VI
Esto lo habían venido charlando Juan y el cronista desde la salida del subte en la estación terminal, porque las bocas de Florida estaban clausuradas y se decía (Clara se lo oyó a un conscripto) que usaban la estación como hospital de emergencia, bajando a los intoxicados después de atenderlos en el dispensario de la esquina
y no estaban muy de acuerdo sobre la Casa y la Facultad.
Lo seguro era que había odio entre ambas, que cierta vez un Lector de la Casa había definido la Facultad diciendo: «Se distingue por su maciza escalera», y que un decano de la agraviada había inventado para la Casa el título de His Master’s Voice.
Al cronista le parecía que
pero cuando vieron a Andrés en la puerta se pusieron tan contentos que no se discutió más («tema baladí», dijo el cronista) y en el vestíbulo desde donde remontaba la
maciza escalera
se juntaron los cinco a charlar, esperando la oportunidad de apoderarse del banco pegado a la caja de la
y miraron con alguna sorpresa una mesa donde los dos bedeles se sentaban ocupando el centro del reducido espacio, con lo cual el tráfico de estudiantes se hacía lento y complicado.
—Primera vez que veo a los bedeles tan importantes —dijo Juan, golpeándose las mangas del saco como si así fueran a perder la humedad que las arrugaba—. Miralos, están olímpicos.
—Siempre han sido muy majestuosos —dijo Clara, apoyándose en Juan como si no diera más—. Pero lo de la mesa es un poco exagerado. Vamos a sentarnos en la escalera, en cualquier parte.
—¿Se puede entrar en las aulas? —preguntó Juan a los bedeles.
—No.
—¿Por qué?
—Están cerradas con llave.
—¿Y no nos puede abrir una?
—No.
—¿Por qué?
—No tengo las llaves.
—¿Quién las tiene?
El bedel miró al otro bedel, mientras Andrés daba un paso atrás y se apoderaba del extremo del banco. Tocó el hombro de Clara, esperó que se sentara. El cronista vino a ponerse al lado de ellos, y los estudiantes que ocupaban el resto del banco se apretaron para dejarles sitio. «Solamente a mí se me ocurre salir con este traje», dijo uno como hablando para sí. «El tuyo es macanudo, una pluma.» Clara escuchaba, perdida la voluntad en el desfallecimiento de la fatiga, el arribo, lo inmediato. «Pero le gusta que yo me empilche», oyó decir al
estudiante del otro extremo. Andrés la estaba mirando, contra ella pero replegado, en un violento esfuerzo para no imponerle su contacto.
—Estás deshecha —le dijo. Sonaba a observación clínica.
—Sí, no puedo más. Ha sido un día…
—¿Ha sido? —dijo Andrés—. No sé, en cierto modo me da la impresión de que apenas empieza. Todo está tan en suspenso.
—No hablés como en los cuentos de fantasmas —dijo el cronista—. Pibe, si me pudiera sacar los zapatos. Si estuviera en la redacción ya me los habría sacado. Yo en realidad debería estar en la redacción.
Después explicó que había venido hasta la Facultad para acompañarlos, pero que no pensaba quedarse al examen porque sin duda su ausencia sería comentada en el diario.
—¿Vos creés? —dijo Juan, que se había sentado en el suelo frente a ellos.
—Para decirte la verdad —dijo el cronista— tengo la impresión de que a esta hora no se les importa un corno si uno está o no está en el diario. Qué bonita es su blusa, Stella.
—Es vistosa —dijo Stella—. Y sobre todo liviana. Veo que tiene buen gusto.
—La estrangulada de la calle Rincón tenía una blusa igual —dijo el cronista, mirando las piernas de la estudiante que empezaba a subir la escalera. Oyó el chillido («realmente una rata», pensó) del bedel gordo, las piernas se le inmovilizaban, la orden de bajar inmediatamente.
—Pero si tengo que hacer una averiguación arriba —dijo la estudianta.
—¡Baje en seguida! ¡No se puede subir!
—¿Por qué no se puede? —dijo Juan—. Si me da la gana subo ahora mismo. ¿Quiere que la acompañe?
—No, no —dijo la estudianta, pálida—. Prefiero
me quedaré aquí
—Hace bien —dijo un estudiante—. Capaz que después no la dejan rendir.
Juan lo miró. Los bedeles se habían puesto a alinear planillas verdes con casilleros, líneas punteadas, números de orden y llamadas al pie. «Hijo de una gran planilla», pensó Juan mirando al estudiante que consultaba unos apuntes a mimeógrafo. «Hasta cuándo—» La puerta que daba a la galería continua crujió penosamente.
—Mi madre, sopla viento —dijo el cronista—. No puede ser.
Con la bocanada de aire vino el olor, dulce y bajo, apenas perceptible al principio. Cola hervida, papel mojado, humedad, guiso recalentado, «aquellos olores de la escuela primaria», pensó Andrés, estremeciéndose, «ese jabón misterioso que flotaba en el aire de las aulas, en los patios. Nunca más encontrado, inolvidable. ¿Era el olor o era la manera de oler? Algunos sonidos, colores de la infancia, sustancias tan próximas a la cara, a la ansiedad —». Esto era un olor compuesto, cansado, un resumen moviéndose en el aire que entornaba las puertas. Hasta las voces, apagadas por el maderamen y la humedad, parecían parte del olor. Se dieron cuenta de que habían estado sintiéndolo desde que entraron, y que la bocanada de aire caliente no hacía más que condensar esa dulzona repugnancia continua.
