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16 de septiembre de 2003

 

—¿Cómo es tu clase?
María giró la cabeza sobre su hombro izquierdo mientras exhalaba el humo del cigarrillo rubio. Se había apoyado con su hombro derecho sobre el marco de la puerta de dirección. Llevaba allí más de veinte minutos y empezaba a estar cansada. La directora se encontraba despachando con dos de sus compañeras de primaria que, a juzgar por alguna que otra palabra altisonante, debían de tener sus diferencias sobre las respectivas adjudicaciones de alumnos. Era su segundo cigarro.
—Hola —saludó alegre al recién llegado, besándole en ambas mejillas—. ¿Qué te ha pasado?
María se refería a que había faltado durante la primera quincena de septiembre, en la que se organizaba el curso. El hombre, cuya edad era difícil de estimar si uno se atenía en exclusiva a sus rasgos faciales, había sido compañero de claustro durante el curso anterior. Le explicó los detalles del percance que le había obligado a llevar la pierna izquierda enyesada durante veintidós días. Ella parecía estar contenta de verlo de nuevo, tras aquellos meses de alejamiento.
—¿Te ha tratado bien el sorteo?—insistió el hombre. Sus pequeños ojos marrones, con pestañas cortas pero tupidas, brillaron desde una lejana atalaya, desde el observatorio de un viejo y avezado cazador solitario.
—No parecen malos —ella le sonrió—. Pero prefiero no hacerme ilusiones; ya sabes lo que pasa luego... ¿Y los tuyos?
El hombre carraspeó para disimular su nerviosismo. Trataba por todos los medios de mantener las formas e impedir que le delatase el vendaval de emociones que se había desatado en su interior al verla. Los últimos quince días habían sido angustiosos. El accidente lo había apartado de estar a su lado. Si se le hubiese ocurrido una excusa para ir a la presentación, sin duda habría estado allí con las muletas. Pero el médico, con toda seguridad, le habría negado el alta. Habría sido absurdo. Así que esperó y, mientras, se mordió las uñas de impaciencia. Maldecía el haber subido a aquella escalera de mierda. Tendría que haberla tirado a la basura mucho antes, seguir su instinto. Sabía que algún día sufriría un percance por su culpa. Era tan perezoso para algunas cosas... Pero ahora se centraría en el presente. En que había vuelto a oír su voz cálida. El presente era poder respirar donde ella respirase, percibir la oleada fresca de su perfume en los pasillos, rastrear con miradas furtivas el estallido blanco de su risa en los corros de profesores. Su optimismo vital regresó de golpe. El sol de media mañana inundaba la entrada del pasillo. Hacía un día espléndido.
—Tengo un listillo —dijo mirando hacia la puerta del patio.
—¿No será Kevin?
—El mismo.
María chasqueó los dedos como diciendo: «lo que te espera».
Se abrió en ese instante la puerta del despacho y salieron las dos maestras. La de más edad llevaba un guardapolvo a rayas. La otra, vestida de calle, era tan delgada que parecía anoréxica. Su malhumor era evidente y no se esforzaba en disimularlo.
El hombre las ignoró. Tenía las manos metidas en los bolsillos. María le había visto algo raro al principio y entonces se fijó en que había adelgazado varios kilos. Tenía mejor aspecto.
—¿Qué tal el verano?—preguntó el compañero.
Ella volvió a sonreír. Tenía la sonrisa más cautivadora que había visto nunca. Y ahora, con el tostado de la playa, le pareció que estaba en verdad resplandeciente.
En adelante dejaría de observarla con disimulo en el gran espejo rectangular que había en la sala de juntas. Ya no sería necesario. Aunque imaginaba que acabaría por echarlo de menos. Realmente era ella, sin ninguna clase de subterfugios... María no sabría nunca que se había enamorado espiando todos sus gestos.
La primera de las cosas que había aprendido durante el acecho era que sólo cuando las mujeres no tienen conciencia de estar siendo observadas se muestran tal como son en realidad ¡Cuántas veces se había quedado allí un par de minutos, haciendo como que hojeaba unos informes! Viéndola hablar y sonreír como si no hubiese hecho otra cosa a lo largo de su existencia. ¡Qué difícil le resultaba mostrarse indiferente!... Pero, al conseguirlo, había podido ejecutar su plan.
Y ahora tocaba pensar en el futuro de ambos. Tenía ante sí la oportunidad de su vida y no iba a desperdiciarla. No lo permitiría.
