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El tiempo avanzaba de dos maneras a la vez: mientras el paso de los años era derrochador y misterioso, y arrasaba su juventud a traición con la insensibilidad de un gran engranaje diabólico, los años también se componían de días que parecían interminables y goteaban caprichosamente como una tortura infernal. Dos semanas transcurrieron, por ejemplo, entre el final del campamento de verano para los niños y el comienzo del colegio. A Cynthia, al principio, le sobraban las ideas, pero después del zoo, el acuario, el Museo de los Niños, el paseo en el barco turístico de Circle Line y el otro zoo, aún quedaba una semana. Y entonces empezó a llover.
Llevaban dos días sin salir de casa y April y Jonas, de seis y cinco años, no inventaban nada, ni juntos ni separados, que no terminara en una pelea a muerte cada diez minutos. Cynthia, sentada en la cocina con una revista, los oía gritar en el dormitorio. Hija única, no tenía experiencia en ese tipo de conflictos; se los tomaba demasiado en serio, así que hacía lo posible por mantenerse a distancia. No era raro que perdiera la paciencia y acabara castigando a los dos indiscriminadamente en nombre de la imparcialidad. Y, a pesar de eso, en aquel momento los niños gritaban más fuerte con el propósito de obligarla a intervenir. Se oyó algo que podía ser una bofetada, y Jonas empezó a dar alaridos, y Cynthia salió disparada de la silla y cuando volvió del cuarto de los niños les había dicho que la televisión se había acabado ese día, una decisión estúpida y espontánea que sabía que les dolería pero que, en realidad, iba a dolerle a ella porque ni siquiera eran las dos de la tarde y no pensaban salir y ahora el día pasaría tres veces más lento para todos.
La cocina daba al patio interior del edificio, una columna de lluvia. Veía borrosas a través de la lluvia las otras cocinas, casi todas con la luz apagada. Cynthia y Adam habían contratado a tres niñeras en los dos años que siguieron al nacimiento de Jonas, pero no habían tenido suerte; una pasó dieciocho días de baja por enfermedad durante los dos primeros meses, y otra era tan despistada que una vez se le cerraron las puertas del autobús con ella fuera y los niños dentro, aunque los otros pasajeros empezaron a gritar antes de que el conductor se pusiera en marcha. Y cuando la tercera, a la que todos querían, volvió a Filipinas sin previo aviso, April lo sintió tanto que durante dos semanas durmió todas las noches en la cama de sus padres. Y Cynthia, que trabajaba a tiempo parcial, decidió arreglárselas sola durante algún tiempo, porque no quería que sus hijos tuvieran que soportar otra vez algo así. Se supone que la sensación de pérdida no debería afectar a la infancia. Habían pasado tres años desde entonces.
April salió del cuarto de los niños al cabo de un rato y se apoyó en el antebrazo de su madre.
—¿Sigue lloviendo? —dijo con voz cansada, de persona mayor. Cynthia asintió y apoyó la mano en la cabeza de April—. ¿Hoy no vamos al parque? ¿No compramos batatas? ¿Qué vamos a hacer entonces?
April suspiró. Se le estaba afilando la cara —la de su hermano era todavía redonda como una pelota—, y tenía la boca pequeña y la mirada despierta del padre. Leía muy bien para su edad, y Cynthia cerró el Vogue que estaba hojeando y lo dejó boca abajo en la mesa.
—¿Jugamos a las cartas? —dijo April.
Jonas lo oyó; April intentaba siempre desanimarlo para que no jugara, inventando nuevas reglas dificilísimas, pero eso no estaba bien, y Cynthia decía: «Claro que puede jugar», sólo para evitar el lamentable tono quejumbroso de sus voces, que superaba todas sus defensas y hacía que su propia voz sonara de una manera que daba miedo. Lo veía en las caras de los niños cada vez que pasaba una cosa así: eran como un espejo en los momentos de debilidad de Cynthia, y cuando se iban a la cama se sentía fatal, mientras Adam le frotaba la espalda con tan pocos resultados que sólo empeoraba las cosas.
Las manos de Jonas eran pequeñas y se le cayeron las cartas en la mesa.
—¡Es un nueve! —dijo April.
—No —dijo Jonas mientras recogía las cartas.
—Te he pedido un nueve y me has dicho que no lo tenías —dijo April, enfadada—. ¡Mamá!
—No es verdad —dijo Jonas—, era un seis. Y es trampa mirar las cartas de los demás. Lo ha dicho mamá, tramposa.
—¡Se te han caído delante de mí! Y es un nueve, tú lo ves al revés, pero yo...
—¡No!
—Dios mío, ¡eres idiota!
Eran dos palabras que merecían que la castigaran, y Jonas miró a su madre en vilo, pero pasó algo raro: su madre estaba llorando. Los niños callaron, asustados, y Cynthia hizo todo lo posible por no asustarlos más, pero no era tan fácil.
—Lo siento —dijo.
—No pasa nada —dijo April, pensativa.
—Claro que no —dijo Jonas. Y, rescatando de su experiencia en el parvulario una frase que le habían enseñado para resolver conflictos pero que nunca había llegado a usar, dijo—: ¿A qué quieres jugar tú?
Cuando eran tan cariñosos tenías que aprovecharlo, tenías que hacer o decir algo para que no te vieran llorar de verdad. Cynthia dijo:
—Quiero jugar al póquer.
—¿Al póquer? —dijo April, arrugando la nariz con un efecto cómico. Había visto un gesto de travesura en la cara de su madre, algo que sugería una vuelta a la normalidad, y no quería desperdiciar la ocasión—. ¿Cómo se juega?
—Bueno, hay muchas maneras, pero voy a enseñaros una fácil. Coged el cuenco de monedas que tiene papá en la cómoda.
Empezó a barajar las cartas como una profesional, algo que les encantaba a los niños. Hacer montones iguales de monedas de uno, diez, cinco y veinticinco centavos les ocupó bastante tiempo, el suficiente para que Cynthia se sintiera fuera de peligro.
Les enseñó a jugar al póquer con las cinco cartas tapadas, y cuando entendieron lo básico —pareja, doble pareja, trío—, pasó a las apuestas. Sirvió una mano, y Jonas, desplegando sus cartas, levantó el puño y exclamó:
—¡Bien!
—No voy —dijo Cynthia automáticamente antes de añadir, más amable—: Ahora vamos a aprender lo que se llama cara de póquer. No puedes cambiar de cara en ningún momento, como una estatua. Así mantienes en secreto tus cartas, hasta el final, cuando hay que enseñarlas.
Pero eso iba contra la forma de ser de los niños, que torcían el gesto y refunfuñaban cuando no les tocaban las cartas que esperaban, y se contoneaban y abrían los ojos de par en par cuando recibían buenas cartas. A Cynthia le había emocionado tanto la generosidad de los niños, que habían sugerido jugar a todo lo que quisiera mamá, que no quería regalarles la victoria. Quería comportarse con equidad: no quería perder a propósito para contentarlos, ni ganarles alguna mano para enseñarles otra lección patética sobre saber perder. Y no jugaban con el dinero de los niños. Estaban entusiasmados, y mientras durara el encantamiento volarían las horas y quizá, por lo menos, no pasaría la tarde pendiente de la puerta, a la espera de que su marido llegara a casa.
Así que volvió a mandar a April a buscar en la cómoda de Adam, esta vez en el primer cajón, y April volvió con dos pañuelos rojos. Cynthia sabía dónde estaban porque los había usado para atar las manos de Adam a la cabecera de la cama, aunque parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces. Les dijo a los niños que se acercaran y les cubrió la cara hasta los ojos con los pañuelos como si fueran ladrones de bancos. Luego los mandó al dormitorio para que se miraran en el espejo, desde donde inmediatamente le llegaron gritos de júbilo. Jonas entró en la cocina corriendo, haciendo como si le disparara.
—¡Manos arriba! —dijo.
—Vuelve a sentarte, socio —le respondió Cynthia—. Si quieres mi dinero, tendrás que ganarlo honradamente. El nombre de esta manera de jugar al póquer —dijo, repartiendo las cartas— es Jacks or Better.
Pidió una merienda cena por teléfono —sándwiches de pollo, patatas fritas, una bolsa de galletas Milano, incluso un vaso pequeño de Coca-Cola para cada uno, algo que normalmente les estaba prohibido. Cualquier cosa para mantenerlos entretenidos en la mesa. Los pañuelos no bastaban, porque la expresión de los ojos de los niños los delataba, así que Cynthia fue a su dormitorio y volvió con dos gafas de sol, las suyas y las de Adam, y consiguió apoyarlas en las orejas infantiles. Parecían dos Unabombers en miniatura, pero por lo menos ahora el juego sería menos desigual. Nunca, jamás pasaban, aunque les había explicado más de una vez esa posibilidad, pero, aun así, en cierto momento de la tarde vio con emoción que los niños le habían ganado tres dólares.
Luego empezaron a dejar de prestar atención. Jonas dijo que se aburría y la palabra infló el pañuelo rojo. El deseo de April de contentar a su madre era mucho más fuerte, pero entre mano y mano apoyaba la cabeza en la mesa.
—¿Por qué no vamos al parque? —preguntó Jonas.
Cynthia echó un vistazo a las ventanas del patio interior para confirmar que seguía lloviendo, y algo la obligó a volver a mirar: vio a una de sus vecinas —una mujer mayor; no la conocía—, que, con desvergüenza y mala cara, los observaba a ella y a sus hijos enmascarados desde la ventana de la cocina de enfrente. Lo peor —advirtió Cynthia— es que estaba hablando por teléfono.
—¡Eh! —dijo Cynthia—. Se levantó y abrió la ventana de la cocina lo poco que le permitían los dispositivos de seguridad para los niños. Asomó medio cuerpo y gritó—: ¡Eh! ¿Qué mira?
Envalentonado por el ímpetu de su madre, dispuesto a defenderla aun sin conocer el origen del ataque, Jonas corrió a su lado, levantó una esquina del pañuelo y chilló:
—¡Sí! ¿Qué mira?
Cynthia se volvió; se miraron y, durante unos segundos, en el instante que siguió a lo que normalmente hubiera sido considerado una transgresión grave, no estuvo claro qué rumbo tomarían las cosas. Pero por fin Cynthia lo aprobó con la máxima nota.
—¡Muy bien dicho! A nuestra familia no la mira nadie.
La mujer de la ventana levantó las cejas espantada y se quitó inmediatamente de en medio. Había dos ventanas en la cocina: Cynthia abrió la otra y los niños se asomaron.
—¡Vete a mirar a otros, bruja! —gritó Cynthia por la ventana del patio.
—¡Vete a mirar a otros, bruja! —repitieron los niños como un eco, fuera de sí.
—¡Métete en tus cosas!
—¡Métete en tus cosas!
Entonces Cynthia se puso de pie en el alféizar y se agarró al marco de la ventana. No era peligroso, creía, aunque poco la separaba del patio. April, demasiado contagiada por la euforia de su madre como para asustarse, subió a Jonas al otro antepecho, y allí se instalaron los dos, cogidos por la cintura.
—¡Nuestra familia es la mejor! —gritó Cynthia, y su aliento empañaba el cristal.
—¡Nuestra familia es la mejor!
Entonces algo se movió en la luz reflejada en el cristal que Cynthia casi rozaba con la nariz; volvió la cabeza y allí, en la puerta de la cocina, estaba Adam. Todavía llevaba puesto el impermeable, goteante. No podía asegurarse cuánto había oído, pero levantaba cautelosamente la cabeza, como un perro. Cynthia saltó al suelo, con la respiración agitada. Los niños la imitaron y se pegaron a ella, con sus pañuelos y las gafas de sol. Tensaba las aletas de la nariz, conteniendo la risa. Puso las manos en los hombros de sus hijos.
—Hola, cariño —dijo con voz alegre—. Los niños y yo estábamos jugando al póquer.
A los cuatro años de trabajar para Morgan Stanley, negocio de tales dimensiones que los verdaderos jefes de Adam sólo existían en el ámbito del chisme y el rumor, una sensación de estancamiento tóxico había empezado a irritarlo cada mañana cuando llegaba a la oficina. No eran sólo figuraciones suyas; en los últimos tiempos había habido ascensos a su nivel y a niveles superiores, y si preguntaba sobre el asunto, lo único que le respondían una y otra vez era que quizá se trataba de compañeros especialmente tontos o lameculos, pero que tenían una licenciatura en Administración de Empresas, todos. Que una cosa así impresionara a alguien le resultaba incomprensible. En teoría, debería pedir una excedencia temporal y volver a la escuela de negocios: muchos de los empleados de la firma lo habían hecho a su edad, pero era gente sin hijos que mantener, y en cualquier caso Adam carecía de la suficiente serenidad para dar un paso atrás que podría o no podría desembocar en los proverbiales dos pasos adelante. Había trabajado mucho para llegar donde estaba y no cedería terreno por su propia voluntad. El mundo de los negocios se movía en un único sentido, principio que no admitía discusión. Cynthia y él confiaban plenamente en su futuro, no como una variable sino como una meta; todo lo que Nueva York dejaba vislumbrar de las vidas que habían alcanzado el auténtico éxito, la gama misteriosa de sus experiencias, les provocaba menos envidia que impaciencia.
Así que llamó a un tal Parker, con quien había jugado alguna vez al baloncesto en Chelsea Piers, lo invitó a comer, y dos semanas después Parker lo había colocado en Perini Capital, grupo especialista en capital riesgo, respaldado por cantidades ingentes de dinero, pero con tan pocos empleados que Adam conocía a todos por su nombre al final de su primer día de trabajo. La verdad es que el salario, por lo menos sin bonificaciones, era ligeramente inferior al que cobraba en Morgan, pero no era ésa la cuestión. Lo que importaba eran los objetivos en potencia, además de su visión de lo que debía ser un trabajo: un equipo de amigos luchando por hacerse ricos juntos. Ni jerarquías ni especializaciones; estaba el jefe y luego todos los demás, y el jefe, Barry Sanford, apreció a Adam desde el primer momento. Sanford era un libertino de pelo blanco que iba por la cuarta esposa y le había puesto a la empresa el nombre de su barco. A todos les resultaba evidente que veía en Adam algo de sí mismo cuando era joven, y Adam no se ofendía, aunque personalmente no encontraba el parecido. El único inconveniente del trabajo era que exigía viajar: pasar alguna noche en Iowa City, o en algún sitio por el estilo, para sondear a un grupo de individuos convencidos de que su negocio merecía ser más grande de lo que era. Y las bailarinas de striptease: por alguna razón, esos señores creían que las strippers eran la lengua franca de los financieros serios. La verdad es que Adam conocía pocas cosas en la vida tan aburridas como una noche en el mejor club de striptease del último rincón del mundo, pero les seguía la corriente, porque su trabajo era hacer que aquellos individuos lo admiraran, algo en lo que sobresalía.
Sus compañeros de Perini, incluido Parker, seguían solteros; tomaba alguna copa con ellos a la salida del trabajo, pero cuando la noche empezaba a convertirse en otro tipo de noche, se disculpaba y se iba a casa. Y, sin embargo, el nuevo ambiente —la informalidad y la irreverencia, la decoración de club privado, el futbolín, la impresión de que no los unía un aburrido espíritu de empresa sino los límites de su propia creatividad— le parecía perfecto; sentía que aquél era su mundo. Lo que más le gustaba, aunque no se lo dijera a nadie aparte de a Cynthia, era que en el sótano del edificio, en la Novena Avenida, había una piscina. Siempre que no tenía una comida de trabajo, Adam bajaba en el ascensor, colgaba el traje en el vestuario y nadaba hasta la extenuación. Alguna vez ocupaba la zona menos profunda un grupo de niños con flotadores —una de las firmas más importantes del edificio disponía de guardería propia—, pero casi siempre toda el agua era suya: el eco de sus brazadas resonaba en las paredes y sentía con fuerza en los oídos el latir de la sangre. Era como si estuviera robando. Luego se duchaba, se ponía el traje y volvía a su mesa de trabajo. A veces le encargaba a la recepcionista, Liz, que le pidiera algo para comer, pero otras se saltaba el almuerzo y le bastaba la adrenalina para aguantar hasta la cena. Nunca en su vida había estado en mejor forma, lo que contribuía a mejorar su rendimiento en el trabajo, porque razonaba mejor cuando estaba un poco cansado.
En el colegio la primera tarea de April fue aprender a estimarse a sí misma. Empezaron con autorretratos, de cabezas enormes, en los que el cuerpo era una idea adicional y merecía el mismo espacio en la página que una nariz o una oreja. Los retratos lucían una amplia sonrisa de dientes torcidos, no porque los dientes de los niños estuvieran torcidos, sino porque eran difíciles de dibujar. Hacían listas de las razones por las que se gustaban, listas de las cosas que hacían bien y de las cosas que estaban decididos a mejorar. Enumeraban lo más agradable de sus casas: animales domésticos, hermanos y hermanas, juguetes favoritos, lugares favoritos. Una de las niñas dijo que su lugar favorito era París, pero April creyó que se refería a la París imaginaria de los libros de Madeline. Su lugar favorito era la cama de sus padres, pero sin sus padres, sola, con unos cuantos peluches, un zumo y una película de Disney en la televisión. Soñaba a menudo con esa situación, aunque normalmente tuviera que ponerse enferma para disfrutarla. Algo le decía, sin embargo, que aquello habría sido considerado una niñería, así que dijo que su lugar preferido era el tiovivo del Central Park.
El trabajo con los nombres resultó menos feliz. Un nombre, les dijeron a los alumnos, tiene una historia secreta; puede conectarte con el país del que emigró tu familia, o con el idioma o la religión de ese país, e incluso con tu propia familia y con los seres queridos que ya no están. Te permiten saber que no eres un fenómeno único, sino el resultado de un proceso, una culminación, la rama más alta de un árbol majestuoso. Con la tarea de investigar cuando llegara a casa por qué se llamaba April Morey, vio cómo sus padres intercambiaban una mirada rápida antes de que le contestara su madre.
—Bueno —dijo Cynthia, bajando el volumen del televisor—, papá y yo pensamos en muchos nombres. Nos sentábamos en el sofá del apartamento donde vivíamos entonces, cuando yo estaba embarazada de ti, y pronunciábamos los nombres en voz alta para ver cómo sonaban. Y nos gustaban algunos, pero nos quedamos con April. April Morey. Fue el que nos pareció más bonito.
Su padre sonrió y acarició la pierna de su madre.
—¿Y ya está? —dijo April.
Parecían tan confundidos como ella.
—Además —dijo su padre, adelantándose en el sofá—, no es un nombre muy común. No hay muchas April en el mundo. Buscábamos un nombre que fuera tan especial como tú.
¿Le habían puesto April no por alguien que se llamara así sino porque nadie se llamaba April?
—¿No ha habido ninguna otra April en nuestra familia? —preguntó. Sus padres volvieron a mirarse y dijeron que no con la cabeza—. ¿Por qué no me pusisteis el nombre de algún ser querido?
—¿Un ser querido? —repitió su padre.
April asintió.
—Un ser querido muerto. Es lo que hace mucha gente. O el nombre de alguien del país de donde era nuestra familia.
Su madre le dio un puñetazo a su padre en el muslo y fue, algo que a April le llamó mucho la atención, porque su padre había estado a punto de echarse a reír.
—¿De dónde venimos? —les preguntó—. ¿De qué país?