—Te la debo, pibe —decía el cronista—. Un concierto así no ocurre todos los días. Lo que no te puedo describir es la cara del papá de Clara cuando se armó el jaleo. En el fondo era estupendo y estábamos como en familia. Lástima que faltabas vos. Hasta el tipo de anoche se dio una vuelta por allá. Y no te digo nada de éste, la de piñas que repartía, y las que cobró.
—La verdad que tengo una costilla dolorida —dijo Juan—. ¿No te parece, cronista, que ahora me toca a mí aprovechar un poco el banco?
—Naturalmente. Me sentaré en el suelo y oiré reverente vuestra conversación de universitarios. Lástima que Clarita se duerme.
—Lástima —dijo Clara—. Pero inevitablemente lástima.
—¿Por qué no la hiciste descansar?
—Desde que es mayor de edad tiende a manejarse sola —dijo Juan.
—No está como para un examen, como no sea clínico.
—No creas —dijo Clara, cerrando los ojos—. Tengo bastante fosforescencia. Sé todas las tablas hasta la del ocho. Sé todos los problemas. Une paysanne, zanne zanne zanne —canturreaba, balanceando la cabeza.
—No creíamos que la cosa iba a ser tan complicada —dijo Juan—. Yo mismo estoy acabado. Fijate que mi suegro nos llevaba al concierto como a un descanso mental. Y después el viaje en el Lacroze, el asalto de la gente en Carlos Pellegrini. Oímos que había un incendio en la manzana del Trust Joyero, por lo menos se hablaba del humo, de tipos que no aguantaban el calor.
—Y a la salida de la estación se nos tranca el subte —dijo el cronista—. A los cien metros. Mirá, no nos podíamos mover y el calor era tan brutal que algunas mujeres gritaban. Delante de mí
pero para qué te joderé con estos cuentos.
—Dale —dijo Andrés—. Yo después te cuento uno mío.
—Una mujer se puso a llorar. Che, era algo de no creerlo. La tenían tan apretada que no podía zafar los brazos, y lloraba mirándome, las lágrimas le chorreaban por la cara, y no te digo el sudor, deshaciéndole la máscara, inventándole unas estalactitas de rímel, una cosa horrible. Inmóvil, te das cuenta. Llorando. Yo no podía dejar de mirarla y ella no podía dejar de llorar. En un calabozo debe ser lo mismo, o en un hospital. Pero por lo menos te podés dar vuelta del lado de la pared para no ver, o para que no te vean.
—Veinte minutos así —dijo Juan—, no te lo deseo, viejo. Al rato todos sentimos la tierra. No sé cómo explicártelo, en un túnel de subte no te preocupa la profundidad porque el movimiento la anula. Pero de golpe esa quietud que dura, ese ahogo. Entonces mirás el techo del coche y sabés que arriba está la tierra, metros y metros. Yo haría un pésimo minero, viejo: geofobia, si me permitís calificarlo así.
—Linda palabra —dijo Andrés—. Se estira como un chiclet; da para mucho.
«Silencio» (era la voz de uno de los bedeles).
«No dejan trabajar.»
—¿Me lo dice a mí? —preguntó Andrés.
—Se lo digo a todos —dijo el bedel—. Caramba, cómo están de cosquillosos. ¿No ve que estamos haciendo las planillas?
—Para decirle la verdad —dijo Andrés— las planillas casi no me dejan verlos a ustedes.
—No le digás más nada —lo atajó el cronista. Sacó un carnet y lo puso bajo la nariz del bedel que tenía más cerca—. ¿Ve esto? Como sigan compadreando les voy a sacar un suelto en el diario que los va a hacer saltar a los dos. —Guiñó un ojo a Juan—. Yo tengo mucha influencia, che, y no permito abusos.
—Nadie abusa —dijo el bedel—. Pero hablen más despacio. Comprenda nuestra responsabilidad, señor.
—Absolutamente ninguna —dijo Juan—, ustedes no tienen nada que ver con nosotros. Que venga el Secretario, o un profesor.
—Che, no hagan lío —dijo el estudiante de los apuntes—. Primero demos el examen y después hay tiempo de protestar.
—¿Vos sos Juárez, verdad? —le dijo Juan, levantándose.
—No, soy Migueletti.
«La técnica de este jodido para sacarle el nombre», pensó el cronista.
—Ah, sos Migueletti. Y das examen con nosotros, creo.
—Sí, salvo que se suspenda. Me parece que no hay profesores en la casa.
—Ah, estás enteradísimo de si hay profesores en la casa o si no hay profesores en la casa.
—Che, acabala —dijo Migueletti— Si no te gusta, ¿para qué venís a dar examen? Quedate en la calle, che.
Andrés agarró del brazo a Juan y lo trajo junto a Clara. «El tipo le contestó bien», pensó con una cólera fría. «Estamos siempre donde no deberíamos.» Juan miraba con ganas del lado de Migueletti, pero Clara lo hizo sentarse, lo retó en voz tan baja que los otros no la oyeron. Unas chicas que se habían reído del diálogo dieron la vuelta a la mesa y se acercaron. Dos parecían gemelas, la otra era pelirroja y al cronista le gustó en seguida.
