Capítulo 15
Una hora más tarde, me encontraba en la azotea del edificio donde vivía Cicero, contemplando el cielo sobre las luces de Mineápolis. Apenas se distinguía un puñado de constelaciones; la verdadera astronomía quedaba veintiséis pisos más abajo, en el entramado de calles con farolas de luz anaranjada industrial, en la ascensión y el declive del mundo que conoce la mayoría de nosotros.
Detrás de mí, Cicero estaba tendido boca arriba sobre una manta que habíamos subido, con los brazos cruzados detrás de la cabeza en la postura tradicional del observador de estrellas, y con un vaso de vino, grande y descantillado, al alcance de la mano. Sin la silla de ruedas a la vista, parecía un excursionista fuerte y sano en un momento de descanso.
A mi llegada, había examinado el vino australiano que le traía y me había preguntado cómo me encontraba. Bien, le dije, y él me respondió que se alegraba y, enseguida, una ligera sensación de incomodidad acalló la conversación. Los dos nos dábamos cuenta, en silencio, de que por primera vez no éramos médico y paciente, ni amantes al inicio de una cita, y carecíamos de un mapa que nos guiara en aquel encuentro. Cicero rompió el silencio para proponer que subiéramos a la azotea.
Pensé que hablaba en broma, pero enseguida me explicó cómo lo haríamos. Aparcamos la silla de ruedas y le echamos el freno al pie de la escalera de emergencia que conducía a la azotea. Cuando Cicero estuvo sentado en el último peldaño, lo agarré por las pantorrillas y él despegó el cuerpo del escalón, apoyando su peso en la palma de las manos. La maniobra, observé, no era muy distinta del ejercicio de tríceps que realizaba a veces en el gimnasio, utilizando un banco de pesas. Pero Cicero subía, escalaba los peldaños a fuerza de brazos, literalmente. Aunque sostuviera sus extremidades inferiores, yo no cargaba ni siquiera una tercera parte de su peso corporal. La ascensión no debía de ser fácil para él y comprendí la importancia de las pesas de mano que había visto debajo de su cama.
—No es estético y resulta lento —comentó cuando llegamos arriba—, pero da resultado.
Serví el vino en los vasos desparejados que yo había subido previamente, con la manta.
—¿Sabes cuál ha sido la parte más difícil? —me preguntó.
—¿Cuál?
—Permitir que me ayudara una mujer. Con los chicos del rellano, es otra cosa.
—¿Ya habías hecho esto otras veces?
—Algunas —respondió él, aceptando el vaso—. De vez en cuando, necesito aire fresco.
Allá arriba, de pie al borde de la azotea con el vino entre las manos, su comentario me pareció chocante. ¿No le resultaba más sencillo meterse en el ascensor y bajar a la calle, si quería tomar el aire?
—Cicero —empecé a decir—, ya sé lo que dijiste la otra noche pero, ¿eres agorafóbico? A mí no me importa que lo seas…
—No, nada agorafóbico, desde luego —respondió él con una risotada.
—¿Por qué no sales nunca, entonces? —Me arrepentí de la pregunta no bien la hube formulado—. Bueno, no tienes que explicarme…
—No, no pasa nada. No tengo secretos. —Cicero extendió un brazo para señalar la parte desocupada de la manta—. Ven, siéntate. Es una historia un poco larga.
Me acerqué y me senté en el borde de la manta con las piernas cruzadas.
—Tiene que ver con el día que me quedé paralítico. Fue a causa de un derrumbe en una mina.
—¿Formabas parte del equipo de rescate? —pregunté. Me parecía extraño que se hubiera enviado un equipo sanitario completo a una zona de peligro; no personal auxiliar, sino un verdadero médico.
Sin embargo, Cicero movió la cabeza en un gesto de negativa.
—Trabajaba allá abajo —explicó.
—¿De minero?
—Sí. Fue después de perder la licencia para ejercer la medicina.
Cada vez que creía que empezaba a hacerme una idea de la situación de aquel hombre, me salía con algo inesperado. Que Cicero hubiera vivido una catástrofe minera resultaba tan sorprendente que olvidé mi curiosidad por cómo había perdido la licencia, un hecho al que hasta entonces sólo había aludido de pasada. Aquello podía esperar.
—Cuéntame —le animé.
—Me va a llevar un rato —insistió, y se incorporó a tomar otro trago de vino, apoyándose en los codos—. Me crié en Colorado, en una zona minera. Mi padre había trabajado en las galerías. Aún lo veo, con su casi metro ochenta y cubierto de carbonilla, leyendo una edición de bolsillo de la Ilíada en el descanso para almorzar. De alguna manera, trabajar en esa mina era volver a mis raíces.