Lo más increíble era que no parecían estar muy seguros. Adam sabía que la familia de su padre había llegado de Inglaterra, pero no sabía exactamente de qué parte de Inglaterra, ni cuántas generaciones habían pasado desde entonces; la familia de su madre era en parte alemana y en parte holandesa. Cynthia sabía que los antepasados de su padre eran rusos, a no ser que también le hubiera mentido sobre eso, y, en lo que concernía a los abuelos maternos, su madre se había negado siempre a hablar del asunto.
—¿El mes de abril tenía algo especial? —preguntó April. No tenía nada especial. En ese mes no había sucedido ningún hecho histórico, no se celebraba ningún aniversario, ningún nacimiento, aunque le explicaron que si April hubiera nacido en abril, le habrían puesto otro nombre.
—¿Cómo me hubierais llamado? —insistió. La revelación de que ella, April, podía haber sido perfectamente Samantha, Josephine o Emma, de que la solemne cuestión de su identidad sólo dependía de la casualidad, le sentó muy mal. Se daba cuenta de que sus padres se sentían de pronto incómodos, pero se había enfadado con ellos y no le importaba. Seguían hablando de belleza, pero era una belleza que le resultaba incomprensible, y ni siquiera estaba segura de que su profesora considerara aquello una respuesta satisfactoria a la tarea que le había puesto.
A la señora Diaz le pareció bien, por supuesto, pero fueron inevitables los celos ante los trabajos sobre sus nombres de los otros alumnos, largas composiciones que acabaron colgadas de la pared, sobre las taquillas, historias de parientes honorables, idiomas extraños y ritos religiosos transmitidos de generación en generación. April tenía la sensación de que su familia venía de la nada y, aún más desconcertante, de que a sus padres les parecía estupendo.
El siguiente ejercicio se ocupaba de las tradiciones familiares. La profesora se esforzó en explicar esa idea lo mejor que pudo, pero ¿qué tradiciones tenía la familia de April? Incluso era difícil que repitieran lo mismo dos veces. No tenían una casa solariega a la que regresar, no frecuentaban ninguna iglesia (mamá iba a la iglesia de niña, pero April le había oído decir que era algo que no soportaba y que se alegraba mucho de no haber vuelto jamás), no tenían ningún sitio preferido al que les gustara ir, y haber estado de vacaciones en algún lugar como Nantucket, Vail o Disney World, aunque lo hubieran pasado bien, suponía una razón para no repetir el viaje. Ni siquiera ponían cada año el árbol de Navidad en el mismo sitio. April conocía tan poco a sus abuelos que los confundía cuando intentaba recordarlos y le daba vergüenza hablar con ellos por teléfono. Tenía un único tío y ninguna tía, como no fuera una a la que su madre llamaba tiastra, y a la que sólo había visto en el álbum fotográfico de la boda de sus padres.
Muy pronto la tarea escolar cambió completamente de sentido en la mente de April: lo que era un ejercicio de descubrimiento personal se convirtió en una confusa búsqueda de algo que mereciera la admiración de la señora Diaz, por la que hubiera dado la vida. Parecía perfectamente justificable empezar a inventarse cosas. Escribió que su familia iba todos los domingos a la catedral de Saint Patrick, y que estaban preparando un viaje a Jerusalén para Navidad. Su abuela materna, que se llamaba May, perdió a sus padres cuando era muy joven, pero valerosamente había hecho el viaje en barco de Holanda a América. Todos los veranos April y sus primos se reunían en la casa que la familia tenía en la montaña, en New Hampshire. Era tan grande que algunos de sus antepasados, antiguos pioneros, estaban enterrados en un pequeño cementerio que había en la propiedad.
Mudos por la sorpresa, Adam y Cynthia leyeron esos cuentos en la pared de la clase, pegados bajo el autorretrato de su hija, la noche de la reunión con los padres. Era imposible que la profesora de April se hubiera creído semejantes tonterías, ¿no? Pero las había expuesto con las otras páginas, trabajosamente escritas a mano, de ortografía insegura, historias de perseverancia en la dificultad. En esos actos escolares, Adam y Cynthia siempre creían llamar la atención, la pareja más joven en el aula: a los veintinueve años seguían siendo sorprendentemente jóvenes para ser padres, por lo menos para lo usual en Manhattan. El mejor amigo de Jonas en el parvulario se había quedado con ellos un fin de semana porque su padre llevó a Londres a su madre con motivo de su cincuenta cumpleaños. Cada vez que había reunión de padres en el colegio, Adam y Cynthia formaban una especie de generación aparte, y en ese contexto no era difícil que sintieran un malestar básico por meterse en problemas que ni siquiera entendían. Cuando la señora Diaz, inmersa en una conversación con algún padre lo bastante mayor para poder ser también su padre, les sonreía desde el otro extremo del aula como diciéndoles que estaría con ellos en un momento, le devolvían la sonrisa muy afectuosamente y, en cuanto dejaba de mirar, Cynthia le daba un codazo a Adam y se largaban a toda prisa.
Cuando dejó de trabajar fuera de casa, como suele decirse, los niños estaban aprendiendo a andar y no tenían sincronizadas las horas de sueño, y el cerebro de Cynthia se concentraba prácticamente sólo en ellos; incluso prescindiendo del cansancio físico, ya suponía una lucha encontrar un mínimo espacio interior para sí misma, un mínimo espacio en el que ser ella, estando sus hijos tan presentes, y siendo tan exigentes y vulnerables en cada momento del día. Los únicos ratos que sentía verdaderamente suyos llegaban de noche, muy tarde, cuando todos dormían y ella se quedaba levantada y veía una película en la televisión saboreando el único cigarrillo del día, echando el humo por la ventana; pero hasta eso tenía un precio, porque el sueño perdido hacía que al día siguiente le costara más trabajo mantener la abnegación.
Pero ahora los niños habían crecido, la jornada escolar era más larga, y Cynthia decidió que podía empezar otra vez desde el punto donde se había detenido y volver a trabajar. Si se hubiera detenido a pensarlo, no se habría tomado la idea tan al pie de la letra. Su primer y único trabajo en Nueva York, desde el verano en que dejó la universidad hasta el nacimiento de Jonas, había sido como ayudante de redacción en una revista de moda, llena de publicidad, que se llamaba Beauty, y a falta de otra cosa que le apeteciera especialmente probar, pensó que podría volver. Fue una equivocación lamentable. Sus mejores recuerdos de Beauty consistían fundamentalmente en algunos ratos de chismorreo eufórico a la salida de la oficina, después de tomar unas copas con los compañeros. La mayoría de aquel inteligente grupo de homosexuales masculinos y mujeres jóvenes se había despedido hacía tiempo, como Cynthia, aunque uno o dos habían resistido e incluso habían conseguido figurar en la cabecera del periódico. El único modo de hacer carrera en el mundo de las revistas era convertirte en un condenado a cadena perpetua. La nueva jefa de la sección de opinión era una compañera con la que Cynthia solía comer en algún sitio barato en los tiempos en que para ser felices bastaba con acabar el día sin que te gritara alguien importante. Se llamaba Danielle. Cynthia le dejó un mensaje a la ayudante de Danielle, y una ayudante distinta la llamó por teléfono y la citó para el lunes siguiente a las once y media, y cuando fue, encontró a Danielle de pie, parapetada tras la mesa de su despacho, incómoda y con una mirada de condescendencia que lo decía todo.
Pero ya no podían retroceder. Cynthia, humillada y de mal humor, deseando irse antes incluso de que Danielle volviera a sentarse, le enseñó fotos de April y Jonas. Danielle le contó la historia de su ruptura amorosa. Recordaron a gente con quien habían trabajado. Cynthia no tenía ni idea de qué había sido de ellos; Danielle lo sabía todo de todos. Era posible establecer un nexo entre la muñeca poderosa y despótica en que se había convertido y el peón emocionalmente manipulable de otro tiempo, pero costaba. Por fin, con reticencia mutua, pasaron al tema fundamental.
—Venga, Danielle —se encontró diciendo Cynthia—. Soy inteligente, no regateo esfuerzos y sé distinguir una buena idea de una cagada. Si eso era verdad hace tres años, ahora no puede ser mentira. Los hijos no te vuelven idiota, lo sabes, ¿no? Y quizá puedas sacar de ahí un buen reportaje de investigación.
Lo que la retenía, más allá de lo que aconsejaba el buen sentido, era imaginarse la cara de pena, alivio y consternación que pondría Danielle en el momento en que se cerrara entre las dos la puerta del despacho. Pospuso ese momento cuanto le fue posible, aun a costa de terminar casi mendigando.
—Lo que puedo ofrecerte no lo aceptarías —le decía Danielle, y tenía razón. Cynthia no lo aceptaría, pero le resultaba todavía menos aceptable que le hablara como si fuera una niña alguien que había sido su igual y ahora se atrevía a decirle lo que debía aceptar o no aceptar. Por fin, decidida a quemar todos los puentes, escribió «cómeme el coño» al principio del currículum que había llevado, lo dejó caer en la mesa de Danielle, y se fue.
En la calle se acordó de pronto, inútilmente ya, de una noche de hacía seis o siete años, a la salida del trabajo, cuando Danielle estaba tan borracha —Cynthia, entonces embarazada, no había bebido ni una gota— que empezó a ligar con un camarero, que era un auténtico trol, y Cynthia se encargó de llevarla a casa en un taxi. Perros de peluche cubrían la cama de su estudio en York Avenue, en el que Cynthia no había estado antes. Pero no era sorprendente que Danielle hubiera cambiado. Había en la vida una corriente principal, muy rápida, y una vez que la abandonabas, como había hecho Cynthia, no todos estaban dispuestos a recibirte cuando intentabas volver.
Eso era lo que le había pasado: se había precipitado en el submundo de las mujeres que no tienen nada especial que hacer. Como esas mamás que le parecían despreciables, con las que intercambiabas un par de frases mientras esperabas a que tu hijo encontrara los zapatos después de pasar la tarde jugando en sus apartamentos estilo Versalles, con asistentas internas y ninguna responsabilidad real, aunque se quejaban de no tener ni un momento libre. Pero ¿qué llenaba los días de Cynthia? Iba al gimnasio cinco mañanas a la semana; Adam le repetía que estaba más sexy que nunca, lo que probablemente fuera verdad, y, sin embargo, probablemente no era ése el motivo por el que no abandonaba el gimnasio, quizá obedecía a algo completamente distinto. Había vuelto a ofrecerse voluntaria para dirigir el comité organizador de la subasta en la clase de April y en la de Jonas, a pesar de que no le gustaba porque implicaba la proximidad forzosa de mujeres con las que no creía tener nada que ver. Se había impuesto la regla de no beber antes de las cinco. Nunca la rompía, pero ¿por qué se había impuesto esa regla?
Adam y ella bromeaban siempre sobre el purgatorio social al que se habían condenado al tener hijos tan jóvenes: algunos de sus viejos amigos seguían frecuentando los bares y alquilaban juntos casas para pasar las vacaciones en los Hamptons, mientras que la gente que se ceñía al mismo tipo de vida doméstica que los Morey solía llevarles diez o doce años y ser mortalmente aburrida, y, en cualquier caso, todos envidiaban demasiado su juventud para ser sus amigos. Cuando iban a algún acto del colegio, después de un par de copas los maridos, de mediana edad y profesionales de Wall Street, empezaban a flirtear con ella, algo que a Cynthia le parecía divertidísimo, y a Adam también, pero al día siguiente las mujeres de culo gordo no le dirigían la palabra, como si quisieran castigarla. Y, sin embargo, su carisma sobrevivía en estado latente. ¿Qué amigas le quedaban?
Su antigua dama de honor, Marietta, era una de las que Cynthia había perdido de vista, una lástima, porque vivía allí mismo, en Tribeca, a más de cien manzanas de distancia pero, bueno... Se había casado con un ejecutivo de Viacom, a quien había conocido en Internet —había que admitirlo: le atraían esas cosas y, cuanto más nuevas, menos miedo le daban—, pero, casada o no, era difícil contactar con ella porque trabajaba más de diez horas al día como vicepresidenta de una empresa de relaciones con los medios de comunicación, una de esas que orquesta la rehabilitación pública de los caídos en desgracia: starlets borrachas, políticos que aparecen en vídeos eróticos, clientes así. «Se parece mucho a ser abogado», le había explicado Marietta. «O publicista. La verdad es que se parece a muchas cosas.» Como para demostrar el vínculo que las unía, justo cuando Cynthia la echaba más de menos, Marietta la llamó de improviso una noche y le pidió a Cynthia que tomara con ella una copa al día siguiente, a primera hora de la tarde: quería consultarle algo. Cynthia le dijo que a las tres y media tenía que recoger a los niños del colegio, y que le vendría mejor un café.
—A la mierda —dijo Marietta—. Nos bebemos la copa a las dos. Hay precedentes. Acuérdate de las regatas en el río Charles, cuando nos preparábamos un martini a las nueve de la mañana.
—Algo me acuerdo, sí —dijo Cynthia, sonriendo.
Pensó que a lo mejor, por extraño que pareciera, Marietta le ofrecía un trabajo, pero lo que resultó fue que estaba intentando quedarse embarazada. El señor Viacom y ella sólo llevaban en el empeño seis meses, pero Marietta, que a sus treinta años era menos paciente que antes, estaba dispuesta a probar el clomifeno.
—¿Tú cómo te quedaste embarazada? —le preguntó a Cynthia—. Quiero decir, ¿te diste cuenta en el momento?
—¿No te acuerdas? —dijo Cynthia—. Fue un shock total, joder. Estaba de viaje de novios. Y sigo sin estar segura de cómo fue.
—¿Y con Jonas? —dijo Marietta, mordiéndose una cutícula—. ¿Estabas intentando quedarte embarazada?
—No.
—Puta y fértil. —Marietta levantó las cejas—. Bueno, sigues siendo la única amiga con la que puedo hablar de esto sin que quiera hacerme cambiar de idea. Es mejor no pensar lo que pasaría si se enteraran en el trabajo.
Estaban en la terraza de un café, frente al Metropolitan, bebiendo lemon-drop martini. En la terraza no había nadie más, salvo el camarero, que apenas se dejaba ver.
—El gran descubrimiento es éste —dijo Marietta—. Y éste es el único aspecto del asunto sobre el que sé más que tú. El sexo que se practica para quedarse embarazada es absolutamente el peor tipo de sexo que conoce el ser humano. Seis semanas más con esto y juro por Dios que si no me quedo embarazada, nos divorciamos.
—Déjalo ya —dijo Cynthia. Su segundo martini estaba demasiado lleno para levantar la copa sin derramarla, y se inclinó en la silla para dar un sorbo.
—Te dicen siempre que es la verdadera razón de ser del sexo, ¿no? Su más alto propósito. Debería ser maravilloso. Dos personas enamoradas que intentan crear una nueva vida. Pues te digo una cosa: son, con mucho, los polvos más tristes en los que he participado en toda mi vida. ¿Te acuerdas de Tom Billings?
Cynthia lo pensó un momento.
—¿El tutor de los alumnos de primero?
Marietta asintió con aire sombrío.
—Eso era mejor que esto —dijo—. Lo único que quiero es que mi marido se corra y se vaya cuanto antes de la habitación, para que yo pueda quedarme allí tumbada como una idiota con las rodillas en alto, como se supone que debo hacer. Crees que es el sueño de todos los tíos, ¿no? Correrse y a correr. Pero no: quiere interpretar un tipo raro de película cristiana porno, todo muy despacio, y me acaricia el pelo y me dice que me quiere. ¡Jesús! —Se quedó mirando a Cynthia con la boca abierta, perpleja, helada, y se echó a reír—. Y sabe lo que estoy pensando, y siento lástima por él, pero, al mismo tiempo, si todo esto es demasiado para su ego de mierda, pues... La última vez que lo hicimos no volvimos a dirigirnos la palabra hasta el día siguiente. Hablando de lo cual —dijo, sacando el teléfono del bolso—, voy a llamarlo. Se supone que hoy es uno de nuestros días fértiles. Tiene que ir derecho a casa en cuanto salga de trabajar e inseminarme. Si se le olvida, lo mato. Perdóname un minuto. ¿Nos trae dos más? —le dijo al camarero.
A esas alturas se reían tanto que tenían que robar las servilletas de las mesas libres para secarse las lágrimas, y atraían las miradas de los peatones que pasaban a la luz del sol, más allá del toldo de la terraza. Media hora después, se abrazaban tres veces para despedirse y prometían verse más a menudo y Cynthia, borracha y paranoica, se dirigía a Dalton, a recoger a los niños. Debería evitar las conversaciones con otras madres, aunque eso, dada la poca simpatía que le tenían, no le resultaría difícil. En cuanto a los niños, se tranquilizó a sí misma, no eran lo suficientemente mayores para notar nada; además era jueves, así que April tenía baile y Jonas béisbol, y lo único que había que hacer era meterlos en un taxi y salir volando por el East Side. Nada de conversaciones. Los niños no las aguantaban cuando iban con el tiempo justo.
Se acordaba de haber recorrido hacía años ese mismo tramo de la Quinta Avenida, cuando Jonas ni siquiera andaba todavía, y de que, mientras esperaba a que cambiara el semáforo, una de esas ancianas demasiado risueñas que se sienten con libertad de abordar a cualquiera que empuje una sillita había empezado a señalar al niño con el dedo y a arrullarlo. Cuando acabó, miró a Cynthia y dijo: «Disfruta estos momentos. Pasan muy deprisa.» Y Cynthia dijo: «Entonces se me ha parado el reloj o una de las dos está loca.» O quizá no llegó a decirlo en voz alta. Ya no se acordaba.
Había sido un periodo difícil, los niños aún con pañales. Y sin embargo, incluso ahora, quizá su secreto más inconfesable fuera la impaciencia de que terminaran estos años, de que sus hijos fueran por los menos adolescentes y empezaran a arreglárselas solos sin que ella tuviera que pasar tanto tiempo preguntándose si estaría a la altura de las circunstancias en caso de que les pasara algo malo. La mayoría de los días eran normales, pero de vez en cuando se veía atrapada en una tarde que parecía no querer acabar. El lado positivo era que sus hijos iban más adelantados que la mayoría de los niños de su edad, algo que se debía en parte a que ella no se limitaba a ejercer de artista invitada en su vida de todos los días, y a que, a diferencia de muchos de sus amigos, April y Jonas no se habían criado con niñeras que los transportaban profesionalmente de un lado a otro como si fueran paquetes especialmente valiosos. No le importaba que no lo apreciaran en el presente, pero una parte de ella confiaba en que lo agradecieran en el futuro. Y se irritaba cuando la gente soltaba esa mierda a lo Norman Rockwell de que los niños crecían demasiado deprisa; al contrario, estaba deseando poder hablarles de igual a igual, y quizá pedirles consejo en vez de sentirse obligada a conocer siempre todas las respuestas. Y si pensabas en el surtido completo de males a los que la infancia te exponía, ¿existía algo comparable a crecer demasiado deprisa?
Volvió a consultar el reloj; acababa de mirarlo hacía apenas unos segundos, pero, quién sabe cómo, ya habían pasado cinco minutos y aceleró el paso. No quería llegar después del timbre. Andar al sol le estaba produciendo un terrible dolor de cabeza, como si estuviera borracha y al mismo tiempo en plena resaca. Mientras buscaba otra vez en el bolso las gafas de sol, y ya sabía que se las había dejado en casa, encima de la mesa de la entrada, una voz se abrió paso a través del fastidioso zumbido en la cabeza, y susurraba: demasiado tarde. Demasiado tarde.
