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Había en South Woodlawn un restaurante autoservicio llamado Mandel’s; en la cristalera del local, bajo el toldo, colgaba un letrero luminoso que decía: «¡Mira lo que comes!» A Jonas le parecía increíble. Sólo un imbécil pagaría por una comida sin haberla visto antes. Lo añadió al cuadro de honor mental en el que clasificaba los restaurantes de nombre inoportuno y poco apetecible: Hot and Crusty, Something Fishy, A Taste of Greece o Lung Fat,[8] un restaurante chino que había visto desde un coche y no sabía si incluir en la lista, porque estaba claro que debía atribuirse a la traducción más que a un caso de simple despiste. Hacía la lista por divertirse, pero siempre que encontraba un nombre nuevo se lo decía a Nikki, que entendía que lo de Lung Fat tenía gracia, aunque no que la siguiera teniendo después de repetir lo mismo veinte veces. Jonas sentía un cariño extraño e irónico por personas y sitios que hacían todo lo posible por venderse, pero de un modo equivocado. Incluso comió alguna vez en Mandel’s durante la primera semana de exámenes, y a partir de entonces siguió cultivando esa tradición de la época de los exámenes, esperando contribuir así al mantenimiento del negocio, a pesar del pésimo instinto comercial. La comida no estaba mal del todo. Por lo menos te llenaba, seguro. Y era verdad que antes de pedir podías verla en los expositores.
Mandel’s era muy barato y quedaba cerca del campus, así que no era difícil que otros estudiantes de la Universidad de Chicago también comieran allí, pero Jonas nunca se lo dijo a sus amigos, ni invitó a ninguno, porque no quería que lo tomaran como una muestra de gusto por la sordidez, aunque no lo fuera. Como si, siendo un simple estudiante, tuviera que cenar todas las noches en Morton’s por el mero hecho de que podía permitírselo. La gente tenía ideas raras sobre el dinero. Que no gastarlo era un signo de condescendencia, por ejemplo. Que ser rico significaba representar el papel de rico, fuera eso lo que fuera, y que si no vivías todo el santo día a la altura de tus posibilidades, sólo demostrabas una especie de presunción al revés. O un intento de pasar por normal cuando no lo eras. Pero Jonas no quería aparentar nada. Quizá fuera verdad que había pecado de ingenuo a propósito de su capacidad de reinventarse a sí mismo yéndose a estudiar lejos de casa. No era lo mismo que cambiar de nombre o algo por el estilo. La gente no tardó ni una semana en darse cuenta de quién era, y a partir de entonces el problema no fue que lo trataran de un modo especial, sino que se esforzaran tanto en no tratarlo de un modo especial. De vez en cuando alguno intentaba arrastrarlo a lo que podría llamarse una discusión marxista, pero era algo que no le interesaba, porque no se sentía tan comprometido como para sentir complejo de culpa. Jamás había hablado de acciones o valores con su padre, por ejemplo. Le parecía impensable. Nadie podía evitar haber nacido donde había nacido. Sólo cabía empezar desde cero y no permitir que esa circunstancia determinara quién eras.
Vivía fuera del campus, pero sin lujos de ninguna clase. Muchos estudiantes vivían fuera del campus, que ofrecía unos servicios deprimentes. La primera vez que los padres de Nikki vieron el lugar se asombraron de que no fuera más agradable. Eran unos materialistas, pensó luego Jonas, por desgracia en voz alta, y el comentario le costó una pelea con Nikki que casi terminó con su relación. Ella le llevaba cuatro años —ya estaba haciendo la especialidad— y Jonas suponía que, a falta de un motivo que no fuera el obvio interés económico, sus padres no comprendían qué había visto su hija en él. Era una situación bastante desagradable, la verdad. Sobre todo porque a los padres les gustaba definirse como una pareja de viejos hippies.
Nikki y él se habían conocido en el Art Institute, aunque no fuera algo tan maravilloso como parece: Jonas sólo estaba de visita por razones académicas. En realidad, se trataba más bien de una antivisita para asistir a un curso sobre Art Brut que impartía Lawrence Agnew, un lunático carismático y famoso de la Universidad de Chicago, de una intensidad que Jonas consideraba en aquel tiempo verdaderamente ridícula, pero con el que haría tres cursos más, todos los que Agnew dio para los no graduados. Nikki era profesora ayudante en el curso dedicado al Art Brut; la había visto antes, en el aula en penumbra donde Agnew alcanzaba el paroxismo mientras proyectaba diapositivas (el récord oficioso entre imagen e imagen era de treinta y dos minutos), pero hasta ese día no había hablado con ella. Nikki era objeto de no pocas especulaciones entre los miembros masculinos de la clase, con una cara que reunía un conjunto de excentricidades en armonía perfecta: pecas, dientes más que grandes, frente hombruna, el pelo negro y siempre suelto, de modo que cuando se inclinaba para apuntar algo, su cara desaparecía. Aquel día hacía un frío polar en el Art Institute, y la estrategia de Nikki contra el frío era ponerse dos jerséis, tres camisas y una bufanda gigante, además de prescindir del abrigo. Jonas sabía que era una cuestión de moda, más que de modestia, pero le gustaba imaginarse la belleza de aquel cuerpo que debía ser enterrado bajo tantas capas de ropa para que tomaran en serio a la profesora y no resultar provocativo en un museo o un aula llena de estudiantes. Agnew, que no llegaba al metro setenta, casi invisible, dictaba su charla en el centro de un grupo de cuarenta alumnos en la sala dedicada a Monet.
—¿Esta mierda ha sido buena alguna vez? —dijo Agnew.
No le dedicaron el murmullo respetuoso que suele reservarse para las galerías de los museos; allá donde iba, lo seguía la dinámica de las aulas.
—Bueno —continuó—, algo debía tener, porque, lo creáis o no, en sus tiempos Monet ofendió a muchos, por lo menos durante cinco minutos, y creedme, ofender a alguien, aunque sólo sea durante cinco minutos, es dificilísimo. Hoy es todavía más difícil que antes, pero ya era difícil entonces. No permitían, literalmente, que sus obras entraran en los museos. Y ahora, si vais a la tienda de artículos de regalo que es la raison d’être de un ridículo cementerio como éste, veréis que sus obras están en calendarios de mesa, tazas de café y fundas para palos de golf. ¿Cuál es la lección? Os daré una pista. No se trata de una lección sobre Monet. Se trata de una lección sobre lo que le espera en este mundo a lo nuevo.
Jonas vio a Nikki, sola, casi al margen del grupo, con un cuaderno en el que no escribía; desde donde estaba, miraba a través de la puerta la siguiente galería y algo había atraído su atención. Sin pensarlo dos veces para no perder el coraje, Jonas se le acercó en silencio y, con la cara casi rozando el pelo de Nikki, por encima de su hombro miró lo que estaba mirando. Era una chiquilla, de tres o cuatro años, que había conseguido deslizarse bajo el cordón protector y alargaba la mano hacia uno de los Seurat. No lo tocaba, aunque lo tenía a su alcance. Una parte de ella la prevenía del problema en que podía meterse. Dudaba, se torturaba. Con la mano en alto, casi parecía estar pintando el cuadro. Jonas se dio cuenta de que Nikki contenía la respiración. Por fin la madre de la niña, o la maestra, o la niñera, la cogió por el cuello del abrigo y la sacó fuera del cordón. En lugar de sobresaltarse, la chiquilla parecía aliviada. Jonas, que en su corta vida ya había reunido un número apreciable de éxitos con las mujeres, a pesar de que jamás había sabido qué decirles, se sintió inspirado de repente.
—Apuesto a que tú eras igual —dijo.
Sorprendida, Nikki se volvió, tratando inútilmente de no sonreír, antes de prestar otra vez atención a Agnew y fingir que no había dejado de escucharlo en ningún momento.
—Los impresionistas eran marginados —decía Agnew—, pero querían ser tenidos en cuenta. Lo deseaban por encima de todo. Esto era lo que sacaba de quicio a Dubuffet, ese tipo de aspiraciones. No quería lo nuevo reconocido y aceptado, lo nuevo ambicioso. Quería lo íntegro, lo libre de toda influencia. Quería volver atrás. Quería ser un marginado a quien no le importa serlo, que ni siquiera sabe que es un marginado. ¿Era una esperanza vana? En su caso, probablemente. Pero la historia del arte es en gran medida una historia de fracasos. Se requiere genio para descubrir algo en lo que verdaderamente valga la pena fracasar.
Nikki parecía prestar atención, pero no se alejó de Jonas ni cuando el grupo se dirigió arrastrando los pies a la siguiente galería y Agnew empezó a hablar de Picasso. Quizá hubiera quince alumnos menos que al principio, pero a nadie le preocupaba: no estabas en el colegio, te podías ir cuando te diera la gana, se suponía que eras tú el que salía perdiendo. Además de los asistentes al curso sobre Art Brut, aquel martes por la mañana casi todos los visitantes del Art Institute eran gente mayor. Lanzaban amenazadoras miradas de odio hacia el punto del que parecían surgir aquellas opiniones, a gritos y sin consideración, pero Agnew era tan bajo que no podían verlo.
El Art Institute contaba con algunos Dubuffet, y el grupo, obediente, fue a contemplarlos. A Jonas no lo convencieron demasiado, pero eso era lo verdaderamente electrizante de aquel curso: el profesor era tan duro con los artistas muertos e indefensos que no podías evitar tenerles lástima y buscabas con más interés algún aspecto apreciable en su obra.
—Podéis observar el esfuerzo en la falta de esfuerzo —decía Agnew—, la técnica en la ausencia de técnica. Y a pesar de que intenta castigar, ofender o despreciar a su público, tiene un público, es decir, una respuesta con la que contaba, y esto marca la diferencia. No puedes, como suele decirse, volver a meter la pasta de dientes en el tubo. ¿A qué estado de pura ignorancia quiere volver Dubuffet? Olvidadlo, es imposible volver. Pero ¿significa eso que no exista?
No se demoraron más de diez minutos en la sala de los Dubuffet, y entonces llegó el momento en el que Jonas dejó de ser un alumno y se transformó en un acólito.
—Seguidme —dijo Agnew, y volvió por donde habían venido, recorriendo el museo a la inversa, hasta la entrada e, increíblemente, más allá, hasta la calle. El grupo de alumnos y ayudantes, ya reducidos a unos veinte en total, lo siguió con los ojos bien abiertos, bajo el frío y la luz del sol, y en vez de doblar a la izquierda en dirección al autobús que habían contratado, dejaron que Agnew los guiara hacia la derecha, en dirección a los artistas que en la acera exponían y vendían sus obras a los turistas. Se trataba, sobre todo, de fotos en marcos baratos y apuntes a lápiz y tinta de lugares típicos de Chicago, el Art Institute incluido. Había también alguna copia de Seurat que no estaba mal. Agnew se detuvo ante la mesa de un joven que, sentado, dibujaba con el bloc sobre las piernas cruzadas. Algunas páginas, evidentemente arrancadas del cuaderno, reposaban boca abajo en la mesa, sujetas por una piedra; los bordes gastados vibraban con la brisa del lago. Agnew se acercó y golpeó con los nudillos en la mesa; el artista lo miró, hizo un leve gesto de reconocimiento y continuó dibujando.
—Señoras y señores —dijo Agnew—, les presento a Martin Strauss. Martin vive en South Side con sus padres y viene aquí todos los días a menos que llueva.
Strauss dejó de dibujar, pero no por haber oído su nombre. Levantó el bloc, lo miró unos segundos, arrancó la página, levantó la piedra, puso la página boca abajo sobre las otras páginas, y volvió a poner la piedra encima.
—Aunque Martin no tenga un especial sentido de lo privado —dijo Agnew—, respetaré su vida privada y no hablaré de cómo la sociedad ha diagnosticado que está al margen de sus normas. Como ser humano, lo hemos marginado, pero, como artista, no se considera marginal, porque no tiene noción de lo que significan esas categorías. No tiene noción de la existencia de un público, crítico o del tipo que sea. Sólo necesita expresarse. Compulsión sin ambición. Es algo que no se puede fingir, ni lograr a fuerza de voluntad. Martin no podría dejar de hacer lo que hace, ni cambiarlo, ni amoldarlo a las expectativas ajenas, aunque quisiera. Si os seducen los ideales del Art Brut, debéis estar dispuestos a seguirlos hasta donde os lleven. No es tan sencillo como parece.
Jonas había podido ponerse en primera fila y veía los bocetos, que alguien —¿la madre de Strauss?— había enmarcado en cartón y envuelto en celofán para protegerlos de los elementos. Estaban sobre un caballete, detrás de la mesa. Se trataba de paisajes urbanos en blanco y negro, detallistas hasta lo fantástico, pero la ciudad no era Chicago. Cada centímetro de la página había sido rellenado. Los detalles, especialmente los repetitivos arcos art déco de los edificios, eran tan hipnóticos que Jonas intuyó, antes de descubrirlo, lo que le faltaba a la imagen, vista en su conjunto: el sentido de la perspectiva. No tenía sombras, ni profundidad, ni punto de fuga, algo que se aprende en los primeros cursos de la escuela de arte. Pero Strauss no sólo desconocía la técnica. Aquello no era la imagen de nada concreto, comprendió Jonas con un escalofrío. Sólo era una imagen.
Empezó a llover.
—Nikki —oyó Jonas a Agnew, y miró—, ¿nos queda tiempo?
Nikki apartó sus muchas mangas para mirar el reloj.
—No —dijo.
—Muy bien —dijo Agnew—. Echad un vistazo y, dentro de cinco minutos, nos reunimos en el autobús.
Casi todos se dirigieron al autobús inmediatamente. Aparte de que parecía haberse cortado el pelo él mismo delante de un espejo y de su manera de fijar la vista, un tanto intimidatoria, Strauss no parecía tener nada raro. Jonas observó que Agnew se sacaba el billetero del bolsillo de la chaqueta. Cogió un billete de veinte dólares y lo dejó en una caja de zapatos llena de plumas y lápices que había encima de la mesa, no lejos del codo de Strauss. Luego apartó la piedra, cogió sin mirarlos todos los dibujos que se amontonaban boca abajo, y se dirigió al autobús. Strauss ni siquiera levantó la cabeza. Se limitó a seguir trabajando.
En el autobús Jonas cayó en la cuenta de que, como profesora ayudante, Nikki debía tener correo electrónico; en cuanto llegó a su apartamento lo buscó en el programa del curso y le mandó un mensaje para pedirle una cita. Casi veinticuatro horas después —lo que indicaba cierta renuencia a cruzar ese límite, o simplemente que no miraba el correo a menudo— Nikki contestó que sí. No hubo que esperar mucho para que alguien los viera comiendo juntos, y la noticia se extendió por la universidad como un incendio. Los alumnos que salían con una profesora ayudante eran como estrellas de rock, por lo menos si la profesora era tan maravillosa como Nikki. Y, en la clase de Agnew, a la ayudante le resultaba muy incómodo sentirse el centro de tantas miradas impertinentes, pero para entonces ya estaba terminando el semestre.
Se acababa la primavera, se vaciaban las librerías y los cafés, y las furgonetas cargadas de cajas desvencijadas y bolsas de ropa sucia llenaron el campus, y Jonas, que empezaba a enamorarse de Nikki, o por lo menos eso creía, descubrió que se resistía a la idea de volver a Nueva York en verano. ¿Para qué? Toda la gente con la que trataba estaría en otra parte, y si iba a Amagansett, donde disfrutaría de una buena selección de conocidos, sólo encontraría decadencia y narcisismo, drogas, dinero y rango mientras esperaban de mal humor que llegara la noche. Lo peor era cuando gente como su madre le llamaba a semejante lugar «el campo»; por ejemplo: «No podemos vernos el viernes, nos vamos al campo.» Aquello no era el campo, joder. Era un coto de caza para ricos. Pero nadie lo reconocía: sólo hablaban del puesto de verduras que habían descubierto, o de que el chico que les había instalado los desagües procedía de una vieja familia de balleneros. Por lo que se refería a sus padres, Jonas no se oponía en absoluto a verlos, pero la realidad era que tampoco hubieran coincidido demasiado: desde que habían creado la fundación, la línea que separaba la jornada laboral del resto del tiempo era casi imperceptible. Las noches y los fines de semana los ocupaban siempre cenas, recaudaciones de fondos, inauguraciones y demás. Y para ellos era perfecto. Pero Jonas no quería pasarse otro verano viendo películas todo el día. Eso era para niños; y ahora tenía a su alcance una vida que prometía algo más adulto, más sustancial, mientras sus coetáneos seguían empantanados en sus costumbres de adolescentes, dedicados a los videojuegos y a la descarga ilegal de películas, e intentando descubrir dónde van las mujeres a emborracharse.
Lo que le hubiera gustado de verdad era seguir estudiando. Una de las cosas que le envidiaba a Nikki era que, mientras él aún se afanaba en cumplir los requisitos para obtener un título, ella, gracias a su trabajo, había logrado reducir su área de interés de tal modo que podía dedicar todo el día a pensar en una sola cosa. Al final del próximo curso terminaría el máster en su especialidad y ya se preparaba, por lo menos psicológicamente, para el gran esfuerzo que supondría la tesis doctoral sobre Donald Judd y sus cajas. Cenando en la calle —en restaurantes más agradables, ahora que el curso había terminado y a Nikki le importaba menos la posibilidad de que la vieran, a la vez que él se mostraba más ansioso de impresionarla—, Jonas aprendió más sobre cajas[9] de lo que jamás hubiera creído posible. Todo aquello podía resultar raro, a veces casi absurdo, pero eso lo hacía más admirable, como si Nikki fuera una monja sin otra alternativa que aceptar el distanciamiento del mundo. Jonas sabía que su entusiasmo (por el arte, por su trabajo sobre el tema, por el futuro que su trabajo le depararía) podía hacerse extensivo al entusiasmo que Nikki desahogaría sexualmente cuando llegaran a casa. Cuando ella iba a correrse, empezaba a decirle qué tenía que hacerle, algo que lo excitaba tanto que casi no podía soportarlo. Le parecía imposible amoldarse tan bien a otra persona, a pesar de que algunos los consideraran una pareja extraña. El futuro, como le gustaba decir a su padre, era ya.
Nikki tenía una beca de investigación con Agnew que cubría sus gastos en la universidad, y las condiciones de la beca esencialmente dependían de los caprichos de Agnew, expresados alegremente pero con voluntad de hierro, y la obligaban a permanecer en Chicago durante el verano. Su contrato de arrendamiento, sin embargo, terminaba en junio, como el de tantos estudiantes. Un mañana, en el apartamento de Jonas, él preparó sin ninguna pericia unos huevos revueltos y, mientras la miraba comérselos a la luz veraniega con una sábana sobre los hombros, le sugirió, con menos soltura de la que hubiera deseado, que se mudara allí.
Intentó aferrarse a esta sensación de madurez precoz cuando su madre se tomó peor de lo previsto la noticia de que no volvería a casa ese verano. Le pareció, incluso, que derramaba alguna lágrima. Jonas aceptó por fin que le enviara el avión privado y pasar por lo menos una semana en casa. Le chirrió un poco ver de nuevo lo grande que era el domicilio familiar comparado con el apartamento en el que Nikki y él habían elegido vivir. Dijo que estaba demasiado cansado para salir, se sentó en el comedor con su madre, y la cocinera, a la que no conocía, les sirvió una raya en salsa de almejas, probablemente lo mejor que había comido ese año.
—Cocina casera —dijo, y Cynthia se rió.
Tenía algo distinto. Al principio Jonas pensó que se había operado, pero no era nada tan radical. Quizá se había puesto Botox o lo que se llevara en aquel tiempo. No sabía por qué su madre creía que necesitaba esas cosas, pero no dijo nada. A ella le gustaba decir que podían hablar de todo, pero era un signo de amor que Jonas considerase prohibido un tema como el envejecimiento. Su madre tenía un montón de preguntas que hacerle a propósito de Nikki, y Jonas trató como pudo de responderlas sin responder.
Su padre llegó a los postres.
—Mira, cariño, nuestro hijo ha vuelto de la universidad —dijo Cynthia, como repetía desde hacía una semana cada vez que aparecía Adam—. ¿Has visto hoy a los de One World Health?
—Sí, ni dos minutos. Los prefiero cuando no intentan seducirte. Es como si dijeran: Nos dedicamos a salvar vidas, suelta el dinero y déjanos seguir trabajando.
—Sí —dijo Cynthia, levantándose para abrazarlo—. Personalmente, no me puedo resistir a una seducción bien planeada.
Se besaron.
—Con ustedes, Nick y Nora[10] —dijo Jonas.
April no estaba; pasaba la semana en la playa. No era una sorpresa. Su umbral de aburrimiento había bajado mucho en los últimos tiempos. Jonas se había dado cuenta de que su madre recibía todas las noches una llamada que no era de April pero que parecía tratar de April. Podía ser de uno de los chóferes o de cualquier otro miembro del personal de Amagansett, encargado de certificar que su hermana seguía bajo control. Se llevó una desilusión cuando vio que no estaba, pero no duró mucho, porque April lo llamó una semana después de su vuelta a Chicago para darle la sorpresa de que iría a verlo.
No fue a recogerla al aeropuerto —no había pasado tanto tiempo desde la última vez que se habían visto, en Navidad probablemente, aunque parecía más—, pero esperó junto a la ventana a que llegara el taxi, mientras tomaba un café. Se había encargado de mandarle un coche y le había dado sus señas al chófer, así que no tenía que preocuparse de que April no encontrara la casa; pero siempre había un factor de incertidumbre cuando el programa y horario de viaje de April se cruzaban con otros programas y horarios, por ejemplo, los de una compañía aérea. No era la primera vez que su hermana demostraba su desprecio por los vuelos comerciales perdiendo el avión para pasar unas horas más en la sala de espera de primera clase. La verdad es que Jonas y sus padres preferían que se quedara en la sala de espera, no porque quisieran que se emborrachara antes de volar, sino porque las salas de espera contaban con personal que por lo menos se preocuparía de que April cogiera el avión.
Cuando pocos minutos más tarde el taxi se detuvo ante la marquesina del edificio, le chocó un poco el aspecto de su hermana: estaba casi tan delgada como una yonqui, pero tenía la piel y la mirada sanas y limpias, y Jonas se había propuesto no exagerar ni sacar las cosas de quicio. April dejó la bolsa de viaje, y, por el vistazo detectivesco que le echó al apartamento, podías decir en voz alta lo que estaba pensando.
—Por humilde que sea...[11] —dijo Jonas.
April se encogió de hombros.
—Es lo que te pega, Gandhi —dijo—. Y, bueno, ¿dónde está la esposa?
Jonas la miró con cara de fastidio en el instante en que Nikki salía de la cocina. Estaba roja y su voz sonaba demasiado aguda, poco natural; el caso era que la imagen de la familia de Jonas la intimidaba, y aunque decía que la visita de April le hacía mucha ilusión, parecía haber perdido el coraje en el último momento. Llevó la bolsa al estudio que habían ordenado para que sirviera temporalmente como habitación de invitados. Cuando volvió, se disculpó por tener que irse a una reunión de departamento, con Agnew, que empezaba al cabo de media hora. Jonas no recordaba que le hubiera dicho nada antes. April y él vieron cómo la puerta se cerraba a su espalda.
