Capítulo 36

La chica que abrió la puerta en el apartamento de Ghislaine parecía su prima del pueblo: un poco más baja, un poco más corpulenta, con los cabellos más blancos que la pelusa del maíz y unos ojos azules pequeños y cautelosos. Llevaba una camiseta blanca de cuello de pico, sin sujetador, y un pantalón corto del que asomaban unas piernas blancas. Iba descalza. A su espalda sonaba la cháchara estúpida de un programa de televisión.

—He venido a ver a Ghislaine —anuncié.

—No está —dijo la muchacha.

—No te importará que entre y lo compruebe, ¿verdad? —Le mostré la placa y ella abrió los ojos desmesuradamente y retrocedió.

—Estaba dando de comer al niño —explicó mientras yo entraba.

—¿A Shadrick? —quise saber.

—No, a mi hijo —respondió, sacudiendo la cabeza—. Shad está con Ghislaine.

Un bebé de unos seis meses, vestido de un amarillo apagado y andrógino, ocupaba una silla alta colocada justo en la frontera entre el linóleo de la cocina y la moqueta de la sala.

—¿Ghislaine ha hecho algo malo?

—No —respondí—, pero me gustaría hacerle unas preguntas. Es testigo material de un caso.

Avancé hacia el corto pasillo, que me recordó el del apartamento de Cicero. Apenas me llevó unos instantes inspeccionar el cuarto de baño. Alguien había tomado una ducha a media tarde y todavía flotaba en el aire una nube de vapor. En la repisa del lavamanos se amontonaban cremas y cosméticos. Tras el cristal translúcido de la mampara de la ducha no había nadie.

En la primera alcoba, la cama estaba deshecha, pero no hasta el punto de hacer irreconocible la cara amarilla y gigante de Piolín en la arrugada colcha. En una pared había un banderín del equipo de los Packers y, debajo, unas baldas en las que no había más libros que los de texto del instituto. Unas miniaturas de caballos llenaban dos de ellas en su totalidad y en una tercera había un perro de peluche, tumbado de costado. Me encontraba, evidentemente, en un apartamento habitado por críos.

—Éste es mi dormitorio —dijo la muchacha.

—No he entendido tu nombre —observé.

—Lisette.

Otro improbable nombre galo aunque, a tenor de su aspecto físico, la muchacha no me pareció francesa sino de pura ascendencia sajona.

—¿Ghislaine y tú sois familia?

—No —respondió sacudiendo la cabeza—. Sólo compartimos piso.

Entré en el último dormitorio.

Ghislaine debía de tener dos o tres años más que su compañera. Se notaba en la decoración de su habitación, más femenina y menos infantil. La cama estaba hecha, con una colcha color rosa pálido y tres cojines con adornos de puntilla barata cuidadosamente dispuestos. Los juguetes de Ghislaine eran más caros: un reproductor de MP3, un cargador de teléfono móvil y una hilera de discos compactos. La puerta del armario estaba abierta y en su interior había varias chaquetas de cuero y trajes de fiesta. En un tablón de corcho como el de la casa de Marlinchen vi fotos de Ghislaine, casi todas con chicos o con Shadrick y rara vez con otras muchachas.

—¿Cuál de estos chicos es Marc? —pregunté a Lisette, que me observaba desde el umbral de la puerta.

—Ninguno de ellos —respondió—. Él no hace este tipo de cosas.

—¿Qué cosas?

—Dejar que le tomen fotos con Gish —puntualizó la chica—. O aparecer como su novio. Marc es demasiado popular para eso.

—¿Ah, sí?

—Sí. Gish le deja las llaves del coche para que pueda ir a fiestas a las que ni siquiera la lleva. Marc deja su ropa sucia aquí para que ella la lleve a la lavandería, y siempre huele a perfume de otras chicas.

—Y Ghislaine, ¿cómo se lo toma?

—Se desvive por complacerlo aún más. Conmigo se queja, pero a él no le dice nada. Cuando se lamenta y le aconsejo que lo deje, cambia completamente de discurso.

—¿En qué sentido?

—Dice que Marc está cambiando y que, en el fondo, la quiere. Ghislaine cree que la quiere porque le regala cosas, pero son siempre objetos robados. A Marc le gusta hacerse el matón. —Lisette puso los ojos en blanco—. En fin, que ella no quiere dejarlo y se dedica a pensar en qué más puede hacer para impresionarlo.