Para ser sinceros, jamás había sido capaz de imaginar que alguien como María pudiese compartir su modo de pensar y ver la vida. Imaginaba sus propios deseos y los de María como entes indiferenciables, reflejos devueltos por el espejo que era cada uno del otro. Por lo pronto, existía. Por primera vez, era él y no un mero espectro sin rostro ni nombre. ¡Estaba tan sorprendido! Todas lo habían ignorado hasta la fecha. Ni siquiera eran capaces de recordar cómo se llamaba. Todas menos ella.
El hombre que pasaba desapercibido a las mujeres sintió como un hormiguero recorriéndole el cuerpo. Aquello debía de ser lo que todo el mundo llamaba FELICIDAD, lo que antes creía una patraña estúpida de los cuentos para niños.
Tal vez estuviese equivocado, puede que eso que llamaban felicidad no fuera sólo un invento de literatos y religiosos.
—Luego hablamos, ¿vale? —dijo María, y se adentró en el despacho de dirección.
El hombre asintió con la cabeza. Después se encaminó de muy buen humor hacia su aula, que estaba al otro lado del patio.
El sol le cegó un instante al salir al exterior. Pero ni siquiera lo advirtió. Iba como sonámbulo, con una especie de pantalla en la mente, en la que sólo aparecía la imagen que le hubiera gustado tener siempre en la cabeza, la de la cara tostada y sonriente de María.
Se le había hecho tan largo el verano.
Las dos horas de clase que le restaban transcurrieron en un suspiro. Hasta era posible que los niños le hubiesen notado ausente. No podía dejar de pensar en ella un solo instante. Sobre todo pensaba en la tarde, cuando acabase el claustro. Tenía decidido afrontar la situación sin esperar ni un día más. Cuanto antes pasase el trance, mucho mejor. Pero no podía evitar sentirse como un flan.
El calor era tan pegajoso cuando abandonó el Centro, que se notaba la piel como si hubiese sido rociada por algún tipo de adhesivo. Odiaba el calor de septiembre; era igual de odioso que el desdén con el que le trataban. Igual de odioso que ellos.
Pero María iba a cambiarlo todo.
El claustro estaba convocado para las cinco y media. Era demasiado tiempo para andar dando tumbos por la barriada, así que en vez de almorzar en El Jerezano, el bar que había en la misma parada del autobús, y aguardar empapado en sudor a que llegase el momento, tomó la decisión de volver a casa. Planeó entonces pararse en el Carrefour de Carretera de Cádiz y comer en Los Patios, en un restaurante del que había oído hablar poco tiempo atrás, con precios razonables y en el que servían muy rápido. Luego iría a darse una ducha y a cambiarse de ropa, antes de volver.
La buena reputación del sitio era merecida. El primero consistió en un gazpacho como no había probado en mucho tiempo y, de segundo, le sirvieron una fritura de pescado de calidad equiparable a la que ofrecía cualquier chiringuito del Bajondillo. No llegó a doce euros, incluyendo la cerveza y el café.
Todo el tiempo que duró la comida estuvo pensando en cómo cambiarían las cosas en adelante. Muchos aspectos de su vida iban a sufrir una transformación radical. El hecho en sí mismo de haberse parado allí, de decidir sobre la marcha dónde comería. De hacer, en suma, lo que le apeteciese en cada momento. No había sido consciente hasta la fecha de su libertad. Estaba tan acostumbrado a tomar esa clase de decisiones que ni se daba cuenta de que hacía veinticinco años que no dependía de nadie. Y de pronto entendió que nada podría seguir siendo ya del mismo modo...
Tendría que adaptarse. Puede que a veces no fuese sencillo; María tenía bastante temperamento, aunque confiaba en que aprendiese rápido cuál era su nuevo espacio en el mundo. Lo encontraría atractivo a poco que se interesase por descubrirlo. Era una mujer inteligente. Compartirían todas las decisiones, claro está, pero él estaría siempre allí, alerta, para guiarla.
Quizá no era todavía el momento de decírselo, quizá lo mejor sería esperar a llevar un tiempo juntos... Sí, esperaría un poco, lo que hiciese falta. Luego le haría ver que no podría seguir fumando, que su estúpida fijación por el cigarrillo debía acabar para siempre. Esa adicción la degradaba, y él no podía consentir que un hábito tan vulgar y carente de sentido la despojase del aura de divinidad que irradiaba cada vez que sonreía.