—No estoy muy segura —dijo April— de haberle caído simpática a la muchacha.
—Creo —Jonas iba a decir algo de lo que acababa de darse cuenta— que le preocupa que te hagas una idea equivocada.
—¿Sobre qué?
—Sobre por qué está conmigo.
—Ah. Sí —dijo April, aterrizando en el sofá—, es verdad que es demasiado joven para dárselas de mujer pantera. También está demasiado buena para ti. Una tía buena pazguata, quiero decir. Sin ánimo de ofender.
—Nunca has sabido bien lo que significa esa expresión —dijo Jonas.
—Pero basta con ver a esa joya para disipar cualquier sospecha de que sea una cazafortunas. A no ser que planee una estafa a largo plazo. En cuanto vuelva, me sentaré con ella y le preguntaré qué intenciones tiene.
Añadió que necesitaba una siesta y que luego saldría a explorar, lo que, como Jonas sabía, significaba ir de compras. Quedaron a las seis en Roberto Cavalli, desde donde Jonas la llevaría al Frontera Grill a cenar. Era el restaurante más de moda que conocía, y pensaba que a Nikki le gustaría, pero Nikki le mandó un mensaje diciéndole que se encontraba mal y no iría.
—A lo mejor teme que la arrastre al Lado Oscuro —dijo April.
—¿El lado oscuro de qué?
April se encogió de hombros.
—El lado oscuro, donde la gente se divierte y hace las cosas propias de su edad. Nunca he visto a una chica tan decidida a casarse como ésta.
—Te equivocas —dijo Jonas, ruborizándose—. ¿Crees que saldría con un alumno si estuviera buscando marido?
—Bueno, tú no eres un estudiante normal. Pero ¿hay alumnos de cuarenta años como tú? Perfecto. Ha ido a lo básico.
Observó la expresión seria, a la defensiva, de su hermano y se echó a reír.
—Tío —añadió—, sigues siendo un enigma para mí. Por ejemplo, tu apartamento. ¿Me lo puedes explicar?
—¿A qué te refieres?
Dejó la copa en la mesa, enfadada, pero sin perder las formas.
—Venga —dijo—. Ya está bien. Sabes a qué me refiero.
Era la única con la que podía hablar del asunto, pero eso no hacía que se sintiera menos incómodo, sino al contrario.
—¿Por qué hay que exhibirse? —dijo Jonas—. No he hecho ningún voto de pobreza. Vivo mucho mejor que gran parte de mis amigos de aquí. ¿Tengo que vivir en un ático de lujo por el simple hecho de que puedo pagarlo?
—Vale, vale, si la alternativa es fingir ser lo que no eres, incluso ante alguien de quien supuestamente estás enamorado. ¿Qué pasa? ¿Crees que a ella no le gustaría? No te engañes a ti mismo.
—Yo no soy el dinero de papá y de mamá —dijo Jonas.
—Pero ¿por qué no? Me refiero a que eres uno de los pocos elegidos que pueden acceder a determinadas experiencias, y desaprovechar esa ventaja no es noble, es sólo una pose. Y, además, ¿a quién beneficia tu modestia? ¿A quién quieres impresionar? Es una tontería. Por ejemplo, ahora te ha dado por el arte, me parece. ¿Por qué no he visto ni un cuadro en tu casa? ¿No te lo puedes permitir?
—Te pido perdón —dijo Jonas— por no dedicarme a comprar todo lo que me llama la atención, a emborracharme en los clubs y a salir en las crónicas de sociedad, en vez de intentar llevar una vida más auténtica.
—Por favor, no exageres. Yo no he salido nunca en las crónicas de sociedad. Pero precisamente ése es tu problema. ¿Quién te ha dicho que no eres auténtico? ¿Dónde crees que se esconde la autenticidad?
Jonas puso los ojos en blanco y no contestó.
—Sal conmigo esta noche. Por una vez en la vida, manda a tomar por culo tus ocho horas de sueño. La vida te ha dado el don de conseguir todo lo posible y la verdadera arrogancia está en desperdiciarlo y encima ser condescendiente con todo el mundo y repartir certificados de autenticidad. ¿Sabes, por lo menos, adónde va de noche la gente en esta ciudad, por llamarla de alguna forma?
—No —dijo—, no lo sé. No tengo ni idea. ¿No podemos hablar de otra cosa? ¿Cómo ves a papá y a mamá?
April suspiró; alargó la mano por encima de la mesa y cogió el martini que Jonas no había terminado.
—Mamá no deja de meterse en mis cosas, como siempre —dijo—. Para ser sincera, parecen muy satisfechos de hacer de Robin Hood. Sin ninguna inhibición. Te lo voy a decir: son dos personas que no tienen sentimiento de culpa. Nada. No sé de quién lo has heredado tú, es lo que quiero decir. Puede que papá no sea tu verdadero padre. A lo mejor mamá tuvo un lío con el Che Guevara o alguien por el estilo. —Se entretuvo removiendo la comida en el plato—. ¿A quién se le ocurre cenar tan temprano?
Se suponía que iba a quedarse una semana, pero al día siguiente ya estaba llamando por teléfono a amigos de Nueva York para que se reunieran con ella en Chicago, y por la noche llamó a su madre y le pidió que le mandara el jet. Fue muy cariñosa y se disculpó, y Nikki y ella se despidieron con afecto cuando ya todo había terminado. A la mañana siguiente llamaron por el interfono. Era una furgoneta de reparto: antes de irse, April había ido a una galería de Michigan Avenue y les había comprado un Picasso. Se trataba de un simple boceto para una cabeza de toro; aprovechando que Nikki no podía oírlo, Jonas le preguntó a uno de los repartidores si traía la factura, y el precio ascendía a dieciséis mil dólares. Cuando se quedaron solos, Jonas clavó un clavo en la pared, encima del sofá, colgaron el dibujo enmarcado y lo miraron. Nikki negó con la cabeza.
—No lo entiendo —dijo—. Yo creía que me aborrecía.
La investigación que Nikki desarrollaba bajo la dirección de Agnew perdió con la llegada del verano la mínima estructura que había llegado a tener; a finales de agosto las reuniones en el despacho del director de tesis se habían transformado en citas para comer o tomar café, o incluso en invitaciones directas a una copa de vino en el apartamento de Agnew, en South Blackstone. Pero no había nada que ocultar: Agnew era uno de los pocos profesores de culto que no tenía fama de intentar aprovecharse de sus doctorandas, y, en todo caso, Nikki jamás llamó a la puerta de su apartamento sin encontrarse con otras dos o tres personas, y casi siempre más: estudiantes, colegas de la facultad, amigos procedentes del misterioso mundo del arte. Aquellos salones provocaban la curiosidad de Jonas, quien, al mismo tiempo, era demasiado consciente de su juventud e ignorancia para querer acompañar a Nikki. Pero fue el propio Agnew el que le preguntó a Nikki por su novio («niño consorte» fue la expresión que usó), dónde pasaba las tardes y las noches mientras su amante bebía vino barato y hablaba de arte. Solo en casa no, ¿verdad? Cuando las bromas le parecieron inaguantables, Nikki le pidió a Jonas que reconsiderara su postura, por ella, y él no se negó.
El apartamento estaba desordenado, pero era grande y, como decía Agnew, si estabas dispuesto a que alguien te sostuviera por los tobillos desde la ventana del cuarto de estar, podía disfrutar de una espléndida vista del lago. Nikki llevaba un CD de imágenes que Agnew necesitaba copiar por alguna razón y los dos se fueron directos al despacho. Jonas captó las sonrisillas irónicas que le dedicaba la gente y, en vez de entrometerse en las conversaciones, se comportó como si estuviera en un museo, recorriendo el perímetro de cada una de las habitaciones, de cuyas paredes colgaban docenas de mínimas obras de arte en marcos baratos comprados en alguna papelería. No reconoció ninguna. La mayoría de los dibujos y de las pinturas (cualquiera que hubiera seguido su curso de introducción al arte sabía que Agnew despreciaba la fotografía) no tenía firma. En la cocina, una olorosa selva de viejas botellas de vino y ceniceros improvisados, Jonas se quedó mirando un apunte enmarcado de forma que dejaba a la vista el borde roto de la hoja del bloc de espiral: representaba lo que parecía un paisaje industrial en el que se acumulaban detalles y más detalles sin demasiado sentido. El cielo se llenaba de números, escritos con sumo cuidado, como formando una serie. A poca distancia de los muros de una misteriosa fábrica o planta industrial —que no tenía puertas ni ventanas, sólo chimeneas— había un bosque a escala reducida del tamaño de una rotonda y con un lago o estanque en el que los pájaros volaban bajo el agua.
—¿Lo reconoces? —dijo una voz; Jonas se volvió, avergonzado de tener casi pegada la cara al dibujo, y vio a Agnew. Y aunque hasta el momento no había reconocido nada, de repente cayó en la cuenta.
—Es del tipo que vimos en la acera del Art Institute —dijo.
Agnew le dio una palmada en el hombro.
—Buena vista —dijo—. Pero debo pedirte que no le menciones a ninguno de tus amigos del mundo del arte que lo has visto aquí. Tengo un serio problema con la galería del señor Strauss a propósito de esta pieza.
—No tengo amigos en el mundo del arte —dijo Jonas—. ¿La galería de Strauss? ¿Tiene galería?
Agnew le explicó, mientras abría otra botella de vino, que Martin Strauss, lejos de ser el secreto de Agnew, era una firma conocida en los círculos del arte marginal, frase que el profesor subrayó poniendo los ojos en blanco. Strauss había expuesto en Nueva York y en Miami; aunque había cumplido ya los treinta, el dinero de la venta de sus obras, que Agnew calculaba en unos treinta o cuarenta mil dólares al año, lo recibían directamente sus padres, ya ancianos, en calidad de tutores. Strauss tenía algunas necesidades que satisfacer, pero, aparte de eso, el dinero no le servía de nada. En teoría, Agnew le había dado dinero por el dibujo —«Le doy algo siempre que lo veo»—, pero la galería propietaria consideraba el caso un robo porque, según Agnew, el artista no estaba capacitado para valorar su obra adecuadamente.
—Te puedes imaginar —dijo Agnew— lo sugestiva e interesante que me parece esa idea. Así que, para tortura del galerista, sigo siendo amigo de su cliente, aunque me temo que desde el punto de vista legal no llevo razón.
Jonas era consciente de que se había encorvado un poco para no parecer más alto que su anfitrión. El llamado arte marginal —continuó Agnew— había acabado convirtiéndose en el único objeto de sus investigaciones y, de hecho, en lo único que le interesaba del mundo del arte. Punto.
—Y «marginal», «outsider», no significa «autodidacta» —dijo—. Éste es uno de los muchos problemas que plantea la influencia de individuos como el imbécil de la galería, que, con la intención de aumentar al máximo sus beneficios, hacen tan extensivo el concepto que terminan por vaciarlo de significado. Así que no, nada de mierdas paternalistas del tipo arte popular de la Abuela Moses[12]. Sólo me interesa la creación artística de esos a quienes, por su estado mental o psicológico, la sociedad considera al margen de lo aceptable.
—¿Los locos? —preguntó Jonas.
Agnew arrugó la frente.
—No quiero convertirlos en figuras románticas —dijo—, ni para bien ni para mal. Cómo y por qué se han marginado es irrelevante. Como artistas, practican su arte sin tener la menor noción del público, de la historia, de la existencia del mundo exterior. ¿Eso significa que están locos? Miras sus obras y la única respuesta sensata a esa cuestión es: ¿qué más da?
Jonas tenía muchas más preguntas, pero en ese momento apareció Nikki y se paró en seco, sorprendida.
—Ah, estáis aquí —dijo, tímidamente.
—¡La superpareja! —dijo Agnew—. Escucha, Nikki, el mes próximo se celebra en la ciudad una de esas (Dios mío, me duele la boca de sólo decirlo) ferias de arte marginal, un auténtico desastre, y me gustaría que fueras, si puedes. Larry Masters tendrá un pequeño stand (Larry es el galerista del que te hablaba, Jonas, el que me acusa de devaluar la producción de Martin Strauss), así que yo no puedo ir, me detesta, y seguramente me estará esperando con una orden judicial o algo por el estilo. ¿Por qué no vais los dos? Habrá cosas magníficas, algún Wölfli, creo, algún Ramírez, algún Dadd. ¿Iréis?
Jonas y Nikki se miraron con ojos como platos; luego Jonas se volvió hacia Agnew y asintió.
—Excelente. Ha llegado el momento de incluir en nómina al joven señor Morey. Sólo es una manera de hablar, Jonas, no pongas esa cara. Al contrario que a casi todos estos indigentes, a ti no te hace falta. Tú sí podrías incluirnos a todos en nómina, ¿verdad?
Jonas sonrió nervioso, asombrado de que Agnew supiera quién era.
—Hablando en serio —dijo Agnew—. Me harías un gran favor si te encargaras de devolver el dibujo. Me encanta, pero no quiero que me cueste una querella. Di quién te manda.
Descolgó el Strauss de la pared de la cocina y se lo dio a Jonas.
—No puede hacer eso —dijo Jonas sin pensar. Era demasiado extraordinario, no quería hacerse cargo del dibujo—. Es como si..., no sé, como confiar un niño a los servicios sociales. Debe de haber otra solución.
Agnew había levantado las cejas, aunque no parecía un gesto de enfado.
—Bueno, me alegra que te guste, pero, queramos o no, forma parte del mundo, y en ese mundo se le ha asignado un valor con independencia de lo que tú, yo o el artista podamos pensar. O podamos hacer en contra. El arte marginal está muy de moda. Ha sido un placer que esta pieza haya estado aquí, pero ha llegado el momento de que se integre, como ellos dicen, en el sistema.
Jonas volvió a mirar el apunte. Se sentía violento, consciente del interés que Agnew le dedicaba. El profesor esperaba su respuesta, y Jonas no intentaba ganarse ese interés, pero lo percibía. Aquel dibujo tenía algo, algo demasiado fascinante como para perderlo. No es que le dijera algo, ni nada parecido. El dibujo se resistía: podías admirarlo, pero sin esperanza de interpretarlo. Era producto de un inimaginable estado mental. No establecía ningún diálogo, no planteaba ningún enigma, no ofrecía ningún significado. Y si tenía algún significado, no había esperanza de entenderlo.
—¿Cuánto cree que quiere por él? —dijo Jonas.
Se habían acabado las discotecas, no quedaba ninguna buena, y, además, un elemento clave de las discotecas —entrar donde se supone que te está prohibido, donde es ilegal que te sirvan, aunque te sirvan de todos modos, y gratis, por tu aspecto y porque saben quién eres— había desaparecido ahora que April ya era mayor de edad. Pero siempre, en cierto momento, la noche tomaba un giro imprevisto y sin saber cómo estabas en alguna sala VIP, con un montón de gente que decía que estaba contigo, pagando quinientos dólares por una botella de Ketel One mientras la vibración de los bajos te llegaba a través de las paredes. La situación le desagradaba por una razón: el disgusto y el desprecio que le producía hacia sí misma y hacia quienes la rodeaban la exponía a desear tóxicos más fuertes. Y hombres, jóvenes y viejos, irrumpían en su campo de visión en el preciso momento en que el deseo empezaba a hacerse consciente, como si ya estuviera colocada, en pleno viaje, como si el mundo fuera como un paisaje soñado en Second Life, programado para tentarla con sus propios deseos, y, una vez que llegabas a ese punto, estabas lista.
Cuando la anfetamina hizo efecto, la música cesó un instante y April oyó, clara como una campana, la voz de su amiga Katie, su mejor amiga Katie, de la que ni recordaba el apellido, a la que conocía del colegio y con la que entonces había salido alguna vez. Fue al Spence. Las dos chicas se vieron y gritaron.
—¡Tú ibas al Spence! —gritó April por encima de la música, que volvía a sonar a todo volumen, como si Katie lo hubiera olvidado.
—¡Sí! —dijo Katie—. ¡Sí! ¡Hace seis años!
El cálculo no parecía muy correcto, pero tenía ojos de drogada y se alegraba tanto de ver a April que estaba llorando. ¿De dónde salía? El mundo se volvía tan pequeño cuando salías de noche... En la penumbra, mientras volvían a abrazarse, April vislumbró por encima del hombro de Katie a dos tipos de aspecto turbio sentados en los brazos del sillón que su amiga había dejado vacío, mayores, aunque sea difícil adivinar la edad de los hombres con la cabeza afeitada. El mundo está lleno de tipos así, que están esperando, siempre esperando. ¿Esperando qué? Bueno, no era idiota. Esperaban follarse a Katie, a Katie y a ella; eran patéticos, viejos y degenerados, pero a April le gustaba tenerlos cerca por dos razones: primera, porque la perspectiva nauseabunda de que uno de ellos te recogiera si te caías era lo único que conseguía mantenerte en guardia, y, segunda, porque su mirada te recordaba dónde estabas, es decir, en el centro exacto del jodido universo, mujeres jóvenes y espléndidas en la cima de todo lo deseable, en lo máximo de todo lo que valía la pena codiciar en la vida. ¿Y quién iba a cerrar los ojos ante eso?
—Katie —le dijo a Katie, que estaba hablando a la vez—, ese tipo de ahí, con la cabeza como una tortuga, ¿quién es?
—No lo sé —dijo Kate—. Pero no es americano. Quiere follarme.
—¡No podemos permitirlo!
—Lo sé. —Katie se volvió a mirarlo sin disimulo—. Tiene las mejores drogas. Le gustan mis tatuajes. Tiene su utilidad.
El tipo tenía mirada de reptil. Podía pasarse treinta años allí sentado, si era preciso.
—Mira —dijo April—, no se cansa de mirar. Es un duende. He sido enviada a la Tierra para salvarte de sus garras, asquerosa bruja drogada. —Volvieron a abrazarse—. ¿Cómo les damos esquinazo a esos tíos?
La respuesta fue meterse todos en el coche de April y decirle al chófer que los llevara al Scores. April reservó por teléfono una sala y pidió una especialista en lap dance. Mientras la despampanante amazona restregaba las tetas en la cabeza de la tortuga, April y Katie simularon ir al baño, salieron corriendo, se precipitaron fuera del local, volvieron a meterse en la limusina de April y le dijeron al chófer que arrancara a toda velocidad.
Riendo, se arrodillaron en el asiento trasero para mirar a través del cristal, pero entonces se dieron cuenta de que sólo estaban las dos en el coche, no se conocían demasiado y los efectos de la anfetamina empezaban a desaparecer. El chófer ni siquiera les había preguntado adónde iban, porque estaba esperando que lo adivinaran ellas antes. Esperaba y conducía. Era el mejor, pero April no se acordaba de su nombre. Katie dijo que sabía dónde conseguir Adderall; probablemente en el armario de su cuarto de baño, pensó April, y de todos modos el Adderall parecía poca cosa a esas alturas.
—Podemos llamar a un tipo que conozco —dijo April—. Me debe un favor.
Si hacías muchos amigos cuando salías, siempre había alguno que te debía un favor. El tipo se llamaba Dmitri, y cuando le devolvió la llamada, estaba, dónde si no, en una discoteca, así que April le dijo al amable chófer que siguiera Canal Street casi hasta la autovía, y el chófer asintió sin volver la cabeza.
Entonces le dieron a la metanfetamina. Y de pronto se vieron en la acera, soportando la hostilidad de la luz del sol, y ya no estaba Katie, a quien April había perdido de vista hacía un buen rato. Estaba Dmitri, y otros tres tipos sospechosos con acento extranjero, y dos mujeres cuyo trabajo, al parecer, consistía en flirtear con los clientes para que no decayera el interés. Puede que no se tratara de una broma; no era impensable que les hubiera pagado Dmitri. Encontraron un bar y comieron algo sin saborear nada, mientras los tipos sospechosos miraban amenazadoramente y sin el menor efecto a la cajera, irritada. April sintió vergüenza de estar con esa gente, a la que no conocía, pero eran como vampiros, y ella se había convertido en una de ellos, no podría volver entre los vivos. Miró por la ventana y allí, increíblemente, estaba su chófer, apoyado en el coche con aire de absoluto cansancio. Tenía que decirle que se fuera. Le hubiera gustado darle doscientos o trescientos dólares de propina, pero cuando miró en el bolso, vio que sólo tenía treinta, algo absurdo y acojonante pero real. Lo llamó al móvil, observando su gesto de indignación a través del cristal, y le dijo que se fuera.
Tenía un montón de mensajes de voz en el móvil, pero April no se molestó en oírlos. Algunos eran de su madre, que no estaba en la ciudad, así que no había ningún problema. Todos discutían a la hora de pagar la cuenta, como perdedores, no porque les importara lo más mínimo, sino como un síntoma del pánico que sentían a la bajada inminente.
—¿Dónde podemos ir, amor mío? —le dijo Dmitri. Una de las chicas se retocaba el maquillaje.
—¿A tu casa? —dijo April—. Vaya, supongo que vives en algún sitio, ¿no?
Dmitri negó con la cabeza.
—Con estos cerdos, no —dijo—. Si vamos a mi casa, vamos tú y yo. ¿Es eso lo que quieres?
No, no era eso.
—Quiero que siga la fiesta —dijo April.
—Brava. Bueno, en ese caso necesitamos un sitio grande. Amplio y vacío. Reservado.
Y entonces a April se le ocurrió lo que inmediatamente reconoció como una idea pésima.
—Eh, desgraciados —dijo en voz alta al grupo. Parecían ratas, con los ojos rojos y peleándose—. ¿Tiene alguien coche?
Uno de los desgraciados tenía coche, pero en Queens, así que fue con Dmitri a buscarlo. Los demás fueron a algún sitio a robar cigarrillos y ducharse. April los esperó durante una hora larga en un Starbucks, en Varick Street, leyendo los mensajes que Dmitri no paraba de mandarle. No sabía qué hora era, qué día, pero el Starbucks estaba lleno. Y lo raro, a pesar de que ya no estuviera drogada, era que en ese espacio falso la gente exhibía las intimidades más terribles, gritándole al teléfono móvil, reventándose granos, maquillándose, hablando solos como locos, a veinte centímetros de tu cara. Su convicción de que no los veías ni oías era tan poderosa que lo normal era que no los vieras ni oyeras. Sentada al otro lado de la mesa, minúscula, de April, mordisqueando una magdalena, había una señora más o menos de la edad de su madre a la que le habían pegado un puñetazo en un ojo uno o dos días antes.
Volvieron a drogarse en el coche y un par de horas después llegaron a Amagansett. April introdujo el código de seguridad y entraron. Las calles estaban vacías y cuando el cielo se oscureció no vieron que se encendiera ninguna luz en las casas vecinas.
En la casa no faltaba el alcohol en grandes cantidades, algo que les ayudó a no despegar de forma demasiado drástica. Sólo salieron para bajar de noche a la playa, a oír las olas y mirar las estrellas. April se sintió muy feliz. Como una niña que encuentra un escondite en su propia casa. Hubo un instante de emoción cuando vieron a lo lejos, en la playa, una hoguera; pero hacía mucho frío y ninguno llevaba ropa adecuada, así que no fueron a investigar. En cierto momento April y uno de los rusos —había decidido que eran rusos— se quedaron solos en la caseta de la piscina y decidieron practicar un poco de sexo, plan evidentemente condenado al fracaso desde el principio.