Lo cual era ridículo. Apenas tenía treinta años. En el antiguo trabajo de Adam había un broker que, después de dedicarse profesionalmente a pasear perros, se había graduado en la escuela de negocios a los treinta y cinco años. ¿Demasiado tarde para qué, exactamente? Probablemente sería distinto si hubiera algún trabajo que la apasionara, o alguna habilidad especial a la que pudiera entregarse hasta alcanzar la excelencia, algo más vendible que una inteligencia superior a la media y que el miedo a la inactividad. A Marietta le encantaba reírse de sus clientes disolutos, pero si la emborrachabas lo suficiente, empezaba a hablar con total seriedad de su trabajo en términos de segundas posibilidades y propósito de enmienda. Bueno, si emborracharan a Cynthia, pensó Cynthia, admitiría querer hacer algo bueno en la vida, o por lo menos sentir que su presencia era un valor añadido. Pero ¿cómo conseguirlo? Sin una base sólida, sin recursos, incluso las aspiraciones más secretas degeneraban en tonterías sentimentales.
De repente le pareció que había pasado mucho tiempo. La sensación de injusticia, la conciencia de que era imposible volver al punto de partida, a las ventajas del pasado, no disminuyó ni aquel día ni el siguiente. Sabía que todos los días, en algún sitio, una mujer hacía exactamente lo mismo que en aquel momento a ella le resultaba imposible. Y sin embargo seguía sintiendo que le habían robado un privilegio, no sus hijos, naturalmente, pero alguien sí.
El capital riesgo se consideraba anticuado en ciertos aspectos, porque seguía manteniendo un pie en la realidad: una oferta pública inicial, beneficios derivados de la venta de bienes auténticos, e incluso puesta en marcha de empresas innovadoras... Comparado con eso, los etéreos instrumentos de los bonos basura constituían algo parecido a una rama de la astrofísica que generaba dinero. Y también requería viejas dotes sociales caídas en desuso, que pronto Adam demostró poseer en abundancia. Era necesario sentarse con un tipo, escuchar su rollo, además de cualquier cosa que se le ocurriera soltar cuando diera el rollo por terminado, y valorar por fin si el individuo era clave para el futuro de su empresa, o si para obtener beneficios apreciables habría en algún momento que arrebatarle el control del negocio.
Pero el dinero real estaba en lo etéreo, y todo el mundo lo sabía. Parker disfrutaba especialmente quejándose de que trabajar en Perini era como conducir una tartana financiera, impaciente por que el jefe soltara un poco las riendas y los dejara jugar en serio. Envidiaba a tíos que estudiaron con él en Wharton y en apenas tres años habían ganado cincuenta millones de dólares colocando capital en empresas nuevas e innovadoras. Una vez a la semana como mínimo intentaba involucrar a Adam en una conversación sobre la posibilidad de irse y montar su propio fondo de inversiones. Y quizá habría valido la pena escucharlo, pensaba Adam, si no fuera porque Parker era un desastre en su trabajo. En Cornell jugaba al fútbol, y era fácil entender por qué le había gustado a Sanford, pero en los últimos tiempos parecía haber decepcionado al jefe. Cuanto más le preocupaba a Parker su propia estabilidad profesional, más desprecio manifestaba en privado hacia la empresa, y más estúpidas, ridículas y arriesgadas eran las propuestas que presentaba con la esperanza de demostrar de una vez por todas que era indispensable en Perini.
Una mañana se acercó a la mesa de Adam con una carpeta de papel manila y dijo: «¿Puedo hablar contigo, tío?» Había pasado el fin de semana en Los Ángeles, en una decadente fiesta de cumpleaños organizada por un compañero de la escuela de negocios, y volvía a Nueva York con la ocurrencia de que Perini debía entrar en el negocio del cine. Al parecer, el crédito comercial era tan escaso en ese momento que, antes de suspender proyectos en curso, los pequeños estudios aceptarían financiación sin importarles su procedencia.
—Ésa es la idea —murmuró Parker—. Se sale un poco de lo normal, y si me atrevo a proponérsela solo, me corta los huevos antes de oírme. Pero si vienes conmigo, me dará una oportunidad. Le caes de puta madre. ¿Me acompañas al despacho? Ni siquiera tendrás que abrir la boca.
Adam estaba prácticamente seguro de que cinco minutos de reflexión bastarían para decidir que la idea era absurda. Pero sentía lástima y fascinación al mismo tiempo: Parker parecía cada vez más capaz de estrellarse y destrozarse de un modo épico, y sabía que Sanford se daría cuenta de que lo acompañaba por hacerle un favor. Y la idea era tan demencial que le parecía inimaginable no estar en el despacho cuando Sanford la oyera.
—¿Cuándo? —dijo.
—Ahora es el momento —sonrió Parker.
La pared del fondo del despacho de Sandford era una cristalera, del suelo al techo, que daba al Hudson. Todo era de piel y madera oscura, con tantas tonterías náuticas que Sanford, asomado al ventanal, podía imaginarse en la cofa de vigía de un barco de tecnología punta. Fuera diluviaba, y la oscuridad superaba lo previsible. Parker expuso la idea, muy nervioso, y el jefe, mirando a Adam, hizo un gesto para que le dieran la carpeta manila. Leyó sin prisa el análisis de Parker. Levantó las vista de pronto y dijo:
—Pero ¿quién es Joe Levy?
—El jefe de producción —dijo Parker.
—Sí, ya lo he visto. Pero ¿quién es? ¿Qué ha hecho? ¿Cuál es su trayectoria en términos, ya sabes, de hacer dinero?
Parker cambió de postura en la silla.
—Bueno —dijo—, ha producido muchas películas independientes. Boathook funcionó muy bien en taquilla. Pero lo más fascinante es su pedigrí. Es el hijo de Charles Levy, que fue el jefe de producción de United Artists en sus últimos días de gloria. Una leyenda. Cinco o seis Oscars. Joe ha crecido entre los grandes cerebros de la industria del cine.
Sanford resopló.
—¿Eso? —dijo, y se retrepó en su sillón—. ¿Su padre? ¿Qué tienen? ¿Una especie de sistema feudal?
—Sí, algo así —dijo Parker.
Pero Sanford estaba lanzado.
—¿Se han pronunciado alguna vez palabras más escalofriantes —dijo, dejando la carpeta sobre la mesa— desde el punto de vista del inversor? «Es el hijo del fundador.» Y se imagina que si el padre consiguió que el negocio resultara tan fácil, ¿cómo va a ser difícil? No me malinterpretes: estoy seguro de que es un tipo encantador. Estoy seguro de que da magníficas fiestas. Pero siempre he desconfiado de los que hacen eso, los que andan con los zapatos de sus padres. Porque lo normal es que sean como Pete Rose Junior. [2] Mira, mi padre fue sastre. ¿También yo tenía que ser sastre? ¿Crees que tengo afinidades genéticas con el oficio? ¿Y tú? ¿A qué se dedica tu padre?
Parker asentía, intentando parapetarse en la idea de que la propuesta sólo planteaba una posibilidad.
—Es abogado, especialista en derecho fiscal —dijo.
—Bueno, pues entonces quizá hayas equivocado tu vocación. Quizá tú también deberías ser abogado. ¿Y tú qué, Adam? ¿Qué hace tu padre?
Adam sonrió.
—Montador de calderas y tuberías —dijo.
Los otros dos se miraron en silencio y luego se echaron a reír.
—¡Ya lo veo! —dijo Sanford—. Estás pensando trabajar con él, ¿no?
—Es poco probable —dijo Adam—. Está muerto.
Lo dijo como lo que era, un hecho, pero sonó de un modo totalmente distinto. Lo deducía por las caras de Sanford y Parker. Si algo no le gustaba, era que los demás lo compadecieran. Cuando la compasión se esfuma, recuerdan tu debilidad, y un día te apuñalan por la espalda.
A cuarenta pisos de altura la lluvia producía un efecto raro, porque no la veías caer sobre las cosas: generaba una especie de electricidad estática en el aire gris.
—¡Jesús! —dijo Sanford. Le había cambiado la voz. Era un hombre con una vena sentimental. Lo sabía todo el mundo, y había quien intentaba aprovecharse, aunque no había sido ése el propósito de Adam—. No lo sabía.
—¿Murió cuando eras niño o algo por el estilo? —dijo Parker.
Adam reflexionó un momento.
—Hace menos de un año —dijo.
—¿Cómo? —dijo Sanford—. ¿Estás diciendo que ya trabajabas aquí?
—Justo antes de empezar.
—No tenía ni idea. ¿Estaba enfermo?
—No —dijo Adam—. Murió de un infarto, pero ya era el tercero.
—¿Qué edad tenía?
—Sesenta y dos.
Sanford se puso blanco.
—No tenía ni idea —dijo.
—Bueno, no se preocupe —dijo Adam.
Esperaba que se reanudara la conversación. Sanford lo miraba como si no estuviera presente, como si fuera un retrato de sí mismo. Por fin golpeó la carpeta con el dedo índice.
—Le echaré un vistazo —dijo.
Adam y Parker asintieron y se levantaron para irse, y ese día no volvieron a hablarse, aunque Parker debió de decirles algo a los compañeros; Adam podía asegurarlo por la manera en que lo observaban cuando creían que no estaba mirando. Al final de la jornada se sentía nervioso e irritable y le hubiera gustado salir a correr, pero llovía tanto que casi no se veía el río. Tuvo entonces una inspiración repentina: cogió la bolsa del gimnasio y bajó al sótano, pero la piscina ya estaba cerrada, aunque sólo eran las seis y unos minutos. Cuando volvió al piso cuarenta no quedaba nadie en la oficina. Entró en el despacho de Sanford y estuvo un rato mirando por el ventanal, y luego volvió a su mesa y descolgó el teléfono.
—Qué buen tiempo, ¿no? —dijo Cynthia—. Creía que ya venías de camino.
—¿Qué estas haciendo en este momento? —dijo Adam.
—¿Qué estoy haciendo?
—¿Puedes llamar a la estudiante del Barnard College? ¿Crees que podrá quedarse con los niños?
—Estoy segura de que no. ¿Por qué?
—Porque quiero hacer lo siguiente —dijo, mientras veía parpadear las luces de los teléfonos en la oficina silenciosa—: quiero pasar un par de horas contigo en un hotel. Quiero ir a cenar y beber un poco de vino al mejor sitio que se nos ocurra y luego llevarte a la cama. Quiero que pienses en algo que no me hayas pedido nunca y yo lo haré. Quiero sorprenderte. Quiero que se quejen desde recepción. Quiero que me echen del hotel. En serio, se me pone dura como una piedra de sólo pensar en ti.
Cynthia se rió con placer.
—Me parece que estoy echando humo —dijo—. Espero por tu bien que no tengas intervenido el teléfono, pervertido. Quizá deberías llamar al número que atiende a quienes sufren una erección más de cuatro horas seguidas.
—No bromeo —dijo Adam—. Te quiero. En serio, los niños ya son lo bastante mayores para quedarse un par de horas solos, ¿no?
—No —dijo Cynthia, condescendiente—, no son lo bastante mayores. Pero se acuestan temprano. Tengo una contrapropuesta. —Adam oía cómo se dirigía a otra habitación con el teléfono—. Cuando se duerman, te sientas en el sofá, te doy un whisky, me arrodillo delante del sofá y, sea lo que sea lo que te haya pasado hoy, apuesto a que entre el whisky y yo lo remediamos. ¿De acuerdo? Ah, yo también te quiero. Y me encanta lo que has pensado. Pero con mi propuesta nos evitaremos la visita de los servicios de protección de menores. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Lo llamaremos el Plan B —dijo Cynthia—. Ahora vente a casa.
Adam colgó. Ya era casi de noche, y la lluvia en los cristales producía un efecto maravilloso en la pared de enfrente, como una sombra que se desangrara. Llamó al servicio de alquiler de vehículos y quince minutos más tarde iba en el asiento trasero de una limusina que permanecía inmóvil bajo la lluvia en la calle Cincuenta y siete, en tal atasco que le parecía que el tiempo se había parado.
¿Tu padre no ha muerto, Barry?, le hubiera gustado decir. ¿No se le muere el padre a todo el mundo? ¿No es eso lo normal? Pero había pensado que cuanto menos dijera, antes acabarían. Durante mucho tiempo Adam había visto a su padre como un hijo de puta con facilidad para perder los nervios, pero algo cambió en los años de la adolescencia, cuando empezó a pensar que tanto su padre como su madre le tenían un poco de miedo. La verdad es que no era una sensación desagradable.
Aunque limpió el cristal del coche con el dorso de la mano, no se veía el exterior. No avanzaban lo más mínimo, o eso parecía. Pensó en echarle una bronca al chófer por haber elegido precisamente la calle Cincuenta y siete, pero no se hubiera sentido mejor así. Lo único que necesitaba era que empezara un nuevo día.
Sanford era dueño de varias segundas residencias, pero la preferida de su actual mujer estaba en Cornwall, en Connecticut, a más de dos horas de la ciudad. El jueves siguiente, durante el almuerzo, Sanford decidió en voz alta que Adam pasara con ellos ese mismo fin de semana y llevara a su mujer y a sus hijos; al principio Adam no supo si tomárselo en serio, sobre todo porque estaban comiendo en Gramercy Tavern y el vino había corrido generosamente, pero cuando al día siguiente recibió un fax de la secretaria de Sanford en la que le explicaba cómo llegar a la casa, llamó por teléfono a Cynthia y le dio la noticia. Se lo tomó con naturalidad. Le preguntó si debía coger el bañador de los niños. Adam le contestó que no tenía la menor idea.
—Te debo una —dijo. Estaba pensando en la mujer de Sanford, a la que él ya conocía, pero Cynthia no. No creía que la cosa funcionara demasiado bien.
Pasó el viernes riéndose de las miradas nauseabundas, casi siempre cordiales, de todo el personal de Perini, entre el que no había nadie que hubiera merecido hasta entonces una invitación semejante, a pesar de que todos llevaban trabajando en la firma mucho más tiempo que Adam. A la mañana siguiente, el viaje en coche los introdujo poco a poco en el tipo de paisaje montañoso, de almanaque, propio de Nueva Inglaterra, en el que Adam se había criado —muros de piedra, campanarios, jardines públicos—, pero la casa de Sanford, al final de un camino de tierra por el que pasaron dos veces de largo antes de encontrarlo, era una mansión blanca, estilo Regencia, tan gigantesca y fuera de lugar que parecía un parque temático. Se extendía y se alzaba, como caída del cielo, sobre un terreno que habían allanado sin reparar en gastos. Adam apagó el motor y los cuatro se apearon del coche y miraron la casa. Era, en su incongruencia, tan egocéntrica que podía haber surgido ya terminada de la cabeza de la terrible mujer de Sanford; pero su absoluto despropósito, la arrogancia necesaria para arrasar lo existente y erigir aquella monstruosidad precisamente donde más podía llamar la atención, resultaba impresionante. Adam sabía que Sanford era muy rico, pero a veces incluso a los que trabajaban en su campo había que recordarles el verdadero significado de la expresión «muy rico».
—Es la casa más chula que he visto en mi vida —dijo Jonas.
Nadie salió a recibirlos; Adam no sabía muy bien cómo hacerles saber a sus anfitriones que habían llegado. Tocar el claxon parecía inapropiado en todos los sentidos.
—¿A qué hora es la próxima visita guiada? —dijo Cynthia, y en ese momento la cuarta señora Sanford (se presentó a Cynthia como Victoria, gracias a Dios, porque Adam no se acordaba de su nombre) apareció de repente por una puerta lateral que ni siquiera habían visto.
Sanford los esperaba en el vestíbulo, donde les dio la mano a Cynthia y a los niños, por los que ni siquiera fingió sentir el menor interés, e inmediatamente su mujer y él hicieron algo que a Adam le pareció vieja escuela auténtica: separaron a sus invitados por sexos, y Victoria se llevó a Cynthia y a los niños a la planta superior, mientras que Sanford guiaba a Adam, bajando unos cuantos escalones y a través de un salón con aparatos electrónicos, hasta lo que resultó ser un porche cubierto y con cristaleras que daba directamente, apenas separado por un metro de césped bien cortado, a la espesura del bosque. Una multitud de maceteros y plantas que pendían del techo atestaban el porche y creaban por un instante el efecto de que la casa flamantemente nueva eran en realidad unas ruinas que los abedules y los pinos intentaban reconquistar; en medio de la fauna había dos cómodos sillones de mimbre, y entre los dos una mesa con una jarra de Bloody Mary. En el porche, en sombras, hacía fresco, pero Sanford llevaba unas gafas de sol, sujetas al cuello con un cordón. Tres cuartas partes de su vaso estaban ya vacías, debía de haber estado sentado allí antes de que los Morey llegaran, y le llenó el vaso a Adam con un gesto majestuoso.
—Tienes una familia maravillosa —dijo, volviendo a acomodarse en el sillón.
—Gracias —dijo Adam—. ¿Dónde están?
—Aquí fuera hay poco que hacer —fue la respuesta de Sanford—. Estamos por lo menos a ciento cincuenta kilómetros del océano, es lo único que no me gusta de este sitio. Pero hay tranquilidad. —Cogió del vaso el trozo de apio y se lo metió en la boca.
Victoria se lanzó sin prolegómenos a una visita a la mansión, enumerando las dificultades que había ido encontrando para que pintores, decoradores y constructores asumieran su visión, expresada con absoluta claridad, un relato petulante y distinto para cada habitación de la casa. A la cuarta o quinta habitación Cynthia sentía una necesidad imperiosa de prenderle fuego a aquel sitio, del tejado a los cimientos, incluyendo aquel palillo relleno de Botox. No podía llevarle más de diez años, a menos que fuera una momia, pensaba Cynthia, mientras observaba los movimientos de la mandíbula en la cara misteriosamente lisa, o quizá un vampiro, conservado durante siglos gracias a la sangre de las clases sociales inferiores. Pero hablaba como desde las alturas extraordinarias de la experiencia, como si al final de sus comentarios estuviera dispuesta a responder a unas cuantas preguntas.
—Tres veces pintamos esta habitación —decía, como si supiera por dónde se coge una brocha—. Y tenía una muestra de la casa de Barry en Stowe para que el pintor la copiara. ¿Tan difícil es? Pero ya sabes lo que pasa en pueblos como éste. Tienes que conformarte con lo que encuentras. Estoy hablando de contratistas y esas cosas.
—Es terrible —dijo Cynthia.
—¿Tú has nacido en Nueva York?
Cynthia se volvió para asegurarse de que los niños la seguían, de que no los había raptado alguna sigilosa criada ninja.
—¿Cómo? No, cerca de Chicago.
—¿Y a qué se dedica tu familia?
Cynthia se repitió mentalmente la pregunta para asegurarse de que había oído bien.
—Son contratistas en un pueblo como éste —dijo.
A Victoria le parecía más verosímil haber metido la pata que la idea de que alguien le tomara el pelo; miró a otra parte, incómoda, y al evitar la mirada de Cynthia pareció recordar la existencia de los dos niños, quienes, como es natural, no tenían el menor interés en tonalidades de color ni tratamientos para ventanas, pero estaban pasmados ante la casa, sus dimensiones y sus aparatos. En cada habitación había paneles de control ambiental, pantallas táctiles que no sólo graduaban la luz, la temperatura y la música, sino que daban acceso a imágenes de las cámaras de seguridad instaladas en el garaje, los jardines, el camino de entrada, e incluso las otras habitaciones de la casa. Jonas tardó apenas diez segundos en entenderlo. «¡Es papá!», dijo. Cynthia siguió lanzándole miradas asesinas por encima del hombro, pero, después de resolver el enigma de las pantallas táctiles, Jonas no dejaba de toquetearlas, y Cynthia casi lo animó a descubrir cómo provocar la lluvia dentro de la casa. Muy pronto el niño había dejado una estela de imágenes parpadeantes de su padre y Sanford en cada habitación por la que pasaban.
