2. MUJER EN BUENOS AIRES
I
“En su maleta traía pobre y escasa ropa, unos libros de Darío y sus versos.”1 Así, con nostalgia, evoca su hijo Alejandro la llegada. Pobre equipaje para enfrentarse con una ciudad que estaba abierta al mundo, con las expectativas puestas en esa inmigración que traería nuevas manos para producir y nuevas formas de convivencia, pero con todo el resquemor de no saber cómo va a resultar el experimento.
La ciudad, por otra parte, ha comenzado a transformarse en una más de las complejas ciudades industriales, y “la gran aldea”, como la llamara Lucio López en el 80, es, en este año de 1912, una ciudad con arrabales, conventillos, malevos, linyeras y reos.También es una ciudad de huelgas y marchas de protesta, en las que los inmigrantes juegan un papel protagónico. Cuando dos años después de la llegada de Alfonsina se realice el Tercer Censo Nacional, la población de Buenos Aires será de 1.575.814, frente a los modestísimos 222.000 de Rosario.Alfonsina debió haber sentido que tocaba el cielo con las manos, aunque en sus poemas aparezca —pero esto es mucho más tarde— cierta hostilidad hacia la ciudad tan imponente.
Ya se han terminado las obras del puerto de Buenos Aires, proliferan los frigoríficos, y la novela de su amigo Manuel Gálvez, Historia de arrabal, cuenta la historia de una muchacha empleada en uno de ellos y sus dificultades para mantener intacta su virtud. Gálvez también tocará otros dos temas que tienen que ver con la mujer: la prostitución y el normalismo, en la figura de una maestra cuya vida escandaliza a los que la rodean. El conventillo, el modo de vida característico de los trabajadores en una ciudad que crece y aún no ha instrumentado planes de vivienda y casas de alquiler, es el decorado de las novelas urbanas de Gálvez.
Lo cierto es que en esa época Buenos Aires tiene también un “aire” a París, y lo descubren muchos visitantes ilustres.“El provinciano, encandilado por ella, quería bajar a Buenos Aires para gozarse en sus calles, como seguramente gozan los bichitos de luz, un instante antes de morir quemados, cuando quieren posarse sobre la llama. Y el porteño, consustanciado con ‘su’ ciudad, se sentía cada vez más dueño de ese país largo y liso, desvitalizado y lleno de pasto.”2 La vemos a esa muchacha criada entre montañas caminando con los ojos muy abiertos por las calles iluminadas, frente a los teatritos del centro, subiéndose a los tranvías que cruzaban la ciudad, contemplando con admiración los enormes edificios de la Avenida de Mayo, la extraña construcción de Obras Sanitarias…
Y en esa mezcla de costumbres y tradiciones que se suman, comienza a surgir una nueva manera de hablar, que logró hacerse fuerte a través de las letras de tango.Alfonsina va a prestarles mucha atención, y todos sus amigos la recuerdan cantándolos. En las peñas literarias, en su casa mientras trabajaba, el tango probablemente fue la manera de penetrar en aquella ciudad hostil al comienzo, y como para ella todo se daba a través de las palabras, las letras a veces misteriosas de esas canciones tristonas se avinieron a sus ganas de comprender. Con sus veinte años recién estrenados, tal vez le dirían:“¡Qué papa!” o “¡Miren el churro!”, y la muchacha, que todavía en una fotografía de 1915, vestida de negro y muy seria, ostenta cierto aire campesino, se habrá sentido linda y admirada.
Precisamente en 1912 se firman los decretos de construcción de las dos diagonales, Norte y Sur; “…y un juego de calles se da en diagonal”, cantará Gardel. Los extranjeros quedan muy impresionados. Clemenceau, ya citado, se refiere a la Avenida de Mayo y dice:
“…tan ancha como nuestros mejores bulevares, se parece al Oxford Street por el aspecto de los escaparates y la decoración de los edificios. Punto de partida: una plaza pública, bastante torpemente decorada, limitada por el lado del río por una gran construcción italiana llamada el ‘Palais Rose’ (…) y con cuyo edificio forma paralelo, a la otra extremidad de la avenida, otra gran plaza, improvisada ayer, que se termina por el palacio del Parlamento, colosal edificio, casi terminado, cuya cúpula se parece al Capitolio de Washington (…). El edificio más suntuoso es, sin contradicción, el de la opulenta Prensa.”3
Cuando llegó, Alfonsina se enfrentó por primera vez con la estación del Ferrocarril del Norte, en Retiro, las barrancas de la hoy la plaza San Martín, la Torre de los Ingleses, regalo de la corona con motivo del Centenario.4 Veinte años después, en su obra de teatro Polixene y la cocinerita, hará decir a sus personajes:
El Pez: ¿Conoces la Argentina?
Eurípides: ¡Oh nombre, oh nombre sonoro! ¿Se llama así alguna mujer cantada por Horacio o Virgilio?
El Pez: No te nombro a mujer, Eurípides, sino a una democracia sudeña y republicana que debe su nombre al noble argento. (…)
Eurípides: República Argentina, país lejano que descansa sus pies en el Polo Sur mientras los ilustres cabellos se le chamuscan ligeramente en el horno ecuatorial. (…)
Y luego habla de Agathaura, o sea,“la ciudad que tiene por nombre vulgar Buenos Aires”, y dice:“Gran ciudad, 2.000.000 de habitantes; algunos griegos por el Paseo de Julio, autos de alquiler muy buenos, hermosas vírgenes”. En todo esto hay burla, humor. Pero no sucede lo mismo en sus “Versos a la tristeza de Buenos Aires”:
Si en una de tus casas, Buenos Aires, me muero
Viendo en días de otoño tu cielo prisionero
No me será sorpresa la lápida pesada.
Pero Alfonsina va a vivir al barrio sur, todavía un buen barrio, donde no le toca un conventillo sino una habitación en casa de una conocida, a quien la habrían recomendado desde Santa Fe. Habrá llegado y deshecho su valija, puesto los libros en un pequeño estante. ¿Qué libros? Darío había publicado Azul, había llegado a Buenos Aires en 1904, era amigo de Leopoldo Lugones, de Rafael Obligado, de José Ingenieros, se carteaba con Manuel Gálvez, colaboraba en el diario La Nación, y Los raros y Prosas profanas se publicaron en Buenos Aires. En 1912 Darío vive en París, dirige la revista Mundial y le quedan cuatro años de vida. Pero es todavía el jefe indiscutido del modernismo, que influye en toda la poesía posterior en lengua española. También en la de Alfonsina, que seguramente lleva en su valijita Azul o Prosas profanas, y en ellos habrá podido conocer toda la sugestión del Oriente a través de sus emblemáticos objetos —biombos, pebeteros, palanquines, maderas perfumadas, sedas del Japón, porcelanas chinas—, elementos decorativos muy alejados de su horizonte posible de conocimiento y que sin embargo van a ser tomados por ella e incrustados en sus versos, aunque en forma atenuada. El 21 de abril de 1912 nace Alejandro Storni, su hijo, en el hospital San Roque, hoy llamado Ramos Mejía. Hay algunos meses de descanso.Al año siguiente se coloca de cajera en una farmacia, luego en la máquina registradora de la tienda A la Ciudad de México, en Florida y Sarmiento. Llevaría alguna recomendación, alguna carta que avale su búsqueda, y el contacto le permite publicar algunas colaboraciones en la revista Caras y Caretas. Le pagan veinticinco pesos la colaboración; en esa misma época, asombrada, Delfina Bunge de Gálvez recibe cien pesos por un villancico para La Nación.
Su contacto de Santa Fe era Juan Julián Lastra, un estímulo, porque la alentaba a seguir escribiendo y a publicar. Lastra era santafesino, y de él dice Juan Carlos Dávalos que vivía en una pensión de estudiantes y escribía mucho, poemas que guardaba en cajones de un mueble, con la idea de irlos puliendo y publicarlos más adelante.
Para mejorar su situación,Alfonsina leía todos los avisos que solicitaban empleados, y así fue como se encontró con este extraño pedido de trabajo: un “corresponsal psicológico” con redacción propia. ¡Redacción propia! Pues vaya si la tenía. La cosa era impresionar como una persona eficiente y, sobre todo, vencer el prejuicio de emplear a una mujer. La casa se llamaba Freixas Hermanos y se dedicaba a la importación de aceites.