Cuando, empuñando las últimas botellas, iban a emprender el regreso a la ciudad, April se volvió a mirar la casa por última vez y se consoló con la idea de que no habían estropeado ni roto demasiadas cosas, aunque la primera planta pareciera levemente sucia, incluidas las paredes. Pero alguien iría a limpiarla. Dmitri condujo mientras los demás intentaban no dormirse; aún no habían salido de la Route 15 cuando Dmitri, que intentaba teclear un mensaje con una mano mientras adelantaba a otro coche, chocó con una furgoneta que venía en dirección contraria. La furgoneta consiguió desviarse y evitar por muy poco el choque frontal; derrapó hasta el arcén y cayó perezosa y pesada sobre un costado.
Ninguno llevaba cinturón de seguridad, pero Dmitri era el único que estaba verdaderamente jodido. Los demás salieron no sé sabe cómo del coche destrozado; las dos chicas lloraban, los hombres miraban con curiosidad a Dmitri a través de la ventana del conductor. Su cabeza descansaba en el volante, vuelta, de modo que no podías verle la cara, y quizá fuera mejor así. No se oían sirenas todavía. ¿Dónde estaban? April empezó a sentir miedo. Le venían a la cabeza una multitud de ideas vergonzosas: Gracias a Dios no era su coche. Gracias a Dios no conducía ella. Pero la situación no presagiaba nada bueno. Le echarían a ella todas las culpas, porque venían de su casa, y ¿quién era esa gente? Su nombre era el único que le sonaría a todo el mundo. Se fijó otra vez en la puerta de la furgoneta, que no se había movido. Había un rótulo: Sagaponak Nursery. Nursery se refería a vivero, a árboles, pensó, no a guardería ni a parvulario. De repente quiso volver a tener diez años. Basta de cuentos. Su teléfono no funcionaba desde hacía días. «¿Quién tiene un teléfono?», preguntó a los demás, pero parecían estatuas, gnomos de jardín.
—¡Un teléfono!
Por fin, desesperada, temblando, dio dos pasos y, conteniendo la respiración, metió el brazo por la ventana rota, cogió el teléfono de la mano cerrada de Dmitri, lo limpió en su chaqueta y llamó a su madre.
La feria se celebraba en el palacio de congresos de McCormick Place, a la salida de Lake Shore Drive; Jonas y Nikki tuvieron que pagar para entrar treinta y cinco dólares por cabeza. Galerías de arte del Medio Oeste, además de cuatro o cinco de Nueva York, habían contratado y acotado espacios expositivos. Mesas con manteles ofrecían folletos de una página en la que cabía la biografía de los artistas, como si fueran prospectos sobre enfermedades mentales; Jonas cogió todos los que pudo. La regla general parecía ser que cuanto más se viera relegado el artista a los márgenes de la sociedad por el estado de su mente, más podías cobrar por su obra. Era algo repugnante y apasionante al mismo tiempo. Algunos outsiders ya difuntos se habían convertido en estrellas, como Henry Darger o Martín Ramírez. Y quizá, pensó Jonas, el mundo del arte institucional no había actuado de forma muy distinta con Van Gogh, por ejemplo. Pero todos los que deambulaban por aquel vasto laberinto de paredes provisionales le parecían tan odiosos que le resultaba difícil juzgar. Le sorprendió lo viejos que eran, por lo menos diez o veinte años mayores que él, si no tenías en cuenta a algún recién nacido en cochecito: bohemios engreídos que se dedicaban a la especulación y lo elogiaban todo con gran aparato para compensar su inferioridad ante la espléndida rareza de lo que se ofrecía a sus ojos.
Nikki y Jonas respiraron aliviados cuando, al llegar al stand de Larry Masters, descubrieron que Masters se había ido a comer. Le dejaron el apunte enmarcado de Strauss a un empleado indiferente y salieron corriendo. Nikki llevaba una ficha con la lista de todos los artistas que Agnew le había dicho que localizara; quería saber a cuánto se vendían sus obras y le había pedido también —y eso era más problemático— que fotografiara los cuadros con el teléfono móvil, pero había guardas de seguridad por todas partes y Nikki, que temía a los policías, incluso a los privados, apenas consiguió alguna foto furtiva. Tomó abundantes notas, sin embargo, y se hizo con todos los folletos y las listas de precios. No era un trabajo para dos personas, y Jonas se limitó a pasear, fijándose en lo que le llamaba la atención. Se hizo un hueco entre un grupo de yuppies que miraban con reverencia los ciervos grandes e icónicos de Martín Ramírez, que había vivido en las calles de Los Ángeles incapaz en apariencia de mantener una conversación, y a quien al principio los celadores del hospital psiquiátrico no lo dejaban dibujar porque, según ellos, no le beneficiaba. Ahora sus obras valían decenas de miles de dólares. Había diagramas de máquinas inexistentes, mapas de lugares inexistentes, gráficos minuciosa e implacablemente cubiertos de fechas y números según una lógica que nadie entendería jamás. Había un tal Morton Bartlett, ya mayor, que llevaba décadas fotografiando su colección de muñecas. Jonas iba a buscar a Nikki cuando vio una serie de retratos a carboncillo, si se le podía llamar retratos, de gente gritando. Pero ¿estaban gritando? Tenían la boca abierta. Quizá sólo intentaban hablar. La mirada era siempre neutra; el cuello era delgado y cilíndrico, casi como el tallo de una planta. A veces había un fondo, ligeras variaciones sobre algo que Jonas decidió que era una estación de servicio, o que por lo menos lo parecía; había también perros, dibujados con trazos sencillos, y figuras en forma de cajas, que quizá fueran televisores, aunque, si lo eran, nunca estaban encendidos. Pero eran las caras, las bocas abiertas y vueltas hacia arriba, lo más ambiguo y obsesivo.
Junto a los retratos, en una etiqueta, había un número, el 12. Jonas consultó el folleto de la galería y encontró la lista de precios, pero no la biografía del artista, que se llamaba Joseph Novak. Cuando le preguntó a la mujer fuerte y con el pelo corto que atendía en la mesa si podía darle más información, la mujer lo examinó con detenimiento y le sonrió con cara de infinita paciencia, quizá, pensó Jonas, porque su aspecto y su juventud no sugerían que estuviera en situación de comprar nada.
—Joseph es para nosotros una novedad —dijo la mujer; no se presentó, pero a Jonas le pareció la dueña de la galería, y, si así era, se llamaría Margo—. Estuvo... Bueno, no quisiera entrar en detalles, pero pasó varios años internado en un centro por un crimen que admitió haber cometido siendo menor de edad; como tantos artistas, sólo se tomó en serio el dibujo cuando perdió la libertad, pero ha seguido trabajando después de que lo soltaran.
—¿Sigue trabajando en estas series? —preguntó Jonas.
Margo lo pensó antes de responder.
—Es de suponer —dijo—. Sí, podríamos utilizar la palabra «series». Sólo he visto a Joseph una vez. Los dibujos me llegan a través de un hermano que tiene en Kenosha y que sospechaba que podían tener algún valor. Joseph es... Digamos que comunicarse con Joseph es difícil.
Jonas volvió a mirar los dibujos. El trazo era irregular, poco firme, como si hubieran extraído la mina del lápiz para sujetarla directamente entre los dedos. Eran dibujos figurativos y por lo tanto ligeramente menos grotescos y originales que algunas de las otras obras expuestas; pero, cuanto más miraba aquellas caras, más emoción sentía, como si lo que estaba viendo no lo hubiera visto antes nadie. Intentaba olvidar lo que la insignificante Margo le había dicho del artista, pero no era fácil. Al cabo de unos minutos, Nikki lo encontró. Jonas le preguntó si el nombre de Joseph Novak aparecía en la lista de Agnew y, al oír que no, sintió un ligero estremecimiento.
—Y tú —preguntó—, ¿has visto algo interesante?
—Algo —respondió Nikki.
Le hizo una señal con el dedo y lo llevó al stand que había detrás del de Margo. Estaba lleno. De la pared colgaban grandes retratos al óleo, fotorrealistas, de los miembros de una familia icónica, casi siempre de pie ante la que probablemente fuera su casa, devolviéndole la mirada al espectador, fríos y felices. Era como si los cuadros no fueran el retrato de una persona sino de su foto. El galerista era inconfundible: llevaba una chaqueta de tweed y una tarjeta con su nombre, y apoyaba la mano en el hombro de todo el que le dirigía la palabra. Entonces Jonas se dio cuenta de que la orgullosa familia que, dándole la espalda a las obras expuestas, aceptaba alguna que otra felicitación —un padre, una madre y un niño que debía de estar acabando el bachillerato y lucía una felpa de la DePaul University— era la misma familia que aparecía en los cuadros.
—No —dijo Nikki, cogiéndolo de la mano—. Allí.
Jonas miró a la derecha del stand y, en un hueco, bajo la señal de una salida de incendios, vio a un hombre más o menos de su edad con un suéter de cuello de barco, una tarjeta identificativa, vaqueros y botas para la nieve con los cordones desatados, sentado en el suelo en la postura del loto; cerca tenía un montón de cuadernos gastados, con las hojas sueltas, color caqui, de la DePaul University. Agachaba la cabeza, cerraba los ojos, se tapaba los oídos con los dedos índice y apretaba los labios, balanceándose ligeramente adelante y atrás.
—¿Quién es? —preguntó Jonas, aunque había reconocido al instante el aire de familia.
April seguía durmiendo cuando Cynthia salió de casa para reunirse con sus abogados, en el bufete Debevoise. De Debevoise se fue directamente al despacho de Marietta; Adam no pudo escaparse para acompañarla, pero siguió la reunión por teléfono. Era desalentador lo largas que eran aquellas reuniones, en las que siempre había muchas más cosas que tratar de las que Cynthia pensaba. Nunca había visto a Marietta tan formal. Cuando Cynthia volvió a casa, eran ya cerca de las tres, y Dawn, su secretaria, le dijo en la puerta que April no se había levantado todavía. Dawn era una bendición; a pesar de que April y ella apenas se conocían, hacía lo que Edina, la asistenta, no se atrevía a hacer: abrir la puerta del dormitorio cada veinte minutos para asegurarse de que April seguía respirando, porque sabía que ésa sería la primera pregunta de Cynthia, la formulara o no.
Los ojos se acostumbraron a la oscuridad en la habitación de su hija y vio cómo April, dormida, contraía las piernas. Los ronquidos, aunque fueran de enferma, tranquilizaron a Cynthia. Cerró otra vez la puerta y se sentó en el solárium. Su hija llevaba durmiendo quince horas seguidas, pero, visto desde otro punto de vista, eso respetaba su deseo de aguantar sin hablar con April hasta que Adam volviera del trabajo. No quería que April lo considerara una intromisión ni nada parecido. Era difícil ponerse en un pedestal moral después de haber pasado las últimas treinta y seis horas recordando involuntariamente todas las ocasiones en que se había visto drogada y en un coche, como pasajera o, santo Dios, conduciendo a la edad de April. No iba a dar una conferencia sobre el tema cuando el hecho de que estuviera allí sólo era prueba de una vida bendecida por la fortuna.
Dos horas con los abogados aquella mañana, dos horas para estudiar todas las maneras posibles de que el nombre de April no constara en ningún documento judicial ni tampoco, y ése era otro tema, en la prensa. Los abogados nunca fingieron que la situación no fuese crítica; había caras en la sala de juntas que no había visto hasta aquel momento. Le pareció perfecto. Para eso les pagaba: para los casos de emergencia. Le fastidiaban más las mentiras que, a petición suya, había tenido que decir la pobre Dawn para cancelar todas las citas de la jornada; probablemente algunos no se las habrían tragado y ahora se sentirían ofendidos. Pero la familia estaba por encima de cualquier otra consideración. Todo lo que Cynthia se atrevía a desear en ese momento era que su hija terminara el día en mejor estado que lo empezó. Expresar o incluso sentir decepción por cualquiera de sus hijos superaba sus fuerzas, y quizá también las de Adam. Pero la dura realidad a la que debía acostumbrarse —y Marietta no se había cansado de repetirlo— era que la familia Morey tenía una dimensión pública, no sólo privada, y desde ese punto de vista debía asegurarse de que incidentes como el ocurrido no volvieran a repetirse.
—Es bueno —le dijo Marietta— haberles hecho tantos favores a personas influyentes, que ahora os los devolverán. Pero ya sabes, no puedes atosigar a la gente si no quieres que piense que te estás aprovechando. Porque entonces la curiosidad en torno a la familia Morey, el deseo de ver hundirse a los que están arriba, romperá todos los diques, y las actividades de la fundación lo notarán, y asociarán vuestro nombre a cosas muy distintas a la excelente labor que Adam y tú habéis emprendido. La gente quiere que estalle la burbuja, créeme. A la gente le encantaría descubrir que sois unos cabronazos hipócritas en vez de una familia compasiva y generosa. Nada más lejos de mi voluntad, como amiga o como profesional a quien tienes en nómina, que darte consejos a propósito de vuestros hijos. Pero, desde un punto de vista profesional, es algo en lo que Adam y tú deberíais tomar la iniciativa.
En ese momento una aterrorizada Edina se asomó a la puerta y, sólo moviendo los labios, anunció: «Se ha levantado.» Y, segundos más tarde, April entraba con pasos pesados en el cuarto de estar, en camiseta y con un pantalón de pijama de Adam, el pelo revuelto, la cara abotargada, los ojos casi cerrados. Tenías que verla en su peor momento, pensó Cynthia, para entender hasta qué punto era irreductiblemente bella. Cynthia no se levantó.
—Me va a estallar la cabeza —dijo April con voz ronca—. ¿Puedes decirle a ésa, como se llame, que me traiga Advil?
Cynthia se inclinó y tecleó algo en el ordenador portátil que había en la mesa auxiliar; ese tipo de instrucciones se daban ahora así, por correo electrónico.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Cynthia, como si tratara con una invitada—. ¿Comer algo?
—No, por Dios —masculló April.
Quizá fuera egoísmo por su parte, pero lo que más deseaba Cynthia en aquel momento era oír la misma nota de implorante, infantil confianza en ella que había percibido en la primera llamada desde el arcén de la Route 15, sólo para asegurarse de que no había sido todo puro teatro, que no se reducía todo a que April supiera cómo manipularla para conseguir lo que quería: mamá-tengo-miedo, mamá-te-necesito.
—Papá llegará enseguida —dijo—. He pasado la mañana con los abogados y, en lo esencial, por lo menos en lo que a ti concierne, no ha pasado nada.
El pelo le tapaba la cara a April.
—Y no pasó nada —dijo con un hilo de voz—. Umm, ¿se sabe algo de Dmitri? —Antes de que Cynthia pudiera preguntar quién demonios era Dmitri, añadió—: ¿Y del tipo que conducía la furgoneta?
Cynthia suspiró.
—No han muerto —dijo, y sonó demasiado seco, pero era todo lo que sabía—. No ha muerto nadie.
—Vale —dijo April.
Siempre había sido precoz, siempre había sido especial. En los últimos dos años parecía haber topado con una especie de muro interior y ahora pasaba día y noche tropezando una vez y otra vez contra ese muro. Cynthia pensaba que debía existir en algún sitio una clave de acceso a la April adulta, y que era culpa suya, como madre, si no la encontraba. La madre siempre tiene la culpa. Pero no era demasiado tarde, se decía Cynthia. Intentaba permanecer tranquila, no irritarla, pero no pudo controlarse.
—¿Cómo hemos llegado a esto? —dijo—. Intento volver atrás y descubrir en qué punto me he equivocado, pero no lo consigo. —Entonces, de impotencia, empezó a llorar, como si ella fuera la hija que había sufrido algún percance y necesitara consuelo—. Tengo la sensación de que te estoy perdiendo. ¿Cómo puedo evitarlo?
—Mamá, no me perderás —dijo April, no especialmente cariñosa—. Por favor, como si no tuviéramos ya drama suficiente.
—Lo siento, pero no puedes darme estos sustos y esperar que me quede tan campante. No quiero que vuelva a suceder.
—Yo tampoco quiero que vuelva a suceder —dijo April.
Edina entró con el Advil y un vaso de agua en una bandeja; lo dejó en el filo de la mesa de cristal y se fue.
—Eso es lo que me da rabia —dijo April, menos cortante—. Estoy segura de que sí. De que volverá a pasar. Aunque yo no quiera. Estoy segura de que no me acordaré de lo mal que me siento ahora mismo. —Resopló—. Dentro de unos días andaré por ahí con la misma gente, haciendo las mismas tonterías de mierda, aunque ni siquiera me apetezca. ¿Por qué? Quiero decir: ¿en qué se supone que debo emplear todo el tiempo que tengo?
Cynthia alargó la mano para acariciarle el pelo enredado, pero April retiró la cabeza. El estado de ánimo de sus hijos acababa siempre contagiándosele, y, al cabo de diez minutos de mirar al vacío en el extremo opuesto del sofá, Cynthia se sentía tan irritada y desesperada como April, igual de ensimismada y encerrada en sí misma, aunque nunca se había sentido tan cerca del núcleo de todo como en ese momento. Era presidenta de una de las diez instituciones benéficas más importantes de Nueva York. La fundación llevaba su nombre porque Adam se había empeñado. La gente no dejaba de proponerle toda clase de iniciativas contra la pobreza y ella, con su esfuerzo, las convertía en realidad, no sólo en los Estados Unidos, sino también en el extranjero, en países que no conocía. No había intermediarios entre su deseo de un mundo mejor y el mundo; le bastaba con imaginarlo. Pero incluso esos triunfos se esfumaban como satélites en una órbita lejana ante la infelicidad de su hija. Cynthia apoyó el codo en el brazo del sofá y esperó.
En esa postura encontró Adam a las dos, como dos sujetalibros, cuando llegó media hora después; por su expresión la pelea parecía más grave de lo que había sido en realidad. Se sentó frente a madre e hija y guardó un minuto de silencio para concentrarse. Dejar de pensar en el trabajo resultaba mucho más difícil de lo deseable. El problema era que en aquel tiempo todo parecía depender del trabajo. Día y noche. Dondequiera que fuera, le suplicaban participar en su fondo de inversiones, cuyos resultados, con apenas cuatro años de existencia, elevaban a Adam a la categoría de chamán, convencida la gente de que poseía poderes mágicos. Viejos amigos y perfectos desconocidos consideraban el simple hecho de coincidir con él en la misma habitación como el acontecimiento de sus vidas, y algunos eran del tipo que se precia de no aceptar jamás un no como respuesta. Perdían la compostura totalmente. Algunos de los colaboradores más jóvenes de Adam intentaban decirle que era una locura no llevar guardaespaldas para mantener a distancia a los aspirantes a inversores, pero él se negaba a tomar esa medida, especialmente en lo que en teoría eran actos sociales. En aquel momento el fondo presentaba su propia oferta pública de venta de activos financieros y eso significaba que estaba a punto de saltar la noticia de que uno de los accionistas sin derecho a voto era el gobierno chino. No había nada turbio o ilícito en el asunto, pero en cuestiones de dinero, rebasadas ciertas cantidades, existía un límite más allá del cual los excluidos reaccionaban de modo irracional. Pero aún faltaban dos semanas para el frenesí. Cyn y él ya habían hablado ese día por lo menos diez veces, así que no necesitaba más explicaciones. Tenían un plan y lo único que necesitaban en ese momento era ayudarse mutuamente a cumplirlo. Esperó a que April lo mirara a los ojos.
—Lo primero de todo —dijo—, mamá y yo queremos que sepas que el problema no son las drogas. No queremos ser hipócritas.
—Pero ¿son las drogas? —dijo Cynthia—. Creo que es una pregunta que hay que hacer. ¿Crees que eres adicta?
—Jesús —dijo April—. Si hubieras visto alguna vez a un adicto de verdad, no preguntarías esas cosas. Me encanta que siempre dejéis claro lo bien que conocéis la calle.
—Vale —dijo Cynthia—. Pero había que preguntarlo.
Nadie dijo nada. El teléfono de Adam vibró; después de dudarlo un segundo, miró la pantalla y vio que era Devon. Seis meses antes lo había puesto al frente de una nueva división del fondo dedicada a la especulación inmobiliaria; era la única sección del fondo de la que podía decirse que no rendía lo suficiente, aunque ya se recuperaría. El problema más inmediato era que a la hora de tomar decisiones Devon no era tan resolutivo como Adam esperaba, y lo llamaba por teléfono siete veces al día. Dejó que saltara el contestador automático. Oyó que una puerta se abría y se cerraba en el piso de arriba.
—Es verdad que me gustaría tomar menos drogas —dijo April—. Pero no es lo mismo.
—Creo que debes admitir —dijo Cynthia— que lo último ha sido grave. Lo sabes, ¿verdad? Lo que digo es que tienes que admitir que lo de ayer podría haber terminado mucho peor que sentándote en el sofá del cuarto de estar de tu casa para que tus padres te suelten un sermón. No cuesta mucho imaginar que podrías haber acabado muerta o en la cárcel.
—O muerta y en la cárcel —dijo April.
—Por favor, no te las des de lista —dijo Adam—. Esta conversación tiene un objetivo. Hoy hemos pasado horas hablando con Marietta, y lo que subraya es que tenemos que acostumbrarnos a razonar de otra manera. Nos guste o no, esta familia tiene ahora un nombre, una imagen. Hemos tenido la suerte de ganar mucho dinero, algo que fascina a la gente, y estamos en condiciones de usar una parte de ese dinero en hacer el bien. Y eso, aunque parezca raro, nos convierte en un blanco ideal. Son muchos los que no quieren que gente como nosotros tenga éxito, aunque nuestro éxito los beneficie. Como el escorpión y la rana. Preferirían vernos hundidos. Hemos hecho lo posible para que no trascienda, sobre todo a los medios, lo que pasó ayer, pero una información así es como el agua: si no pones el máximo cuidado acaba filtrándose por algún sitio. Así que, para protegerte a ti y proteger la buena labor que esta familia quiere seguir haciendo, tenemos que tomar medidas. Tenemos que actuar.
April empezaba a preocuparse, o eso parecía.
—Si vas a pronunciar la palabra «rehabilitación», te juro por Dios que armo una de dos pares de cojones.
—No —dijo Adam—. Es mejor. La verdad es que se le ha ocurrido a Marietta. Tengo que pasar en China diez días, por trabajo y también para ayudar un poco a la fundación, y hemos adelantado el viaje a pasado mañana. Vas a venir conmigo. Diez días bastarán para que tus amigos, que nos han destrozado la casa de campo, solucionen sus problemas judiciales y nosotros lleguemos a un acuerdo con el conductor de la furgoneta.
—¿Qué? —dijo April—. ¿China? Espera. Si queréis esconderme en algún sitio, ¿no puedo, por lo menos, elegirlo?
—No, lo siento. Nada de San Bartolomé, nada de Chateau Marmont, ni de ninguno de tus sitios preferidos. Nada de los amigos de siempre. La cuestión es que sea un sitio donde no te conozca nadie.
—No me lo puedo creer —dijo April, haciendo esfuerzos para no echarse a llorar—. Queréis que desaparezca.
—Au contraire —dijo Adam—. No te voy a perder de vista. Será algo entre padre e hija. —El teléfono volvió a vibrar—. Y estoy seguro de que verás cosas que no has visto nunca. Los viajes abren la mente. Y además no es negociable. Cyn, ¿puede ayudarte Dawn con los trámites del consulado y esas cosas?
