Rosa de Madrid

Quien viera a Rosa pasar por la calle del Humilladero hasta el taller de doña Brígida, vería una coincidencia de esperanzas, de sencillas alegrías, de ingenuos propósitos de seducción; reconocería en ella a una de las muchas aprendizas de modista que hubo en ciertos barrios por los años veinte y treinta, con sus modestos vestidos, su inseguridad y sus desplantes, sus sinsabores, su deseo de alcanzar la felicidad aunque en breves años pasaban a ser madres con hijos y frustraciones en el declive de toda ilusión. Rosa, ni a tal decepcionante edad llegó: cruzó en rápida travesía, como un fulgor, no fuego de altas llamas sino chispa de intenso brillo y, en seguida, humo, que se disipa y pierde en las silenciosas ráfagas del olvido.

Allí estaba, en el barrio, perfectamente delimitada su figura y su porte en el marco de su época, de la severa sustancia de su tiempo y su clase, de sus dolores y obediencias, pero ella, figura juvenil, entregada al entusiasmo de comenzar la vida, fue llevada por el rápido fluir de acontecimientos y no pudo perdurar ni soportar lo que sobrevino a la ciudad donde nació.

De niña ayudaba a su madre y se escapaba a jugar con otras de su edad en el patio, y de jovencita fue aprendiza y fijó y grabó en su mente no sólo aquello concerniente a la costura, sino las bromas de los mayores, la forma de saludar, la atención al gusto de ir limpia y arreglada, contener los enfados por las limitaciones a su voluntad. Y poco a poco se convirtió en Rosa, de confiadas miradas y sonrisas, sugestivos movimientos de los brazos al alzarlos para arreglarse el moño, su peinado hasta que se cortó el pelo a lo garçon. Al entrar en los dieciocho años, el cuerpo de Rosa se había moldeado con las proporciones de mujer completa, floreciente, bajo el vestido azul oscuro cuyos brillos revelaban al andar la curva de las caderas y las piernas; más arriba, todo lo ocultaba el mantoncillo ligero que llevaba aun en verano, negro, de largos flecos que se enredaban en cualquier sitio y que ella movía con gracia, unas veces bajándoselo de los hombros, otras, cruzándolo sobre el pecho para que la cara resaltara así, enmarcada, con su blancura. Y cuando usó por primera vez tacones, los hizo resonar en el empedrado de la Puerta de Toledo.

Sus motivaciones para la alegría eran salir a la calle en grupo, reírse de tonterías, ponerse una flor en la peinecilla que venía a iluminar los rizos naturales de un negro intenso, ir al cine algunos domingos.

Pronto, las yemas de sus dedos estuvieron ásperas, de piel picada, porque fueron años de horas y horas cosiendo y no siempre el dedal era eficaz, pero el dorso de las manos parecía almohadillado, y en esa zona tentadora fue donde sintió por vez primera los roces de otra mano, de un muchacho vecino, cuando dio con él un paseo por la orilla del río. Porque las conversaciones en el taller, que se alzaban no bien la encargada se ausentaba, le informaron, en los primeros tiempos, de cuantos secretos del amor se ocultan hasta los doce o trece años y luego se saborean y sorprenden y desilusionan algo, o fortalecen, y poco a poco las compañeras, inclinadas como ella sobre la labor, comentaban encuentros y amoríos y, con frecuencia, los pormenores del comportarse de los novios con los que todas ellas intentaban compensar las insatisfacciones diarias.

De ello, Rosa se propuso participar, y todas las mañanas los movimientos que hacía al lavarse en la pila de la cocina, bajo el chorro de agua fría, helada en invierno, que corría por los brazos y por el cuello, adornándolos de gotas irisadas, eran parte del ritual del enamoramiento; un chorro de agua confidente que lavaba los hombros, los pechos, los sobacos, en seguida secados y cubiertos por la camisa de batista y la combinación y la blusa blanca que ocultaba, pero no disimulaba, tanta belleza.