Alfonsina fue, una mañana bien temprano, a ver de qué se trataba. Se encontró con una cola de casi cien varones, y ella, como muchas veces le ocurriría más adelante, la única postulante femenina. Cuando dijo que pretendía el empleo, debió insistir hasta casi llegar a la violencia, pero finalmente aceptaron tomarle una prueba. Se trataba de la redacción de una carta comercial y dos avisos publicitarios, uno que anunciaba yerba mate y otro un aceite de la firma. Seguramente pasaron algunos días de incertidumbre hasta tener la noticia de que era la elegida y podía seguir pagando sus gastos sin recurrir a nadie.
El puesto en Freixas Hermanos había sido dejado vacante por un empleado que ganaba cuatrocientos pesos. Ella, por ser mujer y nueva en el trabajo, tuvo que aceptarlo por doscientos. Alfonsina había estudiado para ser maestra, y sin embargo sus gestiones para conseguir un puesto no prosperaron. Aceptar el empleo de “corresponsal psicológico” fue la única salida, pero no era lo que quería. Ella misma cuenta la experiencia:
“…estoy encerrada en una oficina; me acuna una canción de teclas; las mamparas de madera se levantan como diques más allá de mi cabeza; barras de hielo refrigeran el aire a mis espaldas; el sol pasa por el techo pero no puedo verlo; bocanadas de asfalto caliente entran por los vanos y la campanilla del tranvía llama distante. Clavada en mi sillón, al lado de un horrible aparato para imprimir discos, dictando órdenes y correspondencia a la mecanógrafa, escribo mi primer libro de versos. ¡Dios te libre, amigo, de La inquietud del rosal! Pero lo escribí para no morir”.5
II
Publicar su primer libro fue muy difícil. En aquellos años no era sencillo llegar a los escasos editores de literatura argentina, y si se llegaba, la poesía no era la mejor carta de presentación.Alfonsina recorrió muchos despachos con las páginas mecanografiadas de sus primeros poemas, y la desazón sería una constante. Hasta que el azar hizo su parte.
Una tarde, Josefina B. de Routen, la dueña de la casa donde Alfonsina vivía, se encontró, caminando por la calle Belgrano hacia Bernardo de Irigoyen, con Félix Visillac. Josefina trabajaba en el diario La Tribuna, y Félix venía de la imprenta de Miguel Calvello, situada en Belgrano 931. La buena amiga intuyó que esta relación podía interesarle a la joven que escribía versos, y lo invitó a visitarlas.6
A la noche siguiente Visillac, de ojos azules y rubios bigotes que se atusaba mientras oía a los otros, se instaló en la salita adornada por algunos cuadros y una pequeña biblioteca. Alfonsina le leyó sus versos y el prólogo de Juan Julián Lastra, que dice, admirativamente:“El sol ilumina el cielo de estos versos”. Cuando terminó la lectura, el mosquetero le sugirió que lo acompañara a la imprenta de Miguel Calvello. Alfonsina aceptó. Allí el trato fue por cierto muy suelto, lleno de confianza, pero estipulaba el pago de quinientos pesos a cambio de quinientos ejemplares del libro de poemas La inquietud del rosal.Alfonsina dijo que sí, pero nunca pagó la edición a Calvello. No sabemos si es porque hizo mal sus cálculos, o deseó tanto este libro que, en su optimismo, no entró la posibilidad de no reunir nunca el dinero, de que era imposible recuperar lo invertido para que por lo menos no se perdiera plata. Cuenta Nalé Roxlo que el imprentero, que además de su oficio era violinista, se lamentaba cada vez que alguien le recordaba el episodio, diciendo: “¡No me importa que no me pague, pero que no me salude…!”.
El libro apareció en 1918, pero estaba preparado desde mucho tiempo antes. Una carta encontrada en el archivo de Leopoldo Lugones, fechada el 18 de junio de 1915, muestra a una Alfonsina ofendida luego de la publicación de La maestra normal, la novela de Gálvez aparecida por entonces. Pero además le ofrece a Lugones leerle los originales de La inquietud del rosal, temerosa de ser acusada de impúdica después de su publicación. Le pide una entrevista para leerle algunos poemas,“que no huelen ciertamente a la moralidad común de que el señor Gálvez pretende hacerse paladín, pero que en cambio podrían hablarle de otra moralidad fundamental y muy sana que el espíritu del señor Gálvez no puede apreciar”. Y sigue: “Esto que me permito pedirle tiene una razón: mi libro se va a publicar en breve.Yo sé que se me tildará de inmoral. Yo sé que gritarán contra la maestra revolucionaria y poco púdica. Quiero saber si los espíritus amplios como el suyo estarían conmigo”.7 Y da una dirección, Belgrano 843. No hay testimonio de que Lugones contestara. Pero la relación de Alfonsina con él fue muy complicada, ya que muchos dicen que el poeta, celoso de sus posibles rivales, y mucho más tratándose de una mujer, jamás accedió a dedicarle a la poetisa ninguna de sus críticas.
Casi todos los escritores reniegan de su primer libro; algunos no reconocen como propio, años más tarde, lo que les ha costado mucho producir. Alfonsina no es la excepción. Sin embargo, en este caso hay que leer entre líneas. Porque lo que hubiera podido ser un libro alambicado y pretencioso, con la debilidad propia de la mujer que lo espera todo de su relación con el hombre, a pesar de la desilusión inicial, en Alfonsina muestra que a los veintiún años ya tiene claro que el hombre es un aliado circunstancial, con el que sólo se puede compartir el placer, y que ella está sola con su hijo. Muchos piensan que Alfonsina llevó esta postura con exageración a su propia vida, y sin duda pagó caro ese vivir a contrapelo de la sociedad, pero lo cierto es que en su poesía, aun en este primer libro, producto de una experiencia amarga en la temprana juventud, comienza a delinear los contornos de un rol de mujer al que ella contribuirá a esclarecer como pocas mujeres de su época supieron hacerlo.
Hay un poema que debió asustar a los moralistas de la época, aunque no se llamaran Manuel Gálvez:
…Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada de llano.
Yo tengo un hijo fruto
del amor, amor sin ley.
Yo soy como la loba, ando sola y me río
Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
Dondequiera que sea, que yo tengo una mano
Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.
El hijo y después yo, y después… ¡lo que sea!
Orgullosa de su independencia, ganándose el sustento con dificultad, impresiona por su omnipotencia esta mujercita de poco más de veinte años que, lejos de su familia, es capaz de decir “un hijo fruto del amor, amor sin ley”. Sobre todo porque en la retórica de la época la mujer ha entrado de manera muy distinta.Almafuerte y Carriego cuentan el drama de las novias abandonadas, que se quedan para siempre encerradas detrás de las persianas y no pueden recuperar su identidad social, y Blomberg recuerda a las figuras del rosismo, tales como la pulpera de Santa Lucía, robada por un mazorquero, sin que su voluntad resulte significativa. Carriego dice, en un verso, que las cicatrices son “caprichos de hembra que tuvo la daga”, y con esto confirma la imagen de mujer caprichosa e inútil. Mujer sin voluntad, mujer que debe renunciar a la vida pública si es “deshonrada”, mujer caprichosa que somete al hombre con sus armas,Alfonsina Storni es un nombre que empieza a levantar, en los primeros años del siglo veinte, la punta de un manto de ignorancia con el que cubre la sociedad hipócrita, convencional y mentirosa, a esos seres llamados mujeres.
La repercusión del libro no fue buena. La escasa media página que Nicolás Coronado le dedicó en marzo de 1916 en la revista Nosotros, dirigida por Roberto Giusti y Alfredo Bianchi, no sirvió para compensar todo el esfuerzo y las ilusiones puestas en su primer libro, que resumía la expectativa de toda su vida. Sin embargo, releería una y otra vez las líneas de las que se desprende un benevolente augurio:“Libro de un poeta joven y que no ha logrado todavía la integridad de sus cualidades, pero que en lo futuro ha de darnos más de una valiosa producción literaria”.