—El tipo es un idiota —dijo una de las gemelas en voz baja—, pero tiene razón en eso de que no hay profesores. Ya es la hora, y ni uno. ¿Ustedes qué hora tienen?
—Siete y cuarenta —dijo el cronista—. ¿Ustedes son de las que deslumbrarán a la mesa?
—Ay, sí —dijo la pelirroja—. Yo creo que todos los que estamos aquí damos el mismo examen. No hay más que esa mesa.
—Si es que hay —dijo la otra gemela, sonándose y mirando disimuladamente en el pañuelo. La puerta de la galería chilló de nuevo, pero con el olor vino un empleado de contaduría, vestido de azul eléctrico. Los miró vagamente y se perdió en un prolongado murmullo con los bedeles. La luz se apagó en la galería, volvió a encenderse, oscilaba, perdía brillo.
—¿Hay examen? —preguntó la pelirroja.
El empleado alzó las manos como si lo hubieran asaltado, y las hizo girar como si estuviera limpiando un vidrio. Luego se alejó a paso vivo, lo vieron entrar en la antesala del decanato. Se encendió una luz, pero el empleado retrocedió y cerró la puerta tras de él.
—Me ahogo aquí —dijo Clara—. Me voy a caminar por la galería.
—No la van a dejar —dijo la pelirroja.
Andrés miró a Juan, que escribía algo en su libreta. Fue con Clara hasta la puerta y la mantuvo entornada para que pasara. Caminaron en silencio por la galería, y cuando Andrés tocó la puerta de un aula pudo ver que estaba con llave.
—Aquí huele peor —dijo—. Es cada vez más insoportable, pero de todas maneras deberíamos estar adaptándonos paralelamente. Parece raro que cada vez moleste más.
—Bien puede suceder, aunque sea muy raro, que no nos adaptemos a algunas cosas —dijo Clara—. ¿Me das el brazo, Andrés?
Como si el hacerlo le llevara delicadamente la vida, sostuvo a Clara que vacilaba al moverse.
—Estás helada —dijo—. No te sentís bien.
—Nervios. Esto que no se acaba.
Andrés ponía toda su fuerza para que ella no advirtiera el temblor de su mano. Recordó el paseo de la noche, y que recién después, al estar lejos de ella, había medido
al igual que delicadamente frustrado
como un movimiento de sonata, que asoma y crece al salir del concierto, bajo los árboles de una plaza,
cuando ya ni el sonido puede alterar su hermosura
Pero el brazo estaba ahí, lo sentía en su mano. El sonido, sustancia necesaria, carne para la idea inalcanzable.
—Todo dura demasiado —dijo Clara—, tan difícil que una cosa coincida con nosotros. Anoche caminé demasiado, soñé demasiado, y hoy comí demasiado, estuve demasiado en el concierto, me afligí demasiado en el subte, cuando tiraron al perro, cuando —
—Así que tiraron un perro.
—Fue infame. Lo estoy viendo todavía.
—Sí, son las cosas que seguimos viendo —dijo Andrés—. Somos tan blandos. No sé si sabés que las placas sensibles se hacen con gelatina.
—Hoy quisiera no ser yo —dijo Clara—. Cuando pienso que anoche vivía tan feliz imaginándome que estaba furiosa. Esperándolo a Juan en la Casa, haciéndome un drama porque llegaba media hora tarde.
—Mirá —dijo Andrés, con una leve presión de la mano—. Mirá ahí. —En el recodo adonde habían llegado, dos individuos descolgaban un retrato. Uno lo desprendió del gancho, alcanzándolo al otro que le sostenía la escalera con el pie. Ya habían bajado otros dos cuadros y los iban apilando en un rincón.
—Mudanza —dijo Clara—. Qué idiotas.
—No, no se mudan. Quieren mudar a los demás. Empiezan con los más indefensos.
—¿De quién hablás? —dijo Clara, mirándolo.
—Creo que de nosotros —dijo Andrés—. De los retratos colgados en las paredes. Una vez pensé en lo que sentiría una música hermosa si le fuera dada una conciencia. No es imposible pensarlo, ¿verdad?
—Es lindo —dijo Clara—. Lástima que ya se ha escrito algo sobre eso en una revista que no debés leer, y que se titula Narraciones Terroríficas.
—¿Sí? —dijo Andrés—. Contámelo.
—Era tan idiota —sonrió Clara—. Lo único bello estaba en la idea central: Puede concebirse una dimensión (en otro planeta, por ejemplo) donde lo que aquí llamamos música sea una forma de vida.
—Bueno, me dedicaré a colaborar en la revista —dijo Andrés.
—Seré tu lectora asidua. ¿Y qué ocurriría si la música tuviera conciencia?
—Nada, se me dio por imaginar el horror de una música bella que se siente vivida por una boca indigna, silbada por un mediocre cualquiera. Mozart, por ejemplo, tocado por ese Migueletti. Y lo pensé al darme cuenta
lo vengo viendo desde hace tanto, pero hoy —
al sentir cómo los valores, esos retratos si querés, están inermes en las manos de los tipos que los apilan en un rincón. Que ni siquiera los destruyen; simplemente los arrumban.
—Nadie se deja arrumbar si no es arrumbable —dijo Clara, divirtiéndose en hacer rodar las erres—. Eso es lo horrible. Por lo menos vos te sentís acorralado, no sabés bien por quién ni contra qué. Pero pensá en la gente que ya no cuelga de su ganchito, y sigue posando de retrato sin darse cuenta de que la han tirado a un rincón.
