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16 de septiembre de 2003
—¿Cómo es tu clase?
María giró la cabeza sobre su hombro
izquierdo mientras exhalaba el humo del cigarrillo rubio. Se había
apoyado con su hombro derecho sobre el marco de la puerta de
dirección. Llevaba allí más de veinte minutos y empezaba a estar
cansada. La directora se encontraba despachando con dos de sus
compañeras de primaria que, a juzgar por alguna que otra palabra
altisonante, debían de tener sus diferencias sobre las respectivas
adjudicaciones de alumnos. Era su segundo cigarro.
—Hola —saludó alegre al recién llegado,
besándole en ambas mejillas—. ¿Qué te ha pasado?
María se refería a que había faltado durante
la primera quincena de septiembre, en la que se organizaba el
curso. El hombre, cuya edad era difícil de estimar si uno se atenía
en exclusiva a sus rasgos faciales, había sido compañero de
claustro durante el curso anterior. Le explicó los detalles del
percance que le había obligado a llevar la pierna izquierda
enyesada durante veintidós días. Ella parecía estar contenta de
verlo de nuevo, tras aquellos meses de alejamiento.
—¿Te ha tratado bien el sorteo?—insistió el
hombre. Sus pequeños ojos marrones, con pestañas cortas pero
tupidas, brillaron desde una lejana atalaya, desde el observatorio
de un viejo y avezado cazador solitario.
—No parecen malos —ella le sonrió—. Pero
prefiero no hacerme ilusiones; ya sabes lo que pasa luego... ¿Y los
tuyos?
El hombre carraspeó para disimular su
nerviosismo. Trataba por todos los medios de mantener las formas e
impedir que le delatase el vendaval de emociones que se había
desatado en su interior al verla. Los últimos quince días habían
sido angustiosos. El accidente lo había apartado de estar a su
lado. Si se le hubiese ocurrido una excusa para ir a la
presentación, sin duda habría estado allí con las muletas. Pero el
médico, con toda seguridad, le habría negado el alta. Habría sido
absurdo. Así que esperó y, mientras, se mordió las uñas de
impaciencia. Maldecía el haber subido a aquella escalera de mierda.
Tendría que haberla tirado a la basura mucho antes, seguir su
instinto. Sabía que algún día sufriría un percance por su culpa.
Era tan perezoso para algunas cosas... Pero ahora se centraría en
el presente. En que había vuelto a oír su voz cálida. El presente
era poder respirar donde ella respirase, percibir la oleada fresca
de su perfume en los pasillos, rastrear con miradas furtivas el
estallido blanco de su risa en los corros de profesores. Su
optimismo vital regresó de golpe. El sol de media mañana inundaba
la entrada del pasillo. Hacía un día espléndido.
—Tengo un listillo —dijo mirando hacia la
puerta del patio.
—¿No será Kevin?
—El mismo.
María chasqueó los dedos como diciendo: «lo
que te espera».
Se abrió en ese instante la puerta del
despacho y salieron las dos maestras. La de más edad llevaba un
guardapolvo a rayas. La otra, vestida de calle, era tan delgada que
parecía anoréxica. Su malhumor era evidente y no se esforzaba en
disimularlo.
El hombre las ignoró. Tenía las manos
metidas en los bolsillos. María le había visto algo raro al
principio y entonces se fijó en que había adelgazado varios kilos.
Tenía mejor aspecto.
—¿Qué tal el verano?—preguntó el
compañero.
Ella volvió a sonreír. Tenía la sonrisa más
cautivadora que había visto nunca. Y ahora, con el tostado de la
playa, le pareció que estaba en verdad resplandeciente.
En adelante dejaría de observarla con
disimulo en el gran espejo rectangular que había en la sala de
juntas. Ya no sería necesario. Aunque imaginaba que acabaría por
echarlo de menos. Realmente era ella, sin ninguna clase de
subterfugios... María no sabría nunca que se había enamorado
espiando todos sus gestos.