La hermana mayor, Carmela, tendía en torno a ella la vigilancia, las advertencias de posibles peligros, a lo que Rosa contestaba con bromas y hasta ademanes de fastidio, pero no dejaba de observarla, de reojo, cuando empezaba a sermonear. Un día Rosa dijo algo a la hermana en voz tan baja que apenas la oyó y tuvo que esforzarse, y entonces sí se enteró de que aquella tarde tenía cita con un joven en un baile al que ella nunca había ido, y la entonación de las palabras revelaba que sería el descubrimiento del amor. Pero a la noche, cuando volvió, el saludo desenfadado, la risa al entrar y darle la luz de la bombilla bajo la cual cosía la madre, y descubrir las mejillas arreboladas, los ojos vibrantes, «No ha pasado nada», pensó la hermana, sólo que Rosa había conocido intensidades que en el taller las compañeras contaban que habían vivido, más o menos satisfactoriamente, desde la pubertad.

Y la presencia de un novio en el entorno de Rosa fue evidente no sólo por lo que hablase de él, sino por las salidas los domingos, bien arreglada, sus comentarios de los bailes en la Ronda, del tiovivo en una verbena, y el regalo de un imperdible de adorno, y, a veces, el carmín corrido.

Habían pasado los meses del calor en una excitación general de gritos en las calles, de inesperadas noticias de lejanos combates no bien entendidos, hechos nuevos y sorprendentes que obligaron a algunos cambios en la vida diaria, y las semanas del dorado otoño terminaban con el anuncio de un desastre general que para todos se acercaba, igual a una plaga de langosta, por los secos campos de Toledo, los encinares, los trigales no cosechados aquel verano al estar los hombres traídos y llevados en las urgencias de las batallas en la sierra, en el Tajo, cargados en camiones descubiertos, armados de viejos fusiles que mostraban a los fotógrafos de los diarios, sonrientes, las bocas melladas en rostros mal afeitados, bajo gorrillos cuarteleros a los que se quitó la borla delantera.

Los miraba Rosa desde la acera de cualquier calle y presintió que su madre tenía razón al decir que poco iban a lograr porque los amos, los que siempre habían sido los dueños del dinero, ahora eran dueños de las armas, de las tropas a sueldo, y en pocas semanas llegarían a Madrid y nadie podría detener su venganza sobre los que se atrevieron a presentarles cara.

Y en octubre fueron los primeros bombardeos, y los cadáveres extendidos en las aceras hasta que venían las ambulancias o simples coches, que los recogían, y las casas que ardían y las que se derrumbaban en una oleada de vigas de madera, cascotes y tejas; y la cara compungida, estupefacta, de los heridos que daban unos pasos tambaleantes con la cabeza ensangrentada por los cristales que les cayeron encima, y el estruendo, los estrépitos, los zumbidos de la aviación, todo lo que a Rosa espantó, y aún más, al novio le llevaron en un destacamento y no supo ya de él ni dónde escribirle, como si se hubiera perdido tras la cortina de las primeras lluvias. Empezaron a faltar los alimentos y Rosa tuvo que hacer cola con otras muchas mujeres ante tiendas y economatos. Las compañeras del taller se dispersaron y se acabó el trabajo y ella recurrió al sindicato para buscar otro. Por su parte, Carmela, la hermana, fue destinada a una central de teléfonos de Cuenca.