—¿Trabajaste con tu padre? —lo interrumpí.
—No. —Cicero acompañó su respuesta con un gesto—. Mis padres ya habían muerto por entonces. Cuando volví, me contrataron en una empresa pequeña, familiar, donde no llegaba el sindicato. Arrebañábamos los últimos restos de una veta de carbón prácticamente agotada. Durante mi primer par de meses allí, no me hice muy popular —Cicero sonrió al recordarlo—. Mi primer día, Silas, el capataz, me preguntó a qué me dedicaba antes de trabajar en la mina. Le dije la verdad, que era médico. A decir verdad, no creo que se lo tragara. Estoy casi seguro de que pensó que me burlaba de él. Se limitó a replicar: «Bien, mi trabajo será evitar que te mates, o que mates a alguien, hasta que te canses de darte golpes en la cabeza con el techo de la galería y decidas ir a buscar otro empleo».
—Vaya tipo —comenté.
—Un buen compañero —me corrigió él—. Silas era más joven que muchos de la cuadrilla, pero llevaba bajando a las galerías desde los dieciocho y conocía el oficio. Yo le presté atención y, al cabo de un par de meses, ya sabía bastante bien lo que me hacía. Silas empezó a dirigirme la palabra para algo más que darme órdenes del estilo de «¡aparta de ahí!». Almorzábamos juntos y hablábamos. —Cicero hizo una pausa, bebió un trago y continuó—: A los dos nos inquietaba la seguridad. Por decirlo con suavidad, las minas pequeñas, no agremiadas, no son precisamente un ejemplo de seguridad en el trabajo. Sin embargo, cuando sucedió, me sorprendió lo discretamente que empezó.
—¿Empezó? ¿Qué? —pregunté.
—Lo que la industria denomina un accidente de ignición. En una mina se oyen con frecuencia ruidos de pequeños desprendimientos y explosiones, de modo que el que oí ese día no me preocupó. Todo parecía normal. La primera impresión que tuve de que algo andaba mal fue cuando noté que el aire circulaba en dirección contraria.
Moví la cabeza para indicar que no entendía a qué se refería.
—Las minas necesitan respirar, como las personas —me explicó—. Los sistemas de ventilación se encargan de alejar la mofeta, el gas metano, del punto donde están trabajando los mineros, y de insuflar aire fresco. En ciertas minas, como la nuestra, los ventiladores crean una corriente de aire de hasta diez o doce kilómetros por hora. Suficiente para que se note, aunque al final uno se acostumbra. Llega un momento en que ni siquiera la adviertes, hasta que se detiene. Da la sensación de que el aire circula en dirección opuesta, realmente. Si sabes lo que significa, no es nada agradable. Silas lo notó al mismo tiempo que yo y los dos dejamos de trabajar y nos miramos.
»Entonces oímos los gritos, lo dejamos todo y corrimos hacia el lugar. Al llegar, vi a dos hombres caídos en el suelo, heridos. Se había desprendido una sección del techo y había saltado una chispa que había provocado una pequeña explosión y un incendio, pero nadie había resultado muerto. El capataz de aquella sección nos vio aparecer en la galería y agradeció la presencia de Silas, pero para él yo seguía siendo un novato, así que me cortó el paso. «Tú, no. Márchate de aquí», me ordenó, pero Silas replicó que le convenía que me quedara. «Es médico», le dijo.
Abajo, en la calle, ululaba una sirena. Sin pensarlo, me asomé al borde de la azotea. Era el sonido de mi trabajo y mi respuesta había sido puramente pavloviana.
—Para comprender lo que sucedió a continuación —prosiguió Cicero sin advertir que había dejado de prestarle atención momentáneamente—, debes entender un poco de accidentes mineros. Con frecuencia, la primera ignición no mata a nadie. Sin embargo, da lugar a un incendio y también compromete el sistema de ventilación. Cuando éste deja de funcionar, el nivel de gas metano aumenta, y es la deflagración posterior del gas lo que causa los muertos.
»En ese momento aún queda tiempo para evacuar, pero el problema es que no todo el mundo accede a salir. Algunos mineros, con la intención de echar una mano, se desplazan hacia el punto de la explosión, en lugar de alejarse. No sé bien si me quedé en el lugar del incidente porque creía haberme convertido en un minero de verdad o porque seguía siendo médico pero, fuera cual fuese la razón, la cuestión es que yo aún estaba allí cuando se produjo la segunda explosión.
