Capítulo 1
En la costa atlántica española, sobre el mar, el sol de última hora de la tarde teñía de oro las capas bajas de la atmósfera. En la orilla se alzaba un rompeolas, pero no era una barrera de rocas sino una pared de piedra maciza contra la que chocaba el manso oleaje. Un resquicio en el muro permitía que el agua entrase y alimentase una poza, un rectángulo de aguas oscuras, del tamaño de una piscina, con bancos de piedra sumergidos en todo su contorno.
Podría haber sido la obra de un arquitecto de la antigua Roma, sencilla y decadente a la vez. Era también un recinto igualitario: no había separaciones y los lugareños eran tan bien recibidos como los turistas ricos. Los que tomaban el sol en las cercanías acudían a la piscina a refrescarse y los niños nadaban y alborotaban, yendo y viniendo de un banco a otro al igual que los pájaros que revolotean de percha en percha en un aviario.
Me había llevado hasta allí Genevieve Brown, Gen, la que fuera compañera mía en la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin. En el trabajo siempre se había mostrado cauta y comedida, y yo esperaba que en aquel lugar se comportaría igual. Sin embargo, Gen había tomado la iniciativa, había descendido al banco y, de inmediato, había saltado de éste a la poza, encogiendo las rodillas para que el agua envolviese su cuerpo mientras la larga melena oscura, que le llegaba hasta los hombros, formaba una nube en torno a su cabeza.
Nos sentamos en uno de los bancos y ella volvió la cara hacia el sol. Su piel ya había adquirido un bronceado cálido y cremoso. La familia de Genevieve era originaria de la Europa meridional y, aunque nunca había profesado el culto al sol, su piel ya empezaba a broncearse incluso con los débiles rayos de principios de primavera.
—Qué agradable —dije, y también me coloqué de tal modo que recibiera el sol de la tarde. La sal se me había secado en la cara y notaba la piel tirante. Si decidía no lavármela después con agua dulce, pensé, ¿me quedaría un lustre vidriado como el de la sal y brillaría a la luz?
—Necesitabas distraerte un poco —dijo Genevieve—. Este último año ha sido… difícil.
«Difícil» era poco. La primavera anterior, la hija de Genevieve había sido asesinada y, en otoño, mi marido había ingresado en prisión. Al final de aquel año aciago, Genevieve había dejado la Oficina del Sheriff, se había reconciliado con Vincent, su marido, del que llevaba tiempo separada, y se había ido a vivir a París, donde él residía.
En diciembre, en nuestra primera conversación por conferencia transatlántica, ya planeamos que yo iría a visitarla, pero pasaron cinco meses hasta que me decidí. Cinco meses de nieve y temperaturas bajo cero, de arrancar el motor del coche con un alargo eléctrico, de beber café malo en la sala de la brigada y de hacer turnos dobles y trabajos extras para los que me ofrecía voluntaria. Entonces acepté la invitación de Gen. Acordamos encontrarnos en la costa.
—¿Has sabido algo de la investigación sobre Royce Stewart? —preguntó mi ex compañera, como sin darle importancia a la cuestión. Era la primera vez que mencionaba el asunto.
—Hace ya un tiempo recibí alguna noticia —respondí—, pero desde entonces no he sabido nada más. Creo que la investigación está parada.
—¡Qué bien! —replicó—. Me alegro por ti.
No le comenté que me habían interrogado acerca de la muerte de Stewart y mucho menos que alguien me había delatado como sospechosa de su asesinato. Qué curioso. Si no se lo había contado yo, ¿quién lo había hecho? Gen me había asegurado que no se mantenía en contacto con nadie de sus tiempos en Minnesota.
—¿Quién te ha dicho que me consideran sospechosa? —inquirí.
—Nadie —respondió—. Pero es lo más lógico.
—¿Por qué es lo más lógico?
Una gotita de agua que resbaló de un mechón de cabellos me cayó en el hombro.
—Porque lo mataste tú —respondió.
Desvíe la mirada hacia el trío de mujeres que estaban sentadas en el otro extremo de la poza, pero las desconocidas no dieron señal de haberla oído.
—¿Pero qué dices? Será una broma de mal gusto, ¿no? —pregunté en voz baja—. Yo no maté a Roy ce Stewart. Lo hiciste tú.
—No, Sarah —replicó Genevieve con dulzura—. Fuiste tú, ¿no lo recuerdas? Yo nunca haría una cosa semejante.
Una sombra de lástima y preocupación empañó sus ojos.
—Eso no tiene ni pizca de gracia —repliqué en voz baja, muy tensa.
Sin embargo, yo sabía que no se trataba de una broma pesada por su parte. Su tono de voz no transmitía más que compasión e indicaba que tenía el corazón destrozado por su amiga y compañera.
—Lo siento —dijo—, pero un día, todo el mundo sabrá lo que hiciste.
Sonó una sirena en el horizonte, penetrante y de un tono casi eléctrico, una única nota de implacable ansiedad.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Genevieve.