—Como alguien que en plena noche se pusiera una máscara, un disfraz, y se quedara así, solo y a oscuras.
—No sé —dijo Clara—. Yo solamente puedo decirte que me siento acosada. No te creas que solamente por Abel. Es otra cosa. Desde anoche, cuando noté que los zapatos se me hundían en la tierra. —Es tan difícil de explicar, Andrés. Es mucho peor que dar que no dar examen.
—Por lo menos ustedes tienen un examen —dijo Andrés soltándole el brazo y caminando delante de ella, hacia las galerías abiertas.
—¿Pero, y después? —le llegó la voz de Clara.
—Después tendrás que descubrirlo vos misma —dijo él, y se dio vuelta y la enfrentó, hostil. Clara lo miraba, prolongando la pregunta. Resbaló en la humedad, Andrés la sostuvo. Ahora la tocaba con ambas manos, fijándola en el espacio, frente a él. Clara tenía un brillo de humedad en la piel de las mejillas, en la nariz, y lo miraba, esperando más. «Qué darte que ya no tengas», pensó Andrés. «Si por lo menos pudieras salvarte, vos y Juan…» Vio creyó ver horriblemente el cráneo de Clara bajo su rostro y su pelo; como si un viento negro saliera de ella y lo golpeara en la boca.
—Estás tan triste —dijo Clara—. Sos tan tonto, mi pobre Andrés.
El cráneo hablaba. La muerte futura vivía bajo este humo, este hedor de la ciudad. Andrés midió (cerrando los ojos, negando la imagen) la extremidad de su camino. Sin saber por qué se quitó los anteojos y los sostuvo en el aire. Nada estaba formulado, solamente veía (con la mirada que no precisa imágenes, la mirada que había contemplado el cráneo de Clara) una decisión, un paso,
borrosamente un gesto a cumplir.
—Las dos cosas —dijo, volviendo a ponerse los anteojos—. Triste y tonto. Tonto porque triste, pero no al revés. Mi tontería es tener una especie particularmente inútil e inoperante de lucidez. Y sobre todo, creeme, porque me falta lo que a Juan le sobra, el entusiasmo.
—A veces —dijo ella, bajando la cabeza— me parece tan niño al lado de vos.
—Es un hermoso elogio —dijo Andrés, rozándole el pelo con los dedos.
—Lo merecés —dijo Clara.
—No, no hablo de mí.
—Ah.
—Y que vale también para vos. Ahora es tu víspera, tu capilla. Mañana habrás rendido, nos volveremos a encontrar en los cafés o en los conciertos, y de esto quedará
«Pero es mentira», pensó, «estoy mintiendo como —» en fin, un pasaje entre tantos otros.
—Vos sabés muy bien que no es así —dijo Clara—, ¿qué necesidad tenés de usar palabras conmigo?
—Me incomoda la exageración —dijo Andrés—, incurrimos en la costumbre idiota de problematizar cualquier cosa. No solamente lo personal, también lo que nos rodea, un día como hoy, una presencia repetida —Abel, si querés. No caigas en eso, Clara, vos que estás a salvo de tanta torpeza.
—Casi me estás aconsejando que cierre los ojos —dijo Clara—. Es un viejo consejo en este país.
—Lo que te pido es que no te rindas —dijo Andrés—. Lo que te pido es que sigas siempre en la buena víspera del examen.
Volvieron, mirando al pasar cómo los obreros habían terminado de apilar los retratos. Del subsuelo, por el hueco del ascensor y la escalera, subía un rumor confuso. Un bulto negro cruzó veloz las baldosas, se lanzó escalera abajo sin que tuvieran tiempo de ver
parecía una rata
aunque bajar así una escalera, a esa velocidad, probablemente un gato cachorro
pero ese deslizarse pegado a las baldosas,
tal vez confundidos porque las luces oscilaron, disminuyendo más y más, y sólo del pasillo dando a las galerías exteriores entraba un resplandor blanquecino, pero antes de que se habituaran a reconocer las formas se encendió una luz mortecina, reducida al mínimo.
—Era una rata —dijo Clara, con infinito asco.
—Puede ser —dijo Andrés—. Volvamos, si querés.
—No, no quiero. Me molesta toda esa gente. No sé, esperaba hablar con vos, pero en realidad no nos hemos dicho nada.
—Hay tan poco que decirse, si de decir se trata.
—Tenés razón. Siempre es como si las palabras y su tiempo estuvieran desajustadas,
perdóname que sea ingeniosa
como si lo que debiera decirte ya no fuese oportuno, o lo será un día en que vos o yo faltaremos, y nada podrá ser dicho.
—Suena bonito —dijo Andrés, sin ironía—. Lo que ocurre, entre otras cosas es que el descrédito de las palabras nos desnuda cada vez más. ¿Qué se puede decir delante de un Picasso? Nos hemos acercado tanto a las fuentes que las crónicas del viaje están caducas. Ya no creemos en lo que decimos, si es algo que nos toca más abajo del cuello.
—Lo malo —dijo Clara— es que tampoco hemos aprendido a prescindir. Si por lo menos supiéramos mirarnos, vernos—
—Hubo un momento —dijo Andrés—. Pero entonces no lo supimos. No éramos capaces de saber qué esperaba de nosotros el destino, es decir nosotros mismos. Ahora es tan fácil corregir las erratas en el papel, pero el tiempo ya leyó el original. Hablando de ser ingenioso, ¿qué te parece el símil?
