II
De pronto recordó. Debía tener tres o cuatro años, lo hacían dormir en una cámara desnuda, en un inmenso lecho, y a los pies crecía un ventanal. Era en verano y el ventanal quedaba abierto. Se acordó hasta de los menores detalles: despertar mirando un cielo lívido, como pegado al marco en vez del vidrio, un cielo gomoso, sucio —el amanecer. Y entonces cantó un gallo, rajando el silencio con un horroroso desgarramiento del aire. Y fue el espanto, la abominable máquina del miedo. Vinieron, lo consolaron, lo tuvieron en brazos, lo…
—Dios mío.
El taxi tomó despacio por Leandro Alem. El edificio del Correo parecía un decorado, ilustración para la historia de Malet. Herido en una sedición, Licurgo…
—Por favor, vaya todo lo despacio que pueda —pidió Clara—. Queremos ver salir el sol.
—Bueno, señorita —dijo el chofer—. Va a ser un lindo día.
—Quién sabe —dijo Clara—. El aire está tan raro. Ya se debería ver bien, son las seis y media.
Bostezó, echando la cabeza contra el cuero frío del respaldo. Juan tenía los ojos cerrados.
—Un gallo —murmuró—. Qué hijo de una gran puta.
—¿Y eso, viejo?
—Nada, un recuerdo. En el comienzo era el canto del gallo.
—O vive lui, chaqué fois
que chante le coq gaulois.
¿Vos te fijaste que el cronista se tiraba el lance de que le regalaras la coliflor?
—No se embroma…
—Total, para qué la quería —dijo Clara—. No se la va a comer él.
—Seguro. Es mío y basta.
Clara le acarició el pelo y refugió la cabeza en su hombro.
—Creo que ahora tengo un poquito de sueño —dijo.
—Yo también. Qué noche.
—Bah —dijo Clara, abriendo los ojos.
—No te muevas —pidió Juan—. Me gusta sentirte el olor del pelo. Oí cómo grita ese tren. Como mi gallo.
—Ah, tu gallo. De veras que grita. Habrá una vaca en la vía —dijo brillantemente Clara—. Es tradicional que las vacas se queden en las vías.
—No hay vacas sueltas en el puerto.
—Puede haberse escapado. Pero el tren no la va a atropellar. Primero que los trenes del puerto son muy lentos. Segundo que el tren grita por la niebla y no por una vaca.
—Niebla, niebla. El cronista… Chofer, tome Corrientes arriba. Despacito despacito.
—¿Vos te fijaste —dijo Clara— que el cronista vio los dos taxis al mismo tiempo? ¡Qué vista!
—Era el más despierto de todos —dijo Juan—. Yo no sé cómo pudimos andar así toda la noche. Esas horas en Plaza de Mayo… Fue estupendo, y después el chino.
—El chino, y después Abelito, y cuando la mujer lo atajó a Andrés.
—Ah, sí, la mujer y Abelito.
Le pasó los dedos por la boca, cosquilleándole la nariz. Clara lo mordió, mojándole los dedos con la lengua.
—Tenés gusto a coliflor cruda —dijo—. Mirá esos vigilantes, ahí.
En Corrientes y Maipú había dos vigilantes y algunos transeúntes mirando el pavimento, como si leyeran una inscripción. El chofer detuvo el coche, y vieron que el pavimento estaba hundido en una extensión de dos o tres metros, justo delante del eslabón Modart. Poca cosa pero bastante para romperle un eje a un auto.
—Es la municipalidad —dijo el chofer, acelerando un poco el coche—. Por mi barrio se cayó un poste de alumbrado. De golpe se enterró medio metro y después se ladeó. Malos cimientos, porque la municipalidad no vigila.
—No creo que un camión haya podido hundir así el asfalto —dijo Clara, semidormida—. El cronista lo explicaría tan bien, tan bien.
—Ella es buena —salmodió Juan, dejándose ganar por el sueño—. Ella es muy buena…
Y TENÍA LA CARA BLANCA BAJO EL CHAMBERGO AZUL |
—Ella viene de Formosa, de Covunco…
—Basta —pidió Clara—. Por favor. En el fondo todo eso era horrible.
—Sí, como mi gallo.
Clara se apelotonó contra él.
—Decile que vaya más ligero. Tengo tantísimo sueño.