Abrí un ojo. Me encontré con las cifras fosforescentes de mi radio despertador, el causante de aquel gemido electrónico, y acallé la alarma mediante un manotazo. Casi atardecía en Mineápolis. Había echado una buena cabezada antes de entrar de servicio en el turno de noche. Tras las ventanas del dormitorio, los olmos del barrio del Nordeste proyectaban sombras verdosas en el suelo de madera combado. En las ramas asomaban las primeras hojas primaverales. Estábamos a principios de mayo y la nueva estación ya era una realidad.
También era una realidad que Genevieve se había marchado a Europa y que mi marido, Shiloh, un poli recién reclutado por el FBI, estaba en prisión. También era cierto que todo ello se debía a lo sucedido en el pueblo de Blue Earth un año antes. Cualquiera que siguiese las crónicas de sucesos habría leído alguna noticia al respecto, aunque en realidad pocos detalles del caso habían llegado al gran público.
Los sucesos de Blue Earth giraban en torno a un hombre llamado Royce Stewart, que había violado y asesinado a Kamareia, hija de Genevieve, y que se había librado de una condena por un defecto de forma en el juicio. Un mes más tarde, Shiloh se había dirigido a Blue Earth con la intención de atropellar a Stewart con una furgoneta robada, pero no se había sentido capaz de matarlo y había sido Genevieve quien, en un encuentro casual, había acabado apuñalando a Stewart en el cuello y finalmente había prendido fuego al pequeño cobertizo donde vivía el tipejo.
Sin embargo, había sido Shiloh quien había terminado en la cárcel por el robo de la furgoneta, mientras que Genevieve, de cuyo crimen no había más testigos que yo, se había marchado a Europa a iniciar una nueva vida. No se lo reprochaba. Mi marido ya estaba entre rejas; no quería que a mi amiga le sucediera lo mismo.
No obstante, cuando Genevieve se encontraba ya en el avión rumbo a Francia, me enteré de que alguien me acusaba de la muerte de Stewart. Por inquietante que resultase, era lógico. Era yo quien había viajado hasta Blue Earth para buscar a mi marido. Era a mí a quien habían visto discutiendo a gritos con Stewart en un bar, muy poco antes de su muerte.
Dos detectives del condado de Faribault se presentaron en las Ciudades Gemelas para interrogarme y grabaron las respuestas evasivas que tan bien había preparado. Lo que les dije no pareció convencerlos.
No le conté a Genevieve nada de lo que estaba ocurriendo porque temía que tomara un avión de vuelta y lo confesara todo para exculparme. Tampoco pedí consejo a Shiloh porque, en la prisión, era más que probable que tuviera intervenido el correo, y me resultaba imposible explicar la situación sin mencionar la responsabilidad de Genevieve.
Luego ocurrió algo extraño. O, mejor dicho, no llegó a ocurrir. Transcurrió un mes, luego otro, y no me arrestaron ni volvieron a interrogarme. La investigación parecía haberse estancado.
Un día, el Star Tribune publicó un artículo sobre el caso.
«La muerte del sospechoso», rezaba el titular, con un largo subtitular que decía: «Royce Stewart era sospechoso del asesinato de la hija de una detective del condado de Hennepin. Siete meses después, murió en un confuso incendio de madrugada. Un policía a punto de ingresar en el FBI ha confesado que planeó el asesinato, pero que no lo cometió. Aunque el caso sigue abierto, técnicamente, las llamas parecen haberse tragado las respuestas».
El artículo del Star Tribune mencionaba algo que no había aparecido en los otros diarios:
Según una información complementaria, sobre la que no ha habido comentarios, ciertos documentos indicanque la esposa de Shiloh, Sarah Pribek, detective del condado de Hennepin, se encontraba en Blue Earth la noche de la muerte de Stewart. Los agentes del condado de Faribault han declinado responder a las preguntas sobre si Pribek es sospechosa de la muerte y del incendio del cobertizo.
Sólo dos frases, pero en ellas se reconocía por fin el rumor que circulaba desde hacía meses entre el mundillo policial de Mineápolis. El lunes siguiente a la aparición del artículo, cuando llegué al trabajo por la mañana, me recibió un silencio muy incómodo.
Sin embargo, lo que más me preocupaba era que, desde que el Star Tribune había publicado el reportaje, los policías novatos me miraban de forma extraña: en sus ojos había respeto. Creían que había matado a Royce Stewart y tal convencimiento había incrementado mi prestigio entre ellos.
Me habría resultado más fácil sobrellevar esta carga si mi marido y mi ex compañera hubiesen podido ayudarme. No los culpaba por no estar a mi lado. Genevieve había sido muy prudente marchándose para ponerse a salvo de la nube creciente de sospechas y especulaciones. Y Shiloh no me había dejado por voluntad propia; lo habían encerrado en la cárcel. Sin embargo, no pasaba día que no los echara de menos a los dos. Eran algo más que mi familia. Eran mi historia, allí, en Mineápolis. Shiloh y Genevieve ya se conocían antes de que yo entrara en contacto con ellos y, precisamente por eso, aunque no tuviéramos una relación diaria o ni siquiera semanal, se había tejido entre los tres una red de interconexiones que me proporcionaba cierta sensación de estabilidad. Sin ellos, había perdido algo más profundo que el compañerismo cotidiano, algo que no encontraba en las conversaciones que mantenía con los compañeros de trabajo, que eran unas charlas amables y agradables, pero nada más.
