VII

—¡Qué te pasa, cara ‘e torta, pico largo y nariz corta!

Era un chico pecoso, gritando irritado. El otro chico estaba más allá, cerca de la librería Letras. Gritó a su vez algo que no le entendieron.

—¡Pico largo y nariz corta!

A mitad de la escalinata, Andrés miró hacia el lado del río. Era raro que las casas no dejaran ver el río; confusamente recordaba una imagen donde ya no había obstáculos entre la ciudad en descenso y la orilla. La niebla ahogaba el farol de Viamonte y Reconquista cuando anduvieron en silencio camino del bajo, sin razón para alejarse, solamente seguros de que ya no tenía sentido permanecer ahí. Del centro bajaba una niebla más espesa, mezclada con algo que olía a ropa quemada. Stella gritó cuando pasaban bajo el farol y un cascarudo le cayó en el cuello, pinchándola con patitas aguzadas. Juan se lo quitó y lo estuvo mirando, mientras el cascarudo remaba tontamente en el aire; después lo soltó, con un envión suave del brazo. Nadie hablaba pero Andrés oyó (sin querer mirar) el llanto ahogado de Clara, que luchaba por contenerse.

—Mirá —dijo Juan, y señaló el cartelito colgando bajo el cable del tranvía. No era fácil leerlo, Andrés hizo pantalla con las manos.

INICIE Y BAJE DESPACIO

LA PENDIENTE

—Uno no sabe —dijo Juan— si es una prevención o un estímulo.

—No está mal —dijo Andrés—. Pero yo tengo hambre.

—Yo también —dijo Clara, sonándose a lo chiquilina—. Me comería al cronista, me comería a Andrés…

—La mantis religiosa —dijo Juan—. ¿Te gusta el almacén-bar Suizo?

—No. Yo aspiro a comer en lugares elegantes donde hay una servilleta para cada uno, como dice César Bruto —se agarró del brazo de Andrés, que la dejó apoyarse, parado en la esquina—. En realidad lo que tengo es sed. Ahí adentro… Pero vos comprendés que eso —

—No, no lo comprendo, solamente lo compruebo —dijo Andrés—. Pobres chicos, no se lo merecían.

—Quién sabe, che —dijo Juan, empujándolos para que

INICIE Y BAJE DESPACIO

—Eso —dijo el cronista, suspirando—. Y con este calor,

oí los truenos allá en el sur si son truenos

—Ya los analizarán en tu laboratorio —dijo Juan—. Realmente no estoy seguro de no merecerme esto. Llegamos tarde a la boda y la torta estaba podrida.

—Yo sabía el programa —murmuró puerilmente Clara.

—Si no se trata de eso, vieja. Vos comprendés de sobra que no se trata de un saber. Mirá, vámonos todos al First and Last y chupamos hasta la caída del día, como diría un poeta que conozco. Pero mirá eso, Andrés,

Del bar de la esquina salía

con la vieja costumbre del cuello levantado (¿contra qué?, ¿la niebla?)

Y las explosiones, lejos —

agobiado, como sucio

Luces rápidas, autos en Leandro Alem.

—El profesor —murmuró Andrés—. Qué carajo estaba haciendo en ese café cuando ustedes… Mejor que no nos vea.

LA PENDIENTE

—No hay caso —dijo Juan—, buenas noches, doctor.

—Buenas noches, joven —dijo el doctor, y amplió el saludo hasta Clara con una lenta inclinación de la cabeza. Al sonreír alzaba la mitad de la boca, el resto quedaba como de cartón piedra. Vieron que tenía la cara cubierta de sudor, se secaba las palmas de las manos contra el pantalón.

—Qué noche —dijo, mirando atentamente a Andrés y luego al cronista—. Parece que hubiera cosas en el aire que uno tragara y que —

—Hay pelusas —dijo el cronista—. Y unos honguitos voladores que tenemos estudiados en mi diario.

—¿Honguitos? —dijo el doctor.

—Sí, los trimartinos eutrapelios —dijo el cronista.

—Ah. Los comunicados del gobierno…

—Mire —dijo Andrés, y le señaló el cielo del oeste donde temblaban bandas rojizas, como reflectores entre las nubes—. Eso no está, que yo sepa, en los comunicados del gobierno.

—Es que… —iba a decir algo más, pero se contuvo, y les pareció que se doblaba, se hacía más pequeño. «Sus cursos sobre los hititas», pensó Clara, mirándolo con odio. «Sus bibliografías de ocho páginas. El muy cobarde…» Entonces el doctor tomó el brazo de Juan, se acercó, reclamando atención.

—He pasado toda la tarde ahí —y señalaba el bar Suizo—, me esperaban a las siete, el decano y… Pero desde mi mesa, ahí, ¿la ven?

se abarca el frente de la Facultad, claro que asomando un poco el cuerpo, y puedo decirles

porque es rigurosamente

cierto «Muerto», pensó Andrés

que el auto del decano no llegó en toda la tarde. Y cuando fue de noche, y esa niebla

(moviendo la mano como una espátula en el aire, repasando la sustancia amarilla)

entonces me dio tanto miedo de Ustedes que son jóvenes deben comprender que

Juan lo rechazó suavemente. El doctor quería seguir hablando, hizo señas de que debían escucharlo, pero él tomó a Clara del brazo y caminaron pendiente abajo. Andrés se quedó atrás, con una palabra al cronista para que dejara a Juan y Clara alejarse un poco, a Stella que los seguía.

—Déjalos un momento solos. Están tan desesperados.

—Tenés razón —dijo el cronista—. Pibe, esto

El doctor los seguía, murmurando y torciéndose las manos. El cronista se dio vuelta y lo miró.

—Vaya a hacerse revisar el metabolismo —le dijo gentilmente.

—Yo… —dijo el doctor, pero se detuvo y la niebla se lo fue comiendo como un ácido.

Se prendieron con ganas a un cigarrillo, parándose a encenderlo frente a una casa de departamentos con jardincito que olía a pasto, a trébol pisado. Era de no creerlo, se metieron en el jardín andando por las lajas húmedas. El cronista cortó una hoja y se la puso en la boca. Fumaba y mordía la hoja. Cuando salieron, Juan les hizo señas desde la esquina.

—Parece un fantasma —dijo el cronista—. Che, esta niebla deforma las imágenes. Primera vez que…

Andrés le tiró un manotón para sacarle un bicho volador que le colgaba del pelo. Miraron hacia Reconquista, pero el doctor se había ido.

—Estará en su mesa del Suizo —dijo el cronista—, desde donde se abarca el frente de la Facultad. Y el auto del decano, fijate —

—Basta, por favor —dijo Andrés—. Por lo menos nos acercamos a esas plantas, a esa sombra. No volvás sobre ese vomitado.

—Juan nos está llamando.

—Vamos, ya estarán más tranquilos. ¿Oís ese piano?

—Es un piso alto —murmuró el cronista, husmeando el aire—. Qué bueno que alguien todavía… Un tanguito, che, nada menos que La mariposa.

Alcanzaron a Stella, que los esperaba callada y como soñolienta.

—No es que yo esté arrepentido

de haberte querido tanto —cantó el cronista—. El tango, Andrés, y no los comunicados oficiales. Me animo a escribirte la historia de mil novecientos a hoy con nada más que los tangos.

—Sería divertido —dijo Andrés, que no lo escuchaba.

