CAPÍTULO 1
LOS TRES ELEGIDOS
Incluso cuando llegamos por primera vez a las Montañas Blancas, en verano, los tramos más altos del Túnel se asomaban a campos de hielo y nieve; pero en el extremo inferior había rocas, hierba y una vista del glaciar, que teñido de lodo marrón formaba al deshelarse arroyos que se perdían corriendo valle abajo. En Septiembre cayó una nevada que no cuajó, pero a principios de octubre volvió a nevar más abundantemente, y esta vez sí cuajó. El invierno nos asió con mano firme y hubo de pasar más de medio año antes de que aquellos dedos blancos y huesudos aflojaran su sujeción.
Los preparativos para el estado de sitio se hicieron con mucha antelación. Había comida almacenada y el ganado y el forraje invernal se trasladaron a puntos recónditos del interior de la montaña que nos resguardaba. No teníamos grandes necesidades en cuanto a calor, ya que estábamos protegidos por docenas, centenares de yardas de roca sólida. Frescas en verano, nuestras hondas cuevas resultaban comparativamente templadas durante el invierno. Cuando salíamos al exterior vestíamos pieles, pero el resto del tiempo bastaba con la ropa normal.
Llevábamos una vida de confinamiento, pero que no tenía nada de ociosa. Para los que estábamos en período de instrucción se tocaba diana a las seis, y después había media hora de ejercicio duro. Luego un desayuno sencillo y la primera sesión de estudio del día, que duraba tres horas. Había más ejercicios antes de almorzar a mediodía, y por la tarde ejercicios e instrucción en los deportes que escogíamos. Si hacía buen tiempo tenían lugar fuera, en la nieve; si no, en la Gran Caverna. Había una segunda fase de estudio antes de la cena y después, por lo general, los mayores charlaban; nosotros escuchábamos sin atrevernos a tomar parte. Se hablaba de un asunto concreto: los Trípodes; y había un objetivo: su derrocamiento.
Los Trípodes dominaban la tierra desde hacía más de cien años. Gobernaban sencilla y eficazmente, dominando la mente de los hombres. Lo lograban por medio de las Placas, mallas de metal plateado que se ajustaban al cráneo y quedaban injertadas en la carne de los que las llevaban. La inserción de la Placa se efectuaba al cumplirse los catorce años y así quedaba determinado cuándo dejaba uno de ser un niño y se transformaba en adulto. Era algo que se daba por supuesto, se esperaba y se deseaba, y cuando ocurría había festejos y celebraciones.
Hacía varios meses que yo había presenciado la ceremonia de mi primo Jack, que era un año mayor que yo, y posteriormente advertí el cambio que se operaba en él. A mí debían insertarme la Placa al año siguiente. Tenía algunos recelos, pero me los callaba: nadie hablaba demasiado de los Trípodes ni de la inserción de la Placa y, por descontado, nadie ponía jamás en tela de juicio la legitimidad de estas cosas. Es decir, nadie hasta que al pueblecito donde yo vivía llegó Ozymandias, el Vagabundo.
Los Vagabundos eran la gente en la que la inserción de la Placa no había resultado bien. Sus mentes se habían negado a aceptar los condicionamientos de los Trípodes y, al negarse, quedaron dañadas. Erraban de lugar en lugar, sin permanecer mucho tiempo en ninguno; los hombres y mujeres normales, dotados de Placa, les proporcionaban cuidados pero sentían hacia ellos conmiseración y desagrado. Pero yo descubrí en mí mayor interés por ellos; especialmente por el que decía llamarse Ozymandias, un hombre corpulento, de barba y pelo rojizos, que cantaba extrañas canciones, recitaba versos y al hablar entremezclaba cosas juiciosas con tonterías. Desoyendo a mis padres, le invité a venir a la guarida que habíamos construido Jack y yo, justo en las afueras del pueblo. Me contó una extraña historia.
En primer lugar, no era un verdadero Vagabundo, sino que fingía serlo para poder viajar por el mundo sin que le hicieran preguntas y sin llamar la atención. La Placa que llevaba era falsa. Me explicó que los Trípodes eran enemigos de los hombres y no sus benefactores, que tal vez fueran invasores venidos de otro mundo; y también cómo, por medio de las Placas, las mentes que empezaban a pensar por sí mismas eran sojuzgadas y quedaban en disposición de adorar a sus opresores. También me dijo que, aunque los Trípodes dominaban el planeta, había todavía algunos lugares donde quedaban hombres libres y que uno de ellos se hallaba en las Montañas Blancas; al otro lado del mar, lejos de Inglaterra, hacia el sur. Me preguntó si estaba dispuesto a emprender un viaje difícil y peligroso hasta allí, y yo le dije que sí.
Él siguió su viaje en busca de nuevos adeptos, pero yo no me fui solo. Otro primo mío, Henry, con el que me llevaba mal desde antes de ir al colegio, me vio salir del pueblo y me siguió. Cruzamos el mar juntos y en la tierra llamada Francia encontramos a un tercero, Jean Paul (al cual apodamos Larguirucho). Juntos nos dirigimos hacia el sur. Fue tan difícil y peligroso como prometiera Ozymandias. Casi al final del viaje luchamos con un Trípode y, gracias a la suerte y a un arma de los antiguos que habíamos encontrado en las ruinas de una gran ciudad, lo destruimos.
Y así, por fin, llegamos a las Montañas Blancas.
El cuadro de instrucción lo componíamos once, y se nos preparaba para efectuar el primer movimiento de contraataque frente a nuestros enemigos. Era un aprendizaje duro, tanto física como intelectualmente, pero algo sabíamos de la labor que nos aguardaba y de las escasas posibilidades que teníamos de triunfar. Seguramente la disciplina y las penalidades que soportábamos no aumentarían demasiado las oportunidades, pero hasta las cosas más nimias contaban.