Cuando los dos meses transcurridos se convirtieron en tres, cuatro y cinco, y siguieron sin acusarme de nada, pensé que la investigación se había quedado atascada, tal vez para siempre. Sin embargo, comprendí algo más: que si bien nunca se me acusaría abiertamente de la muerte de Stewart, tampoco se me exoneraría de ella jamás. En el trabajo, debido a los persistentes rumores, captaba un veredicto silencioso: culpable, probablemente. Mi teniente no me asignó otro compañero y los casos de delitos importantes y de personas desaparecidas en los que Gen y yo habíamos participado comenzaron a espaciarse y fueron sustituidos por misiones esporádicas e inconexas. Como la que tenía entre manos esa noche.
—Discúlpeme, ¿ha visto a este chico?
En la avenida donde trabajaba, una mujer de mediana edad enseñaba una foto a los transeúntes, intentando dar con alguien que hubiera visto a un adolescente que se había escapado de casa.
Movida por el interés profesional, me acerqué a interceptarla. Ella advirtió mi aproximación y se volvió a mirarme. Enseguida torció el gesto y se alejó. No había visto en mí a una desconocida amable que pretendía interesarse por su problema, y mucho menos a una policía. Había visto a una furcia.
No lo tomé a mal. Era lo que pretendía parecer.
Por lo general eran las agentes de la policía metropolitana quienes se encargaban de hacerse pasar por prostitutas para detener a los hombres que solicitaban sus servicios, pero para esa labor siempre se necesitan caras nuevas y esa vez me había tocado a mí. Me había apostado en una avenida de mucho tráfico, al sur del centro de Mineápolis, no lejos del barrio financiero, donde las policías en misión encubierta como yo pasaban el aspirador para limpiar la zona no sólo de hombres que estaban de paso en la ciudad y tenían ganas de juerga, sino también de trabajadores locales que salían de los bares después de tomar unas copas al finalizar la jornada laboral.
Un agente de paisano quizá se sorprendería de la sencillez de mi atuendo. Ésta es una de las primeras cosas que aprendes: nada de minifalda, ni de tacones de aguja, ni de medias con costura. Genevieve me lo había explicado años atrás: «Las mujeres que hacen la calle no pueden arriesgarse a que los polis las descubran. Además, creo que muchas de ellas están demasiado cansadas. Psicológicamente, no consideran que esa actividad sea un auténtico trabajo.»Así que, aquella noche, antes de salir, me había puesto unos vaqueros, unas botas, una camiseta de cuello en pico y una chaqueta barata de piel sintética roja. El maquillaje era más importante que la ropa. Me apliqué un corrector de ojeras, pero no sólo en el lugar indicado, sino por toda la cara, lo que me daba una palidez enfermiza. Después me puse rímel y me perfilé los ojos. «Delinearse los ojos es lo mejor —había dicho Genevieve—. Nada te diferencia más de las mujeres de clase media que conducen Toyotas Camri que el lápiz de ojos.»Sin embargo, lo que realmente te delata cuando estás en la calle no es la ropa ni el maquillaje, sino la actitud. Es la contenida inclinación de la cintura, propia de las mujeres que comercian con su cuerpo, cuando miran por las ventanillas de los coches. Eso es lo que les dice a los hombres quién eres.
Pero aquella noche no tenía suerte. Los hombres que recorrían la avenida en sus coches o deambulaban por la acera me miraban, algunos, pero ninguno se detuvo y yo no intenté detenerlos. La idea de cometer un delito tiene que partir del arrestado, no del agente, ya que de otro modo sería incitación al delito.
Por lo menos, hacía una noche agradable para estar al aire libre.
En mayo, el tiempo en las Ciudades Gemelas es completamente imprevisible. Lo mismo trae una ola de calor inusitada que una serie de aguaceros que te empapan y te calan hasta los huesos, de esos que empiezan por la mañana y se intensifican conforme avanza el día, hasta que materializan su ira en forma de tornados destructores en las afueras de la ciudad, en los campos de cultivo y en la pradera. Incluso era posible que, a estas alturas del año, llegara a Minnesota una ventisca tardía y descargara varios centímetros de nieve sobre la ciudad.
Los dos últimos días habían sido de chubascos, de unas lluvias intermitentes pero persistentes, a menudo torrenciales, que colmaron las alcantarillas y las cloacas. Esa noche el clima nos daba un agradable respiro; las nubes se habían abierto para dejar a la vista un cielo brillante de atardecer, pero las secuelas de la lluvia seguían notándose por doquier: el asfalto estaba encharcado y el aire olía a limpio y a tierra mojada.
Un autobús se detuvo junto al bordillo y recogió a un adolescente en silla de ruedas. Cuando el vehículo volvió a sumarse al tráfico y se alejó, noté que alguien me miraba. Un coche mediano de último modelo se había arrimado a la acera al otro lado de la calle. Me fijé bien en el conductor: varón, blanco, treinta y tantos años, cabello castaño con algunas canas en las sienes, color de los ojos inconcreto, sin marcas ni señales distintivas en la cara. No veía bien su ropa, a excepción del nudo oscuro de una corbata sobre la camisa blanca.