Para cumplir con su familia y con aquellos que la acompañaron durante su vida en Rosario —y, ¿por qué no?, para demostrarle al que perdonó tan generosamente que ella se las arreglaba sola sin renunciar a sus objetivos—, Alfonsina llevó a esa ciudad cien ejemplares de La inquietud del rosal. Los dejó en una de las principales librerías, y viajó al tiempo para saber cuál había sido su suerte. Cuando Paulina le preguntó cuántos había vendido, su hija le respondió con amargura:“Muy pocos, mamá. Las mujeres lo rechazan. Dicen que soy una escritora inmoral. ¡Qué hemos de hacerle! No sé escribir de otro modo”.
III
Pero, como todas las cosas en la vida de Alfonsina, la tristeza es bruscamente transformada en alegría, porque gracias a este libro pudo ser aceptada en los cenáculos de escritores a los que nunca se había acercado una mujer. La vida literaria, según testimonios de sus protagonistas, no tenía mayores diferencias con la de hoy. Los escritores consagrados pontificaban desde sus lugares de influencia, y los más jóvenes o recién iniciados se esforzaban por conseguir una mirada atenta para sus originales, la edición o un lugarcito en este Olimpo inaccesible. Unas pocas revistas literarias mantenían la cohesión de los que estaban a mitad de camino, pero lo novedoso en relación con lo que ocurre tantas décadas después es que las revistas comerciales, como Caras y Caretas o Mundo Argentino, recibían colaboraciones literarias y se ocupaban de la actualidad.
Alfonsina había trabajado en varios empleos antes de su “corresponsalía psicológica”. Cajera en una farmacia, encargada de la máquina registradora durante una larguísima jornada de más de ocho horas —el trabajo del empleado no estaba todavía reglamentado, y el de la mujer y el del menor tardarían en estarlo varios años más— en el comercio A la Ciudad de México, en la esquina de Florida y Sarmiento ya mencionada, donde hoy se encuentra el Banco Ciudad de Buenos Aires.
Sorprende que pudiera encontrar, en medio de sus contrariedades y obligaciones cotidianas, el tiempo y la manera de acercarse a los grupos de escritores y de ganarse un lugar en ellos. No era frecuente la inclusión de una mujer en esas comidas de hombres solos, en las que la formalidad, a pesar de una cierta bohemia, ponía la nota dominante.Aun años después, cuando en la casa de Horacio Quiroga se reunían a jugar a la gallina ciega y a bailar los bailes de la época, los hombres aparecían en las fotografías con saco cruzado, chaleco y corbata. Se explica así que su libro significara para ella la entrada en un mundo ideal, pero también la entrada por derecho propio. Juan Julián Lastra la ayudó, y además de las colaboraciones en Caras y Caretas le facilitó el contacto con la gente de Nosotros, una revista literaria que aglutinaba a los escritores más conocidos y a cuyas reuniones empezó a ir, llevando su libro como tarjeta de presentación.
Su primera comida de escritores fue la que se organizó en homenaje a Gálvez por el éxito de El mal metafísico, aparecida ese año. La novela cuenta las dificultades de unos personajes que buscan desesperadamente la redención propia a través de la lucha por los desposeídos. Inspirado, como muchos escritores de la época, en los narradores rusos como León Tolstoi, Gálvez hace en esa obra un admirable retrato de la bohemia porteña, en el que aparecen, disfrazados de seres ficticios, sus amigos de entonces. El librero Balder Moen, uno de los personajes, fue el organizador de la comida, y también dos de los invitados, José Ingenieros y Alberto Gerchunoff, aparecen disimulados en ella. Gerchunoff había publicado en 1909 su exitosa novela Los gauchos judíos, basada en la experiencia de la colonización judía en el Litoral, e Ingenieros era el médico socialista inclinado hacia la filosofía, que luego resultaría uno de los mejores amigos de Alfonsina.
Manuel Gálvez, en sus recuerdos literarios,8 cuenta que por primera vez en Buenos Aires, en esta clase de reuniones, estuvieron presentes dos mujeres: Alfonsina Storni y “una muchacha socialista, Carolina Muzzilli, que tenía aspecto de obrera, escribiría un valioso libro sobre el trabajo de las mujeres, y moriría tuberculosa varios años más tarde”.
En su presentación en sociedad,Alfonsina se lució, no escatimó sus encantos ni su fresca capacidad de seducción. Recitó algunos de sus versos con un aplomo encomiable, y también otros de Arturo Capdevila, que por aquel entonces era uno de los pilares de la poesía con su trágico poema “A Melpómene”, que había sido traducido al italiano por Folco Testena.Alfonsina sacó entonces a relucir su lengua materna y recitó fragmentos de la traducción. También en sus memorias, Roberto Giusti, a quien ella estuvo ligada por la amistad el resto de su vida, señala el hecho de que fuera la primera mujer que se sentó en un banquete de escritores.Y añade, con afecto:
“Desde aquella noche de mayo de 1916 esa maestrita cordial, que todavía después de su primer libro de aprendiz era una vaga promesa, una esperanza que se nos hacía necesaria en un tiempo en que las mujeres que escribían versos —muy pocas— pertenecían generalmente a la subliteratura, fue camarada honesta de nuestras tertulias, y poco a poco, insensiblemente, fue creciendo la estimación intelectual que teníamos por ella hasta descubrir un día que nos hallábamos ante un auténtico poeta”.9
Claro, esto Giusti lo escribe muchos años después, pero está diciendo también que Alfonsina se ganó su puesto entre sus colegas hombres por la calidad de su trabajo literario y no por ningún otro detalle ajeno a la poesía. No es la mujer de nadie, no debe ningún tipo de favor —el manchón de la edición impaga seguramente lo consideraría como la ayuda que en la vida se presta en algún momento y que se pagará alguna vez con creces—, y la fuerza de sus versos confirma estas presunciones:
El sustento me lo gano y es mío
Dondequiera que sea.
IV
Alfonsina dejó su trabajo de corresponsal psicológica con su sueldo de doscientos pesos, y en una carta a Julio Cejador le dice que se debe a razones de salud. Pero hay una versión, que recoge Conrado Nalé Roxlo, según la cual en aquella oficina tan formal no fue bien visto que la autora de un libro de poemas que lindaban con la inmoralidad —según las ideas del momento— siguiera trabajando allí. Estuvieron dispuestos a perdonarle la vida si les aseguraba que esto no volvería a repetirse, pero la elección fue a favor de la poesía. Como consecuencia, vinieron tiempos duros para Alfonsina.
Sin duda hubo una cuota de elección en esta renuncia al trabajo en el comercio.
“Juan Julián —le escribe—, siempre me son gratas sus líneas y las últimas con preferencia pues ellas me recuerdan que su esperanza, respecto de mis aptitudes, no ha sido defraudada, hasta el momento por lo menos. Por usted más que por mí me ha sido placentero señalarme en estos últimos tiempos.Y digo señalarme porque ya es un hecho que se me distingue entre el mayor número”.10
Le promete que el segundo volumen de sus poemas será mejor y le cuenta que se encuentra más reposada, más tranquila.
“Muchos me han señalado en el volumen anterior influencias de poetas que yo no había leído. Lugones mismo, hablando conmigo sobre el libro, me indicaba que se advertía una influencia marcadísima de los poetas franceses más en boga. Por no parecer ignorante no le pregunté cuáles son, pues la verdad es que yo metida durante 9 horas diarias entre las cuatro paredes de una casa comercial no podía leer casi nada en el período de tiempo que hice los versos que integran el volumen, hijos todos de un momento de angustia y libertados de modo preconcebido.”
Pareciera entonces que lo vio a Lugones. Con el libro publicado, seguramente pudo llegar a él. Llama la atención su manera de referirse a los poemas como “hijos de un momento de angustia y libertados de modo preconcebido”.Y parece claro que quiere dedicarse a mejorar su poesía, a cultivar su gusto por la lectura de otros modelos que le ofrezcan mayores posibilidades de expresión y un cauce a su pretensión de originalidad.