Exacto. Así pues, a Ghislaine se le había ocurrido algo, algo realmente bueno, y el precio había sido la vida de Cicero.

—¿Marc ha venido por aquí, hoy? —inquirí.

Lisette movió la cabeza en gesto de negativa.

—Gracias —le dije.

Si un observador más imparcial que yo se hubiera apostado en el umbral de la puerta de la alcoba de Ghislaine y hubiese observado los bonitos objetos de los que se rodeaba, los habría tomado erróneamente por una señal de su inocencia y de su ausencia de malicia. Pensaría en una veinteañera a quien gustaban los objetos bonitos, la ropa y salir de compras y que tenía la habitación ordenada, y le desearía suerte. Ese observador diría que era culpa de Marc que ella se esforzara tanto por complacerlo; alegaría que era culpa de la sociedad que las chicas de su edad se entregaran tanto a los chicos que las rondaban, que les dieran sexo y dinero y apoyo sin recibir nada a cambio, hasta caer en la desesperación.

Ésta había sido mi impresión, también, la primera vez que la había visto. No había dado crédito a la opinión que Shiloh tenía de ella, y la achaqué a sus prejuicios. Me había dejado llevar por su charla y por su contagioso afecto, sin percatarme de que debajo de éste crecía un tumor maligno.

En realidad, el gusto de Ghislaine por las cosas bonitas y la ropa buena era la causa de su malicia. Deseaba poseer más y, si para conseguirlo tenía que hacer daño al prójimo, para ella ese daño no era real. Para Ghislaine, los demás no eran personas reales. Al parecer, Shadrick sí lo era y Marc, también. Pero el resto de la gente eran instrumentos para ser utilizados. Como Lydia, a quien había delatado a la Brigada de Narcóticos. Como yo, a quien había utilizado para que no la arrestaran por hurto en una tienda. Como Cicero.

Al llegar a la puerta de la calle, Lisette advirtió que había cometido una indiscreción.

—Escuche —susurró—, no va a contarle a Ghislaine lo que le he dicho de Marc, ¿verdad?

—No —respondí—. No lo haré.

—¿Qué quiere que haga, si Ghislaine vuelve a casa? —preguntó Lisette, visiblemente aliviada.

—Nada —contesté—. Tarde o temprano, me pondré en contacto con ella.

—Hadley al habla.

—Soy yo —dije, sentada a la puerta del edificio donde vivían Ghislaine y Lisette—. No he encontrado a la novia. Ahora vuelvo a la central. ¿Has pensado qué vamos a hacer a continuación?

—Son más de las seis —replicó Hadley—. Me voy a casa.

—Creía que estábamos buscando a Marc —apunté.

—No podemos hacer mucho más —dijo Hadley—. He enviado una patrulla a su casa pero, como era de esperar, no ha aparecido por allí. Probablemente anda escondido, pero hemos transmitido su descripción a todas las patrullas. Alguien lo pescará.

Aunque Hadley no parecía cansado, seguramente se encontraba en la central desde las ocho de la mañana. Además, 420 tenía razón. En situaciones como ésta, los detectives no se dedican a recorrer las calles en un coche patrulla con la vana esperanza de cruzarse con el sospechoso de turno.

—Oye, ¿quieres que espere a que llegues? —preguntó.

—¿Por qué?

—Porque tu coche sigue en las torres, ¿no? —inquirió Hadley—. Si quieres, te llevo en el mío hasta allí para que lo recojas.

—No te preocupes por eso. Quizá me quede un rato en la central por si llega algún parte. Ya iré a buscar el coche más tarde.

—Sarah, sé que ya te lo he dicho y, por lo general, no me repito, pero pienso que te estás tomando este caso demasiado en serio. —Hadley hizo una pausa—. ¿Conocías a ese tipo? Cuando apareciste por allí, no era la primera vez que visitabas la casa, ¿no es cierto?

«Estoy hasta de mentir. Por una vez me gustaría decir la verdad a una persona a quien aprecio y respeto.»—Me habían encargado que recogiese pruebas para presentar cargos contra él —dije, eludiendo la pregunta principal—. Si hubiese actuado más deprisa, ese hombre estaría vivo y en la cárcel y…

—No —me interrumpió Hadley—. No es culpa tuya. Esos tipos se cargaron a Ruiz como quien sopla una cerilla que ya ha utilizado. A mí también me afecta. Estoy ya lo bastante cabreado con ellos como para, encima, tener que pensar que, por su culpa, una persona que me cae bien se quedará en comisaría hasta altas horas de la noche, corroída por la culpa de lo que habría ocurrido si hubiera actuado de otra manera.

