremolinó en la orilla. Más tarde, supo por mediación de uno de ellos que Javier casi no sabía nadar y que le daban miedo las olas. Pero el grupo se había esfumado antes de que pudiese darle siquiera las gracias. Meses después volvieron a encontrarse en el mostrador de una sucursal bancaria. En todo ese tiempo, Carolina se lamentó a menudo de no haber tenido ocasión de mostrar a su salvador toda la gratitud que su valiente acción merecía. Por fin, charló un minuto con él. Pasado un par de años, volvió a verlo en el supermercado. Javier había dejado su empleo en una agencia de transportes por aquél, en busca de una mayor estabilidad y una expectativa sólida de promoción a medio plazo. Fue una casualidad que se encontrasen porque Carolina no había comprado nunca allí, pero aquel día, mientras tomaba un café en la Fuente de Reding con su mejor amiga, Leonor, y el novio de ésta, advirtió que necesitaba con urgencia unas compresas. Se alegró mucho de verle de nuevo. Javier era un hombre tímido, de pocas palabras, con el que todos simpatizaban al instante de conocerle pese a su retraimiento. Carolina se preguntaba si era la bondad que parecía traspirar por todos los poros de su cuerpo, lo que conmovía a las personas que se le acercaban. No había artificios en su forma de ser. A diferencia de otras personas bondadosas que había conocido, no era posible hallar en Javier la guía de una razón determinada. Era evidente que no se esforzaba en ser como era. A partir de entonces, Carolina adquirió la costumbre de acudir regularmente al supermercado. Era una excusa para saludar a Javier González, que dos años más tarde había ascendido al puesto de encargado. Carolina no había sido con su marido todo lo sincera que le hubiese gustado ser. Temía el efecto que pudiese causarle el saber que su joven esposa albergaba unos sentimientos determinados hacia otro hombre, fuesen cuales fuesen éstos. A Carolina, evidentemente, no le atraía Javier en el sentido que hubiese traicionado la confianza que Fernando tenía en ella, pero era difícil de aceptar para éste que la única razón que empujase a su mujer a comprar en un lugar alejado de casa, fuese el volver a ver a un varón bastante bien parecido, al que dispensaba un afecto de naturaleza confusa.
—No... lo sabía —balbució sorprendida Carolina, buceando entremedias en las noticias que pudo haber filtrado su mente. Le sonaba haber oído o leído algo al respecto días atrás.
Dio las gracias a la empleada y giró el carro para buscar a su marido en el pasillo de al lado, pero la voz aguda y musical de éste le hizo volver la cabeza.
—¡Caro! ¡Caro!
—Vamos —indicó Carolina, observando las anchoas envasadas en la mano derecha de Muriel.
Las cajas tenían ante sí una cola de cuatro o cinco personas cada una. Pero lo peor era el aspecto de los carros, de los que rebosaban ingentes surtidos de chacinas, turrones, piezas de jamón, y bebidas variadas. Optaron por unirse a la cola de la segunda caja, comenzando por la entrada, en la que los carros, aunque atestados, porteaban artículos de mayor tamaño. Supusieron que acabarían antes.
Carolina vio la oportunidad de hablarle con franqueza a Fernando sobre Javier González. Comenzó por contarle el incidente en la playa, pues se sentía un poco avergonzada de no haber sabido hallar la forma de decírselo antes; supuso que anteponer la heroicidad de Javier era una buena fórmula para facilitarle a Fernando digerir el resto. Le alivió quitarse aquel peso de encima, tanto que supo comprender que había convivido durante demasiado tiempo con unos estúpidos remordimientos por su mutismo acerca de las visitas al supermercado. Ahora era inevitable que Muriel dedujese los motivos de la predilección de su mujer por comprar allí, pero ninguno de los dos mencionó el hecho.
—Pobres padres. A ver si te enteras de algo, Fernando.
Muriel asintió con la cabeza. Tenía un conocimiento superficial de lo sucedido puesto que se había alertado a la totalidad de agentes de la provincial. En una comisaría más pequeña seguramente hubiera sido de su competencia, dado que la investigación de las desapariciones era encomendada a las Brigadas de Homicidios en todo el país, pero algunas comisarías habían optado a lo largo del tiempo por reorganizar sus actividades en pos de una mayor capacidad operativa, creándose unidades específicas de pocos agentes, dedicadas en exclusiva a los desaparecidos. En particular, en sitios donde el número de desapariciones superaba a la media nacional. Comandaba la de Málaga un inspector veterano, curtido en varios casos de gran relevancia e impacto en los medios de comunicación.
—Mañana hablaré con Julio Villalobos —dijo, pensativo.
Fernando había mencionado el nombre de Villalobos con cierta familiaridad, pero Carolina solía hacer oídos sordos a todos y cada uno de los nombres que se «traía» a casa su marido. En alguna parte de su cabeza existía un tamiz que filtraba aquella información. Ramos era el único nombre que le sonaba.
—Nadie merece pasar por esa experiencia. Y menos que nadie, Javier.
—No creo que pueda llegar a saber más de lo que ya sepan sus padres, salvo...
—¿Qué?
—Las teorías que manejen. Si las más fundadas son pesimistas, no las habrán compartido con ellos.
Carolina bajó la cabeza, sin decir nada. Una súbita aprensión le había quitado las ganas de hablar.
—A esa edad casi siempre terminan por aparecer —le animó su marido.
—Ojalá —dijo sin convicción Carolina.
La cajera comenzó a escanear a velocidad de vértigo los códigos de barra de los productos que iban depositando sobre la cinta. La imagen de Ale, a cuatro patas, en el interior del parque, se le apareció a Fernando.
—Te has puesto muy seria —dijo sin mirar a Carolina.
Pero era él quien sentía una gran tristeza de pensar en su niño.

21

 

A primera hora, había sido la consigna de Ramos. Y desde primera hora la navidad se había infiltrado en las calles. Coches y más coches que atestaban el centro y los accesos. La avenida de Andalucía, en dirección oeste, convertida en un desfiladero de almas embutidas en casas andantes. Paradas, casi varadas a lo largo de kilómetro y medio. A veces, reptando con extrema lentitud... Hubiese sido más práctico acudir caminando.
Pero hacía frío; más de lo que era habitual en Málaga durante esas fechas.
Se encontraron en las escaleras exteriores: el tráfico les había retrasado a todos.
Pepe Marcos no le había devuelto la llamada, cavilaba Muriel al llegar a la puerta circular de entrada. ¿Se trataba de una táctica o de simple indolencia? Marcos procedía del antiguo Cuerpo Superior de Policía, una élite a extinguir. Según Ramos, los que procedían del Cuerpo Superior, habían recibido una excelente formación y solían ser los mejores investigadores. La idea de salir escaldado de su cita con Marcos le causaba una preocupación que a él mismo le parecía exagerada. Pero no podía evitar pensarlo. Quizá porque ahora no podía fallar. No, esta vez debía impedir a toda costa que el caso se le fuese de las manos. Marcos podía ser un problema. Un veterano en la comisaría de la población con más homicidios por número de habitantes de toda la costa española. Curtido en el delito y, probablemente, en toda clase de artimañas. Un periodista, recordaba ahora Muriel, había escrito una vez que Torremolinos se parecía a las cafeteras de los bares. Lo que destaca al mirarlas es el brillo pulido de su armazón metálico. Pero cuando lo levantas suelen aparecer unas cuantas cucarachas que han prosperado en la calurosa oscuridad de su estructura. Circulaba por el Cuerpo el dicho —otros insistían en que se trataba de un mito— de que el trato continuado con indeseables le iba degradando a uno poco a poco, de manera que, después de muchos años de trabajo policial, algunos no se diferenciaban de los delincuentes que debían detener.