Hizo una pausa para servirse más vino de la botella y beber un trago.
—Salí despedido y, cuando se me despejó la vista, observé que los demás empezaban a evacuar —continuó—. Sabían que la situación estaba sin control. Quisieron sacarme, pero tenía las piernas atrapadas y me dijeron que mandarían un equipo de rescate con una camilla, y si a los sanitarios les daba miedo bajar a una mina, ellos mismos se encargarían de trasladarme.
»Sin embargo, la situación era aún muy insegura, con la amenaza de más igniciones. Desde donde me encontraba, oía trabajar al personal de rescate cuando, por radio, sus superiores les dijeron que debían retirarse. Los hombres respondieron que todavía quedaba un hombre dentro, pero de todos modos los conminaron a volver. Los ruidos se hicieron cada vez más débiles y me quedé solo.
Me pareció que los nudillos de Cicero palidecían un poco más al agarrar el vaso. Fue su única muestra de emoción.
—Al principio me lo tomé bien. «Silas los obligará a volver», pensé. Pero entonces vi a Silas. Había muerto. Fue entonces cuando comprendí realmente que yo también podía morir allí abajo, pero mantuve el ánimo mientras duró la luz de la lámpara. Unas treinta horas.
—¿Treinta? —repetí, asombrada—. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?
—Sesenta y una horas. —Cicero apuró el resto del vaso—. Casi la mitad, en absoluta oscuridad. Para entonces, la imaginación se me había disparado por completo. Estaba absolutamente paranoico, convencido de que los rescatadores habían mentido cuando decían que volverían. Lo considerarían demasiado peligroso; la empresa se limitaría a sellar aquella parte de la mina y dirían a mi hermano que era uno de los que habían muerto en la explosión.
Después de acabarse el vino, se volvió a tender boca arriba.
—Por supuesto, no fue así. Regresaron a buscarme —continuó—. En el hospital, me dije una y otra vez que la médula espinal estaba bien, que volvería a caminar. Tardé bastante en aceptar que no sería así. Lo asimilé durante la rehabilitación, cuya parte más difícil fue pagar la cuenta, cuando terminé. La mina se declaró en quiebra después del accidente y todos perdimos nuestra cobertura médica.
—Típico —comenté.
—Se ha interpuesto una querella colectiva en nombre de todos los afectados y yo la he suscrito, pero el caso se retrasa en los tribunales. Mientras tanto, calificar de «enormes» mis deudas médicas sería quedarme muy corto, y ahora presento un riesgo preexistente que ninguna aseguradora querrá cubrir.
—Pero estás bien de salud, ¿verdad?
—De momento, sí —respondió—. Pero la vida de un parapléjico, aunque esté sano, no es barata. Además, mi estado te hace vulnerable a otros problemas de salud, más adelante. Estos problemas pueden prevenirse con atenciones y terapias físicas…
—… que las aseguradoras no querrán cubrir porque son parte de una afección preexistente —terminé la frase.
—Exacto. Ahora mismo, disfruto de cierta asistencia médica básica para indigentes. Si consigo un empleo, ya no podré optar a ella y, entonces, los gastos en cuidados sanitarios no cubiertos se llevarán una gran parte del sueldo. Estoy en esa extraña situación en la que tener empleo no haría sino hundirme más todavía, en lugar de sacarme de la miseria.
Aunque había previsto que Cicero me contaría una historia de aquel cariz, nunca habría imaginado que estuviese atrapado hasta tal extremo.
—Aparte de la medicina, que tengo prohibido ejercer, no cuento con otros conocimientos que me permitan obtener los ingresos que preciso para sobrevivir sin los seguros médicos adecuados. Y si encontrara empleo, hay un hospital, un par de clínicas y determinado número de profesionales de la medicina con reclamaciones sobre mis futuras ganancias. Ahora mismo, freno a mis acreedores con un precedente legal, el caso Blood contra Turnip.
Respondí con un comentario inadecuado, que consideré necesario:
—Tiene que haber algún modo de saltarse las leyes. Alguien tiene que darse cuenta de que esta situación es ridícula. Estas cosas no deberían suceder.
Cicero soltó una carcajada.