—Yo —dijo el cronista— he estado pensando.
—Es posible —dijo Stella que cultivaba el humorismo a sus horas—. Son cosas que pasan.
—Y no creo —continuó el cronista— que todo lo que se ha dicho esta noche sobre nuestra literatura sea exacto.
—Pedile al chofer que suba por Córdoba —murmuró Andrés que parecía dormir—. Y dejá quieta la literatura.
—No, es que es importante, che. Al principio acepté esa teoría de ustedes de que aquí no hacemos obra por blandura. Ahora estoy menos seguro de que sea el motivo. Decime una cosa: vos, ¿por qué escribís?
—Porque me entretengo, como todo el mundo —dijo Andrés.
—Perfecto, es lo que necesitaba. Ni siquiera empleaste el término divertirme, que hubiera obligado a un rodeo.
—Te advierto —dijo Andrés— que las más de las veces cedo a una necesidad. Hay una tensión que sólo se dispara sobre la página. Es lo que los escritores abnegados llaman «la misión», partiendo de la razonable idea de que toda ballesta tensa incluye una flecha y que la flecha tiene por misión ir a clavarse en alguna parte.
—Pero esa necesidad —dijo inquieto el cronista— ¿tiene fundamento exterior a vos, digamos
un imperativo moral
una propedéutica una mayéutica algo que te obliga éticamente?
—No señor —dijo Andrés abriendo los ojos—. Eso se lo ponemos después, como el cazador habla de los daños que ocasionan los zorros en las granjas y la conveniencia de exterminarlos. En el fondo escribir es como reírse o fornicar: una suelta de palomas.
—De acuerdo. Pero hay que distinguir entre la literatura digamos «pura», y Dios me perdone el mal uso, y el ensayo con fines docentes. Aquí hay más que entretenimiento; por lo regular el que enseña no se entretiene.
—Esencialmente, sí —dijo Andrés—. Si enseña por vocación, en principio actúa para cumplirse, y a eso le llamo yo entretenimiento. Realizarse es divertirse. ¿O vos creés que no?
—En fin, la cosa es sutil —dijo el cronista, que plagiaba frases de la versión española de Los tres mosqueteros.
—Los poetas, por ejemplo, son felicísimos con sus poemas, a pesar de que se considere elegante suponer lo contrario. Los poetas saben muy bien que su obra es su realización, y bien que la saborean. No creas nunca en las historias de poemas escritos con lágrimas; en todo caso son lágrimas recreadas, como las de los lectores. Las lágrimas verdaderas, a base de cloruro de sodio, se lloran por o para uno mismo, no para proporcionar tinta lírica. Acordate de san Agustín cuando se le murió el amigo: «Yo no lloraba por él sino por mí, por lo que había perdido». Y por eso las elegías siempre se escriben mucho después, recreando el dolor y siendo feliz como se es feliz mientras se escucha morir a Isolda o se asiste a la desgracia de Hamlet.
—Príncipe de Dinamarca —dijo Stella.
—Claro que la cosa es sutil, como decís vos. Me imagino que Vallejo pudo llorar mientras escribía sus últimas páginas. O Machado, si querés. Pero en ellos el dolor era su humanidad, estaban como dados al dolor, o tomados por el dolor. Creeme, cronista, sus últimas páginas debieron ser sus mejores momentos, porque delegaban el dolor personal en el histrionismo de alta escuela que supone siempre convertirlo en poesía. Si sufrían en ese momento, sufrían como puede sufrir quizá una estrella o una tormenta. Lo peor era después, cuando cerraban el cuaderno, cuando reingresaban en el sufrimiento personal. Entonces sí sufrían ellos, como perros, como hombres deslomados por su destino. Y la poesía ya no podía hacer nada por ellos, era como un juguete roto, hasta una nueva iluminación y una nueva felicidad.
—Así ha de ser —dijo el cronista—. De paso me explica por qué siempre me han jorobado los escritores agremiados que se proclaman mártires de su labor. ¿Por qué mártires? En el peor de los casos, si realmente sufren al crear, deberían estar satisfechos como los santos, porque ese sufrimiento vendría a ser la prueba de la cuenta, la corroboración.