—Gracias —dije—. No me quedaré hasta muy tarde, te lo prometo.

Aquella noche estuve en comisaría un par de horas, tomando café y charlando con los agentes del turno nocturno. Por la radio llegaron denuncias de delitos habituales y de actividades que tal vez podían ser delictivas. En las galerías comerciales Nicollet, un mendigo molestaba más de la cuenta a los clientes. En el aeropuerto, un chico que debía haber tomado un vuelo se había quedado en tierra. En la 35 Oeste, un coche se había detenido en el arcén sin poner los intermitentes y el conductor estaba borracho, dormido o se había desplomado encima del volante. Al final, me di por vencida y pedí a un agente de patrullas que terminaba el turno que me acercase hasta el edificio de Cicero. Antes de salir, comprobé los últimos partes de la radio y me llevé un emisor-receptor, por si acaso.

Por el camino, el agente y yo apenas intercambiamos unas frases y de lo que no hablamos en absoluto fue de crímenes.

—Curioso, ¿no? —dijo mi compañero eventual, al tiempo que levantaba una mano del volante para señalar el brillo dorado del cielo, por el oeste—. Son más de las nueve y el sol apenas acaba de ponerse.

—Hoy es el solsticio de verano —le recordé.

—Lo sé —replicó—, pero sigo sin acostumbrarme a ello. He vivido aquí toda mi vida y todavía me produce escalofríos ver que anochece tan tarde.

Cuando llegamos a las torres, ni siquiera alcé la mirada hacia las ventanas que, como ojos vacíos, se cernían sobre mí.

—Gracias —dije al apearme. Cerré la puerta del coche y enfilé hacia el aparcamiento donde esperaba mi Nova. Cuando vi su morro bajo, casi me pareció que me miraba con gesto huraño: últimamente, el Nova y yo pasábamos mucho tiempo separados, como si fuéramos un piloto y un copiloto mal avenidos.

Apenas me había puesto al volante cuando escuché una llamada por la radio, que crepitaba quedamente en el asiento del acompañante. La voz del agente emitía, en el cuidadoso lenguaje de las comunicaciones por radio, una petición para que acudieran refuerzos a una pequeña licorería de Central Avenue, no lejos de donde yo me encontraba, en la que se habían oído disparos.

Pisé el acelerador a fondo.

Al oír la voz del agente por la radio, me asaltó una intuición. De lo más profundo de mi ser surgió una pequeña onda de choque y noté que me acaloraba.

No me sorprendió que el comercio donde se registraba el incidente no fuera una farmacia. Tanto si se había dado cuenta de que las recetas de Cicero eran un galimatías como si no, Marc no era tan tonto como para volver a intentar colarlas, por lo menos en las Ciudades Gemelas. Sin embargo, necesitaba dinero y por eso recurría a una profesión que conocía. «Le gusta hacerse el matón», había dicho Lisette.

Se había ocultado hasta el anochecer y luego había entrado en acción. Un golpe más y después se marcharía de la ciudad.

El morro del Nova salvó con un bamboleo el desnivel de la entrada del aparcamiento de la licorería. Delante de la tienda había sólo un coche patrulla.

La agente me miró y vi que era muy joven. De hecho, la conocía: era Lockhart, la que había aparecido en el canal en el que se había ahogado el niño y que luego me había llevado a la central para que prestase declaración. Entonces la acompañaba Roz, pero en esta ocasión no la vi por ninguna parte. Lockhart ya había aprobado su examen y podía patrullar sola, pero era evidente que no tenía ningún control sobre la situación.

Sin embargo, lo intentaba. Respondió a mi pregunta con un asentimiento breve, alzando deprisa la barbilla, y volvió la mirada hacia la tienda.

—Creo que ahí dentro tengo a un asaltante armado —explicó—. El único cliente dice que salió corriendo al empezar el tiroteo y cree que el atacante era un joven de raza blanca.

—¿Dónde está el testigo? —inquirí.

—Allí, en la otra acera. Le he pedido que se quedara por aquí y luego he ordenado a gritos que todo el mundo sacara su coche del aparcamiento y se alejara.