—Malo —dijo Clara—. Pero tan cierto, si es que lo entiendo. Vos ves, lo de Abel es un poco eso también. ¿Qué busca? Lo que pudo encontrar cuando no lo buscaba.
—¿A vos? —dijo Andrés.
—No sé, realmente. Supongo que sí, pero como en las pesadillas. No hay ninguna razón, Andrés: ninguna razón
ahora.
—No son razones las que lo mueven —dijo Andrés.
—Mirá —dijo Clara, y le dio a leer la carta. Tuvieron que ponerse debajo de un foco, la luz era cada vez más débil; como si los oídos se aguzaran por compensación, desde el fondo de la galería les llegó una carcajada (¿no estaba abierta la puerta? Sí, de par en par, y se veía la espalda del cronista, la mesa de los bedeles) y un ruido de papeles arrugados. Clara mezclaba confusamente el olor
en esa parte olía como a algodón mojado con las formas, los sacos, las cabezas y las blusas blancas contra el maderamen y las paredes. Tomó sin mirar el pliego que Andrés le devolvía, lo guardó en un bolsillo.
—Supongo —dijo Andrés— que Juan anda con un revólver.
—No —dijo Clara—. Piensa que es una amenaza de loco.
—Por eso mismo. Bueno, me alegro de haberme echado la pistola al bolsillo. Se me ocurrió
(mentira)
no sé por qué, eso de creer que cuando las cosas no van bien —
—Me parece tan absurdo —dijo Clara—. En tus bolsillos no me imagino más que libros y tabaco.
—Ya ves —dijo él—. Ya ves si es absurdo.
«Armas», pensó Clara. «En este plano en que vivimos él y yo —Qué curioso el valor de algunos gestos, la vuelta atrás, al apoyo primario. De un revólver al agua bendita hay tan poco —»
—Debías tener exorcismos, algo más eficaz —le dijo—. Abel no está en tu camino, y aunque estuviera, ¿qué podrías contra él?
—No llevo la pistola por Abel —dijo Andrés—. Pero siempre puedo pasársela a Juan si llega el caso. Creo que tenés razón, y que no podría hacer nada para defenderte.
—Nadie podría —dijo Clara—. Por lo menos con una pistola.
—Hacés bastante bien en no creer en defensas —dijo Andrés—. Pero al menos no te olvides de los ataques.
—Bah —dijo Clara, casi con dulzura—. Todo esto… —le mostró los cuadros apilados, el fondo de niebla, las baldosas por donde el bulto negro había corrido—. No creo que pudiera olvidarme. Todo está contra nosotros, Andrés.
Juan les hacía señas, y se oía chistar (el cronista). Mirando el suelo, Clara se puso a andar por la galería.
—Es inútil, y no te servirá de nada —murmuró, con una voz que a Andrés le pareció antigua, la de cuando ella no le hablaba con esa voz—, pero quiero que sepas que lamento tanto.
—Clara —dijo Andrés.
—Sabés bien cómo lo quiero. No estoy arrepentida de haberme ido con él. En el fondo lo que me duele es que vos y él no sean uno o que yo no pueda ser dos.
Por favor —dijo Andrés—. Está tan bien así. No digas más nada.
—No, no está tan bien así —dijo Clara—. No está bien. Solamente está, como siempre.
—No lo lamentes —dijo Andrés.
—No es eso, no es precisamente eso. Lo que duele es estar segura de haber hecho lo justo, y en ese mismo sentimiento, de golpe,
el asco de la justicia, saber que nada es justo cuando hay más de dos.
—No lo lamentes —repitió Andrés—. Sobre todo no lo lamentes.
—Dejame por lo menos que lo haga por mí —dijo Clara.
—No te lo puedo impedir —dijo él—. Que sientas eso es más de lo que pude desear cuando —
—Ahora por lo menos sabés que lo siento así —dijo Clara—, nunca dije más la verdad que ahora.
Estaban junto a la puerta, envueltos por el griterío y la visión de ropas y movimientos.
—Te agradezco —dijo Andrés—. Pero no te rindas a la bondad. Mirá, tener lástima cuando no se ha hecho mal,
esa flojera horrible como condenarse, sabés
perder el derecho de elegir cada mañana tu traje y tu silbido y tu libro para leer,
no, nunca eso. Los ojos están delante de la cara, mi querida, y no es culpa tuya si soy un poco tu sombra, tu eco,
si el barco no puede andar sin hender fijate qué bonito
—Sos bueno —dijo Clara, y le sonrió.
—Y otra cosa —dijo Andrés— Yo creo que realmente era una rata.
Los bedeles doblaron las planillas y uno se fue al decanato llevándolas como si
pero todos sabían de sobra que el decanato estaba
—Increíble cómo prolifera la cultura —dijo el cronista haciendo sitio para que una de las gemelas descansara en el banco—. Ya somos más de treinta.
—Y qué spuzza —dijo la pelirroja. (Se apagaron las luces
Se encendieron)
—Las nueve menos cuarto —dijo Juan como si fuera muy importante, y perdiéndose otra vez en su cuaderno.
—El estro lo domina —dijo el cronista—. Ay, Andrés, yo realmente debería irme a la redacción. No creo que sea demasiado difícil llegar con
Se oía una serie de explosiones hacia el oeste, algodonosas y bajas, curioso que el ruido llegara como por la tierra, del mismo modo que la rata un poco antes cuando
—Ya que estás quedate y acompañame mientras éstos dan su famoso examen —dijo Andrés.
