Los mensajes perdidos

¿Un reloj? ¿Cómo podía traer un reloj para buscar a su dueño en un país acribillado a balazos y trastornado en sus nombres y personas igual que en sus calles y casas, rotas y confundidas? Si nadie era capaz de atenerse a horarios ni calcular minutos cuando el tiempo pasaba sin freno, llevado por un vendaval de muerte.

Sin embargo, aun en la inseguridad de aquel diciembre, en el bramido de los acontecimientos que a todos sacudía, alguien, infeliz, había aceptado la tarea de buscar a un desconocido, lo cual era un puro disparate, una tarea que apartaba de la única positiva entonces, que era sobrevivir y coger al vuelo las migajas de felicidad posible.

Felicidad, para mí, habían sido las visitas que Luisa nos hacía, tan encantadora, y yo, perseverando en conquistarla, lo que sólo era un vano propósito pese a mis deseos de convertirlo en carne y realidad. Y de pronto llegó del frente mi hermano cargado con la responsabilidad de aquel cometido extraño, apareció produciendo un corte en la rutina que, aunque detestable, era mejor que las novedades ingratas como las que se sucedían desde el mes de julio cuando comenzó la sublevación militar y el país no tuvo ya sosiego.

Un reloj de pulsera corriente, no de los que se veían en los escaparates de las joyerías lujosas, sino un reloj de sencilla esfera blanca en la que se destacaban las agujas, ahora quietas porque nadie le había dado cuerda. Lo contemplábamos en todos sus detalles, puesto en la palma de la mano, bajo la lámpara que iluminaba la correa desgastada, algún arañazo que tenía el cristal, y la marca, una palabra extranjera escrita con finas letras en el centro del breve círculo que formaban las horas y que hacía preguntarse de qué país procedería, acaso de Suiza, y ésta evocaba pacíficos paisajes alpinos.

Decía José Luis que tener que buscar a su dueño era una molestia pero no se había podido negar; el que se lo encargó se estaba muriendo y, no obstante, tuvo fuerza para sacarlo del bolsillo y dárselo. Mi padre, que miraba circunspecto, opinó que en una época tan especial como la que vivíamos había obligaciones ineludibles y que si por las circunstancias José Luis no pudo decir que de ello se encargara otro, ahora tenía que asumirlo aunque sólo dispusiera de un nombre para la busca en los dos días de permiso, que era lo que José Luis más sentía: dedicarlos a un tema que le importaba un pito.

La justificación moral era que el trozo de metralla que alcanzó al belga y le destrozó la cadera y parte del vientre sin lugar a dudas ponía fin a su vida: apenas podía ya hablar y sin embargo, en el suelo, entre borbotones de sangre, le dio el reloj y el nombre del que debería buscar. José Luis tuvo la precaución de repetirlo varias veces hasta que le fue posible apuntarlo, y, de los papeles que había dejado sobre la mesa, cogió uno y leyó en voz alta un nombre de difícil pronunciación y lo repitió volviéndose hacia Luisa con el gesto de que ella lo entendiera, como si la opinión de nuestra vecina valiera algo, pero ella no atendió, puestos sus ojos en el reloj.

—Si quien te lo pidió estaba a punto de morir, debes cumplir con el encargo. Hay que tener paciencia. Pasarán unos años y olvidaremos todo esto, y lo que ahora vivimos nos parecerá un sueño: los bombardeos, los frentes, la falta de comida, las traiciones: todo pasará.

Y oyendo estas palabras de mi padre yo pensé que todo pasaría menos el amor vehemente, el que embriaga con sus caricias y se salva del fatal desgaste. Ese amor me impulsaba en un largo esfuerzo hacia el magnífico cuerpo de Luisa, hacia la gracia de sus mohines, hacia un vuelo seductor, casi picaresco, de sus pestañas cuando se reía, aunque estaba muy seria al oír a José Luis contar que todo había ocurrido casi delante de la Cárcel Modelo, donde no existían parapetos ni nada, sólo unas verjas o los troncos de los árboles para resguardarse de las balas, y cuando el grupo se disponía a avanzar hacia el Instituto Rubio, él y el belga, con quien hablaba en francés, iban juntos y empezaron a caer obuses, se pegaron a una zanja y súbitamente, un estampido, una nube de humo, una lluvia de tierra les cubrieron, y el belga dio un alarido.