Victoria no se había dado cuenta, pero notaba la fascinación de los niños y volvía a sentirse satisfecha. April se adelantó unos pasos a su hermano, avergonzada de su entusiasmo infantil, e intentaba mezclarse con las mujeres, imitando las caras que ponían, como si quisiera colarse en el segundo acto de una comedia. Le encantaba que la gente la creyera mayor de lo que era. Se acercaba a Victoria como una planta sedienta, pero Victoria no parecía propensa a establecer un contacto demasiado directo.
—Dios mío, qué niños tan preciosos —le dijo a Cynthia—. ¿Qué edad me has dicho que tienen?
—Seis y siete —dijo Cynthia, sin hacer caso de la mueca de fastidio de April, que consideraba que la edad debería ser redondeada a la alta.
—Podrían ser modelos. Parecen salidos de un catálogo de Ralph Lauren. ¿Van al colegio?
—Sí, sí —dijo Cynthia—. Pensamos que es lo más sensato.
—Pero ¿a cuál?
—A Dalton —respondió April.
—Estupendo —dijo Victoria—. Y has hecho bien en tenerlos tan joven. Es más fácil recuperarse.
Y alargó la mano y, de un modo natural, le dio un golpe justo debajo de la cintura, un gesto de aprobación tan íntimo y condescendiente que Cynthia se quedó sin habla. Procuró recordarse a sí misma que aquella mujer era la esposa del jefe de su marido y que tendría que aguantarla durante todo el fin de semana, y cuando no funcionó, trató de sentir una especie de asco solidario pensando en los servicios sexuales que la buena de Vicky habría tenido que prestar a cambio de que aquella visión de vida en alta tecnología se hiciera realidad. Pero tampoco funcionó, porque Sanford, a pesar de sus cerca de setenta años o más, era un tipo ridículamente guapo.
Por lo que parecía, se había propuesto no moverse del porche y beber Bloody Mary mientras durara la estancia de su invitado. En ese momento hablaba de la próxima regata de yates Newport-Bermudas. Los Bloody Mary eran excelentes; Adam empezaba a recordar los placeres de una borrachera antes de la hora de comer, pero el escenario le resultaba raro, como un cuento mitológico o de hadas en el que podía tomarse la bebida prohibida y no encontrar jamás el camino de regreso a la superficie de la tierra. No se trataba de que el jefe lo pusiera nervioso —se habían emborrachado juntos muchas veces—, ni de que se sintiera obligado a guardar las apariencias. Al contrario, cuanto más natural era, más parecía apreciarlo el viejo.
Sanford miró de repente a Adam. Acababa de ocurrírsele una idea fulgurante.
—Podrías formar parte de la tripulación —dijo—. La tripulación del año pasado era un desastre. ¿Te interesa? Estaremos fuera de cuatro a seis días.
—La pena —dijo Adam— es que no tengo ni puta idea de lo que es navegar.
A Sanford la decepción apenas le duró un instante.
—Aprenderás —dijo—. Conozco a un marinero en cuanto lo veo. Y, sabes, en ti veo grandes cosas.
Adam hizo como si no lo oyera, algo que, en él, era lo que más se acercaba a la modestia.
—Los demás se las arreglarán —continuó Sanford—. Pero son lugartenientes. Les dices lo que tienen que hacer y lo hacen. Es algo necesario en cualquier negocio. Pero para ti veo cosas más grandes. Bien sabe Dios que no voy a durar eternamente.
Antes de permitir que Sanford siguiera por ese camino, Adam dijo:
—El lunes por la mañana tengo que ver a su amigo Guy en Milwaukee. Tengo el vuelo mañana por la tarde.
«Su amigo» sonó con cierta ironía. Sanford puso mala cara al oír mencionar el nombre de Guy.
—Ese hombre es un animal —dijo—. Creo que ahí hay dinero, pero no sé si voy a aguantar una hora más con él en la misma habitación. La última vez que nos vimos me tiró un lápiz a la cabeza. Lamento sacrificarte a semejante lunático. Pero quizá puedas sacar el asunto adelante. La gente como tú... ¿Lo sabes? Es un don. No se aprende. Tengo hambre —dijo de pronto.
—¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Hay aquí piscina?
—Santo Dios —dijo Sanford—. Tú y tu natación.
—No —dijo Adam—. Estaba pensando en los niños. Se han traído el bañador. Si los tiras al agua, les alegras el día. Tendrían algo que hacer mientras nosotros nos emborrachamos.
Sanford juntó las manos sobre el pecho. Se hundió en su sillón.
—Helicóptero —dijo—. Ésa es la palabra, ¿no? Padres helicóptero.
—¿Perdón?
—Estás encima de ellos, ¿no? Me parece magnífico.
—¿Tiene usted hijos, señor?
Al viejo le encantaba que lo llamaran señor.
—Dios mío, sí —dijo—. Por supuesto. No, no hay piscina, pero somos socios del club del pueblo, donde pueden nadar todo lo que quieran. Incluso podemos comer allí cualquier cosa, ya que, por lo que parece, aquí no piensan darnos de comer.
Siguieron a los Sanford en su coche, en un silencio generado por el miedo a que lo que dijeran lo repitiera inocentemente más tarde uno de los niños en presencia de sus anfitriones. Y además Adam necesitaba toda su capacidad de concentración para no perder de vista el Boxster de los Sanford, que su dueño conducía a una velocidad aristocrática por aquellas carreteras estrechas. Adam pensaba en que la palabra club presagiaba una piscina vulgar y corriente, y así se lo había dicho a los niños, pero toda la familia al unísono lanzó una exclamación de asombro cuando llegaron a un lago limpio, tranquilo e inverosímil, oculto en las colinas de Berkshire. Un rótulo de madera en la puerta les indicó que el lugar se llamaba Cream Hill Pond. El silencio era sobrecogedor. «Nada de lanchas motoras», señaló Sanford. «Ésta es la ciudad de los veleros Sunfish.» Velas blancas salpicaban el agua. Había dos pistas de tenis, pero estaban vacías. Los niños temblaban de impaciencia, deseando meterse en el lago; Cynthia le preguntó a la mujer de Sanford dónde estaban los vestuarios, pero Victoria, que parecía descontenta e incluso desconcertada de estar allí por lo que parecía la voluntad de los niños, no lo sabía y tuvo que preguntarlo.
Los pinos oscuros, el sol en el agua, el triángulo blanco y refulgente de las velas: era una belleza tan de postal turística que te sentías un poco tonto al rendirte ante ella. Pero la alegría inocente de April y Jonas era contagiosa. Cynthia observaba cómo organizaban un juego en el agua con otros niños de su edad a quienes habían conocido cinco minutos antes. Era muy raro que los dos se llevaran tan bien durante tanto rato, y había que pensar que no se trataba de una coincidencia, que estaba relacionado con la pura sensación de espacio en aquel lugar. Cynthia levantó la cabeza para admirar la cuenca verde que formaban las colinas. Completamente abierta, pero segura. Quizá había mirado este lugar, esta vida, con ojos equivocados. Lo único que querías era que tus hijos desarrollaran lo mejor de sí mismos, pero si esto no sucedía, ¿cómo podías saberlo? Victoria tenía razón: eran preciosos, tan preciosos que casi te sentías obligada a pedir perdón, como si algo esencial hubiera sido falsificado a su favor. Quizá les estabas negando algo que necesitaban, y ni siquiera te dabas cuenta, sólo porque no pensabas a lo grande o más allá de los moldes de lo que había sido tu infancia.
Pero, viéndolos jugar, Cynthia tuvo que reconocer que a veces su angustia a propósito de si la vida de sus hijos alcanzaba la perfección llegaba a un punto que no se diferenciaba demasiado de los esfuerzos de Victoria por reproducir exactamente una muestra de pintura: de alguna manera tenías que justificar el día, y tu existencia. En cierto sentido, era impresionante que una mujer de la edad de Victoria no sólo no deseara niños sino que ni siquiera se molestara en fingir que le gustaban. Una existencia así era posible, desde luego. Había, desde luego, otras cosas que podía hacer una mujer. Según Adam, Victoria formaba parte de los consejos directivos de casi una decena de organizaciones benéficas nacionales, donde, sin la menor duda, sería un coñazo. Pero ¿qué más daba, si tenía capital y posición social para hacer el bien en el mundo? ¿Qué importaba que el dinero no fuera suyo si lo repartía? Cynthia vivía ya mejor de lo que había vivido ningún miembro de su familia, por lo menos hasta el segundo matrimonio de Ruth; pero había ricos y ricos. Le echó un vistazo a Victoria, con su enorme sombrero de paja que se sujetaba con la mano en la cabeza, aunque no hacía viento. Estaba tentada de preguntarle cuántos años tenía. No era imposible que tuvieran la misma edad.
—Tienes una casa preciosa —dijo. Victoria, con la mirada perdida en el aparcamiento, pareció no oírla.
Pero Sanford asintió, cordial.
—Lástima que no os podáis quedar a pasar la noche —dijo—. La próxima vez será.
Las gafas de sol ocultaron la expresión de asombro de Adam; en el maletero del coche llevaban las bolsas de viaje.
—Es usted muy amable —dijo Cynthia; no sabía, sin embargo, cómo evitaría los gritos de los niños, así que se acercó al embarcadero para darles la noticia fuera del alcance del oído de sus anfitriones. Adam vio cómo se llevaba el dedo a los labios y les hacía el signo universal de cinco minutos más mientras los niños se quejaban y daban patadas al agua. Cynthia sabía ser elegante. Incluso después de diez años juntos, los más complejos deseos que Adam sentía por ella se traducían en el lenguaje más simple de la excitación; y, observándola atravesar el césped hacia la sombrilla bajo la que se sentaban los adultos, sintió el inoportuno impulso de llevarla al aparcamiento y follar contra el coche de algún ricachón viejo. Victoria fue al baño y Sanford se alejó para contestar al teléfono, y Adam pudo por fin mirar a su mujer como llevaba ansiando todo el día.
—Lamento ponerte en esta situación —dijo.
Pero ella se limitó a sonreír.
—Me alegra que nos vayamos —dijo—. Si quieres que te diga la verdad, todo esto me da un poco de envidia.
Adam se quedó tan sorprendido al oír aquello, que no supo qué contestar hasta que volvieron sus anfitriones. Y cuando llegó el momento de salir del agua, los niños armaron tal cataclismo que Adam y Cynthia decidieron salir hacia Nueva York directamente desde el club. Los hombres volvieron a separarse de las mujeres; el viejo se dirigió hacia su coche, llevándose a Adam, echándole el brazo por encima de los hombros.
—Bueno, ¿qué piensas de todo esto? —dijo Sanford, y sorprendentemente parecía preguntarlo en serio, aunque estuviera borracho. Se refería a su vida, supuso Adam. La idea de que le exigieran emitir un juicio, aunque sólo fuera por cortesía, le resultó casi ofensivo.
—Me muero de envidia —dijo por fin—. Tiene una casa preciosa. Bueno, estoy seguro de que tiene varias. Pero este sitio es magnífico. Y, la verdad —añadió dando unos golpes en el capó del Boxster—, el coche también me provoca una pequeña erección.
Sanford se echó a reír, encantado. Luego le puso a Adam la mano en la mejilla.
—Paciencia, hijo mío —dijo—. Algún día todo esto será tuyo.
Mientras buscaban el indicador de la Route 22, Adam se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos, agarrados al volante.
—Qué callados vais —dijo—. ¿Os lo habéis pasado bien, niños?
—Ha sido estupendo —dijo April—. Pero creía que tenían niños.
—No todo el mundo tiene niños, ¿sabes? —dijo Cynthia.
—Papá —dijo Jonas dócilmente—, ¿podemos tener una casa en el campo?
Cynthia se rió.
—Ya lo has oído, papá —dijo—. ¿Qué dices?
Adam no dijo nada, y medio minuto después Cynthia se volvió hacia los niños y dijo:
—Algún día. Pronto. Tendremos todas esas cosas. Sólo hace falta tiempo. Acordaos de que el señor Sanford tiene casi doscientos años.
La verdad, pensó Adam, es que no había ninguna razón que les impidiera comprar en ese momento una casa para los fines de semana, aunque a Jonas, después del rato en la mansión de Sanford, lo decepcionaría todo lo que Adam podía permitirse. Pero una parte de Adam se resistía a la idea, y ese día más que nunca. Una casa de campo a la que volver una y otra vez, en la que sentarse a beber entre las plantas sin hacer nada en especial: ¿era eso lo que quería? Durante todo el día había tenido la sensación de que ostensiblemente le estaban enseñando, le estaban ofreciendo la casa, el coche, el club, el paisaje, aquel tipo de vida. Paciencia, hijo mío. ¿Por qué no lo quería, entonces? Puede que sólo quisiera decidir por sí mismo las recompensas y la velocidad a la que debían llegar. O quizá fuera la suposición de que todos aquellos privilegios (por conmovedora que fuera la voluntad de Sanford de que los disfrutara Adam) eran, ante todo, algo que Sanford le concedía. El patrimonio, incluso el de carácter sentimental, no tenía nada que ver con eso. Algo en Adam se rebelaba contra la idea de heredar cualquier cosa, de quien fuera.
Al día siguiente cenaron temprano para que Adam cogiera el avión a Milwaukee. Guy, cuyo apellido era Farbar y que gracias a su abusivo uso del teléfono se había ganado el derecho a que en Perini lo llamaran por su nombre de pila, dirigía una empresa que fabricaba goma criogénica y buscaba financiación para ampliarla a nivel mundial. Adam no sabía exactamente qué era la goma criogénica, ni para qué servía, pero una de las maravillas de su trabajo era que no le hacía ninguna falta saberlo. A Sanford le impresionaban las cifras, y con razón, a pesar de que como hombre de negocios Guy era esencialmente todo lo contrario que Sanford: gritón, agresivo, impetuoso, claro. La continua renovación del personal de su empresa era increíble, circunstancia que su aparente compulsión a follarse a todas y cada una de sus empleadas no contribuía a disminuir. De hecho, quizá el mayor aviso de alarma para quien pensara hacer negocios con Guy fuera que tenía dos juicios pendientes, y en uno estaba implicada una empleada temporal de diecinueve años.
En persona resultó ser aún más especial. Tenía el pelo espeso y un bigote retro, y había llevado a la empresa de goma criogénica de la suspensión de pagos a unos beneficios de once millones de dólares en menos de tres años. En la pared del despacho había uno de esos almanaques de mujeres desnudas que dan en las gasolineras.
—El año pasado crecimos un treinta y uno por ciento —le gritó a Adam—. ¡En Wisconsin, con dos cojones! ¿Qué os pasa a vosotros? ¿Dónde está el dinero? Que les den por culo a todos los estirados de la Ivy League que se han metido en Wall Street. Ninguno de vosotros ha dirigido una empresa de verdad en su vida. Y digo una empresa que produzca algo. Me llamáis para pedirme el impreso tal o el formulario cual. ¡Espabilaos, cabrones! Hablo con ese Sanford y es como hablar con un robot de Disneylandia. La mansión de los WASP. Pero tú pareces casi una persona real. ¿No puedo tratar sólo contigo? ¡Fírmame ya el cheque de los cojones!
—El dinero no es mío —dijo Adam, divertido.
Guy levantó las cejas.
—Da lo mismo —dijo—. Si fuera tu dinero, nos daríamos la mano y seríamos ricos. Pero te entiendo. Todavía eres joven y tienes que meneársela al jefe, lo cojo. ¿Cuándo te vas? ¿Tengo tu teléfono móvil?
—Mañana a primera hora. Te apunto otra vez mi teléfono.
—Para el miércoles por la mañana, como muy tarde, quiero seis millones para empezar o me voy a otra parte.
—Entendido —dijo Adam, y quería decir que se había dado cuenta de que Guy lanzaba siempre el mismo ultimátum. Muy en el fondo, intuía que era imposible que aquel loco no triunfara, vendiera lo que vendiera. Pero el dinero no era de Adam.
—Pues adelante —dijo Guy, y le dio la espalda para llamar por teléfono.
Y eso fue todo: ni cena espléndida para seducirlo, ni jóvenes ejecutivos, ni club de striptease. De vuelta en el hotel, Adam intentó reservar un vuelo para esa misma noche, pero no encontró nada; se acercaba una tormenta o algo por el estilo, y estaban cancelando vuelos. Hoy día las habitaciones de hotel son básicamente un mausoleo con un televisor enorme: no podía quedarse allí. Pero el gimnasio del sótano estaba cerrado por reformas, y en el bar tocaba una banda que rendía homenaje al grupo Journey. Era como una pesadilla. No se había traído trabajo. La lluvia golpeaba en los cristales, y en el vestíbulo el personal corría de un lado a otro poniendo papeleras conforme aparecían nuevas goteras en el techo. Volvió a la habitación y llamó a Cynthia.
—¿Qué haces? —preguntó, tamborileando con los dedos en la colcha.
—Deberes de matemáticas. En la clase de April han empezado esta semana a dar geometría. No es exactamente mi fuerte. Y se pone nerviosa si no entiende algo a la primera.
De noche, una vez que los niños se acostaban, siempre bajaba la voz; hacía poco que Adam lo había notado, pero nunca tanto como en ese momento, cuando lo único que tenía de Cynthia era su voz.
—Hay ángulos agudos —dijo— y también de otros tipos.
—Muy bien —dijo Cynthia—. Quizá las clases en casa no sean la solución.
—Pero ¿por qué han empezado tan pronto? ¿No empezábamos geometría en segundo grado?
—No me acuerdo —dijo Cynthia.
—Bueno, dime algo, háblame de lo que sea —dijo Adam—. He caído en una especie de agujero negro del Medio Oeste. ¿Qué te cuentas?
Cynthia suspiró.
—Vale —dijo—. Hoy he llamado al psiquiatra de Marietta, y me ha dado cita.
Adam no dijo nada.
—Empieza a discutir —dijo Cynthia.
—¿Una cita para ti?
Cynthia se echó a reír.
—Por supuesto, genio. Por lo menos no es un desconocido. Vaya, yo no lo conozco, pero ha estado viendo a Marietta tres años. Era algo que llevaba pensando un tiempo y he decidido probar.
Adam percibía su necesidad de que le dijera algo, y a la vez algo le impedía hablar, algo que se parecía, por lo menos un poco, al pánico.
—Si te va a dar un ataque, lo dejo, por supuesto. En serio. Ya sé que en general no es una cosa que merezca tu aprobación.
—No, no. Me parece bien. Y lo apruebo, por supuesto. Quiero decir que no me corresponde a mí ni aprobarlo ni desaprobarlo. Lo único que pasa, supongo, es que no sabía que no eras feliz.
—No es que no sea feliz —dijo Cynthia, pensando—. Más bien me siento estancada. Pero, Dios mío, es como ir al gimnasio, lo hace todo el mundo. Lo sabes, ¿no?