—Los van a aplazar —dijo el cronista—. Fijate cómo no estudian. En cambio ahí tenés al joven Migueletti fagocitando copias mimeografiadas
me meo grafiadas
(A oscuras. La pelirroja olía a jabón de pino, a fósforos.)
—Fiat lux de tocador —le dijo el cronista, oliéndole el cuello—. Compañera, tiene usted la piel fragantísima. No se separe de mí mientras el aire nos siga trayendo el mefitismo.
—El mefi qué —dijo la pelirroja, como si no le gustara preguntar.
—El manfutismo —dijo Andrés—. Eso es lo que trae el aire. Pero Clara solía andar con colonia en ese bolso tan pituco.
—Aprovechadores —dijo Clara, buscando el frasco. «Sí, era una rata», pensó. «Bajaba arrastrándose, ahora andará por el subsuelo y ahí hay gente, los oí —»
Estaban amontonados, no pudiendo alejarse del decanato
pero todos sabían que el decanato
y sólo las mellizas se fueron a la galería a repasar los apuntes, buscando los sitios con algo de luz.
—Buena colonia —decía el cronista, rociándose el pelo—. Verdadera mirra de Arabia.
La luz volvía poco a poco. Juan se metió el cuaderno en el bolsillo del saco y señaló la puerta del decanato.
—Ahí va —dijo—. Se larga.
Salieron los bedeles y entre ellos un individuo bajo y moreno, con las manos a la espalda (devanaba el aire con los pulgares) como protegiéndose entre los bedeles
que pasaron con altisonantes «¡permiso!», y el joven Migueletti saludando al profesor y el profesor no saludando al joven Migueletti
hasta que los tres llegaron a la galería y cerraron de un golpe la puerta.
—El menudo sicofante debe andar en los proemios de la integración de la mesa —dijo Juan—. No puede tardar más.
—Cómo mata la espera —dijo Stella, sacándose una pelusa de la boca—. Me parece que me quedé dormida. Qué banco tan duro.
—Pobre —dijo Andrés, acariciándola—. Realmente no tenías por qué haber venido.
—¿Por qué no? Si vos venías, yo también.
La miró sonriendo, sin decirle nada. Crujió la puerta y reaparecieron los bedeles, que miraron de costado al grupo de Juan y se pusieron a llenar unos talonarios. Para llenar cada talonario consultaban distintas libretas con tapas de hule, la guía telefónica y un libro de tapas azules con un escudo dorado a fuego. Uno de los empleados que había descolgado los cuadros de la galería vino a decirles algo, y el bedel más gordo hizo gestos de ignorancia e involucró con un redondo mariposeo de la mano a todos los estudiantes.
—Ahí viene de nuevo el prof —dijo el cronista—. Qué manera curiosa de deslizarse que tiene el
¿cómo le llamaste, Juan? Ah, el menudo sicofante. Che, pero el tipo está verde.
—Verde nilo —dijo Clara—. Éste ha visto un fantasma.
«La rata», pensó. «Se ha encontrado con la rata.» Lo vieron rebasar el grupo de estudiantes (se jugaba a los naipes en un ángulo, usando una carpeta como tapete) y entrar en el decanato. Estaba a oscuras y el profesor retrocedió, gritando a los bedeles que encendieran. El más gordo ni levantó los ojos, pero el otro fue hasta la puerta con un gesto de ira, entró seguido del profesor.
—Y nada, no le funciona el voltaje —dijo Juan. Se quitó el saco, metiéndolo entre dos barrotes de la escalera, se arremangó. Estaba empapado, y Clara se puso a rociarlo con colonia. Otros estudiantes imitaron a Juan y el cronista hizo notar a la pelirroja que ganaría en comodidad si se quitaba la blusa, señalándole, en caso contrario, los peligros de la combustión espontánea. Después le habló de los híbridos psíquicos, despertando de inmediato su interés. Nadie vio salir al profesor del decanato, de pronto estuvo al lado de la mesa de los bedeles, escoltado por el bedel menos gordo que traía montones de rollos de cartulina. Para que no se le cayeran los había metido en una papelera de alambre tejido.
—Parece un ramo de calas —dijo Andrés a Clara—. Mirá qué brillante simplificación de formas. Percatate de cómo la burocracia imita al arte.
—Sumamente logrado, gran entonación y elegante juego plástico —dijo Clara, mirando a Andrés con
sí, era gratitud, voluntad de alcanzarle un afecto, de estar cerca pero tan lejana en su fatiga, entornada y vencida
—No uses ese vocabulario —le dijo Juan—. A menos que estés hablando para La Voz del Bedel, que así debería llamarse la revista de esta Facultad. ¿Pero qué pasa, che? —gritó, encaramándose al banco.
Los bedeles repararon en Juan (rabiosos), pero el profesor siguió dando instrucciones en voz baja, mirando temeroso hacia la galería donde la luz acababa de apagarse definitivamente. Una de las mellizas se había sentado en el suelo, a los pies del cronista, y la otra le pidió a Clara el frasco de colonia. «Ésta se desmaya», pensó el cronista. «Como no empiecen a vomitar.» Le habló en voz baja a Andrés, que se puso a empujar a los estudiantes más próximos, y éstos a los de la periferia
si en realidad se podía hablar de periferia en una masa donde la superficie de la mesa marcaba como un pozo, un accidente desagradable en la configuración general de
para que la chica descompuesta tuviese algo más de aire.