Acaso ocurrió delante de Parisiana y mi pensamiento voló con el temor de que por los combates quedara dañado aquel local de diversión, al que acudíamos en alegres noches para encontrar compañía, y muros ennegrecidos y ventanales destrozados substituirían a las complacientes chicas que llegaban cada tarde y se sentaban en el bar, en altos taburetes a fin de que la falda subiera por encima de las rodillas, y bebían refrescos porque el alcohol quedaba para más adelante en las invitaciones de la noche.

Pregunté si fue próximo al cabaret pero no me contestó porque había dejado el reloj y estaba comiendo unas rodajas de salchichón, que mi padre se había agenciado no sé dónde, pues venía hambriento, pero luego siguió con su historia de que al belga se lo había dado otro extranjero, de los que formaban las Brigadas Internacionales, con la recomendación de que lo pusiera en manos de su dueño, el cual era alemán y estaba en el frente de la Casa de Campo, pero a ninguno de los dos les fue posible cumplir este deseo porque también aquel otro fue gravemente herido; el dueño del reloj era, al parecer, una persona importante y por eso habría tanto interés en hallarle, acaso fuese una señal convenida, una contraseña de algo que se le quería hacer llegar como un mensaje cifrado, a lo cual nuestro padre indicó que fuera lo que fuese no había más remedio que entregarlo.

En el último momento, cuando el belga estaba perdiendo el conocimiento, le había dicho que a quien buscaban estuvo preso por los nazis, y, al detenerle, pudo dar el reloj a alguien, y por tanto, tenían que devolvérselo, y entonces Luisa adelantó la cara como acercándola a mi hermano, queriendo absorber la emoción de aquella escena, de un hombre a punto de morir que pasa a otro un mensaje.

A la mañana siguiente fue mi hermano a su acuartelamiento y allí no le supieron aclarar nada, bien es verdad que en los primeros días de diciembre había una enorme confusión y no era tiempo de búsquedas desinteresadas, como tampoco, según yo comprobaba, era tiempo para los enamoramientos. No obstante, el amor, que precisa la calma de horas prolongadas, se anhelaba entonces de forma desesperada; se buscaban los cuerpos dóciles y hermosos aun en los momentos menos apropiados cuando todas las alcobas estaban heladas al recibir a los amantes, y las camas, si tenían sábanas, eran pestilentes, y la falta de jabón dejaba intacto el rastro del sudor y en el instante de los ardientes besos subía de los estómagos vacíos un fétido aliento envenenado pero que no detenía los intensos latidos del deseo.

Dijo mi padre que pronunciara bien el nombre porque si no, no le entenderían; que debía ser Hans, en alemán, con una hache al principio que se pronuncia como una jota suave, y el apellido, no Beimler sino Baimler, y así había que decirlo, y tenía que cumplir con el encargo por una razón de humanidad.

No consiguió nada por la tarde, que estuvo yendo de un lado a otro, y al volver a casa estaba muy cansado y coincidió con Luisa, que había bajado a comentar las noticias que daba la radio, y entonces la vi de pie, apoyadas las dos manos en la mesa, escuchando lo que José Luis decía, y estaba preciosa; llevaba puesta una chaqueta de punto que le borraba el cuerpo y la disfrazaba de mujer insignificante, pero sólo yo sabía cómo era en las tardes de verano, cuando bajaba de su casa; del piso cuarto donde vivía con su madre, para escuchar si yo tocaba en la guitarra alguna pieza que le gustase: el vestido ligero, sin mangas, hablaba un lenguaje carnal que descubría volúmenes armoniosos, exactas proporciones, tan difíciles de describir, en consonancia morbidez y juventud en su cara, que expresaba la emoción de la música.

Inesperadamente, Luisa hizo una propuesta que nos sorprendió: ella se encargaría de buscar al brigadista, le encontraría y le daría el reloj; José Luis podía volver al frente porque ella cumpliría con lo que para él era ya imposible. La curva seductora en los labios tuvo una sombra de energía y de severidad que yo no esperaba encontrar en ella.