—Si para tu bien te fuiste

para tu bien

te tengo que perdonar Farmacia Soria

—Decidido trasladarnos corporativamente al First and Last —dijo Juan, recostado en la vidriera donde Clara miraba perfumes y talcos—. Nada de cenar, che; drogui y especiales de jamón crudo.

—Y después… —dijo Stella, vivamente

(«Después nos vamos a casa.»)

—Después nada —la interrumpió Andrés—. Olvídate de esa palabra por un rato, y mirá los bomberos qué gauchitos.

Oyeron las sirenas, el resto fue un rodar y un color confuso. Cerca del río el calor era todavía más húmedo, y lloviznaba suavemente.

—Vos explícame cómo puede llover y haber niebla al mismo tiempo —dijo Juan—. ¿El agua pasa a través de la niebla? ¿O sucede en dos espacios distintos?

—Se hace el interesante —dijo Clara, cruzando la calle—. No le den explicaciones. Mejor sería… —se quedó callada, mirando desde la puerta el interior del café de la esquina. Andrés, que venía detrás, los vio casi al mismo tiempo. El más joven había estado cerca de ellos en el vestíbulo de la Facultad; el otro era uno de los jugadores de cartas, y había discutido bastante con los bedeles. Sentados en una mesa del medio del salón, tenían desplegados los diplomas

y los estaban mirando

con la botella de grapa entre los diplomas y las papas fritas (un buen ventilador a paletas trabajaba el aire, les movía los cabellos, satisfactorio)

Juan se plantó en la puerta y puso las manos como megáfono.

—¡Guachos de mierda!

Andrés y el cronista lo pescaron del brazo y lo hicieron bajar

Inicie y baje despacio

mientras Stella se reía, asustada, y Clara iba adelante fría y muda, como indiferente. Los estudiantes ni se asomaron a la puerta.

—Parece mentira, ñato —se quejaba el cronista—. ¿No te parece bastante lío para encima ponerte a putear en un café como ése? ¿Vos te creés que yo estoy para que me rompan el ánima?

Va bene —dijo Juan—. Vos tenés razón. Todo bien organizado. Para ver piñas, quince pesos ringside y lo pasás estupendo viendo pegarse a otros.

—Che, pibe —decía el cronista quejoso, esperando la opinión de Clara y de Andrés, pero nadie habló cuando salieron a la recova y se dieron de golpe con los tipos que venían corriendo desde Córdoba. Silbatos (desde Córdoba o tal vez más arriba) y uno de los tipos, viniendo por fuera de la recova, en el filo de la calzada, cruzó Viamonte como un látigo y al pasar al lado de Clara le jadeó algo como: «Sálvese si puede», o tal vez: «Salga que muerde», tropezando vaciló, apoyado en un pie, se fue a la carrera y atrás venían otros bultos como arreados por los pitos de los vigilantes. El cronista dio la orden de pegarse a la pared de la recova hasta ver mejor, y se juntaron en la sombra (no había ninguna luz en esa cuadra, el café de la esquina cerrado y el quiosco de cigarrillos) mirando la fuga de los hombres.

—Alguna manifestación —dijo el cronista—. Los están cascando.

—No me parece —dijo Clara—. A esta distancia ya no tendrían por qué disparar en esa forma. Tienen miedo pero no de los cosacos.

—Mirá ésos en la recova, traen a un lastimado —dijo Andrés.

—Y cómo —dijo el cronista, que había visto los brazos del herido colgando por entre las piernas de los portadores que venían callados y muy lentamente al abrigo de la recova, y se detuvieron al lado de ellos obedeciendo a una orden de un hombre alto con campera gris y boina. «Lindo regalo», pensó el cronista cuando le depositaron al herido casi a los pies, entre murmullos desconfiados y discusiones bisbiseadas de si

mejor a Plaza Mayo y ahí se dispersamo

Tan joven acabala, no supiste que se quemó el

ma qué se va a quemar, paviolo

te lo digo yo

—Ponele mi saco de almohada —dijo un muchacho rubio, que temblaba de (quizá) excitación—. A mí me parece que… —miró a Andrés, desconfiado, después a Clara. El herido respiraba a grandes boqueos de aire, y sus labios húmedos estaban llenos de pelusas y baba; le habían apoyado la espalda contra la pared y alguien le metió el saco doblado bajo la nuca. Los otros se miraban más entre ellos que al herido. Entonces el herido gritó, un grito seco y corto, casi un ladrido, y alzando una mano se apretó el vientre. En la oscuridad no se podía ver mucho. Andrés notó que las piernas del hombre se perdían por momentos en el vapor amarillo pegado al suelo. Solamente su cabeza, los bucles negros saliendo de la niebla.

—¿Qué pasó? —dijo el cronista a uno que tenía al lado.

—¿Qué quiere que pase? —dijo el otro—. Íbamos al Parque Retiro, y —

Siamo fregati —dijo otro, empujándolo—. Andiamo vía súbito, Enzo.

—Ma sí, esperá un poco. Total ahora —

Pero Andrés ya había visto el retroceso furtivo, cómo uno a uno se metían en la niebla. El cronista urgió al que estaba a su lado para que le siguiera explicando, y de golpe no lo vio más, había girado en dirección a una columna de la recova, se lo tragó la oscuridad. No quedaban más que el herido y el muchacho rubio que se había quitado el saco. Otros pasaban en grupos, o corriendo aislados por el medio de la calle entre los pocos autos que bajaban de Retiro

y el cronista notó que ya ningún vehículo remontaba la calle. «Pálido rezongo», las palabras le venían mecánicamente. «Pálido rezongo. Pálido.» Repetía, pálido, pálido

hasta quitarle todo sentido a la palabra, hasta desnudarla de lo accesorio y descubrir su sonido, su forma, pálido, su nada sonora, pálido, el hueco donde habitaba eso otro realmente qué sin color lo contrario de arrebolado negativo de otra cosa que a su vez

—Se está muriendo.

La voz de Andrés. Ladrido, quejido, el tipo de boina perdiéndose en la recova. «La farmacia Soria», ¿Clara?

Camiones

—Che, Carlitos, ¡Carlitos! —decía el rubio, agachado, mirando la cara pasta gris del herido—, ¡Carlitos!

Andrés y Juan se llevaron a Clara al borde de la vereda, y Stella volvió desde la esquina donde se había puesto para no ver, y se agarró del brazo de Andrés.

—Ustedes quédense aquí o sigan abajo —dijo Andrés—. Me cruzo a esa parrilla y telefoneo a la Asistencia.

—Voy con vos y traigo agua —dijo el cronista. Pálido rezongo.

—Apúrate —dijo Juan—. El tipo lo deja solo.

Cuando cruzaban la calle, el muchacho rubio corrió, subiendo Viamonte, y Clara se tapó la cara gritando algo que no entendieron y volvió junto al herido, aunque Juan quería impedírselo. Stella la tenía de un brazo, y se vio arrastrada a la sombra con Clara y Juan, junto al hombre ya ladeado en el suelo, ya silencioso.

—¡Pero no ves que le quitó otra vez el saco! —gritaba Clara—. ¡Le quitó…!

—Esperá —dijo Juan deteniéndola—. Dejame a mí.

Pero ella gemía, debatiéndose, y se agachó hasta quedar con la cara al nivel de la del herido. Con un grito se enderezó, se echó atrás. Stella huía sin comprender, buscando la mayor claridad de la esquina. Juan palmeó a Clara con fuerza, sacudiéndole los hombros, y se agachó a su vez en la oscuridad. El cronista venía corriendo con un vaso de agua.