Salió de casa a las cinco y cinco y puso el aire acondicionado a tope. El tráfico era escaso. Extendió la mano y palpó el parabrisas. Habría podido freír un huevo en él.
Durante el regreso al colegio no dejó de pensar en todos los planes que había hecho en los tres últimos meses. Estaba ansioso por tener un rato a solas con ella y contárselos con detalle. Ahora veía que había sido mejor no precipitarse. Meses atrás no se sentía tan seguro de sí mismo. Había tenido que irrumpir en su vida una mujer para que adquiriese conciencia de lo abandonado de su aspecto.
Era probable que ella no se hubiese dado cuenta aún, pero se había pasado el verano en un gimnasio, poniéndose en forma. Se había inscrito en uno que abría incluso los domingos y festivos. Cuatro horas diarias; siete días a la semana; dos meses enteros. A cambio de su amor y admiración, no había sacrificio que le pareciese imposible hacer por María.
También había tenido cuidado de renovar completamente su vestuario; se había comprado unos cuantos polos de colores vivos. «A los hombres, a cierta edad, no les van bien esos tonos apagados», le había dejado caer ella.
Ahora se daba cuenta de lo larga que había sido su búsqueda, ahora que, al fin, encontraba su lugar en el mundo, en el epicentro de un mundo sin cadenas ni mazmorras ni sombras.
Una punzada de aprensión y angustia recorrió un instante su pecho. Ese amor suyo significaba cambiarlo todo. Sí: cambiar, eso era... La transformación de toda una vida que parecía únicamente poder transitar por los raíles de la destrucción, de una vida dominada por unas «necesidades específicas» que le habían situado fuera de la órbita humana. Pero él cambiaría. María era la luz que le rescataría de aquel bosque tenebroso en el que llevaba recluido treinta años..., y, entonces, el instinto se vería sofocado por el manantial de una nueva razón pacífica y elevada, el instinto acabaría por apagarse del todo hasta convertirse en una inofensiva mancha de ceniza.
La Providencia le había enviado un ángel en carne y hueso para darle la oportunidad de ser otro.
La transformación había comenzado, de hecho... No se reconocía al mirarse ahora al espejo con su nueva vestimenta... Por primera vez veía sus pectorales dibujándose bajo el tejido. Había otro hombre dentro, otro hombre dispuesto a borrar el pasado... y si no podía borrarlo, lo enterraría... Sí, sepultaría cualquier rastro de su vida anterior; tan profundamente oculto lo dejaría que nadie sería capaz de hallarlo hasta que se convirtiese en un mero registro nominal apilado en un archivador, diez generaciones después.
Tenía que ponerse manos a la obra inmediatamente; era preciso deshacerse de tantos recuerdos... No se sentía orgulloso de muchas de las cosas que había hecho, pero, como cualquier hombre, tenía derecho a repudiar sus actos. Siempre había sido de la idea de que los actos de cada uno son una simple extensión de la voluntad. Sus actos le pertenecían; ninguna otra persona podía juzgarle.
También había trabajado duro acondicionando la casa. Se había gastado un dineral en reformas, casi la mitad de sus ahorros. Estaba tan ilusionado con enseñársela... Claro que a María a lo mejor le parecía inapropiada. Contaba con eso. En tal caso, estaba dispuesto a ponerla en venta. Si ella tenía las ideas claras al respecto, haría todo lo posible y lo imposible por complacerla. Buscarían juntos otra casita o un piso, tal vez en la misma costa. Sí, eso haría: María necesitaba estar cerca del mar; lo necesitaba tanto como el aire y como el amor que él había reunido con todos los sacrificios inimaginables, para entregárselo puro y brillante como una piedra preciosa.

2

 

Cuando llegó a la sala de juntas, una habitación de grandes dimensiones que parecía haber sido diseñada como gimnasio y en donde las voces retumbaban por culpa de la desnudez de sus paredes, se percató de que estaba un poco acelerado: el corazón le retumbaba rítmicamente en las sienes y tenía reseca la boca. Pero había sido el primero en llegar y eso era justo lo que necesitaba para recuperar el dominio de sí mismo.
No podía aparecer ante María en ese estado. Su madre se lo había recordado muchas veces: nada más digno de desprecio para una mujer que un hombre inseguro de sí mismo. No merece mayor consideración que una hormiga. Y a veces puede ser tan irritante como esos perros que ladran sin descanso en la noche.