La sensación de hacerse mayor debido al cambio, a quedar sola con la madre, y no ir al taller ni poder charlar con el novio, fue una alteración de lo acostumbrado, de su propia suerte: quedó perpleja y sobrecogida. Yendo en el tranvía una tarde, se dio cuenta de lo intranquila que se sentía, o que tenía miedo de algo; respiró con ansiedad y, sin pensarlo, se apeó en la primera parada y anduvo por calles conocidas queriendo tranquilizarse. Ante un escaparate que aún mostraba ropa femenina se detuvo e intentó vencer el extraño malestar, pero éste cesaba, volvía a aparecer, se ocultaba de nuevo a su comprensión. Era notar la inminencia de algo que fuera a ocurrir, no sabía qué; igual que quien oye de noche un crujido en la habitación a oscuras y aguarda otro que revele una presencia imposible. Pero aquello era tan impreciso que se confundía con cierta opresión en el pecho o con el latido acelerado del pulso. Ya en casa, quiso hablar con la madre, escuchar lo que siempre ella contaba, convencerse de que todo seguía lo mismo; encendió más luces de lo habitual porque no quería dejar nada a oscuras, se sentó en la cocina y miraba la puerta de entrada temiendo ver que se abriese.

Del sindicato la habían avisado para darle un trabajo en una unidad de recuperación de municiones, adonde tendría que ir a hacer el turno de noche. Aquel taller, tan distinto del que ella había conocido, era un almacén abandonado, cerca de Vallecas, rodeado de solares donde crecían cardos entre los basureros más allá de los cuales se veían extensiones áridas por las que no pasaba nadie.

La instruyeron de que debía permanecer de pie, delante de las bandejas con los cartuchos usados sobre los que se movía el embudo que los cargaba de nuevo y que ella, vestida con un guardapolvo, cerraba el paso del explosivo, con movimientos repetidos cien veces, por lo que no podía separar la vista del borde de aquel aparato metálico en el que la bombilla que oscilaba sobre su cabeza hacía saltar reflejos. El primer día, cuando se encontró rodeada del ruido de las máquinas, entre diez o doce personas desconocidas que la miraban, y se dio cuenta de que iba a trabajar en algo destinado a matar, le sacudió un estremecimiento y le temblaron las manos al ponerlas en el aparato cuyo funcionamiento le explicaba un operario viejo.

Pero el trabajo en sí no la disgustó y fue bien acogida por ser la más joven de todas las operarias, y así empezaron a pasar los días, cambiado el orden que le era habitual, acostándose por la mañana, cuando llegaba a casa.

Pero el desasosiego que experimentó en el tranvía volvió a ella y fue creciendo y decidió decírselo a la madre, pero no encontró respuesta sino una mirada sostenida con la que la madre intentaba comprender lo que era aquel miedo.

Cuando por la mañana llegó Rosa para acostarse, encontró junto a la cama una vela encendida en la que se cruzaba un papel ya muy manchado de los regueros de la cera, prueba de que hacía algún tiempo estaba ardiendo. Se volvió hacia la madre, preguntándole sin palabras, y la contestación fue que la vela estaba bendecida y que en el papel estaba escrito, sin letras, su deseo: que estuviera tranquila. Rosa se acostó y procuró dormir y reparar el cansancio de permanecer varias horas de pie, pero al despertarse, la vela se había apagado, consumida, y el papel había ardido, sólo era una pavesa; esto le desagradó como un presagio adverso, una señal de próximas dificultades.

En el taller, donde predominaban mujeres y hombres de edad madura, se hablaba poco y todos parecían escuchar con atención las músicas y los noticiarios de la radio. Oyendo un parte de guerra sobre ciudades bombardeadas, se hacían comentarios en voz alta de que el enemigo se acercaba y sería difícil contenerlo. Ella pensó: «Este miedo que noto es por esas noticias de la guerra», y se propuso no escucharlas y se esforzaba en concentrarse en el trabajo que tenía delante, contando muy deprisa: ciento uno, ciento dos, ciento tres. Se cercioró de que, fatalmente, aquella sensación se había apoderado de ella y estaría obligada a combatirla y rechazarla igual que se rechaza una pesadilla.