—Los teléfonos no andan —dijo—. Tomá, dale que…

—Está muerto —dijo Juan—. Te aconsejo que no lo mirés. Dale el agua a Clara. Sí, a Clara, ñato.

—Bueno —dijo el cronista—. Tome, Clara. —Y agregó el polvo mágico—. Esto le va a hacer bien.

Llevando a las mujeres del brazo alcanzaron a Andrés en la vereda de la parrilla, y cruzaron Leandro Alem sin ver más que dos autos y unas pocas gentes en los refugios. Andrés les dijo que la parrilla no funcionaba y que habían querido saquearla al anochecer. El dueño, un guapo de Colt en la mano, esperaba novedades chupando barbera y comiendo codeguín. Tipo macanudo. El teléfono muerto.

—Y yo qué hago con este vaso —dijo el cronista cuando Clara se lo pasó. Quedaban unas gotas, las bebió despacio, mirando por el fondo un cielo rojizo y bajo. Vio un avión a la altura del Correo, alejándose pesadamente.

—Quién se irá ahí —murmuró Juan—. Los aviones son un robo, siempre. Apoyate mejor, vieja, así. —Clara cedía, andaba como dormida, y Andrés vino por el otro lado y lo ayudó a sostenerla, mirando al cronista para que se ocupara de Stella que espiaba hacia atrás, muerta de miedo.

—Yo realmente no entiendo —dijo Stella. El cronista se encogió de hombros, y cuando tomaron por la angosta vereda de tablones junto a la empalizada de las obras sobre la manzana de la izquierda, puso delicadamente el vaso en el suelo, contra los tablones.

Con todo ese whisky con toda esa grapa con toda esa caña First and Last, galponcito trompa al viento, espoleado de río, sucio de nada, de no pasar nada, sucio de hueco, de licores cayendo en las bocas ajenas.

First and Last: todo lo que ocurre le ocurre a otros parroquianos (pero aquí se dice clientes)

de manera que galponcito sin razón, local de hombres del río, que no le dejan ni la sed, lo

usan y se nota y se van

—Moral de las tabernas —dijo Andrés estirando la piernas—. En su vacío está mi pleno, y viceversa.

—Oscuro cual el ábrego —dijo el cronista—. Definición aplicable a la ruleta, a los cines, a objetos varios.

—A nosotros —dijo Juan, secándose la cara—. Chupadores de vida ajena para activar la nuestra. ¿Hablo con vos? No, no hablo con vos. Te quito un hablar y me lo guardo. Te quito esa sonrisa, esa mirada.

—Le quitó el saco —dijo Clara, suspirando—. Perdónenme, estoy bastante cansada. Uno no debería…

«Quitar», pensó Andrés. Veía otra vez El Ateneo, el par de anteojos balanceándose en la mano del vendedor. «Sí, menos lo que uno quisiera perder. Eso, a remache.» Sonrió, burlándose. Sentimental.

—Hablando de quitarse el saco —decía el cronista, y fue a traer una silla donde colgar el suyo. Andrés y Juan lo imitaron con ese alivio del cansancio que da toda alteración de la vestimenta. Porque, como dijo Juan, la ropa forma ya parte de la psique y siente por su cuenta y cuanto antes la colgués más te vale. Les traían botellas de cerveza

no está demasiado helada porque —

(algo sobre la electricidad)

y grandes sándwiches de salame y jamón crudo. Se habían ubicado a la derecha, contra la pared, bastante solos, como si la penumbra ahuyentase a la clientela. Un muchacho achinado los miraba desde el mostrador, a veces daba vuelta la cabeza para ver la hora en un viejo reloj de pared entre la lista de precios y un extractor de aire (que no andaba).

—Aquí —dijo el cronista— vine con una chica la noche que murió Roosevelt. Como lloraba muchísimo, le hice ahogar las penas con grapa catamarqueña. Creo que me guardó un poco de rencor.

—Aquí hemos venido tantas veces —dijo Clara—. Tan lejos del centro y a dos pasos; nos gustaba por eso. Andrés, acordate aquella noche de la huelga.

—Pobre Juan —dijo Andrés—. Qué piña le habían pegado.

—¿Y vos? Te costó un traje nuevo. Beba, Stella, por favor. No se me queden así deprimidas.

—Miro a ese señor —dijo Stella, apuntando tímida a un cliente sentado en una mesa del centro, debajo de uno de los ventiladores a paletas (que no andaba), sudando, igual al ex presidente Agustín P. Justo, pero con un ojo inflamado, rojo, y un toscano en la boca. Otros cuatro toscanos le asomaban como una estacada del bolsillo del pañuelo (sin pañuelo).

—El equipo completo —dijo Juan—, mírale el anillo, tipo trimotor. Anteojos y pelado, corbata negra. Perfecto. Ahora se levantará y vendrá a vendernos un corte de casimir.

—Pero toma café —dijo el cronista—. Es un escándalo, che, porque lo que el tipo tendría que tomar es hesperidina. ¡Mozo!

—Mande —dijo el mozo, mirando la puerta por donde entraban tres tipos corriendo. Uno se dio vuelta y miró a la calle, los otros se orientaban dentro, como deslumbrados, hasta elegir una mesa en un rincón. El tercero hizo un ademán en el aire, y fue a reunírseles; tenía la cara llena de tiznes, y el pelo pegado en las sienes sudor brillantina

—Más sándwiches —dijo el cronista—. Y esos ventiladores…

—No andan —dijo el mozo—. ¿Más sándwiches? No sé si queda jamón, voy a ver. Pucha digo, otros más.

Entraban dos parejas.

—¿Y qué más quieren? —dijo el cronista—. Salvo que anden con ganas de mandarse mudar. Beba, Clara, usted está más blanca que Grock.

—Soy una idiota —dijo Clara—. Animula vagula blandula. Pero fue tan —

—Está bien —dijo Juan, sonriéndole—. Todo esto es ligeramente inmundo, y vos te has portado muy bien. Si a veces no aflojaras un poco. Mirá esa niña de la blusa amarilla, qué jabón se trae. Che, el tipo la está amenazando.

—Claro —dijo Andrés—. Histeria, palabra helénica. ¿No sería bueno que vos te llevaras a Clara de aquí? De Buenos Aires, quiero decir.

—Sistema Pincho —dijo Juan, amargo—. ¿Para qué? Esto no puede durar más de —. —Hizo un gesto pueril, se quedó mirando al fumador del toscano. Un buen llanto a solas. Un buen llanto con la cara debajo de las sábanas. Una ducha, un— Veía al tipo de la mesa en el pequeño compartimento lateral, su rodilla buscando la de la mujer. La mujer se reía como una rata. «También tiene miedo», pensó Juan, y exploró en los ojos de Andrés algo que lo sorprendía. Después pensó absurdamente que le hubiera gustado tener la coliflor. No hablaron por un rato, pero oír las explosiones distantes era casi peor. Y el halo de bruma en las lamparillas, el extractor de aire parado, el retrato del Presidente al lado de la lista de los precios, Old Smuggler, caña Ombú, Amaro Pagliotti.

—Es increíble —dijo de golpe el cronista—. ¿Vos ves al tipo del toscano? Está como si nada. Yo tendría que hacerle una nota.