Así que trató de calmarse haciendo unas cuantas respiraciones profundas y pausadas, como le había enseñado su monitor deportivo. Ángeles, la directora, entró a continuación con su cartera de mano, le dio la bienvenida y le preguntó cómo iba lo del accidente. Los demás fueron llegando mientras conversaban. En un par de minutos, la sala se llenó de gente.
Tenía un plan elaborado al detalle. María se sentaría a su lado y él aprovecharía cualquier receso para invitarla a tomar algo. Pero las cosas no rodaron bien: al entrar, María iba hablando con uno de los nuevos y ni siquiera le miró.
«Sólo es un imprevisto», rumió, enojado, el hombre, mientras buscaba acomodo en la rígida silla de madera.
La directora tomó la palabra para explicarles que debían discutir El Plan del Centro, además de diseñar las actividades complementarias que se ofrecerían al alumnado. Antes, hizo las presentaciones: José Luis, Raquel, Inma, Diego..., fue nombrándolos uno a uno, incluido a Andrés, el que se había sentado junto a María.
La deferencia de Ángeles le habría halagado de ser otras las circunstancias. Sin embargo, el admirador secreto de María permanecía abstraído del todo desde que la vio cruzar el umbral de la sala; se mezclaban en su cabeza las frases que había ensayado para abordarla, con el «incidente». Odiaba cambiar de planes, pero ahora tendría que conformarse sólo con mirarla.
Así hizo en los minutos siguientes. Las palabras le llegaban ensordecidas por su ansioso deseo de poseerla. Le parecían absurdas, tediosas, insoportables.
Después, la directora les aclaró que la reunión se había pospuesto hasta que estuviesen todos, y en ese instante le pasó unos folios de los que los demás al parecer ya disponían.
—Repásalos luego —le dijo con amabilidad—. Y si ya tenías algo en mente, puedes aportarlo ahora.
Él les echó un vistazo. Pero inmediatamente se le escapó la mirada hacia María. Todo aquello le parecía superfluo y hasta desesperante. ¡Si pudiera hacerlos desaparecer a todos! Un mundo vacío de seres estúpidos y egoístas, sería el mejor regalo que podía hacerles Dios a ambos.
Hizo como si leyese, mientras se imaginaba estar por fin a solas con ella. Ansiaba leer en sus ojos el catálogo completo de sus intenciones y deseos, descifrar la clase de amor que había germinado durante el verano... ¿Sumiso?... ¿Apasionado?... Lo sabría con mirarla un instante, pero deberían estar solos, centrados el uno en el otro.
Él era el único ser en la Tierra capaz de vaciar de todo significado a una mirada, el único que podía hacer que pareciese una pared blanca e infinita. Una cualidad excepcional, que los que se jactaban de conocerle jamás hubiesen sospechado. El DOLOR había rendido ese utilísimo fruto. Además de desollarle el corazón, las humillaciones modelaron un hombre nuevo. Ahora era una suma de reflejos condicionados que interaccionaban entre sí. Era un sustituto de sí mismo, como un holograma perfecto e indiferenciable. Podía ser otro en cualquier instante.
María, en cambio, no podía hacerlo. Ella carecía de ese don; era tan transparente como el resto de la gente normal.
—He pensado en formar un equipo de baloncesto —le dijo a la directora, intentando abarcar con el rabillo del ojo a su amada.
La directora tomó notas en la agenda. Se oyeron otras propuestas entonces, que fueron igualmente anotadas. Y el orden previo se diluyó momentáneamente, porque varios de los presentes intercambiaron opiniones entre sí, haciendo corrillos. Se convirtió en una cosa caótica. La chica nueva que estaba sentada a su derecha trató de explicarle de un modo confuso ciertas dificultades que surgirían durante la implantación de algunas de aquellas actividades. Cosas de recursos, principalmente. ¿Qué le importaba a él todo eso? Era lo que se le ocurrió pensar mientras miraba furtivamente a María. Acto seguido se le heló el corazón. No podía creer lo que veían sus ojos. Le pareció que estaba en medio de un mal sueño del que, sin embargo, tenía la remota esperanza de despertar. Ella reía y reía, por algo que estaba cuchicheándole el rubio maniquí que tenía a su lado, pero no era como las risas que le había regalado antes a él: esta vez eran las típicas risas de coquetería que hace una mujer sin sentido de la dignidad y sin decencia cuando siente esa locura que la arrastra hacia un hombre, esa clase de atracción que las convierte en peleles de casanovas sin escrúpulos.