—Ya se está ocupando —dijo Cynthia.
—Mamá —dijo April.
Cynthia le puso la mano bajo la barbilla.
—Cariño, son diez días. No es mucho.
April se levantó y se fue a su cuarto como un ciclón, pegando un portazo. Adam y Cynthia intercambiaron una mirada de indulgencia y se echaron a reír, una risa que apenas duró unos segundos.
—¿Déjà vu? —dijo Adam.
—De pronto me he sentido diez años más joven. —Cynthia sonreía. Pero entonces se extravió con los ojos fijos en la puerta cerrada y, cuando volvió a mirar a Adam, estaba llorando—. En serio —dijo—, no lo entiendo. ¿En qué me he equivocado?
El teléfono vibraba otra vez, y Adam se puso de pie para salir de la habitación.
—No te has equivocado en nada, amor mío —dijo—. Y April lo entenderá algún día. Uno crece cuando descubre contra qué luchar, y, bueno, mira a tu alrededor. —La besó en la frente al pasar delante del sofá—. Sea lo que sea, nosotros lo hemos escondido bien.
La imagen del joven artista presuntamente autista meciéndose en el suelo con los dedos en los oídos se le había quedado grabada, y cuando al cabo de unos días Nikki y él se reunieron con Agnew en su despacho de la universidad para entregarle el informe sobre la feria, lo que Jonas describió no fueron las obras, sino aquella escena. Agnew tenía una forma peculiar de echarse hacia atrás cuando le parecía que alguien decía algo interesante (lo normal es que fuera el propio Agnew), y Jonas dedujo que no se había equivocado contándole el episodio.
—¿Y qué piensas que no quería ver ni oír? —dijo Agnew.
—Todo aquel circo paternalista. La reunión para vender artículos Tupperware en la que habían convertido sus intentos de comunicarse. Los especuladores. Los charlatanes.
—Te equivocas —dijo Agnew—. Se hubiera tapado los oídos aunque la que hablara fuera la Madre Teresa, o Rembrandt, o Clement Greenberg. O su familia. Los juicios de valor los haces tú por él. Para él, el ruido es sólo ruido.
Jonas asintió, sumiso. Su visión romántica de la escena lo hacía sentirse ingenuo.
—Y, por lo que respecta a los charlatanes, tienes razón: el arte marginal está plagado de ladrones, gacetilleros, oportunistas y corruptores. Lo que hace que no se diferencie en nada de cualquier otra forma de arte. Olvídalos. No vale la pena indignarse con esa gente. La diferencia en este caso es que los artistas no se dejan corromper. Pero, vamos, tampoco pueden corromperse. No está a su alcance. Si es que de verdad son marginales. Hay mucha mierda revuelta en todo esto.
—¿Cómo se puede distinguir lo que es auténtico de lo que no lo es?
—Bueno, en este mundo todo es falsificable, pero es difícil de cojones falsificar la ausencia total de conciencia de uno mismo. —Y Agnew, por alguna razón, soltó una carcajada brutal—. Pero casi siempre lo único necesario es conocer al artista. Tan simple como eso. Es como si fueras uno de esos psiquiatras que testifican en los juicios. Ahora le dedico a eso mucho tiempo.
En las paredes del despacho de Agnew, muy oscuro, no había obras de arte ni reproducciones. Había en su lugar fotos enmarcadas de artistas: Duchamp, Pollock, Warhol y muchos otros que Jonas era incapaz de reconocer. Nikki le había hablado de esas fotos. Al parecer, Agnew pensaba que las obras de arte verdaderas distraerían su atención; se quedaría absorto mirándolas, aunque sólo fueran reproducciones, y dejaría inacabado el trabajo pendiente por el que se había encerrado en el despacho. Exponía a los artistas, le gustaba decir, porque le resultaba mucho más fácil no prestarles la menor atención.
—Podríamos decir —dijo— que la historia del arte moderno es la historia de aquellos artistas que quieren desaprender lo que saben. Para ellos, el mundo que crean es verdaderamente lo único que importa. Puedes dedicar tu vida a romper todos los nexos con el mundo conocido, o a modificarlos, pero nunca será lo mismo que haber carecido de nexos desde el principio. Así que, en ese sentido, no es difícil asegurar si alguien es un verdadero artista, al margen de lo que él se considere.
—¿El departamento cubre el presupuesto de la investigación que lleva a cabo para su libro? —preguntó Jonas—. ¿Paga a sus ayudantes?
Nikki, que aún tenía en el regazo los folletos biográficos de los artistas que había recogido en la feria por encargo de Agnew, se volvió a mirarlo con cierta sorpresa.
—Sí y no. En lo esencial, la facultad reduce los gastos de matrícula de los estudiantes que trabajan para mí. No es lo mismo que disponer de un presupuesto que repartir. Y, en cualquier caso, ya he utilizado más de lo que se me asigna.
—¿Aceptaría una nueva asignación de fondos? ¿Que no constara en ninguna parte? No es eso lo que quiero decir, perdone. Quiero decir que nadie tendría que devolverme el dinero. No sería necesario.
Agnew se retrepó en su sillón.
—Vaya, un joven intrépido —dijo.
—Podría investigar para usted. Seguir el trabajo de los artistas. A lo mejor, descubrir alguno nuevo. No me atrevería a dar mi opinión ni nada parecido, como hacen sus doctorandos. Me limitaría a hacer trabajo de campo, cualquier cosa que resultara útil al proyecto.
—¿Y eso por qué?
Precisamente en el momento en que quería parecer más maduro de lo que era, Jonas se ruborizó, y se maldijo. Intentaba no mirar a Nikki, que se había quedado con la boca abierta.
—¿Por qué? Lo único que yo... He hecho casi todas las asignaturas obligatorias, y no he encontrado nada que me interese tanto como este tema. Es como si fuera lo que estaba buscando, aunque parezca absurdo. Para ser sincero, ya estoy pensando en lo que me gustaría hacer el curso que viene. Iría adelantando así el trabajo de la tesis, sin que eso interfiriera lo más mínimo en sus investigaciones. No mezclaría las dos cosas. Y, además, el campo es amplísimo.
Balanceándose en su sillón, Agnew tamborileó con las puntas de los dedos, unidos en el aire, durante lo que a Jonas le pareció un minuto largo.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dijo.
Jonas asintió.
—Hace unos meses leí algo en el periódico sobre un tal Morey, uno de esos que especulan con fondos de inversiones, que había dado una fiesta para celebrar el cumpleaños de su mujer. Había alquilado la Biblioteca Pública de Nueva York. Actuó Wyclef Jean. Son tus padres, ¿verdad?
Jonas volvió a asentir, inquieto en la silla.
—¿Tú estuviste?
—Claro. Pero era su aniversario de boda, no el cumpleaños de mi madre.
—Un aniversario importante, ¿verdad? ¿El veinticinco?
—El veintitrés —dijo Jonas, y se rió sin ganas—. A mi padre algunas veces le puede la impaciencia.
—Debo admitirlo —dijo Agnew—. Leo cómo gana su dinero la gente así, a qué se dedica, y no entiendo nada. Activos alternativos, o como se llamen: mi cerebro se niega a asimilarlo. Y se supone que no soy tonto. Pero, bueno, la gente piensa que mi trabajo es un arcano.
Jonas no sonrió.
—Sé lo que piensa la gente de una fiesta así —dijo—, pero toda esa ostentación sólo tenía un destinatario: mi madre. Es la manera de pensar de mi padre. Están enamorados de verdad, de una forma épica. Y eso es para mí lo fundamental. En ese contexto lo hacen todo: los dos. Prescinden de todo lo demás. Y todas las familias tienen algo raro vistas desde fuera, ¿no?
Pero Agnew negó con la cabeza. Miró a Nikki y señaló a Jonas con el pulgar.
—La familia de tu amigo es el acabose —dijo—. Pero me parece muy bien. No se lo podemos reprochar, y en cualquier caso, yo no se lo reprocharía, porque ese factor sólo le añade interés a que lo tengamos aquí. Porque lo que nosotros hacemos también es el acabose. ¿Qué estamos estudiando? ¿Qué vendrá después? Este deseo de alimentarse de cualquier nueva forma de expresar lo que significa sufrir y ser humanos, esta necesidad de buscar lo desconocido y volverlo conocido se parece a la cacería del zorro, y a lo largo de los siglos se ha reducido a esto. ¿Debemos dar por terminada la cacería? Probablemente sí, pero es discutible, porque el mundo nunca ha sido capaz de dejar el arte como estaba. Y après nous, ¿qué? No sé lo que vendrá, qué tipo de arte, qué tipo de artista. No lo sé. Pero, al final, al cabo de los años, vosotros y yo estaremos ahí. Es excitante, ¿no os parece?
Cynthia había aprendido por propia experiencia a ser precavida antes de dar su número de teléfono móvil, pero, de todas formas, cada seis u ocho meses se veía obligada a cambiarlo. Por mucho cuidado que tuvieras, inevitablemente empezabas a recibir llamadas de completos desconocidos: personas más o menos dentro de la ley que se dedicaban a la caridad, periodistas, fanáticos socialistas airados. Todos querían algo, porque cuando das dinero la gente despliega una extraordinaria inventiva para localizarte. Y una vez más había llegado el momento de cambiar de teléfono. A veces se veía en la embarazosa situación de no saber su propio número, pero Dawn estaba siempre pendiente.
Dawn se encargaba también del teléfono de casa. El número no figuraba en la guía telefónica, pero era el mismo desde hacía años, y Cynthia jamás cogía las llamadas. Al final de la jornada, Dawn le presentaba una lista impresa de todos los mensajes recibidos. Casi un noventa y cinco por ciento eran basura, pero Cynthia no se decidía a cambiar de número o a quitar el teléfono; era como decirle a la gente que te conocía de toda la vida que ya no te conocía. A Adam no le hubiera importado. La carpeta de los asuntos susceptibles de preocupar a Adam parecía limpiarse por su cuenta cada semana más o menos. Había veces que Cynthia se asombraba de la cantidad de cosas que tenía que recordarle, gente que habían conocido, sitios en donde habían estado, momentos compartidos que sólo provocaban en Adam una expresión de estupor y disculpa cuando ella los sacaba a colación.
El viernes por la tarde, con April y Adam camino de Shanghái, Dawn le pasó a Cynthia la lista de llamadas recibidas y, en contra de lo acostumbrado, esperó en la puerta del despacho a que la leyera. Dawn había empezado a trabajar para ella con el propósito expreso de ahorrar para la escuela de negocios; Cynthia había llegado a depender de Dawn hasta tal punto que le pagaba no ya lo suficiente para sufragar los estudios, sino para que ir a la escuela de negocios le supusiera un sacrificio demasiado grande. Dawn tenía veinticuatro años, sólo dos más que April, era de una eficacia que daba miedo, y si hubiera querido, habría encontrado mil maneras de manipular el evidente afecto que Cynthia sentía por ella, pero no era de esa clase de personas. No había barreras entre las dos. Hablaban de todo. El gusto de la pobre chica en cuestión de hombres era peor incluso de lo normal para su edad y, dado que la madre vivía con un novio nuevo en Queens y en la práctica no existía, Cynthia se pasaba sufriendo las horas que Dawn tenía libres, imaginándose todos los errores que podía cometer una chica tan maravillosa.
—¿Qué pasa? —dijo Cynthia en voz baja, levantando los ojos de la lista.
Dawn negó con la cabeza.
—Nada, sólo quería ver si le resulta familiar el último nombre. No estoy segura de que haya llamado con buenas intenciones. Pero me temo que no. Lamento que se me haya escapado.
Los ojos de Cynthia no habían llegado al final de la página. Bajó la vista y leyó el nombre de Irene Ball.
—No —dijo—. Me acordaría de un nombre así. ¿Por qué?
Dawn se encogió de hombros.
—Ha dicho que llamaba de parte de tu padre. Pero no ha dicho para qué. Me ha dado la impresión de que mentía. Y ha llamado tres veces.
Cynthia volvió a leer el nombre.
—Bueno, es algo que debería saber, pero ¿no me habías dicho que tu padre había muerto?
—Era mi padrastro.
Dawn se puso pálida.
—Dios mío, lo siento. Así aprenderé a no hacer preguntas personales.
Cynthia la miró, alargó el brazo y le apretó la mano.
—Por favor —dijo—. Estás hablando conmigo.
El sábado por la mañana Cynthia se sentó en el comedor a beberse el batido de proteínas que le había preparado la cocinera de fin de semana, hojeando lánguidamente el periódico y mirando a través de la ventana el tráfico fluvial del revuelto East River. Era una novedad tener toda la casa para ella. No es que estuviera completamente sola; oía moverse a la asistenta en el dormitorio principal, sobre su cabeza, y la cocinera se quedaría hasta las cuatro para preparar el cóctel que Cynthia daba esa noche. Resultaría extraña una fiesta sin la presencia de Adam, pero cada vez era más frecuente que tuvieran que separarse para atender las necesidades de la fundación. Iba a bajar a leer algunas propuestas de donación mientras hacía ejercicios en el StairMaster cuando sonó el teléfono a su espalda, en el aparador. Se volvió a mirar el identificador de llamadas, que sólo decía: número privado. Frunció los labios. No había nadie que pudiera atender la llamada. Sólo cuando iba a sonar por cuarta vez, antes de que saltara el contestador automático, descolgó.
Irene Ball existía. Desde hacía cuatro años era la compañera —usaba esa expresión— del padre de Cynthia. Y su voz, frágil y educada, sugería que debía de ser de la edad del padre por lo menos, aunque tuviera nombre de bailarina de striptease.
—Irene Ball —dijo Cynthia—. ¿Mi padre le ha dado este número?
Hubo unos segundos de silencio.
—Sí, claro —dijo Irene Ball—. No la voy a llamar por arte de magia. Comprendo que es una conversación difícil.
Había estado con él incluso durante su enfermedad...
—¿Enfermedad? —dijo Cynthia. Se produjo otra pausa, de pudor o estupefacción, pero, fuera una cosa u otra, Cynthia, que empezaba a indignarse, no tuvo paciencia para esperar—. Por favor, Irene —saltó—, parte de la idea de que no sé de qué me hablas. ¿De acuerdo?
Cynthia no veía a su padre desde hacía más de un año, cuando inesperadamente se presentó en Nueva York. Sabía que vivía en Florida; le hacía una o dos transferencias al año a un banco de Naples, y su padre, muy correcto, le mandaba una nota de agradecimiento. No era fácil calcular cuánto mandarle. Podría haberlo convertido en millonario, si le hubiera parecido conveniente, pero, teniendo en cuenta que él nunca le pidió nada, Cynthia nunca supo qué podría hacerle falta ni qué hubiera podido ofenderlo. Cuando la llamó para decirle que estaba en la ciudad, lo invitó a pasar unos días con ellos, pero él dijo que le era imposible, que tenía que resolver unos asuntos. Acordaron cenar en casa una noche. Los niños se sentaron a la mesa mudos y asombrados. Contó anécdotas sobre la infancia de Cynthia, los abrazó con mucho cariño, se fue y, poco después, según Irene le contaba ahora —o quizá, pensó Cynthia, poco antes—, le diagnosticaron un cáncer de hígado. La quimioterapia debilitó su sistema inmunológico, contrajo una neumonía, en el hospital le dio un ataque al corazón, el cáncer se extendió al páncreas... Para abreviar (qué expresión, pensó Cynthia), llevaba un mes en el hospital y estaba seguro de que no volvería a pisar la calle, a la luz de lo cual había tomado una decisión.
—Le ha pedido a los médicos que suspendan el tratamiento —dijo Irene—, y los médicos están de acuerdo en respetar su voluntad. Salvo bajo los efectos de la medicación contra el dolor, conserva la lucidez suficiente para saber lo que hace. —Irene lloraba, lo que resultaba conmovedor, aunque también perturbador e impropio, como si la presentadora del telediario se hubiera echado a llorar—. Pero no creo que sea eso lo que debe hacer. Quiero que siga luchando. Es un hombre maravilloso. Sólo habla de ti. Cuando lee tu nombre en el periódico, recorta la noticia y me la enseña.
¿Qué podía responder a eso? En vez de pedirle ayuda a su hija, recortaba del periódico las noticias en las que salía su nombre y se las enseñaba a la gente.
—Entonces, ¿sigue en el hospital?
—Hay plazas en una residencia de aquí que está bien. Es...
—¿Dónde?
—¿Perdón?
—¿Dónde? —A Cynthia le ardía la cara—. ¿Aquí? ¿Dónde? ¿Dónde está mi padre? En qué lugar del mapa, quiero decir.
—Ah, perdona. Suponía que... Discúlpame. Estamos en Florida, en Fort Myers. Tengo un...
—¿Está contigo ahora?
—No —dijo Irene—. Sigue en el hospital. No pueden trasladarlo hasta que sepan adónde. Estoy en nuestra casa.
¡Nuestra casa! Cynthia intentó dominar sus emociones, ceñirse a lo práctico.
—¿Cómo se llama el hospital?
—Lo más probable es que no te dejen hablar con él, creo. Por teléfono, no. Se pasa el tiempo dormido.
—Pero ¿por qué está en el hospital, si no quiere seguir allí?
Irene se aclaró la garganta.
—Ése es uno de los muchos motivos —dijo— por los que te he llamado. La residencia se llama Silverberg Hospice of South Florida, es... Es un centro muy caro.
—Ajá —dijo Cynthia. Dejó de dar paseos y se quedó mirando, al otro lado de la ventana y del puente de Triborough, la gran explanada de Queens. Cuando el cielo estaba despejado, podías contar desde la ventana una docena de aviones a distintas alturas—. Muy bien, Irene Ball, se ha dirigido usted al sitio adecuado. ¿Se llama Silverberg? —Entró la cocinera; Cynthia hizo un gesto de irritación y chasqueó los dedos, algo que sorprendió visiblemente a la mujer—. Y está en Fort Myers. Muy bien. Me has sido de gran ayuda. Muchas gracias. Que te vaya bien.
—¿Perdón?
—Yo me ocuparé de todo —dijo Cynthia, apoyando la frente en el cristal—. Gracias, Irene. Te estoy muy agradecida, de verdad.
Más silencio, otro tiempo muerto.
—Yo pensaba que... —empezó Irene—. No sé, a lo mejor no me he explicado bien. ¿Vas a venir a verlo?
—Claro. Sólo que... Mira, no quiero ofender a nadie, pero, teniendo en cuenta que mi padre jamás me ha hablado de ti, no doy nada por supuesto. No quiero que sientas ninguna obligación. Me alegra poder ocuparme de todo lo que haga falta. Es lo que quiero decirte.
La cocinera apareció con un cuaderno y un bolígrafo. Cynthia se sentó a la mesa, escribió la palabra Silverberg y cerró los ojos.
—Tu padre y yo —dijo Irene, como confundida— nos queremos.
Aquellos largos silencios... ¿Así hablaba por teléfono la gente, la gente que no vivía en Nueva York quizá? Era difícil seguir siendo educada con todo lo que había que hacer, y Cynthia dijo:
—Entonces supongo que nos veremos pronto. Adiós. —Y colgó.
Irene Ball, pensaba. Vaya nombre. Temblaba tanto que encendió un cigarrillo dentro de la casa. Por lo menos no había nadie que pudiera reprochárselo. Llamó al Lee Memorial de Fort Myers para hablar con el jefe de la sección de cardiología y, mientras esperaba que le devolviera la llamada, habló con la directora del Silverberg Hospice, que le dijo que lo sentía mucho, pero que no había camas disponibles. Cynthia se despidió muy correctamente, aunque, no satisfecha con la respuesta, volvió al cuarto de estar, cogió el ordenador portátil, buscó en Internet el informe anual del Silverberg Hospice y lo leyó hasta el final. Se trataba, como había sospechado, de una institución benéfica y, a pesar de ser de ámbito local, en el consejo figuraban un par de nombres conocidos. Llamó a uno, sin importarle que fuera demasiado temprano, además de sábado, y le dijo con la mayor claridad posible que necesitaba que le hiciera un favor. Siempre que uno quería conseguir algo, recurría a un nivel por encima del suyo. Siempre existía un nivel superior que conocer y al que aspirar.
Antes de que acabara la tarde su padre había sido trasladado al Silverberg Hospice en ambulancia. El jet lo estaban usando Adam y April, así que le dejó a Dawn un mensaje en el teléfono con el encargo de que le contratara un vuelo chárter a Florida para el lunes por la noche; el lunes, a primera hora, había una reunión de la fundación a la que no podía faltar y, por otra parte, pensó, así le daría a su padre tiempo a instalarse y acomodarse en la residencia, e Irene, la de los largos silencios, tendría oportunidad de despedirse a solas.
Su padre era un hombre excepcionalmente orgulloso. Nunca le había pedido nada y no iba a empezar a hacerlo ahora, en sus momentos de mayor debilidad. Por eso Cynthia se sentía orgullosa de él, a la vez que frustrada. ¿Por qué se arriesgaba a sufrir necesidades antes que pedirle ayuda a su hija? Era impensable que se hubiera planteado la posibilidad de que Cynthia se la negara. Quizá se sintiera culpable. Quizá, por consideración, creía más adecuado ahorrarle a su hija sus flaquezas.
Cynthia no quiso ponerse en contacto con Adam, temiendo que diera órdenes de volver a casa. Habría sido demasiado agotador, e inútil, porque el cardiólogo le había dicho que, según sus estimaciones, a su padre le quedaban aún varias semanas de vida. Jonas estaba en Chicago y no parecía muy oportuno apartarlo de sus estudios para sentarlo a la cabecera de un moribundo a quien apenas conocía.
Al día siguiente, por la noche, se celebró el cóctel a beneficio de una institución llamada Little Red Wagon, dedicada a los niños, en la que participaba la fundación: una reunión reducida, para unos pocos e influyentes donantes, quizá no más de veinte en total. Cynthia dedicó mucho tiempo a disculpar la ausencia de Adam. Era deprimente atender a todos sola, aunque no era la primera vez que se enfrentaba a una situación así y aunque la reunión se celebrara en su propia casa. Se sentía libre y triste a la vez. Siempre las mismas caras en los mismos actos.
Cuando acababa la velada, una de las cocineras se asomó a la puerta del solárium y atrajo la atención de Cynthia. Tenía una llamada telefónica que, por algún motivo, habían pasado a la cocina. Allí cogió el teléfono, mientras los camareros, en silencio, se volvían hacía otra parte, como si estuvieran muy ocupados. Le sorprendió que Irene volviera a llamarla; pero antes de que Cynthia consiguiera colgarle amablemente, Irene la interrumpió para decirle que la salud de su padre, ahora que ya estaba cómodamente instalado en la residencia, había sufrido un rápido deterioro, hasta el punto de que lo mejor sería que volara a Florida tan pronto como le fuera posible, en vez de esperar unos días como habían planeado.
No había forma, ni siquiera después de que Jonas sacara a relucir descaradamente el nombre de sus padres, de que Margo la galerista facilitara ninguna información sobre cómo ponerse en contacto con Joseph Novak. Se limitaba a decirle a Jonas que llevaba en el negocio treinta años, como si eso lo explicara todo. Pero entonces Jonas tuvo una inspiración súbita: recordó que, en la feria de arte, Margo había mencionado a un hermano en Kenosha. Había muchos Novak en Kenosha, como quedó pronto de manifiesto, pero localizó por fin al que estaba buscando y, a partir de ahí, todo se redujo a una simple negociación. A Arthur Novak no le importaba la procedencia del dinero. Se le notaba en la voz lo mucho que se alegraba de haber topado con aquel mundo de idiotas ricos, necesitados siempre de cosas nuevas en las que tirar el dinero.