—Hacela —dijo Juan—. Así te divertís. Contrastando con la sensación de intranquilidad ocasionada por elementos perturbadores

porque ése debe ser tu estilo

nos complacemos en dar a conocer a nuestros lectores el perfil del hombre sensato, que en su mesita del First and Last…

—Joder —dijo el cronista—. Si mis notas fueran así, ya sería famoso.

—Perseverá —dijo Juan—. Acordate de Bernardo Palissy.

Stella se agitó al oír el nombre, pero no dijo nada

Tesoro de la Juventud

esperando quizá que Juan siguiera. Pero Juan miraba a Clara que comía aplicadamente su sándwich, y se puso a imitarla, juntando su cabeza con la de ella y masticando a la par, haciendo sonreír a Andrés que los miraba.

—Vos sabrás —dijo Andrés, como no dándole importancia—. Pero los dos se debían ir de aquí.

—¿Por qué precisamente nosotros? —dijo Clara—. ¿Y qué se gana con irse? Decile tu hermoso cachet ontológico, Juan. Irse, quedarse…

Oí —dijo Juan—. Irse, quedarse,
juego del ser.
Apenas es
—después— el antes.

—Yo te hablo del mapa, no del alma —murmuró Andrés—. No me vengás con trucos isabelinos.

—El mapa —repitió Juan—, ya no hay más mapas, querido.

«Y sin embargo sabíamos los temas —» Lo pensó doblando la cabeza, concentrándose en la visión del pan y las lengüitas de jamón crudo que colgaban entre sus dedos. Esa cara… Le arrancó el saco, el mismo que se lo había puesto como apoyo —Trataba de tragar, hizo un ademán para alcanzar su vaso; tal vez mezclando el bocado con cerveza.— Pero el gusto era horrible, curioso que si primero sándwich y después cerveza y después sándwich, todo tan pasable. Pero (como abrasarse con una cucharada de guiso, y beber vino para disimular; la mezcla en la boca, un asco que—)

Juan le echó el pelo atrás, soplándole en la frente. Le sonreía.

—Sana sana culito de rana —dijo—. Si no sana hoy sanará mañana.

Clara dejó el sándwich en el plato y puso la cara en el pecho de Juan, que la envolvió con un brazo, sustrayéndola a lo de fuera.

—Vení a tomar aire —dijo Andrés al cronista—. Vos quedate, Stella.

Afuera quedaba un poco de luz que parecía bajar de lo alto. El puerto se perdía en la niebla, de donde iba saliendo gente; cruzaban camino de la recova o se juntaban en la esquina (había un grupo hablando en voz baja). Un hombre, del lado que llevaba a la plaza por Bouchard, encendía con parsimonia un cigarrillo. El cronista lo miró un rato, sin prestar atención. Sobre la cara y las manos se les iba pegando una película de humedad, gomosa. Se sentían sucios.

—Mirá —dijo Andrés—. Hay que sacarlos de algún modo.

—Está bien —dijo el cronista—. Vos decí.

—Decir, decir… Mirá ese bicho.

Una mariposa buscaba

la entrada

al bar

—Ajá.

—La pobre se hace pedazos y tiene la puerta abierta en las narices. Es increíble cómo las mariposas están siempre al servicio de la filosofía práctica.

—Toda mi simpatía está con la mariposa —dijo el cronista.

—Los dos están emperrados —dijo Andrés—. Yo mismo no sé por qué tengo que convencerlos.

—Claro.

—Al fin y al cabo vos y yo nos vamos a quedar. Y Stella también. ¿Qué nos va a pasar?

—Nada. Aquí no pasa nunca nada.

—Pero ellos es distinto. No sé, me parece.

—Es —dijo el cronista, aplastando un bicho que le corría por el zapato y que reventó con un ruido alegre y seco. Mirando hacia el fondo de la calle (allá en el suelo, contra la empalizada, había dejado el vaso) vio fosforescencias vagas (comidas por la niebla, pero entre jirones amarillos se veían las luces azuladas) en los tablones que servían de vereda.

—Mirá la luz mala —dijo—. Humedad, podrido, el resultado es siempre un azul precioso.

—El cielo es la panza del pasado muerto —dijo la voz de Juan. Vino hasta ellos, que caminaban despacio—. Bellas cosas se dicen esta noche…

Andrés iba a contestarle cuando oyeron dos silbidos, un grito ronco del lado del centro, y a lo lejos por Viamonte creció un resplandor rojizo que tiñó la niebla y el aire hasta donde alcanzaban a ver.

Ça chauffe —dijo el cronista, y silbó suave. El grupo, en la esquina, se disolvía en medio de carreras y frases entrecortadas. Quedaron unos pocos, el tipo que fumaba tranquilo en la esquina de Bouchard y un perro negro y sucio ladrando al aire.

—Dejame que yo le hable —dijo Andrés al cronista—. Vení, Juan, caminemos un poco.

—Bueno —dijo Juan, mirando al cronista que se volvía al bar—. Mejor que aquél se quede con las chicas. ¿Oíste unos gritos, recién?

—Mirá allá —dijo Andrés. Desde la esquina se veía el resplandor cada vez más intenso—. Lo curioso es que no parecen incendios.

—La niebla —dijo Juan—. Ya empieza a fastidiar de veras. Cómo disparan ésos…

Un camión lleno de gente entraba en la zona del puerto, dio una vuelta en la playa más allá del bar, buscando orientarse, partió hacia el río. Los faros tajeaban la niebla.

—Eso —dijo Andrés— es exactamente lo que tenés que hacer vos ahora.

—Che, otra vez…

—Claro que otra vez. Llevátela ahora, sin pensar más.

—Ponés lindas condiciones —dijo Juan—. Sin pensar más. Justo, justo.

—Por favor —dijo Andrés—. Si todo se va a quedar en las palabras…

—Está bien, perdoná. De la intención no dudo. Pero es absurdo. Muy fácil hablar de irme con ella, pero primero no veo por qué —

—Si algo se ve es eso —dijo Andrés—. No hagás una cuestión de amor propio.

—Pero vos te vas a quedar —dijo Juan, parándose.

—Qué sé yo. La llevaré a Stella a lo de la madre, en Caseros. No te creas que me voy a quedar clavado en el centro.

—Caseros —dijo Juan—, personalmente no me parece que ya nadie pueda llegar a Caseros.

Andrés se encogió de hombros. No se le había ocurrido pensar en él, en lo que haría. Tenía una decisión en suspenso, algo que hacer cuando le diera la gana de hacerlo, todo decidido pero libre. Había mentido al voleo, apurado por la acusación amistosa de Juan que lo miraba esperando.

—Puede ser —dijo Andrés—. Pero yo te pido que te vayas con ella ahora. Te lo pido.

—¿Por qué? —dijo Juan, con una petulancia menuda, de chico enfermo.

—No tengo razones, tengo miedo. Clara

—También, con el programita que nos hemos mandado.

—Llevátela en seguida —dijo Andrés.

Como Stella tenía hambre, le pidieron otro sándwich.

—Por favor, comelo en seguida y vámonos —dijo Clara—. ¿Usted no siente que esto arde?

—Las chapas de cinc —dijo el cronista—. Pero a esta hora ya debería estar aflojando la canícula. Bueno, esto comienza a ponerse concurrido. Qué caras, Dios mío. No me extrañaría

(y en ese momento pensó, sorprendido, en la espalda del hombre que había visto afuera encendiendo el cigarrillo)

que entrara ese famoso profesor de ustedes.

—No creo —dijo Clara—. Ya estará medio podrido en su mesa del Suizo.