Vivir de la poesía nunca ha sido fácil. En junio de 1916, poco después de la comida en homenaje a Gálvez, aparece en Mundo Argentino, rodeado de avisos que ofrecen “Cigarrillos Reina Victoria” o “Bálsamo de Lechuga Beauchamp”, junto a las fotografías de don José Podestá en su papel de Santos Vega, un poema titulado “Versos otoñales”. Hay en él un sentimiento insólito en una mujer de veinticuatro años, pero que habrá que atribuir a cierta pose literaria que consagra los sentimientos de incomodidad existencial. Aunque los versos son apenas aceptables, sorprende su capacidad de mirarse por dentro, que por entonces no era común en los poetas de su generación, más bien prisioneros de una retórica grandilocuente. Parece que se está penetrando en los pensamientos de cualquier mujer frente al espejo, cuando puede mirarse sin testigos, y no es solamente la coquetería lo que la impulsa, sino también el deseo de saber quién es.
Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas
He sentido el otoño; sus achaques de viejo
Me han llenado de miedo; me ha contado el espejo
Que nieva en mis cabellos mientras caen las hojas.
Se trata de las primeras canas, y Alfonsina —todos coinciden— tendrá pronto la cabeza blanca. Si hubiera sabido que estaba exactamente en la mitad de la vida, se comprendería esa sensación otoñal. Pero no lo sabe. Por el contrario, es el momento de su entrada en una vida literaria en la que va a ocupar paulatinamente un papel destacado, y es el momento en que se comienza a gestar en su escritura el gran cambio, que a partir de su libro Ocre, de 1925, la coloca en un umbral parejo a los otros. Pero en este momento está bien rodeada, sabe quiénes son estos otros y sabe cómo llegar a ellos. Amado Nervo, el poeta mexicano paladín del modernismo junto con Rubén Darío, publica sus poemas también en Mundo Argentino, y esto da una idea de lo que significaría para ella, una muchacha desconocida, de provincia, haber llegado hasta aquellas páginas.
En 1919 Nervo llega a la Argentina como embajador de su país y frecuenta las mismas reuniones que Alfonsina. Ella le dedica un ejemplar de La inquietud del rosal y lo llama en su dedicatoria “poeta divino”.Vinculada entonces con lo mejor de la vanguardia novecentista, que empezaba a declinar, no se sabe si llegó a conocer al uruguayo José Enrique Rodó, otro de los escritores principales de la época, modernista autor de Ariel y de Los motivos de Proteo, ambos pilares de una interpretación de la cultura americana.11 Sin embargo, hay cartas dirigidas a Rodó en su archivo de la Biblioteca Nacional uruguaya, en las que habla de enviarle su libro. El uruguayo escribía, como ella, en Caras y Caretas y era, junto con Julio Herrera y Reissig, el jefe indiscutido del nuevo pensamiento en Uruguay.Ambos contribuyeron a esclarecer los lineamientos intelectuales americanos a principios de siglo, como lo hizo también Manuel Ugarte, cuya amistad le llegó a Alfonsina junto con la de José Ingenieros.
Ugarte se había enamorado de una poetisa uruguaya, Delmira Agustini, a la que Alfonsina no conoció. La relación entre Delmira y Ugarte forma parte de una historia novelesca que concluyó cuando la poetisa murió, en 1914, asesinada por su marido en una casa de citas a la que habían ido juntos. Cuando Alfonsina conoció a Ugarte, esto ya había ocurrido. Fue su amigo de toda la vida y la alabó con cálidas palabras en Montevideo, cuando le rindieron homenaje en noviembre de 1938, luego de su muerte.
Autor, entre otros, de El porvenir de América Latina y amigo de Rodó, fue quien hizo que ella conociera la poesía de Delmira, de una sensualidad y una audacia infrecuentes. Delmira es mucho más sensual que Alfonsina, que detrás de sus exaltados versos de amor esconde un cerebro capaz de analizar el porqué de las cosas e imprimir a su vida un rumbo premeditado. Pero la voz poética de Delmira resultó una aproximación a sus necesidades de mujer poeta.Alfonsina le dedica un poema que se publica, con el dibujo de un ciprés y una tumba en blanco y negro, en la revista Caras y Caretas:
Estás muerta, y tu cuerpo, bajo uruguayo manto,
Se limpia de su fuego, descansa de su llama.
Sólo desde tus libros tu roja lengua llama,
Como cuando vivías al amor y al encanto.
Este trágico final de otra mujer como ella, con sus mismas inclinaciones literarias, conmueve a Alfonsina y le hace hablarle como si fueran hermanas e imaginarla “encogida en tu pobre cajoncito roído”.Y la hermandad llega con estas palabras:
Pero sobre tu pecho, para siempre deshecho,
Comprensivo vigila, todavía, mi pecho;
Y si ofendida lloras por tus cuencas abiertas
Tus lágrimas heladas, con mano tan liviana
Que más que mano amiga parece mano hermana,
Te enjugo dulcemente las tristes cuencas muertas.
¡Qué capacidad de entrar en los temas de la muerte! Pero los tiempos duros la obligan a contar las monedas, como en Coronda, cuando estudiaba, y ahora es más difícil porque la acompaña su hijo. Josefina B. de Routen, en cuya casa sigue viviendo, es corresponsal de La Tribuna, de Rosario, y a veces le cuida a Alejandro, de apenas cuatro años. Sus propias colaboraciones no le alcanzan, y a veces escribe también en otros lugares, donde no pagan. Por ejemplo en el diario La Acción, socialista, o en la revista Proteo, de inspiración latinoamericanista.
Una tarde, probablemente a comienzos del año 17, Conrado Nalé Roxlo fue a la redacción de la revista La Nota, en una vieja casa de la calle Florida. Mientras esperaba el ascensor, que tardaba en bajar, una voz “femenina, fresca y bien timbrada” dijo a sus espaldas: “Seguramente han dejado la puerta abierta”. Al darse vuelta vio frente a él a una mujer joven, vestida de traje sastre azul marino y sombrerito de paja negra. La memoria de Nalé es minuciosa. Una cartera de charol negro, un libro rojo y una rosa blanca. Cuando consiguen subir en el ascensor, Nalé se siente observado por una mirada sin embargo cordial, aunque con una chispa de ironía que lo hace sentirse tímido. Al salir, ella le pregunta sorpresivamente si hace versos. Antes de que el autor de “A un grillo lejano” y “Claro desvelo” pueda responderle, la desconocida le pone en la mano la rosa blanca y desaparece. Años después, cuando Nalé Roxlo le recordó la escena, ella le dijo, riéndose, que nunca se engañaba con los poetas.12
Por esa época se acercó a ella una muchacha movida por la admiración a su poesía. No sabemos el nombre, pero cuenta cómo encontró a esta Alfonsina irónica, llena de humor, pero frágil detrás de su apariencia de fortaleza.
“Alfonsina me recibió en la salita de su sala de pensión. Yo estaba emocionada y ella también. Pero atajó mis torpes elogios, diciéndome con una sonrisa que pretendía ser irónica pero que seguía siendo afectuosa, que yo debía ser una muchacha muy original por el hecho de ir a visitarla por gustarme sus versos. Quedé cortada y bajé los ojos que hasta entonces había tenido fijos en los suyos, azules y profundos, en sus cabellos de un rubio desvaído que parecían moverse como si dispusieran de una vida propia. Bajé los ojos, y mi mirada encontró sus pies. Llevaban unos zapatos terriblemente viejos y tristes, pelados y con los tacones torcidos. Rápidamente los escondió bajo la funda blanca del sillón. Entonces, nuestra conversación perdió la naturalidad; no sé cuál de las dos se sentía más incómoda. Años después, Alfonsina me dijo que había sentido mi mirada como un pisotón.”13
Estas palabras, testimonio de una sensibilidad penetrante, muestran que ni la pobreza ni las dificultades fueron el añadido posterior, al recordar sus comienzos, sino que pertenecieron a la realidad de todos los días y formaron parte de la voluntad de vencer todos aquellos obstáculos, tan característica de la personalidad de Alfonsina.
V
Su voluntad no la abandona, y sigue escribiendo. En mejores condiciones publica El dulce daño, en 1918.Antes de eso, en el otoño de 1917, más exactamente en el mes de junio, sus amigos escritores del diario La Idea, del barrio de Flores, le organizaron un homenaje para ayudarla con un poco de dinero.