La primera de las cosas que había aprendido
durante el acecho era que sólo cuando las mujeres no tienen
conciencia de estar siendo observadas se muestran tal como son en
realidad ¡Cuántas veces se había quedado allí un par de minutos,
haciendo como que hojeaba unos informes! Viéndola hablar y sonreír
como si no hubiese hecho otra cosa a lo largo de su existencia.
¡Qué difícil le resultaba mostrarse indiferente!... Pero, al
conseguirlo, había podido ejecutar su
plan.
Y ahora tocaba pensar en el futuro de ambos.
Tenía ante sí la oportunidad de su vida y no iba a desperdiciarla.
No lo permitiría.
Para ser sinceros, jamás había sido capaz de
imaginar que alguien como María pudiese compartir su modo de pensar
y ver la vida. Imaginaba sus propios deseos y los de María como
entes indiferenciables, reflejos devueltos por el espejo que era
cada uno del otro. Por lo pronto, existía. Por primera vez, era él
y no un mero espectro sin rostro ni nombre. ¡Estaba tan
sorprendido! Todas lo habían ignorado hasta la fecha. Ni siquiera
eran capaces de recordar cómo se llamaba. Todas menos ella.
El hombre que pasaba desapercibido a las
mujeres sintió como un hormiguero recorriéndole el cuerpo. Aquello
debía de ser lo que todo el mundo llamaba FELICIDAD, lo que antes
creía una patraña estúpida de los cuentos para niños.
Tal vez estuviese equivocado, puede que eso
que llamaban felicidad no fuera sólo un invento de literatos y
religiosos.
—Luego hablamos, ¿vale? —dijo María, y se
adentró en el despacho de dirección.
El hombre asintió con la cabeza. Después se
encaminó de muy buen humor hacia su aula, que estaba al otro lado
del patio.
El sol le cegó un instante al salir al
exterior. Pero ni siquiera lo advirtió. Iba como sonámbulo, con una
especie de pantalla en la mente, en la que sólo aparecía la imagen
que le hubiera gustado tener siempre en la cabeza, la de la cara
tostada y sonriente de María.
Se le había hecho tan largo el verano.
Las dos horas de clase que le restaban
transcurrieron en un suspiro. Hasta era posible que los niños le
hubiesen notado ausente. No podía dejar de pensar en ella un solo
instante. Sobre todo pensaba en la tarde, cuando acabase el
claustro. Tenía decidido afrontar la situación sin esperar ni un
día más. Cuanto antes pasase el trance, mucho mejor. Pero no podía
evitar sentirse como un flan.
El calor era tan pegajoso cuando abandonó el
Centro, que se notaba la piel como si hubiese sido rociada por
algún tipo de adhesivo. Odiaba el calor de septiembre; era igual de
odioso que el desdén con el que le trataban. Igual de odioso que
ellos.
Pero María iba a cambiarlo todo.
El claustro estaba convocado para las cinco
y media. Era demasiado tiempo para andar dando tumbos por la
barriada, así que en vez de almorzar en El Jerezano, el bar que
había en la misma parada del autobús, y aguardar empapado en sudor
a que llegase el momento, tomó la decisión de volver a casa. Planeó
entonces pararse en el Carrefour de Carretera de Cádiz y comer en
Los Patios, en un restaurante del que había oído hablar poco tiempo
atrás, con precios razonables y en el que servían muy rápido. Luego
iría a darse una ducha y a cambiarse de ropa, antes de
volver.
La buena reputación del sitio era merecida.
El primero consistió en un gazpacho como no había probado en mucho
tiempo y, de segundo, le sirvieron una fritura de pescado de
calidad equiparable a la que ofrecía cualquier chiringuito del
Bajondillo. No llegó a doce euros, incluyendo la cerveza y el
café.
Todo el tiempo que duró la comida estuvo
pensando en cómo cambiarían las cosas en adelante. Muchos aspectos
de su vida iban a sufrir una transformación radical. El hecho en sí
mismo de haberse parado allí, de decidir sobre la marcha dónde
comería. De hacer, en suma, lo que le apeteciese en cada momento.