Debía de tener una voz más potente de lo que su estatura daba a entender, porque un pequeño corro de testigos nos observaba y ninguno de ellos había intentado entrar en la zona que Lockhart había acotado.

—El cliente advirtió con el rabillo del ojo que el chico sacaba la pistola y echó a correr al momento —prosiguió la agente—. Oyó los disparos cuando llegaba a la puerta y asegura que no ha visto salir al atacante.

—¿Y qué hay de los otros clientes? —quise saber.

—El testigo está seguro de que era la única persona que había ahí dentro —dijo Lockhart—. Salvo el dueño, que se hallaba detrás del mostrador.

—¿El dueño no ha salido?

Lockhart negó con un gesto. Llevaba el cabello recogido con unos pasadores detrás de las orejas, pero la pequeña coleta de la nuca osciló con el movimiento.

—Tal vez haya una salida trasera —apunté.

La tienda esta una especie de caja, con barrotes en las ventanas y carteles de la lotería de Minnesota detrás de los barrotes, pegados desde el interior. Compitiendo con esos carteles por la atención del transeúnte había anuncios de cigarrillos, cerveza, licores y tarjetas telefónicas. Mierda, no podía ver nada de lo que ocurría en el interior, en el caso de que ocurriese algo.

Cabía la posibilidad de que el ladrón hubiese huido por la puerta trasera y nadie hubiera vuelto a verlo, pero el dueño, si estaba en condiciones de andar, ya debería haber salido y haberse dado a conocer.

—Me temo que el dueño esté herido. —Lockhart expresó en voz alta lo mismo que yo pensaba—. Voy a entrar.

—No. El servicio de emergencias médicas está de camino, ¿verdad? ¿Y la unidad de refuerzo?

—Tal vez sea demasiado tarde —objetó.

—Lo sé —asentí—. Entraré yo.

—Entraremos las dos —dijo ella.

—No —repliqué. La agente Lockhart era joven y poco experimentada, y yo no quería cargar con ella en mi conciencia—. Lo haré yo sola. Tú quédate aquí y cubre la puerta —añadí sin darle ocasión a protestar—. Voy a investigar la entrada trasera.

Pese a que entrar en acción sin esperar a la llegada de los refuerzos era dar mal ejemplo a Lockhart, saqué mi calibre cuarenta y empecé a rodear el edificio, despacio.

Me resultaba extraño pensar que casi eran ya las diez de la noche. Ni siquiera Venus brillaba todavía en el firmamento azul celeste y, como si le faltara potencia, apenas se notaba que el rótulo de neón de la tienda estaba ya encendido.

Al doblar la esquina del callejón trasero, vi un coche aparcado. Era un viejo sedán azul. Eché una ojeada a la matrícula, pero no la reconocí. No era el coche de Marc.

Vi que la puerta de atrás estaba abierta. Había llegado la hora de la verdad.

—¡Agente del sheriff! —grité, haciéndome a un lado—. ¡ Si dentro hay alguien que pueda oírme, que se identifique, por favor!

Sólo me respondió el silencio.

—¡Muy bien, voy a entrar y estoy armada! —proseguí—. ¡Y dispuesta a utilizar el arma si me amenazan! ¡Es su última oportunidad!

Mis palabras parecían sacadas de un manual de entrenamiento sobre situaciones de riesgo. El sudor empezaba a empaparme las zonas de la piel que antes se humedecen, como los párpados inferiores y la nuca. Me sentí como una adolescente jugando a policías.

Más silencio. Crucé el umbral y avancé, despacio.

Lo primero que encontré fue un pequeño almacén en el que había estanterías de madera sobre las que se apilaban cajas de cartón. En mi campo visual no aprecié ningún movimiento, ni siluetas humanas. A mi izquierda había una puerta abierta. Daba a un retrete, donde había también unas cuantas cajas apiladas junto a la taza sucia y un dispensador de toallas de papel. En el aire flotaba un olor a humo de cigarrillo. Salvo por esto, el cuarto estaba vacío. Sólo tardé un segundo en comprobarlo.

Antes de pasar a la tienda propiamente dicha, capté otro olor. No a sangre, sino a licor derramado, dulzón y rancio.

Todo el jaleo había ocurrido en la tienda: estantes derribados, botellas rotas, destrucción. Una fina capa de líquido se extendía por el pálido suelo de linóleo y brillaba a la luz de los fluorescentes del techo. El licor derramado aún fluía y avanzaba hacia mis pies mientras lo miraba. Dentro del charco casi incoloro había riachuelos de sangre color óxido.