Pero estaba despierto, lo comprendió al instante. Miraba a su alrededor y lo que veía eran gentes de carne y hueso, las caras estúpidas de sus compañeros y su banalidad. La ira estuvo a punto de traicionarle. Todos sus sueños y proyectos hechos añicos. Todo absolutamente se había ido al carajo. De repente María se había convertido en un ídolo caído. De repente sintió que la odiaba con toda la fuerza oculta de su ser, y con toda la energía de su parte racional. En cierta medida, le desconcertaba el sentirse dominado por un odio tan violento y tan brusco. Se sentía confundido dentro de su desolación por la virulencia de la transformación afectiva que había experimentado de golpe. Le hubiese entregado su vida en ofrenda unos minutos antes, y ahora, sin embargo, le aliviaba el concebir su muerte, le reconfortaba pensar en cerrar personalmente sus ojos para siempre, sofocar su risa de puta barata... «Te mataría aquí mismo», rezó entre dientes, simulando leer el contenido de aquellos papeles.
Sin querer, su mirada volvía a posarse a hurtadillas en ella.
Le costaba tanto creerlo. Quince días le habían bastado para echarse en brazos de un extraño, para entregársele sin reservas. A él, sin embargo, le había mantenido a distancia durante todo un año. Sí, el curso anterior había corrido el rumor de que Pepe Arjona se las había arreglado para sacarla de fiesta unas cuantas noches. Pepe era un personaje patético, cuya vida estaba dirigida en exclusiva a pavonearse; vestido con una ropa ajustada que pondría en ridículo incluso a alguien mucho más joven; un idiota hortera que babosea halagos a niñatas a las que dobla en edad, después de sus clases de educación física; siempre luciendo un par de pulseras de cuero de las que venden en los mercadillos, y que se cree irresistible con su pelo cortado y peinado en una de esas peluquerías unisex que proliferan en los peores barrios de las grandes ciudades. Las idiotas podían dejarse engatusar por un idiota; María, no. Pero entendió el juego de ella cuando se arrimaba al idiota. El clásico juego de la sirvienta enamorada. Quería que lo supiese: dándole celos, se aseguraba atraer su atención.
Esto era diferente. El brillo de sus ojos parecía como blindado para todo lo que no fuese aquel maniquí repulsivo. No era distinta de la putita de la administrativa. Era mucho peor que ella, porque se las daba de santurrona. Al menos a Gema no le importaba que todos supiesen de su predilección por llevarse a la cama a maestros de primer año. Cada curso se follaba a uno o dos. Pero María... ¡Por Dios! ¿Cómo había podido caer tan bajo? Se había subastado como cualquier puta de burdel de moda y el rubito había ganado la subasta por el precio de una sonrisa de escaparate. Le causó repugnancia ver que no se conformaba sólo con reír las gracias del donjuán. La puta le tocaba el antebrazo, se arrastraba la muy puta ante el cretino, sobándole sin pudor...
Suspiró honda y entrecortadamente. Y con un esfuerzo sobrehumano, sonrió, sonrió y expuso sus ideas acerca de las actividades extraescolares a la profesora nueva que antes se le había dirigido. Cosas de recursos, principalmente.
Tenía que controlarse. Era primordial hacerlo por muchas y variadas razones.
Cuando la reunión se terminó, la cabeza le dolía de un modo cruel. Pero seguía sonriendo. Se desearon, unos a otros, suerte para el curso, mientras se entremezclaban en la zona de acceso a la puerta de la enorme sala. María se le acercó; el donjuán cretino la sujetaba desde detrás por los hombros.
—Tienes los ojos muy rojos —le dijo al pasar a su lado—. ¿Ya estás con la alergia otra vez?
María, La Puta, le trataba como a un animalillo de compañía. ¿Acaso creía ella que no se había dado cuenta? El corazón de la muy puta rebosaba de felicidad y las migajas sobrantes eran para gente como él, para que las apurase mientras ella se entregaba a su impúdica fascinación por el tipejo de la melenita rubia. Conocía esa conducta. Su madre había sido así. Follando, era amable con él. Sólo cuando metía en la cama a alguno de los inquilinos de la pensión se fijaba en los cardenales que tenía por culpa de los matones del barrio. Tenía que revolcarse como cualquier guarra para adquirir la noción de que había alguien más a su lado que la necesitaba. «¿Quién te ha hecho estos moratones, hijo?», decía pasándole un dedo por la carne mortificada. La chupapollas no se percataba de las palizas que recibía un día sí y otro también hasta que un sujeto de aquellos la reducía a lo que realmente era: una perra en celo que ladraba arrodillada suplicando ser cubierta. Entonces, una vez recobrada la compostura, podía esperar alguna carantoña de ella, alguna palabrita considerada. Entonces él volvía a existir. Para desaparecer nuevamente a sus ojos, quince minutos más tarde.