Pero cuando Jonas le pidió la dirección de su hermano, Arthur dudó un momento.
—Sabe usted por qué fue a la cárcel, ¿verdad? —dijo.
La nota inesperada de cautela en la voz de Arthur hizo temer a Jonas que hubiera cambiado de idea.
—Por supuesto —respondió—. Lo sé todo.
—Bueno —dijo Arthur, y le dio la dirección. Jonas no le dijo nada de la cárcel a Nikki, que ya estaba demasiado alucinada con el «enamoramiento» que de repente Jonas sentía por Agnew y la idea de regalarle un artista tan marginal que ni siquiera el propio Agnew había oído hablar de él.
—Pienso en el futuro —dijo Jonas—. Lo que te digo es que el tema me interesa de verdad, y quiero aprovechar el hecho de que, por la razón que sea, Agnew me mire con buenos ojos. Ya estoy pensando en mi tesis.
—Pero —dijo Nikki— ¿a qué viene tanta prisa?
Jonas se encogió de hombros. Quizá fuera un modo de colmar la distancia que existía entre él y ella. Al final, sin embargo, el impulso era tan fuerte que ni siquiera le importaba el motivo. Dos días más tarde alquiló un coche y se fue a Wisconsin. En torno a la autopista sólo había campos pardos y paja, hasta que de la nada surgieron extraños comercios —un mayorista de licores, un concesionario de John Deere, una iglesia de los Santos del Último Día— para inmediatamente desaparecer del espejo retrovisor. A una hora razonable empezó a marcar el número de Novak, pero Arthur Novak le había dicho que no esperara que su hermano contestara necesariamente al teléfono. Y no contestó. Jonas nunca dejó que sonara más de cinco o seis veces, por miedo a irritarlo. Mientras conducía, sostenía entre el pulgar y el volante el papel donde había impreso las señas.
Casi había llegado —a muy poca velocidad, inclinándose sobre el volante para ver bien las señales de tráfico que le salían al paso— cuando empezó a sonarle el teléfono móvil.
—¿Quién eres? —dijo la voz al otro lado de la línea—. ¿Por qué me llamas y cuelgas?
Jonas sintió un escalofrío.
—Tu hermano me ha dado tu número —dijo—. Perdona que te haya llamado tantas veces. Sólo quería hablar contigo. Soy...
—¿Por qué mierda no has dejado un mensaje?
Era una pregunta muy sensata, y eso tranquilizó a Jonas y, a la vez, lo decepcionó un poco al pensar que trataba con alguien más razonable de lo que imaginaba.
—Es verdad —dijo—. Lo lamento. Llamaba porque...
Vio a través de la ventanilla el rótulo con el nombre de la calle de Novak, pero decidió dar algunas vueltas a la manzana y seguir hablando.
—Te llamo porque... porque me interesa el arte —continuó—, y he visto algunos de tus dibujos y me parecen espléndidos. Vivo en Chicago, pero estoy de paso y esperaba conocerte y quizá ver algunas obras tuyas más.
Se produjo un largo silencio.
—¿Joseph? —dijo Jonas por fin—. ¿Sigues ahí?
Nada. No podía haber perdido la línea: sólo estaba dando vueltas a la manzana. Jonas vio el número 236 en una casa adosada casi en ruinas y se dio cuenta de que estaba delante de la puerta de Novak. Empezaba a pensar que había cometido un error terrible, y no por buscar a Novak, sino por la precipitación con que lo había hecho. Era extraño sentirse objeto de la paranoia ajena. Y allí estaba, mirando las ventanas del artista.
—Tengo hambre —dijo Novak.
—¿Qué? ¿Tienes hambre? Yo también tengo hambre. ¿Quieres salir a comer algo?
Silencio.
—¿O prefieres que te traiga algo de comer?
—¿De Arby’s? —dijo Novak, en voz baja, pero con más interés.
—Estupendo —dijo Jonas—. Voy a Arby’s y vuelvo. ¿Hay alguno cerca de tu casa?
Novak colgó. Jonas bajó la ventanilla para buscar en la calle a alguien a quien preguntarle dónde estaba Arby’s. Pero no había nadie en la calle a esa hora del día, a no ser que no hubiera nadie nunca. Podía considerar la situación desde el punto de vista de Novak: si la voz sabe dónde vivo, ¿por qué no va a saber dónde está Arby’s?
Dawn contrató un vuelo chárter en el aeropuerto de Teterboro y la acompañó en la limusina; la pobre no paraba de llorar, sobre todo por remordimiento, el inconsolable remordimiento de no haber tenido en cuenta una llamada que procedía del lecho de muerte del padre de su jefa, pero también porque su propio padre había muerto de cáncer cuando ella estaba en el instituto. En el coche preguntó, en tono formal, de trabajo, pero también con esperanza, si Cynthia la necesitaría en Florida. Cynthia le acarició la cara, que tenía una expresión de desconcierto, y le dijo que su única tarea para los próximos dos o tres días, o los que fueran necesarios, sería disculparse de modo convincente en nombre de su jefa ante las muchas personas con las que había fijadas citas que ahora habría que posponer indefinidamente; un encargo bastante fácil, si Dawn pudiera explicar el motivo por el que había tenido que ausentarse, pero, por discreción, Cynthia le había pedido que inventara cualquier otra cosa.
El avión estaba todavía repostando cuando llegaron al aeropuerto, y la limusina tuvo que esperar un momento en la pista. El horizonte empezaba a aclararse. Dawn se quedó dormida sobre el hombro de Cynthia, que vio pasar al piloto al otro lado del parabrisas, con cara de sueño, intentando desabrocharse el cuello de la camisa con una mano y sosteniendo en la otra una Coca-Cola Light.
Hubiera sido agradable tener a su familia cerca en aquel momento, pero sus obligaciones los habían dispersado por el mundo, así que se sentó sola en la cabina principal, con la única compañía de una azafata que, detrás de una mampara, se preocupaba sobre todo de no taparle la vista. Jonas no contestaba a sus llamadas. Quizá estuviera en clase; en todo caso, podría mandarle el avión a Chicago si fuera necesario. Había hablado con Adam mientras hacía el equipaje, demasiado emocionada para calcular la diferencia horaria, y, tal como esperaba, se ofreció a volver inmediatamente, algo que no hubiera servido de nada. El trabajo que estaba haciendo era demasiado importante. Y, por lo que parecía, su padre podía morir antes de que Adam llegara a Fort Myers desde Shanghái; pero, consciente de que si lo decía en voz alta se echaría a llorar y Adam volvería de inmediato, se limitó a decirle que lo quería y que lo mantendría informado.
No se había llevado nada para leer, y había demasiadas nubes para mirar por la ventanilla. Se le ocurrió que lo natural en un momento así era reflexionar sobre el pasado. Hasta entonces había sido capaz de mantenerse activa, revoloteando sobre lo que pudiera sentir. Pero pensar en la ausencia de su padre, en los breves y aislados momentos de felicidad compartida, se parecía demasiado a un elogio fúnebre, a empujarlo a la tumba, y Cynthia no cayó en la tentación. Prefirió preguntarse cuál habría sido el último adelanto en materia de velocidad en los transportes humanos. ¿El motor a reacción? ¿Hacía ya cien años? ¿Por qué se tardaba lo mismo de Nueva York a Florida ahora que antes de que ella naciera? ¿Qué sentido tenía una cosa así? Pero si ella se estaba planteando la cuestión en aquel momento, era probable que ya se la hubiera planteado antes alguna eminencia: ya estaban trabajando en algún sitio, donde alguien necesitaba la ayuda de un ángel.
Dawn le había encontrado en Fort Myers un hotel que no estaba mal, y lo primero que hizo Cynthia fue ir a dejar el equipaje y darse una ducha rápida. No quería prisas, porque la prisa parecía presuponer la mala suerte, o la falta de fe; mientras se cambiaba, tenía el teléfono móvil encima del tocador, pero, como si alguien la estuviera observando, evitaba mirarlo. Llamó al conserje para decirle que, durante su estancia en el hotel, necesitaría permanentemente un coche con chófer, y descubrió que Dawn ya se había ocupado también de ese detalle. El chófer, un cubano de la edad de su padre, se llamaba Herman. Se cortaba el pelo a cepillo y, en los pliegues del cuello, exhibía distintos niveles de bronceado. Herman era siempre muy educado, pero su mirada revelaba auténtica maldad. Cynthia pensó que quizá hubiera sido militar. Jamás hablaba primero. Llevaba chaqueta sobre una camisa de manga corta, y Cynthia imaginó que lo primero que hacía cuando llegaba a casa después del trabajo era tirar la chaqueta al suelo, para que su mujer la recogiera y la colgara.
Florida. Era un verdadero horror. Quizá por eso los viejos acababan allí: dejar aquello no parecía un mal trago. Miraba por la ventana trasera de la limusina las calles de seis carriles y los centros comerciales, las obras que no acababan nunca, los altos muros y los campos de golf, apenas visibles, como si la vida en los campos de golf fuera tan deseable que una mirada demasiado directa pudiera dañarte la vista. Seguían en pleno paisaje infernal, infestado de coches —no sabía por qué se había imaginado que en Florida no había tantos coches—, cuando notó que Herman reducía la velocidad. A la izquierda, pasada una estación de servicio donde había un Krispy Kreme, a unos doscientos metros, estaba el Silverberg Hospice of South Florida.
Nunca había tenido motivos para conocer por dentro una residencia de enfermos terminales, y sólo tenía una vaga idea de lo que podía encontrarse. En parte por miedo, y en parte por la idea supersticiosa de que era primordial seguir actuando como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, recorrió en una especie de languidez de ensueño el largo pasillo hasta el mostrador de las enfermeras, sintiendo cómo le latía el corazón y comprobando que, por lo que veía, la residencia era básicamente un hospital que no olía a hospital. No había ruidos, ni tanta gente como en un hospital, y sólo tenía una planta. Y la atendían personas que, con toda claridad, eran ángeles de alguna especie, tristes y luminosos avatares del altruismo. Cynthia tenía una sensación ambivalente. Era impensable que pudiera integrarse entre aquella gente. Esperaba que por lo menos alguien se sintiera tan asustado, egoísta y fuera de sitio como ella, uno quizá que trabajara allí por una condena a trabajos sociales, y que le ofrecería un trago de la botella que guardaba en el armario para soportar la jornada sin volverse totalmente loco. Pero no. Una mujer fuerte, que llevaba el uniforme de enfermera como si fuera una camisa hawaiana, salió de detrás del mostrador a recibirla antes de que llegara al final del pasillo. Por alguna razón, incluso la falta de formalidades de la mujer daba miedo, como si la cortesía fuera uno de los ridículos bienes temporales que Cynthia debería haberse dejado en la puerta.
—Eres la hija de Charlie —dijo—. Se ve a kilómetros de distancia. Yo soy Marilyn.
—Hola —dijo Cynthia. Quería dar media vuelta y echar a correr por el pasillo, en busca de Herman, saltar al asiento trasero del coche y ver en el espejo retrovisor el gesto de decepción del chófer.
—Tu padre está durmiendo ahora —dijo Marilyn—, pero te llevaré a que lo veas. Es todo un seductor.
Cogió a Cynthia de la mano para recorrer el pasillo; y Cynthia, una mujer adulta, una mujer que dirigía una fundación filantrópica, con personal a su cargo en el trabajo y en la casa, una mujer que había dedicado su vida a causas benéficas en todo el mundo, se sorprendió oponiendo, como una niña, una ligera resistencia a la mano que la llevaba a la puerta de su padre. Era como la fantasía de una habitación de hospital, como la habitación secreta de un hospital normal reservada para uso exclusivo de su fundador. Era enorme y bien amueblada, con el techo muy alto, a dos aguas, de donde pendía un gran ventilador lento y silencioso. No estaban encendidas las luces, y a las persianas les faltaba un tercio para estar completamente bajadas; las paredes tenían un tono azulado, pero había demasiada oscuridad para decir si estaban pintadas de azul o no. En una de las paredes había un tocador, con un equipo de música portátil y un montón de CD. Al fondo de la habitación, en una penumbra balsámica parecida a la penumbra submarina, no la que reina en las grandes profundidades, sino a medio metro debajo del agua, había monitores a ambos lados de la cama. Estaban apagados. La cama misma parecía gigantesca, como si su ocupante fuera un niño en una cama de tamaño normal. Al cabo de un momento, distinguió la cabeza de su padre, descansando en la almohada. La cama tenía barandillas a los lados y un edredón inmenso impropio de un hospital. Quizá lo había traído su padre. Cynthia no lo sabía. El silencio era tan profundo que de repente pensó, como en un sueño, que en realidad todos estaban esperando que se diera cuenta de lo que ellos sabían: que su padre ya estaba muerto. Se volvió, pero Marilyn se había ido.
En la oscuridad tendría que haberse acercado mucho a la cara para verla y todavía no se sentía preparada. A través de las persianas, a la izquierda de la cama, descubrió un lago: se veía que era artificial, construido a la ligera, una metáfora de la tranquilidad, y a pesar de todo había patos nadando en sus aguas poco profundas y, sobre una roca, en la orilla más apartada, un cormorán extendía las alas para que se le secaran. La simetría del lago era fea y parecía encajada en un espacio demasiado estrecho, como si hubiera sido fruto de una imposición al proyectista, u obedeciera al capricho sentimental del fundador de la residencia, que los constructores no habían tenido más remedio que acatar mientras se encogían de hombros. Marilyn volvió a entrar en la habitación con un bote de crema hidratante, una botella de té frío Snapple y una pajita.
—Así que esto es lo último que ve la gente —murmuró Cynthia, mirando todavía por la ventana.
—Quién sabe lo que ven —dijo Marilyn, muy amable—. Pero los amigos de tu padre pasan mucho tiempo mirando el lago.
Y sólo entonces Cynthia descubrió que a la izquierda del tocador había una puerta, descomunal, para que pudiera pasar una silla de ruedas o incluso la cama gigante, que daba a una terraza donde, por lo menos, se podría disfrutar de la brisa y del sol, y oír algo, aunque sólo fuera el ruido del tráfico y de las obras en construcción. Sentada en una de las dos sillas que había, fumando un cigarrillo, estaba Irene Ball. Cynthia apenas si le veía la parte posterior de la cabeza, bien peinada, de peluquería, rubia, casi blanca. Tenía las piernas cruzadas y una sandalia, inmóvil como un carámbano, le colgaba de la punta del pie.
Más allá del lago se alzaba una fila de árboles que probablemente quería sugerir la espesura de un bosque, aunque detrás estaba la autopista. O un campo de golf. Pero no, era la autopista, pensó Cynthia. La curva que desembocaba en el camino de entrada a la residencia la había desorientado.
Lo más silenciosamente posible —para no despertarlo, se dijo— Cynthia se sentó en una de las sillas que habían acercado a la cabecera de la cama. Probablemente estaba allí porque era la silla donde a Irene le gustaba sentarse. Su padre tenía la boca abierta, el labio caído, y Cynthia se inclinó y pudo oír la respiración arrítmica y entrecortada. Se echó a llorar cuando vio su aspecto: famélico, con el pelo ralo y manchas en la piel. Pero también pensó que se sentiría feliz quedándose así, aunque sólo fuera un momento, no indefinidamente. No estaba preparada para perder a su padre, pero tampoco quería que se despertara, porque en semejante estado de debilidad lo normal sería que necesitara algo, y ¿cómo iba a saber lo que su padre necesitaba? ¿Cómo podía saber la manera de dárselo? Había llegado allí y lo único que sabía hacer era pedirle ayuda a alguien. Hubiera preferido que la cama, o la habitación, o incluso el sitio le parecieran insatisfactorios, y pedir educadamente cualquier cosa, o montar un número, o incluso donar algún dinero para mejoras. Pero todo parecía en perfecto orden para los fines de la institución. La vieja cabeza de su padre era como un monumento devastado por los vándalos, y Cynthia sintió la tentación de alargar la mano y acariciarla. Estoy aquí, le dijo en silencio. He llegado a tiempo. Fuera, el humo del cigarrillo de Irene subía, subía hasta deshacerse en el techo de la terraza. Hacía un rato que no se llevaba el cigarrillo a los labios.
Sujetando las bolsas manchadas de grasa y manteniendo en equilibrio varios tipos de refresco en un contenedor de cartón, Jonas llamó con el codo al timbre del número 236, volvió a llamar, pero nadie abrió la puerta y, dentro de la casa, no se oía que nadie se moviera. A su espalda, dos filas de coches aparcados hacían más estrecha la calle, pero no se percibía ningún movimiento. Recorrió la acera a lo largo de la fachada de la casa para ver si había alguna ventana y asomarse con discreción, y descubrió unas escaleras exteriores que llevaban a una puerta en la planta alta. Ahí está, pensó; subió las escaleras y, en vez de llamar con el pie, gritó a través de la puerta que traía la comida del Arby’s. Al segundo la puerta se abrió y Jonas entró en la casa. No encontró a nadie, pero era consciente de que lo observaban a través de la ranura que quedaba entre los goznes de la puerta. Dio uno, dos pasos más. Veía un pasillo minúsculo que debía conducir a un dormitorio o a un baño, pero la casa de Novak se reducía prácticamente a un cuarto de estar cuadrado. Puesto que daba a dos callejones, hubiera estado a oscuras si no lo iluminaran por lo menos el doble de lámparas que necesitaría una habitación de aquellas dimensiones. Todas estaban encendidas. El efecto era mayor por el color de las paredes, recién pintadas de un blanco calavérico. Trozos de papel cubrían las ventanas. El olor de la habitación era tal que Jonas tuvo que hacer un esfuerzo para no estremecerse.
Novak cerró la puerta a su espalda y le quitó la comida de las manos. Había, a su derecha, una cocina mínima y muy sucia, y Novak vació las bolsas en la encimera, desenvolviendo cada cosa, examinándola con cuidado y, en el caso de los sándwiches, mirando debajo del pan. Destapó todos los refrescos, metió un dedo y los tiró al fregadero. Jonas se aclaró la garganta.
—¿Joseph? —dijo—. Soy Jonas.
—Va a ser difícil entenderse —dijo Novak, y empezó a comerse un sándwich de rosbif y queso.
Jonas vio su propia sorpresa reflejada en los ojos de Novak y se dio cuenta de que los dos estaban desconcertados por la juventud del otro. Aunque ya casi estaba calvo, Novak no aparentaba más de veinticinco años.
—¿Por qué has traído toda esta comida? —dijo Novak—. Es mucho. No vendrá nadie más, ¿verdad?
—Sólo yo. No estaba seguro de lo que te gustaba, así que he traído un menú de degustación.
—¿Un qué? —dijo Novak, y arrugó la frente—. Has venido a robarme.
—No. De ningún modo. Como te he dicho por teléfono, soy un fan tuyo. Fui a una feria de arte en Chicago, donde se exponían algunos de tus dibujos. Me parecieron muy hermosos. ¿No sabes que en un sitio como Chicago hay gente que te considera un gran artista?
Se oía y sabía que le hablaba a Novak como si fuera un niño, pero ¿cómo tenía que comportarse? ¿Cómo podías adivinar con qué faceta de la personalidad de Novak estabas tratando?
—No sabes lo que dices —respondió Novak.
—Te pagaré mucho dinero por tus obras, si quieres venderlas. Pero no te robaré nada. Lo prometo. ¿Crees que otros te han robado?
—¿Crees que otros te han robado? —repitió Novak, chupándose los dedos.
—¿Tu hermano, quizá?
—¿Tu hermano, quizá?
Sus palabras parecían sarcásticas, infantiles o irritadas, pero ni el tono de la voz ni la expresión de su cara experimentaban cambios significativos. Casi toda su atención se centraba en el sándwich. Llevaba gafas con montura de plástico transparente, y tenía el pelo tan fino que resultaba casi invisible, como el pelo de un recién nacido. Su piel, pálida, seguía teniendo acné. Lo más extraordinario, y a Jonas incluso le incomodaba verlo, era que esos rasgos se concentraban en una cabeza tan pequeña que, pensó, podría cogerla con la mano como si fuera un melón de cantalupo. Novak se metió un puñado de patatas fritas en la boca, y luego fue y cerró la puerta con llave.
—No me gusta que la gente vea mis dibujos —dijo.
Y eso era lo que hacía que valiera la pena verlos, pensó Jonas, pero lo que dijo fue:
—Lo entiendo. Son algo personal. ¿Qué haces cuando terminas un dibujo?
—No lo sé.
—¿Tú hermano viene a verte a menudo?
—No lo sé.
Jonas desistió de mirarlo a los ojos; quería que su presencia resultara menos provocativa. Conforme su vista se acostumbraba al exceso de luz, creyó distinguir algo en las paredes, algo más que el blanco alucinante. Dio unos pasos y vio, o creyó ver, la cara de un fantasma.
—¿Dibujas en las paredes? —preguntó.
Novak reaccionó como si le hubieran pegado. Dio un salto y se acercó a la ventana, cubierta con papeles, cruzando las manos sobre la cabeza.
—Sólo a veces —dijo—. No mucho. Ella acaba de pintar. Se ha puesto hecha una furia. Sólo lo hago si no tengo papel y no puedo salir, cuando no me siento bien.
—¿Cuando no te sientes bien? —dijo Jonas. No hubo respuesta—. ¿Te sientes mejor cuando dibujas? —No hubo respuesta. Tenía la sensación de que él mismo se estaba echando tierra encima, pero debía insistir hasta dar con la pregunta adecuada—. ¿Qué hace que te apetezca dibujar?
—No lo sé —dijo Novak. Empezó a pasearse por la habitación.
Los dibujos de la pared eran una idea interesante, pero lo primero que pensó Jonas es que sería imposible sacarlos del apartamento. A no ser que volviera con una cámara fotográfica. Pero en aquel momento veía difícil que Novak lo dejara entrar otra vez.
—Joseph —dijo—, si te parece bien, me gustaría traerte más papel, para que no te falte. Podría comprarte todo el papel que necesites. ¿Te gustaría?
—No lo sé —dijo Novak.
—¿No lo sabes? Pero entonces podrías dibujar todo lo que quisieras, y no tendrías que preocuparte de ella —Jonas no sabía a quién se estaba refiriendo: la casera de Novak, supuso, a menos que fuera su madre—, de que se ponga hecha una furia porque pintes en las paredes.
—Dijo que me iba a echar —dijo Novak.
—Ya, pero, teniendo papel, podrías seguir dibujando sin preocuparte de esas cosas. ¿Con qué prefieres dibujar?
—Con rotuladores Sharpie —dijo, muy triste.
Dejó de pasearse y se quedó delante de la ventana cubierta con papel, dando la espalda a Jonas.
—Los Sharpie también cuestan dinero, ¿verdad? Yo te daría todos los Sharpie que quieras. Podrías dibujar siempre que te apetezca, sin ningún problema. ¿Te gustaría?
—No lo sé —dijo.
Era como el «no lo sé» de un niño de tres años, para terminar la conversación; pero Jonas prefirió no oírlo.