Evidentemente, mi hermano vio el cielo abierto, como vulgarmente se dice. A la primera objeción de mi padre, ella advirtió que sabía bien francés y que en esa lengua se desenvolvería, lo cual me admiró, y que una muchacha tan joven se interesara por historia tan absurda en aquellos meses de tensión cuando lo cotidiano se convertía en una pesadilla por las urgencias de salvar la vida o hallar un poco de pan.

José Luis le hizo recomendaciones y repitió lo que ya sabíamos, y aunque las palabras del belga las oyó mal entre los estampidos que les rodeaban, le había balbuceado que cuando a Hans Beimler le detuvieron los nazis él pudo dar su reloj a un camarada para que así se supiera que ya no estaba libre, al oír lo cual mi padre sacó el reloj y lo volvimos a observar, ahora más interesados, y Luisa fue quien señaló que en la tapa, apenas visibles, había una H y una B, marcadas con una punta muy fina. Dijo ella que ahora comprendía mejor todo y aumentaba su gusto por hacerse cargo de tal misión, y para mí fue duro aceptar que cada ser humano crea sus fantasías que hacen vivir e ir adelante: para unos era cumplir con los deberes de conciencia, para otros, la ilusión de los amoríos; después, a unos y a otros sólo quedaría el vacío de la desilusión.

Así pensaba yo cuando, al día siguiente, me vi en la calle junto a Luisa, para acompañarla si tenía que entrar en cuarteles, dispuesta ella a no cejar hasta dar con Hans Beimler. Yo ponía mi mano en el brazo de su abrigo, la miraba con fruición pese a las densas ropas que la cubrían mientras consideraba qué extraña casualidad que me permitía ir a su lado aunque nada mostraba que cediese su habitual indiferencia.

Fuimos a la comandancia que estaba en el paseo de Reina Cristina donde había un conocido mío y, tras explicarle el porqué de nuestra visita, nos aconsejó que fuéramos al Quinto Regimiento, y allí, seguramente, nos encaminarían. No tuve más remedio que transigir en otra caminata, con el temor de que me pidieran la documentación y descubrieran que yo era un emboscao, y emprendimos la marcha y, al fin, llegados al edificio de Abascal, al primero que hablamos fue a un joven uniformado, que parecía casi un muchacho, y nos escuchó con mucha atención y se fue a consultar. Regresó en seguida asegurándonos que el mejor sitio para orientarnos sería el cuartel de los brigadistas, y como no sabíamos bien el número de la calle, el joven se ofreció a acompañarnos. Se llamaba Meliano, dijo que quería distinguirse y que le nombraran teniente, y por su sonrisa se entendía que era su gran ilusión, que en todas las edades dan su hechizo las ilusiones.

El cuartel tenía delante de su puerta dos coches parados, con el motor en marcha, y, por el portal del que fue un palacete, entraban y salían hombres atareados, cerrándose los capotes, ajustándose los gorros, y a través de estos hombres, el joven que nos acompañaba nos abrió camino hasta una gran habitación llena de mesas en desorden. Nos acercamos a uno que estaba gritando por teléfono y el joven le mostró el papel escrito por mi hermano y él nos dijo algo en una lengua que no entendimos, pero llegó otro de aquellos tipos uniformados y preguntó, en francés, qué veníamos a hacer allí, y cuando se le dio el nombre de Hans Beimler él manifestó mucha extrañeza y en su seca y dura fisonomía hubo un relámpago que podría ser de enfado. Luisa, a la que oí hablar en francés con soltura, explicó lo del reloj, que un combatiente belga, de la Once Brigada, en el sector de la Cárcel Modelo fue herido de muerte y pasó el encargo a un español que combatía a su lado.

El que escuchaba a Luisa pareció no entender toda aquella historia, como si le desagradase entrar en el asunto; miraba a la joven con desconfianza, y a nosotros dos, y apretaba los finos labios, receloso de cuanto oía.

Luisa sacó el reloj del bolso y se lo presentó, y separó un poco la correa y lo inclinó para que él viese los finísimos rasgos con las iniciales del nombre allí grabadas.