—Esperando el auto del decano —dijo Stella, y el cronista la felicitó con entusiasmo, la ayudó a librarse de la mariposa gigante que se empeñaba en andarle por la cara. De los que entraban había algunos en camisa, la mayoría marineros. Uno ya estaba borracho, se fue a una mesa

Sometimes I wonder why I spend

a lonely night

dreaming of a song—

—Bella voz —decía el cronista, en su quinto vaso de cerveza—. Realmente canta lo que bebe. ¿Decía, m’hijo?

Un hombre flaco, con un saco de piyama azul, se inclinó sobre él.

—Disculpen —dijo, mirando a todos lados—. Sería cosa de unos cien pesos.

—¿Ah, sí? —dijo el cronista—. Muy barato.

—Ahora es fácil porque es de noche —dijo el hombre—. El río está muy retirado. Chupado completamente.

—Ah.

—La cosa es llegar al canal. Yo conozco el camino, vea,

(«ahora va a decir: como la palma de la mano», pensó Clara)

como la palma de la mano. La cosa es llegar al canal.

—Por cien pesos —dijo el cronista, que empezaba a entender.

—Para cuatro. Ahora mismo.

—Che, Calimano —llamó una voz del fondo—. Vení pacá.

—Ya voy —dijo Calimano—. ¿Y, qué le parece?

—Lo que yo quiero saber —dijo el cronista— es si usted me vio cara de prófugo.

Calimano sonreía, y se quedó esperando aunque del fondo volvían a llamar.

—Bueno, yo estoy ahí —dijo por fin—. Usté pienseló y me chifulea.

—Le chifuleo —dijo el cronista, abriendo otra botella—. Está caliente esta cerveza. Beban chicas.

—No, no quiero. —Clara vio que Calimano, desde su mesa del fondo, los miraba esperando.

(«Pero es que yo lo conozco», se dijo el cronista. «Cuando encendió el cigarrillo —pero claro…»)

y a veces se torcía para hablar con otros dos, entre tragos de

— posible, por la forma de la botella y los vasos —semillón.

—Bueno —dijo el cronista, sirviéndose cerveza—. Esto se repite más que el tema del cuerno de Sigfrido. Eh, Juan, oí un poco.

—Bebé y dejame en paz —dijo Juan ganando su silla sin mirar a Clara, que alzó los ojos y se quedó observando el rostro de Andrés, el tic que de pronto le hacía alzar la ceja derecha. Guiño al revés, tan raro. Tenía una película de hollín en el pelo, sobre la frente; Clara sopló y el hollín fue a caer en otra mesa, junto a un plato. Mariposa de carbón, la noche llena– Le pasó por el recuerdo una frase de la novena sinfonía de Brückner. La palabra ocelote. El dorado… un poema de Juan: el dorado ocelote.

—Recítame el marcopolo, Juan —pidió—. Cuando estoy cansada me gusta el marcopolo.

—No quiero. Che, es bueno que nos vayamos.

—¿Adónde? —dijo Andrés—. ¿No viste, calle arriba?

—Recítame el marcopolo —decía Clara, y Stella hizo de eco: «Recitá el marcopolo».

—Es un chantaje —murmuró Juan, mirando furioso a Andrés—. Vos, y éstas, y el marcopolo, y…

—Y cien pesos —dijo el cronista—. Ese señor de allá se llama Calimano y por cien pesos te ofrece un bote.

—¿Qué decís? —gritó Andrés.

—Justo justo lo que oíste. Es la primera de dos noticias. La otra es más bien una repetición, y no corre prisa. Che, ¡qué nervios!

Pero Andrés cruzaba el bar (y tiró el vaso del cronista al levantarse, por suerte vacío; el cronista lo llenó en seguida)

(«yo quisiera oír el marcopolo»)

Sí, Juan, recítalo

—¿Adónde va aquél?

—Calimano —dijo el cronista— En el fondo, para vos y Clara sería lo mejor.

—Dale —dijo Juan, y buscó otro cigarrillo.

—Yo… —dijo Clara mirando a Andrés inclinado sobre la mesa del fondo, su cuerpo flaco marcándose contra la pared de tablas, arriba el falso telón de varieté (¿pero era falso?) y también la puerta del W. C., la mano señalando la dirección, bruma azulada del humo y la niebla entrando por el agujero del extractor parado. Un individuo vino a la carrera y le dijo algo al muchacho del mostrador. Cuando salía de nuevo, golpeándose contra una silla, el barman le gritó: «¡Esperate!», lo vio pasar la puerta, y con un salto

(«dorado ocelote, realmente»)

brincó sobre el mostrador y se fue detrás del otro, corriendo en puntas de pie.

—Quién me traerá más cerveza —se quejó el cronista—. El mozo no debe tener autonomía, aparte de que me parece que se las ha tomado por la puerta del fondo. ¿Pero esto va a quedar abandonado? La que se va a armar cuando se aviven los marinai.

Juan le sonrió, más tranquilo. «El verdadero fin de un día», pensó. «Cada noche vemos irse a la gente, nos despedimos de otros, colgamos ropas en los armarios. —Todo sin pensar, sin gravedad, total mañana se empieza otra vez. Ahora, esos dos no van a volver. Este bar no se va a abrir mañana para nosotros.»

—Queremos el marcopolo —dijo Stella—, debe ser tan bonito.

—Mandate el marcopolo —pidió el cronista—. Así rompemos la monotonía que debe ser lo único que falta por romper.

—No me voy a acordar —dijo Juan—. Un poema idiota, escrito para otro tiempo.

—Por eso —dijo Clara, y le puso la cara en el hombro—. Por eso, Juan.

—Bueno, bueno, lo diré —murmuró Juan—, esto pasó cuando me gustaban las palabras, el caviar poético. Vení, Andrés, agregate al público. Taillefer cruza otra vez los campos de Hastings, y en vez de la batalla nos regala una albada o un madrigal de albaricoques

¿ves?, todo vuelve, las palabras dont je fus dupe —Sí, vieja, nos merecemos el marcopolo, y es así que

Marco Polo recuerda:

¡Tu mínimo país inhóspito y violento!

Allí árboles enanos enarbolan su hastío

mientras los topos cavan y cavan el camino

y ardidas musarañas remontan por el cielo.

Si llegué a la frontera de tu evasiva tierra,

¡cuántas aduanas verdes, cuántos líquidos sellos!

Mis alforjas guardaban medallas y amuletos

para tus aduaneros comedores de menta.

Tu idioma —el de los hombres miradores de nubes—

se alzaba en la barcaza al soplo de la noche,

y el puñal del peligro y el dorado ocelote

y esperarte sin tregua más allá de las cumbres.

Las puertas de obsidiana se curvaban de tiempo

y estabas en el tiempo detrás de la obsidiana!

Con mi nombre —ese glauco gongo de antigua gracia—

tiré sobre las puertas el pergamino abierto.

Trece noches de rojas abluciones —insectos

con patas de cristal, enceguecidas músicas—,

¡Oh, el calor bajo el cielo, las albercas con luna,

y tú más bella nunca por demorada y lejos!

Tus siervos descifraron la ruta de mi nombre,

vi entornarse las puertas para mi solo paso.

Por meses y caminos se perdieron mis rastros:

volvió la caravana con anillos de bronce.

Yo recuerdo y recuerdo la lunada terraza,

la seda que me diste y el tambor de tus noches.

Volvió la caravana con anillos de bronce—

¡Yo tuve una galera con velas de esmeralda!