—¿De verdad? Entonces, ¿por qué dibujas?
—No lo sé —dijo Novak, y se volvió y empezó a andar hacia Jonas; y Jonas, cuando vio la expresión de su cara, retrocedió hacia donde pensaba que estaba la puerta—. No lo sé No lo sé No lo sé No lo sé No lo sé.
Se encontraron sus miradas y, por un instante increíble, Jonas supo que los dos estaban deseando exactamente lo mismo al mismo tiempo: que Jonas nunca hubiera ido a la casa; y entonces empezó a moverse hacia la puerta con demasiada calma, pero antes de que pudiera adivinar cuál de las dos cerraduras abrir, algo duro, en todo caso más duro que un puño, lo golpeó en la parte posterior de la cabeza. Nunca lo habían golpeado antes, nunca en su vida. Todo se puso blanco, como si se le hubieran vuelto los ojos hacia dentro, y sólo habían debido de pasar unos segundos cuando abrió los ojos y vio a Novak, sentado en un taburete en la cocina, comiéndose otro sándwich frío de Arby’s y mirándolo con preocupación.
El tiempo, es obvio, no se detuvo como Cynthia deseaba, y la puerta de la terraza se abrió e Irene, entornando los ojos, entró en la habitación en penumbra. El cambio de luz fue tan grande que pareció no ver a Cynthia en un primer momento. Cynthia no dijo nada por miedo a despertar a su padre, aunque no sabía bien por qué, después de haberse desplazado hasta allí a toda prisa ante la muerte inminente, debía dar tanta importancia a su sueño. Entonces Irene empezó a hacer señales con el dedo pulgar, como una autoestopista, y Cynthia entendió que le sugería que salieran al pasillo.
Se dieron la mano. Cynthia le calculó unos sesenta años; parecía más joven, pero tenía aspecto de ser una mujer mayor de lo que parecía. Olía a tabaco. Llevaba el pelo esculpido al estilo de las sexagenarias que Cynthia conocía bien del circuito de la beneficencia. Era una cabeza más baja que ella. Su piel era asombrosamente clara; ¿cómo podías vivir en Florida, se preguntó Cynthia, y tener esa piel? ¿Nunca salía al aire libre?
—Estoy tan emocionada de conocerte por fin —dijo Irene—. Charlie sólo habla de ti. Está muy orgulloso de ti y de tu marido, de vuestros éxitos.
Cynthia, que no podía responderle con la misma amabilidad porque, dos días antes, ni siquiera tenía conocimiento de la existencia de aquella mujer, le dedicó una débil sonrisa. Se había dado cuenta de que Irene era de ese tipo de mujeres que dejan que la emoción, por fugaz que sea, se les vea en la cara, y quedó claro que esperaba una Cynthia más expansiva, como si entre ellas ya existiera un vínculo, como si aquello fuera una reunión planeada hacía mucho tiempo en vez del encuentro entre dos perfectas extrañas.
—De todos modos —dijo—, una de las razones por las que quería hablar contigo fuera de la habitación es que hay algunas cosas para las que es mejor que estés preparada antes de que Charlie se despierte.
—¿Qué pasa? —dijo Cynthia.
—Tal como Charlie quería, le han retirado todo tipo de medicación, excepto el tratamiento contra el dolor. Uno de los efectos colaterales es que tiene la presión sanguínea tan baja que le está afectando al riego cerebral y muestra algunos signos de demencia. No es nada importante (a veces no sabe dónde está, o cree que está en otro sitio), pero de pronto está bien y de pronto mal, y puede asustarte, sobre todo si no te lo esperas. Llevaba tiempo enfermo, pero ha empeorado mucho. En parte se debe a que le hayan quitado la medicación, pero es increíble lo rápido que se ha venido abajo físicamente desde que decidió dejarse morir. A mí, por lo menos, me resulta increíble. Marilyn dice que es lo habitual.
Encontró por fin el kleenex que buscaba en el bolso. Las enfermeras y el resto del personal se movían alrededor con una gracia impasible y perfecta mientras Irene lloraba en mitad del pasillo. El hecho de que jamás mostraran el menor signo de desconcierto o sorpresa debería producir un efecto tranquilizador, pero a Cynthia la perturbaba.
—De todos modos —continuó Irene— siento habértelo dicho así, de sopetón, pero cuando te he visto sentada junto a la cama, no quería que te sobresaltaras demasiado si pasaba algo, si no te reconocía. Lamento las circunstancias, pero para mí ha sido un privilegio conocerte. Me gustaría mucho que nos tratáramos más. Nunca es demasiado tarde, ¿verdad?
—¿Qué has firmado? —dijo Cynthia. Podría haber dejado para otro momento su repentina curiosidad, pero sentía el impulso poderoso, casi aprensivo, de mantener las cosas en un plano formal—. Aquí, digo, en la residencia. Si mi padre no sabe bien dónde está, habrá sido necesario que alguien firmara el consentimiento para que le hagan esto o aquello.
—Charlie lo firmó todo. Todavía estaba perfectamente lúcido. No interrumpieron la medicación hasta después de su ingreso.
—No es que no me fíe de lo que me dices —respondió Cynthia—. Pero ¿aquí no hay médicos en todo el día? ¿Sólo hay enfermeras, sacerdotes y gente por el estilo? Porque no me importaría hablar con un verdadero profesional de la medicina en este...
Pero entonces vio o le pareció ver que en la habitación de su padre había entrado una de las enfermeras que se deslizaban a su espalda sin molestar lo más mínimo.
—Buenas tardes, Charlie —oyó que decía—. Tienes visita. ¿Te parece bien que encienda la luz?
Cynthia volvió inmediatamente a la habitación, en el momento en que la enfermera encendía la lámpara de al lado de la cama. Se había prohibido asustarse, una y otra vez, por su bien y por el de su padre, pero fue en vano. La cara de su padre era una calavera. Llevaba una especie de camisón, más agradable que la típica prenda de los hospitales, pero igual de anticuada y ridícula. El cuello le latía perceptiblemente, como el de una rana, y seguía con la boca abierta. Los ojos parecían salírsele de las órbitas, pero Cynthia observó que, a diferencia del resto de la cara, todavía expresaban algo; se abrían como platos porque su padre intentaba descubrir dónde estaba. Miraba a Cynthia, pero sin comprender.
—Tu hija está aquí —le dijo la enfermera en voz baja.
La entonación no era interrogativa, no pretendía orientarlo; no era condescendiente. En ese sentido, no había progreso ni recuperación posibles. Lo único posible era aliviarle el miedo.
Gradualmente su mirada volvió a iluminarse. Desde su terrible nivel de impersonalidad volvió a ocupar su cara, y si hacía un minuto parecía no estar, ahora dominaba de nuevo la habitación. Luchó por incorporarse en la almohada y, en un gesto de vanidad, intentó llevarse la mano al pelo antes de dejarla caer sobre el edredón. Se humedeció los labios.
—Hola, Sinbad —dijo con voz ronca—. ¿Qué te parece todo esto?
La enfermera ya se retiraba discretamente de la cabecera de la cama antes de que Cynthia se diera cuenta de que se había ido acercando poco a poco a su padre. Hacía treinta y cinco años que no la llamaban Sinbad.
No había escapatoria: se sentía un auténtico gallina por haberse dejado tumbar y aturdir de ese modo por un golpe en la cabeza. Una cabeza, pensó, tenía que ser más dura. No vio ningún objeto contundente alrededor, así que dedujo que, después de todo, debía de haber sido el puño de Novak. Y Novak era un individuo a quien, como un ingenuo y sólo dos horas antes, había creído controlable. El miedo y la insensatez eran las únicas armas de aquel tipo, y habían resultado suficientes.
Seguía un poco atontado, quizá por la impresión. Estaba sentado en el viejo sofá de Novak, en el extremo de la habitación más alejado de la puerta. Las luces implacables lo obligaban a entornar los ojos. Se dio cuenta de que gran parte del mobiliario había sido cambiado de sitio, de modo que la disposición de las cosas no era la que recordaba haber visto cuando entró en la casa. La mayoría de los muebles estaba ahora delante del sofá, y una pared, la pared de enfrente, había sido despejada. Novak no estaba en la habitación, pero Jonas lo oía moverse en alguna parte, quizá en el rincón de la cocina. Entonces oyó algo más —el timbre de un teléfono móvil—, y reconoció el timbre de su teléfono, pero no procedía del bolsillo donde el teléfono debía estar, sino de algún otro punto del apartamento.
Novak salió del rincón de la cocina, tendiéndole el teléfono como si fuera un espejo.
—Páralo —dijo.
Al cuarto aviso se paró. Novak volvió a meterse el teléfono en el bolsillo y salió otra vez de la habitación.
Qué mierda está pasando, se preguntó Jonas. La situación le parecía absurda. No estaba atado ni encerrado. Podía levantarse y, sin embargo, era incapaz de levantarse, y se daba cuenta de que tenía miedo, de que casi estaba paralizado de miedo. La serie de acontecimientos que lo habían llevado hasta allí, a aquella habitación, era tan extravagante y arbitraria que le parecía que, si pensaba las cosas ateniéndose estrictamente a la lógica, todo se desvanecería de repente, como si despertara de un sueño, y descubriría que no estaba allí, sino en algún otro sitio mucho más familiar.
Tenía ganas de vomitar, pero volvió a dormirse y, cuando se despertó, una gran parte de la pared blanca de enfrente —el tercio superior más o menos— estaba cubierta por un dibujo. La casa olía ahora a rotuladores Sharpie, lo que resultaba mareante, pero también una bendición, considerando los otros olores que los Sharpie disimulaban. El dibujo era detallista, minucioso hasta la fantasía, lleno de perros y gatos y televisores y aquellas características caras con la boca abierta, casi como un Brueghel, pero sin técnica, un informe motín de colores primarios industriales, y quizá tuviera belleza, pero Jonas no conseguía verla.
Cynthia le pidió a Dawn que le mandara un fax con todo lo que encontrara sobre el Silverberg Hospice y descubrió que se trataba de una de las instituciones benéficas más conocidas e importantes de la ciudad, bien dirigida y generosamente financiada. Había albergado la esperanza secreta de que la respuesta fuera otra, porque fantaseaba con comprar la residencia. Pero no había nada que ella pudiera mejorar. Le habría aumentado inmediatamente el sueldo al personal, pero también le gustaba ceder a la ilusión de que cada uno de los profesionales del centro sólo trabajaba para ella, para nadie más: el tipo de fantasía egoísta y sentimental de todo el que tiene a los padres o al hijo enfermo, con la diferencia de que Cynthia contaba con recursos suficientes para realizar tales fantasías de vez en cuando. Se preguntó si su padre estaría en la mejor habitación y, aunque podría haberlo averiguado en cinco minutos con sólo recorrer el pasillo —no había más de ocho o nueve habitaciones, y parecía existir la costumbre de dejar las puertas abiertas—, ¿quién sabe lo que encontraría si miraba dentro? Por fin se atrevió a preguntarle a una enfermera; la respuesta fue que las habitaciones sólo se diferenciaban por tener o no tener vistas al lago. Nadie la miraba de un modo raro cuando hacía preguntas así.
En la residencia sólo trabajaba un médico. Visitaba a los enfermos dos veces al día y no hacía casi nada, y ése era su objetivo, como Cynthia tenía que recordarse una y otra vez. Un día, por casualidad, oyó en la sala de enfermeras una conversación entre el médico y Marilyn que sugería que los dos pertenecían a la misma iglesia: esto explica muchas cosas, se dijo Cynthia, aunque la verdad era que no sabía bien qué explicaba.
Era especialmente difícil mirar cuando cambiaban las sábanas de la cama con su padre acostado, la manera delicada y eficiente con que movían el fardo que era su cuerpo, la pasividad más allá de toda vergüenza con que él se sometía. Y la misma disponibilidad demostraba cuando lo afeitaban, aunque a Cynthia le resultaba más fácil entender el atractivo sensual que implicaba ese momento. Conociendo a su padre, era probable que en sus buenos tiempos alguna vez derrochara el dinero en un profesional del afeitado. Le hubiera gustado afeitarlo ella, pero no estaba segura de mantener la calma necesaria; afeitar a alguien con una cuchilla le habría parecido angustioso incluso en circunstancias más favorables. Cuando observar estas operaciones de mantenimiento, por decirlo así, le parecía excesivo, salía a la terraza y miraba el lago artificial. Era más agradable cuando había pájaros. Pero no se atenían a ningún horario. Irene no la acompañaba porque Cynthia le había dicho que era alérgica al humo del cigarrillo, una mentira que a Irene no se le podía haber escapado, pero había momentos en los que Cynthia no soportaba la compañía de nadie.
Le hubiera gustado llevarle comida, y en la residencia la animaban a hacerlo, dentro de ciertos límites; el organismo de su padre se iba deteriorando, y los alimentos difíciles de digerir no le producirían todo el placer que ella esperaba. Pero a su padre no le interesaba la comida. Un día pidió un helado, que le sirvieron al instante, pero después de que Cynthia le diera una cucharada se declaró satisfecho. Siempre había sentido debilidad por los dulces, y el capricho del helado quizá había sido más un recuerdo que un deseo.
—¿Te lo tomarías con un poco de nata montada? —le preguntó Irene, levantando demasiado la voz, por encima del hombro de Cynthia—. ¿Te acuerdas cuando te lo ponía con nata?
Le hablaba en un tono de simplicidad teatral, como si estuviera ante un tablero ouija. Y él volvía a dormirse, con la boca abierta, respirando arrítmicamente. Irene y Cynthia se sentaban a los lados de la cama inmensa, una enfrente de otra, y si hablaban, hablaban muy bajo. Las enfermeras les llevaban algo de comer, e Irene sugería siempre que se tomaran un descanso y fueran a almorzar o cenar a un sitio donde, decía muy seria, pudieran dejar de cuchichear, pero Cynthia no quería. Su excusa era que su padre podía despertarse y preguntar por ella y no encontrarla, algo que era verdad pero no del todo; de cualquier cosa de la que Irene deseara hablar con tanto interés, Cynthia estaba casi segura de que ella no quería hablar. La desilusión era una perspectiva demasiado amarga.
No era difícil aguantar más que Irene: cuando se acercaba la hora de la cena empezaba a bostezar y al momento se iba a su casa, a dormir en su cama. El horario de visitas era indefinido, pero las enfermeras insistían, con el tono que da la experiencia, en que Cynthia se fuera al hotel, a descansar de verdad. Las había visto llevar una cama plegable al fondo del pasillo, para un tipo con el que se había tropezado un par de veces en la sala de enfermeras o en la máquina de bebidas y que esperaba que su mujer muriera de leucemia. Tenía siempre los ojos rojos. Aparentaba unos cuarenta años y exhibía una calva tan quemada por el sol que empezaba a despellejarse. No daba la menor impresión de querer hablar con Cynthia, algo magnífico, porque a Cynthia tampoco le apetecía hablar con él. Se tenían un poco de miedo. Si tu experiencia se parecía demasiado a la de otro, quizá no era tan importante como creías.
Cuando estaba demasiado cansada para permanecer despierta, o cuando no tenía más remedio que cambiarse de ropa porque empezaba a percibir su propio olor, se rendía y llamaba a Herman para que la llevara al hotel. Pero tampoco podía dormir allí; descubrió que la habitación del hotel la desesperaba más deprisa que la residencia, porque era el vacío, ninguna parte, y no tenía a nadie. Encendía la televisión, le quitaba el sonido, calculaba qué hora era en China, y llamaba a Adam.
—Todavía no ha muerto —era lo primero que decía.
—¿Sigue estable? —decía Adam—. La verdad es que no sé muy bien qué te estoy preguntando. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—No lo sé. Es duro. A veces está bien, a veces está intranquilo y es difícil saber qué decirle. Lo único que quisiera es servirle de consuelo, pero está ya tan metido en sí mismo que es imposible.
—¿Y la tal Irene? ¿Te ayuda en algo? Digo que se supone que ha pasado con él toda la enfermedad y debe de estar más acostumbrada a los síntomas y esas cosas.
Las referencias al pasado, incluso al pasado reciente, la hicieron sentirse tensa, o quizá se debía a la falta de sueño.
—Se supone que sí —dijo—. Pero el caso es que tiende a venirse abajo cada vez que la situación empeora lo más mínimo. Es como si esperara que yo la ayude a soportar esto, algo que no habíamos previsto.
—Entonces qué...
—No es lo que se dice una persona complicada —dijo Cynthia—. La ves y te imaginas cómo era su relación con mi padre. Debe de haber sido un público perfecto. Es como un perro. Una pizca de amabilidad y siente tanto agradecimiento que olvida lo que pasó un minuto antes, sea lo que sea.
Cerró los ojos con fuerza para no llorar.
—¿Y las enfermeras? —dijo Adam, y Cynthia agradeció que cambiara de tema—. Algo te ayudan, ¿verdad?
—Las enfermeras son como unicornios —dijo Cynthia—. Creo que debería hacerles fotos para demostrar que no estoy loca.
Adam se rió. Siguió uno de esos silencios que, con su incomodidad previsible, marcan la diferencia entre una conversación telefónica y una conversación de verdad.
—Oye —dijo—. Quizá te parezca raro, pero hay algo en lo que no dejo de pensar, y que no sé si hará que te sientas mejor: tú no vas a pasar por una situación así.
—Creía que ya estaba pasando por ella —dijo Cynthia.
—No, lo que digo es... Siento estar tan lejos. Debería ser de otra manera. Pero lo que digo es que tú y yo hemos tenido prácticamente que partir de cero, en lo que se refiere a la familia, y lo hemos hecho. Hemos triunfado. Estamos en el Año Cero. Son cosas que nadie te podrá quitar. Quién sabe por qué tu padre eligió vivir como ha vivido, pero tú nunca te quedarás tan sola. Por si, viéndolo a él, te lo estás preguntando.
Que intentara expresar algo así significaba más para ella que todo lo que estaba diciendo.
—Tesoro, no sólo hemos triunfado, somos una multinacional acojonante. —Cynthia se echó a reír, secándose las lágrimas—. Somos una marca registrada. No hay nada tan sólido como nosotros. Y además estoy locamente enamorado de ti. ¿Nunca te has preguntado qué habría sido de nosotros si no nos hubiéramos conocido?
—Nunca.
—Ya, yo tampoco. Oye, ¿has conseguido hablar con Jonas?
—No. Le dejo mensajes. ¿Es que ni siquiera sabe que estás ahí?
—Puede que no lo sepa. Estoy segura de que no lo sabe. Si no, me hubiera llamado. ¿Y April? ¿Está ahora ahí?
—En la habitación de al lado. Todavía está durmiendo. Aquí no son ni las seis de la mañana. Le daré un beso de tu parte.
Día a día aumentaba la demencia de su padre. Siempre se le adivinaba en la mirada cuándo no sabía dónde estaba. Reconocía a Cynthia, pero al mismo tiempo creía que seguía en la universidad; y había momentos en que la trataba como si fuera aún más pequeña —«¿Quieres que te lea algo?», le dijo una vez—, pero casi siempre le preguntaba sobre las clases, y sobre cuándo volvería a irse, sobre las fechas en que empezaba el nuevo semestre. Y era raro, porque jamás habían tenido una conversación así, a la que pudiera recurrir la memoria. Por lo que Cynthia recordaba, su padre pasaba temporadas fuera de casa, y se había ido definitivamente cuando ella tenía nueve o diez años; en los años de la universidad, apenas si supo de él por carta o, alguna vez, gracias a una imprevisible llamada telefónica.
—Entonces —dijo—, ¿no tienes novio? ¿Ni novios? A tu edad está permitido, ¿sabes?
Cynthia le sonrió. Irene se sentaba al otro lado de la cama, aunque en aquel momento su padre parecía ignorar que estaba allí, y a Cynthia le causó una satisfacción perversa que aquella mujer, por lo que sabía, creyera que padre e hija estaban rememorando algo que había sucedido de verdad. Su padre tenía los labios cortados; Cynthia llenó una especie de biberón con el agua de la jarra que había siempre junto a la cama y se lo acercó a la boca.
—Tengo unos cuantos novios —le dijo, con coquetería, imitando a la Cynthia con la que él la confundía—. Nada exclusivo.
—Tienes que divertirte. La juventud es para eso. Y no hace falta que te diga que tengas cuidado. Para eso está tu madre.
Sólo quería ser generosa. Pero temía empezar a echarle en cara ciertas cosas. Le fastidiaba un poco que el pasado al que su padre volvía no hubiera existido en realidad: no era ni siquiera pasado, sino algo nuevo. A no ser que se tratara de una fantasía que su padre albergaba desde hacía mucho tiempo, y que hubiera perdido la capacidad de moverse entre lo que tenía dentro de la cabeza y lo que había fuera.
Varias veces intentó de buenas a primeras levantarse de la cama en aquellos días; se serenaba cuando Cynthia le tocaba el hombro, pero seguía mirando al suelo, como si se le hubiera caído algo. A la tercera o la cuarta vez, una noche, cuando estaban solos, pasó de la simple curiosidad a algo más parecido a la irritación.
—Papá —dijo Cynthia—, ¿qué pasa? Tranquilízate. ¿Qué buscas?
La miró como si le hubiera preguntado algo que ya había repetido diez veces.
—Mis zapatos —dijo—. ¿Dónde cojones los he puesto? ¿Sabes dónde están?
Cuando, resistiéndose a sujetarlo por la fuerza, Cynthia se echó a llorar de miedo, no pudo más y llamó a la enfermera de noche, Kay, que llegó en dos segundos. Una de las razones por las que no le gustaba recurrir a Kay era que su padre, en sus fantasías, parecía haberse enamorado de ella y flirteaba de una manera ridícula. Aunque Kay andaba por los sesenta y era más gorda y grande que una casa, Cynthia entendía a su padre. La competencia e ironía con la que Kay actuaba en las situaciones más terribles era muy sexual.
—Charlie, ¿qué es lo que te preocupa? —dijo Kay, tranquila.
Dejó de moverse y la miró con la boca abierta como un recién nacido. Cynthia, que temía volver a perder los nervios, salió al pasillo. Kay apareció a los dos minutos.
—¿Está bien? —dijo Cynthia, y la voz le temblaba—. ¿Le has dado algo?
—Está bien —dijo Kay—. Sólo un poco nervioso. Suele pasar. No queremos pasarnos con la medicación.
—No sé, no sé qué he hecho para que se pusiera así. Estaba buscando los zapatos. Parece una tontería. Pero es la décima vez que pasa. Siempre ha sido un poco presumido. A lo mejor quería que tú lo vieras elegante.
Kay negó con la cabeza.
—No es eso —dijo, alisándose el uniforme, una prenda muy alegre—. Aunque te parezca increíble, lo de los zapatos es una constante. O el abrigo, o el bolso, cuando se trata de mujeres. Hace unas semanas teníamos una mujer que me acusaba de haberle robado el sombrero.
Cynthia la miró, confundida.
—Lo saben —dijo Kay—. A determinado nivel, saben que se van de viaje, y necesitan prepararse. Sí —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras Cynthia volvía a empezar a llorar—. Lo sé. Crees que es una metáfora o algo por el estilo hasta que lo ves unas cuantas veces.