Marcos llevaba más de veinte años lidiando con toda clase de tipejos. Muy pronto averiguaría si la fama de hijo de puta que arrastraba estaba o no justificada.
Muriel era muy remiso a tratar con Marcos la información de que disponían. ¿Y si la utilizaba en su provecho? Quizá era demasiado retorcido al pensarlo pero había llegado a imaginarse que Marcos mantenía oculta alguna de sus pistas. Esperando el momento. Tal vez no hiciese otra cosa que dotarla de sentido. Y entonces ellos perderían.
A Gabriel esas «menudencias» se la sudaban completamente, pero él era de otra manera, era normal, tenía ambiciones. No podía regalarle el caso a Marcos. Le estresaba la idea de que pudiese apropiárselo. Sin embargo, Muriel confiaba en sí mismo. Presentía que si revisaba con detalle el material almacenado, podía llegar todo lo lejos que fuera posible, y eso era más lejos de lo que Marcos llegaría nunca. A condición, claro, de que no le hubiese hurtado información. Por esa razón tenía que saber más de la muchacha hallada muerta en el portal del edificio La Caracola, en noviembre de 2004. Más de las circunstancias, de lo pequeños detalles. Quizá en aquel examen apresurado de después de Vaguada Verde, se les pasó algo por alto. Las mujeres no se parecían mucho físicamente, excepto en la estatura y la edad. Pero la herida, la única herida... Tal vez encontraría algo ahora que fuese un inconfundible sello del estilo del autor. No convenía demorarse. Debía decidir pronto si el responsable del crimen podía ser la misma persona que había segado la vida de Blanes. Luego...
El Anencéfalo dejó atrás a Maribel, que apuraba ansiosamente su cigarrillo rubio, y alcanzó a Fernando Muriel a pocos metros del despacho. Le devoraba la curiosidad pero, por encargo expreso de Ramos, Muriel se negaba a darle más detalles del hallazgo. Se posponía cualquier análisis hasta la reunión de la mañana. Ramos no era partidario de que su equipo acudiese a la misma con demasiadas ideas preconcebidas. Les decía que podían verse luego bloqueados por ellas.
Goyo se planteó llevar a cabo un último intento.
—El cuchillo que encontraste es bestial —dijo tratando de espolearle.
Sonriendo, Muriel corrigió:
—Es un hacha.
—Igual que en Vaguada Verde, ¿no?
—Sí —dijo Muriel por pura rutina—. Se parecen bastante.
En realidad, no tenía la menor de idea de cuánto valor albergaban aquellas similitudes.
Pero esperaba saberlo pronto.
Maribel les había alcanzado en la misma puerta. Tenía clavado el que Fernando Muriel hubiese descubierto el arma.
—¿Hacha...?— dijo, tratando de disimular sus celos—. Yo creía que era un cuchillo de carnicero.
—Se llama hacha de carnicero. O hachuela —precisó Muriel. Hasta hacía veinticuatro horas también él hubiese utilizado la palabra cuchillo. Lo que acababa de aprender acerca del arma homicida no podría olvidarlo nunca.
—Cortacuellos tiene una carnicería —tarareó alegremente Goyo, cogiéndoles la delantera.
Habían tomado en fila el corredor de la derecha. Maribel se volvió a rezagar. «Gilipollas» salió entonces de su boca como un sordo escupitajo.
Muriel hizo como si no la hubiera oído. Sin embargo, aquellas pequeñas circunstancias accesorias —el insulto de Maribel; la burlona actitud de Goyo—, se habían colado en su cabeza como si fuesen dos niños apaleando un tambor.
Trató de apartarlas en vano.
¿Qué sucedía para que Goyo fuese incapaz de tomarse nada en serio? Parecía no afectarle lo más mínimo el asesinato. A veces, se sentía desconcertado con aquella actitud suya. ¿Qué era en realidad? Sobrevolaba a menudo en su mente la noción, débil pero inquietante, de que Goyo pudiese albergar una personalidad asocial apenas disfrazada con cierta chispa ocurrente y simpática. Sí, podría ser así, cavilaba Muriel, resistiéndose a admitirlo del todo. Pero era un hecho conocido la atracción que ejercía el trabajo policial en individuos con personalidad psicopática. Algunos embarrancaban en los cuerpos de seguridad o en agencias de seguridad privada. Y por raro que pareciese —era más que alarmante aceptar que algo así pudiese suceder—, muchos de esos sujetos eran lo suficientemente hábiles para ocultar su condición a los test psicológicos.
En los últimos tiempos, a Goyo le picaba demasiado la nariz: siempre estaba frotándosela. Gabriel había tenido que darse cuenta, pero no decía nada.
Muriel tenía la sensación de estar entre dos fuegos. Sentía los disparos y el silbido de los proyectiles. Era cuestión de tiempo que cualquiera de aquellas balas le abatiese.
Encontraron la puerta cerrada. Fernando Muriel fue el primero en entrar. La luz del techo estaba apagada y la del proyector, enfocada sobre la pantalla desplegada ante la pared, mostrando la página del buscador Google. Todo era silencio en la habitación de juntas. Todo a excepción del ventilador del Toshiba, que estaba girando en esos instantes a la máxima potencia. Lo primero que llamaba la atención eran los pequeños cristales de las gafas de Ramos reflejando los destellos cambiantes de la pantalla del ordenador. Casi no se veían sus ojos azules.
Los ojos de un hombre contrariado.
Eran las nueve y diez. A Ramos, como a todo buen castellano de pura cepa, le sacaba de quicio la impuntualidad.
—Venga, todos adentro —dijo—. El trabajo se nos va a acumular como no espabilemos.
Al poco, se habían acomodado de forma aleatoria en la mesa, cada uno de ellos probablemente en un sitio diferente al de la reunión anterior. Ramos prohibía que sus agentes adquiriesen la titularidad de las sillas.
—Bien, atended —Ramos señaló a la pantalla de la pared en donde fueron apareciendo diferentes imágenes en las que se veían varias clases de hachuelas, unas redondeadas por la punta y las otras cuadradas; algunas, de hoja estrecha y amenazadoramente anchas, otras—... Ahí tenéis el arma usada para matar a Blanes— la pieza, después de que Ramos picase el icono correspondiente, apareció ocupando la parte central de la imagen—. Como podéis ver es un hacha de carnicero IKEA serie Skärpt, de 32 cm, con hoja en acero inoxidable de molibdeno... La espiga atraviesa todo el mango —continuó Ramos, leyendo textualmente las características del arma, impresas al pie de la foto—... lo que la hace muy, muy sólida, prácticamente irrompible. Nuestro primer problema es que no es una pieza para profesionales, aunque no sea tampoco demasiado corriente.
—Es prácticamente imposible seguirle la pista —añadió, con aire de decepción, Muriel.
—Veamos —dijo Ramos—: El agresor sorprende a Blanes por detrás y la mata de un solo tajo. Sin forcejeos. ¿Después de haberla acechado? Es posible, pero no lo sabemos... Luego, se lanza hacia la playa a través del acceso al merendero. Escarba en la arena y entierra el arma inmediatamente. Después escapa... ¿A través de la playa? Durante cierto trecho, sin duda. Pero tiene que acceder al paseo marítimo nuevamente. No hay otra salida. ¿Hacia dónde? Probablemente hacia el este; es más seguro. Eso es lo que podemos deducir hasta ahora.
Muriel estaba en todo de acuerdo con el análisis de su jefe. Se había deshecho ya de la idea de que el homicida podía haberse escondido en el interior del merendero.
—Pensaba recuperar el arma —dijo, en tono de suposición.