—Notable —dijo el cronista—. Poema en radiante tecnicolor.

—Cállese —dijo Clara— Es mío, me gusta, y además viene de otros días. Es como un clip para mí; un anillito para acordarse.

—Realmente suena a otro mundo —dijo Juan—. Total, Clara, tan pocos años…

Corazón calidoscópico,

una tierrita, y ¡ya te cambiás!

—Tenía razón —dijo Andrés, inclinándose hacia el cronista que miraba fijamente su vaso—. El tipo me repitió la oferta.

—Sí, pero éstos no quieren irse.

—Claro que no queremos —dijo Juan, pensando extrañamente en el departamento, en el florero con la coliflor, solo en la casa, la coliflor en el departamento solo.

—Pues hacen tan mal —dijo el cronista—. Entre otras cosas porque ahí afuera está el tipo que los anda siguiendo.

—¿Cómo? —dijo Juan, y se enderezó manotón de Andrés vuelta a la silla, Clara una mano agarrándole el saco Abel

—Estate quieto —dijo Andrés—. Con salir corriendo no veo que vayas a hacer mucho.

—Es raro, pero recién me di cuenta hace un momento —le decía el cronista a Stella—. Es la cerveza caliente

este asco orinado por un orangután de paño lenci, por una mujer llena de falsas esperanzas

esta cerveza que me anda por adentro de la cara.

—Ya se ve que estás bastante hecho —dijo Andrés—. Pero lo viste, ¿no?

—Cigarrillo —dijo el cronista—. Bouchard.

—Dejame salir un momento —dijo Juan, muy tranquilo—. Nada más que para ver. Vos no sabés lo que me gustaría hablar con Abelito.

—Con el que hay que hablar es con Calimano —dijo Andrés—. Por favor, Clara, por lo menos comprendé vos que —Stella soltó un chillido, la mariposa (u otra mariposa) le colgaba del pelo. Un marinero, en el fondo, repitió el chillido, y otro lo imitó. Una de las mujeres que habían entrado un momento antes se dio vuelta veloz, miró la mesa, tenía una mano alzada como para protegerse del grito.

—Un pobre lepidóptero —decía el cronista—. Aquí está, vea qué panza más sedosa.

—Horrible —decía Stella—. Tiene como letras en las alas.

—Propaganda —dijo el cronista—. Slogans asquerosos. Mirá, Johnny, mirá la que se arma. Vámonos de aquí, esto se pone tupido.

Alguien, afuera, debió tirar una piedra que cayó en las chapas del techo con un golpe hueco. En el fondo gritaron, después una risa chillona, cuando un marinero medio borracho

So I dream in vain

but in my heart it always will remain

con los brazos llenos de botellas sacadas confusamente de la estantería detrás del mostrador

my stardust melody wboopee

y una (grapa) se le cayó abriéndose en una flor blanca, llenando el aire de un olor dulce tapando el tabaco la niebla

the memory of love refrained

«Para qué más», pensó Andrés, soltándolo. «Hacé tu juego, viejo. Hora de que cada sapo busque su pozo.»

—Ya que has decidido dejar en paz mi saco —dijo Juan— no te opondrás a que salga a ver si está Abelito.

—Hay gestos y gestos —dijo Andrés, cansadamente—. Los auténticos y los otros. Tu mejor gesto ahora se llama Calimano.

—Pero no queremos irnos —dijo Clara, mirándolo con dulzura.

—Quedarse es Abel —dijo Andrés—. Ah, chicos, qué sentido tiene que se queden. Esa piedra del techo no era para éste, ni para Stella ni para mí. Se las tiraron a ustedes —había tal baraúnda en el local que tuvo que alzar la voz—. Este calor… Miráte las manos, Clara. Tócate la cara. Otro aire que éste se precisa para secarte la piel.

—No es que yo quiera quedarme —dijo Clara— Solamente que no veo por qué tenemos que irnos.

—Vamos los tres afuera —murmuró Andrés—. Puede ser que ahí lo vean.

—¿A Abelito? —dijo Juan, levantándose.

—Puede —dijo Andrés—. Quedate con el cronista, Stella, el tipo se está durmiendo.

—Avisá —dijo el cronista, que cabeceaba—. I am Ozymandias, king of kings. Lo que traducido… Bueno, una columna en cuerpo…

—Muchas columnas —dijo Juan— para Ozymandias. Dormí, cronista, que la gentil Stella vela tu mona.

—Yo —dijo el cronista— no duermo.

Andrés retrocedió, dejando que Clara y Juan se adelantaran. Puso su billetera en manos de Stella, pero luego se la quitó para sacar un par de billetes.

—Mejor que…

Stella lo miraba, apretó la billetera y la puso en el bolso.

—Andá tranquilo —dijo—. Yo me arreglo.

—Puede ser que tarde un rato —dijo Andrés—. Pero esto es mejor que lo haga solo. Si no te sentís a gusto aquí, o ésos te fastidian, dejalo al cronista que duerma y —

—Andá tranquiló —dijo Stella.

—Pero si no, esperame un rato —le rozó la mejilla con el dorso de la mano, se fue a la puerta y desde ahí se dio vuelta y silbó con dos dedos en la boca, para llamar a Calimano. Atrás había un revuelo de sillas, malambo sin música y botellas rotas. Calimano se zafó del montón y vino despacio, pisando con fuerza.

—Quédese aquí —dijo Andrés, y le puso un billete en la mano—. Cuando silbe de nuevo, salga a juntarse con nosotros.

—Usté manda —dijo Calimano—. Dentremientras me enchufo un pineral que es bueno para no sudar.

Juan miró la esquina de Bouchard, entre la niebla y el resplandor creciente era difícil reconocer las siluetas o los edificios. De golpe se daban cuenta de que adentro estaba más fresco que en la calle, que no había esa reverberación, ese vibrar del aire, el olor a goma chamuscada y a pasto húmedo

ni en el suelo ese porque por momentos se sentía

Algunos grupos pasaban sin hablar, respirando fuerte. Casi no había individuos, eran parejas o grupos de cinco o seis que venían por Viamonte abajo hacia el puerto. De golpe alguno se desviaba para meterse en el First and Last. Ni huellas de Abel.

—Como dice Paul Gilson —murmuró Juan,

Abel et Caïn

tout le monde a bel et bien

disparu

—Mirá —murmuró Clara, tomándose de él—. Mirá allá.

¿A pesar de la niebla llamas? (O solamente un reflejo en la atmósfera, de pero buscar explicaciones) y los tablones de la construcción como moviéndose en la bruma, enteramente azules, fosforescentes —

—Bonito —dijo Juan—, mirá, ahora vienen corriendo.

—Pronto no vendrá ya nadie —dijo Andrés—. Ahí hablan de hundimientos en Leandro Alem, mirá ésos.

Un muchacho sosteniendo a una mujer vestida de rojo, dijo algo de

casi se la traga (y la espalda roja de la mujer como una bandera que llevan a hombros) y de las cañerías rotas también el gas

—Y la ciudad parece así, dormida —recitó Juan—, una pradera nocturnal, florida

por un millón de blancas margaritas.

Escrito a los catorce años en un cuaderno de tapas verdes. Qué me decís, Clarita.

Ella miraba el cielo donde todo transcurría en planos bajos, tocando la tierra. «Al menos un pájaro, una gaviota», pensó. «Y no hay luna esta noche—» Vio que Andrés se alejaba, como dejándolos solos. En la esquina de Bouchard prendió un cigarrillo, el fósforo mostró su perfil inclinado ávidamente sobre las manos juntas.