Flores era todavía un suburbio porteño por el que transitaban aquellas chicas a las que Oliverio Girondo dedicó, en 1920, su poema “Exvoto”.“Las chicas de Flores —dice Girondo— se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo que el sexo se les caiga en la vereda.”Y sigue:“…el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo a todos los que pasan por la vereda”.
Crueles y bellas imágenes, absolutamente vanguardistas, ya en la modernidad de los años veinte, para referirse a la sumergida vida de la mujer en aquellos barrios marginales. Fue en ese ambiente casi provinciano que el director de la página literaria de La Idea, Domingo Vila Bravo, organizó el festival. Los dos amigos, Félix Visillac y Vila Bravo, se reunieron en el bar La Perla y allí discutieron todos los detalles.14
La fecha elegida fue el 1º de junio, en el salón del teatro Minerva, de la calle Rivadavia 7246, y los cálculos fueron tan optimistas que llegaron hasta a contemplar la posibilidad de añadir sillas en los pasillos. Se cobraría entrada, a sesenta centavos la platea y tres el palco, y una vez pagados los gastos de alquiler, la escritora podría quedarse con una suma que le permitiera vivir holgadamente algunos meses. El periódico hizo toda la publicidad necesaria, y un bonito cartel fue repartido por los alrededores del barrio. En él se decía la hora, doce y media de la noche, y que se trataba de un festival artístico y literario.
Nalé Roxlo se imagina a “la señorita Alfonsina Storni”, como dice el cartel, de pie frente al espejo del roperito de su pensión, tratando de armarse una figura elegante con sus modestas ropas. En el programa se anuncia el cuadro vivo “La poesía”, recitado por su autora. Quizás un piano acompañaría el recitado del poema, mientras que alguna luz muy estudiada daría al cuadro un resplandor irreal.“La poetisa acudió vestida de blanco, su figura resaltaba por la luz en el escenario.Al dar al público su primer poema titulado ‘Rosas’ iba deshojando un manojo de esas flores que aprisionaba en su mano izquierda”, confirma Félix B.Visillac.
Pero la reunión no colmó las expectativas de sus organizadores, y no fueron más de treinta personas. Las chicas de Flores, junto con sus familias, se negaron tal vez a embarcarse en aquella aventura tan rara de oír a una desconocida recitar sus propios poemas.Y Alfonsina se tuvo que volver tristemente a su pensión, quizá tratando de consolar a los demás, como solía hacerlo, y agradeciéndoles que no le permitieran hacerse cargo de las deudas, como noble y generosamente ofreció, según Nalé Roxlo.
Todavía la crisis no ha llegado a lo que será en el año treinta, cuando el tango diga “dónde hay un mango, viejo Gómez, que me haga morfar”, pero Alfonsina la pasa mal hasta que un día le llega el nombramiento como directora y maestra del colegio Marcos Paz, de la calle Remedios de Escalada y Argerich. Este colegio había sido fundado por la Asociación Protectora de Hijos de Policías y Bomberos, y estaba en una hermosa casa rodeada de árboles de tupida sombra. Allí, en el encierro, una sorpresa inesperada: una inexplicable biblioteca de unos dos mil volúmenes, que sirve para completar algunas lecturas de Alfonsina.
Por esa época hay otro cambio: se muda a la casa de la calle Acevedo 2161, una casa muy grande que comparte en alquiler con Josefina Grosso y su hermana, que era la dueña. Josefina será recordada siempre con enorme cariño por Alejandro Storni, porque lo cuidó y atendió mientras Alfonsina trabajaba o participaba de sus reuniones literarias. Josefina tenía por aquel entonces una hija de unos dieciocho años, según el testimonio de Alejandro, que jugaba con él para entretenerlo. De esa época es la foto en la que Alejandro, de flequillo y buena complexión física, se asoma, hundido, desde el fondo de una hamaca de lona.
Cuando le cuente su vida a Julio Cejador,Alfonsina dirá:“De ese encierro nació mi segundo libro de versos: El dulce daño”.Y añadirá:“Mi naturaleza sana, pero delicada, me obliga a medir mis tareas y contener mis esfuerzos”.
VI
El 18 de abril de 1918 se le ofrece una comida a Alfonsina en el restaurante Génova de la calle Paraná y Corrientes. Allí se reúne mensualmente el grupo de Nosotros, y en esa oportunidad se celebra la aparición de El dulce daño. Los oradores son Roberto Giusti y José Ingenieros, su gran amigo y protector, a veces su médico. Alfonsina se está reponiendo de la gran tensión nerviosa que la obligó a dejar momentáneamente su trabajo en la escuela, pero su cansancio no le impide disfrutar de la lectura de su “Nocturno”, hecha por Giusti, en traducción al italiano de Folco Testena. Esta vez comparten con ella el privilegio de sentarse a la mesa con los hombres otras dos mujeres: Adelina Di Carlo, la actriz italiana, y la esposa de Testena. Ignoramos el porqué de esta verdadera manía de traducir los poemas al italiano y leerlos en esa lengua en un homenaje realizado en la ciudad de Buenos Aires, a menos que el grupo se viviera como de escritores vinculados con esa lengua.
En poco menos de dos años, el cambio ha sido enorme. La comida ofrecida en honor de esa muchacha demuestra el aprecio intelectual que todos le tienen.Y lo cierto es que su poesía ha avanzado mucho, sobre todo en la creación de un mundo imaginario que parece evocar un jardín edénico, en el que una mujer rodeada de abejas, panales, lirios y dalias se pregunta por qué no puede retener al Amor. Pero esta mujer se va perfilando ya como una Eva transgresora, pecadora, aunque su pecado sea —como siempre es el pecado de todas las Evas de la historia, desde el Paraíso hasta el cuento “Barba Azul”— preguntarse demasiado. Un doble juego lleva a la poeta a simular ante el hombre que el capricho es constitucional de la naturaleza femenina, y con esto disfraza no solamente lo que en realidad le pasa —su insatisfacción— sino también la incomprensión de ese hombre del que no se puede prescindir.
La soledad de Alfonsina, cuando dice “polvo de oro en tus manos fue mi melancolía”, es absolutamente conmovedora. Desde luego, hay que poder aceptar una retórica que tiene que ver con el final del modernismo.Y también conmueve cuando se confiesa “sabedora de engaños”. Y cuando luego de pedir “escrútame los ojos, sorpréndeme la boca, sujeta entre tus manos esta cabeza loca” añade los versos que siguen, demuestra que aceptó todo lo que le viene desde afuera a la mujer, impuesto a través de los siglos, como aquellas etiquetas que tenía que pegar en los frascos de cristal de la farmacia donde trabajó algunos años:
Pero no me preguntes, no me preguntes nada
De por qué lloré tanto en la noche pasada:
Las mujeres lloramos sin saber, porque sí:
Es esto de los llantos pasaje baladí.
Bien se ve que tenemos adentro un mar oculto,
Un mar un poco torpe, ligeramente estulto,
Que se asoma a los ojos con bastante frecuencia
Y hasta lo manejamos con rarísima ciencia.
La conclusión de este bellísimo poema trasluce la ironía soberbia de una mujer poco común, que con esto cierra la puerta al hombre que no puede entenderla:
Nuestro interior es todo sin equilibrio y hueco.
Luz de cristalería, fruto de carnaval
Decorado en escamas de serpientes del mal.
Es decir, afuera hombres, somos todo lo que se piensa de nosotras, vacías, huecas, malvadas, pero ¡qué bien se está lejos de aquellos que no aciertan a comprendernos! Y lo cierto es que tampoco nos entendemos demasiado a nosotras mismas, termina insinuando el poema.Y en otro poema se pone el mote que ahora reemplaza al de “la loba”, más elaboradamente pero con el mismo escepticismo: “Oveja descarriada dijeron por ahí. / Oveja descarriada. Los hombros encogí. / En verdad descarriada. Que a los bosques salí; estrellas de los cielos en los bosques pací”.