—Hans Beimler ha muerto en el frente hace unos días. Ya no le podéis entregar este reloj —y se calló, sin apartar sus ojos de la mano de ella.

Los tres cruzamos nuestras miradas ante aquella noticia que nunca hubiéramos podido prever y que ponía un final a nuestra búsqueda. Luisa se volvió hacia mí y abrió la boca para decir algo; una clara desolación eran su gesto y sus ojos dilatados, pero aún mostró más extrañeza cuando aquel oficial dijo:

—Su chaqueta de piel blanca se veía bien desde lejos —y bajó la mano que fue a golpear con los nudillos en la mesa.

—¿Una chaqueta de piel? —preguntó Luisa, y aquel hombre explicó que le habían dado en intendencia un chaquetón de piel blanca, una prenda de mucho abrigo, la llevaba puesta la mañana del primero de diciembre en la que quiso inspeccionar una posición en la Ciudad Universitaria, y allí un balazo le mató.

Escuchábamos con atención lo que siguió diciendo, que él sabía bien quién era Hans Beimler, que había sido diputado en el parlamento alemán, estuvo preso varios años y fue torturado, y en cuanto hubo una posibilidad se evadió del campo de Dachau y huyó a París, y luego vino a España.

—Fue comisario del batallón Thaelmann y le acababan de nombrar para dirigir la Doce Brigada. Era joven pero parecía muy mayor; un gran jefe —y bajando el tono de voz, como abstraído, dijo—: Esta vez no se ha podido salvar de la muerte. Quien le dio la chaqueta no le traicionó, fue la casualidad de destacarse su color blanco sobre el terreno oscurecido por las últimas lluvias.

No sabíamos qué contestar y finalmente nos despedimos, salimos a la calle y nos detuvimos ante la gran puerta, los tres en silencio, dudando de si sería verdad todo aquello. A Luisa le temblaba la voz cuando empezó a decir que no teníamos a quién dar el reloj, que iba a quedar en nuestras manos sin aplicación, como un objeto inútil, sin aclarar el enigma de quién lo trajo, quién se lo dio al belga, por qué éste, en los combates, lo llevaba en el bolsillo.

Yo le dije que los enigmas siempre nos acompañan pero que un día pierden importancia, igual que se amortiguan los rasgueos de una guitarra o las palabras de amor que son silenciadas y dejan de ser un lenguaje. Y añadí que todos enviamos mensajes de simpatía, de amor, a alguien que puede o no atenderlos, pero ella, como ya se había serenado, me replicó que el mensaje para Hans Beimler no era de sentimientos sino de solidaridad, de compañerismo propio de hombres que se viven iguales entre sí, aun de lejanos países, de lejanas luchas, un mensaje que pasaba de uno a otro igual a una cadena invisible de ideas que unen.

El joven que nos había acompañado hizo ademán de despedirse pero Luisa le retuvo, pareció dudar unos segundos; llevaba aún el reloj en la mano, lo miró y le dijo al muchacho que se lo daba, si no tenía ya, que nadie iba a usarlo mejor que él porque era joven.

Éste, sin vacilar, lo cogió, empezó a decir palabras de agradecimiento, le hizo girar la corona, y ver que las manillas echaban a andar le causó tanto contento que lo alzó para mostrárnoslo, luego, se lo ajustó a la muñeca y el reloj tuvo un nuevo dueño que así aprendería el paso de las horas, de los días, del tiempo efímero.

A partir de aquel momento el encargo que trajo mi hermano estaba terminado y lo olvidaríamos, porque todo se olvida. Como dice mi padre: pasarán unos años y olvidaremos la maldita guerra. Yo volveré a tocar la guitarra junto al balcón las tardes de verano y bajará Luisa, como una aparición que sonríe, a escuchar, prometedora, sólo pura ilusión porque se resiste a comprender la insinuación de mis miradas. Olvidaremos, sí, el raro heroísmo, la solidaridad, la desinteresada entrega de vidas a la quimera de los ideales; buscaremos ser felices y así pasarán nuestros días. Sólo el reloj, en su débil metal, seguirá su marcha y el joven que lo recibió, como inesperada herencia, vivirá otro tiempo, seguramente muy distinto del tiempo de luchas y esperanzas que vivió Hans Beimler.