Seguí esos riachuelos hasta su origen, volví la cabeza en un acto reflejo y me obligué a mirar otra vez.

Era un joven de raza blanca. Aparte de eso, no sabía nada más. En la cabeza, a modo de máscara, llevaba una media de nailon que ahora se había convertido en una fina bolsa que contenía sangre y materia gris. En el interior de esa bolsa no se apreciaba nada que recordase unos rasgos faciales humanos. Su pistola, del calibre treinta y ocho, estaba tirada al lado del cuerpo.

Me volví para seguir la trayectoria del disparo. Parecía proceder del mostrador, lo cual era lógico si había sido obra del dueño de la tienda. De éste no había ni rastro, pero el mostrador medía más de un metro de alto. No me costó gran cosa recomponer el rompecabezas.

Para completar la escena, alcé la voz de nuevo al tiempo que me acercaba al mostrador.

—Soy detective de la Oficina del Sheriff —anuncié otra vez, al tiempo que rodeaba el extremo de la barrera—. Voy a pasar al otro lado del mostrador. Si estás ahí escondido y tienes un arma, suéltala. Se acabó lo que se daba.

El propietario yacía en el suelo, inmóvil y con los ojos cerrados, delante de una pared de botellas de tres cuartos de litro. Tenía la ropa empapada, pero no de sangre, sino de alcohol, y estaba rodeado de cristales rotos que le habían producido unos cortes superficiales de los que brotaba poca sangre. Su pecho subía y bajaba con tanta placidez como si durmiera, y junto a él había una escopeta.

El hombre, con su calva incipiente, la tez morena y las facciones mediterráneas, se parecía un poco a Paul, ese tipo sobrio al que recordaba vagamente haber conocido hacía siglos. Aquí, un tercer olor competía con el de la sangre y el alcohol. Era orina, a juzgar por la mancha en la parte delantera de los pantalones baratos del tendero.

Pistola contra escopeta. Probablemente, el joven asaltante había sacado el arma desde el otro lado de la caja registradora a una distancia de tiro aceptable para una pistola como aquélla, algo más de medio metro. El dueño de la tienda le habría seguido la corriente hasta encontrar un pretexto para agacharse y sacar la escopeta. Al hacerlo, el muchacho se había sobresaltado y había tenido una reacción equivocada. Primero había retrocedido un paso para escapar y sólo entonces se había acordado de disparar la pistola. Cuando lo hizo, fue demasiado tarde. Se había alejado en exceso y estaba demasiado nervioso para poder alcanzar al tendero. La bala había dado en el estante de los botellines y lo había derribado. El tendero, al ver que el atracador disparaba, había apretado el gatillo de su escopeta con un efecto letal. Quizás había disparado más de una vez, a juzgar por los destrozos que había producido en el local. Luego, al advertir los resultados de su acción —la cabeza del chico parecía haber reventado dentro del fino nailon—, se había desmayado, perdiendo el control de su vejiga urinaria al caer.

El tendero estaba sano y salvo; el asaltante, muerto. Lo único que me quedaba por hacer era no alterar la escena del crimen más de lo que ya había hecho. Tenía que salir y comunicar a Lockhart que todo estaba bien.

Fue entonces cuando vi la pierna.

Asomaba detrás del segundo pasillo. El pie iba calzado con una sandalia y las uñas de un color escarlata intenso, demasiado liso y regular para que se tratase de sangre. Era esmalte. Pero el pequeño tentáculo rojo que se extendía despacio desde detrás del estante… Aquello era sangre, sin lugar a dudas. Parecía que el tendero había efectuado más de un disparo antes de perder el sentido.

Rodeando el mostrador, me dirigí al extremo del pasillo y observé la imagen completa. Ghislaine Morris yacía boca arriba, con los ojos cerrados y una pierna doblada. La sangre que manaba de su cuerpo procedía del pecho.

Lisette me había contado que Ghislaine prestaba su coche a Marc para que pudiera ir a unas fiestas a las que él jamás la llevaba. Era el vehículo azul del aparcamiento. En esta ocasión, lo había tomado prestado otra vez, pero se había llevado a la chica consigo. La había llevado a un atraco. Observé que en el pecho de Ghislaine había un orificio irregular del que escapaba un ruidoso silbido. La tela que lo rodeaba se movía, al tiempo que se iba empapando. Un neumotórax abierto. Era preciso que la atendieran enseguida, pero no se oía ninguna sirena en la distancia.