Y su alegría, tan fundida con su carne y con la predisposición a reír, a bromear, y con los recién estrenados goces de las efusiones, fue cambiando en mutismo, en expectativa de comprender lo que pasaba en su interior. Y un día oyó que la madre contaba que habían bombardeado Getafe y entre las víctimas había diez niños pequeños que dejaron de existir mientras jugaban y su sangre fue a verterse y mezclarse con la de sus madres. La joven dio un grito porque se imaginó la escena, y que ella era uno de los cuerpos destrozados entre nubes de polvo; se tapó la cara y mantuvo una especie de quejido que se unió a las lamentaciones de la madre y por mucho tiempo quedó temblorosa, sin poder hablar: había sabido que también su vida podía deshacerse entre estampidos y casas que se derrumbaban.

La hermana volvió de Cuenca por asuntos de su trabajo y pasó con ella unas horas y escuchó cómo era la angustia que la asediaba. Rosa se echó a llorar al contarle que no había tenido ninguna carta del novio desde que se fue al frente y, desde entonces, la idea de que hubiese muerto estaba dentro de ella, aunque después de haber dicho esto se dio cuenta de que la figura del muchacho se iba eclipsando y sólo quedaba el recuerdo de sus caricias. Al ver que lloraba, la madre le preparó una infusión de hierbas y la obligó a bebería pese a su resistencia. El gusto raro en la boca la convenció de la inutilidad de las ayudas de su madre, y de la distancia de la hermana, y de que se encontraba sola, y entonces pensó en la vela junto a la cama, apagada como podía apagarse ella misma.

Seguía el trabajo de las noches y, pasadas dos semanas, si hubiera querido explicar su miedo ya no le daría este nombre. Lo que sentía constantemente fue perdiendo contornos que al principio tuvo: una tensión angustiosa, para relacionarse más con lo ajeno a ella, con el mundo exterior a su ser. Lo llamó «mordedura», pues su entorno confluía hacia ella para herirla. Y en sus dudas, se le ocurrió que acaso sería el amor lo que la protegiese y la devolviera el ser feliz como antes fue: unos brazos que la rodeasen, un hombre que la solicitara con afecto y la acariciase como hizo el novio que se fue. Con toda claridad entró en su mente que una relación amorosa con las confianzas y la mutua simpatía, con la ternura y las condescendencias que ella había imaginado, pondría tranquilidad en su ánimo. «Así no me sentiré sola», se dijo.

Se fijó en los compañeros del trabajo, aunque no eran jóvenes, intentando adivinar cuál sería el que ella necesitaba. Yendo en el metro prestaba atención a las conversaciones de los hombres, les miraba de reojo, seguía los movimientos de las caras, el tono de voz, para establecer comparaciones.

Una mañana, terminado su turno, cuando salía junto a varias compañeras y se escuchaba lejos el fragor de un combate, acaso en el frente de Villaverde, un operario en el que ya se había fijado y mirado con insistencia se le acercó y le hizo unas preguntas corrientes y ella se interesó mucho porque era la primera vez que le hablaba, y fueron uno al lado del otro, en el grupo, hasta el metro de Vallecas. Dos días después buscó iniciar con ella una conversación, comentando lo que hacía en el taller. Era un hombre ya de cierta edad, alto, con andar pesado por su corpulencia, bien afeitado, con manchas canosas en un pelo casi al rape.

En seguida Rosa aceptó su conversación, animada por haberle atraído, aunque ella apenas había hablado con hombres mayores, no sabía cómo comportarse, pero lo que él le contaba despertaba en ella ganas de hablar y así se acostumbraron a ir juntos hasta el metro, y un día, puesto que vivían no muy lejos, le propuso pasar a buscarla cuando, al atardecer, emprendían el camino del taller.

Y aceptó; unos días después, él la cogió del brazo, le puso la mano en el hombro, luego en la cintura y, al despedirse, le sujetaba brevemente los dedos y le sonreía: era lo que ella esperaba y a esos contactos respondía también con sonrisas. Hasta que una mañana, al acabar el trabajo, él le propuso que fuera por la tarde a recogerle a su casa e irían juntos al metro. Le añadió que vivía solo, toda su familia se marchó a Valencia. Rosa comprendió a lo que iba a aquella casa cuando, muy tensa, subía las escaleras y llamó al timbre y se abrió la puerta, y de ésta pasó a una habitación donde ardía una estufa de petróleo que dio su templanza a los cuerpos según fueron, plácidamente, sin pudor y sin acompañar palabras, desnudándose. Unos minutos extrañada, en otros, incómoda, en otros, complacida por roces suaves que no se diferenciaban de su natural ternura; y lo que había previsto y temido desde adolescente, una sacudida violenta o un dolor, pasó como una intimidad, breve porque el reloj marcaba la hora de acudir al trabajo.