—No deberían, tienes razón —asintió—. Son consecuencia de una serie de calamidades encadenadas. Si no me hubieran expulsado de la única profesión con la que podía conseguir suficientes ingresos… Si no hubiese escogido aquella mina en particular para trabajar… Si no…
»Todo el mundo ve que la situación es, en efecto, ridícula. Pero encontrar la manera de remediarla es otra cosa. El asistente social sanitario de la clínica de rehabilitación de Colorado decidió que debía venir a Mineápolis porque mi hermano Ulises vivía aquí. Ya instalado, asignaron mi caso a una asistente social de veintitrés años que no sabía qué hacer conmigo. Me consiguió unos cheques por invalidez y eso fue todo. No es culpa suya. El sistema no está organizado para tener en cuenta las circunstancias personales. Nadie está autorizado a cambiar las normas o a interpretar las sutilezas. A todo el mundo le gustaría ayudarte, pero nadie puede hacerlo de verdad.
—Pero las cosas no pueden quedar así —respondí, levantando las palmas con los dedos extendidos.
Cicero me miró fijamente.
—A veces no te entiendo —dijo—. En apariencia, se diría que estás cansada de la vida, pero luego sales con esos ramalazos de fe infantil en el sistema. —Se encogió de hombros y continuó—: Bien, te he contado bastante más de lo que pretendía al principio, y aún no he contestado a tu primera pregunta.
—¿Qué primera pregunta? —Con sinceridad, no me acordaba.
—Exacto —asintió Cicero—. Te contaba del accidente en la mina. Lo que quizá no he dejado claro es que pasé sesenta y una horas atrapado en un espacio casi tan reducido como una tumba. Desde entonces, lo paso muy mal en los lugares cerrados. —Hizo una pausa—. No soy agorafóbico, sino claustrofóbico. Por eso apenas salgo.
—El ascensor… —murmuré, comprensiva.
—El condenado ascensor —corroboró él—. No me dan miedo los seis minutos de la bajada; resultaría dura, pero sería capaz de hacerla. Pero si quedara atrapado, no estoy seguro de que pudiera soportarlo. —Desvió la mirada, avergonzado—. Ya sé que es una estupidez…
—Los miedos son irracionales —respondí—. Yo soy una prueba viviente de eso.
Cicero no respondió. Ladeó la cabeza y siguió las luces de un avión. El aeropuerto de Mineápolis quedaba al sur de donde estábamos y los reactores ascendían sobre el espacio aéreo de la ciudad con la regularidad de una cadena de producción. En el plazo de veinte horas, sus pasajeros podían estar en cualquier lugar del mundo. Y allí abajo estaba Cicero, cuyo mundo se había hecho tan pequeño que, para él, ascender un tramo de escaleras para ver el cielo nocturno era todo un viaje.
—Pero si no sales nunca, ¿de dónde te llega la comida y lo que necesitas?
—De mis pacientes —explicó—. No siempre cobro en metálico; también intercambio favores y servicios.
—¿No vas a ver a nadie?
—Vienen a verme los demás. Chorreando sangre o tosiendo, pero los acepto como llegan.
—Mujeres, me refiero.
—¡Ah, sí, mujeres! —exclamó—. La idea de salir con un parapléjico sin blanca las enloquece.
—¡Cicero! —le reprendí.
—¡Sarah, no intentes cambiarme! —Su tono de voz indicaba que no había más que hablar. Bajé la mirada y acepté su reprimenda—. Las cosas iban mejor cuando llegué a Mineápolis —continuó tras un silencio—. El apartamento de Ulises estaba en la planta baja, de modo que no necesitaba ascensores, y yo disponía de una furgoneta. Nada extraordinario, pero tenía los mandos adaptados y funcionaba. —Hizo una pausa—. En realidad, todavía la tengo, pero más me convendría venderla. Ya no la empleo para nada y uno de los muchachos del rellano tiene que ir una vez por semana a ponerla en marcha, para que no quede inservible por falta de uso.
Aquella parte de la narración llevó a una pregunta obvia:
—Cicero —le dije—, ¿y tu hermano? ¿Dónde está ahora? ¿No has dicho que viniste a Mineápolis a vivir con él?
Los ojos castaños de Cicero parecían más serenos que apenas un momento antes.
—Y estuve con él, sí. Pero eso ya te lo contaré en otra ocasión.
—Pensaba que no tenías secretos —le recordé.
—No los tengo —aseguró él—, pero no creo que te guste oír esa historia, después de la que acabo de contarte.
—¿Está muerto? —insistí.
—Sí, murió.
Moví la cabeza, bajé la vista y musité:
—¡Dios mío!
—No pongas esa cara —dijo él.
—¡Dios mío, Cicero!
—No me compadezcas, Sarah.
—No es eso —respondí, pero no estoy segura de que no lo hiciera.