No había sido consciente hasta la fecha de su libertad. Estaba tan
acostumbrado a tomar esa clase de decisiones que ni se daba cuenta
de que hacía veinticinco años que no dependía de nadie. Y de pronto
entendió que nada podría seguir siendo ya del mismo modo...
Tendría que adaptarse. Puede que a veces no
fuese sencillo; María tenía bastante temperamento, aunque confiaba
en que aprendiese rápido cuál era su nuevo
espacio en el mundo. Lo encontraría atractivo a poco que se
interesase por descubrirlo. Era una mujer
inteligente. Compartirían todas las decisiones, claro está, pero él
estaría siempre allí, alerta, para guiarla.
Quizá no era todavía el momento de
decírselo, quizá lo mejor sería esperar a llevar un tiempo
juntos... Sí, esperaría un poco, lo que hiciese falta. Luego le
haría ver que no podría seguir fumando, que su estúpida fijación
por el cigarrillo debía acabar para siempre. Esa adicción la
degradaba, y él no podía consentir que un hábito tan vulgar y
carente de sentido la despojase del aura de divinidad que irradiaba
cada vez que sonreía.
Salió de casa a las cinco y cinco y puso el
aire acondicionado a tope. El tráfico era escaso. Extendió la mano
y palpó el parabrisas. Habría podido freír un huevo en él.
Durante el regreso al colegio no dejó de
pensar en todos los planes que había hecho en los tres últimos
meses. Estaba ansioso por tener un rato a solas con ella y
contárselos con detalle. Ahora veía que había sido mejor no
precipitarse. Meses atrás no se sentía tan seguro de sí mismo.
Había tenido que irrumpir en su vida una mujer para que adquiriese
conciencia de lo abandonado de su aspecto.
Era probable que ella no se hubiese dado
cuenta aún, pero se había pasado el verano en un gimnasio,
poniéndose en forma. Se había inscrito en uno que abría incluso los
domingos y festivos. Cuatro horas diarias; siete días a la semana;
dos meses enteros. A cambio de su amor y admiración, no había
sacrificio que le pareciese imposible hacer por María.
También había tenido cuidado de renovar
completamente su vestuario; se había comprado unos cuantos polos de
colores vivos. «A los hombres, a cierta edad, no les van bien
esos tonos apagados», le había dejado
caer ella.
Ahora se daba cuenta de lo larga que había
sido su búsqueda, ahora que, al fin, encontraba su lugar en el
mundo, en el epicentro de un mundo sin cadenas ni mazmorras ni
sombras.
Una punzada de aprensión y angustia recorrió
un instante su pecho. Ese amor suyo
significaba cambiarlo todo. Sí: cambiar,
eso era... La transformación de toda una vida que parecía
únicamente poder transitar por los raíles de la destrucción, de una
vida dominada por unas «necesidades específicas» que le habían
situado fuera de la órbita humana. Pero él cambiaría. María era la
luz que le rescataría de aquel bosque tenebroso en el que llevaba
recluido treinta años..., y, entonces, el instinto se vería
sofocado por el manantial de una nueva razón pacífica y elevada, el
instinto acabaría por apagarse del todo hasta convertirse en una
inofensiva mancha de ceniza.
La Providencia le había enviado un ángel en
carne y hueso para darle la oportunidad de ser otro.
La transformación había comenzado, de
hecho... No se reconocía al mirarse ahora al espejo con su nueva
vestimenta... Por primera vez veía sus pectorales dibujándose bajo
el tejido. Había otro hombre dentro, otro hombre dispuesto a borrar
el pasado... y si no podía borrarlo, lo enterraría... Sí,
sepultaría cualquier rastro de su vida anterior; tan profundamente
oculto lo dejaría que nadie sería capaz de hallarlo hasta que se
convirtiese en un mero registro nominal apilado en un archivador,
diez generaciones después.