Ella quedó prendada; aguardaba sus palabras, que serían valoración de lo que era como mujer, pero el hombre no hizo comentario alguno de aquella cita en varios días aunque sí prolongaba el apretón de manos en las despedidas y, si nadie les veía, rozaba con sus labios los de ella y le sostenía la mirada, de tal forma que la segunda propuesta que le hizo fue previsible y Rosa la recibió con naturalidad y de nuevo recorrió el trayecto hasta el borde de una cama de crujientes muelles, intentando buscar en esta ocasión la calma, el placentero sosiego.

En la tercera cita, hubo una alarma por los obuses que caían en las calles cercanas tras cuyo estampido se oía el fragor de muros al derrumbarse. Cuando salieron a la calle el suelo se había hecho impracticable por los cristales rotos, los ladrillos desprendidos de las fachadas, los mil materiales que las explosiones hacían volar y caer en la calzada donde una farola derribada parecía un cuerpo herido.

Después de aquella tarde, le fue evidente que el éxtasis, el nublarse la vista y clavar las uñas en los hombros del que se movía sobre ella, eso no se produjo, y si al principio no se alarmó, al cabo de otras varias veces que fue a casa de su amante, le extrañó pero no dijo nada y espió atentamente el momento en que debía arrebatarla.

Coincidieron aquellos días con un bombardeo en Tetuán de las Victorias y la radio contó la docena de poderosas bombas lanzadas por los Junker alemanes sobre las casitas de aquel barrio, casitas frágiles, de un piso, con paredes de ladrillo y ligeros tejados que al desplomarse aplastaban gente bajo los escombros. También esta vez eran extraídos cadáveres de niños tan deformados que los padres sólo les reconocían por las ropas y no sabían qué hacer con tales despojos.

En el taller, a varias mujeres, entre el ruido de las máquinas, se las oía sollozar, y Rosa lloró igualmente por esta tragedia y por la convicción de que cuanto ocurría era el comienzo de algo peor que se aproximaba a ella amenazadoramente.

Y llegado el momento en el que sintió mayor desánimo, Rosa se dijo: «¿Qué hombre es este que no pone en mí la sensación que debe ser el amor?». Imperceptiblemente, su simpatía se había ido enfriando y dejó de gustarle hablar con él, y en el taller no le miraba y acabó por negarse a acudir a su casa cuando se lo propuso. Pareció que era lo convenido: el hombre no se esforzó por convencerla ni le preguntó cuáles eran las razones de su alejamiento, y tan sencillamente como iniciaron su relación, ésta se deshizo y dejaron de acompañarse.

Calculó que otro hombre más audaz, que la dominara, e incluso la tratara con dureza, podría ayudarla a superar lo que creía era una debilidad mantenida por el miedo. Un hombre fuerte, sin consideraciones hacia su cuerpo. Luchó por eliminar esta nueva obsesión, y una tarde salió pronto de su casa y dejó el metro en la estación habitual, pero tomó el camino contrario al taller y anduvo por calles, por un barrio que pronto terminaba en solares y descampados, y precisamente allí la abordó un hombre que iba vestido a medias de soldado y ella dijo que sí con la cabeza, y entre dos casuchas, en el suelo, conoció un contacto que nada tenía que ver con su entrega en la alcoba calentada por la estufa de petróleo.