Y algo más: en sus ojos no había interés sexual, ninguno en absoluto. Sin embargo, no desvió la mirada. «Vamos, necesitas el primer arresto de la noche. Dile que se acerque y detenlo.»
Avancé unos pasos, intentando balancear un poco las caderas. Me volví y lo miré otra vez a los ojos con expresión inquisitiva.
El hombre se incorporó al tráfico y se alejó.
¿De qué iba aquel tío? Seguro que se había puesto nervioso. Mierda.
Seguí paseando cinco minutos más y, por fin, se acercó a la acera de mi lado de la calle un sedán Chevrolet que habría vivido su mejor momento hacía quince años. Me fijé en que llevaba matrícula de Arkansas.
Me aproximé al bordillo y me incliné ligeramente para mirar por la ventanilla, que tenía el cristal bajado. El conductor que me devolvió la mirada era blanco, con una abundante melena que le caía sobre unas gafas rectangulares de montura negra. Era de constitución delgada, a excepción de la tripa incipiente que se adivinaba, y sus grandes manos al volante tenían pecas causadas por la exposición al sol.
Descorazonada, miré hacia el asiento trasero, en el que había un mapa medio desplegado sobre una bolsa de deporte con cremallera y una caña de pescar que había colocado en diagonal apoyada en el suelo de un lado y en la bandeja trasera del otro. Junto a la caña había una gorra muy gastada de los Houston Astros. Reconocí el escudo.
Resultaba difícil imaginar qué habría hecho aquel forastero para perderse tanto y acabar en una de las avenidas más proclives al vicio de Mineápolis, pero allí se encontraba, y yo le explicaría cómo llegar a donde quisiera ir. «Verá, teniente, no he arrestado a ningún pervertido, pero he ayudado a un pueblerino a encontrar su hotel.»El conductor bajó el cristal de la ventanilla del acompañante sin apartar los ojos de los míos, como si fuera a decir algo, pero no habló. El silencio se prolongó por ambas partes, con mutua expectación, hasta que, finalmente, me dijo:
—Vamos, preciosa, sube. No esperes a que te lo pida.
Aunque viva cien años, nunca llegaré a entender a los hombres.
—¿Por qué no aparcas un momento ahí, al doblar la esquina, y hablamos? —le sugerí, recuperándome de mi desconcierto. Ir a cualquier lado con un posible cliente es peligroso y está estrictamente prohibido.
El sedán dobló la esquina y entró en un pequeño aparcamiento. Yo acudí a pie. El conductor paró el motor y ocupé el asiento del pasajero.
—¿Cómo te va? —preguntó.
Me encogí de hombros y lo estudié tras la palidez de mi maquillaje. Era difícil calcular su edad. Unos treinta y cinco, tal vez. Ya lo leería en su permiso de conducir cuando lo arrestase.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber.
—Sarah —respondí.
—Sarah —repitió—. Yo me llamo Gareth, pero puedes llamarme Gary. Casi todo el mundo me llama así.
El acento de Arkansas resultaba encantador, pero yo seguí adelante con mi trabajo.
—¿Y qué planes tienes para esta noche, Gary?
Hizo caso omiso de mi insinuación y respondió:
—Hoy dormiré aquí. Voy hacia el norte, a pescar un poco.
—Sí —dije—. Ya he visto la caña ahí detrás.
—La he diseñado yo —explicó con una débil sonrisa—. Me gano la vida con eso. Bueno, hago un par de cosas. Diseñar cañas de pescar es una de ellas. ¿Quieres un cigarrillo?
—No, gracias —respondí.
—Bien, pues yo voy a fumar uno —dijo.
Por lo general, los hombres son nerviosos y siempre tienen prisa. En cambio, aquel tipo se comportaba como si estuviéramos tomando una copa en una coctelería. Parecía encontrarse muy a gusto, exhalando el humo por la ventanilla con un placer casi sibarítico.
—Sí —prosiguió, meditabundo—, me han contado que ahí arriba, en los lagos, están los mejores cotos de pesca de todo el país. ¿Es verdad?
—No lo sé, yo no pesco —contesté sin convicción. Era la primera vez que tenía que dar palique a un putero y las cosas no estaban saliendo bien.
—Unos amigos me recomendaron que viniera —prosiguió—. Mi mujer murió hace unos años y, desde entonces, nunca me he tomado unas vacaciones.
Bajó la mirada, como si al decir aquella última frase se hubiese sentido avergonzado, y advertí que tenía las pestañas negras, mucho más oscuras de lo que parecía corresponder al resto de su tez. Me pregunté si habría estado con otra mujer durante esos años a los que acababa de aludir, o si por el contrario buscaba una manera de seducirme para que fuese la primera. Y entonces me imaginé, un día no muy lejano, declarando ante un juez y explicándole que, en un mundo lleno de hombres que pegaban a las prostitutas, que se gastaban en sexo el dinero de la leche de sus hijos y que contagiaban enfermedades venéreas a sus esposas, yo había salido a hacer la calle en Hennepin en nombre de la Oficina del Sheriff y había arrestado a un diseñador de cañas de pescar viudo y amable.