Tenía que ponerse manos a la obra
inmediatamente; era preciso deshacerse de tantos recuerdos... No se
sentía orgulloso de muchas de las cosas que había hecho, pero, como
cualquier hombre, tenía derecho a repudiar sus actos. Siempre había
sido de la idea de que los actos de cada uno son una simple
extensión de la voluntad. Sus actos le pertenecían; ninguna otra
persona podía juzgarle.
También había trabajado duro acondicionando
la casa. Se había gastado un dineral en reformas, casi la mitad de
sus ahorros. Estaba tan ilusionado con enseñársela... Claro que a
María a lo mejor le parecía inapropiada. Contaba con eso. En tal
caso, estaba dispuesto a ponerla en venta. Si ella tenía las ideas
claras al respecto, haría todo lo posible y lo imposible por
complacerla. Buscarían juntos otra casita o un piso, tal vez en la
misma costa. Sí, eso haría: María necesitaba estar cerca del mar;
lo necesitaba tanto como el aire y como el amor que él había
reunido con todos los sacrificios inimaginables, para entregárselo
puro y brillante como una piedra preciosa.
2
Cuando llegó a la sala de juntas, una
habitación de grandes dimensiones que parecía haber sido diseñada
como gimnasio y en donde las voces retumbaban por culpa de la
desnudez de sus paredes, se percató de que estaba un poco
acelerado: el corazón le retumbaba rítmicamente en las sienes y
tenía reseca la boca. Pero había sido el primero en llegar y eso
era justo lo que necesitaba para recuperar el dominio de sí
mismo.
No podía aparecer ante María en ese estado.
Su madre se lo había recordado muchas veces: nada más digno de
desprecio para una mujer que un hombre inseguro de sí mismo. No
merece mayor consideración que una hormiga. Y a veces puede ser tan
irritante como esos perros que ladran sin descanso en la
noche.
Así que trató de calmarse haciendo unas
cuantas respiraciones profundas y pausadas, como le había enseñado
su monitor deportivo. Ángeles, la directora, entró a continuación
con su cartera de mano, le dio la bienvenida y le preguntó cómo iba
lo del accidente. Los demás fueron llegando mientras conversaban.
En un par de minutos, la sala se llenó de gente.
Tenía un plan elaborado al detalle. María se
sentaría a su lado y él aprovecharía cualquier receso para
invitarla a tomar algo. Pero las cosas no rodaron bien: al entrar,
María iba hablando con uno de los nuevos y ni siquiera le
miró.
«Sólo es un imprevisto», rumió, enojado, el
hombre, mientras buscaba acomodo en la rígida silla de
madera.
La directora tomó la palabra para
explicarles que debían discutir El Plan del Centro, además de
diseñar las actividades complementarias que se ofrecerían al
alumnado. Antes, hizo las presentaciones: José Luis, Raquel, Inma,
Diego..., fue nombrándolos uno a uno, incluido a Andrés, el que se
había sentado junto a María.
La deferencia de Ángeles le habría halagado
de ser otras las circunstancias. Sin embargo, el admirador secreto
de María permanecía abstraído del todo desde que la vio cruzar el
umbral de la sala; se mezclaban en su cabeza las frases que había
ensayado para abordarla, con el «incidente». Odiaba cambiar de
planes, pero ahora tendría que conformarse sólo con mirarla.
Así hizo en los minutos siguientes. Las
palabras le llegaban ensordecidas por su ansioso deseo de poseerla.
Le parecían absurdas, tediosas, insoportables.
Después, la directora les aclaró que la
reunión se había pospuesto hasta que estuviesen todos, y en ese
instante le pasó unos folios de los que los demás al parecer ya
disponían.
—Repásalos luego —le dijo con amabilidad—. Y
si ya tenías algo en mente, puedes aportarlo ahora.