—Sí —convino Ramos—. Cuando hubiese pasado un tiempo, lo habría intentado. Es una magnífica ocurrencia—. Y dirigió una mirada de reconocimiento a Muriel, como si le estuviese homenajeando por su idea acerca del arma.
—No hay huellas —intervino Maribel—. Lo que quiere decir que tomó precauciones. Es decir, que no la enterró sólo para evitar ser relacionado con ella.
—Es muy interesante lo que dices —la felicitó Ramos—. ¿Estáis de acuerdo?
Muriel y Goyo asintieron.
—Parece que lo había previsto —dijo el primero.
—Pero puede ser un carnicero, ¿no?—dijo Goyo.
Ramos se encogió de hombros después de apagar el proyector.
—Un profesional no emplearía un arma profesional. Si es listo —dijo Maribel.
—Estupendo. Muy buena observación... ¿Es listo éste?
Aunque era una pregunta lanzada al aire, Maribel se sintió aludida.
—Hay que pensar que sí...—contestó sin una conciencia clara de por qué afirmaba aquello.
Ramos entrelazó los dedos, lanzando a continuación una mirada de halcón peregrino a los presentes.
—¿Por qué?... Podéis contestar cualquiera —se hizo un silencio breve—... ¿Qué dices tú, Fernando? Tú adivinaste que la había enterrado...
—Nadie le ha visto. En un sitio tan concurrido, eso resulta difícil de explicar. O es el tío con más suerte del mundo, o sabía muy bien lo que tenía que hacer.
—Muy bien, es listo. ¿Y ahora qué?—preguntó secamente Maribel, a quien se le notaba enseguida el fastidio de ir a remolque de Muriel.
Ramos se quitó las gafas.
—Ahora, mucho. Es fundamental encontrar una línea de investigación cuanto antes. Tenemos que orientar correctamente nuestros pasos.
Había muy poca concreción en aquellas palabras, apenas eran una sugerencia genérica, pero sonaban cálidamente oportunas. Muriel meditaba que así deberían ser siempre las palabras de quien, estando a ciegas, se siente obligado a no dar señales de debilidad; de quien, ostentando jefatura o teniendo responsabilidades de mando, sabe que lo único que no puede transmitir (ni siquiera por una milésima de segundo) a los que le escuchan, es la desalentadora sensación de soledad que va íntimamente ligada a la exigencia de resultados, cuando no existe materia prima alguna con que fabricarlos. Eran las palabras que a él le hubiese gustado pronunciar si dirigiese la Brigada, porque había una petición de auxilio implícita en ellas y, sin embargo, transmitían una confortable seguridad, bajo la que podían ampararse todos.
—Si tuviésemos un mínimo indicio de lo que se esconde detrás...
—Quizá lo tengamos ya y no hemos sabido verlo —dijo Ramos.
—¿Por dónde empezamos?—inquirió Maribel.
—¿Por dónde te parece a ti que empecemos?
—No lo sé... Tú eres el que manda —titubeó Maribel.
—Piensa. ¿Qué es lo que no tenemos?
Maribel se rehizo. No soportaba mostrarse desconcertada delante de los demás.
—Testigos..., móvil..., bueno, aún no sabemos...
—Es verdad —Ramos la interrumpió, con gesto impaciente—. No tenemos nada de eso. Sin embargo, sí tenemos...
—... Un arma que es imposible rastrear —dijo ella de corrido.
—No es imposible —le corrigió Muriel—: sólo muy difícil.
—Bueno; vamos a decirlo así —terció Ramos—: es muy difícil. Por lo tanto, no podemos confiar en seguirle la pista. Yo me refería a otra cosa. Quería decir que esa hachuela puede tener un significado en sí misma.
—¿Como qué?—intervino Goyo.
—El de una firma, tal vez.
—¿Estamos hablando de un homicida en serie? —Maribel frunció el ceño—. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No lo sé, sinceramente —declaró Ramos.
A Maribel le causaba desesperación el Ramos deliberadamente lacónico de las reuniones de equipo. Temía que, mientras ella se devanaba los sesos tratando de descifrar el significado de aquellas palabras, o más bien de lo que pretendía Ramos de ellos al pronunciarlas, Muriel le tomase la delantera.
—¿A qué te refieres entonces con lo de la firma?
En lugar de responder a Maribel, Ramos se dirigió a Muriel, mirándole directamente a los ojos.
—¿Qué tienes que decir tú a eso, Fernando?
—Pues que tendremos que comparar.
—Cierto.
Maribel supo inmediatamente por dónde iban los tiros.
—Se trata de buscar parecidos —dijo como para sí—. Vale. Pero eso no es nuevo, Gabriel. Todos conocemos las similitudes con los crímenes sin resolver de 2004 y 2006. Ya hemos hablado de ello.
—Más bien de confirmarlos —precisó Ramos—. El problema es que en ninguno de ellos apareció el arma. Y cuando digo comparar, no me refiero sólo a los crímenes sin resolver. No. No sabemos si hay un móvil definido para esta muerte, más allá del placer que le reporte a un psicópata. No lo sabemos —repitió, rodeando la mesa con la mirada—... Y, por lo tanto, nuestra obligación es intentar hallarlo. Imaginaos que no sabíais nada de los crímenes de Benalmádena y Vaguada Verde... ¿Qué haríais?—hizo una pausa rutinaria como si debiese esperar respuesta a su pregunta, pero inmediatamente continuó—: Investigaríais el entorno de la víctima, claro. Intentaríais averiguar, por ejemplo, si alguien tenía algo contra ella, si se movía en círculos en los que fuese factible disponer de información peligrosa. Natalia Blanes trabajaba en un negocio legal, pero ya sabemos que muchos de estos negocios son meras tapaderas de todo tipo de actividades ilícitas: blanqueos de capital, narcotráfico, tráfico de armas... la lista es larga. De modo que hay que mantener abiertas todas las opciones y hacernos todas las preguntas posibles al respecto.
—No creo que sea un ajuste de cuentas —apuntó El Anencéfalo, con su perenne sonrisa en los ojos—. Huele a otra cosa.
—En mi opinión, Gabriel, todas esas preguntas no nos sirven de mucho —intervino Muriel—. Antes de aparecer el arma podíamos habernos planteado estas mismas cuestiones. Tenemos que tener claro qué camino seguir, cuál de esas hipótesis... La realidad es que no tenemos una sola pista, aparte del arma.
—Pues centrémonos en el arma.

22

 

De algún modo, Muriel se sentía el protagonista de la función. ¿Quién si no había encontrado el hacha?
—Seguramente —volvió a terciar, contraviniendo una regla no escrita que establecía que las rondas de intervención debían respetar un orden y ser equitativas con todo el Grupo— no nos servirá de nada, pero le pediré a IKEA que coteje cuántas piezas han sido vendidas en Málaga en el último año.
Maribel hizo asomar en sus labios un mohín de desprecio.
—¿Y las cámaras de seguridad de IKEA...? —añadió Goyo.
Muriel ya se había ocupado del asunto. Había visitado los almacenes la mañana de Nochebuena.
—Hay dos enfocando las cajas —aclaró.
—Habrá que revisar las grabaciones...
Esta vez Maribel puso los ojos en blanco.
—¿Y de dónde vamos a sacar tiempo?—graznó.
—Tienes toda la razón —dijo Ramos, volviendo a ponerse las gafas—. Excede nuestras posibilidades. No podemos dedicarnos a analizar las grabaciones de todo un año, aunque sólo sean las de las cámaras situadas en las cajas.
—Pues empecemos por el último mes —insistió Goyo—. Quizá haya suerte.
Ramos negó con la cabeza.
—Puede que su sistema permita que quede registrado por el escáner de las cajas los días en que se vendió cada pieza —sugirió Muriel—. Simplificaría mucho la búsqueda... Me enteraré —prometió, esperanzado.