—Gary —dije, irguiéndome en el asiento—, ¿vas a pedirme sexo?
El hombre parpadeó, pero me pareció ver un brillo divertido tras sus gruesas gafas.
—¿Aquí en Minnesota siempre tenéis tanta prisa? —inquirió.
—Bueno —respondí—, no puedo hablar por todos y, además, yo vengo del Oeste, pero en mi caso la impaciencia tiene mucho que ver con mi trabajo de detective en la oficina del sheriff del condado de Hennepin; si me propones algún trato que implique dinero a cambio de sexo, tendré que arrestarte y, ya que no te veo muy interesado, preferiría que no lo hicieras. ¿Me equivoco en lo del poco interés?
Gary, a quien estuvo a punto de caérsele el cigarrillo en el regazo, preguntó:
—¿Eres policía?
—Pues sí, al menos en mis días buenos —respondí, al tiempo que abría la puerta del Chevrolet y me apeaba. Antes de marcharme, me volví y añadí—: Una última cosa.
Me disponía a dejarlo con la advertencia de que mientras estuviera en Mineápolis no importunara a las chicas que hacían la calle, pero entonces me fijé en algo que debería haber visto antes. Su mano, apoyada en el volante, tenía el tono bronceado del sol incluso donde no había pecas, a excepción de una franja algo más pálida en el dedo anular. Aquel color bronceado era demasiado reciente para los años que habían transcurrido desde que enviudara. Había llevado la alianza mucho más tiempo. El consejo tópico que iba a soltarle se me secó en la garganta.
—Nada, no importa —dije.
—Sarah.
Me volví hacia él.
—Cuídate —susurró.
Era una gentileza inesperada y me limité a asentir, sin saber qué replicar.
Después de pasear de nuevo en la acera durante cinco minutos recuperé la compostura y hasta un poco el mal genio. Con aquél, ya eran dos los hombres que aquella noche habían eludido mis redes. «Al próximo tío que me mire el culo —pensé—, lo arresto. Lo juro por Dios.»El siguiente coche que se detuvo era un resplandeciente sedán gris perla. También llevaba la ventanilla abierta y me asomé al interior. Al volante iba un hombre de mediana edad, delgado, con una calva incipiente y aire mediterráneo, que vestía un traje de buena hechura.
—¿Puedo llevarte a algún sitio? —preguntó.
—¿Por qué no paras ahí, al doblar la esquina, y hablamos un minuto? —propuse—. ¿De acuerdo?
A diferencia de Gary, a aquel tipo no le interesaba saber mi nombre, aunque me informó de que podía llamarlo Paul. El interior del coche olía a nuevo y un adhesivo indicaba que pertenecía a una agencia de alquiler de vehículos. Paul también era forastero.
—¿Qué planes tienes para esta noche, Paul? —le pregunté.
—He pensado que tal vez te apetecería que hiciéramos un trato —respondió—, ¿Te gusta la coca?
Lo miré por el rabillo del ojo. Mejor, imposible. Lo podía empapelar por solicitar los servicios de una prostituta y por posesión de narcóticos.
—¿Y a quién no? —repliqué.
—He pensado que por unas cuantas rayas y cincuenta dólares podrías hacerme un completo.
Lo que me faltaba. Un putero tacaño.
—Setenta y cinco —le dije.
—De acuerdo. —Paul no estaba interesado en el regateo.
—Y necesitaría ver el material primero.
—Está ahí detrás, en mi maletín —dijo, señalando el asiento trasero con un leve gesto de la mano—. ¿Tienes… tienes un sitio a donde podamos ir?
Sin hacerle caso, me puse de rodillas en el asiento y me di la vuelta para coger el maletín.
—¿Está abierto? —pregunté, pero no esperé a que me respondiera y apreté el cierre con el pulgar. Emitió un sonoro chasquido y la maleta se abrió. Allí estaba: todo un mundo de problemas para aquel tipo en una bolsa de plástico tan pequeña.
Paul no se inmutó ante mi brusca conducta. Era un hombre de mundo. Sabía que un traje caro a la larga sale barato, que la bussiness class de los aviones es un timo y que las puros de setenta y cinco dólares dan problemas a sus clientes. Mientras yo cerraba el portafolios, me repitió la pregunta.
—¿Tienes algún lugar adonde llevar a los hombres, te he dicho?
—Desde luego —respondí alegremente, sacando la placa de la chaqueta de cuero.
Eran más de las cuatro de la madrugada cuando salí del trabajo, pues hube de quedarme a sustituir a una compañera cuyo hijo se había puesto enfermo durante el turno de noche. Sin embargo, cuando me marché de la oficina, me di cuenta de que no estaba cansada, sólo tenía hambre. Pensé que si me acercaba a alguna panadería y llamaba a la puerta trasera, tal vez me venderían una pieza caliente, recién salida del horno.
De camino a este recado, que me llevó a las afueras de la ciudad, me encontré con una mujer que llenaba un expendedor de diarios. Un impulso me llevó a detenerme junto a bordillo. Shiloh se encargaba de pagar nuestra suscripción al Star Tribune, pero durante su ausencia había caducado.