Él les echó un vistazo. Pero inmediatamente
se le escapó la mirada hacia María. Todo aquello le parecía
superfluo y hasta desesperante. ¡Si pudiera hacerlos desaparecer a
todos! Un mundo vacío de seres estúpidos y egoístas, sería el mejor
regalo que podía hacerles Dios a ambos.
Hizo como si leyese, mientras se imaginaba
estar por fin a solas con ella. Ansiaba leer en sus ojos el
catálogo completo de sus intenciones y deseos, descifrar la clase
de amor que había germinado durante el verano... ¿Sumiso?...
¿Apasionado?... Lo sabría con mirarla un instante, pero deberían
estar solos, centrados el uno en el otro.
Él era el único ser en la Tierra capaz de
vaciar de todo significado a una mirada, el único que podía hacer
que pareciese una pared blanca e infinita. Una cualidad
excepcional, que los que se jactaban de conocerle jamás hubiesen
sospechado. El DOLOR había rendido ese utilísimo fruto. Además de
desollarle el corazón, las humillaciones modelaron un hombre nuevo.
Ahora era una suma de reflejos condicionados que interaccionaban
entre sí. Era un sustituto de sí mismo, como un holograma perfecto
e indiferenciable. Podía ser otro en
cualquier instante.
María, en cambio, no podía hacerlo. Ella
carecía de ese don; era tan transparente como el resto de la gente
normal.
—He pensado en formar un equipo de
baloncesto —le dijo a la directora, intentando abarcar con el
rabillo del ojo a su amada.
La directora tomó notas en la agenda. Se
oyeron otras propuestas entonces, que fueron igualmente anotadas. Y
el orden previo se diluyó momentáneamente, porque varios de los
presentes intercambiaron opiniones entre sí, haciendo corrillos. Se
convirtió en una cosa caótica. La chica nueva que estaba sentada a
su derecha trató de explicarle de un modo confuso ciertas
dificultades que surgirían durante la implantación de algunas de
aquellas actividades. Cosas de recursos, principalmente. ¿Qué le
importaba a él todo eso? Era lo que se le ocurrió pensar mientras
miraba furtivamente a María. Acto seguido se le heló el corazón. No
podía creer lo que veían sus ojos. Le pareció que estaba en medio
de un mal sueño del que, sin embargo, tenía la remota esperanza de
despertar. Ella reía y reía, por algo que estaba cuchicheándole el
rubio maniquí que tenía a su lado, pero no era como las risas que
le había regalado antes a él: esta vez eran las típicas risas de
coquetería que hace una mujer sin sentido de la dignidad y sin
decencia cuando siente esa locura que la arrastra hacia un hombre,
esa clase de atracción que las convierte en peleles de casanovas
sin escrúpulos.
Pero estaba despierto, lo comprendió al
instante. Miraba a su alrededor y lo que veía eran gentes de carne
y hueso, las caras estúpidas de sus compañeros y su banalidad. La
ira estuvo a punto de traicionarle. Todos sus sueños y proyectos
hechos añicos. Todo absolutamente se había ido al carajo. De
repente María se había convertido en un ídolo caído. De repente
sintió que la odiaba con toda la fuerza oculta de su ser, y con
toda la energía de su parte racional. En cierta medida, le
desconcertaba el sentirse dominado por un odio tan violento y tan
brusco. Se sentía confundido dentro de su desolación por la
virulencia de la transformación afectiva que había experimentado de
golpe. Le hubiese entregado su vida en ofrenda unos minutos antes,
y ahora, sin embargo, le aliviaba el concebir su muerte, le
reconfortaba pensar en cerrar personalmente sus ojos para siempre,
sofocar su risa de puta barata... «Te mataría aquí mismo», rezó
entre dientes, simulando leer el contenido de aquellos
papeles.
Sin querer, su mirada volvía a posarse a
hurtadillas en ella.