El dulce daño es un libro que consigue crear una atmósfera de fuerte personalidad poética; en el centro, una mujer. Esa mujer no tiene por qué ser Alfonsina en toda su verdad, pero sin duda lo es en el cruce que entre la realidad y la creación se da en los auténticos creadores. Entre la mujer que era por entonces y la mujer que querría ser, el libro instala un personaje poderoso, sensual, encerrado entre abejas y pájaros, tendido en hamacas y rodeado de una naturaleza floreciente que le hace eco a su capricho. Pero que, también, sirve de reflejo a su melancolía más profunda.
Para conseguir esta vez que le publicaran el libro no necesitó de ningún imprentero. El dulce daño fue editado en inmejorable compañía por la Sociedad Cooperativa Editorial Limitada Buenos Aires, patrocinada por Manuel Gálvez. La imprenta Mercatali, que se ocuparía de casi todas las ediciones por aquellos años, imprimió este decimotercer volumen de una colección integrada, entre otros, por Ciudad, de Baldomero Fernández Moreno; Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga; La sombra del convento, de Manuel Gálvez, y se anuncia el volumen Literatura contemporánea, obra del ensayista Álvaro Melián Lafinur. El libro de Alfonsina es de formato pequeño, de 157 páginas, impresas en grueso papel de la época.
VII
Los recuerdos de Alejandro Storni muestran a su madre atenta a su cuidado y a señalarle los fenómenos de la naturaleza.“Muy pequeño era yo. Seis años apenas. Las narices aplastadas contra el vidrio de la ventana, la espalda contra el pecho de mi madre.Afuera el patio y el jardín, nevados. Nieva en Buenos Aires: 1918.” La madre lo había llamado para que viera la nieve, y le había advertido:“Mirá bien esto, Alejandro, porque en Buenos Aires no creo que lo veas más”.15
Pero no puede vivir sin trabajar, y la docencia es el único camino posible. Junto con ese periodismo que a veces le rinde unos pesos. El signo de la vida laboral de Alfonsina consiste en ese ir y venir de lugar en lugar hasta irse acercando poco a poco a su verdadera vocación, la literatura y el teatro. Mientras tanto, tiene que resignarse a las tareas subsidiarias, como el trabajo de celadora que le consiguen sus amigos en la Escuela de Niños Débiles del Parque Chacabuco.
Las escuelas para niños débiles fueron una institución que el gobierno de Hipólito Yrigoyen alentó, como una manera de paliar los efectos de la pobreza. Se trataba de niños con problemas de crecimiento, insuficientemente alimentados, raquíticos, como se decía, y en esas escuelas eran tratados fundamentalmente con un programa de sol y ejercicios físicos que contribuía a conseguir un crecimiento saludable.Vestida con delantal blanco, Alfonsina se pasea al sol entre los niños bulliciosos, y esto poco tiene que ver con el encierro de la caja registradora o de la oficina de los Freixas. Claro, no ganaría mucho, pero para una mujer como ella, criada entre montes y arroyos, este trabajo le permitiría, además del contacto con la naturaleza, la contemplación del florecer de la vida. Así la conoció Fermín Estrella Gutiérrez, que solía ir al Parque Chacabuco a sentarse a leer bajo los árboles.“Allí la vi, varias veces, a través del verde enrejado, ir y venir entre los pequeños de guardapolvos blancos. Delgada y menuda, con el cabello rubio ceniciento brillante al sol, cumpliendo su tarea”, y añade más adelante que aquel trabajo no era para ella,“prisionera durante todo el día en aquella cárcel verde, regida a horario y bajo unas autoridades que no eran ni buenas ni comprensivas con ella”.16 Estrella Gutiérrez se enteró de esto último por un amigo común.
Por aquel entonces, uno de los poemas de Alfonsina que empezó a correr de boca en boca, difundido por las recitadoras, fue el que le garantizó la adhesión de las mujeres.Algo así como el “Hombres necios, que acusáis…”, de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, al que recuerda por la invectiva contra las desmedidas e injustas pretensiones de virginidad. Se trata de “Tú me quieres alba, me quieres de espumas, me quieres de nácar”, en el que no sólo reconviene a los hombres por la desigual exigencia que plantean, sino que les señala su propia libertad como algo de lo que hay que volver luego de una etapa de purificación en que “las carnes les sean tornadas” y luego de recuperar “el alma que por las alcobas se quedó enredada”. Sólo así, dice Alfonsina, se podrá pretender una virginidad primigenia.
Seguramente alertadas por la justa reivindicación planteada, que en aquella sociedad convencional resultaba revolucionaria, las mujeres empezaron a escuchar a Alfonsina. Sus clases de declamación, por otra parte, que empieza a dictar para ayudarse en lo económico, difundirán también entre las discípulas esta filosofía de superioridad femenina, superioridad en tanto ha sido la primera en reflexionar sobre su rol con relación al hombre.Y luego están las lecturas y los recitados de sus poemas, hechos por ella misma en los locales socialistas, en aquellas bibliotecas de barrio en las que se transmitía la necesidad de educar y educarse por medio de los libros. En esas salitas modestas debe haber comenzado a resonar su voz bien timbrada, con el sarcasmo de otros versos: “Hombre pequeñito, te amé media hora, no me pidas más”, o “Señor, señor, hace ya tiempo, un día, / soñé un amor como jamás pudiera / soñarlo nadie, algún amor que fuera / la vida toda, toda la poesía…”. O aquel de resonancias rubendarianas,17 sólo que volcado al anhelo amoroso:“Persigo lo perfecto / en mí y en los demás / persigo lo perfecto / para poder amar”, o el sencillo poema donde cuenta que “esta noche me has dicho al oído dos palabras / comunes (…) tan dulces dos palabras que una hormiga pasea por mi cuello y no intento / moverme para echarla”.
Las mujeres comenzarían a comprender, oyendo estos poemas, cuánto había de posible en el deseo de ser una misma.Todo un breviario de situaciones, donde los sentimientos tenían los matices de lo posible, en un delicado análisis. Una vez, Alfonsina visitó el local de las Lavanderas Unidas, un protosindicato que oficiaba bajo la tutela del Partido Socialista.“El local —contaba años después— quedaba al final de la calle Pueyrredón, entonces mucho más cerca del río que ahora, y el público lo formaban casi exclusivamente negras, pardas y mulatas, lo que unido a su profesión de lavanderas me hizo dudar por un momento de la época en que vivía. Me creí trasladada por arte de magia a la colonia, y temí que mis poemas resultaran futuristas. Pero no fue así: nos entendimos desde el primer momento. Por encima o por debajo de la literatura, eso poco importa. Nos comprendimos en nuestra mutua esencia femenina, eso que tanto les cuesta entender a ustedes los hombres… si es que alguna vez lo entienden.”18
También en 1918 Alfonsina recibe una medalla de miembro del Comité Argentino Pro Hogar de los Huérfanos Belgas, junto con Alicia Moreau de Justo y Enrique del Valle Iberlucea. Como ya fue señalado, años antes, cuando empezó la guerra,Alfonsina había aparecido como concurrente a un acto en defensa de Bélgica, con motivo de la invasión alemana. Era todavía una desconocida y su nombre apareció en el diario La Nación. Su amigo Horacio Quiroga, a quien en ese entonces no conocía todavía, había sido sensible al avance alemán y había escrito un cuento llamado “Los cementerios belgas”.Alfonsina llevó la medalla a Mar del Plata en su último viaje, y hoy la conserva Alejandro Storni.
VIII
Se conocieron en las reuniones de la revista Nosotros, y Alfonsina intercambió libros y opiniones con Manuel Gálvez. Éste fue quien le ofreció publicarle El dulce daño, Irremediablemente y Languidez, en 1918, 1919 y 1920. Gálvez estaba casado con Delfina Bunge, una inteligente mujer que pertenecía a una familia de inmigrantes ilustrados, como Alfonsina, pero en este caso de origen alemán, y que prosperaron y se integraron mejor que los Storni. Delfina era una mujer muy educada, fue una de las amigas íntimas de Victoria Ocampo. Muy católica y preocupada por los problemas de la fe, llama la atención su intervención en el episodio por el cual el arzobispo de Buenos Aires solicitó al director de La Nación la renuncia de su colaborador Carlos Alberto Leumann, tras la publicación de un cuento de éste donde se discute el dogma de la virginidad de María. Fue en el año 1927, y Delfina intervino a favor de Leumann.