Los tiempos del chico de los periódicos, del muchacho en la bici, han quedado atrás. La repartidora era una mujer de unos treinta años, bajita y de rostro delgado, sin maquillaje y con el cabello corto y revuelto. Yo había detenido el Toyota Starlet junto a la acera, con el motor en marcha. Cuando me acerqué, ella me miró con recelo. Debió de pensar que quería llevarme un periódico sin pagar antes de que cerrase el expendedor.
—Adelante —le dije—. Cuando termine, compraré uno.
La mujer puso el ejemplar de muestra en el cristal y cerró con un golpe. Ocupé su lugar en la acera y busqué un par de monedas de cuarto de dólar.
—¿Qué es eso? ¿Un niño, a estas horas? —preguntó la repartidora, detrás de mí.
—¿Qué dice de un niño? —repliqué distraídamente mientras metía el dinero en la ranura.
—El que grita de ese modo, ¿no lo oye?
Debía de tener un radar en las orejas. O tal vez tenía hijos pequeños y estaba haciendo gala de una fina intuición maternal.
—Yo no oigo nada —respondí.
—Por allí —dijo.
Miré hacia donde indicaba. Una calle vacía, farolas, comercios cerrados. Una figura de unos diez u once años que corría por la acera. Un niño en la calle a las cuatro y media de la madrugada.
Corrí a interceptarlo.
Reduje la distancia que nos separaba y levanté las manos para que se detuviera. Era un chiquillo delgado y jadeaba como una locomotora de vapor. Su tez era pálida, pero tenía el cabello muy negro y parecía que se lo hubieran cortado con unas tijeras caseras por el método tradicional de la taza. La camisa y los pantalones le quedaban grandes.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, arrodillándome a su lado—. ¿Te han hecho daño?
El chiquillo soltó un torrente de palabras, pero todas ellas en un idioma que me sonó a eslavo. Nos miramos, frustrados por no comprendernos. Entonces, se volvió y señaló en la dirección de la que venía.
Junto a aquella pequeña calle industrial discurría un canal de desagüe. Oí su rugido poderoso, debido a las abundantes lluvias que habían caído recientemente. En el punto en que pasaba canalizado bajo la calle, una barandilla formada por tres tubos bordeaba la acera, a la altura de las costillas de un adulto. Apoyadas en ella había unas formas rígidas de metal que, al acercarme más, resultaron ser unas bicicletas. Dos bicicletas. Un chico.
Me acerqué a mirar y el muchacho me siguió. Antes de quedar soterrado bajo la calle, el canal se precipitaba desde una altura considerable a un amplio sifón de paredes de cemento, destinado a evitar que se inundase la vía pública cuando llovía a cántaros, como había sucedido durante los últimos días. De no haber sido así, lo que habríamos visto desde la barandilla, probablemente, habría sido una extensión de hierba y barro por donde discurría un apacible arroyo. Esta vez, no; la madrugada anterior, las lluvias habían formado allí una gran piscina que se agitaba, turbulenta.
—¿Se ha caído alguien? —Para explicarme, con los dedos formé dos piernas que caminaban hacia la barandilla, levanté una como si fuese a saltarla y luego imité una zambullida.
El chico asintió y dijo algo que no comprendí.
—Llame a Emergencias, al 911 —le pedí a la repartidora de periódicos, que seguía detrás de mí, y pasé una pierna por encima de la barandilla—. Dígales que un niño se ha caído al canal. Llévese a éste y procure que se tranquilice.
Sin esperar a que cumpliera la orden, me encaramé hasta quedar sentada en la barra inferior, con los pies por encima del agua.
Desde que el chico señaló el agua y di instrucciones a la repartidora de periódicos hasta que me dispuse a saltar, transcurrieron apenas noventa segundos, pero fue tiempo suficiente para que me acordara del otoño anterior y de Ellie Bernhardt, que por entonces tenía catorce años. Me había tirado al Misisipí a salvarla y aquel acto me había dado cierta fama en el departamento durante un tiempo, sobre todo porque la natación no es mi fuerte.
Me gustaría decir que, cuando me acordé de Ellie Bernhardt, pensé algo irónico, como: «¿Por qué estas cosas siempre me ocurren a mí?». Pero no; mi pensamiento fue: «Dios mío, no permitas que me ahogue». Y, a continuación, salté.
El agua estaba más templada que la del Misisipí, pero seguía estando fría y formaba turbulencias que me arrastraban en varias direcciones, aunque sin mucha fuerza. Las más intensas las notaba abajo, en los pies y las pantorrillas, y me llevaban hacia el conducto subterráneo por el que el agua discurría canalizada por debajo de la calle.
Me sumergí, abrí los ojos y no vi más que una pared marrón grisácea. Extendí la mano en la dirección en que se movía la corriente, hacia la calle. Era lógico pensar que cualquier cosa pesada que hubiese caído al agua habría sido arrastrada hacia allí, pero no alcancé a tocar nada y mis pulmones amenazaban con estallar. En estas situaciones, el aire nunca parece durar lo suficiente, y aún duraba menos porque el corazón me latía a ciento cuarenta pulsaciones por minuto. Me impulsé para subir a la superficie y, al hacerlo, rocé algo con el pie.