Ghislaine se había metido en aquel aprieto ella sola. Había tenido más opciones de las que ella había ofrecido a Cicero.

«No, señor —le dije a un futuro inquisidor imaginario—. No la vi. Me ocupé del dueño de la licorería. No sabía que hubiese una tercera víctima.»De la herida de Ghislaine escapó un nuevo silbido. Sus labios empezaban a amoratarse. No llegaría viva a la ambulancia.

«Sí, señor —imaginé que decía—. Una terrible tragedia.»Pero en incluso entonces, ya sabía que no podía dejarla en aquel estado.

—¡Oh, Cicero, maldita sea! —dije en voz alta, y luego corrí al otro lado del mostrador a buscar una bolsa de plástico para taponar la herida.

Había conseguido que el pulmón volviera a llenarse de aire cuando unas manos se posaron en mis hombros y tiraron de mí. Levanté la vista y descubrí las facciones atractivas y serenas de Nate Shigawa.

—Nosotros nos ocuparemos de ella, detective Pribeck —dijo.

Complacida de que se acordara de mí, hice un gesto de asentimiento, me incorporé y me quité de en medio. Y como ya estaba en marcha, seguí caminando hacia el almacén. Schiller, el compañero de Shigawa, atendía ya al dueño de la tienda. Todo estaba bajo control.

Me alejé, salí por la puerta trasera y vi el coche de Ghislaine. En esta ocasión me fijé en algo que antes se me había escapado. En los asientos traseros había una sillita de seguridad infantil. Me agaché y miré por la ventanilla. No podía ser. Seguro que no…

Pero sí, Shadrick estaba dentro, con la cabecita caída de lado. Había estado dormido durante todo el suceso.

La puerta trasera no estaba cerrada con llave y el niño despertó en cuanto la abrí. Mientras desabrochaba el cinturón y lo levantaba de la silla, permaneció en silencio.

Con Shad en brazos, me dirigí a la entrada principal de la tienda y una vez más me encontré en medio del circo de los servicios de emergencias. Una radio crepitaba y carraspeaba mientras las luces de las ambulancias se reflejaban en el asfalto y en la pared delantera de la licorería. El personal de la ambulancia pasó corriendo junto a mí, cada cual concentrado en su trabajo, pero nadie parecía necesitarme. En realidad, ni siquiera me miraron, a excepción de una persona que, desde el límite mismo de la escena del crimen, me observaba de una manera que me resultó familiar de cuando hacía la calle en mis misiones encubiertas antivicio, mucho tiempo atrás. Era Gray Diaz.

Presentaba un aspecto un tanto desaliñado, en mangas de camisa, y advertí unas profundas ojeras. Parecía cansado, pensé, como si hubiera estado trabajando en exceso. No vi que llevara una orden de detención en las manos, aunque eso no significaba que no la hubiera obtenido.

—Detective Pribek —dijo Diaz, viniendo a mi encuentro—. Me han dicho que la encontraría aquí. —Me observó con atención—. ¿Qué le ha ocurrido en la cara?

—Me caí —respondí—. En el incendio de una casa.

Ahora le tocaba hablar a él.

—Sólo he venido a despedirme —dijo—. Regreso a Blue Earth.

—¿Ah, sí?

—Mi investigación aquí ha concluido —explicó—. El caso Stewart seguirá abierto oficialmente, pero inactivo.

Miró a su alrededor, a nuestros compañeros, pero ninguno de ellos parecía prestarnos atención. Luego, se volvió de nuevo hacia mí.

—Sé que mataste a Royce Stewart, Sarah, pero no puedo 430 demostrarlo —declaró Diaz llanamente—. Supongo que pensaste que una vida como la de Stewart carecía de importancia y, desde el punto de vista del sistema, tienes razón.

No esperó a que yo respondiera ni añadió nada más. Aquéllas fueron sus palabras de despedida. Shadrick eligió ese preciso momento para llevar sus suaves manitas, un poco frías, a mi rostro, y con su gesto desvió mi atención de la silueta de Diaz, que ya se alejaba. Shad me miró a la cara, como si esperara recibir instrucciones o consejos.

—No me mires así, pequeño —le dije.