No tardó mucho en repetir aquella correría y no siempre tenía el fin deseado, y llegó andando hasta Entrevias y fue solicitada por traperos de la zona u hombres que parecían desertores y que no contenían su ansia brutal cuando descubrían lo joven que era. Sufrió vejaciones, una vez le arrebataron el abrigo, otra, el bolso, fue abofeteada y hasta le pareció que había peligro de que la estrangulasen, y en cambio no lograba la felicidad orgánica, el espasmo que le aportase serenidad.

La madre era testigo del cambio profundo en Rosa, que adelgazaba por la escasa comida y por el hastío ante lo que veía en la mesa antes de ir al taller; los vestidos se quedaban holgados, descuidó lavarse, olvidó el carmín que antes usaba y el pelo creció sin el orden de las ondas y peinecillas que eran su capricho.

Cierta mañana entabló conversación, en el metro, con uno que parecía obrero, bajo y robusto, de piel curtida, y tuvo el presentimiento de que podría comunicarle su fortaleza. No fue necesario cruzar muchas palabras para que él la hiciera salir del vagón en la estación de Antón Martín y marchar por algunas calles hasta una pequeña taberna, vacía y oscura, tras cuyo mostrador había un individuo de bastante edad. El que iba con Rosa le habló por lo bajo y él asintió, echándole a ella una rápida mirada.

La habitación era húmeda y fría, con una mala bombilla en el techo y una cama revuelta en cuya almohada había manchas pardas. Todo se redujo a un forcejeo torpe, a insultos, a un esfuerzo por lograr un placer a cambio de dolor cuando el hombre, airado, la mordió en las ingles y ella tuvo que golpearle la cabeza medio calva; salió de aquel sitio, avergonzada y enfurecida, dando traspiés, temiendo que el hombre la siguiera. Ya en la calle, a lo lejos, oyó ruido de tambores, un acompasado repique de tambor que no era la música de la procesión de la Virgen de la Paloma, sino anuncio de tropas en marcha, de soldados que avanzaban con armas dispuestas, abriéndose camino entre casas ardiendo y personas que huían. O era el fúnebre acompañamiento de un entierro que podía venir por la calle de Atocha, pero en ésta, vacía, no vio nada bajo el cielo gris del invierno y se apoyó en la pared, temblando.

Fue por entonces cuando se le hizo inminente la proximidad de la amenaza invisible de la que no sabía cómo protegerse. Apenas hablaba en el taller, callaba ante su madre, que sólo sabía darle infusiones de tila, no respondía a las cartas de la hermana, se fue degradando lo mismo que la ciudad que la rodeaba y a la que pertenecía, que de ser hermosa y limpia, con jardines y avenidas, iba arruinándose, bombardeada, hambrienta, sucia y fantasmal en su silencio de calles desiertas. A Rosa, los sencillos y graciosos veinte años se los rompió aquel horror, tan ajeno a su desenfado y alegría, quebró la juvenil sustancia, recién iniciada a la vida.

Toda una noche estuvo atenta a un cambio en el funcionamiento del aparato que manejaba; sólo la distraía una necesidad imperiosa de mirar para atrás y en la atmósfera viciada de la nave, respirando mal, se debatía en su inquietud planeando cómo encontrar una compañía eficaz. Y se acordó de un vecino suyo que la cortejó, empleado de ferrocarriles, soltero, y al que le sería fácil hablar. Lo consiguió sin ningún esfuerzo, coincidiendo con él en la escalera y tendiendo lazos de seducción; él le pidió que fuera a verle a un pabellón de la estación de las Delicias, donde tenía una vivienda, y allí ella acudió aprovechando un día cíe permiso. Llegó mojada por la lluvia y le costó trabajo orientarse hasta un caserón de oficinas, con escaleras lóbregas, pero él la recibió en un apartamento donde había habitaciones limpias y templadas. El agua que caía y el ruido de los canalones la sobresaltaban en los momentos de su entrega, y le preguntaba si subía alguien por la escalera, si venía alguna persona, y él la tranquilizaba: era sólo la lluvia en el tejado, pero al decirlo sonreía, y a ella le pareció que mentía.