Tomé aire a toda prisa y volví a zambullirme, tanteando de nuevo a mi alrededor. En esta ocasión, algo me rozó la mano, pero no se trataba de un objeto sólido. Parecía una prenda de ropa que el agua movía y por eso me había tocado. Cuando la agarré y tiré de ella, noté cierta resistencia. No era una camisa vieja que había terminado en el canal. Alguien la llevaba puesta.
Impulsarme a la superficie no habría resultado muy difícil, pero arrastrar al niño hacia arriba fue mucho más complicado. Era muy delgado, estaba exánime y la ropa mojada y los zapatos encharcados lo lastraban. En la superficie apareció primero su cabello negro, brillante y pegado a la pálida tez. Tiré de él y conseguí que levantara la cara hacia el cielo todavía oscuro.
En los manuales de socorrismo, todo parece muy sencillo y los dibujos resultan muy claros y comprensibles, pero el chico y yo ejemplificábamos lo complicada que es la realidad. Intenté averiguar si respiraba, si las costillas subían y bajaban debajo de mi mano. En teoría, tendría que haberlo percibido, pero fui incapaz de determinar se seguía con vida. Esperanzada, miré hacia la barandilla en busca de la mujer del Toyota, pero no estaba allí; lo único que vi por todos lados fue una pared de cemento de casi dos metros de altura sobre el nivel del agua. No había ningún punto de apoyo, ningún asidero. El peso del chico amenazaba con hundirme y moví las piernas, pedaleando en el agua, en busca de ayuda. No la había.
En aquel preciso momento, una cara asomó por la barandilla. Era un desconocido, pero su presencia me llenó de alivio.
Se trataba de un joven de unos veintitrés o veinticuatro años, asiático, de facciones duras y angulosas y una mirada despierta. Llevaba casi toda la cabeza afeitada, a excepción de una cresta como un cepillo a lo largo del cráneo, al estilo de los indios mohawk. Su aspecto podría haber parecido ridículo, pero no era así. No vi si vestía uniforme o iba de paisano, pero en ese momento esta cuestión carecía de importancia. Hay personas que aparecen en los momentos difíciles y no importa que no las conozcas de nada. Llevan escrito en la cara han acudido a ayudar. Aquel chico era una de ellas.
—¡Eh! ¿Qué tal os va por ahí abajo? —preguntó.
—Bastante mal.
El muchacho asintió sin alterarse.
—Veamos… —dijo, estudiando el agua con tanta atención como si fuera un problema de física en un libro de texto—. Intentaré tiraros una tabla.
Y eso fue lo que hizo. Cuando tuve al muchacho sobre la madera, observé su pecho y su estómago, envueltos en el abrazo mojado de una empapada camiseta roja. Vi que su tórax bajaba y subía de nuevo. Respiraba. Se me pasó la angustia y mi cuerpo notó el alivio de haberse librado del peso del chico en el agua.
Una vez rescatada y a salvo en la calle, vi que el joven llevaba el mono azul de los enfermeros de emergencias sanitarias. Su compañero, aún más joven y rubio, se ocupaba del niño. El enfermero asiático los miró, vio que la situación estaba bajo control, y se sentó en el suelo a mi lado.
—Estoy bien —le dije.
—Ya lo veo —replicó.
Allí estábamos: un joven educado con un corte de pelo posmoderno y una detective del condado medio ahogada.
—Sarah Pribek —me presenté, tendiéndole la mano—. De la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin.
—Soy Nate Shigawa —dijo al tiempo que me la estrechaba.
—Encantada de conocerte —añadí.
Oí un grito agudo detrás de él. La repartidora de periódicos había vuelto y no estaba sola. Con ella se encontraban el chico que había dado la voz de alarma y una mujer con un vestido estampado barato y los cabellos largos y negros recogidos bajo un pañuelo. Miró a su alrededor, no al hijo que estaba siendo atendido por el enfermero, sino hacia la parte trasera de la ambulancia, y luego a Shigawa y a mí. Nos habló atropelladamente, en la misma lengua eslava que su hijo.
Al ver que sus insistentes y apremiantes explicaciones sólo despertaban miradas de desconcierto, corrió hacia las bicicletas. Señaló una de ellas y luego al chaval que se hallaba de pie junto al Toyota, seco, sano y salvo. Luego, cogió la segunda bicicleta y señaló al chico tendido en la camilla. Después, tocó la barra de la segunda bicicleta como si quisiera indicar que allí montaba otro niño.
Shigawa y yo intercambiamos una mirada de preocupación. Acabábamos de comprender lo mismo: la mujer tenía tres hijos.
Nos acercamos a la barandilla, miramos el agua arremolinada del canal y no supimos localizar ninguna mano, pie ni objeto ningún tipo. Había transcurrido mucho tiempo, demasiado.
—Yo me meteré —aseguré—. Ya he estado dentro.
—No, no lo haga —me advirtió el compañero de Shigawa, que se había acercado a nosotros. Según su tarjeta de identificación, se llamaba Schiller.