Adam quiso decir lo que había que decir, y entonces oyó que llegaba April con otra pregunta sobre las tareas del colegio y tuvo que colgar. La verdad era que desaprobaba aquello, por lo menos en parte, no en general, no para el resto de los seres humanos, pero ellos eran distintos. Una de las cosas que los hacía extraordinarios, había pensado siempre, era el talento, compartido, para dejar atrás el lastre de viejas experiencias. ¿Por qué volver a buscarlo? Cada uno tenía el suyo; bastaba con alejarse sin mirar. Lo comprobaba todos los días en el mundo de las finanzas: los que llegaban más lejos eran aquellos para los que el pasado no existía.
Pero Cynthia no era feliz; no era feliz, y él era el responsable. Abrió el minibar, se sentó en el filo de la cama inmensa con los pies en el alféizar de la ventana, dándole la espalda a la habitación vacía, y se quedó mirando los relámpagos sobre la negrura del lago Michigan. Y al cabo de unas cuantas minibotellas se sintió más tranquilo; pero no hacer nada le parecía insoportable, y aquellas horas no las recuperaría nunca.
Lo primero que coleccionó Jonas fueron animales de Duplo. Era demasiado pequeño para acordarse, pero a su madre le gustaba contarle historias en las que él era el protagonista. Las cajas de Duplo traían distintos bloques con forma de distintos animales, y a Jonas le gustaba sacarlos de la caja y ponerlos en fila en la mesa del salón, o en el borde de la bañera, o en el suelo, debajo de la cama de sus padres, siempre en el mismo orden misterioso, determinado, según pudo deducir Cynthia, por los colores. Así se los encontraba ordenados, en distintos sitios del apartamento, dos o tres veces a la semana.
Lo siguiente fueron las monedas de un centavo: las separaba por años, cuando aprendió los números, y luego por el color, es decir, por su grado de suciedad, desde el brillo de las monedas nuevas al bronce verdoso y oscuro que hacía que el hombre de la moneda pareciera estar sentado en un banco, pensando, al fondo de una cueva. Entonces su madre, hablando con otra madre en el parque, aprendió cómo devolverles el brillo a los centavos metiéndolos en zumo de limón. Lo pasaron muy bien —era como si sacaras a la luz al hombre de la moneda—, pero se trataba de una de esas diversiones que sólo puedes disfrutar una vez y basta. Era algo que pasaba a menudo cuando había adultos por medio.
Una mañana Jonas entró en el salón para pedirle a su madre una galleta Oreo antes de comer, aunque sabía que no se la iba a dar; la vio sentada junto a la ventana, con los brazos alrededor de las rodillas, y miraba a la calle como si estuviera triste por algo que no conseguía encontrar. Piensa, le decía su madre siempre. ¿Dónde estabas la última vez que lo viste?
Le gustaba que jugara con él, aunque se entrometía demasiado en sus colecciones. Como cuando la abuela Ruth le mandó la serie de monedas de veinticinco centavos de los distintos estados. Antes de que él las viera, su madre comprobaba las que todavía le faltaban y sólo entonces iba a su dormitorio y se las daba. O como cuando más tarde empezó a leer los libros del detective Nate el Grande. Se dio cuenta de que le habían gustado los tres primeros y fue y le compró todos, del cuarto al dieciséis. Casi hubiera sido más divertido no tenerlos todos a la vez, saber que existían y que pacientemente esperaban a que los descubriera. Pero Jonas no sabía cómo decírselo a su madre.
Y, por supuesto, no sólo le regalaba cosas que él pedía. De vez en cuando compraba algún CD y se sentaban en el salón a oírlo, y si no llamaba la atención de Jonas, lo más probable es que no volvieran a ponerlo. Había uno que se llamaba El vuelo del moscardón: en cuanto se acabó, pidió permiso para oírlo otra vez, y a su madre se le iluminó la cara, como si eso fuera lo que estaba esperando. Y pronto le dijo que no hacía falta que pidiera permiso siempre. Sabía manejar el estéreo, aunque se daba por supuesto que no jugaría con el botón del volumen.
Un día April dijo que si oía otra vez El vuelo del moscardón iba a perder la cabeza. Jonas no sabía exactamente qué significaba eso, pero se sintió cohibido y no volvió a poner el disco ese día.
—Tiene una capacidad de atención fuera de lo normal —oyó un día que le decía su madre a alguien en Zabar’s—. Para su edad, y especialmente siendo un chico, puede concentrarse en algo concreto durante mucho tiempo.
Jonas encontró por fin el modo de cultivar sus aficiones sin preocuparse de que los otros se las estropearan con su entusiasmo o terminaran disgustados: empezó una colección secreta, algo que, dada su escasa libertad de movimientos en el mundo exterior, lo obligó a limitarse a coleccionar cosas del apartamento. Y, para mantener a salvo el secreto, la colección debía consistir en objetos que la gente había olvidado o estaba predispuesta a olvidar. Sabía que aquello se acercaba bastante a lo que la gente llama robo, pero decidió no darle más vueltas al asunto. Ya tenía una barra de labios de su madre, un candado con combinación de la bolsa de gimnasia de su padre, la cinta para el pelo con girasoles de April, cuatro corchos de botellas de vino, un clip para sujetar billetes de su padre (sin dinero y encontrado por azar bajo un cojín del sofá), un recibo de la luz, una foto del álbum de la boda de sus padres, la nota del parvulario donde se decía que April tenía «mucho genio», dos pendientes disparejos encontrados en el bolso de su madre, un minúsculo gato tallado en madera de la casa que tenía en Connecticut el jefe de su padre y una linterna que se sujetaba en el borde superior del libro para leer en la cama. La linterna estuvo a punto de arruinar todo el proyecto, porque su madre la buscó con insólita meticulosidad antes de darse por vencida.
Nadie miraba nunca en la vieja caja de Lego, guardada en una bolsa que se cerraba con un cordón y descansaba en lo más hondo del baúl de los juguetes, donde Jonas se sentaba a leer o dibujar. No necesitaba mirar en la bolsa para saber lo que contenía: podía enumerar mentalmente todo lo que había dentro, en cualquier momento del día, o en la cama, de noche. Pero de vez en cuando le gustaba abrirla. Y saber que todo el mundo daba por perdidas aquellas cosas incluso les añadía valor, porque él era el único de la familia que conocía el secreto: que las cosas podían desaparecer, pero que gracias a él casi nunca se perdían de verdad. Mantenía entre los dedos el objeto un instante, volviéndoselo a aprender de memoria; luego lo ponía todo en su sitio, abría la puerta del cuarto, pasaba delante de su madre, sentada en la cocina, entraba en el salón y oía otra vez El vuelo del moscardón.
Las vacaciones de Navidad las pasaron en Costa Rica, en un complejo hotelero; un tipo que trabajaba en Morgan Stanley con quien Adam todavía jugaba al baloncesto le dijo que en Costa Rica estaban las mejores playas del mundo. Para los niños todos los hoteles eran iguales, es decir, una especie de paraíso en el que los desconocidos eran siempre cariñosos y los padres no decían nunca que no, pidieras lo que pidieras, ni preguntaban cuánto costaba, y para conseguir algo sólo tenías que descolgar el teléfono. April también pensaba (aunque sabía que no debía) en la envidia que unas vacaciones así provocaban en algunas compañeras de colegio, que si acaso irían a esquiar un par de días, si no se pasaban las vacaciones en la casa aburrida y calurosa de sus abuelos en Florida.
Más o menos una semana antes del viaje a Costa Rica, el último fichaje de Perini —un tipo llamado Bill Brennan, recién salido de la universidad, y cuyo escaso metro setenta de estatura realzaba su condición de novato— recorrió la oficina repartiendo invitaciones por todas las mesas.
—Unos amigos van a abrir un bar —dijo—. Esta noche es la gran inauguración. Bueno, yo también tengo parte en el negocio. Tenéis que venir. Estáis todos invitados. Hay que hacer ambiente. Todas las tías buenas que conozco van a estar allí. Adam, tío, está entre la Ochenta y nueve y la Segunda, detrás de tu casa. Tienes que ir. Ya sé que no es lo tuyo.
—¿No es lo mío? Que te jodan —dijo Adam, riéndose.
Llamó a Cynthia y le dijo que avisara a la canguro de siempre, o a otra, daba lo mismo. Hacía mucho tiempo que no iban a un verdadero antro de vicio y corrupción, lo suficiente como para que el sitio les pareciera histérico. Los hombres —si ésa era la palabra adecuada, porque aunque llevaran traje y corbata con el nudo flojo no parecían tener más de veinte años— ostensiblemente se dormían de pie al ritmo martilleante de la música y esperaban que alguna mujer desinhibida les cayera del cielo como un paquete de ayuda humanitaria. Parker y los demás estaban en la gloria. Brennan invitaba a beber a todos, pero había tanta gente que Adam tardó casi quince minutos en llegar a la barra desde el rincón que habían conquistado contra la pared. Cuando volvió con un whisky para él y un vodka con soda para su mujer, su tercera ronda, Cynthia tenía en la mano otra copa, a la que alguien la había invitado. Estaba visiblemente borracha, y rodeada por unos tipos a quienes no conocía y que parecían hienas.
—Éste, desgraciados, es mi marido —gritó al verlo, porque en aquel sitio había que gritar para decir algo. Pero a pesar de eso los hombres sonrieron y asintieron: probablemente se limitaban a fingir que habían oído y entendido lo que les decía. Una mujer maravillosa, borracha y sola, aunque fuera durante cinco minutos, atraía a aquellos tipos como a corredores de apuestas en una carrera de caballos; eran demasiado jóvenes e inmaduros para reparar en que la mujer llevaba alianza—. Es más hombre de lo que cualquiera de vosotros será. Tú en especial, gordo —gritó, gesticulando ante el tipo, que sonreía.
—Estupendo —dijo Adam.
—Te lo has perdido —le dijo Cynthia al oído—. Estos buitres me han invitado a tres copas mientras esperaba que llegaras con el vodka.
Cogió el vaso que le traía Adam, bebió un sorbo y con una copa en cada mano le echó los brazos al cuello y empezó a besarlo. Adam sintió que le salpicaba vodka en la nuca. No estaba seguro de que aquello tuviera gracia. Aquellos tipos quizá no habían oído lo que Cynthia les había dicho, pero entendían la exhibición, y sin rencor ni resentimiento se fueron a otra parte a ver qué podían encontrar.
Cynthia dejó de besarlo un momento y les gritó:
—¡Y tiene la polla más grande que vosotros!
La oyeron. Y al parecer otros también la oyeron.
—Muy bien —dijo Adam, poniéndole suavemente la mano en la cintura—. Creo que es hora de dar por terminada la noche.
Cuando ya estaban en la acera Cynthia se volvió hacia el bar e hizo la señal de la cruz. Sólo estaban a diez manzanas de su casa, pero, dadas las circunstancias, Adam pensó que sería mejor coger un taxi. Durante el trayecto estuvo mirándola: los ojos cerrados, la cabeza apoyada en la ventanilla. Hacía años que no la veía borracha; o quizá la había visto, aunque había una diferencia: entonces él también estaba borracho. Cynthia aguantaba el alcohol como un campeón: si había llegado a semejante estado, y sin él, lo había hecho con plena conciencia. Salieron del ascensor y fue directamente al baño; Adam esperó junto a la puerta mientras la canguro, Gina, una rolliza estudiante del Barnard College de la que no sabía absolutamente nada, salvo que era de Minnesota, encontraba la chaqueta y los zapatos y metía los libros en la mochila. Le pagó y añadió veinte dólares para un taxi.
—¿Te importa si no te acompaño abajo esta noche? —dijo Adam.
—No te preocupes —respondió—. No es un barrio peligroso.
Adam esperó a que se cerrara la puerta del ascensor. Y luego, al pasar por el recibidor, vio que Gina había dejado una nota al lado del teléfono: «Cynthia, ha llamado tu madre», y había añadido: «Dos veces.» Fue al cuarto de baño, para asegurarse de que Cynthia estaba bien, pero la puerta volvía a estar abierta y Cynthia no estaba allí. Tampoco estaba en el dormitorio. La encontró en el cuarto de los niños, sentada en el suelo, entre las dos camas, apoyada en la pared. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—Necesitamos un apartamento más grande —murmuró—. No pueden compartir habitación eternamente.
Adam asintió y le tendió las manos para ayudarla a levantarse. Una vez en su dormitorio y ya acostada, le quitó los zapatos y le llevó un par de Advil y un vaso de agua. Sólo las luces del exterior iluminaban la habitación, pero Cynthia se protegía los ojos con el brazo, la cabeza sobre la almohada.
—¿Estás bien? —le preguntó Adam. Ella asintió. Entonces, porque su franqueza era contagiosa, como suele serlo la de los borrachos, Adam dijo—: Cynthia, ¿puedo preguntarte una cosa?
Sin quitarse el brazo de los ojos, Cynthia hizo un gesto solemne con la mano, como otorgando su permiso.
—Cuando vas al psiquiatra ese que decías, ¿qué le cuentas?
—No deberías preguntármelo —contestó Cynthia, sonriendo.
Adam asintió, aunque Cynthia no lo veía, y siguió acariciándole la cadera con la punta de los dedos. El radiador emitía un silbido suave.
—Ahora —dijo Cynthia, y se quitó el brazo de la cara— ha llegado el momento de que me demuestres lo que eres capaz de hacer. Adelante, semental. Supe que eras bueno en cuanto te vi en el bar.
Empezó a luchar con los pantalones vaqueros que llevaba. Adam se levantó para ayudarla, pero cuando consiguió quitarle los pantalones, Cynthia ya se había dormido.
A la mañana siguiente llevó a los niños al colegio y la dejó en la cama; puso el aviso de la llamada de su madre junto a la cafetera, donde pudiera verla. Cynthia arrugó la frente; vale, dos Advil más y algo de comer antes de ocuparme del asunto, pensó, pero sin suerte, porque poco antes de las ocho menos cinco el teléfono volvió a sonar. Ruth parecía, por su voz, tensa y ofendida, aunque eso era lo normal.
—Anoche te llamé tres veces —dijo.
—Estuvimos fuera hasta muy tarde. Por eso te cogió el teléfono alguien a quien no conoces. Cuando volvimos ya no era hora de llamarte.
—Bueno, no importa. Te llamo porque tengo que pedirte un favor y, como te habrás dado cuenta, es urgente. Se trata de tu hermana.
—¿Perdona?
—Tu hermanastra, Deborah. —Antes de que Cynthia pudiera pensar una respuesta, Ruth continuó—: Sabes que vive en Nueva York y...
—No, no lo sé. Creía que vivía en Boston. ¿Cómo voy a saber dónde vive?
Ruth emitió un bufido de desesperación que a Cynthia le resultó muy familiar.
—Bueno, no sé cómo te las arreglas para no enterarte de las cosas. Sí, vive exactamente en la misma ciudad que tú desde hace dos años. Está haciendo el doctorado en historia del arte en la Universidad de Nueva York.
—Me alegro por ella —dijo Cynthia, sujetando el teléfono con el hombro mientras echaba agua en la cafetera—. Pero no sé...
—Ha tenido... —dijo Ruth, y la voz se hizo más lenta, como si hubiera tropezado con un obstáculo—, ha tenido algunos problemas. O eso parece. Quiero decir que acabamos de enterarnos. Parece que hay un hombre por medio, o que ése es el origen de todo. Uno de sus profesores.
—Qué original —dijo Cynthia. Se sentó en el alféizar de la ventana. Notaba la baranda metálica de seguridad en la región lumbar.
—Pero la cosa ha ido más lejos. Ha estado... Bueno, ha acabado en el hospital, más o menos contra su voluntad, por unas pastillas... Dice que ha sido un accidente, pero parece que el médico no acepta esa versión.
—¿El médico? ¿De dónde?
—De Bellevue, del psiquiátrico —dijo Ruth.
—¿Está en el psiquiátrico?
—No es tan grave como parece. Por lo que me han explicado, se trata sólo de una formalidad. Warren dice que es sólo un requisito legal. Para darle el alta necesitan a alguien de la familia, y quiero que vayas a recogerla. El médico que la ha ingresado se llama...
—Espera —dijo Cynthia—. Espera. Yo no tengo nada que ver con esto. ¿Bellevue? Joder. ¿Me estás tomando el pelo?
—¡Es tu hermana! —gimoteó Ruth.
—No es mi hermana. Dios mío. Nos vamos a Costa Rica dentro de unos días. ¿Por qué mierda no vais a recogerla Warren y tú?
—Warren está en San Francisco. Irá a recogerla si hace falta, pero eso significa que Deborah tendrá que pasar otra noche en ese sitio. ¿Quién sabe cómo es aquello? Incluso el médico ha dicho que evidentemente Deborah no debería estar allí. Parece muy amable. —Pensar en la amabilidad de la institución hospitalaria en semejantes circunstancias desarmó a Ruth, que se echó a llorar—. Te lo pido por favor, Cynthia, por favor. Es su única hija. Puede que Deborah no te importe lo más mínimo, pero seguro que no dejarías que alguien a quien conoces siga sufriendo si puedes evitarlo. No eres esa clase de persona.
Cynthia tenía un dolor de cabeza insoportable. Necesitaba comer algo pronto. Quizá un sándwich de huevo.
—Maldita sea —dijo—. Maldita sea. De acuerdo. ¿Dónde coño está exactamente Bellevue?
Ruth le dio la dirección.
—Sólo tiene que quedarse con vosotros una noche o dos —dijo—. Y se sentirá mejor, quizá lo bastante bien como para volver a su casa, aunque nos han dicho que no sería conveniente...
—De eso nada. Es problema vuestro. Y no me pases la mierda de la familia. Esto no es un hospital. Tengo dos niños.
En el taxi, camino de la calle Veintisiete, llamó a Delta y reservó un vuelo a Pittsburgh para Deborah esa misma noche. Unas dos horas más tarde, después de haber rellenado todos los formularios y esperar en el vestíbulo, iluminado como una sala de autopsias, a que alguien encontrara a alguien que pudiera firmar el alta, la puerta de acero del pabellón se abrió y apareció su hermanastra. Hacía ocho años que no se veían, pero Cynthia, que recordaba la antigua hostilidad de la mirada de Deborah, se quedó sorprendida de que hubiera desaparecido y de que en su lugar no hubiera nada. Quizá fuera efecto de los fármacos, pensó. En aquel sitio debían de tener auténtica mierda de diseño.
Deborah estaba pálida, muy delgada, y tenía el aspecto de haber vomitado un buen rato. Como si padeciera una versión mucho más profunda de la resaca contra la que luchaba Cynthia. Tenía el pelo hecho una maraña. Había algo fascinante en la extrema improbabilidad de aquel momento, pero Cynthia procuró no demostrarlo.
—Tu vuelo a Pittsburgh sale a las siete y treinta y dos —dijo, pero Deborah tenía tal prisa por salir de allí que ni siquiera aminoró el paso. Cynthia se amoldó a sus zancadas—. Pero es probable que no te dejen subir al avión con esa pinta. Puedes venir a casa a ducharte y te puedo dejar algo para que te cambies. ¿Tienes que pasar por tu apartamento?
Deborah se humedeció los labios y respondió con voz ronca:
—No.
—Bueno, de todas formas no creo que hubiera tiempo.
Se sentó en la cocina mientras Deborah se daba una ducha que duró treinta minutos largos. Cynthia se debatía entre la irritación —a las tres y media tenía que recoger a los niños del colegio— y la preocupación por lo que podría suceder en el cuarto de baño. Por fin salió Deborah en una nube de vapor, con la cara roja y un poco más repuesta, aunque seguía estando lamentablemente delgada. Los vaqueros de Cynthia apenas se sostenían en sus caderas; tenía otros de una talla menor, pero no quería prestárselos.