Tout le monde a bel —dijo Juan—. A bel et bien disparu. Qué lejos está el marcopolo, vieja.

—Y el examen —dijo Clara con un hilo de voz—. Mirá allá, eso que crece.

—Sí, y del lado de Córdoba, fijate.

—Como una música que va buscando su tónica. Aprendé.

—Como un guante que encuentra dedo a dedo su mano. Tomá.

Se abrazaron apretados, confusos, casi la noche.

—Sudo —dijo Juan—, luego soy. Yo escribía poemas.

—Yo estudiaba y estudiaba —dijo Clara—. Y maté a un hombre que fuma y fuma.

—¿Andrés? —dijo Juan— ¿Abel?

—Abel está vivo. Abel anda por ahí.

—No sé —dijo Juan—, yo creo que Abel es como la ciudad, algo que a bel et bien disparu. ¿Andrés, entonces?

—Sí —dijo Clara—. Yo lo maté pero no lo sabíamos.

—Matar no es materia de conocimiento. Mirá allá, del lado de la plaza.

—Sí —dijo Clara—. El árbol que crece sobre la lomita, un ombú.

—No podés verlo.

—Pero la luz sube desde ahí. Era un ombú pequeño y alegre. ¿Qué quiere?

—Nada —dijo el hombre que estaba a punto de chocarlos. Giró, vagamente anduvo unos pasos hacia la calle, terció para el lado del First and Last, acabó yéndose por el costado. Tenía subido el cuello del saco como si hiciera

—Ahora está más cerca —dijo Juan, mostrando hacia Leandro Alem.

—Sí —dijo Clara—. Yo creo que no falta mucho para

—Y allá, donde cavan los cimientos.

—Sí, también.

—Pobre cronista —dijo Juan—. Cómo dormía.

—Es muy bueno el cronista.

—Pobre. Y Andrés —

—Pobre Andrés —dijo Clara—. Pobrecito.

Calimano oyó el chiflido, puso su vaso en el mostrador y salió rápido. Como Andrés miraba hacia el centro, le vio la cara alumbrada por un resplandor rojizo. Más atrás, cerca de la esquina, el bulto de Clara y Juan abrazados tenía algo de tronco de árbol podado, de cosa mocha y abatida.

—Listo —dijo Andrés—. Prepárese que nos vamos. —Caminó hasta la esquina, sin apurarse, paladeando un sabor que acababa de nacer en su boca, un tizne tragado con el aire. «Gusto cinerario», pensó. «Las bellísimas palabras, la paloma sobre el arca. El último sonido de la tierra será una palabra— probablemente un pronombre personal.»

—Andando —dijo, haciendo una blanda cuña de su cuerpo, tomándolos del brazo sin que ellos resistieran.

—Vamos —dijo Juan—, qué más da.

—Cuidado con ese cable —dijo Andrés—. Mi maestra me enseñaba que la electricidad es un fluido pernicioso.

—¿Adónde vamos? —dijo Clara, y su brazo pesaba hacia atrás—. Primero explícame por qué —

—Simplemente vamos —dijo Andrés—. Es bastante, etcétera.

—A mí no me basta. Estábamos muy bien en el bar, y

—Caminá, vieja —dijo Juan—, no te hagás la Ivich, que ese coche no corre en nuestras pistas.

«Saber ser cruel a tiempo», pensó Andrés. «Me moriré sin haber aprendido la técnica.» Silbó a Calimano, que se puso a andar delante. Juan se soltó de Andrés y dando la vuelta tomó el otro brazo de Clara. De espaldas al centro, la niebla los enfrentaba como un telón de cine cuando ya han soltado la película pero antes del primer letrero corre una sustancia pulverulenta con rápidas centellas, crepitaciones del espacio. La ancha calle estaba vacía, y la garita de vigilancia de la zona aduanera

Los baldíos a la derecha, con las vías del tren metidas en el pasto (pero Calimano seguía sin mirar a los lados)

—Me acuerdo del escorpión —dijo Clara—. Como ven, no pienso hacer ninguna escena. Comprendo que me arrastran, todo me parece idiota,

y en fin

me acuerdo del escorpión.

—Hablá —dijo Juan, inclinándose para besarla en el pelo—. Hace tanto bien a veces. Acordate del escorpión.

—Del escorpión —dijo Clara—. Alguien decía cosas del escorpión, de su destino. De su destino de ser un escorpión, y cómo era necesario que cumpliera su destino de ser un escorpión.

—Paráfrasis del destino de Judas, que lo es del de Satán —dijo Juan—. Retrocediendo, acabás por ver que hasta Dios… Pero hace tanto calor para

—Me quedo en el escorpión —dijo Clara—. Y yo digo: ¿es necesario, es realmente necesario que el escorpión sepa que es un escorpión?

—Sí —dijo Andrés—. Para que serlo tenga un sentido.

—Pero sólo para él —dijo Juan.

—Bueno, es lo que interesa. El resto, contingencia o causalidad puras.

—Yo lo pregunto —dijo Clara— porque estoy pensando en Abelito y me gustaría saber si es necesario que haga esto que está haciendo.

—No to agités por Abelito —dijo Juan—, a Abelito le gusta que piensen en él, y por ahí se busca la entrada.

«No encontré», pensó con una rebeldía súbita, un deseo de pararse, dar la vuelta, volver al centro. Cruzaban la primera playa de maniobras, resbalando en los adoquines. A pesar de la niebla se veían las cosas con suficiente

los edificios de ladrillo a la derecha

Chambergo azul

pero eso puede decirse

y los primeros diques, el canal

del cielo, chambergo

Calimano que se había parado y los esperaba

azul de Buenos Aires

—El río —dijo Calimano— se ha ido por la mierda.

—Ah —dijo Juan—, entonces…

—Bueno, es cosa de ir a buscarlo, claro que —

—Vamos andando —le cortó Andrés—. Siga adelante nomás.

—Mirá la placita del chocolate —dijo Juan—, ¿te acordás?

—Sí —dijo Clara—. La fea placita del chocolate.

—Los pesos que me hacías gastar en golosinas.

—Para embellecer la placita, horrible avaro. Ya se sabe que es tan tan fea.

—Tiene un aire de isla saliendo de la niebla —dijo Andrés— La verdad que nunca comí chocolate en esta placita.

—Ah, te perdiste algo hermoso —dijo Clara.

—Claro que me lo perdí —dijo Andrés, y se maldijo por la sensiblería. «Al borde mismo y no soy capaz de hacerme duro. Cada cosa que es Juan, cada palabra Juan,

como si no debiera ser así, como si el escorpión —» Pasaban bordeando la placita. «Pastito para que caminen, ludión para su mano que juega —»

—Contábamos los buques —murmuró Clara—. Yo sabía todos los nombres.

—No me vayas a llorar —dijo Juan, hosco.

—No, no. Ahí está uno de los bancos…

—Uno de los dos —dijo Juan—. Y los viejos bichos árboles.

—Desde el banco veíamos los buques de ese dique. Me acuerdo del Duquesa, del Toba. —Vos sabías muchos más, pero yo me los acordaba más tiempo.

—Cosa linda mirar los barcos —dijo Juan—. Nos íbamos en todos.

—Barato, pero lindo —dijo Clara—. Era fácil odiar a Buenos Aires cuando al final estaba ahí, como siempre —

—¡Guarda los pies! —gritó Calimano—. ¡El adoquinado!