—Alguien tiene que hacerlo —repliqué.
—Dentro de un par de horas entrará el turno de día —dijo Schiller—. El condado puede enviar buzos. Tienen la preparación y el material necesarios.
Estaba claro que Schiller era nuevo en el servicio de emergencias médicas. Yo conocía bien aquella expresión, una mirada dura y obstinada que utilizan los polis novatos cuando quieren disimular que el trabajo todavía no los ha encallecido y que aún no están hartos de la vida.
—No, esto no puede esperar —insistí.
—¿Por qué no? —preguntó Schiller con cara de no comprender.
No me apetecía sumergirme de nuevo en aquella agua sucia y turbia ni quería que volviera a entrarme en las orejas y en los ojos, pero tenía que hacerlo. En mi mente se había formado la imagen del cuerpo de un niño bajo las aguas nauseabundas, arrastrado por la corriente al fondo del canal, arrastrado tal vez contra una barrera natural o contra un muro, con el cabello flotando, rodando quizá como un tronco durante horas. No soportaba imaginar que lo dejaba allí, como un desecho, mientras todo el mundo se marchaba a ponerse ropa seca y a desayunar. Busqué palabras para expresar a Schiller lo que sentía, pero no fui capaz. Por otro lado, tampoco tenía por qué hacerlo.
—Si no entiendes por qué, ella no puede explicártelo —intervino Shigawa.
Schiller apartó los ojos de mí y miró a su compañero, tomando buena nota de aquella pequeña traición.
—Tampoco es necesario que te lo tomes tan a pecho, Nate —dijo antes de alejarse.
De nuevo, pasé una pierna por encima de la barandilla.
—Estaré aquí —dijo Shigawa.
—Lo sé —susurré—. Enseguida vuelvo.
Al final, la unidad de emergencias se completó con la llegada de un coche de bomberos y de una patrulla del Departamento de Policía de Mineápolis, que se sumaron a la ambulancia. Uno de los agentes del Departamento era Roz, una sargento de unos cincuenta años, con los cabellos cortos y canosos, que había sido adiestradora canina y de la que se rumoreaba que tenía en casa no menos de ocho perros. En aquel momento su misión era adiestrar a una agente novata, Lockhart, una chica de aire adolescente con uniforme de policía.
Detrás del personal de emergencia se había formado un semicírculo de vecinos. Tal vez los había despertado el ruido o quizá ya se habían levantado para comenzar la jornada cuando se había producido el suceso. Eran más de las cinco y el cielo empezaba a adquirir cierto tono azul eléctrico.
A las personas que aparecen en los escenarios de los accidentes se las suele calificar de morbosas, pero más de una vez han confirmado mi esperanza de que la intención de la gente, ante todo, es ayudar y ser solidaria. Una mujer, al verme empapada, fue a buscar una camiseta afelpada de manga larga y unos pantalones de su marido. Acepté la ropa agradecida y me cambié en el incómodo espacio de la cabina del coche de bomberos. Una vez vestida, me quedé sentada unos segundos, disfrutando de la calidez de las prendas secas y de su desconocido olor, antes de salir de nuevo a presenciar las secuelas de aquella terrible pequeña tragedia.
Había encontrado el cuerpo donde había imaginado. La intensidad de la lluvia primaveral había creado un tamiz vertical de ramas y tallos ante la boca del conducto por donde discurría bajo la calle. En la barrera había todo tipo de objetos atrapados: latas de cerveza, trozos de alquitrán, los aros de plástico que sujetan los paquetes de seis latas. Y en medio de todo ello, la carne blanda de un niño pequeño.
—Alguien tendría que cuidar de usted —dijo Shigawa, que se me había acercado—. ¿Por qué no viene con nosotros?
—No —dije—. Estoy bien.
—En esos canales, uno puede pillar infecciones —insistió Shigawa—. Tendría que verla un médico.
—No —repliqué con contundencia. No quería discutir con él, pero tampoco podía contarle la razón de mi negativa. Todos tenemos nuestros miedos secretos, y el mío es ir al médico.
—En realidad —intervino una nueva voz—, necesitamos a la detective Pribek para que preste declaración en la comisaría del centro.
Era Roz. No la conocía mucho, pero en aquellos momentos le estuve agradecida.
—Tiene razón —le dije a Shigawa. Y volviéndome a Roz, añadí—: Iré en mi coche. Está aquí cerca y así no tendrá que traerme luego de vuelta.
—De acuerdo —asintió Roz—. Lockhart, ¿por qué no vuelves a comisaría con la detective Pribek?
En realidad no lo necesitaba, pero comprendí que Roz, al mandar a Lockhart conmigo, había querido tener un gesto de consuelo para conmigo después de los acontecimientos de esa madrugada. En comisaría no había nadie que pudiera tomarme declaración en aquel momento, por lo que Lockhart me dejó sentada ante una mesa desocupada y me indicó que esperara. Allí, arrullada por el sonido familiar de la radio de las patrullas y vestida con la ropa que me había dado una desconocida, crucé los brazos, apoyé la cabeza en ellos y me dormí.