—No me puedo creer que vivas así —dijo Deborah—. Es la mejor ducha que he usado en mi vida. Deberías ver dónde vivo.
Cynthia la miraba sin oír lo que decía. No se fiaba de ella. En el estado en que se encontraba podía hacer cualquier cosa, y si lo hacía en su casa, entonces el problema sería de Cynthia.
—Vamos —dijo—. Tenemos que recoger a los niños.
El colegio Dalton ocupaba las dos alas de una casa adosada, a unas manzanas de distancia; las madres que llegaban primero se calentaban en el vestíbulo, donde había una chimenea, pero Cynthia y Deborah esperaron fuera, al pie de las escaleras, a que salieran April y Jonas. Deborah parecía consciente de que no debía estar allí; se mantenía detrás de Cynthia, a un paso, encogida, como si no quisiera que la vieran. No sólo los niños (a quienes, por otra parte, no hubiera reconocido), sino nadie. Más de la mitad de las mujeres que esperaban en la acera eran niñeras, voluminosas, de piel oscura en su mayoría, y muy serias, que hablaban entre sí con los ojos en la puerta y de vez en cuando se reían sin sonreír. Cuando April y Jonas aparecieron en la entrada, arrebujados en sus abrigos, y bajaron las escaleras sonriendo, Cynthia oyó a sus espaldas, leve pero inconfundible, un gemido.
—Niños —dijo; e inmediatamente, porque se trataba de la explicación más breve posible—, ésta es vuestra tía Deborah.
Se quedaron con la boca abierta, pero recordaron sus buenas maneras y alargaron la mano para estrechar la de Deborah.
—He visto fotos tuyas —dijo April, y sorprendió a Cynthia—. En la boda de papá y mamá. Tú eras una de las damas de honor.
—Estás en lo cierto —dijo Deborah. Cynthia puso los ojos en blanco. Hay gente que no tiene el menor talento para hablar con niños.
En casa los niños se pusieron a ver la televisión y merendaron, como siempre; y Deborah, después de sentarse en silencio un momento con Cynthia bajo el reloj de la cocina, se levantó de la mesa y fue con ellos al salón. Cynthia llamó a su madre para darle los detalles del vuelo de Deborah.
—Sí, mamá, está bien —dijo, mirando con recelo a través de la puerta de la cocina—. Perfectamente normal. Bueno, si es normal una mujer adulta que se sienta en el suelo a comer galletas Goldfish y ver Disney Channel. Procurad estar esperándola cuando llegue el avión, no vaya a ser que se ausente sin autorización o algo por el estilo.
Cuando Adam cruzó la puerta, Cynthia se levantó, lo besó y le cogió las llaves.
—Ya han merendado —le dijo—. Cojo el abrigo y nos vamos.
Adam entró en el cuarto de la televisión y los niños se le echaron encima.
—Papá —gritaron—, ¿conoces a la tía Deborah?
Deborah se levantó, sacudiéndose migajas de la camisa. Adam y ella se saludaron con la cabeza, incómodos. Jonas, cogido a las manos de su padre, dio una voltereta.
—¿Cómo está tu hermano? —dijo Deborah.
Adam levantó las cejas.
—Bien —dijo—. Está en Los Ángeles. Ya no me acordaba de que os conocíais. ¿Quieres que le dé recuerdos tuyos?
—No —dijo, mientras Cynthia reaparecía en la puerta, detrás de Adam, y la llamaba con el dedo.
A esa hora encontraron atascos a la entrada de la autovía FDR y en el puente de Triborough. Cynthia empezó a mirar el reloj con impaciencia. No podían perder el avión de ninguna manera. De pronto oyó como un estremecimiento en el asiento de al lado y, cuando se volvió, vio que Deborah estaba llorando. Temblaba, esforzándose en no hacer ruido.
—Por favor —dijo Cynthia, y no exactamente a Deborah, que, sin embargo, se dio por aludida.
—¿Por favor qué? —dijo Deborah, irritada, secándose los ojos con la camisa prestada—. Lamento que la infelicidad no encaje en tu estilo de vida. Sé que no te importo una mierda, pero creo que por lo menos merezco la misma compasión que cualquier desconocido. Pero, claro, un desconocido tampoco te importaría nada. Se me había olvidado lo fácil que ha sido todo para ti siempre. Lo que no esperaba es sentir tanta envidia.
—Por lo que he entendido —dijo Cynthia—, te has follado a un profesor casado que ha resultado un embustero. Vaya, estoy segura de que eres la primera a la que le pasa. Pues lo olvidas y sigues adelante. Lo demás es puro teatro, que es como deberían llamarte. Puedes no respetarme, pero yo por lo menos me respeto a mí misma lo suficiente como para no acabar en el pabellón de los locos.
—Pero ¿tú qué sabes? ¿Qué sabes de nada? No has sufrido nunca, ni un solo día. Jamás te ha faltado lo que querías. Y tus hijos están educándose de la misma manera. Como una pequeña clase dominante. Es terrorífico.
—¿Qué les has dicho? —dijo Cynthia.
—Les han dado todo. No tienen idea de lo afortunados que son. Cariñosos, contentos, bien educados. Todo es como debe ser y no tienen ni idea de cómo vive el otro noventa y nueve por ciento de la gente.
—Sí, tienes razón —dijo Cynthia—. Debería ennoblecerlos primero con un poco de sufrimiento precoz. En cuanto llegue a casa, tendría que quitarles algo. Chica, para mí es un misterio que alguien tan inteligente como tú no tenga niños.
Al oír aquello, Deborah se contrajo como si le hubieran pegado; dejó de hablar y se puso a mirar por la ventanilla, y sólo en ese momento Cynthia adivinó lo que había pasado. Hicieron en silencio el resto del viaje al aeropuerto de La Guardia.
—No pare el taxímetro —dijo Cynthia al taxista.
Deborah, con la mano en la puerta, se volvió hacia ella.
—Sé que haces esto porque tienes que hacerlo —dijo—, pero gracias de todas formas.
—No tengo que hacerlo —dijo Cynthia—. ¿Por qué iba a tener que hacerlo?
—Porque somos, entre comillas, una familia —dijo Deborah.
Eso es lo jodido, pensó Cynthia, mientras volvía a la ciudad entre el tráfico de la Long Island Expressway. Todos pensaban que podían jugar la carta de la familia para obligarla a hacer lo que quisieran; lo irónico era que no tenían ni idea de hasta qué punto era consciente de lo cínicos que podían ser. Ella creía en la familia mucho más que nadie. Pero no podías tomarte a broma las definiciones, ni las tuyas ni las ajenas. Que Ruth hubiera encontrado a un tipo rico con el que envejecer no entrañaba que Cynthia ya no fuera hija única. Y aunque no sabía nada de su padre desde hacía tres años, eso no significaba que no siguiera siendo su padre, ni que tuviera un padre nuevo. Así logras que la idea conserve su sentido y su fuerza. Simplificándola.
No podía olvidar los improperios de Deborah, en especial las acusaciones contra los niños, o por lo menos contra la manera en que los educaba. Era intolerable. Aunque hayas pasado la noche en el psiquiátrico, pensaba Cynthia, deberías saber que hay cosas en las que es mejor no meterse. No era la primera vez que llegaba a la conclusión de que, en lo que respecta a los niños, la mayoría de la gente sólo decía tonterías. ¿De qué servía negarles lo que querían? ¿Quién había decidido que no darles lo que tus padres tampoco tuvieron fortalecía el carácter? Basura narcisista. Se supone que la existencia de tus hijos debería ser mejor que la tuya: ésa era la idea. ¿Qué utilidad tenía obsesionarse con el precio de las cosas? Lo normal es quejarse cuando las cosas son, o parecen, más caras de lo debido: los aparatos para los dientes, por ejemplo, que según el dentista iban a necesitar April y Jonas. Unos quince mil dólares en total, probablemente. Pero se lo podían permitir. Se gastaban sesenta mil dólares al año en mandar a los niños al colegio y también se lo podían permitir. Conocían o se cruzaban con gente —en el vecindario, en su mismo edificio— más rica que ellos; pero ellos ya tenían mucho más dinero que el que Cynthia había visto cuando era niña, incluso en los momentos de esplendor. Y, precisamente, el concepto de «momentos de esplendor» era algo que Cynthia no tenía el menor interés en recuperar.
Y eso de que el dinero modelaba el carácter de los niños era claramente falso, porque el propio dinero era un aspecto en el que podía advertirse la diferencia fundamental que separaba a April y Jonas. Conforme pasaba el tiempo, se peleaban menos; poco margen quedaba para la rivalidad o la envidia por la sencilla razón de que no deseaban las mismas cosas. April era un animal social, obsesionada por los privilegios adicionales de la preadolescencia y dispuesta a defenderlos como un abogado cuando se trataba de conseguirlos inmediatamente. Ese año, considerándolo útil para su seguridad, le habían dado su propio teléfono móvil y, hacía sólo una semana, Cynthia le había comprado un par de zapatos Tory Burch como regalo de Navidad (y, para ser sinceros, a Cynthia le emocionó que April los pidiera, aunque sólo fuera por orgullo ante la precocidad de su hija), poco después de que en el colegio estallara una especie de miniescándalo cuando cogieron a un grupo de alumnos del curso superior al de April que intentaban pagar una comida en el Serendipity con la tarjeta de crédito de uno de los padres. A los hijos podías mantenerlos a raya durante algún tiempo, pero cualquier padre sabía que la cuestión, para ellos, no era conseguir todo lo que querían, sino merecer confianza, acceder al mundo un paso más, y desde ese punto de vista Cynthia no encontraba muchas veces motivos para decir que no. Que las líneas estuvieran siempre abiertas, que ella fuera siempre la primera persona a la que April acudiera para todo: eso era lo importante, y Cynthia jamás se arriesgaría a perder la confianza de su hija por algo tan estúpido como los juicios malintencionados de la gente a propósito de sus privilegios. Sabía que April ya se había ganado en el colegio cierta reputación de chica mala, pero, por lo que concernía a Cynthia, lamentarse por ese tipo de estratificación social, tan natural, era más propio de las madres que de los niños. April era capaz de cuidar de sí misma. Y, la verdad, Cynthia no podía evitar sentir un poco de admiración ante el ingenio de April para aparentar dos o tres años más. La gran ironía, por supuesto, era que el total desinterés de Jonas ante todo lo que hacían, compraban o miraban sus coetáneos lograba que pareciera un cuarentón.
Pero ciertas formas de vida familiar entre los dos hermanos resultaban inevitables; tenía que volver a llevarlos al dentista antes del viaje a Costa Rica, por ejemplo, y aunque April se enfadara por perder la clase de ballet, Cynthia había pedido la cita seis meses antes y si la desaprovechaban el dentista, un mercachifle, no les daría hora hasta el verano. Los recogió en el colegio y, a pesar de que iban con retraso, tuvieron que ir en metro en vez de en taxi, porque durante las tres últimas semanas la profesora de Jonas había explicado la polución y la conservación del medio ambiente y si Cynthia oía una palabra más sobre el agujero de ozono de los cojones se ponía a gritar. Cruzaron la calle Ochenta y siete y a la entrada del metro coincidieron con un hombre que empujaba el cochecito de un niño, aunque Cynthia vio que no era un recién nacido, sino un niño de unos tres años, un chiquillo que por el simple hecho de seguir yendo en cochecito a su edad indicaba que las normas las dictaba él. Un niño precioso, sin embargo. El padre también era un tipo atractivo, muy bien despeinado en una peluquería muy cara. Los cuatro iniciaron el típico baile no-usted-primero en el primer escalón y, aunque apenas duró un segundo, Cynthia se dio inmediatamente cuenta de que detrás de ellos se iba formando una cola de gente impaciente.
—Por favor —dijo al padre—, pase usted. —Y sonrió antes de advertir que el hombre, inseguro, ni siquiera la miraba a ella, sino a las escaleras. Conservaba un vago recuerdo de la gente que se atravesaba y molestaba cuando ella empujaba el cochecito de April, y también el instinto materno de que los hombres no pueden con los niños pequeños—. Chicos, esperadme abajo —les dijo a April y a Jonas—. Antes del torno.
Se volvió hacia el padre con su sonrisa más formal mientras los otros usuarios del metro se arremolinaban en el pasillo abierto por los niños y dijo:
—¿Puedo ayudarle a llevar al pachá?
De repente su mirada pareció fijarse en Cynthia, a quien dedicó una sonrisa de triunfo, aunque sin asentir ni hacer ningún signo de haberla oído. Ni siquiera parecía notar el enjambre hostil que luchaba por adelantarlo, algo digno de admiración, pensó Cynthia. O quizá no fuera una persona normal.
—Sí, gracias —dijo por fin—. Es usted muy amable.
Pero no se movió, y Cynthia se vio obligada a ponerse delante del cochecito y cogerlo por la correa que unía las dos ruedas, aunque eso significaba que sería ella la que bajaría las escaleras de espaldas. El hombre cogió el cochecito por el manillar y empezaron a bajar despacio.
—Es obvio que ya se ha visto antes en mi situación —dijo—. Tiene unos niños preciosos.
Cynthia sonrió, mirándose los pies antes de dar el siguiente paso. El niño, frente a ella, abrió ligeramente los ojos.
—Es evidente a quién han salido —dijo el padre.
—Gracias. Le digo lo mismo. Su hijo es una maravilla.
—Bueno, parece que estamos en un meet-cute [3] —dijo el hombre, y Cynthia se echó a reír, aunque no sabía muy bien lo que quería decir. La gente corría a su alrededor. Intentó localizar a April y a Jonas, pero no podía volver la cabeza lo suficiente para verlos—. Ah, me llamo Eric.
—Cynthia.
—Cynthia. —Adelantó el torso y ella se dio cuenta de que casi había llegado al último peldaño. Tuvo que inclinarse hacia delante para oírlo—. Has sido muy amable. Bueno, a lo mejor te suena raro, pero ¿vives por aquí? No soporto la idea de no volver a verte. Eres una mujer verdaderamente preciosa.
—¿Perdona? —dijo Cynthia.
—No puedo creer que haya dicho lo que he dicho —dijo Eric, y parecía decir exactamente la verdad. Probablemente fuera un actor sin trabajo. La mujer debía de trabajar como abogado en algún bufete y sentirse culpable por no dedicarle más tiempo a su hijo, mientras su marido pasaba las tardes en el parque coleccionando teléfonos de canguros.
Estaban parados en el suelo de cemento de la estación, pero seguían sosteniendo el cochecito entre los dos, a medio metro del suelo. La gente bajaba a toda prisa las escaleras y pasaba rozándolos, como si no estuvieran. Cynthia sabía que cuanto más tiempo permaneciera allí, más atrevido se volvería él. Notó que se ruborizaba.
—¿Haces esto muy a menudo, Eric? —dijo.
Eric sabía cómo mirar a una mujer a los ojos, de eso no había duda.
—Sé que estoy siendo demasiado atrevido e imprudente —dijo—, pero no me arrepiento, porque dos segundos más y no volveré a verte nunca. Sé que estás casada. Yo también estoy casado. Eso ahora no importa.
¿Cómo?, se repetía Cynthia, como si fuera sorda a sus propios pensamientos. ¿Cómo? El niño la miraba con los ojos entreabiertos, sin expresión, como si acabara de condenarla a muerte. Saber que Eric había olvidado incluso, a algún nivel, que el niño estaba allí hacía que le pareciera una especie de superhombre.
Cynthia apoyó suavemente en el suelo su parte del cochecito, dio media vuelta y se alejó todo lo rápido que pudo. Jonas y April, parados ante el torno más próximo, la miraban con la indulgencia infinita y sarcástica que adoptan los niños cuando se ven obligados a esperarte. Por un momento Cynthia sintió pánico al pensar que le preguntarían qué había pasado, consciente de que aún estaba demasiado nerviosa para contestarles; pero no dijeron ni una palabra. No les interesaba en absoluto. Le volvieron la espalda, pasaron la tarjeta del metro y bajaron delante de su madre las escaleras que llevaban al andén.
Cynthia no se sentía ni ofendida ni halagada: la escena le parecía divertida, más que otra cosa. Estaba deseando contársela a Adam. Le fastidiaba un poco pensar que ese género de actividades prohibidas se desarrollaran sin ella, sin su participación, aunque no tuviera ningún deseo de participar: padres casados que ligaban al alcance de los oídos de sus hijos. ¿Quién lo sabía? Quizá ese tipo de corrupción fuera algo habitual, de todos los días. En otro tiempo, en el caso de que algo tan nuevo se le hubiera presentado bajo la forma de una hipotética aventura, habría dejado que el tipo se lo creyera un poco, sólo para sentir la emoción.
—Tierra llamando a mamá —dijo Jonas.
Un tren acababa de llegar al andén, abría ya las puertas, y los niños apretaron el paso para cogerlo. Cynthia se pegaba a ellos para no perderlos de vista. Cuando las puertas se abrieron, subieron al vagón y en ese momento una voz rugió: «¡Mantened abierta la puerta!» Se oía un tic-tac; era el bastón de un ciego, con el pelo blanco, que vestía una vieja chaqueta azul, una gorra de béisbol y unas gafas de sol envolventes, enormes. Parecía irritado por algo o con alguien. «¡Mantened abierta la puerta!», volvió a gritar, aunque alguien, no Cynthia, ya la mantenía abierta. Movía el bastón sin contemplaciones a la altura de los tobillos, golpeando la base de los asientos, la barra que había en el centro del vagón, el marco de la puerta, las piernas de la gente. Cynthia no sabía si trataba de orientarse o de sembrar el pánico. Retrocedió un paso más, para evitar el arco que trazaba el bastón (no porque temiera que le hiciera daño, sino porque no quería enviarle al ciego ningún tipo de información falsa) y entonces sucedió: las puertas se cerraron con un campanillazo de dos notas, y Cynthia seguía en el andén y los niños estaban en el metro, y cuando el tren se puso en marcha Cynthia vio la cara de terror de Jonas, aunque quizá lo que le diera más miedo fuera su propia madre, que golpeaba el cristal con las manos y gritaba: Esperen.
Incluso antes de que Cynthia llegara al extremo del andén, el tren había alcanzado demasiada velocidad, y allí la dejó, mirando las luces del tren que se alejaban y desaparecían en el túnel. No podía dejar de mirar. Notaba cómo, a sus espaldas, la gente dejaba también de moverse: sólo se movía el tren.
—¿Iban sus hijos en ese tren? —dijo una voz detrás de ella, una voz juvenil, de hombre. La desgracia hace que cualquiera se tome demasiadas confianzas—. ¿Cuántos años tienen?
Cynthia se volvió para responder, pero no pudo. Lo que veía era un círculo negro que se formaba en los límites de su campo de visión.
—Vaya a la cabina y llame a la policía —dijo el joven, que vestía un jersey de los Knicks muy amplio.
—Vaya usted —le respondió alguien con desprecio—. ¿Quiere obligar a esta pobre mujer a subir las escaleras? ¿No ve que se va a desmayar?
Sobre sus cabezas Cynthia oyó un estruendo que iba en aumento y pensó que se estaba desmayando, pero se trataba de un estruendo real, de otro tren que se detenía junto a ellos. Dos personas la sostenían cogiéndola de los brazos, con cuidado. Los niños habían desaparecido en un túnel: aquello no parecía real.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó una voz de mujer.