—No, no va a vomitar —le dijo Andrés al cronista—. ¿Tanto te preocupa?
—Che, el vómito es una cosa que no puedo soportar en los demás.
—Supongo —dijo Andrés— que la causa está en que es una reversión. Al vómito se asocia la culpa luciferina, la titanomaquia. Fijate que la mitología de la rebelión es un vómito cósmico. Cuando vomitamos lo comido cumplimos un acto orgánico que coincide oscuramente con la más secreta ambición humana, la de decirle a la naturaleza que se vaya al cuerno con su asado de tira y su lechuga.
—Sos grande —dijo el cronista.
—Te voy a confiar un gran secreto —dijo Andrés—. El pecado no fue que Eva comiera la manzana; el pecado fue que la vomitó.
—¡Bájese del banco! —gritó el bedel más gordo a Juan.
—No me da la gana —dijo Juan—. Che, Andrés, vos te das cuenta estos tipos.
—Vos campaneá lo que se oye en la calle —dijo el cronista forzando la voz porque todos los estudiantes estaban excitados y pululaban y se movían y el aire fofo escamoteó las palabras
aunque a lo que el cronista aludía era una sirena de ambulancia (o carro de incendio) seguida de pitadas estridentes hacia el lado del bajo
—Bah, eso es la circunstancia —dijo Juan— Son los bárbaros que entran. Y, claro, las luces se apagan. Blackout!
Nadie se movió, pero en la oscuridad el calor era más espeso y todos notaron (y anotaron) que se olía con más intensidad el rezumar del aire. La melliza se quejaba débilmente en el suelo. En la sombra su cabeza pesaba enormemente en la mano de Clara, arrodillada a su lado y sosteniendo un pañuelo con colonia. El rumoreo crecía, gritos, medio en broma pero cada vez más fuertes. Un chicotazo, una queja
la reputa madre que te parió, cornudo
Pibe, el que te pisó fue otro Un fósforo
la risa llena de cosquillas de la pelirroja cuando el cronista le anduvo por la blusa y le besó la nuca, apretándola contra él y sintiendo subir la vaharada de olor caliente de su pelo, de su piel
fósforos los peregrinos de Emaús |
¡Drácula! No jodan, che, que hay mujeres.
La melliza del suelo lloraba. Andrés temió que en el revuelo la pisotearan y se plantó delante, con los brazos tendidos. La risa de Juan venía de arriba, y cuando alguien encendió un fósforo lo vieron encaramado en la mitad de la escalera, con el pelo revuelto y la camisa abierta. El decanato se iluminó de golpe, lejos golpeaban una puerta, tres, cuatro veces. La luz se reflejó débilmente en el grupo más próximo, dejando entrever la mesa de los bedeles, los rollos de cartulina en la papelera. Llamaba el teléfono en el decanato y el bedel más gordo pasó entre gritos y maldiciones. Cuando calló el teléfono se hizo un gran silencio, pero al unísono se oyó llorar a la melliza en el suelo y una carcajada de Juan en la escalera. La voz del bedel llegaba ahogada, pero llegaba
Sí Señor
hola Sí Señor
no Señor
creo que sí Señor
me parece
hola
es un suponer Señor
entonces
como usted diga Señor
sí Señor
—¡La Voz del Bedel! —gritó Juan como un pájaro. Una rayita naranja se marcó en lo alto, creció, se detuvo, oscilante,
la luz
—Me siento mejor —dijo la melliza—. Me hizo bien la colonia, gracias.
La luz
ahora mismo Señor
la luz entre la niebla no era humo el vapor de los cuerpos pero consistente —Es humo— dijo el cronista, mirando a la pelirroja que se arreglaba y se reía—. El techo está lleno de humo.
Los jugadores echaban otra vez las cartas, se oyeron tres chicotazos en sucesión y el grito de desafío de uno de ellos, los murmullos de gata contenta de la melliza del suelo que ahora se enderezaba apoyándose en su hermana y en Clara. Nadie esperaba que el bedel volviera tan pronto
nadie esperaba al bedel ni el otro bedel, que miró las luces y se rascó la cabeza
—El mar humano —decía Juan desde la barandilla—. Andrés, tu occipucio está ralo. Tenés caspa, cronista. Pero Clara, ah qué hermosa se te ve, cómo te idolampreo!
—Basta —dijo Clara—. Vení a estarte quieto.
—Te incubadoro —dijo Juan a gritos— ¡Te piramayo! ¡Te florimundio, te reconsidero!
—Es increíble —dijo una de las mellizas—. Las nueve y media. Andá a hablarle a mamá, Coca.
—¿De dónde? Con el vigilante en la puerta, y después la calle, yo…
—Bueno, voy yo.
—No. Vamos juntas.
—Bueno.
«Con diálogos así se escriben libros notables», pensó el cronista mirando a Juan que bajaba, parándose en cada escalón para estudiar la escena, con todo el aire del que juega a no ver lo que está viendo. Y el bedel de vuelta, murmurando aguadamente cosas en la oreja del otro. Pocos se afligieron cuando una chica delgada, con grandes ojos de ardilla, se desmayó de golpe al lado de la mesa y pegó con una mano entre las planillas, arrastrándolas en su caída. Llegar hasta ahí, ese medio metro de sudor y rabia, tarea inútil; Clara se sentó en el banco, al lado de Andrés, que estaba como dormido.