—No. Es sólo que me duele la cabeza —respondió forzando una sonrisa cordial.
Ella se marchó sin decir nada más. Se fue pensando en su nuevo adonis, seguramente excitada de rozarse con él. ¿Qué le importaba su dolor o su amor?
Pero el dolor le estalló en los ojos durante el viaje de vuelta a casa. Lloró como un niño. La ira, sin embargo, se había disuelto en sus lágrimas. Ya sólo se sentía infinitamente desconsolado y, al mismo tiempo, abandonado por el resto del mundo. Era como si ambas sensaciones estuviesen entrelazadas, como si fuesen estrechamente interdependientes. Había descubierto de repente que todo a su alrededor parecía como sin vida, ajeno a su existencia; de nada serviría gritar porque nadie le escuchaba. El mundo entero estaba sordo y ciego ante su sufrimiento. Se reprochaba el haberse hecho aquellas ilusiones estúpidas, cuando toda su experiencia vital le decía que no podía confiar en los seres humanos. La infinita perfidia presente en su naturaleza se hacía tristemente visible a la primera oportunidad.
Ahora, por desgracia, cobraban sentido las reflexiones que escribió en su diario. En verdad el Hombre era una desdibujada y pálida copia de Dios, que, como Él, aniquilaba cuanto había creado. Su poder de destrucción era ilimitado. Puede aparentar compasión y piedad, pero detrás de esa máscara hay sólo una amalgama de feroces instintos. ¿Cómo escuchar, entonces, los gritos de auxilio a los que sólo el corazón puede prestar oídos porque no brotan del interior de una garganta sino del alma de una mirada?
Al resbalar hasta sus labios, las lágrimas se habían mezclado con su propio sudor. Se restregó el dorso de la mano derecha para liberarse de aquella salada humedad. La soledad rodearía en adelante su vida, como un alambre de espino. Estaba escrito.
Condujo como un autómata, sin noción del tiempo y del lugar por el que transitaba. Fuera, el mundo desfilaba borrosamente ante sus ojos, tan gris y sordo que habría sido incapaz de describir una sola de las avenidas y calles que iba dejando atrás. Pero, conforme se acercaba a casa, algo pesado y lóbrego, algo que era tan denso como el plomo licuado y que parecía expandirse desde dentro mismo de su ser, comenzó a oprimirle con fuerza en el pecho. Por primera vez en su vida tenía miedo de traspasar el umbral y cerrar la puerta tras de sí. Intuía que hacer eso era como segregarse para siempre del resto de La Humanidad. Sería un muerto en vida. Sintió como si aquellas cuatro paredes fuesen a devorarle. Entonces el odio se le volvió a incrustar en las entrañas como una bala. Los odiaba a todos: a María por su vulgaridad, fría y traidora; al resto, por vivir la vida que a él se le había negado con cruel obstinación.
El porvenir era el presente.
Al bajar del coche, se miró con desprecio el Lacoste azulón que había estrenado aquella tarde. Estaba arrugado y mojado por el sudor. «¡Dios!», gritó entre dientes. «¡Dios, Dios, Dios...!»—repitió hasta que, exhausto y abandonado de sí mismo, su voz se apagó. La vista se le empañó y le tembló la barbilla unos segundos... María le hubiese salvado. Sólo ella hubiera podido redimirle.
Aunque el calor seguía siendo asfixiante, un extraño sudor helado le empapaba todo el cuerpo. Y, entonces, una sensación completamente benéfica comenzó a inundarle por dentro, como si su ser entero fuese una bodega vacía a la que llegase de pronto una paz torrencial y liberadora. Se sentía como si acabase de superar un violento acceso de fiebre, una fiebre que se había marchado de golpe de su cuerpo después de llevarle al borde de la muerte. Mejor así, se dijo, mejor así. Era tan distinto a los demás. Diferente a todos. Sí, él necesitaba sentir emociones que nadie era capaz de imaginar. ¿Qué mujer se hubiese sometido para satisfacerle?
Ahora sabía que ninguna mujer era decente.
Lo pagaría con creces. Todas lo pagarían.