Cynthia subió al primer vagón del tren y se abrió camino hasta una puerta cerrada con llave que daba a la oscuridad. Sabía que era una idea estúpida, pero la lógica de la situación obedecía ya a la lógica de un sueño, y le parecía que no había nada que discutir. El miedo que sentirían los niños colmaba cada una de sus células. Tenía que encontrarlos. Tuvo que apoyar la cara en el cristal para ver más allá de su propio reflejo, aunque durante un largo espacio de tiempo no distinguiera más que las vías y la estructura de acero que soportaba el túnel y las estaciones fantasmales que atravesaban a toda velocidad sin detenerse. Notó por fin bajo sus pies cómo el tren reducía la marcha y vio acercarse las luces de la parada de la calle Cincuenta y nueve. Saltó al andén y sólo entonces se le ocurrió que no existía ninguna razón real para pensar que los niños se hubieran bajado allí, quizá seguían llorando mientras el tren recorría el subsuelo de la ciudad, pero entonces, a unos metros, vio a un policía en el andén, y el policía apoyaba las manos en los hombros de dos niños, y los dos niños eran April y Jonas.
—Pero ¿está usted aquí? —dijo el policía, poco simpático—. Acabo de comunicarme por radio con la calle Ochenta y siete para que la localizaran. No ha sido demasiado inteligente coger otro tren.
April y Jonas la miraban con la expresión vacía de los niños que oyen a sus padres pelearse. Ni siquiera una hora más tarde Cynthia podía decir con exactitud cómo subió las escaleras con ellos, hasta la calle, muy animada, y los metió en un taxi y volvieron a casa, pero recordaba perfectamente que ninguno de los tres pronunció una palabra en todo el camino.
Esa noche le pidió a Adam que durmiera en la habitación de los niños, que se quedaron con ella en la cama grande. Al día siguiente no los llevó al colegio. A Adam aquello lo sorprendió un poco, pero lo atribuyó a un exceso de cautela: era verdad que los niños estaban más callados de lo habitual, pero resultaba difícil decir —incluso para los propios April y Jonas— cuánta era su propia angustia y cuánta procedía de ser tratados con tanto cuidado, como si les hubiera pasado algo terrible. Adam les dijo lo orgulloso que se sentía de ellos, por ser tan valientes, tan inteligentes para pedir ayuda a un agente de policía, tal como había que hacer. Les dijo que cuando quisieran hablar de lo ocurrido, estaba a su disposición; pero no fue ésa la actitud de Cynthia. Se sentó con los niños para saber qué querían preguntar sobre lo ocurrido el día anterior, por qué mamá no tomó el tren con ellos, e interpretó el silencio como una prueba de lo profundo que era el trauma sufrido, y de la urgencia con que era necesario actuar antes de que no pudieran desenterrar nunca lo que guardaban en su interior. Al día siguiente los dejó ir al colegio, pero estaba tan preocupada que volvió a sentarse a hablar con ellos, aunque sólo fuera para compensarles por el error que hubiera podido cometer. Esa noche April se despertó llorando, con una pesadilla. Diez minutos después los dos niños dormían con su madre, y Adam se acurrucaba en la pequeña cama de Jonas y miraba las sombras, despierto pero demasiado cansado para levantarse y apagar la lámpara de noche.
Cuando llegó el fin de semana, el asunto parecía superado; los niños eran menos dependientes, y disminuyó y se acabó el inusitado silencio con los ojos muy abiertos en el que Adam o Cynthia los sorprendían de vez en cuando. Fueron al espectáculo navideño de Radio City, prepararon el equipaje para Costa Rica, cenaron en el 3 Guys y todo parecía olvidado.
Pero Cynthia no estaba convencida. Cada noche retrasaba el sueño de Adam preguntándole qué más podían hacer, según su opinión. Él ponía su mejor voluntad para responderle de la manera más cariñosa; estaba casi seguro de que el sufrimiento que Cynthia les atribuía a los niños era en realidad su propio sufrimiento, pero la gran cualidad de Cynthia era que, por mucha ansiedad que sintiera, recuperaba siempre el equilibrio, si uno tenía la paciencia de esperar. Pero cuando el miércoles le dijo que había llamado al colegio para preguntar si podían recomendarle algún psiquiatra especializado en tratar a niños con trastorno de estrés postraumático —y que no sólo existía la persona indicada sino que ya había acordado una cita—, Adam empezó a preguntarse si el asunto no se les estaba yendo de las manos.
—Dentro de unos días —dijo para tranquilizarla— estaremos los cuatro en la playa y veremos las cosas desde otra perspectiva. También ellos.
Hablaban en voz baja porque los niños, al fondo del pasillo, llevaban horas durmiendo y nunca se sabe.
—No —dijo Cynthia—. Llamé anoche al hotel y anulé la reserva.
Adam se incorporó con dificultad, apoyándose en los codos, y la miró.
—Los billetes de avión no eran reembolsables. Lo siento. Pero se lo he dicho a los niños y les parece bien. Por una vez pasaremos la Navidad en casa. No nos vamos a morir por eso. En este momento no me apetece pasar unos días en un sitio que no conozco. —Se echó a llorar—. Pero hay algo que debe cambiar —dijo—. Hay cosas que tenemos que mejorar. Lo que no podemos es cruzarnos de brazos.
—Así será. Todo va a la perfección. —Era verdad, pero en el mismo momento en que lo decía empezó a sentir pánico—. Esta semana nos pagan las bonificaciones. Las cosas van a mejorar.
—Lo sé. Pero el tiempo no significa ya lo mismo para mí que para ti, ¿sabes? Sólo repites que dentro de diez años tendremos todo lo que queremos, y mientras yo tengo la impresión de que para ver el final de un solo día de mierda necesito unos prismáticos.
—Mira —dijo Adam, implorante—, no te culpo por que lo sucedido te haya alterado, pero ¿no hay otra forma de ver las cosas? April y Jonas han sabido reaccionar. Se han portado exactamente como debían. Es algo que debería tranquilizarte. Y no quiero quitarle importancia al asunto, en absoluto, pero estamos en Nueva York. No puedes protegerlos de todo.
—Bueno, entonces quizá no deberíamos vivir aquí —dijo Cynthia.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—Quizá deberíamos vivir en otra parte. Quizá deberíamos llevar otro tipo de vida. ¿Quién ha dicho que hay que vivir como vivimos? ¿Crees que es la mejor forma de vida que podemos permitirnos? Aquí tenemos poco espacio. Hay poco espacio donde moverse. Y debería transmitir seguridad, pero uno se siente desprotegido. Tiene que haber otro sitio adonde podamos irnos.
A Adam, de repente, la idea de tocarla le dio aprensión.
—Creía que te gustaba vivir aquí —dijo tímidamente.
Cynthia negó con la cabeza, secándose las lágrimas.
—¿No lo entiendes? —dijo—. En lo único que puedo demostrar que soy buena es en esto. Y soy una mierda. La verdad es que me aterra pensar que, en vez de mejorar, voy a peor.
—Cyn, los niños sólo han pasado un mal rato. ¿Piensas en serio que, con la vida estupenda que llevamos, se van a acordar precisamente de eso?
—No digas tonterías —dijo Cynthia—. ¿Crees que se nace sabiendo cómo olvidar ese tipo de mierda?
Cada diciembre Sanford los invitaba a comer uno a uno y les entregaba el cheque de las bonificaciones, acompañado por un comentario sobre el rendimiento anual, conocido entre el personal de la casa como Discurso sobre el Estado de la Carrera Personal, que contribuía a justificar la cantidad recibida. El negocio dependía del capricho de Sanford y, aunque todos sabían que había sido un buen año, nadie esperaba que la magnitud de las bonificaciones reflejara otra cosa que el aprecio que le merecían al jefe.
Eran lo bastante amigos como para bromear sobre sus temores. La operación era tan imprevisible que cabía la posibilidad de que durante el almuerzo de las bonificaciones despidieran a alguno, o de que recibiera un cheque con una indemnización porque Sanford había decidido cerrar el negocio. Adam, citado a comer para el viernes antes de Navidad, estaba en pleno ascenso. Había montado el primer tramo de financiación para una nueva empresa de fármacos genéricos que prometía expandirse de una manera que pocos, aparte de Adam, preveían; y había sentado las bases para la compra amistosa de Wisconsin Cryogenics, lo suficientemente amistosa como para abastecer de chicas y coca al voluble Guy de Milwaukee durante el resto de su vida. Lo más difícil a la hora de cerrar la operación fue conseguir que Guy mantuviera la boca cerrada para evitar que el accionariado reaccionara a la tremenda y jodiera el trato.
Sanford llevó a Adam al Bouley, donde se bebieron dos botellas de vino antes de que el jefe sacara un cheque en un sobre de celofán.
—Ábrelo —dijo, presuntuoso, como si dentro hubiera un anillo.
Adam lo abrió y vio que la cifra ascendía a trescientos cincuenta mil dólares. Era mucho más de lo que esperaba, o de lo que había recibido en años anteriores, y por lo que sabía ninguno de sus colegas se acercaba a semejante cantidad.
—Que quede entre nosotros —dijo Sanford innecesariamente. Con los años, le era más fácil llorar—. No es por el año pasado. Es por el futuro. Necesito estar seguro de que no te irás. Necesito estar seguro de que sabes cuánto se te valora y aprecia. He llegado a un punto en el que tengo que pensar en el legado que voy a dejar en este mundo.
Como muchos de sus iguales, Sanford mantenía su perfil social gracias a suntuosos actos de beneficencia; no mucho después de la época de las bonificaciones, cuando se suponía que todos se sentían espléndidos, sus empleados se veían en la obligación de comprar entradas para la fiesta anual a beneficio de una organización muy apreciada por Sanford, los Boys and Girls Clubs de Nueva York, que se celebraba sobre la cubierta delIntrepid, el portaaviones desguazado y convertido en museo naval flotante en una de las dársenas del río Hudson. Mil dólares por cabeza. Para quienes trabajaban en Perini no era una invitación que pudieran rechazar. Adam compró también una entrada para Cynthia. Normalmente no la hubiera puesto en ese compromiso, pero necesitaba vislumbrar algo de la Cynthia de antes, radiante en una fiesta, por el bien de Cynthia, pero también por el suyo. Aunque a su juicio no había motivos, andaba muy deprimida en los últimos tiempos, y, acostumbrado a apoyarse en ella, sentía verdadero pánico de que si su mujer iba a la deriva acabara arrastrándolo. No sabía qué inventar, aparte de volver a poner en escena, por qué no, una velada de cuando Cynthia era más feliz.
No era un gran plan, pero aquella noche, por lo menos, parecía funcionar. Cynthia, vestida de negro, sonreía resplandeciente mientras tiritaba en el hangar convertido en salón bajo la cubierta del barco y se bebía un martini diseñado especialmente para la ocasión, centro de atención entre los colegas de Adam en Perini, ninguno de los cuales había soltado mil dólares más para tener compañía en la fiesta. Se turnaban para sacarla a bailar. Adam los veía encantados con Cynthia, con la idea que Cynthia encarnaba, prueba de que después del matrimonio seguía habiendo vida. Ni siquiera cuando ya estaban un poco bebidos y las miradas se volvieron más explícitas, Adam se sintió celoso porque Cynthia mereciera su atención. Cenaron costillas de cordero al horno. Vieron a Tiki Barber, el jugador de fútbol americano. Sanford y su mujer se acercaron magnánimos a su mesa. Todos estaban felizmente borrachos.
—Aquí tenemos algo distinto —dijo Sanford, sonriéndole seductoramente a Cynthia—. ¿Qué haces en esta mesa de esmóquines vacíos?
Le tendió la mano, y cuando ella le dio la suya, la besó. Victoria sonreía, manteniendo la media distancia.
—Es un placer volver a verte, Barry —dijo Cynthia.
—Por favor. El placer es mío. Eres la joya de esta reunión lamentable. Permíteme una pregunta. ¿Sabes bailar?
—No mucho.
—Magnífico. Hijo —le dijo Sanford a Adam—, ¿te importa si me escapo con tu mujer unos minutos? Quizá no te lo haya dicho Adam, pero soy un excelente profesor de baile. Es uno de mis muchos talentos.
Le ofreció el brazo; Cynthia, con una mirada de fingido espanto a su marido, dejó el martini y se dejó llevar del brazo de Sanford hacia la pista de baile. Victoria vio a una amiga unas mesas más allá, o simuló verla, y la saludó con la mano, gorjeó y se fue sin decir una palabra.
—Increíble —dijo Parker, no sin algo de envidia en la voz—. Viejo sátiro de los cojones. Y delante de su mujer. Es asombroso a lo que se atreve impunemente este hombre.
La bonificación de Parker, Adam lo sabía, era tan insultantemente exigua que el interesado se había saltado el resentimiento para pasar directamente al terror. Engulló otro martini y llamó al camarero con la copa vacía.
—No hay borrachera mejor —concluyó Parker— que la borrachera por una buena causa.
—Es verdad —dijo Adam.
El caso, sin embargo, es que cuanto más se iba emborrachando, más inquieto se sentía, de peor humor, algo que no solía pasarle. Se dio cuenta de que sonría, así que dejó de hacerlo. Había otro bar en cubierta, y allí se dirigió, sólo por alejarse un momento de la mesa. En las escaleras se volvió hacia la pista de baile y consiguió ver a su mujer y a su jefe entre la multitud. Había un mar de esmóquines, pero la pareja atrajo inmediatamente su mirada. Vio cómo Sanford hacía girar y girar a Cynthia en el poco espacio que ocupaban, cómo Sanford decía algo y Cynthia se reía. Sintió nostalgia. Toda la energía, la temeridad y la confianza en sí misma que a Adam le parecían adorables habían perdido su válvula de escape, y la antigua confianza se concentraba, por así decirlo, en la existencia de los niños. Y lo peor era que la vida a la máxima potencia en la que siempre habían creído seguía ante ellos, más cerca que nunca, aunque Cynthia hubiera dejado de mirar al futuro y ni siquiera levantara la vista para verlo. Cuando le habló de la bonificación, se limitó a esbozar una sonrisa de cortesía y a lanzar un silbido, como si dijera: me alegro por ti. Era emocionante y a la vez un poco triste verla bailar como la Cynthia de otro tiempo, borracha y luminosa, porque para recuperarla se necesitaba un lugar como aquél, disparatado, casi una fantasía. Quizá la vida debería imitar mejor a la fantasía. No hacía falta ir todas las noches a una fiesta de mil dólares. Pero, hubiera que hacer lo que hubiera que hacer, ahora le tocaba a él echarle un cable a Cynthia. Ella se lo había echado muchas más veces de las que era capaz de recordar. No podía ni imaginarse en lo que se hubiera convertido sin ella.
Conocía a su jefe lo bastante bien como para no albergar la menor duda de que en lo único que pensaba en aquel momento era en seducir a Cynthia. No le preocupaba. No sólo porque lo consideraba imposible: lo natural, en cierto modo, era que Sanford lo intentara, a pesar de que su mujer estuviera allí, o del afecto que sentía por Adam, o de la presencia de cientos de espectadores. El rasgo esencial de una vida como la de Sanford era ése: luchar por lo que uno desea.
En cubierta se había producido un altercado en la barra del bar: delante de Adam, un típico producto de universidad cara se quejaba a sus amigos de que el niñato que encabezaba la fila (aparentaba unos diecinueve años) se estaba ligando a la camarera.
—Date prisa, novato —le dijo—. Tenemos sed.
El niñato se volvió. Tenía una nariz descomunal, una de esas narices que nacen prácticamente en la frente, aunque a él le daba cierto aire de romano, raro pero atractivo.
—Tranquilo, Brutus —dijo, y Adam abrió bien los ojos, divertido, ante la audacia del muchacho—. Es mi hermana.
—¿Cómo? —dijo Brutus.
—Hablo en serio —dijo el niñato—. Somos gemelos, ¿no?
Aunque ya tenía la copa en la mano, se volvió y siguió hablando en voz baja con la camarera.
Otra criatura de Wall Street, pensó Adam, otro niñato que dilapida el dinero de la bonificación en una fiesta en la que cree que conectará con gente que ni siquiera sabe de su existencia. La verdad es que el asunto de la bonificación le había afectado más que nunca. Ese año había recibido una bonificación espléndida. ¿Qué significaba? ¿Debía comprarse un velero, o ir a hoteles más caros para pasar las pocas semanas al año en que podía permitirse un viaje, a donde le apeteciera, en vez de a Omaha o Charlotte, o preocuparse de buscar un colegio para los niños todavía más prohibitivo? Se sentía estúpido. Todos se comportaban como si la cantidad fuera lo importante, cuando lo que de verdad importaba era el concepto de recibir una bonificación, de estar excluido del círculo restringido en el que se decidía el valor del trabajo de un hombre, cuánto te habías acercado al objetivo que otro había fijado para ti. Sanford podría haberle dado dos millones de dólares, pero el principio seguiría siendo el mismo. Y los años pasaban, y a tu alrededor empezaba a calcificarse la vida mientras los Barry Sanford del mundo te pagaban para que esperaras que te dijeran lo que sucedería a continuación.
Su relación con el alcohol se había ido complicando. Cuanto más ganas tenía de una copa, más se esforzaba en no tomársela: era un ejercicio de autocontrol, sí, pero en los últimos tiempos también trabajaba cada vez más, y el alcohol y especialmente las resacas casaban mal con su plan para alcanzar la forma perfecta. Pesaba menos y levantaba más peso que hacía diez años. Pero en cuanto rompía un día la rutina, notaba el comienzo de la recaída. Incluso en aquel momento, en la fila del bar y en esmoquin, sentía un impulso irreprimible de descender al vientre de acero de aquella nave imponente y, superado el estrecho sendero entre el río y la West Side Highway, ponerse a correr.
Cuando Brutus llegó al mostrador, le dio un empujón al niñato, sólo un codazo, en realidad, pero el niñato, mucho más pequeño, dio un traspié y derramó en el suelo la mitad de su bebida. Apoyó la copa en la barra y por un instante Adam pensó que el crío estaba tan borracho como para hacer una tontería verdaderamente seria. Pero se limitó a tenderle la mano a Brutus.
—Sin rencor, hermano.
Y cuando Brutus arrugó la frente y le estrechó la mano, el niñato levantó la mano que le quedaba libre y le dio una palmada en el hombro. Luego se alejó no hacia las mesas, sino hacia los aviones moribundos, algunos iluminados, soldados a la cubierta, en exposición. Adam lo siguió con los ojos, distraído, sin prestarle demasiada atención, y entonces el chico se volvió de repente y sus miradas se encontraron. Pasaron unos segundos, extraños, porque a Adam le parecieron menos embarazosos de lo que hubiera sido de esperar. El niñato levantó las cejas y luego —Adam estaba totalmente seguro—, antes de seguir andando, levantó la mano derecha, la abrió como si fuera una carterilla de fósforos, y allí, sobre la palma, enganchado entre dos dedos, había un reloj de pulsera.
Increíble. Brutus volvía de la barra para reunirse con el grupo, cogiendo por el cuello con una sola mano tres botellas de cerveza.
—Buenas noches, amigo —saludó a Adam.
—Buenas noches. Eh, ¿tienes hora?
Brutus movió la muñeca para que apareciera bajo la manga y se la puso ante los ojos. Estaba desnuda.
—Menuda putada —dijo.
Allí lo dejó Adam, buscando su reloj carísimo y obligando a todos a dar unos pasos atrás mientras él inspeccionaba la cubierta. De vuelta a su mesa, Adam se detuvo a medio camino. Le llevó algún tiempo localizar a sus colegas entre la marea de esmóquines, en la mesa de Perini, con las cabezas muy juntas, como si se quejaran tímidamente de algo. No lo vieron. Cynthia debía de seguir bailando. Adam volvió a la oscuridad punteada por restos de los viejos Mustang, los helicópteros y los aviones de combate. Encontró a su hombre cerca de la proa, encendiendo un cigarrillo y mirando hacia New Jersey al otro lado del río, como si el barco se dirigiera hacia allí.