—Todos tenemos sueño —dijo Clara—, esto es…
—Y el humo. Mirá el suelo, ese pedazo debajo de la mesa.
—No lo veo —dijo Clara—. Imposible verlo.
Stella sonrió, contenta. La casualidad le había tendido un claro por entre pantalones y faldas; veía muy bien el pedazo de piso debajo de la mesa. Realmente lo veía muy bien.
—Mirá, se la llevan al decanato —informó Juan—. Es injusto, en ese sitio puede pasar del desmayo al síncope. Bueno, Clarita, creo que la cosa se acaba. Mirá bien
y le mostraba la mesa con un dedo que temblaba y que varios siguieron con la vista, hasta Andrés, que abría los ojos volviendo de un vertiginoso andar. «La cercanía», pensó, «la tan ansiada». Miraba el perfil de Clara, su hombro liviano. «Ahora inventar necesariamente la distancia, esa materia nauseabunda…»
—¡Che, es increíble!
—¡Es una cachada!
«Todo sigue», pensó Andrés, casi sorprendido. «Esa mano estuvo en la mía, con un gesto que se viene repitiendo desde —»
—¡Están locos, che, esto es un quilombo!
—¿Y qué te interesa? ¡Agarrá que hay pa todos!
«—agua pura. Curioso, la belleza que amamos está en el reverso de los triunfos. Esto es tan hermoso. Morir así, concluido. Buscar la muerte porque no se tiene nada parece tan raro… Aquel muerto tenía algo, por lo menos se quebró en plena acción, sin desearlo…»
El cronista se reía tanto que Andrés lo miró, y hasta Juan dejó de señalar la mesa para observarlo. «Está loco», pensó. «Vive de mañana.» Y el cronista (que sacaba su risa de lo que estaba viendo en la mesa) y la pelirroja con los brazos tendió dos, manoteando para alcanzar uno de los rollos que los bedeles repartían,
—¡Dejame de embromar, esto no puede ser!
y el estudiante Migueletti ya tenía el suyo, ahora la pelirroja consiguió su rollo y se puso a abrirlo, teniéndolo en alto
«Es mejor estar aquí», pensaba Andrés. «Quién sabe cómo acabaremos la noche. Volver es siempre refugiarse en los huecos sabidos. Tal vez nos esperan espacios nuevos ahí afuera —» El estallido de risa de Juan lo hizo pararse. Espacios nuevos. Eso era un espacio nuevo, un tiempo más: las nueve y media
(¿no lo había dicho una de las
pero ya no estaban pobrecitas se iban a quedar sin diploma)
—Mirá bien, mirá bien —Juan lloraba de risa en la escalera—. ¡Cronista, cronista, esto tenés que contarlo! ¡Esto es por fin la perfección, el séptimo día!
Pero el cronista le tenía el rollo a la pelirroja y le insinuaba una cena en La Corneta del Cazador.
Clara miró al bedel que
porque ya había huecos, los estudiantes se iban
y cuando el bedel le alcanzaba el rollo se dio vuelta y se quedó frente a Juan, que la miraba
después de saltar al suelo
y Andrés, que le sonrió, pensando: «Pobres chicos, lo toman bastante mal», porque Clara tenía los ojos llenos de lágrimas, lloraba ya con los ojos abiertos y mirando a Juan, a Andrés, la caja de la escalera, de espaldas al bedel que le alcanzaba su diploma
el espacio para el nombre en blanco pero abajo tan bonitas tan tinta china
y los sellos rotundos
y el aire de estallido final de sinfonía que todo buen diploma ostenta
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES |
Por cuanto
y aquí pagarle diez pesos a una maestra con buena letra inglesa
Por cuanto («Me agarro uno», pensó el cronista, retorciéndose. «Me lo cuelgo en el escritorio, me lo llevo a la redacción —»)
Juan apretó contra él a Clara. Por sobre el hombro de su mujer miró a los bedeles completando su labor, apurándose porque la luz volvía a bajar. Se oía un crujido delicado, una sustancia quebradiza separándose poco a poco de otra. Una de las planchas inferiores de la mesa se estaba despegando, enchapada de cedro a prueba de. Pero esta humedad era mayor que la prevista cuando —Crujido finísimo, un diálogo de insectos secos y ágiles discutiendo en un punto del espacio. Juan veía mal (y lo irritaba ver mal, y se pasó el dorso de la mano por los ojos como un chico), pero oía claramente el debate diminuto en el despegamiento de la mesa. Aceptaron (y Clara seguía llorando) que Andrés se pusiera entre ambos y los agarrara del brazo para llevárselos, con Stella detrás preguntando por qué no esperaban su turno, el cronista alabándole el peinado y lo fresca que estaba, una verdadera rosa a esa tardía hora del crepúsculo nocturno. La puerta del decanato estaba abierta, la luz encendida. Se veían muy bien los muebles, una perchera, un paragüero, el retrato de San Martín; y el vigilante de la entrada era ahora el vigilante de la salida.
relatividad de las cosas
y no les impidió salir, al contrario, pero estaba como asombrado y les miraba las manos, los bolsillos, verdaderamente un poco asombrado de verlos irse así con las manos vacías.