—Cuando oigo decir de un escritor que sufre como una madre al escribir, me siento inclinado a mandarlo a la mierda —dijo Andrés—. El lema de un poeta no puede ser sino éste: «En mi dolor está mi alegría». Y esto nos trae de nuevo a territorio nacional porque, viejito, aquí no sufrimos lo bastante como para que la alegría creadora rompa los vidrios y corra por los techos. Cuando hablo de sufrimiento, me refiero al de la gran especie, al que suscita un poema como el de Dante. Por el momento nuestra Argentina es un limbito, un entretiempo, un blando acaecer entre dos nadas, como muy bien tiene dicho Juan en alguna parte.
—¿A vos te parece entonces que el sufrimiento debe preceder a la alegría? —dijo sobresaltado el cronista.
—No, porque la causalidad no tiene vigencia más que para lo epidérmico del destino. Decir que quien no llore no reirá es absurdo, porque en lo hondo, en el laboratorio central, no hay ni risa ni llanto, ni dolor ni alegría.
—¿No? —dijo el cronista—. Avisá.
—Hablo siempre del poeta —dijo Andrés—. Sospecho que el poeta es ese hombre para quien, en última instancia, el dolor no es una realidad. Los ingleses han dicho que los poetas aprenden sufriendo lo que enseñarán cantando; pero ese sufrimiento el poeta no lo aceptará nunca como real, y la prueba es que lo metamorfosea, le da otro uso. Y ahí está precisamente lo terrible de un dolor así: padecerlo y saber que no es real, que no tiene potestad sobre el poeta porque el poeta lo prisma y lo rebota poema, y además goza al hacerlo como si estuviera jugando con un gato que le araña las manos. El dolor sólo es real para aquel que lo sufre como una fatalidad o una contingencia, pero dándole derecho de ciudad, admitiéndolo en su alma. En el fondo el poeta no admite jamás el dolor; sufre, pero a la vez es ese otro que lo mira sufrir parado a los pies de la cama y pensando que afuera está el sol.
—Yo me bajo en la esquina —dijo el cronista—. En realidad no conseguí llegar adonde quería. Me refiero a este tema, no a mi domicilio. Aparte de eso estoy de acuerdo con vos. Pare ahí nomás, en esa puerta tan elegante. Che, fue una noche estupenda. Esa parte con el chino…
—¡Pobre chino! —dijo Stella.
Iban por Córdoba, allí donde la calle se llena de islas con árboles y se avanza pluvialmente y pronto se estará en Ángel Gallardo, los accesos al parque Centenario, el perfume vago de la primera mañana. Para Stella, que miraba la calle con una borrosa atención, sólo tenía consistencia el corte reconocible de las esquinas, ese cartel de farmacia, ahora el plesiosaurio del Museo, el ballenato, los bloques de departamentos, las curvas calles del parque con tímidos automovilistas aprendiendo a manejar en viejísimos cabriolets descascarados.
—Va a hacer un lindo día.
Andrés estaba como dormido, encogidas las piernas, la nuca al borde del respaldo. Sonreía apenas, asintió con un leve movimiento de cabeza sin saber lo que había dicho Stella.
«El milagro de la cercanía», pensaba. «El encuentro, el contacto. Íbamos así, y a ratos la tuve del brazo y a ratos discutimos
y a ratos fue mala y olvidada
y pedacito,
pero qué
si estábamos, si era la corroboración, ese instante indecible en que uno sale del yo y dice: “vos”. Lo dice, lo es,
ahí está, lo es, oh claridad—»
Trozos de imagen, negarse a que la voz invente sus frases que aíslan. Simplemente recordar, o mejor
seguir, estar todavía allí, alabando sin palabras el borde el don de esa noche ida
«Y un día ya no», se dijo. «Un día ya no.» Saber desde ahora que un día ni siquiera cabrá verse en la calle, hablar apenas, convivir una misma imagen. Hemos partido el pan, esta noche,
y ella me sirvió una copa de vino, y dijo: «Juan, Andrés está enojado conmigo», y jugaba a ser Clara, a creerse esta Clara que puede todavía mirarme y aceptar mi cercanía. Pero habrá un tiempo
gorriones, montoncitos de polvo brincando bañándose
felicidad de la materia pura,
vacación de la piedra vuelta pájaro
un día ya no. Sola ella, o yo. De pronto un teléfono: es la muerte. Sí, fue repentino. Oh mi amor mi amor,
revancha del lenguaje, diluvio de los tropos, pero sí, horrible, ya no verla más, y saber que irreversiblemente
tan del lado de la mañana
y de golpe abajo tan abajo
so sweet so cold so bare
—Pare en la esquina. Querido, vamos. Ay, qué dormido que estás.