—Vení, demos la vuelta —dijo Andrés—. Como no pongan un farol rojo aquí…

—Nadie lo va a poner —dijo Juan—, porque además nadie lo va a ver. Estamos hablando de la placita como si la viéramos, y no es así.

—Yo la veo —murmuró Clara.

—No, vieja. La recordás.

(Y una luz en el frente giratorio

—¿o en la garita? —azulada)

Después, sin hablar, cruzaron lentamente la segunda explanada que llevaba a la costanera. Calimano iba tanteando los adoquines, asustado por el primer pozo, desconfiando hasta de sus ojos. «Que se acabe», pensaba Andrés, mirando a veces para atrás donde la niebla parecía menos espesa por los sonidos, la lumbre en lo alto, el calor como un frente que los empujaba. «Creo que si ahora estuviera en la escalinata de la Facultad vería el río —» Clara y Juan iban tropezando, sin hablar. Una o dos veces Clara dijo: «Suena a Honegger», pero no se explicó. Y Juan mascullaba versos sueltos, inventaba cosas, se divertía en su pequeño infierno portátil. Del río venía un olor bajo y gomoso, no ya de humedad; como paja podrida, aliento amoniacal mezclado con barro. «Saque la lengua», pensó Juan. «A ver río saque la lengua

Pero si soy lengua

si esto

mi lengua Ah qué sucia cómo no me agrada usted río ahora mismo

(¿Y mañana?)

Pero si vivo en la cama si yo

—Atenti al piato —dijo Calimano—. Me parece que el clu tiene que andar cerca.

—Mirá —dijo Clara, buscando la mano de Andrés—. Ahora resulta que vamos al club.

—La vida es un club —dijo Juan—, pero de segunda división. Cuán bello me sale. Andrés…

Pero Andrés, que había hurtado su mano a la presión de Clara, se hizo a un lado para hablar con Calimano. «Ni al uno ni al otro», pensó. «Ya queda poco. Si se me largan a—» Y no sabía más.

—Ahí se ve la garita —gritó Calimano—. Con tal que no me hayan afanado el bote. Mi madre, el río se ha ido por la mierda.

—Esto —dijo Juan— es más bien al revés. O va a ser.

—Apúrate —murmuró Clara—. Por favor, vamos rápido. Ahí…

Pero no había nada, Andrés, que se tiró atrás con la mano prendida en la pistola no vio más que las luces lejanas, como bengalas entre los barcos. Entonces recordó que en los diques no habían visto ningún barco. La niebla. —Pero era más que eso; estaba seguro de que en el puerto no quedaba ningún barco. «Mi pobrecita, el miedo viene», pensó. «Primera vez que dice: Apúrate—» Y su alegría de verlos decididos subía como un árbol. —Palabras.

—Pasen pronto —decía Calimano—. Ecco la garita.

Juan descifró las palabras de la entrada, Asociación Argentina de Pesca. Bonitos, bagres, domingos, yates. —Todo abierto, desguarnecido, el edificio a oscuras, abajo el limo del lecho, una blanda caricatura del río—. Se dio vuelta, ahora que se había quedado último. Buenos Aires. —Si todavía

—Vení —dijo la voz de Clara—. Vení, Juan, apúrate.

Se juntó con ella, y Andrés bajó la cara para no ofenderlo con su mirada. Casi corrían por el muelle, Calimano se movía como un gato y los incitaba a correr. La niebla se estaba levantando en el río, vieron titilar una boya del canal. «Solos», pensó Andrés. «No es posible que seamos los únicos—» Pero no lo pensaba como increíble, era sólo su razonar que no se convencía.

—Ahí empieza el agua —dijo Calimano, y les señaló una franja como de chocolate—. Menos mal que me la palpité y puse el bote en la punta. Más de cuatro se van a quedar colgados esta noche. —Inclinándose en la barandilla, rezongó en voz baja. Andrés miraba también, con un repentino miedo de que– Pero Juan y Clara estaban como ajenos, parados en el medio del muelle, mirándose.

—Mosca perruna —dijo Juan dulcemente.

Andrés se les acercó.

—Hay que bajar por esa escalera —dijo, y les tendió las dos manos—. Chau, bichos. Calimano está esperando.

—¿Y vos? —dijo Clara, casi con el tono (pero esto lo pensó Andrés, si es que lo pensó) con que se dice: «Pero no, no se vaya tan temprano». Y es sincero pero no necesario, no es lo que a veces se quisiera oír.

—Bueno, yo me vuelvo a buscar a Stella —dijo Andrés—. El viaje está pago, Juan. No le des más plata.

—Gracias —dijo Juan, que le apretaba la mano hasta hacerle doler—. Nada que yo pueda decirte —

—No, nada. Váyanse.

—Es increíble que vos te quedes —murmuró Juan—, ¿por qué nosotros?

—En realidad yo también me voy —dijo Andrés, sonriendo—. Pequeña diferencia de horas. No te aflijas, y llevate a Clara. Vamos, ahí está la escalera.

Juan hizo un gesto. Después metió la mano en el bolsillo y sacó un cuaderno arrugado.

—Son cosas que escribí estos días —dijo—. Mejor guardámelo.

—Claro —dijo Andrés—. Y ahora apúrate.

—Andrés —dijo Clara.

—Sí, Clara.

—Gracias.

—De nada —dijo Andrés deliberadamente. «Gracias», tan fácil y absolvente. Dale las gracias y quedás en paz. Viéndola poner el pie, tanteando en el primer peldaño, se preguntó con una crueldad deliberada si Abel no la buscaría por algún otro «Gracias». Tan injusto, tan estúpido. «Acabo de malograr su última imagen», pensó, ya solo en el muelle. Oía hablar, abajo, un chapoteo de remos. La voz de Juan le gritó algo. Pero en vez de inclinarse sobre la barandilla dio la vuelta y se puso a desandar camino, mirando de frente la cortina roja de niebla que parecía hervir en el fondo.

A la altura del puente giratorio vio un perro negro y flaco. Se acercó a acariciarlo, y el animal se hizo a un lado mostrándole los dientes. La placita del chocolate estaba ahí, redondel negro en el gris azulado de los adoquines. Andrés se fue hacia la plaza, antes de entrar encendió un cigarrillo y miró si el perro andaba todavía por ahí. Curioso el gran silencio de la placita, el fragor lejano de la ciudad lo ahondaba todavía más. «Juan tenía razón», pensó mientras sacaba la pistola, «esto no existe ya, queda solamente el recuerdo que guarda Clara». Cuando estuvo en el centro, andando despacio, y vio la silueta pegada a un tronco, pensó que también ella formaba parte del recuerdo de Clara.

—Salud —dijo Abel—. A buena hora te encuentro.

—Qué le vas a hacer —dijo Andrés—. Uno no puede saber que lo andan buscando.

—No era a vos —dijo Abel—. Lo sabés muy bien.

—Lo mismo da.

—Pero vos sos el que los ayudó a irse.

—Si te parece —dijo Andrés, fumando.

—Sí, vos, hijo de mil putas.

—Con una basta —dijo Andrés—. No amplifiques.

Vio el movimiento de Abel, lo sintió que se le venía encima. Bajó el seguro de la pistola y la levantó. «Desde aquí miraba los barcos», alcanzó a pensar, y lo demás fue silencio, tan enorme que lo golpeó como un estallido.