En Dongguan se alojaban en un hotel de estilo occidental donde todo el mundo hablaba inglés y la comida, mal guisada, por lo menos era reconocible, y te echaban por debajo de la puerta una extraña versión fotocopiada del New York Times; pero cuando a primera hora de la mañana se desplazaron a un lugar llamado Changan, nada de lo que había fuera de la burbuja del coche siguió pareciéndoles familiar. La fundación había construido un dormitorio nuevo para los trabajadores de una fábrica —se suponía que se llamaba Morey— y fueron a verlo. Uno de los guardaespaldas le dijo a April que aquella zona de China se llamaba el Delta del Río de las Perlas, pero debía de ser una frase publicitaria porque era el sitio más feo que había visto en su vida. No había nada, sólo cemento y humo y claustrofobia y un cielo sin asomo de azul. El hecho de que, en cuanto salía del hotel, todos los signos que veía en los carteles fueran completamente incomprensibles, hacía que se sintiera como una niña pequeña. Intentaba mantener una actitud de desprecio hacia todo, pero la verdad es que la novedad o extrañeza absoluta de aquel mundo resultaba tan amenazadora que se pasaba el tiempo sentada, con los brazos cruzados para no temblar. El chófer le ofreció tres veces su chaqueta.
Adam iba con ella en el asiento trasero y leía el Times fotocopiado del hotel. Más allá de la cabeza de su padre April veía al guardaespaldas, que los acompañaba en moto a todas partes. ¿Por qué? ¿Por qué una cosa así no le parecía alucinante a nadie, excepto a ella? Aquella mañana su padre había tenido una reunión, pero no le había dicho con quién. Negocios, le había dicho. El fondo, no la fundación. Significara eso lo que significara.
No habían hablado mucho. El miedo le había cerrado la boca y seguía muy enfadada con su padre por haberla obligado a acompañarlo. Se preguntaba cuándo saldrían de aquella región que nunca acababan de atravesar, llena de fábricas gigantescas, de aspecto venenoso, y entonces, por increíble que parezca, el chófer paró el coche delante de una de aquellas fábricas y apagó el motor.
—¿Tengo que entrar? —dijo April—. ¿No puedo esperar aquí?
Su padre y el chófer, que también era su intérprete cuando se apeaban del coche, intercambiaron miradas divertidas como si todo fuera graciosísimo.
—Por supuesto que no —dijo su padre.
Lo primero que pasó en cuanto cruzaron la puerta fue que les hicieron ponerse unos auriculares enormes, y April no tuvo que dar más de diez pasos para adivinar por qué. Incluso con los auriculares puestos aquello era ensordecedor. Pero por lo menos los auriculares evitaban que te sangraran los oídos. Todos los trabajadores llevaban auriculares, y cascos, gafas protectoras y uniformes. Debía de hacer más de cuarenta grados centígrados de temperatura. Los trabajadores la miraban como si ella no pudiera verlos. Eran chicas —al menos la mayoría— de la misma edad que April o más jóvenes.
Un tipo muy nervioso, con traje, les servía de guía y le hablaba a Adam a gritos, señalando las anotaciones que llevaba en un portapapeles, aunque debía saber que era imposible oír lo que allí se decía. Entonces sucedió algo extraño. Empezó a extenderse por la nave el rumor de quiénes eran los visitantes. April vio que las trabajadoras hablaban entre sí. La boca de una de las chicas se abrió de par en par cuando Adam se detuvo a unos metros, atento al guía y asintiendo, como si charlaran de verdad, y entonces la chica se atrevió a dejar su puesto de trabajo y se acercó muy decidida. April se quedó helada. La china hablaba a toda velocidad y sonreía, bajando la cabeza. Cogió las manos de Adam, y cuando recibió como respuesta una sonrisa y un Bienvenida, las otras lo entendieron como una señal, y muchas abandonaron sus puestos y se reunieron alrededor. Todo sucedía delante de April, no en silencio, sino como en una película en la que la banda sonora ha sido sustituida por ruido industrial. Adam estrechaba las manos de las chicas y asentía educadamente como si aquello fuera lo más natural del mundo. Cuando la fila para tocarla se hizo demasiado larga —uno de los supervisores, con la cara encendida, había empezado a darles voces—, un nuevo grupo se separó del primero y rodeó inmediatamente a April. Estaba muerta de miedo. Las chicas inclinaban la cabeza y chillaban y le cogían las manos, y cuando April bajó los ojos vio un par de manos que parecían extraordinariamente pálidas, casi de color rosa, observó que estaban llenas de cicatrices de quemaduras, y eso era lo último que recordaba.
Esta vez su padre estaba sentado en el asiento delantero del coche, y volvía la cabeza para mirarla, mientras ella iba tendida en el asiento de atrás.
—Buenos días, cielo —dijo—. Creo que te has desmayado.
A April le dolía el cuello. Dos minutos más tarde ya estaban otra vez en el hotel, a menos que hubiera vuelto a dormirse y hubiera pasado más tiempo. Adam decidió que esa noche cenarían en la habitación; mientras su hija descansaba en la cama, llamó al servicio de habitaciones y pidió un sándwich Reuben, pero cuando llegó y levantó la tapa de plata de la bandeja, April se echó a llorar.
Adam puso una silla junto a la cama, se sentó y apoyó los pies cerca de los de su hija.
—Quiero irme a casa —dijo April—. Este sitio me da miedo. No debería ser así, pero me da miedo. Los pobres me dan miedo, es eso. ¿Qué clase de persona soy? Soy aborrecible.
—La pobreza da miedo —dijo Adam—. Pensar que te falta lo necesario para vivir es terrorífico. Por eso la gente hace lo posible por evitarlo.
—Muy bien, vale, nosotros lo hemos evitado. Entonces, ¿por qué tenemos que venir aquí? ¿No nos basta con ser lo que somos?
—Tu madre y yo intentamos que el mundo sea mejor —dijo Adam.
—Muy bien —dijo April—. Pero ¿por qué?
—No puedes quedarte sin hacer nada. Sería como no haber pasado por el mundo.
Adam cogió medio sándwich y le dio un bocado.
—Umm —dijo—. Está malísimo.
April se tapó los ojos con la almohada.
—¿Y si no haces nada? —dijo—. ¿Y si lo único que puedes hacer es no hacer nada? Intento no mirar al futuro, pero alguna vez miro y veo todos esos días y no tengo ni puta idea de cómo voy a llenarlos. Por eso me pregunto a veces si no estoy, ya sabes, tratando de abreviar la cosa.
Adam dejó de masticar.
—No digas eso —dijo en tono amenazante—. No quiero volver a oírte esas tonterías. ¿Me entiendes?
April metió la mano bajo la almohada para secarse las lágrimas.
—Siento haberme desmayado. Siento haberte hecho pasar un apuro. Es que no he sabido cómo reaccionar cuando todas han empezado a darme las gracias. ¿Gracias a mí? ¿Por qué? Lo único que yo quería era estar lo más lejos posible de allí. No merecía que me dieran las gracias.
—La gente te quiere —dijo Adam—. ¿De acuerdo? Y si sabes que te quieren, puedes equivocarte alguna vez, pero no te equivocas siempre. Sé que no estás pasando un buen momento, pero tengo plena confianza en que las cosas irán a mejor, como es lo normal. Mejorarán. De eso sé algo. Es, como decían antes, el modo de vida americano. Puede que te sientas un poco perdida en este momento, pero sabrás lo que tienes que hacer. Quizá ahora debas concentrarte en lo que no tienes que hacer. Por ejemplo, frecuentar a traficantes y europeos degenerados con nombres como Dmitri.
—Vale —dijo April—. Es un gilipollas. Pero, al contrario que mamá y tú, nunca encontraré a nadie que valga la pena. Vosotros sois un absurdo.
—Seguro que encontrarás a alguien. Lo sé. Por decirlo de algún modo: en el mundo siempre hay alguien que puede salvarnos.
—Entonces, ¿crees en el destino y esas cosas?
Adam se lamió los dedos.
—Para todos quizá no —dijo.
Trató de que comiera algo, pero la verdad es que no podía reprocharle que se negara; el Reuben, como la mayor parte de la comida al estilo americano que habían visto en Dongguan, sólo era una aproximación basada en fotografías. Incluso los ingredientes parecían haber sido elegidos lo mejor posible guiándose por el color. April prefirió cerrar los ojos, mientras su padre, sentado a los pies de la cama, la miraba. Cuando se quedó dormida, se levantó sin hacer ruido y volvió a su habitación, dejando entreabierta la puerta que comunicaba las dos zonas de la suite.
Había tenido que cancelar una de las dos reuniones del día para estar con April, pero la otra había ido bien, y todo, a su juicio, marchaba según lo previsto; y, sin embargo, algo lo perturbaba cuando se asomó a la ventana, imposible de abrir, ante un cielo gris que se volvía mortecinamente negro. Era la habitación, decidió, la sensación de desagrado e inquietud que le habían provocado siempre las habitaciones de hotel. Lo desquiciaban; a veces se despertaba en un hotel y no sabía dónde estaba, cómo había llegado allí. Después de recorrer medio mundo, pensabas que sería distinto. Pero la habitación era la misma en todas partes: neutra y altivamente segura de sí misma, como si supiera que viviría mil años más que tú. Te volvía meditabundo, un estado que no agradecía ni apreciaba, ni en sí mismo ni en los demás. Lo mejor habría sido acostarse, pero Adam conocía su cuerpo lo suficientemente bien para saber que como mínimo tardaría una hora en dormirse. Permanecer tendido en la cama, a oscuras, sería aún peor.
Cyn le había dicho que la llamara a cualquier hora, pero cuando lo intentó le saltó el contestador automático. Quizá se había dejado el cargador en Nueva York. Le dejó un mensaje en el hotel diciéndole que esperaba que su padre siguiera en situación estable y que la quería.
Fin de una época, pensó: el hecho de que su suegro hubiera sido un fantasma en vida hacía más difícil, no sabía por qué, imaginar que pronto desaparecería de verdad. Se trataba de un tipo que se despedía de la tierra sin dejar la menor huella, habiendo vivido, en realidad, cuidando de que fuera así. No tenía sentido. Adam no se lo había dicho nunca a Cynthia, pero si el hijo que Charlie Sikes abandonó hacía treinta años hubiera sido él, no le importaría en absoluto que el tipo se muriera más solo que la una en un agujero. Jamás le habría dado un centavo, ni lo habría buscado, ni le habría dirigido la palabra, ni siquiera habría pensado en él. Pero, para todo, Cynthia tenía un corazón más grande que el suyo. «Su media mitad» era una de esas expresiones que la gente usaba sin pensarlo, pero Cynthia era, sin ninguna duda, su media mitad, la mitad mejor, e intuía y era consciente de la clase de abismo en que se precipitaría si ella le faltara. Allí probablemente se reuniría con Charlie. Pero la familia civiliza al hombre. Ya ves, ésta es la típica mierda en la que detesto pensar, se dijo, y se levantó a poner la televisión, pero el único programa en inglés que encontró fue el de Larry King y le quitó el volumen para no despertar a April.
Al otro lado de la ventana la oscuridad mugrienta devoraba el paisaje de tejados cuadriculados. Había bajado al vestíbulo esa mañana en pantalones cortos y camiseta para correr un rato, pero el conserje salió disparado hacia la puerta a cerrarle el paso y decirle que la calidad del aire era demasiado mala para ese tipo de actividades. Y parecía verosímil. O puede que el conserje no quisiera que durante su turno de trabajo secuestraran o le dispararan a Adam, o que viera algo que un americano no debía ver. Estaba en una ciudad despiadadamente fea. Y sin embargo aquello era el futuro. Todo el mundo asentía cuando lo decías, pero muy poca gente hacía algo al respecto.
Incluso algunos socios del fondo pensaban que alguien de la posición de Adam no debería haber emprendido negocios en China. La mayoría de sus empleados lo consideraban apolítico, para bien o para mal, pero se equivocaban. Adam sabía perfectamente que lo que hacía allí afectaba al patrimonio de muchos, además de al suyo. El dinero era un sistema en sí mismo, un idioma, un principio rector. Introducías dinero en una situación y liberaba el potencial de todo el mundo. Podías enriquecerte, o podían enriquecerse otros y no tú, pero siempre era lo mejor para descubrir la verdad sobre tu propia naturaleza.
La habitación estaba en silencio, como si se hubiera puesto tapones en los oídos, y casi pegó un salto cuando oyó ruido en la puerta: alguien de recepción intentaba meter por debajo de la puerta un montón de papel de fax, o eso parecía. No pensaba ponerse a leer aquello. Empezaba a sentirse cansado. Lo primero que haría al día siguiente sería salir a correr por las calles venenosas, aunque tuviera que quitar de en medio al conserje. Cuanto más lo pensaba, más le fastidiaba haberse dejado convencer esa mañana. Llevaba cinco días seguidos —desde que salieron de Nueva York— sin hacer ejercicio. Estaba en mejor forma que muchos a quienes doblaba en edad, pero la gente no se daba cuenta de lo frágil que era la forma física. Tienes que esforzarte a fondo para mantenerla: te descuidas un momento e inmediatamente los años te caen encima. Sentado en la cama, se levantó la camiseta y consiguió coger un mínimo pliegue de grasa entre el pulgar y el índice. Eso no era bueno. Se prometió solemnemente doblar el régimen de ejercicios en cuanto volviera a casa.
Volvió a la residencia al amanecer, pero su padre ya estaba despierto. Miraba, como si algo lo alarmara, el ventilador, que giraba despacio en el techo.
—¿Qué pasa? —dijo Cynthia—. ¿Quieres que lo apague? ¿Tienes frío?
Lo apagó, pero la expresión de la cara de su padre no cambió. Vio que movía los labios y se inclinó sobre él, en la cabecera de la cama.
—¿Qué es? —dijo su padre—. ¿A qué distancia está?
Le contestabas, y asentía, como si te hubieras explicado perfectamente, pero medio minuto después descubrías la misma expresión en sus ojos y sabías que la pregunta era mucho más importante que cualquier respuesta que pudieras ofrecerle. Algunos mínimos rasgos de su personalidad que de vez en cuando volvían a la superficie —el guiño con el que subrayaba que te estaba tomando el pelo, aunque quizá ya no significara lo mismo, o el chasquido característico que hacía con la lengua cuando entendía algo que hasta entonces se le había escapado— sólo eran, y Cynthia lo sabía, vestigios, tics que ya tenían otro sentido, pero que habían sobrevivido a partes más esenciales de su ser, como si surgieran del interior para irse apagando.
—¿Quiénes son esos idiotas? —dijo. Levantó la mano para protegerse los ojos del sol, aunque la habitación estaba casi a oscuras—. ¡Que salgan del green! ¡Por amor de Dios!
—¡Dios mío! —dijo Irene, nerviosa—. No hay nada. Estás viendo visiones.
Le cogió la mano; él se soltó y empezó a mover las piernas hacia el borde de la cama. La barandilla estaba bajada, y Cynthia no sabía cómo se levantaba. Las dos mujeres intentaban devolverlo a la fuerza a su sitio.
—¿Os habéis vuelto locas? —dijo—. ¡Es un torneo con salida simultánea, un shotgun start! ¡Vamos! ¿Dónde están mis zapatos?
—Llama a la enfermera —le dijo Cynthia a Irene, pero ya estaba Kay allí.
Una simple mirada a los ojos del enfermo pareció confirmarle que no bastaban sus habituales encantos; pulsó un botón que había al lado de la cama, y otra enfermera acudió con una jeringa preparada.
—Mierda —dijo Cynthia. Salió con Irene al pasillo, intentando no oír—. Mierda, mierda, mierda. No tendría que ser así, ¿verdad?
—Sólo es un mal momento —dijo Irene, aunque también estaba temblando—. No ha llegado su fin. No se irá luchando de ese modo. Estará preparado.
Santo Dios, ni se le había ocurrido, hasta que Irene lo mencionó, que su padre podía estar muriéndose en aquel momento. Una enfermera cerró la puerta con discreción. Cynthia se quedó mirando la puerta cerrada.
—¿Cómo lo sabes? —dijo.
—El Señor no lo permitirá —dijo Irene.
Sonreía, apoyaba la mano en el brazo de Cynthia. Su expresión sugería que quería decir algo importante y tranquilizador. Cynthia no sabía si había elegido aquel momento para descubrirse como una fanática de Cristo, o si había soltado lo primero que le había venido a la cabeza para consolarla como si fueran madre e hija, pero, fuera lo que fuera, aquella mano en el brazo le provocó una descarga que la traspasó, paralizándola. Dios mío, pensó Cynthia. No queda más tiempo. Retiró el brazo con cuidado, como si se extrajera una flecha.
—¿El Señor no lo permitirá? —dijo—. El Señor no lo permitirá. Claro.
A los pocos minutos, Kay salió de la habitación y dejó la puerta abierta.
—Dormirá un rato —dijo, mirando a una y a otra—. Es algo que no nos gusta hacer, a menos que sea necesario, pero, creo que lo habéis visto, cada vez estaba más agitado. La otra opción hubiera sido inmovilizarlo.
Cynthia se volvió hacia Irene.
—Bueno —dijo alegremente—, parece que disponemos de unas horas. Tengo hambre. ¿No tienes hambre?
Uno de los celadores les explicó cómo llegar a un restaurante de comida típica, un Cracker Barrel, al otro lado de la I—75. Cynthia fue en el coche de Irene. No sabía ni la hora que era, pero pidió un desayuno abundante.
—Servir desayunos durante las veinticuatro horas del día es una de las cosas que hacen grande a América —le dijo a Irene, que no sabía muy bien qué significaba la frase pero sonrió encantada.
Era la ocasión que Irene había estado esperando y, después de encargar el menú, empezó por hacerle a Cynthia algunas preguntas muy razonables sobre sus hijos: qué edad tenían, si llevaba alguna foto suya, cuánto se parecían a su madre y a su abuelo.
—Tengo tres nietos —dijo Irene—. El mayor está en la marina; vive en un submarino, aunque parezca increíble. No sé cómo puede. Mis dos hijas son amas de casa, una en Charlotte y la otra en la otra punta, en California, en Silicon Valley. Jackie tiene un hijo que debe ser de la edad del tuyo. ¿No sería estupendo que se conocieran?
Cynthia le hizo un gesto a la camarera, como si se llevara a los labios una taza de café.
—Sabes —continuó Irene, cambiando de tono—, soy consciente de que tu padre puede no haber sido la persona más equilibrada que conoces. Pero hay hombres que son especiales. Por si te sirve de algo, sé que tenía mucho de lo que arrepentirse, en todos los sentidos. Hay muchas cosas que querría haber hecho de otro modo.
—¿Irene? —dijo Cynthia.
Irene le dirigió una mirada de recepcionista cargada de paciencia mientras la camarera les ponía dos platos tan llenos que la comida rebosaba.
—No quiero hablar contigo de esas cosas —dijo Cynthia.
—¿Por qué no?
—Es el pasado. No importa.
—Pero nos ayuda hablar del pasado, ¿verdad? Sé que me servirá de ayuda hablar de tu padre contigo.
—No ayuda. Tú no estabas allí. No puedes meterte ahora y, sinceramente, me parece un poco obscena la idea de que hables de eso.
Irene pareció dolida.
—Te diré lo que pienso sobre el pasado —dijo Cynthia, retrepándose en la tapicería del reservado—. Es como una caja de seguridad: vestirse y arreglarse para ir al banco a verla no cambia lo que hay dentro. Me queda muy poco tiempo que pasar con mi padre. Cuanto más se acerca el final, más me angustia la situación y, para ser sincera, no tengo tiempo para saber más de ti o de cualquiera que haya compartido la vida con él. No tengo el menor interés en establecer contigo ningún tipo de vínculo afectivo e inútil, como si fueras a convertirte en mi madrastra o algo por el estilo. Y si mi padre hubiera querido que así fueran las cosas entre nosotras, me habría hablado de ti cuando aún podía hacerlo. Ya ves, he cambiado de idea. Es verdad que hablar ayuda.
La sonrisa de Irene se había ido disipando.
—Puedo preguntarte, entonces —dijo, esforzándose en mantener la dignidad—, ¿por qué estamos aquí?
—Porque hay algo que quería preguntarte, Irene, y no sabía cómo hacerlo. Pero, aquí sentada, me doy cuenta de que no importa lo que pienses de mí. No importa. Lo que quería preguntarte es esto: ¿cuál es tu objetivo final? Porque te diré una cosa. Es obvio que a ti no te conozco demasiado, pero a mi padre lo conozco lo suficientemente bien para intuir el tipo de relación que manteníais. Era un hombre al que le gustaba que lo admiraran y que se iba en cuanto desaparecía la admiración, y puesto que tú has tenido la suerte de resistir hasta el final, probablemente pienses que se trataba de un amor para siempre. La vida de mi padre ha sido insignificante, pero le bastaba con que una mujer lo creyera lo más: era lo único que necesitaba para sentirse bien consigo mismo. A veces podía ser un poco brusco, ¿verdad? ¿Se pavoneaba, dándote lecciones y obligándote a decirle lo inteligente que era? Y apostaría a que le sobraban razones para no casarse cada vez que tú sacabas el tema. Pero lo cierto es que no te une a él ningún vínculo legal, ninguna obligación, y, para ser brutal, ninguna relación sentimental, teniendo en cuenta que ya no sabe quién eres. —Cynthia le añadió crema al café, lo único que había en la mesa del país de las grasas—. ¿Te das cuenta de adónde quiero llegar, Irene?
Irene había fruncido los labios y movía la cabeza como una de esas muñecas que la tienen unida al cuerpo por un muelle.
—Creo que en este asunto nuestros intereses coinciden —dijo Cynthia—. Me figuro que tú, una mujer mayor sin medios de subsistencia conocidos, como solía decirse, piensas que, si resistes hasta el final, tus años de dedicación a semejante vividor y padre de una hija rica merecerán alguna recompensa.
—Te ruego que...
—Y yo —continuó Cynthia— quisiera que te fueras y me dejaras pasar a solas con él el poco tiempo que le queda. Me gustaría mucho. Y creo saber el modo de que nuestros deseos encajen perfectamente. ¿Tú lo sabes?
La cara de Irene estaba roja.
—No es nada personal —dijo Cynthia—. Pareces una buena persona.
—No te entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No quiero ser desagradable.
—Si no ahora, ¿cuándo?
—Él te abandonó —dijo Irene, y se cubrió la boca con la mano—. Sé que ha sido para ti un padre pésimo, terrible. Él también lo sabe. Ha aceptado tu dinero. Durante todos estos años. Nunca te lo pidió, pero podría haberlo rechazado. Debería haberlo rechazado.
—Au contraire. Podría haber tenido todo lo que me hubiera pedido.
—Ni siquiera estaba segura de que fueras a venir —dijo Irene—. No lo estaba. Él decía que vendrías, pero yo pensaba que sólo era lo que él quería creer. Y tú, sin embargo, pareces no querer reconocer que...
—Te lo has pasado bien con él, ¿no? Creo que sí. Y que se acabe la diversión es triste. Cada día, en algún rincón del mundo, una mujer aprende esa lección.
Irene cerró los ojos.
—Lo único que intento —dijo— es respetar sus deseos. Intento hacer lo justo. Jamás había pensado en el dinero.
—Estoy segura de que es verdad. Piensa en el dinero ahora. Has respetado sus deseos. Eso ya está. Ahora te pido que respetes los míos.