«Nada aquí puede pagar esta certeza», pensó Andrés buscando la billetera. «Sólo el olvido condiciona la felicidad. Toda previsión es horror. Vuela, allegro, paséate por el teclado, desata las brisas y las naranjas. Yo sé, yo sé que el otro tiempo por venir
es el lento, es el andante terrible
es lo que era antes de esta fugaz mentira presente indicativo—».
Pensaba en Clara, cuando se acostaron (Stella había preparado café con leche y él se bañó largamente, mirando por la entreabierta ventana los plátanos de la calle)
y fue la paz, el sueño ganándoles las manos,
la vio otra vez dura y amarga (para él, sólo para él y quizá para Juan), mintiendo su sereno desafío: «Andrés, ¿para qué preocuparnos tanto? Cualquiera diría que nos va a comer». Y el cronista preguntó: «¿Quién?». Entonces Clara dijo: «Nadie, Abel, un muchacho». Un día —y ya se estaba durmiendo, pero le dolió pensarlo— un día, acaso: «Nadie, Andrés: un muchacho».
Siendo «nadie» el sujeto de la oración.
Stella, dormida, gimió y se vino contra él, pasándole una mano por la cintura. Andrés se dejaba ir al sueño; blandura, tal vez cortarse el pelo a mediodía —Ya andaba junto a Stella, no sintió cuando su mano, replicando la de ella, se detuvo en su muslo.
A la tercera tentativa la llave se trancó del todo. Juan puteaba en voz baja. José, el vigilante de la esquina, se divertía de lejos mirándolos.
—¡José! —gritó Clara, agitando el paquete—. ¡No hay peligro que nos roben! ¡Ni nosotros podemos entrar!
José se reía con toda la cara de chinazo adormilado.
—Y pensar —le dijo Clara— que traemos una coliflor preciosa.
—Vos teneme quieto el coliflor —murmuró Juan, rabioso—.
A ver si me lo desmigajás justo a diez metros del florero.
—¿Lo vas a poner en un florero?
—Por supuesto, si es que entramos.
—José, dice Juan que tal vez podamos entrar.
—Ya es algo, señora —dijo José, divertidísimo.
—No es la cerradura —rezongó Juan—, se ha trancado el pestillo, como si la puerta estuviera desnivelada.
Pero la puerta cedió de golpe, y del pasillo salió una vaharada jabonosa y nocturna. Juan abrió, apoyándose con todo el cuerpo, y entonces vieron el desnivel. Todo un lado del piso de mosaico estaba ligeramente hundido, y se llevaba consigo el armazón de la puerta. Clara suspiró, asombrada. Saludaron a José y anduvieron con una brusca sensación de frío hasta el ascensor. No les llevó mucho tiempo descubrir que se había quedado trancado entre dos pisos.
—Mientras no haya un muerto adentro —dijo Clara—. Es tradicional que un muerto alcance a frenar el ascensor entre dos pisos.
—Tené el coliflor —dijo Juan que le había quitado el paquete al entrar—. Subo a ver.
—Total —lo animó Clara— no son más que ocho pisos, y puede que esté entre el quinto y el sexto.
—Seguro —dijo Juan, trepando de a dos—. Pavadita de escalera.
Más tarde durmieron, pero Clara seguía esperando el ascensor con Juan. La casa enorme y el pasillo desde la calle (con José al otro lado, pero tan ineficaz, tan vigilante) se había oscurecido y era más largo (no es fácil probar que la luz no afecta las dimensiones de las cosas) y más negro. La chimenea del ascensor se perdía en la oscuridad
sí, no era de día, no era de día,
donde sin duda Juan estaba maniobrando el ascensor
(¿por qué basta decir sin duda para que inmediatamente salte la duda extrema? Fin de capítulo: «Y se separó tiernamente de su esposa, a la que sin duda hallaría sana y salva al regreso de su expedición—». El buen lector: «Zas, ahora se arma».)