La llegada de Adam pareció ponerlo un poco nervioso.
—Atención, la policía —dijo.
—¿Por qué me has enseñado el reloj? —le preguntó Adam—. ¿Cómo sabías que yo no era amigo de ese tipo?
Se encogió de hombros.
—Él se reía —dijo—. A ti parecía joderte estar aquí.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? ¿A qué te dedicas? ¿Te has criado en la calle o algo por el estilo? ¿Has pagado la entrada a la fiesta?
Una vez que se dio cuenta de que Adam no iba a denunciarlo, el niñato se relajó un poco.
—Uno me dio su entrada —dijo—. La pagó su jefe, que creía en eso de «Dad y se os dará». Me encantaría contarte alguna idiotez a lo Oliver Twist, pero la verdad es mucho más tonta. Yo hacía juegos de manos. Hasta que dejé el instituto. También sé robar carteras. ¿Quieres verlo?
—¿Dónde trabajas? —Dime que eres broker, pensó Adam.
—En Merrill Lynch. Soy broker. ¿Y tú?
Adam no contestó. Nunca podría recuperar aquel instante, pensaba, aquella combinación del azar. No era el destino, el destino era una estupidez. Era el potencial que entrañaba un determinado momento y lo que uno era capaz de hacer con él. El potencial desperdiciado era algo trágico.
—¿No te das cuenta de lo perfecta que es esta situación? —dijo levantando la voz—. Entre nosotros no hay ninguna relación. No nos conocemos, no trabajamos juntos, no hemos ido al mismo colegio. Ni siquiera sé tu nombre. Tu nombre ni siquiera figura en la lista de invitados.
—Espera —dijo el chico—. No me lo digas. Extraños en un tren.
—No le vas a devolver el reloj al gilipollas ese, ¿verdad? —dijo Adam.
Una leve sonrisa de satisfacción que Adam ni siquiera había notado se borró de repente de la cara del chico. El parloteo insustancial del director de la orquesta y el fragor de la corriente del Hudson se fundían en un único ruido. Miró a Adam y tragó saliva.
—No —dijo.
—¿Por qué no?
—Por joderlo. Por eso.
Adam sentía la adrenalina en la sangre. No sentía algo así desde que le había pedido a Cynthia que se casara con él. Sin volverse, por encima del hombro, señaló hacia los asistentes a la fiesta, a quienes oían pero no veían.
—Así son todos —dijo Adam—. Llevan uniforme para que sea más fácil reconocerlos. Nos regalan bonificaciones o entradas a fiestas para que olvidemos que la vida es breve. Nosotros no podemos quedarnos a la espera. No tenemos tiempo.
—¿Nosotros? ¿Quiénes?
—Nosotros, los happy few, los elegidos —dijo—. Tú y yo. Ha llegado el momento de entrar arrasando en el show. Ha llegado el momento de cambiar los términos. Hará falta un poco de valor por tu parte.
Lo espeluznante era la claridad repentina con que había descubierto algo que ni siquiera sabía que existía: un ansia de venganza, sí, pero ¿venganza de qué? Siempre había sido un líder. Nunca había hecho lo que hacían los de su edad, siempre había tenido demasiada prisa, pero esa prisa, en vez de procurarle la vida deseada, lo había convertido en un marginado. Y ahora, de pronto, los márgenes parecían el único lugar habitable. En cuanto al chico, Adam dedujo por su cara de terror que no se equivocaba.
—No sé de qué estás hablando —dijo el chico, exactamente lo que había que decir.
—Sí lo sabes —dijo Adam—. Te voy a decir un nombre. Con que lo oigas, basta. Wisconsin Cryogenics. ¿Te acordarás sin apuntarlo?
El chico asintió.
—Puedes hacer lo que creas conveniente. Si te parece, tómalo como un pequeño regalo. Y aquí puede acabarse todo. Pero no tiene por qué acabarse.
Callaron y vieron a un hombre y a una mujer que, con copas de martini en la mano, pasaban bajo la hélice muerta de un helicóptero. Subieron a la cabina con movimientos de borracho. La música volvía a sonar en el interior del barco.
—Dame un número de teléfono —dijo Adam—. No el número del trabajo ni el de casa. El teléfono móvil de tu novia, por ejemplo. Me pondré en contacto contigo dentro de tres semanas, ¿de acuerdo? Tres semanas. Hablaremos del futuro entonces, o me cuelgas el teléfono. Me llamo Adam.
El chico no se hizo rogar. Murmuró un número, y Adam se lo repitió. Una vez que memorizaba un número, no lo olvidaba.
—Otra cosa —dijo Adam—. Dame el reloj.
El chico se sintió confundido, pero se lo dio. Adam le echó un vistazo: un Patek Philippe de oro. No era muy aficionado a los relojes, pero apreciaba su valor. Frunció los labios en señal de respeto y lo lanzó por la borda.
De regreso a la mesa encontró a Cynthia sentada con Parker y Brennan y uno o dos colegas más; estaban todos muy borrachos y necesitaban irse a casa. Cynthia, todavía radiante tras el baile, le dedicó una burlona mirada feroz.
—Eso, deja tirada a una dama —dijo—. ¿Dónde te has metido?
Adam le dijo que se había encontrado con unos amigos, de cuando trabajaba en Morgan. Fue la mentira más fácil que había contado en su vida. Parker, tambaleándose, rodeó la mesa para despedirse de Cynthia; se inclinó con solemnidad alcohólica y le besó la mano, y Cynthia se rió, y Adam pensó en cuánta razón tenía su mujer: no podemos cruzarnos de brazos. No bastaba con confiar en el futuro: había que conquistar el futuro, atraparlo en la corriente del tiempo, y apartarse así de la legión de patéticos y resentidos lameculos que consideraban patrimonio personal su fe en el mundo. Ese género de humilde confianza en la justicia final de las cosas era ajena al carácter de Adam. Les daría todo a sus hijos, lo arriesgaría todo por ellos. Sabía lo que arriesgaba. Se trataba de una prueba en toda regla de su capacidad. Los riesgos más nobles son los más secretos.Fortuna favet fortibus.
Sanford prometía mucho, pero jamás renunciaría a lo que era suyo, excepto, quizá, en su testamento, como los otros viejos sátiros abotargados que brincaban por aquella inmensa nave amarrada a puerto. Por su parte, pensó Adam, cuando yaciera en una cama de hospital, sin habla, después del tercer infarto, todo el mundo creería que estaba pensando una cosa mientras él pensaba en otra.
Encontraron por fin un nuevo apartamento, en el East End, lejos del colegio de los niños, pero más grande y mejor en muchos otros aspectos —no sólo April y Jonas tendrían cada uno su habitación, sino que también contaba con un cuarto para invitados, además de terraza y derecho a piscina—, e incluso los niños se rindieron a la idea del inminente traslado. Pero las reformas que Cynthia creyó necesarias se prolongaron unos meses más de lo previsto, y se vieron obligados a rebajar cincuenta mil dólares del precio de venta de su antiguo apartamento como compensación para que el comprador aceptara retrasar la fecha de entrega. Fue un periodo raro, con la mitad de las cosas en cajas, las llamadas cada tarde a la empresa constructora para saber cómo iban las obras, una vida de realquilados en su propia casa. Los niños perdieron su entusiasmo y empezaron a quejarse, arrepentidos de la mudanza. Montaban escenas, Cynthia se enfadaba con ellos, y, después de un fin de semana especialmente trabajoso en aquel limbo de malos modos, Adam le propuso a su mujer irse unos días a algún sitio, solos los dos. Conocían a parejas que lo hacían con frecuencia, pero cuando se pararon a pensarlo, se dieron cuenta de que ellos no viajaban solos desde que nació April. Adam le sugirió a Cynthia París; era consciente de que él no iba a disfrutar demasiado, sobrevolando el Atlántico dos veces en tres días, pero sugirió París para demostrarle a Cynthia que hablaba en serio. Descansar en una playa del Caribe iba más con su estilo, pero al final dio lo mismo, porque no encontraron a nadie con quien dejar los niños. A Cynthia no se le ocurría nadie a quien conociera o en quien confiara lo suficiente para una cosa así. ¿Quién? ¿Esa chiquilla de Minnesota, la estudiante del Barnard College, a la que contrataban? Ya era asombroso que la estudiante fuera capaz de sobrevivir sola un fin de semana en la ciudad. Ni Adam ni Cynthia tenían a sus padres cerca, ni a nadie a quien pudieran confiarle los niños. Cuando Adam era un crío, a sus padres no les importaba que él y Conrad se quedaran en casa de algún vecino, a veces sin apenas avisar, si se les presentaba un compromiso. Pero cuando Cynthia le preguntó si se le ocurría alguna idea brillante sobre April y Jonas, Adam tuvo que admitir que no. Para bien o para mal, como familia eran una isla en mayor medida de lo que pensaba.
Llegaron a un acuerdo: Adam la convenció de que pasaran la noche en un hotel de Manhattan, muy cerca. Gina, la estudiante del Barnard College, que a pesar de estar en la universidad nunca parecía tener planes para el fin de semana, aceptó pasar la noche en su apartamento. Les dijeron a los niños que iban a Atlantic City, una ciudad aburridísima y donde se jugaba y que no permitía la entrada de niños. Y el viernes por la tarde se alojaron en el Parker Meridien y pidieron al servicio de habitaciones ostras, una botella de Absolut Citron y hielo. Casi antes de que el camarero saliera de la habitación, Adam ya la había desnudado. A Cynthia tanta energía le pareció increíble. Cualquiera pensaría que llevaba meses sin echar un polvo, aunque bien sabía Dios que no era verdad. Para ser una pareja con dos niños, follaban bastante. Pero Cynthia se daba cuenta, aun sin entenderlo del todo, de lo mucho que Adam necesitaba que aquel encuentro resultara excepcional. Cuando no le levantaba las piernas por encima de la cabeza, la empujaba al borde de la cama para que apoyara las manos en el suelo. Era una forma de épica sexual, como si fuera importante follar más y mejor que todos los clientes del hotel. Dos horas después Cynthia tenía el pleno convencimiento de que lo habían logrado. Con Adam no tenía necesidad de fingir, gracias a Dios, pero, a la vista de cómo se comportaba, de cuánto deseaba complacerla, habría fingido si hubiera hecho falta.
Adam se dio un respiro y cogió del minibar una botella de agua de diez dólares. Se la bebió ante la ventana a oscuras, y su pecho seguía subiendo y bajando. Dios mío, pensó Cynthia, es guapísimo, guapo de verdad. Se dio la vuelta, se puso boca abajo en la cama enorme. Habían recorrido un largo camino desde la noche de bodas, cuando se desmayaron de cansancio en aquel bed and breakfast tan cursi de Pittsburgh; acordarse de aquello casi la sorprendió. Pero, al recordarlo, era difícil no sentirse optimista. Las cosas habían mejorado en los últimos meses. A Adam le iba verdaderamente bien. Había empezado a compaginar el trabajo con sus propios asuntos, decía, y de repente había dinero para todo. En febrero irían a Vail, en primavera al Caribe. El apartamento nuevo estaba quedando maravilloso. La mujer de Sanford le había pedido a Cynthia que se afiliara a la Coalition for Public Schools. Aquello, por supuesto, también debía de ser cosa de Adam. Tenía toda la razón en lo que había repetido una y otra vez durante aquellos meses: en la vida había que arriesgarse un poco más. Sintió sus dedos en la pantorrilla y vio, cuando se volvió, que le sonreía con dulzura.
—Muy bien, pequeña. Fin del tiempo muerto.
Le repetía cuánto la quería, y ella apartaba la cara por miedo a echarse a llorar. Adam volvió a correrse y fue al baño: «Sólo a buscar un desfibrilador», dijo. Cerró la puerta. Cynthia, en la cama, miraba el techo; al cabo de un momento, rodó al filo de la cama y se acercó con pasos un poco rígidos a la silla donde había dejado el bolso, junto a la ventana. La habitación era amplia, con una vista impresionante del Central Park. Cynthia pensó que incluso su apartamento se vería desde allí si la habitación estuviera en una planta más alta. No tenía ningún mensaje en el teléfono, pero en el bolso encontró tres folios de papel rayado, muy bien doblados, unas líneas que Jonas debía de haber metido antes de que salieran de casa. Los dos primeros decían «Te quiero» y «Te echo de menos»; el tercero, «¿Estás ganando?».
Seguía mirándolos cuando Adam se le acercó por detrás. Temió que se enfadara, pero no se enfadó, claro. Era perfecto.
—Quizá —dijo— sería mejor que volviéramos a casa.
Llamaron a Gina cuando ya estaban fuera del hotel para que no se asustara al oír la llave en la cerradura. Adam la acompañó hasta el portal y el taxi; Cynthia se quitó los zapatos y entró en el dormitorio de los niños. Jonas dormía boca abajo, como siempre había apartado las mantas con el pie y apoyaba la mano en el colchón como si fuera una superficie de cristal. Cynthia se sentó en el suelo, contra la pared, frente a la cama. A oscuras, la habitación era una acogedora trama de sombras alargadas que surgían de la cómoda, del marco de la ventana, de la mochila con ruedas de April, llena de libros del colegio, cerca de la puerta. Retuvo el aire un momento para oír respirar a los niños.
Era lógico, pensaba, que April y Jonas estuvieran un poco nerviosos por la mudanza y se sintieran un poco nostálgicos. Todo lo que les había sucedido había sucedido allí. Pero Cynthia actuaba como una auténtica farsante cuando fingía compartir sus sentimientos por tener que despedirse de aquella casa. Nunca la había considerado la vivienda definitiva. Y a decir verdad tampoco pensaba que fuera a serlo la próxima. Había algo un poco vergonzoso que debía admitir. Llegaba siempre el momento en que dejaba de gustarte un lugar, en que lo mirabas y te preguntabas si era tan insuperable como para que no te importara morirte allí. Y una vez que la idea se te metía en la cabeza, olvídalo, no había nada que hacer.
No era, obviamente, el tipo de razonamiento que podías compartir con niños de esa edad. Jonas ya había atravesado un breve periodo de obsesión con la muerte, a los tres años. Cynthia nunca supo con seguridad qué lo había provocado —probablemente algún cuento que le había leído, aunque no adivinaba cuál—, pero un día había tenido noción de la muerte y le costaba asimilar algunos de sus principios fundamentales. Para él significaba permanecer eternamente paralizado, con los ojos abiertos, dentro de un ataúd. La ausencia de conciencia le resultaba literalmente inimaginable. Creía que los muertos conservaban la vista, por ejemplo, aunque estaba demasiado oscuro para que vieran algo. Cynthia no quería entrar en distinciones de ese tipo con el niño.
Lo intentó con lo primero que se le ocurrió. Le pidió que cogiera la caja registradora de juguete.
—¿Cuántos días faltan para tu cumpleaños? —dijo.
—Cincuenta y seis —dijo Jonas, que lo sabía porque lo preguntaba todos los días.
—¿Y eso es mucho o poco?
—¡Es un montón!
Cynthia se quedó un momento pensando antes de teclear, tintineando, algunas cifras en la caja registradora.
—Éstos son los días que te faltan para llegar a la edad de la abuela Morey —dijo—. Y la abuela tampoco morirá pronto.
Su madre era mayor que la de Adam, pero Cynthia no la usó como ejemplo porque hacía tanto que Jonas no la veía, que quizá no la considerara suficientemente real. Le enseñó los números.
—Guau —dijo Jonas.
Pero Cynthia debería haber sabido que era inútil: a esa edad todas las cifras superiores a cien se igualaban y además decirle a un niño que no tuviera miedo por el momento, no era precisamente un consejo adecuado.
—Forma parte de la naturaleza —le dijo otro día—. Los seres vivos nacen, crecen y mueren. Los animales, las plantas, las aves y los árboles. Es lo que llamamos —dijo, despreciándose a sí misma— el ciclo vital.
—Entonces, ¿tú te morirás? ¿Y papá? ¿Y April? ¿Cuándo?
—No —respondió, con un acceso de pánico—. No, ni papá ni mamá van a morirse. No te preocupes. Quítate esa idea de la cabeza.
Hizo ademán de sacarse un mal pensamiento de la cabeza y de tirarlo con cara de desagrado, Jonas se rió y Cynthia se puso a ver la televisión.
—Se le pasará —dijo Adam—. Tiene tres años. Ya habrá algo más interesante que le quite esas ideas de la cabeza. Me acuerdo de que yo pasé una fase parecida cuando tenía más o menos su misma edad.
—¿Tú también? ¿Qué te dijo tu madre?
Lo pensó.
—No me acuerdo en absoluto.
—Te acuerdas de haberle preguntado. Así que tu madre no dijo nada que mereciera la pena recordar.
Adam asintió.
—Pues ya ves —dijo Cynthia.
Entonces, un día, llamaron del colegio: tenían que ir a recoger a Jonas antes del final de las clases porque, después de la hora del bocadillo, había empezado a llorar. No quería hablar de lo que le pasaba. Probablemente sólo estaba cansado, dijo la profesora con esa paciencia un poco desquiciada que se les supone a las maestras de párvulos, pero lo mejor sería que Cynthia fuera a recogerlo.
Lo llevó a casa en un taxi, acariciándole el pelo y dándole besos en la coronilla, sin preguntarle nada. Intentaba tranquilizarse y tranquilizar al niño. ¿Quién es este chiquillo?, se decía. ¿Por qué no tengo a nadie que me ayude? ¿Cómo puedo saber lo que debo hacer?
—Dentro de una hora tengo que recoger a April —le dijo al llegar a casa—. ¿Quieres que te ponga la merienda y te lea algo?
—Mamá —dijo Jonas—, no quiero morirme porque cuando te mueres no puedes hablar ni levantarte y te echaré mucho de menos.
Y en ese instante Cynthia aprendió una lección sobre la desesperación y sobre cómo los padres pueden utilizarla.
—Ven aquí —dijo, y lo cogió en brazos.
Le dijo que ya era un chico mayor y que tenía edad para saber la verdad. La verdad era que nadie sabía lo que pasaba después de morir, porque no podemos hablar con los muertos, ni los muertos pueden hablar con nosotros. Pero había gente que sabía algo sobre lo que quizá pasaba. Había gente que creía en algo llamado reencarnación, que significaba que, cuando la vida terminaba y después de un breve periodo de descanso, volvías a vivir otra vez; no exactamente la misma vida, a lo mejor ni siquiera el mismo tipo de vida: a lo mejor volvías convertido en águila, o en perro. Incluso podía ser que esta vida, la de ahora mismo, no fuera su primera vida: a lo mejor había sido un dinosaurio hace mucho tiempo, tanto que se le había olvidado. (Notaba cómo los brazos del niño se iban relajando.) Otra cosa en la que creía un montón de gente era en lo que llamaban el cielo. El cielo era un sitio que dependía de nuestros deseos: el sitio de tu vida en el que te habías sentido más protegido, más feliz, más a gusto; el cielo era ese sitio, y para siempre.
—Una casa bonita y caliente —dijo Jonas—, con papá y contigo.
No incluyó a su hermana, pero Cynthia no dijo nada. Para ella había sido un rito de paso que fortaleció su confianza, una lección sobre los recursos del amor, aunque no creyeras en nada en particular.