Se puso a comer. Parecía que incluso el peinado de Irene había empezado a deshacerse, allí sentada, en la mesa, como si fuera en un descapotable o a bordo de una barca incómoda. Los años vividos le velaban los ojos. Cynthia conocía a su padre lo suficiente para saber con exactitud lo que había significado para aquella pobre mujer, todas las alegrías, todas las promesas, todos los propósitos implícitos en cuidar de un hombre que esperaba que cuidaran de él. Pero ahora estaba en su lecho de muerte, y se habían acabado las alegrías para Irene. De repente se le abrió la boca y se le escapó una risa que parecía un ladrido; se encogió de hombros, levantó las manos y movió la cabeza, como si negara ser la persona que decía lo que iba a decir.
—Cien mil dólares —dijo.
—Hecho —dijo Cynthia. Cogió una servilleta de papel y sacó un bolígrafo del bolso—. Te voy a dar un número de teléfono. Llama mañana. Habrá que firmar algún papel.
—No será necesario.
Cynthia iba a insistir, como sabía que era lo debido, pero algo en la expresión de Irene le aconsejaba piedad. Se puso a mirar la mesa, dándole vueltas al bote de jarabe con aire pensativo.
—Dios mío, esto es pura decadencia —dijo—. ¿Esto es lo que come aquí la gente? ¿Jarabe de moras de Boysen? Estupendo, qué diablos. Así es la vida de pueblo.
—¿Necesitas... —dijo Irene, y en ese momento cerró los ojos y apoyó la cabeza en la mano—, necesitas que te lleve a la residencia?
—Eres muy amable —dijo Cynthia, cogiendo el teléfono móvil—. Pero no.
Cuando el teléfono móvil de Jonas empezó a sonar con más insistencia, Novak, incapaz de descubrir cómo apagarlo, encontró una solución muy original: fue muy decidido al cuarto de baño y lo tiró al retrete. Jonas se dio cuenta de lo que había hecho cuando volvió a la habitación. Le estaba permitido, o eso parecía, levantarse del sofá —sólo se lo impedía el miedo—, pero cuando se puso de pie, Novak dejó de dibujar y se quedó mirándolo, inescrutable, como un gato, hasta que volvió a sentarse. Jonas no sabía si su condición era la de prisionero, o la de rehén, o si simplemente era libre de irse. Novak, sin embargo, ya había demostrado hasta dónde estaba dispuesto a llegar para imponer su concepto de la realidad, fuera el que fuera, y Jonas no quería arriesgarse a comprobarlo otra vez en su propia carne. Por lo menos, todavía no.
Una de las cosas que lo tenía sin fuerzas era que no comía desde... Bueno, había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba allí. Además del teléfono, le habían quitado el reloj, pero, quién sabe por qué, no el monedero ni las llaves del coche. Habían arrancado el papel de las ventanas, pero las persianas estaban bajadas. Novak sacó del dormitorio una escalerilla de dos peldaños, presumiblemente para llegar a las zonas más altas de la pared, y Jonas pensó que quizá fuera el momento de echar a correr hacia la puerta, una puerta que ni siquiera había visto usar todavía. La comida de Arby’s llevaba lo suficiente en la cocina para contribuir al aire viciado y fétido, desesperante, que, por sí solo, casi podía dejarlo de nuevo sin sentido.
Novak trabajaba sin descanso, pero no especialmente deprisa. Jonas llegó a la conclusión, dramatizando quizá demasiado, que lo que fuera a sucederle sólo le sucedería una vez que estuviera terminado el dibujo de la pared. Había, por supuesto, más paredes que cubrir de dibujos, aunque llenarlas exigiría mover otra vez los muebles. Mientras dibujaba, la cara de Novak no expresaba ni éxtasis ni emoción; sólo concentración, eso era todo. Lo que estaba dibujando sólo era una reelaboración más de la misma mierda que dibujaba siempre; era obsesivo e incomprensible y no decía nada, algo que al principio parecía una virtud, pero que resultaba frustrante en aquel momento, cuando había algo que a Jonas le gustaría averiguar. El mural de Novak no ocultaba ninguna clave, ni llevaba a ningún sitio. Y dibujar no parecía liberarlo de su dolor interior, en absoluto. Si acaso, Novak parecía más ceniciento y estropeado que a la llegada de Jonas. Soportaba una gran carga, un peso enorme, pero Jonas ya no sentía ninguna empatía, ni siquiera interés. Era algo a lo que no tenía acceso. Jamás, en su vida, podría recordar por qué le había provocado tanto entusiasmo ir a ver a Novak.
Se oyeron de pronto pasos en la escalera e, inmediatamente, un golpe en la puerta, y no precisamente amistoso. Jonas levantó la cabeza, como un perro, pero Novak ni se inmutó. Tenía los dedos manchados de tinta de rotuladores Sharpie de todos los colores.
—Joseph —llamó una voz de mujer.
Novak siguió con lo suyo, sin responder, pero sin esforzarse lo más mínimo en no hacer ruido.
—¿Joseph? —Volvieron a golpear la puerta—. Joseph, si estás ahí, ya te he dicho que saques la basura. Sé que no te gusta, pero tienes que hacerlo. La he olido desde la calle. ¿Me oyes?
Quizá Novak no necesitara gafas, pero trabajaba con la nariz casi pegada a la superficie sobre la que dibujaba. En ese momento, con el rotulador verde, trabajaba en uno de sus característicos televisores cuadrados, con la pantalla en blanco y la antena como las orejas de un conejo. El televisor aparecía en el techo de una estación de servicio.
—Esta noche —dijo la mujer—. Esta noche o llamo a tu hermano.
Los pasos se alejaron.
Usa la llave, gritó Jonas mentalmente, usa la llave de mierda, imbécil, y entonces, maldiciéndose por su cobardía, se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Con la misma rapidez, Novak dejó caer los rotuladores y le cerró el paso, interponiéndose entre Jonas y la puerta. Jonas se detuvo y levantó las manos, extendiéndolas hacia delante, sintiendo cómo le latía la sangre en la cabeza. La pierna de Novak empezó a temblar. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Por favor, estate quieto —dijo—. Estate quieto. A menos que quieras orinar, o algo, y entonces usa el baño. Yo no tengo la culpa, ¿sabes? Te crees muy inteligente, pero eres tonto. ¿Tienes la más mínima idea del lío en el que estoy metido en este momento?
¿Qué esperaba exactamente que sucediera? Deseaba con desesperación que no se muriera, era verdad, y sabía que había algo vergonzoso en ese sentimiento, puesto que desafiaba de manera flagrante la voluntad de su padre, cuando todavía tenía voluntad. Nunca hubiera admitido en voz alta ante nadie cuánto necesitaba que siguiera vivo. Pero no era porque hubiese algo que debía obtener de él antes de que se fuera. Era más porque no podía imaginarse en el mundo sin su padre, sin que su padre estuviera también en algún sitio. Él mismo era la respuesta viviente a cualquier cosa que la gente pudiera decir sobre su egoísmo, su mala vida, lo mal que la había tratado a ella, pues la adoración que su padre sentía por ella no era falsa, no era una pose. Su padre sabía ofrecérsela, hacérsela sentir desde lejos. Creía en la autosuficiencia de su hija. Ella también lo adoraba. Todo iba bien entre los dos, pero necesitaba que siguiera con vida para probarlo.
Así que, por desahuciado que estuviera, era una agonía ver cómo empeoraba. Dormido, su respiración se convertía en una especie de sonido áspero y terrible: había oído antes la expresión «el estertor de la muerte» y, en un principio, asumió que era eso, y luego pensó que quizá no lo fuera, porque su padre volvió a despertarse. Llevaba un día sin hablar. Ya no tenía fuerzas para lamerse los labios, siempre agrietados, y Cynthia había sustituido a la enfermera en la tarea de humedecérselos.
Y, sin embargo, cuando se despertaba sobresaltada en el sillón, a la cabecera de la cama, o volvía corriendo de la terraza que daba al lago falso porque le parecía haber percibido un ruido, se torturaba pensando que su padre había dicho algo que ella no había podido oír.
Dejó de ir al hotel. Llamaba a recepción para asegurarse de que Herman seguía a su disposición las veinticuatro horas del día, costara lo que costara. Era una tontería, pero sin Herman se sentía desconectada del mundo conocido. No tenía idea de dónde demonios estaba. Por otra parte, en caso de necesidad, Marilyn, la enfermera, la hubiera podido llevar a cualquier sitio. Quizá, incluso, tuvieran que pasar antes por casa de Marilyn, de camino hacia donde se dirigieran, y Cynthia podría ver más o menos cómo vivía esa gente.
El tiempo se había reducido hasta el punto de que su única unidad de medida era la respiración irregular. Una noche, o un día, se despertó en el sillón y su padre estaba mirándola.
—¿Sinbad? —dijo.
La piel se le pegaba al cráneo, tensa, pero el velo que parecía cubrirle casi siempre los ojos había desaparecido.
Cynthia se inclinó hacia la cama. Parecía sudoroso. Cynthia humedeció la manopla y se la pasó con cuidado por la frente, las sienes, las mejillas.
—Es agradable —dijo su padre con voz clara.
La luz intensa, de clínica, se filtraba desde el pasillo, y sólo a través de las persianas entreabiertas Cynthia adivinó que amanecía. A menos que estuviera anocheciendo. Fuera como fuera, las mismas sombras azuladas caían sobre el lago vacío y, más allá, sobre la orilla artificial.
—No llores —dijo su padre.
Pero no estaba llorando. Incluso se tocó la cara para cerciorarse.
—No estoy llorando, papá —le dijo, y sonrió.
—Vamos, vamos —insistió, mirándola a los ojos—. Tranquila. Estoy aquí.
¿Por qué su primera reacción, cuando desvariaba así, era corregirlo, devolverlo al presente? ¿Qué más daba a esas alturas, si no se volvía violento, ni se agitaba, ni se empeñaba en buscar los dichosos zapatos que jamás volvería a ponerse?
—Sí, papá —dijo—. Gracias. Ya me siento mejor.
—Estupendo. Quizá deberíamos darnos prisa para ir a la iglesia. ¿No?
Tuvo la sensación de que el delirio de su padre tiraba de ella como alguien que se ahoga y se aferra a tu tobillo debajo del agua. ¿A qué se refería? ¿Estaba hablando de su propio funeral?
—¿Qué hora es? —preguntó.
Cynthia negó con la cabeza, aunque no sabía si podía verla, así que se aclaró la garganta y dijo:
—No lo sé.
—Bueno —dijo su padre, con la voz rota de pronto—. Estoy seguro de que nos quedan unos minutos. No pueden empezar sin nosotros, ¿no?
Cynthia le acercó el vaso a la boca para que bebiera agua. Unas gotas le corrieron por la cara, y Cynthia alargó la mano y las detuvo con la punta de los dedos antes de que llegaran a la almohada.
La manera de hacerle compañía, si no intuías exactamente dónde andaba perdido, era eliminar las referencias de tiempo y lugar, olvidarlas, dejar que se disolvieran, hasta quedarte sola, con él, frente a un vacío. Entonces sólo existía el presente. Eso era lo que los dos sabían y nadie más entendía ni entendería nunca. Todos habían querido saber siempre cómo podía perdonar a su padre, pero el perdón era una falsa premisa. La idea misma de perdón presumía que eras prisionera del pasado e intentabas liberarte. No pensaba obligarlo a tomar esa dirección, exigiéndole que le explicara por qué había vivido como había vivido. Ellos no eran así. Cada instante sólo se relacionaba con el siguiente y, si querías triunfar en la vida, así era como debías planteártela. Si te arrodillabas ante el pasado, para pedirle algo que te negó le primera vez, estabas acabada. Ella no le pedía nada. Él, tampoco. Se sentía orgullosa de que su padre jamás se hubiera entregado en toda su vida al patético narcisismo de la depresión o del remordimiento. Había hecho lo que había hecho, y no había manera de cambiarlo. No se podía volver atrás. Se inclinó hasta rozar con los labios la oreja de su padre.
—Estoy muy cansada —dijo—. ¿Te importa si me echo contigo mientras esperamos?
La miró; cada músculo de la cara se relajó; la mano izquierda sufrió un espasmo, y Cynthia entendió lo que quería hacer, o lo que creía hacer, dar unos golpes en la cama con la palma de la mano, a su lado.
Seguía sin saber cómo se bajaba la barandilla de la cama, y tuvo que saltarla, como si fuera una valla, y dejarse caer a su lado con el mayor cuidado posible. Dándole la espalda, se acurrucó sobre el edredón, que no olía demasiado bien, a la escucha de su respiración, poco profunda, regular. Cynthia no se movía: su padre era tan frágil que temía lastimarlo.
—Es tu día —le oyó decir—. Tienes todo por delante. Qué don es ser joven.
Horas después sintió una mano en el hombro; era una enfermera, una a quien no había visto nunca, que intentaba despertarla con toda la delicadeza posible, y, antes incluso de levantar la cabeza, comprendió al verle la cara que su padre, cuyo peso seguía sintiendo a su espalda, en la cama, se había ido.
¿Qué buscaba allí? Lo había olvidado. Se veía intentando explicarle a alguien qué hacía allí, qué esperaba encontrar —y no se lo explicaba a Nikki, ni a Agnew, sino a un extraño que ni siquiera lo conocía—, y lo único que sentía era la repugnancia del extraño ante aquel disparate. Era todo tan falso. Todo se lo había inventado. Era como si, a falta de un verdadero corazón de las tinieblas, él hubiera decidido crear uno de la nada, y lo había hecho tan bien que quizá ahora moriría allí para acabar siendo un componente más del olor asfixiante en el que Novak lograba sobrevivir, quién sabe cómo.
¿Y dónde estaba el síndrome de Estocolmo del que tanto se hablaba? Todo lo que sentía por Novak, a quien había convertido en una figura romántica que sufría por su arte y por su inconformismo ante el mundo hastiado y la historia corrupta, era un odio instintivo y homicida, lo mismo que sentiría por un animal peligroso. Aquel tipo estaba loco de atar, y eso era todo: ¿qué diferencia había, desde cualquier punto de vista, entre que los museos exhibieran sus cuadros o que terminara pintando con su propia mierda las paredes de un manicomio?
Novak mascullaba mientras trabajaba. La pared medía unos dos metros y medio por algo más de tres metros. Como un folio gigante, y quizá él lo veía así. Recubría cada centímetro. Horror vacui: a Jonas le vinieron esas palabras a la mente, una expresión que había tenido que explicar en el examen final del curso de Agnew sobre el Art Brut. La pared se iba transformando en una especie de paisaje, plano, más allá de toda dimensión, lleno de las típicas estaciones de servicio y de televisores apagados: lo que Novak quisiera decir con aquellos iconos, jamás llegaría a decirlo, o eso parecía. Un río atravesaba el dibujo, o quizá fuera un canal, pues fluía derecho como una regla de un extremo a otro de la pared. Una carretera de agua. Arrastraba a todo tipo de personas y detritus, algunas a bordo de balsas o barcas, otras nadando, o ahogándose: la ambigüedad de las bocas abiertas no permitía adivinarlo. Novak trabajaba como un pintor de brocha gorda, estrictamente en términos de espacio, de izquierda a derecha; ninguna figura le parecía más difícil o más importante que las otras. Quizá fuera aquélla su obra maestra; por lo menos le costaría el desahucio. Lo que Jonas sentía con más intensidad en aquel momento era el miedo a qué pasaría cuando el dibujo estuviera acabado.
Un chichón perceptible le había salido en la nuca, donde el cráneo se unía con el cuello. Se lo tocaba tanto que no podía decir si seguía creciendo. Podía ser algo que pusiera en peligro su vida. Estaba seguro de haber sufrido, como mínimo, una conmoción cerebral; se sentía soñoliento, no sabía cuánto tiempo llevaba allí y le dolía la cabeza como nunca en su vida, un dolor que agudizaban las luces cegadoras. Nunca había padecido ningún dolor serio: no podía ser verdad, o eso le parecía, era demasiado absurdo, pero en vano intentaba pensar en algún momento de la infancia en que le hubiera pasado algo parecido. Y, de repente, allí estaba: el síndrome de Estocolmo, el nexo, la identificación con tu carcelero. La vida de Novak era una vida raquítica, atrofiada, pensó Jonas; no está preparado para sobrevivir más allá de esa puerta. Yo tampoco.
Dejó vagar el pensamiento y de pronto se dio cuenta de que Novak, tendido en el suelo, rellenaba el último espacio en blanco de la pared, abajo, en el rincón de la derecha. Pero en aquel momento parecía no trabajar. Aún sostenía el rotulador verde entre los dedos, y Jonas esperó y esperó, intentando calmar su propia respiración, hasta que el rotulador se desprendió de la mano de Novak y cayó al suelo.
—¿Joseph? —dijo en voz baja.
No podía verle la cara, pero lo normal y lógico era que se hubiera dormido. Por lo que Jonas sabía, llevaba sin dormir todo el tiempo que habían pasado juntos, por largo que fuera. No había visto que Novak se tomara ninguna pastilla. Las pastillas debían de ser una parte significativa de su vida uniforme y solitaria. Quién sabe cómo podía afectarle no tomárselas.
—Joseph —dijo otra vez.
¿Así acaba esto?, pensó Jonas. Se sentía cobarde y tonto y, sin embargo, más cerca de la muerte que nunca. Lo más despacio posible —en parte porque resultó mucho más doloroso de lo que creía— se levantó del sofá. El resplandor de las luces era tal que Jonas no proyectaba sombra. Dio un paso, y luego otro, y el suelo crujió bajo sus pies. Novak no se movió. Había unos diez pasos hasta la puerta; Jonas esperaba uno o dos segundos entre paso y paso, repitiéndose que no debía estropearlo todo en un arrebato de pánico, pero listo para salir corriendo en cuanto Novak se diera la vuelta. Descorrió lentamente el cerrojo de seguridad, con las dos manos, y ya estaba en el rellano, cerrando la puerta a sus espaldas para amortiguar el ruido de sus pisadas, de puntillas, en los peldaños, y cogiéndose a ambos pasamanos, pues estaba tan mareado que temía caerse y bajar las escaleras del peor modo posible.
La cabeza le latía. El coche estaba aparcado donde lo dejó, a unos pasos de distancia. Sin saber cómo, siguiendo al coche que lo precedía, logró salir a la autopista. Cuando recordó que su teléfono móvil continuaba en el retrete de Novak, no le disgustó especialmente, porque, aun sabiendo que Nikki debía de estar desesperada y probablemente habría llamado a la policía, no se encontraba en condiciones de hablar con ella ni con nadie. Ni siquiera Nikki le parecía del todo real. Suponía que, cuando la viera, quizá volvería a cobrar realidad, pero en aquel momento a Jonas le resultaba imposible evocar algo más que su imagen.
Quizá hubiera podido salir hacía horas del apartamento de Novak y ni siquiera se había dado cuenta. Quizá Novak ni se acordaba ya de que había estado allí. Empezaba a sentir vergüenza, una vergüenza épica y angustiosa. Llevaba tanto tiempo sin comer que no tenía hambre; cuando vio un McDonald’s en una de las salidas de la autopista, pidió una hamburguesa sin bajarse del coche, pero a los pocos kilómetros paró en el arcén, abrió la puerta y vomitó.
Lo más sensato habría sido dejar la autopista, buscar un teléfono o un policía, e incluso irse a dormir; pero recordaba haber oído en alguna parte, quizá en una película, que las víctimas de una conmoción cerebral no debían dormirse, y en cualquier caso lo único que le preocupaba era llegar a casa. Los coches le tocaban el claxon una y otra vez, o le hacían señales con las luces, y no sabía por qué, pero no le ayudaban en absoluto. Quién sabe cómo, se confundía y creía que su destino final no era la casa que compartía con Nikki, sino la casa o una de las casas en las que había crecido, aquel ático que daba al planetario, y estaba completamente seguro de que sus padres lo esperaban. No quería que se preocuparan. Había algo que necesitaba decirles, y era que por fin los había comprendido. Tenían más dinero del que nadie podía gastar —casi tanto que tenían que contratar a gente que les ayudara a descubrir cómo deshacerse de él—, y sin embargo, en lugar de detenerse, su padre trabajaba más cada día, ganando más, sacando de la nada cantidades demenciales, cantidades obscenas de dinero. Era como cuando la gente preguntaba: ¿necesitamos realmente todos esos misiles nucleares? ¿Cuántos son demasiados? La respuesta correcta es que nunca son demasiados, porque la cuestión no es la necesidad, sino la sensación de sentirnos seguros en el mundo, y ¿alguna vez llega uno a sentirse lo suficientemente seguro? No. No. El éxito era una fortaleza que el miedo corroía sin cesar. Lo que hiciste ayer, fuera lo que fuera, no significa nada: en el momento en que dejabas de revalorizar lo que habías construido, empezaba la decadencia. Lo más necesario, desde un punto de vista estrictamente evolutivo, era una memoria corta. Y Jonas lo estaba consiguiendo: ya casi había olvidado por completo todo, salvo su deseo de recuperar el lugar que legítimamente le correspondía en ese mundo dentro del mundo, mejor cuanto más inaccesible. Ésa era su verdadera casa. Estaba impaciente. Pensaba pedirles a sus padres todo el dinero que pudieran darle. Lo primero que haría sería sacar a Nikki de la pocilga en que vivían y llevarla a algún sitio que les ofreciera todas las ventajas que estaban a su disposición, y que habían estado a su disposición durante todo el tiempo en que, demasiado estúpido e infantil, no había sabido apreciarlas. Pero para que la cosa funcionara, primero tenía que encontrar una explicación decente, más convincente que la verdad humillante, algo que ofrecerle a Nikki cuando le preguntara dónde diablos había estado.
Fui a buscar a ese artista, pero no lo he encontrado. La dirección estaba equivocada. Me habían dado una dirección, pero estuve esperando y no apareció por allí. Pregunté en el pueblo. Dairyland. Casi nunca cojo el coche. A la vuelta he tenido un accidente. ¿Se nota el chichón que tengo en la cabeza? A la vuelta paré en Joliet para ver la casa donde nació mi madre. A la vuelta pasé por Pittsburgh para ver a mi abuela. No te caería simpática. No quería que te sintieras obligada. Yo tampoco tenía ganas de ir a verla, pero la familia es la familia. A la vuelta tuve un accidente y decidí parar en un hotel. Me han asaltado. Me han secuestrado y mis padres han pagado el rescate. He parado en uno de esos monasterios en los que no te dejan que te comuniques con el mundo exterior. Es que necesitaba estar solo algún tiempo. A la vuelta he sentido miedo de que nos estemos volviendo demasiado íntimos. Te dejo. Te había dejado, pero he cambiado de idea y he vuelto. ¿Te quieres casar conmigo? A la vuelta he caído en una zanja. Me han atracado. Me he perdido. Me he quedado ciego. Fui a un festival de bluegrass y me lié con una mujer a quien conocí allí pero ha sido un error monumental y quiero que me perdones. A la vuelta me han atracado, me han golpeado en la cabeza y sufro amnesia. No recuerdo nada de lo que pasó antes de ayer. Encontré tu dirección en la billetera. No me acordaba de mi nombre. No me acordaba de tu nombre. Sigo sin acordarme. Venga, vamos a buscar otros nuevos. Yo invito.