Una mezcla de interés y escepticismo arrugaba la frente de Ramos.
—Sabéis que la posibilidad de sacar algo en claro de las grabaciones de las cámaras es muy remota. En primer lugar, porque sería una estupidez haber comprado aquí el arma. Y aunque nuestro hombre hubiese cometido tal error, será muy difícil conseguir una descripción. Seguro que sabe cómo evitar que las cámaras le enfoquen el rostro...
Era imposible saber qué pensaban los demás, pero para Muriel aquellos argumentos no eran del todo consistentes.
—Supongamos —especuló—... que durante el visionado de las grabaciones ocurre lo que tú dices... Por lo menos, sabríamos que estuvo allí. Y quizá alguno de los empleados lo recuerde por alguna razón que ahora no podamos ni imaginar, y pueda describirle.
—Estoy con Fernando —terció Goyo.
—¡No me obliguéis a tragarme las cintas!—advirtió Maribel, visiblemente irritada.
Ramos la miró como una hija a la que acabase de reprender.
—Tranquila.
—Tú harás lo que se te diga —señaló provocativamente Goyo—. Igual que yo.
Los ojos siempre un poco enrojecidos de Maribel despedían chispas.
—Vete a tomar por culo —susurró con una sonrisa.
—Eh, dejaos de discusiones —zanjó el asunto Ramos.
Estaba cansado de tener razón, se dijo Muriel: así eran siempre las reuniones del Grupo. O a Gabriel no le importaba aquel gasto energético inútil, o sencillamente es que no lo percibía.
—Decídete con lo de las grabaciones —le urgió Muriel—. ¿Qué hacemos?
—¿Y si es el mismo arma que se empleó en los crímenes anteriores?—contestó Ramos—. ¿Qué ganaríamos con visionar las grabaciones? Cuando tengamos un informe comparando los cortes de las tres víctimas, podré tomar una decisión.
¡Qué torpeza, la suya! ¿Cómo es que no se le había ocurrido?, se dijo Muriel, mientras la sangre se le agolpaba en las mejillas. No tuvo otro remedio que reprochárselo en silencio. Había quedado en evidencia. Aún tenía mucho que aprender de Ramos.
—Me enteraré de la fecha de fabricación —asintió avergonzado.
Ramos echó el cuerpo hacia atrás.
—Todos tenéis una parte de razón. Si tuviésemos una evidencia razonable de que el hacha no tiene que ver con los casos que conocemos, habría que dedicarle un tiempo puesto que sería nuestra mejor pista... No obstante, consumiría muchos de nuestros recursos. Quizá nos retrasara mucho concentrarnos en esa tarea... — hizo una pausa un poco teatral para mirarlos a los ojos, uno a uno—. Hay elementos en este caso que apuntan en una dirección que merece la pena seguir. Cuanto antes mejor. Por si acaso, veré si hay posibilidad de pasarle el encargo a otra gente. Es una labor puramente mecánica, que puede asumir otra unidad.
Maribel se tomó las palabras de Ramos como un triunfo personal. Asintió en silencio, entornando los ojos.
—Jódete, Fernan. No te vas a salir con la tuya esta vez —dijo ladinamente.
Muriel sacudió la cabeza, tratando de contenerse.
—¿Y a ti qué coño te pasa?—le espetó.
—¡Que de vuestras geniales ideas siempre me «beneficio» yo!—aulló ella.
—¿Qué quieres?... ¿decidir siempre tú, para llevarte la parte que más te guste?
Ramos se metió por medio.
—Dejadlo ya, venga —dijo, más en tono de ruego que de orden.
Pero Maribel le ignoró por completo. En su lugar, miró desafiante a Muriel y respondió a su pregunta con otra:
—¿Qué pensabais hacer con las grabaciones? Venga, dime... —le retó—. ¿Ibas a dedicarte tú?... ¿O ibas a convencer al jefe de que era trabajo para mí?
Muriel no supo con qué replicar a Maribel. Se dio cuenta de que había algo de verdad en aquellos reproches.
—Yo me habría encargado —dijo sin convicción.
—Una mierda —musitó ella.
Goyo reía como si la cosa no fuera con él, lo que no era del todo cierto. Maribel se lo recordó estirando su dedo corazón.
—Ya está bien, coño —exigió Ramos, sintiéndose obligado a zanjar la absurda discusión—. Peleaos luego, en la calle.
Muriel tomó todo el aire que pudo en sus pulmones y luego lo expulsó muy despacio.
—¿Y ahora qué?—preguntó
—Hay que ganar tiempo. Tenemos que pensar otra manera.
Quedaron todos en silencio, expectantes y contrariados; todos menos Goyo, cuyo gesto era tan risueño y despreocupado como siempre.
«Otra manera. ¿Otra manera de qué?» Muriel les miraba de reojo; no podía evitarlo. Pensaba en lo que cada uno de ellos estaría preguntándose en la intimidad de aquel silencio. Era tan enigmático Gabriel a veces. Por lo menos sabían que aquellos no eran comentarios gratuitos, que significaban una ruta definida, fuese o no la acertada. Finalmente, Muriel optó por decir lo que a él mismo le parecía una obviedad:
—No cabe en cabeza humana usar un arma así. Aparte de eso...
—Tú lo has dicho —escupió Ramos como un resorte—. ¿Qué razón hay para ese modus operandi? ¿Qué nos dice del asesino?
—Bueno... —Muriel estaba sin respuestas que darle a Ramos y a los demás. No al menos de las que ellos aguardaban, respuestas que estuviesen a la altura del fogonazo súbito que le había conducido al hacha. ¿Se le había agotado la inspiración? La única y extraña sensación que le había transmitido aquella brutal hoja de acero manchada con la sangre de Blanes era que había sido destinada a un fin suplementario al de matar con rapidez: satisfacer al asesino como mero «espectador» de la muerte, aunque fuese un solo instante... Pero Muriel no terminaba de decidirse a compartir su sensación por considerarla contaminada quizá por su propia fantasía...; tan interdependiente de su fantasía que no estaba del todo seguro de que no fuese pura y llanamente eso en realidad: fantasía... Se sentía decepcionado por ello, decepcionado por no poder cumplir las expectativas que él mismo había creado. Era su oportunidad y, por el momento, no se veía capaz de aprovecharla...
—Sí, es un loco —terció Goyo—. Un hijo de puta que está como una cabra. ¿Pero... qué? ¿Cuántos habrá así? ¿Con qué empezamos?
—¡Cojones con Goyo! ¡Bravo! ¡Las cosas claras y el chocolate espeso!—gritó a voz en cuello Ramos.
Más o menos rieron todos, incluido el autor del dictamen, aunque la risa de Muriel había sido completamente mecánica. Ciertos pensamientos lo tenían absorbido.
—Un loco listo —añadió Maribel, con la risa humedeciéndole aún los ojos—. Es una combinación rara... y peligrosa.
—Hoy estáis sembrados —admitió Ramos.
Maribel únicamente entresacó de aquel comentario el resquicio de un Ramos más indulgente.
—¿Puedo fumarme uno?
—No.
—Sólo uno.
Ramos negó con autoridad.
—He dicho que no. Aprende a aguantar unas horas.
Después de mucho pensárselo, Muriel se atrevió a opinar:
—En un principio parece una estupidez valerse de algo tan pesado y poco manejable, algo tan difícil de ocultar, cuando con un cuchillo pequeño o incluso una navaja de barbero podría conseguirse el mismo resultado... Por lo tanto, la razón debe buscarse en la diferencia, en el tipo de herida que causa cada arma... Yo creo... —titubeó— que... que quería verla desangrarse, disfrutar de ese espectáculo.