PERO JUAN TARDABA |
y la coliflor, ese fruto pesado, ese objeto blanquecino envuelto en sus mantillas verdes, cada vez más pesado —la fatiga, todo es relativo—
o acaso un poquito más grande desde que esperaba la llegada del ascensor
que no venía no venía
respiración qué oscuridad las rejas de la jaula Otis
HABIENDO ESCALERAS EL PROPIETARIO NO SE RESPONSABILIZA POR LOS ACCIDENTES
oh Juan entre el quinto y el sexto
Sister Helen
Between Hell and Heaven
pero una luz lucecita y la luz guió a los pasto res al calendario shepherd’s calendar
bajando lucecita lucecita
lamparita del suburbio no, el ascensor, ah por fin el ascensor y Juan
el ascensor envuelto en luz, escurridizo, al fin bajando y Abel, riéndose
pero no mirar al piso no mirar
a los pies de Abel porque
ahí en el piso
Juan despertó con el grito. Clara temblaba, con las manos contra la cara. Cuando la sacudió un poco y Clara sollozó en sueños pero se fue estirando, ya tranquila, supuso que era mejor dejarla así. Le acarició el pelo, un momento apenas, antes de perderse él mismo en el movimiento de la caricia. Casi en seguida empezó a soñar. El humo entraba por debajo de la puerta, y era natural porque la puerta estaba vencida con el hundimiento y dejaba una rendija bastante ancha del lado de las bisagras. También entraba humo por la rendija de la ventana. Huija rendija la máma y la hija Rancagua Pisagua la chicha con agua
le sale la guagua debajo ‘e la enagua pero era la coliflor (qué absurdo, pensó Juan ajustándose la robe de chambre) probablemente el humo dañaría a Clara
a la coliflor que todo humo marchita. Pero la cosa no era seria porque quedaba el gran recurso (se hizo un nudo en la cintura, apretándose como un boxeador compadre) de declarar
FALSIFICADO EL SUEÑO
—Usted no puede nada contra mí —dijo, apuntando con dos dedos al humo que aleteaba alrededor de la cama—. Levántate, Brunilda de cero noventicinco. —Pero Clara se tocaba el corazón con aire exánime, y había que discurrir otro medio.
—Lo mejor es que me despierte —dijo brillantemente Juan y se despertó. Estaba sentado en la cama, con las dos manos apretándose el estómago. Por la rendija de la ventana entraba la niebla.
Sin saberlo bien gozó la tranquilidad que le trajo la caricia de Juan; eso había terminado, eso no era nada más que una pesadilla. Por un instante la cara, los dientes de Abel la rondaron esfumándose, y después nada. La galería era de noble hermosura, con brocados y mesas como las del palacio Pitti, deslumbrantes de trocitos de mármol ajustados en una geometría minuciosa. Anduvo mirando retratos de su hermana Teresa, todos ellos con el nombre del pintor a grandes letras pero ilegibles; al mismo tiempo sentía que la llevaban de la mano (sin ver a nadie) y que era preciso llegar al subsuelo. Bajo una arcada de aire quebradizo vio al Imperial Ruso; era un hombre de rosa y blanco, era también la arcada, y convenía pasarle al lado sin hablar. Venían escaleras y escaleras, todo tan italiano, caracoles abiertos por donde bajar era un deslizamiento gratísimo, si no fuera por la obligación, saberse llevada. En las paredes del caracol había más cuadros y en uno la firma del pintor era el cuadro mismo, cubría la tela de izquierda abajo a derecha arriba, dejando apenas, en el lugar sobrante, una mano verdosa que sostenía un par de anteojos en la punta de los dedos.