Le costaba tanto creerlo. Quince días le
habían bastado para echarse en brazos de un extraño, para
entregársele sin reservas. A él, sin embargo, le había mantenido a
distancia durante todo un año. Sí, el curso anterior había corrido
el rumor de que Pepe Arjona se las había arreglado para sacarla de
fiesta unas cuantas noches. Pepe era un personaje patético, cuya
vida estaba dirigida en exclusiva a pavonearse; vestido con una
ropa ajustada que pondría en ridículo incluso a alguien mucho más
joven; un idiota hortera que babosea halagos a niñatas a las que
dobla en edad, después de sus clases de educación física; siempre
luciendo un par de pulseras de cuero de las que venden en los
mercadillos, y que se cree irresistible con su pelo cortado y
peinado en una de esas peluquerías unisex
que proliferan en los peores barrios de las grandes ciudades. Las
idiotas podían dejarse engatusar por un idiota; María, no. Pero
entendió el juego de ella cuando se arrimaba al idiota. El clásico
juego de la sirvienta enamorada. Quería que lo supiese: dándole
celos, se aseguraba atraer su atención.
Esto era diferente. El brillo de sus ojos
parecía como blindado para todo lo que no fuese aquel maniquí
repulsivo. No era distinta de la putita de la administrativa. Era
mucho peor que ella, porque se las daba de santurrona. Al menos a
Gema no le importaba que todos supiesen de su predilección por
llevarse a la cama a maestros de primer año. Cada curso se follaba
a uno o dos. Pero María... ¡Por Dios! ¿Cómo había podido caer tan
bajo? Se había subastado como cualquier puta de burdel de moda y el
rubito había ganado la subasta por el precio de una sonrisa de
escaparate. Le causó repugnancia ver que no se conformaba sólo con
reír las gracias del donjuán. La puta le tocaba el antebrazo, se
arrastraba la muy puta ante el cretino, sobándole sin
pudor...
Suspiró honda y entrecortadamente. Y con un
esfuerzo sobrehumano, sonrió, sonrió y expuso sus ideas acerca de
las actividades extraescolares a la profesora nueva que antes se le
había dirigido. Cosas de recursos, principalmente.
Tenía que controlarse. Era primordial
hacerlo por muchas y variadas razones.
Cuando la reunión se terminó, la cabeza le
dolía de un modo cruel. Pero seguía sonriendo. Se desearon, unos a
otros, suerte para el curso, mientras se entremezclaban en la zona
de acceso a la puerta de la enorme sala. María se le acercó; el
donjuán cretino la sujetaba desde detrás por los hombros.
—Tienes los ojos muy rojos —le dijo al pasar
a su lado—. ¿Ya estás con la alergia otra vez?
María, La Puta, le trataba como a un
animalillo de compañía. ¿Acaso creía ella que no se había dado
cuenta? El corazón de la muy puta rebosaba de felicidad y las
migajas sobrantes eran para gente como él, para que las apurase
mientras ella se entregaba a su impúdica fascinación por el tipejo
de la melenita rubia. Conocía esa conducta. Su madre había sido
así. Follando, era amable con él. Sólo cuando metía en la cama a
alguno de los inquilinos de la pensión se fijaba en los cardenales
que tenía por culpa de los matones del barrio. Tenía que revolcarse
como cualquier guarra para adquirir la noción de que había alguien
más a su lado que la necesitaba. «¿Quién te ha hecho estos
moratones, hijo?», decía pasándole un dedo por la carne
mortificada. La chupapollas no se percataba de las palizas que
recibía un día sí y otro también hasta que un sujeto de aquellos la
reducía a lo que realmente era: una perra en celo que ladraba
arrodillada suplicando ser cubierta. Entonces, una vez recobrada la
compostura, podía esperar alguna carantoña de ella, alguna
palabrita considerada. Entonces él volvía a existir. Para
desaparecer nuevamente a sus ojos, quince minutos más tarde.
—No. Es sólo que me duele la cabeza
—respondió forzando una sonrisa cordial.
Ella se marchó sin decir nada más. Se fue
pensando en su nuevo adonis, seguramente excitada de rozarse con
él. ¿Qué le importaba su dolor o su amor?