Maribel comenzó a reír, aunque sin poder expulsar de su boca la frustración de su fracasada tentativa.
—Si fuera como dices, habría permanecido allí más tiempo —observó Ramos —.Pero todo nos conduce a pensar que no se detuvo tras asestarle el golpe.
—Porque no le hacía falta.
—Muy lógico —apostilló irónicamente Maribel.
Muriel se propuso ignorarla.
—Para eso utilizó el hacha y no un cuchillo —dijo con la mirada fija exclusivamente en Ramos—. Para desangrarla en el acto.
—Desangrarla en el acto... Silencio todos —pidió Maribel—: habla el doctor Lecter.
—No te pases —siseó Ramos—. Vamos a ponernos serios de una vez, venga. Fernando, explica mejor eso que acabas de decir.
A Muriel se le habían subido los colores. Fantaseó un segundo con la idea de estrangular a Maribel.
—Pensadlo un poco. El corte fue para llevarse la carótida. Cuando se corta alguna de las yugulares, la sangre fluye como si se derramara: se ve a través de la ropa que va empapando. Pero la sección de una arteria produce un auténtico surtidor. Es un espectáculo macabro... y por eso tiene su público.
—Eso es verdad —apuntó Goyo—. Me acuerdo del torero aquél que fue corneado en la ingle mientras recibía al toro a puerta gayola. ¿Cómo se llamaba?—preguntó, buscando ayuda sin obtenerla— ¡Joder! Lo tengo en la punta de la lengua... ¿Os acordáis?
Nadie tenía afición por los toros.
—Da igual cómo se llame —intervino Ramos—. Yo recuerdo haberlo visto en la tele. Y reconozco que me impresionó...—enfocó primero a Maribel con sus ojos azules, enrojecidos de tanto haber mirado a la pantalla, y luego se los frotó suavemente con los dedos índice y anular de su mano — ¿Qué opinas tú?
—Que no me convence la teoría.
—Mejor —dijo Goyo con sorna.
—Estás mitificando al asesino, Fernando —explicó Maribel—... ¿no os dais cuenta?—miró de uno en uno a los reunidos—. Que si esto es por aquello y lo otro por lo demás... Tratáis de complicarlo todo. ¡Joder, parece como si prefirierais enfrentaros a alguien brillante, inteligente de verdad, antes que a un asesino corriente, que hace las cosas porque sí, sin importarle el análisis que hagamos de sus actos!. Eso es por vanidad, Gabriel.
—Buscamos respuestas —se defendió Ramos, que había acusado la disquisición no demasiado descaminada de Maribel—. Es nuestra obligación, querida, aunque nos equivoquemos.
—A lo mejor todo es más sencillo de lo que os imagináis.
Muriel echó hacia atrás su larga espalda con aire contrariado.
—Y todo por joder —murmuró para sí.
Ramos había escuchado perfectamente el comentario.
—Es su punto de vista, Fernando. Y no está de más verlo así.
—Vale, vale.
—Siempre nos dices que no perdamos la perspectiva. ¿Y si se trata de algo más simple, como un ajuste de cuentas?—propuso Maribel, muy serena, a pesar de verse en medio de la refriega—. Antes insistías en que dejáramos abiertas todas las opciones y ahora parece que has cambiado de opinión —Naturalmente el reproche iba dirigido a Ramos, que en ese instante la miraba muy serio, por encima de las gafas—. No podemos dejarnos arrastrar por nuestras preferencias, siempre nos lo has dicho. ¿Y si el tío que lo ha hecho ha cogido lo primero que ha visto en su cocina, porque necesitaba matar a alguien en ese momento?
—Maribel tiene razón —dijo Ramos.
—De esta manera, no avanzamos. Es volver una y otra vez al punto de partida—dijo Muriel con voz cansada.
—Peor sería que nos precipitáramos.
—No es un ajuste de cuentas, coño —protestó Muriel.
Maribel pegó un respingo. Por primera vez parecía ofuscada, como si el empeño de Muriel en negar aquella posibilidad, fuese una manera de despreciarla y humillarla.
—No me escuchas, como siempre. ¿Por qué no, a ver? Yo no digo que sea lo más probable pero sí que es posible.
—Los sicarios no entierran el arma.
—Eso tú no lo sabes.
—Además, prefieren de largo otros métodos.
—Lo dices por el tipo de arma usada, pero sabes que del estudio que se hizo en Méjico se sacó la conclusión de que uno de cada siete disfrutaba de verdad con su trabajo, que se recreaba en él.
Ramos asintió.
—Auténticos serial killer que encuentran el medio ideal de ganarse la vida.
—Sería mucha casualidad, ¿no te parece?
—¿Y si no fuera un profesional...?—sugirió Goyo—. Puede ser también un amante despechado o alguien que se haya visto en peligro por algo que ella sabía.
Ramos frunció el ceño. Siempre hacía lo mismo antes de tomar una decisión.
—Escuchadme un momento —solicitó—. Lo primero que haremos es revisar esos casos sin resolver. Tú —señaló con la vista a Maribel —te encargarás junto a Goyo de indagar sobre la actividad del concesionario. Habla con los de la UDYCO; a lo mejor ya lo tienen enfilado. Tanto si es así, como si no, le pediré permiso al juez para echarle un ojo a los libros de contabilidad y a las transacciones y cuentas bancarias. Solicitaremos un informe económico para ver si pueden estar escondiendo algo. Y también os encargaréis del entorno familiar y personal de Blanes. Quiero que volváis a hablar con la familia y amigos. Con todos. Tú, Fernando, me ayudarás a examinar a fondo esos expedientes, para ver cuáles son las coincidencias o si hay conexiones entre las víctimas.
Había vuelto a suceder; habían caído en la trampa. La controversia señalizaba el itinerario a seguir, según el particular método de trabajo que Gabriel aplicaba al Grupo. Muriel miraba de reojo a Maribel y Goyo, comprendiendo que ambos estarían pensando en ese instante lo mismo que él: que les había tocado la peor parte. Pero no podrían reprocharle nada a Ramos porque le conocían. Sabían que habían influido sin querer en su decisión, al optar por hipótesis de trabajo diferentes.
—Marcos me exigirá compartir información —advirtió Muriel.
—Dásela.
Muriel no quiso contradecir a Ramos, pero ponerle en bandeja a Marcos el expediente suponía concederle mucha ventaja, demasiada si es que el autor de ambos crímenes era la misma persona. Marcos querría resolver a toda costa aquel caso. ¿Quién no en su lugar? ¡Joder! ¿Es que era imbécil? ¿Es que Ramos no se daba cuenta de la importancia que un éxito así tendría para el Grupo?
—¿Por qué nosotros?—volvió a protestar Maribel.
—Porque es en lo que creéis... Y porque Fernando y tú sois espíritus antagónicos. No os puedo dejar trabajar juntos hasta que cambie vuestra relación, si es que alguna vez cambia.
Maribel no encontró palabras con las que replicar a Ramos, aunque la expresión de disgusto de su cara, lejos de habérsele borrado, era ahora más acentuada, pues no estaba enfadada sólo con él; también lo estaba consigo misma.
—Vaya puta mierda —masculló.
La habitación quedó un instante a oscuras cuando Ramos apagó el ordenador.
—Poneos a trabajar —dijo escuetamente al levantarse—. La semana que viene volveremos a reunirnos.
El día había mejorado mucho; el aire venía más suave y templado, una brisa procedente del sur que les alcanzó de costado al salir al exterior. Muriel, que se había subido preventivamente el cuello del chaquetón antes de aventurarse a salir, volvió a bajárselo, encaminándose a continuación hacia el aparcamiento, mientras veía a Maribel alejarse a paso ligero seguida de cerca por El Anencéfalo. Se le notaba, al caminar de aquella forma sincopada, que iba hecha una furia. Pero pronto se le pasaría.