Por aquellos años Manuel le ofrece a Alfonsina que traduzca del francés los poemas de Simplemente, el libro de Delfina aparecido en 1915. De esa manera, piensa Manuel, se romperá el círculo de aislamiento que rodea a su esposa. Seguramente la casa de los Gálvez no se abrió nunca para Alfonsina. No era costumbre mezclar amistades.Alfonsina era una amistad literaria, y las familias tradicionales no ofrecían fácilmente sus casas a quienes no fueran de su nivel social o, como en el caso de la escritora, tuvieran el halo de una vida dudosa. Para eso estaban los restaurantes donde se reunían periódicamente, como en el caso de Nosotros, o las reuniones en casa de la familia Lange, a la que pertenecía Norah, la mujer de Oliverio Girondo, o en la selvática morada que Horacio Quiroga tendría, años después, en su casa de Vicente López.
Sin embargo el vínculo debe haber sido bueno y generoso, ya que Alfonsina habla de la poesía de Delfina con auténtica admiración, y aunque confiesa que se había propuesto traducir las mejores para reunirlas en un volumen, admite no haber podido hacerlo.
La edición de las Poesías de Delfina Bunge, en traducción de Alfonsina Storni, aparece en Ediciones Selectas América, con dirección en Corrientes 830, tercer piso. En el prólogo José Enrique Rodó derrama elogios, y en el posfacio Alfonsina dice que ha traducido aquellas que le permitieron lograr una mayor fidelidad, y lamenta, generosamente, que no se traduzcan las demás “pues es lastimoso que se pierda —dice— el tesoro de fina identidad que encierran los versos de esta poetisa que —y esto sea dicho en su descargo— no ha escrito en francés por capricho de persona culta, sino porque su lengua natural no ha respondido a su música interior”. Luego dice que la poesía de Delfina “se aparta de lo que se escribe habitualmente en nuestro medio”, califica a la autora de “poeta de excepción”, para terminar afirmando que “las traducciones mías están hechas con cariño y se han ajustado con fidelidad al original, pero traducir es siempre cosa difícil e ingrata”.19
No sabemos si Alfonsina cobraría honorarios por sus servicios de traductora, pero sí que la colección edita muchos títulos importantes, como las obras en dos volúmenes de Julio Herrera y Reissig, poemas de Amado Nervo o de Héctor Pedro Blomberg, y una obra teatral de Samuel Eichelbaum. Entre las obras agotadas figura un libro de Alfonsina Storni llamado Poesías, probablemente una selección de lo ya publicado. Los poemas de Delfina aparecen en 1920, forman parte de la colección de cuadernos quincenales, y el director es Samuel Glusberg, el gran amigo de todos los escritores, que luego fundaría la editorial Babel.
En enero de 1920,Alfonsina es invitada a Montevideo a leer su poesía, la de Delfina y pronunciar una conferencia sobre Delmira Agustini.Todo lo organiza Arturo Capdevila, y van juntos los Gálvez, los Capdevila y Alfonsina. El viaje es breve, apenas dura seis días, pero en él ocurren muchas cosas, sobre todo importantes para las dos poetisas.
Delfina Bunge cuenta el viaje en su diario,20 la conferencia sobre su libro y una conversación con Alfonsina que representa acabadamente el clima espiritual de la época y las dificultades que enfrentaría Alfonsina en su vida social:
“Allí en Montevideo ¡qué extraño efecto! Encontréme de llegada, esa misma tarde, en la Universidad, en el salón de actos donde Alfonsina Storni daba una conferencia sobre mí. El salón lleno, y yo con María Delia, en un sitio perdido entre los otros, y sin que nadie me conociera. La conferencia fue bonita… Los versos traducidos por ella, Alfonsina los dijo bien, y el público los sentía, y los aplaudió con alguna emoción (esto se ve). ¡Pobre Alfonsina! Tiene un bello timbre de voz, y habla de modo cálido y vibrante. Obtuvo un buen éxito. ¡Pobre Alfonsina! Comenzó declarando que era atea… Y es cariñosa y emocionada… Y no sé por qué ahora se humedecen mis ojos al acordarme de ella… Me ha besado al despedirse… Y habíamos pasado unos días gratos. ¡Alfonsina, entre Delia, la compañera teósofa que quería ‘convertirla’ y yo! ¿Quién y por qué nos tuvo allí reunidas de modo tan especial durante algunos días? Y María Delia entre nosotras, tenía su significado también: era la juventud, la belleza, la despreocupación de tales problemas, con su creencia sencilla que practica y no analiza. ¡Pobre Alfonsina! ¿Y qué puedo hacer yo con ella? Dice que es atea ‘por humildad’, por no poder creer que un Dios, que Dios, pueda ocuparse de un ser como ella. Si hay humildad no hay peligro; si ella no va a Dios, viéndola humilde, Dios irá a ella… ‘Y Dios —añade ella— no es Dios para nosotras sino en la relación que con nosotras tenga’, en lo cual habla sensatamente, creo. Pero el caso es no saber si somos o no somos dignos de que Dios se ocupe de nosotros (que ya sabemos que no lo somos), pero sí de saber si se ocupa o no”.21
Este texto tan conmovedor dice más por lo que calla que por lo que explicita. Porque las dos mujeres unidas en la conversación son dos creadoras que, por distintos caminos, buscan liberarse de las ataduras más convencionales para encontrar su propia voz. Delfina calla sin duda lo que sabe de la historia de Alfonsina; aun en su diario es discreta con una verdad que no está autorizada a revelar. Pero sabe que, si pudiera hablar con una mayor confianza, la “oveja descarriada” que es Alfonsina podría revelarle cosas que le permitirían saber cuál es el camino de la creación. Protegida por su situación familiar y social, protegida por su maternidad legítima, Delfina es generosa y compasiva con la pobre muchacha que se gana la vida y que tiene talento y fuerza. Generosa, aunque justa, en sus adjetivos; compasiva con la fragilidad que la otra mujer ostenta a pesar de su empuje.
Alfonsina no pasó todo el tiempo con sus compañeros de viaje, y si lo hizo, esto no fue obstáculo para que conociera a un joven de apenas veinte años, del que volvió a Buenos Aires muy enamorada, tal como lo cuenta Capdevila, al parecer su confidente en este episodio.22 Parece que Alfonsina le escribió a un amigo:
“Conocí la apoteosis, y ahora estoy sola, como desterrada, extrañando tanto que desearía volverme enseguida; pero yo no sé si las pequeñas luces de la noche volverán a recibirme en la mañana. En todo caso temo que parezcan, ya, corazones que se están apagando”.
Las luces eran verdaderas, imaginativo homenaje que en forma de cerillas encendidas a medida que se perdía el barco en la noche le ofreció aquel joven de veinte años, encantador sin lugar a dudas. El imaginativo muchacho quedó también enredado en el juego. Joven periodista del diario El Día, que viajó a Buenos Aires mientras duró la historia para encontrarse con esta mujer ocho años mayor, chispeante y, también ella, encantadora. Cuenta un familiar de Carlos Quijano, el prestigioso abogado uruguayo que años después de este encuentro fundaría y dirigiría el semanario Marcha, y que al parecer fue el muchacho que encendió las lucecitas, que cierta vez el joven periodista faltó a sus obligaciones a causa de Alfonsina: fue cuando se batieron a duelo en Montevideo José Batlle y Ordóñez y Washington Beltrán, y la noticia no pudo ser reflejada por el cronista porque era lunes, y éste volvió con retraso después de pasar el fin de semana en Buenos Aires.