Pero el dolor le estalló en los ojos durante
el viaje de vuelta a casa. Lloró como un niño. La ira, sin embargo,
se había disuelto en sus lágrimas. Ya sólo se sentía infinitamente
desconsolado y, al mismo tiempo, abandonado por el resto del mundo.
Era como si ambas sensaciones estuviesen entrelazadas, como si
fuesen estrechamente interdependientes. Había descubierto de
repente que todo a su alrededor parecía como sin vida, ajeno a su
existencia; de nada serviría gritar porque nadie le escuchaba. El
mundo entero estaba sordo y ciego ante su sufrimiento. Se
reprochaba el haberse hecho aquellas ilusiones estúpidas, cuando
toda su experiencia vital le decía que no podía confiar en los
seres humanos. La infinita perfidia presente en su naturaleza se
hacía tristemente visible a la primera oportunidad.
Ahora, por desgracia, cobraban sentido las
reflexiones que escribió en su diario. En verdad el Hombre era una
desdibujada y pálida copia de Dios, que, como Él, aniquilaba cuanto
había creado. Su poder de destrucción era ilimitado. Puede
aparentar compasión y piedad, pero detrás de esa máscara hay sólo
una amalgama de feroces instintos. ¿Cómo escuchar, entonces, los
gritos de auxilio a los que sólo el corazón puede prestar oídos
porque no brotan del interior de una garganta sino del alma de una
mirada?
Al resbalar hasta sus labios, las lágrimas
se habían mezclado con su propio sudor. Se restregó el dorso de la
mano derecha para liberarse de aquella salada humedad. La soledad
rodearía en adelante su vida, como un alambre de espino. Estaba
escrito.
Condujo como un autómata, sin noción del
tiempo y del lugar por el que transitaba. Fuera, el mundo desfilaba
borrosamente ante sus ojos, tan gris y sordo que habría sido
incapaz de describir una sola de las avenidas y calles que iba
dejando atrás. Pero, conforme se acercaba a casa, algo pesado y
lóbrego, algo que era tan denso como el plomo licuado y que parecía
expandirse desde dentro mismo de su ser, comenzó a oprimirle con
fuerza en el pecho. Por primera vez en su vida tenía miedo de
traspasar el umbral y cerrar la puerta tras de sí. Intuía que hacer
eso era como segregarse para siempre del resto de La Humanidad.
Sería un muerto en vida. Sintió como si aquellas cuatro paredes
fuesen a devorarle. Entonces el odio se le volvió a incrustar en
las entrañas como una bala. Los odiaba a todos: a María por su
vulgaridad, fría y traidora; al resto, por vivir la vida que a él se le había negado con cruel
obstinación.
El porvenir era el presente.
Al bajar del coche, se miró con desprecio el
Lacoste azulón que había estrenado aquella tarde. Estaba arrugado y
mojado por el sudor. «¡Dios!», gritó entre dientes. «¡Dios, Dios,
Dios...!»—repitió hasta que, exhausto y abandonado de sí mismo, su
voz se apagó. La vista se le empañó y le tembló la barbilla unos
segundos... María le hubiese salvado. Sólo ella hubiera podido
redimirle.
Aunque el calor seguía siendo asfixiante, un
extraño sudor helado le empapaba todo el cuerpo. Y, entonces, una
sensación completamente benéfica comenzó a inundarle por dentro,
como si su ser entero fuese una bodega vacía a la que llegase de
pronto una paz torrencial y liberadora. Se sentía como si acabase
de superar un violento acceso de fiebre, una fiebre que se había
marchado de golpe de su cuerpo después de llevarle al borde de la
muerte. Mejor así, se dijo, mejor así. Era tan distinto a los
demás. Diferente a todos. Sí, él necesitaba sentir emociones que
nadie era capaz de imaginar. ¿Qué mujer se hubiese sometido para
satisfacerle?
Ahora sabía que ninguna mujer era
decente.
Lo pagaría con creces. Todas lo
pagarían.