Reflexionó durante un segundo sobre lo dicho en la reunión. Pudiera ser que, después de todo, Maribel, en ese eslalon desquiciado que por socavar su credibilidad ante los demás emprendía siempre que había reunión, no hubiese tomado un sendero tan equivocado esta vez. ¿Y si todo fuese más sencillo de lo que parecía? ¿Y si era verdad que estaban mitificando al asesino? Podía ser, sí; no tenía por qué descartarlo, muy a pesar de estar plenamente seguro de que lo que empujaba a Maribel a posicionarse en su contra era un encono personal que le resultaba imposible entender. «A no ser que le den alergia los largos», murmuró para sí con una media sonrisa.
Pero Muriel tenía un presentimiento, más allá de las pugnas que se habían desatado: quien hubiese acabado con la vida de Blanes quería que contemplaran su obra, que la propia policía se convirtiese forzosamente en su público. Debía de ser una sensación de poder inimaginable
Eran poco más de las once. Enfiló la rotonda para tomar la autovía hacia Torremolinos. Intentaría verse con Marcos en lo que restaba de mañana. Esperaría hasta la tarde si fuera necesario. Ya comería en cualquier sitio. Sólo tenía que llamar a Carolina y decirle que no le esperase, por si acaso. Lo que no soportaba ella era que llegase tarde; prefería saber cuanto antes que no le iba a ser posible ir a comer.
Había algo que no iba bien, rumiaba Muriel de camino a Torremolinos. Al principio pensó que era por la perspectiva de enfrentarse al zorro de Marcos, pero a la altura del aeropuerto supo que no era él la razón. Marcos no tenía nada que ver con lo que le turbaba. Era por algo que no habían tenido en cuenta hasta ahora, algo que deberían haber analizado durante la reunión. ¿De qué cojones se trataba? Hizo lo imposible por revivir en su cabeza la noche del dieciocho... Poco a poco fue recordándolo todo: la llovizna, las vías cortadas por las vallas, los vehículos estacionados en torno a la escena del crimen, el cuerpo ensangrentado de la muchacha, el acceso a la playa a través del merendero cerrado... aquella pareja de jóvenes y aquella mujer que habían llegado en primer lugar... y que contaron más o menos lo mismo durante el interrogatorio de la mañana siguiente: que únicamente habían visto a Natalia, en medio de aquel charco indescriptible de sangre, a Natalia ya muerta, y nada más a su alrededor. Nada más.
Era como si faltasen piezas para encajarlo todo, piezas que tendrían que haber recogido en la escena misma, la noche del crimen. Claro que faltaban muchas piezas del puzzle: la principal, el homicida, su relación con la víctima. Pero Muriel se dijo que lo que le turbaba tanto tenía que ver con elementos que tuvieron delante de sus ojos aquella noche, cosas («¿cuáles eran, maldita sea?») de las que tenían que haber extraído deducciones importantes. Estaba seguro.
Mientras estacionaba el Smart, a dos calles en paralelo tras la comisaría de Torremolinos, decidió hacer lo único que podía en sus circunstancias: lo revisaría todo nuevamente, aunque le llevase una noche entera.
Una noche en vela.

23

 

Lo primero que Pepe Marcos había hecho al saludar a Muriel fue prohibirle que le hablase de usted.
—Conque Gabriel se ha vuelto señorito —dijo Marcos, con voz enronquecida, mientras resoplaba en lugar de respirar—. Te manda a ti a roer el hueso, ¿eh? Vaya, vaya —consideró, claramente admirado de la estatura del mensajero de Ramos.
Muriel se encogió de hombros, cauteloso. Estaba estudiándolo, igual que haría un boxeador con su contrincante antes de lanzarle los primeros golpes. Pero el par de cervezas que habían constituido su almuerzo, comenzaban a amodorrarle. Se lamentó de no haberse tomado unas coca-colas.
Hubiese podido ver a Marcos sobre las dos menos cuarto. Pero un encuentro precipitado de última hora podía haber hecho que todo se fuera al garete. Consiguió posponer la cita hasta la tarde
El despacho donde estaban sentados era ruidoso. Filtraba el alborotado tráfico de las calles cercanas.
Marcos no era como Muriel lo había imaginado. Respirando ruidosamente por la boca, rechoncho de cuerpo y cara, recortado de piernas, calvete, con voz nasalizada, ojos de besugo y rubicundas chapetas, buche de orangután y papada de pelícano saciado, más parecía un viejo canónigo disfrazado de civil que un investigador. Muriel, sin saber él mismo los motivos, se había hecho a la idea de encontrarse con un tío más alto, más corpulento y con la mirada cínica y gastada que dan una treintena de años persiguiendo delitos. Como le ocurría con los personajes de los libros que leía, Muriel solía prejuzgar el aspecto físico de las personas que aún no había tenido oportunidad de conocer. Siempre les ponía una cara determinada en sus pensamientos y, a veces, si había escuchado su voz, podía imaginarse incluso su complexión y hasta el atuendo que solían llevar. No podía evitar hacerlo aunque se equivocase las más de las veces. Cuando pensaba en esa costumbre tan suya, Muriel suponía que entresacaba aquellos rostros de ficción de los cientos de películas que, de niño, su padre le había obligado a ver en casa, con el ánimo de hacerle heredar su cinefilia
—Es su forma de llevar los casos —dijo al fin Muriel.
—Cada maestrillo tiene su librillo —sentenció Marcos, rascándose el cogote—. Entonces, Ramos piensa que vuestro individuo es el mismo de La Caracola...
Lo que sabía Muriel de la mujer asesinada y de las circunstancias del crimen eran simples retazos; lo archivado en el programa: las diligencias abiertas, el informe forense y unas pocas pesquisas. Tenía veinticuatro años, era soltera, de nacionalidad española, y se la habían cargado una noche de noviembre de 2004, al pie del edificio en el que vivía, un bloque de viviendas con recinto exterior que hacía las veces de aparcamiento. No había huellas, ni arma, ni testigos, ni sospechosos, ni nada.
—Necesitamos comparar las pruebas para saberlo —se limitó a observar Muriel.
Marcos volvió a rascarse el cogote.
—Se lo dije a Ramos el miércoles, cuando hablamos. ¿Qué más os puedo contar?
—Lo que recuerde de aquel día en general... Los pequeños detalles...—Muriel dudó— inusuales... Qué opinión le merece lo que vio... si le recordaba a algo, aunque decidiese no incluirlo en las diligencias. Las fotos, en fin... Repasarlo todo. Es la única manera...
—¡Coño!—rugió fatigosamente Marcos—, te he dicho que no me hables de usted. Me haces viejo.
En realidad, era la típica excusa para no entrar en el fondo de una cuestión.
Muriel se disculpó con un gesto. De pronto había dejado de preocuparle que Marcos pudiese hacerles la competencia.
—Puedes contar con nosotros.
—Contar con vosotros, ¿eh?—dijo Marcos, poniendo cara de zorro viejo.
—Todo lo que hemos averiguado hasta ahora está a tu disposición.
—Que es nada.
Un orgulloso desprecio se había asomado a los ojos de besugo de Marcos. Muriel no supo qué responder al principio.
—Hombre, tenemos el arma.
—Ah, sí, es verdad —rezongó aquél.
Era imposible discernir con absoluta certeza si había una doble intención en las palabras de Marcos. Pero a Muriel le sonaron irónicas.
Y empezó a temer que Marcos estuviese jugando con él.
No lo permitiría.