Al marcharse, con el cuerpo maltrecho de caricias vehementes, se cubrió bien el pelo revuelto con el pañuelo, la bufanda cruzada en el cuello, salió al paseo y miró al cielo en el que se oscurecían las nubes. Tuvo la seguridad de que ningún hombre borraría un temor tan profundo; no era la mano masculina la que la arrancaría de tal locura.

«Estoy enferma», pensó. Sólo le vino la idea de tomar un tren y marcharse lejos, acaso a Cuenca, donde veía a su hermana mirándola con tristeza y cariño; marcharse sin decirlo a nadie, sin equipaje, abandonar el trabajo. Se encaminó hacia la glorieta de Atocha y al ver la mole de la estación, una sombra inmensa en la penumbra del anochecer, se afirmó en la idea de subir a un tren y huir a un sitio donde estuviese segura; entonces se desvió, bajó la cuestecilla que llevaba a la entrada de los andenes con paso rápido porque la lluvia arreciaba y se detuvo bajo la marquesina de cristales: las grandes puertas estaban cerradas, toda la estación parecía abandonada.

Fuera, la cortina de agua que caía le impidió salir de aquel refugio y esperó unos minutos, pero se asustó al saberse sola; el miedo podría vencerla y sujetarle brazos y piernas, hasta que enloqueciera. En aquel momento una sombra vino hacia ella, a través de la lluvia, y dando un salto entró bajo la marquesina: percibió que era un hombre que resoplaba y se sacudía la ropa, y en seguida iluminó su cara la llama de una cerilla encendiendo un cigarrillo.

Ella se atrevió a toser para mostrar que estaba allí, que había otra persona, y la cabeza de él se volvió hacia donde había oído la tos pero la cerilla se apagó; brilló otra, y con ella iluminó la figura que tenía cerca y acaso pudo ver los ojos espantados.

—¿Qué haces ahí?, —era un hombre joven con una gorra gris.

—Espero… la lluvia —contestó con voz vacilante como sorprendida en un delito. El hombre la miraba fijamente pero cesó la luz y quedaron en la semioscuridad del agua que seguía cayendo estrepitosamente y cuyo ruido les rodeaba.

—¿Quién es usted?

—¿Yo? ¿Qué soy? Soy… cartero. Y usted, ¿qué hace ahí?

—¿Eres soldado?, —pero no obtuvo respuesta.

Él encendió una nueva cerilla y la acercó a la cara de ella y la miró con atención.

—¿Estás borracha? —dijo y sonrió, pero ella negó con la cabeza. Era casi un muchacho, con un rostro ancho, que desapareció al hacerse oscuridad de nuevo.

Rosa no pudo contenerse y murmuró:

—Tengo miedo.

El hombre dio un paso hacia ella.

—¿De qué tienes miedo?, —y le tocó una mano.

—La guerra, van a matar a mucha gente.

—Bueno, bueno, no hay que tener miedo.

Brillaba la punta del cigarrillo, la brasa a la altura de la cara, y ella notó el olor del tabaco.

—Vienen por mí —exclamó con voz desfallecida, sintiéndose muy débil. Alzó las manos y se cogió de su brazo, y entonces él se aproximó mucho a ella, la rozó con el cuerpo y Rosa se estrechó contra él.

—Vamos, no te pasará nada.

Le puso un brazo por encima de los hombros y estuvieron un rato callados, quietos, escuchando la lluvia, en un ambiente de sombras y frío.

Rosa oyó un ruido de tambores, sordo, pausado, que se acercaba; como un único tambor enorme, o muchos que venían con la noche, en una multitud silenciosa y malvada, dispuesta a destruir todo, y avanzaban hacia la estación, y al figurarse esto, lo que tanto temía, dio un chillido, se tapó los oídos con la palma de las manos y para protegerse corrió al umbral de una puerta cerrada, se acurrucó en el suelo y gritó, porque gritando alguien podía venir y salvarla; así aulló durante horas.