De todos modos, sea quien fuera el otro, Alfonsina conoció la lucecita de una nueva relación. Juana de Ibarbourou lo contó años después de la muerte de la poetisa argentina:
“En 1920 vino Alfonsina por primera vez a Montevideo. Era joven y parecía alegre; por lo menos su conversación era chispeante, a veces muy aguda, a veces también sarcástica. Levantó una ola de admiración y simpatía… Un núcleo de lo más granado de la sociedad y de la gente intelectual la rodeó siguiéndola por todos lados.Alfonsina, en ese momento, pudo sentirse un poco reina. Tuvo su corte.Tuvo sus cortesanos. Ella reía, jugaba, pero creo que también fue herida en el juego… Cuando el barco partió, llevándosela,Alfonsina dejó tras sí una estela de simpatías profundas, y algo más: alguien, en el muelle, encendía pequeñas luces hasta que el barco no fue visible en la noche. Alfonsina debió verlas en forma de corazón”.23
Lucecitas, corazones, lo cierto es que de ese viaje nació uno de sus poemas más hermosos e inusuales, el que dedica “A un cementerio que mira al mar”, y que está inspirado en la visita que hace el grupo de argentinos al viejo Cementerio del Buceo. Esta visita impresionó a las dos poetisas, y Delfina lo describe así en su diario:
“Hemos visto mar (o río con pretensiones de mar) y andado el día entero velozmente, cruzando en automóvil las subidas y las bajadas, los jardines y las calles, la ciudad y el campo” (se refiere al cementerio de la ciudad),
y añade:
“Y el otro cementerio, un parque a orillas del mar.Azul el agua.Y era a mediodía y era verano cuando fuimos. A cierta altura sobre el agua azul, pequeñas tumbas de mármol tan blanco, pero tan blanco, que bajo los rayos ardientes de aquel sol resultaba deslumbrante, relampagueante: una rara iluminación y blancura de la tierra, de la muerte, de la piedra”.
De Alfonsina hay dos versiones de la visita al cementerio: una, en el diario El Social, una publicación probablemente de Parque Patricios,24 e incluida dentro de una nota con el título de “Impresiones de Montevideo”.Allí dice:
“La mañana que llegué a Montevideo, un sol ardiente se recostaba sobre las aguas de la gran boca del Atlántico, preocupado por quitarle aquella su frialdad entre verdosa y negruzca, donde no se hubiera agradado sentir envuelta mi persona. Fatigada esa mañana por mi obligado insomnio de viajera nerviosa”.
En su visita al Prado, al descubrir una estatua, recuerda los versos de Delmira Agustini:“Eros, ¿acaso no sentiste nunca piedad por las estatuas?”, y volvió encantada con la playa de Carrasco y la rambla de Pocitos, al punto de que compara la hilera de sillas con los dientes de una mandíbula que trituran al que pasa, y se divierte con Capdevila y su mujer mientras van a la playa Ramírez.
Si la descripción a pluma suelta de Delfina es ciertamente bella, y sorprende que Alfonsina reflexione acerca de la posibilidad de que el mar se apodere de su persona, en su poema “A un cementerio que mira al mar” convierte el motivo en un desgarrador diálogo con los muertos:
Decid, oh muertos, ¿quién os puso un día
Así acostados junto al mar sonoro?
……………………
En primavera, el viento, suavemente,
Desde la barca que allá lejos pasa,
Os trae risas de mujeres… Tibio
Un beso viene con la risa, filtra
La piedra fría y se acurruca, sabio,
En vuestra boca y os consuela un poco…
Y luego el desgarrado pedido de los muertos:
Venid, olas del mar, rodando,
Venid de golpe y envolvednos como
Nos envolvieron, de pasión movidos,
Brazos amantes. Estrujadnos, olas,
Movednos de este lecho donde estamos
Horizontales, viendo cómo pasan
Los mundos por el cielo, noche a noche…
Cuando el mar haya arrebatado a las tumbas los cadáveres, se verán:
…algunas desprendidas cabelleras,
rubias acaso, como el sol que baje
curioso a veros, islas delicadas
formarán sobre el mar y acaso traigan
a los pequeños pájaros viajeros.
Resulta evidente que hay ideas que se comunican a través de los años, y que el mar es una de ellas en la poesía y en la vida de Alfonsina. Hermosos versos, de una soltura y una autonomía estilística notables, que no pueden ser reducidos a ninguna influencia, sino más bien al placer por el sonido de ciertas palabras y a la idea del mar como brazos que envuelven.Alejandro Storni cuenta que un amigo de la familia sostenía que Alfonsina había nacido en alta mar, poco antes de llegar sus padres a Suiza. No sabemos hasta qué punto es cierto este dato, pero sin duda el mar la atraía profundamente, y este poema, si bien resultado de la impresión precisa de una visita a un cementerio, revela una comprensión estética muy grande del abandono y la soledad que representa la muerte.
En la oportunidad de su primera visita a Montevideo conoció a Juana de Ibarbourou, con la que nunca tuvo una amistad, probablemente porque la uruguaya era hermosa y autosuficiente, y no comprendería mucho del sarcasmo y la lúcida inteligencia de Alfonsina. Lo cuenta Juana con estas palabras:
“Entre Alfonsina y yo no hubo nunca esa aproximación profunda que llega a ser una amistad del alma. Cuando la conocí, ella era ya desdichada, amarga y mordaz bajo su constante sonrisa y su buena salud rosada.Yo era aún muy feliz y casi inocente hasta la candidez más indefensa. Sus bromas, su ágil pensamiento, su fondo de mujer conocedora y desengañada de las gentes, me desconcertaban.
”No estaba entrenada en la esgrima de la palabra ágil y cáustica y creo que ella se alejó de mí con la seguridad de que era una muchacha sin ningún interés espiritual, demasiado amparada por una familia que me adoraba; y que el verso no era en mí más que uno de esos caprichos misteriosos de la suerte, que suele convertir en instrumento de inesperadas resonancias a una caja hecha de madera común, sin el afinamiento de una selección que justifique su eco musical. Sintiendo ese juicio que creo no fue totalmente reservado, me escondí en mí misma como el caracol dentro de su casa inexpugnable.Y ya nuestros corazones no se encontraron jamás”.25
En 1920, luego de la publicación, en años sucesivos, de sus libros Irremediablemente y Languidez, en los que continúa con su estilo poético de El dulce daño, Alfonsina se muda a la casa de la calle José Bonifacio 2011 y comienza a escribir los poemas de su próximo libro, Ocre, que tardará todavía cinco años en publicar. En sus libros de estos años reitera la temática de la mujer, y a ellos pertenecen dos clásicos:“Incurable”, donde la autora reconoce su filosofía del goce inmediato en los versos que dicen “Este cielo es tuyo, es tuya la vida, / sábela tomar, / aprende una cosa, la que menos sabes, / aprende a gozar”, y “La caricia perdida”, una nueva manera de lamentar sus fracasos sentimentales:“Se me va de los dedos la caricia sin causa, / se me va de los dedos… (…). Pude amar esta noche con piedad infinita, / pude amar al primero que acertara a llegar. / Nadie llega. Están solos los floridos senderos. / La caricia perdida, rodará… rodará…”.
Si Alfonsina hubiera podido ejercer su facultad reflexiva a través de esta temática y escribir pequeños ensayos sobre estos descubrimientos que la colocan en el lugar de la mujer que quiere manejar su sexualidad con la libertad de un hombre, tendríamos hoy un testimonio de época invalorable.
Sin embargo, comienza a permitirse a sí misma ejercer un periodismo lindante con lo sociológico, en el que va a abordar las costumbres y las relaciones entre los sexos. Ese año, en el diario La Capital, de Rosario, aparece una nota suya con el título “La armonía femenina”.26 Las ideas son nuevas, en particular en un momento en que todas las publicaciones tienden a recomendar a la mujer disimular su personalidad en aras de un matrimonio feliz. Alfonsina ve en la armonía femenina una manera de defenderse, y señala las deficiencias de su educación tradicional, que la ponen frente a las realidades de la vida absolutamente desarmada. Y se atreve a enunciar estas ideas por cierto osadas:
“Al frecuente egoísmo masculino, sólo puede oponérsele, conforme a la manera como está construida hoy la sociedad, la comprensión prudente y exquisita de la mujer (…). Pudiera ser que mañana, otros conceptos y otras leyes modificaran fundamentalmente nuestro sistema social y, entonces, la abnegada comprensión de la mujer resultara innecesaria.Tal sería el concepto sancionado por las leyes de una misma moral para ambos sexos. Pero esto parece estar muy lejos todavía”.