—¿Qué propones tú, Pepe? Dime... ¿qué hacemos con todo esto?
—¿Yo?—dijo Marcos, cogido un poco a contrapié—. Vosotros habéis venido a mí.
Muriel tomó carrerilla.
—¿Prefieres empezar contándomelo? Venga —le animó.
Marcos estaba un poco confuso.
—En estas cosas lo que funciona son los tratos. Tu jefe lo sabe.
—Los tratos —repitió, resuelto aunque sosegado, Muriel—. Estupendo. Yo te digo todo lo que quieras saber. ¿Te parece, Pepe?
—Sin cachondeo.
—Estoy hablando en serio, hombre. Mira, tengo la información del arma, de la escena del crimen, de los interrogatorios... de todo absolutamente, en un archivo Word. Lo llevo aquí —le mostró un pen drive tipo llavero que se sacó del bolsillo—. Quédatelo si quieres.
Marcos alargó, desganado, la mano, como restando importancia al presente.
—Todo está a la vista —se encogió de hombros—. Te podías haber ahorrado el viaje.
—¿A la vista?
—No te hagas el loco. Todo está en el programa —dijo Marcos, receloso como un gato apaleado.
—Nunca está todo.
—Entonces te contradices.
Esta vez Pepe Marcos tenía razón, pensó Muriel.
—Bueno, hay cosas que no se pueden pasar al ordenador. Tú siempre sabrás más que yo del caso de La Caracola, aunque me aprendiese el expediente de memoria y pudiese recitártelo de pe a pa, porque yo no estuve allí. Viste el cuerpo, las circunstancias... Las sensaciones que te causó todo aquello. Es a eso a lo que me refiero, a las cosas subjetivas. Tu propia impresión de la escena del crimen, por ejemplo.
Marcos miraba despectivamente a Muriel, como si quisiese hacerle entender que esa clase de lecciones debía darlas él y no al revés.
—Si queréis sacar partido de lo subjetivo, estáis listos. Eso es como la hermosura, muchacho; no se puede transferir.
—Y qué vamos a hacer —fingió conformarse Muriel.
Marcos se dio por vencido. Salió del despacho bufando y volvió en seguida con una carpeta marrón en la mano. Se la entregó a Muriel con expresión de desagrado, como si acabasen de extraerle un diente.
—Que te las fotocopien ahí fuera —le indicó, desplomándose de nuevo en su sillón.
Muriel tomó la carpeta entre sus manos y la abrió al azar. Luego hizo como que la hojeaba y volvió a cerrarla.
—Gracias.
Acercándose a Muriel, Marcos, que parecía haberse apaciguado un tanto, le confió:
—Macho, mira que he visto mierda en mi vida, pero como aquello...
—¿Tuvisteis algún sospechoso?
—... No —negó tras una breve pausa, Marcos—. ¿Pero por qué preguntas cosas que ya sabes?
—Es que no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? Está en el expediente.
—Hombre, no todo lo que le viene a uno a la cabeza se transcribe —dijo Muriel, en tono de disculpa—. A veces nos da el viento de alguien y eso nos lo guardamos.
Marcos soltó un bufido.
—Ni arma, ni sospechosos, ni una puta mierda de nada. El mal nacido esperó a que la muchacha llamase al portero electrónico, y le dio el tajo. Limpiamente. La estaría acechando, escondido detrás de uno de los pilares del aparcamiento. Cuando bajó su compañera de piso, extrañada porque no subía, se la encontró agonizando.
—¿No estaba vallado el recinto exterior del edificio?
—Sí, tenía una verja pero la puerta estaba sin cerradura y no se habían preocupado de reponerla —explicó Marcos, que había adivinado la intención de la pregunta.
—Si vivía en el edificio, ¿por qué no usó su llave para entrar en el portal?
—Vete tú a saber. Salió a tirar la basura, como cada noche. La amiga que vivía con ella me dijo que era muy despistada y que casi siempre se le olvidaba llevársela.
—La amiga...
—Sí, ya sé lo que me vas a decir —se le adelantó Marcos—. Cada día bajaba la basura una de ellas; se alternaban. Pudo haberle tocado a la otra perfectamente.
Realmente lo que quería saber Muriel era otra cosa, pero estaba bien que se lo hubiese aclarado, pensó.
—Bueno, como no hay arma que comparar, tendremos que ver si las heridas de este crimen y el de Vaguada Verde pudieron haber sido inflingidas por el hacha que encontramos.
Marcos asintió.
—Si es el mismo en las tres, seguramente que tendrán algo en común.
—¿Aparte de lo que podemos ver, te refieres?
—Ajá. Tenemos que suponer —dijo Marcos, poniendo adrede una voz más grave— que el de La Caracola es el primero. Bueno, no sé vosotros, pero yo no tengo noticias de uno similar antes de éste.
—En la costa, desde luego que no.
—Gabriel ya os lo habrá dicho. Tenéis que buscar una conexión.
—Por supuesto. Un nexo genérico como la edad o aspecto físico no nos serviría de mucho.
Marcos se echó hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón, y comenzó a masajearse el cuello con la mirada clavada en el techo.
—No hay que darse por vencido tan pronto —repuso—. Incluso si es como dices, tendría que haber tenido contacto con todas ellas, de un modo u otro. Puede que sólo visual, pero, con suerte, quizá averigüemos que las conocía en persona.
—Hasta lo que yo sé, ellas no se conocían entre sí... Pero tienes razón —admitió Muriel, pensativo—. No hay que descartar que hayan coincidido alguna vez en... no sé, un acto de algún tipo...
Muriel tenía en la cabeza esas fotos multitudinarias que se hacen a los participantes en congresos, galas o actos parecidos. Fotos en las que personas que no se han visto nunca, quedan enlazadas para siempre en una imagen. Si se encontrase una coincidencia de ese calibre, reflexionaba esperanzado...
—Ojalá que no sea como El Arropiero —dijo Marcos.
La observación hizo meditar a Muriel. El Arropiero era una leyenda, el mayor asesino múltiple conocido en la historia criminal de España. Era una referencia esencial para las Brigadas de Homicidios. Un asesino impulsivo, sin conexiones con sus víctimas, como había sido El Arropiero, era la peor de las hipótesis posibles.
—¿Le conociste?
—No. Pero también anduvo por aquí —señaló Marcos—. Un demonio... Ha sido el tío más cabrón que ha habido sobre la tierra. Cuando lo detuvieron, aparecieron más de una docena de cuerpos desperdigados por toda España.
—Leí su historial, pero no recordaba que hubiera matado por esta zona.
—Sí, sí: a una drogata que mendigaba en San Miguel y robaba bolsos a los extranjeros en la playa. Joder, la empaló con una espiga de hierro, hasta sacarle las tripas por el ombligo. Lo que ocurre es que se retractó, antes de llegar a decir dónde la había dejado. Pero como había largado bastante, el juzgado que instruía el proceso lo puso todo patas arriba, ordenando rastreos a diestro y siniestro. Estaba en un bidón viejo, en mitad de un zarzal.
—Creo que éste es diferente. Éste es metódico, y El Arropiero improvisaba siempre ¿Recuerdas en qué trabajaba o qué hacía? —Muriel blandió la carpeta.
—Era un trabajo que podía hacer desde casa, pero no lo recuerdo. Creo que estaba relacionado con la publicidad pero no me hagas mucho caso. Seguro que lo encuentras ahí dentro.
—¿Y sus amigos, la gente con la que iba? ¿Salía con algún tío, o había salido antes?
Una malévola sonrisa se dibujó bajo el bigote de Marcos.
—¿No te has enterado?—abrió las palmas de las manos hacia fuera, como si le causase estupor la ingenuidad de Muriel—. Sólo comía coños, hombre.