Sonaba como una gotera, cambiando levemente de tono, subiendo, subiendo, bajando, subiendo. Andrés estaba seguro de que era el corazón de Madame Roland: se despertó convencido, alegremente afirmativo. «Qué sueño idiota», pensó sentándose en la cama. Una vez más lo irritó haber cedido al engaño, creer, aceptar que un ruido fuera otra cosa que un ruido. Un minuto antes la alegría de la seguridad, del hombre de fe con su fe; lo avergonzaba esa alegría, haber gozado con la afirmación; en el cuarto en tinieblas se quedó sentado, apoyada la nuca en la cabecera, oyendo respirar a Stella. Alcanzó a tientas el vaso y bebió con gusto: «¿Pero es un vaso de agua? ¿Quién puede asegurar que esta sustancia, suelta en la sombra, continúa su apariencia?». Después se preguntó por qué sus sueños eran tan sonsos, por qué no soñaba las maravillas que le contaban otras gentes. La mujer de un amigo se había soñado muerta, enterrada al modo de La extraña aventura de David Grey; desde su cristalina profundidad veía los rostros que la lloraban, inclinándose sobre la tumba. Todo ocurría en una gran serenidad y aunque ella hubiese querido gritar, decir que estaba, no viva, no la de antes,
que estaba ahí, solamente,
y que veía,
la mecánica de la fosa no la dejaba. Entonces vio cómo su madre, llorándola siempre, plantaba un rosal sobre su tumba; desde la vítrea hondura lo observaba todo. Y su madre se fue, pero no la planta; la planta crecía, y su raíz bajó, creciendo, como una espada blanca. La sintió llegar hasta ella, y atravesarle el pecho.
Unos dedos sostenían un par de anteojos. El marco era vetusto, como de yeso carcomido, con vetas verdes y rosadas. Suavemente, de puntillas en el peldaño, Clara le echó el aliento. Ya la reclamaban otra vez, había que llegar al subsuelo. Entró en el comedor de su casa, riéndose.
—Me pasó algo tan curioso —dijo, y su madre alzó los ojos del bordado y la miró—. Iba al empleo y Andrés me esperaba para venderme el diario. Tenía gorra de diariero y un aire cruel.
—Es raro, porque en general los militares son otra cosa —dijo su madre. A Clara no le gustaba el tono de su voz y se acercó para mirarle los ojos. De chica hacía siempre eso con su madre. «Quiero oírte los ojos», le decía. Por sus ojos supo cuándo su madre iba a morir mucho antes de la hemiplejía. «Ah, esta mesa», pensó incomodada, tratando de rodearla, pero la mesa como llena de golfos se ponía entre ella y su madre otra vez sumida en la labor. «¿Por qué piensa que Andrés no puede venderme el diario? Y esa manera de no mirarme, esa zorrería…» Empujaba la mesa con el vientre, con las manos; iba como al salir del río, en una arena de aire, en un agua blanduzca de caoba con centro de mesa de macramé.
Esta vez le gustó sentir el cordón de la bata entre los dedos. Cuidando de no despertar a Clara, que dormía mal y estaba otra vez revolviéndose y gimiendo, caminó hasta la ventana y la cerró. La niebla olía a castañas asadas, a cloro. «Increíble que pueda ser tan densa», pensó Juan. La olía, goloso, un poco extrañado. «A lo mejor el cronista tiene razón y es un fenómeno nuevo», pensó. Apoyando la nariz en el vidrio, se movió hasta que una rendija de la persiana le dejó ver la casa de enfrente, la calle, un vago farol envuelto por un enorme halo. Estaba casi dormido, de pie, apoyada la frente en el vidrio tibio, y miraba la luz de la esquina con ojos entrecerrados. Su infancia en Paraná, un verano húmedo, el parque Urquiza, las barrancas con el frontón de pelota allá abajo. Jugaba a la pelota y bebía chinchibirra, se bañaba en la isla, deslumbrado por el sol y la masa terrible del río, muerto de hambre después del baño, comiendo sándwiches hasta hartarse. Pero era la luz la que ahora recordaba, los focos de las esquinas por las noches: el universo: millares de insectos en una locura de órbitas fulminantes alrededor del foco, vibrando al unísono con una palpitación enceguecedora, zumbando con el movimiento de las alas y el rebotar incesante de los cuerpecitos contra el vidrio caliente. Por el suelo se arrastraban las catangas, y a veces un mamboretá desataba su pesadilla verde; el resto eran cotorritas, cascarudos, toritos, avispas, y a veces, pequeño planeta rubio perdido, una abeja desconcertada, tontísima, que se hacía matar de un manotazo.
«Los cínifes de Uspallata», pensó, volviéndose casi dormido a la cama, dejando caer la bata con un gesto de entrega. Veía la luz cenital, un arroyo de montaña, berros y juncos; oyó un balido lejano, un alto grito de pastor. En el aire, bajo el sol, un huso vibrante de cínifes giraba en millones de puntos luminosos. Malla aérea, especie amenazando concretarse, geometría de cristal vivo, ¡los cínifes! Ocupaban su huso, lo hacían vivo y torbellinado, giraban en él, límite y contenido de su mundo transparente, sin moverse del lugar que ocupaban en el aire. Sentado a poca distancia, veía el huso suspendido en el espacio, como si sólo ese espacio fuera el suyo y a su lado o más arriba no cupiera llegar. Nunca supo cuándo cesaba la danza, adónde iban los cínifes y a qué hora se disipaba, en el aire líquido, el fantasma translúcido.
—Pero sí, sí, me vendía los diarios. ¿Por qué no puedo acercarme, mamá?
—Porque tu padre se enojaría.
—Oh, qué ridículo —decía Clara, metida en el pantano a medio cuerpo de la mesa. Y cuando miró para atrás, asombrada al sentirse ceñida, vio que estaba ya en el centro de la mesa, que había conseguido avanzar hasta el medio y que ahora era el centro de mesa, una bailarina de rígido tutu que la paralizaba. «Andrés, Andrés», pensó— y su voz resonaba como en una cámara vacía, pero su madre siguió bordando sin alzar los ojos. «Andrés, oigamos fanfarrias.» Necesario que oyeran fanfarrias juntos, porque eso sería la señal del pacto, el encuentro. No importaba que su madre hubiera pronunciado la horrible frase. «Una fanfarria y un contrapunto.» Entonces sería perfecto. «O solamente una fanfarria.» Lejanamente oyó resonar
fanfarria pero no era fan fan la fanfarlo
fanfan la tulipe
el fan tan el fan gogh c’est l’ophan
«Se precisa ser realmente imbécil», pensó Andrés, resbalando hasta quedar de espaldas. «¡Madame Roland! Hipnos, cuántas gansadas se cometen en tu nombre —.» Estaba muy despierto, sintiendo que la fatiga le aplastaba la cabeza en la almohada, incapaz de dormirse. Imaginó planes de acción, necesitado de algo que lo apartara de la idea a la que volvía como una mosca. Higiene de vida: suspender la asistencia a la Casa, alejarse de la barra habitual, cultivar relaciones idiotas que lo mantuvieran en la vida por contragolpe. No volver a la Casa. Para qué ir, Stella que se las arreglara sola. Elegirle el Lector y que vaya a instruirse solita. Entretanto —«Ésa es la cosa», pensó. «El entretanto: la vida es ya como un enorme entretanto. ¡Oh soledad, tanatógeno!» Pero no se trata de estar solo sino de aislarse en plena comunidad, lograr una autoconciencia total: después de eso lo mismo da Florida que la puna de Atacama. Nunca llegaría a conocerse, nunca; ir a la Casa, acercarse a Clara, oír la voz de Clara, vivir con Stella, prórrogas, la dilación que dura toda la vida, el aplazamiento hasta el final del único deber que contaba: to thine ourn self be true. ¿Cómo, sin saberlo antes, sin hacer nada por saberlo? «En mi acción está mi inacción», pensó, sonriendo amargo. «Opto todos los días por no optar.» Empezaba a dormirse, sonriendo todavía. Alcanzó a pensar que no hay problemas,que un problema es siempre una solución vuelta de espaldas. Decidirse, optar… epifenómenos; lo otro, la raíz del viento, oculta en la carne de la culpa. «Una lástima que ése sea el problema; porque el problema no es ése.» ¿Quién lo habría dicho? Riendo, se durmió.
Antes, y porque la visión de miel de los cínifes lo había llenado de ternura y melancolía, Juan se entretuvo en pensar el probable desarrollo del examen. Principiaré por resumir, en sus rasgos generales, las ideas básicas de la metafísica de Whitehead. Cabe decir que la estructura del saber, para Whitehead, se da con la compacta solidez lógica del universo parmenídeo; prueba es que, apenas plantea él la visión analítica del cosmos, la interdependencia casi monstruosa de cada ser con todos los seres se traduce en un juego que…
¿Y se puede saber, joven, qué es eso de «monstruosa»?
—Pues, señor profesor, claro que se puede saber. Whitehead
White
head White Horse
O sleep sweet embalmer of the night
En su piecita, muy cerca de las estrellas, dormíase el cronista.