24

 

Era miércoles. El día después del día después.
El periódico estaba en el extremo del mostrador. Habían escrito a bolígrafo en la portada, «BAR». El hombre de los ojos sin expresión fue directamente por él, incluso antes de pedir con un leve movimiento hacia abajo de la cabeza su desayuno de lunes a viernes.
—¿Qué tal?—dijo como saludo.
—Aquí —contestó el empleado—. Como ziempre.
Luego, el empleado metió la cabeza por la ventanilla de acceso a la cocina, dijo «¡Ay, vieeena tostada!» como si estuviese anunciando el Apocalipsis, y se volvió hacia la cafetera.
El hombre miró en la portada sin ver nada de lo que estaba buscando y pasó directamente a las páginas de sucesos. Allí no lo encontró. Retrocedió entonces a las que se ocupaban de las noticias de la capital. En la segunda página de noticias locales vio la foto, encuadrada en el margen izquierdo del titular: «Desaparecido el lunes un joven de dieciséis años». Leyó ávidamente el texto. Un muchacho que no había vuelto a casa. Una familia angustiada. Un llamamiento a quien pudiese dar pistas sobre su paradero. Una policía que no descartaba ninguna hipótesis. Nada fuera de lo normal. Nada, en fin, de certidumbre. Y el hombre anodino en el que nadie solía fijarse necesitaba con urgencia de esas certidumbres. Precisaba liberar su espíritu. Incluso era preferible saber que estaba sujeto a amenaza específica, que ignorar qué le esperaba. Sin buenas o malas certidumbres, todo ser humano camina como un ciego por la vida, sólo es capaz de tantear entre la oscuridad, porque ambas dan sentido a los actos secundarios.
No se pueden grabar varios canales de modo simultáneo. Elegir uno era una cuestión ineludible, un juego de azar en el que apuestas con una pistola dentro de la boca. El hombre que no había elegido ser anónimo en el teatro de su mundo de calles cortas y silencios cortos y campanarios que envejecen y reclamos de vendedores ambulantes y timbres sin respuesta, había elegido, no obstante, el canal público. Necesitaba ver la entrevista, oírles a ambos, ver sus caras refiriéndose a él, al que ya no estaba ni volvería aunque no lo supiesen. Que hablasen ellos. De cada gesto e incluso de cada silencio, entresacaría las certidumbres que tanto necesitaba. Eso buscaba el hombre que había muerto en la niñez para renacer en cada invierno, cuando las acacias entrecierran los ojos y los portales entornados velan el sueño de los vagabundos. No el relato del reportero con las imágenes de fondo de los padres, reunidos en torno a la mesa de camilla, contemplando mudos un álbum de fotos que también conserva los malos días que no pueden cambiarse y los reproches que no dio tiempo a perdonar. El magazín de tarde de La Primera no se había ocupado el día anterior del asunto. Había visionado pacientemente la grabación completa del video. Ni una mención siquiera. No le había extrañado: era algo que esperaba. Las desapariciones de adolescentes empiezan a ser noticia a partir del segundo día como pronto; a veces, varios días después. Todo dependía de cómo se lo tomaran sus padres.
—Zubimo a primera —el empleado puso el café y la viena tostada delante del cliente que leía ensimismado el periódico—. Ehte año zí.
—Ya veremos —respondió tardíamente el cliente, mientras volcaba el sobrecillo de azúcar en la taza—. El Málaga se suele desinflar en los últimos partidos.
El empleado movió el bigote —un bigote asilvestrado y arisco de fuertes cerdas rojizas— y dijo con total seguridad en sí mismo:
—Hay hente mu güena. Hidargo... Ezú Gáme... Zarva
El cliente del periódico asintió con la cabeza. Alguien, desde no se sabía qué parte del local, masculló algo parecido a una palabra.
—¡A primera!—bramó por sorpresa el camarero— ¿Verdá Pepe?
Una gutural e inconexa oración brotó desde el agujero sin dientes que hacía las veces de boca en la única persona que había en la barra, además del hombre del periódico. Lo único que entendió éste fue:
—Etá tú arreglao. E va a zubí a primera... ni zubí a primera.
—Lo que paza Pepe e que tú ere der Madrí.
—E via ze der Madrí, Migué —musitó Pepe tras chupar del cigarrillo que humeaba entre sus dedos.
El hombre de los ojos sin expresión dejó a un lado el periódico para concentrarse en terminar la tostada.
—Que te guhta er blanco... ¡No te conozco yo ni na!
—A mí me guhta er fúrgo. Y er que meó huega é er Madrí
—Raú —dijo el camarero—. Eze er que te guzta a ti ¡No gana billete el hioputa! ¿Y ezo un pelotero pa lo billete que gana?
Las manos y el rostro en proceso de consunción de Pepe teatralizaron con una serie de gestos su desprecio a las consideraciones del camarero. Finalmente sentenció:
—Ze va comé una mierda er Málaga.
El cliente que leía el periódico acabó su desayuno y dejó dos euros encima de la barra.
Todavía discutían Pepe y el camarero cuando salió del local
Después caminó a buen paso hacia el colegio, que estaba a doscientos metros del bar.
Bruno se había pasado la noche estornudando y respirando de forma extraña. Tenía un catarro de los buenos. Probablemente con fiebre. La tristeza de sus grandes ojos marrones lo delataba.
Su dueño había vertido por la mañana un sobre de amoxicilina en el interior de una de las albóndigas de carne. Era lo que le había recetado el veterinario para el catarro de la primavera anterior: amoxicilina de uso humano cada ocho horas.
El hombre estaba preocupado: Bruno era todo lo que tenía. Si no mejoraba en las próximas veinticuatros horas, lo llevaría al veterinario para que le pinchase un antibiótico más potente. No se le olvidaba que Kora, la madre, había muerto de neumonía por un descuido suyo que aún no había sido capaz de perdonarse.
No se dio cuenta del hambre que tenía, hasta que los ladridos vivaces de su perro le tranquilizaron. Entonces reparó en que la gran bolsa que era su estómago reclamaba un almuerzo abundante.
En la casa de comidas de la plazoleta peatonal le sirvieron paella marinera, un solomillo de cerdo con una guarnición de ensalada de pimientos, que era más sabrosa incluso que la pieza de carne, y leche frita. El hombre del que nadie conocía nada de su otra vida comió con excelente apetito todas las piezas de pan de la cestilla; era un pan de barra, crujiente y esponjoso, que traía todas las mañanas un panadero de Almogía.
Con el optimismo de su saciedad y el optimismo de la mejoría de su perro («dos sensaciones positivas son mejor que una»—pensó al salir), regresó a casa en torno a las cuatro. Los paquetes estaban terminados desde la tarde anterior. Casi todo el trabajo hecho. Se sentía feliz, seguro de que todo iba a salirle a pedir de boca. Sacaría de paseo a Bruno, hasta las cinco. Dejó programado el video. Cuando viese la noticia, cuando se sintiese orientado, comenzaría con los viajes.
El hombre fue hasta Huelin, en coche. Había aparcamientos de sobra. Dejó al perro a sus anchas en el parque durante un buen rato. Luego cruzaron hasta el paseo marítimo de la Misericordia. Había grupos de críos por doquier. Unos golfeando, sobándose. Otros fumando cigarrillos o maría. Bruno sabía seleccionarlos, tenía un don, un instinto que le facultaba para comprender cuáles eran sus inclinaciones. Era una extraña sensibilidad la de Bruno, como si procediese de un cerebro racional.
No podía dejar de mirarlos a hurtadillas, mientras acariciaban a su perro. Estaba seguro de que tardaría en «contactar» con uno de ellos.
Tenía vida para un año como poco.