Porque nosotros, —o algunos de nosotros—, tendríamos que efectuar un reconocimiento. No sabíamos casi nada de los Trípodes (ni siquiera si eran máquinas inteligentes o simples vehículos de otras criaturas). Teníamos que estar mejor informados antes de esperar éxitos en nuestra lucha contra ellos; y sólo había un medio de adquirir dicho conocimiento. Algunos de nosotros, uno por lo menos, debía penetrar en la Ciudad de los Trípodes, estudiarlos y pasar información. El plan era como sigue:
La Ciudad se hallaba situada al norte, en el país de los Germanos. Todos los años, a algunos de los que se les acababa de insertar la Placa, tras haber sido seleccionados por diversos procedimientos, eran enviados allí al servicio de los Trípodes. Yo presencié uno de esos procedimientos en el Château de la Tour Rouge, cuando Eloise, la hija del Comte, fue elegida Reina del Torneo. Me quedé horrorizado de ver que al final de su breve reinado aceptara convertirse en esclava del enemigo y acudiera contenta, considerándolo como un honor.
Al parecer, todos los veranos se celebraban unos Juegos entre los Germanos, a los cuales acudían jóvenes de todas partes. A los ganadores se les festejaba y eran objeto de grandes atenciones; luego partían también hacia la Ciudad en calidad de servidores. Había esperanzas de que alguno de nosotros ganara en los próximos Juegos, logrando así la admisión. Qué sucedería después era una incógnita. El que triunfara habría de confiar en su ingenio tanto para espiar a los Trípodes como para comunicar lo averiguado. La última parte sería probablemente la más difícil. Porque aunque a la Ciudad llegaban anualmente veintenas, tal vez centenares de personas, no se sabía de nadie que la hubiera abandonado jamás.
Un día notamos que se estaba fundiendo la nieve al pie del Túnel donde nos ejercitábamos y una semana más tarde sólo se veían ya retazos aislados; la hierba verdeaba, salpicada de azafranes púrpura. El cielo estaba azul y la luz solar llameaba entre los picos blancos que nos rodeaban, quemándonos la piel a través del aire puro de las alturas. En un descanso nos echamos en la hierba y dirigimos la vista hacia abajo. A media milla se movían cautelosamente unas figuras, visibles para nosotros, pero a cubierto de las miradas que pudiesen venir del valle. Era la primera incursión de la temporada y tenía por objeto saquear las ricas tierras de los hombres de la Placa.
Yo estaba sentado con Henry y Larguirucho, un tanto apartados del resto. Las vidas de todos los que vivían en las montañas estaban estrechamente entrelazadas, pero nosotros conformábamos un tejido de trama aún más unida. Después de lo que habíamos aguantado los celos y enemistades desaparecieron, siendo sustituidos por una auténtica camaradería. Los chicos del cuadro de entrenamiento eran amigos nuestros, pero entre nosotros había un vínculo especial.
Larguirucho dijo lúgubremente:
—Hoy fallé en un metro setenta.
Habló en alemán; habíamos aprendido el idioma, pero nos hacía falta practicarlo. Yo dije:
—A veces se pierde forma. Volverás a mejorar.
—Cada día estoy peor.
Henry dijo:
—Rodrigo está en baja forma. Le he ganado fácilmente.
—Tú vas bien.
A Henry lo habían elegido como corredor de fondo y su principal rival era Rodrigo. Larguirucho se entrenaba en longitud y salto de altura. Yo era uno de los dos únicos boxeadores que había. Practicábamos cuatro deportes en total, —el otro era carrera de velocidad—, dispuestos de modo que hubiera la mayor competitividad. A Henry le había ido bien desde el principio. En cuanto a mí, estaba bastante confiado en lo que se refería a mi oponente. Era Tonio, un chico de piel morena, del sur, más alto que yo y con mayor alcance, pero no tan rápido. Sin embargo Larguirucho era cada vez más pesimista sobre sus posibilidades.
Henry le alentaba diciéndole que había oído decir a los instructores que iba bien. Yo me preguntaba si sería cierto o lo decía para darle ánimos; esperaba que fuera lo primero.
Dijo:
—Le pregunté a Johann si ya había decidido cuántos iríamos.
Johann, uno de los instructores, era fuerte y achaparrado, de pelo rubio, con aspecto de toro malhumorado; pero amable en el fondo. Henry preguntó:
—¿Y qué ha dicho?
—No estaba seguro, pero creía que cuatro; el mejor de cada grupo.
—Entonces podríamos ser nosotros tres y otro más, —dijo Henry.
Larguirucho hizo un gesto negativo con la cabeza:
—Jamás lo conseguiré.
—Claro que sí.
Yo dije:
—¿Y el cuarto?
—Pudiera ser Fritz.
Tal y como lo veíamos nosotros, él era el mejor velocista. Era alemán y procedía de un lugar situado en las lindes de un bosque, al nordeste. Su mayor rival era un chico francés, Ètienne, que me gustaba más. Ètienne era alegre y comunicativo; Fritz, alto, recio, taciturno.
Dije:
—¡Con tal de que todos nosotros pasemos!
—Vosotros dos lo lograréis, —dijo Larguirucho.
Henry se puso en pie de un salto.
—El silbato. Vamos, Larguirucho. Es hora de volver al trabajo.
Los mayores tenían ocupaciones propias. Unos eran instructores nuestros, otros formaban expediciones para obtener provisiones. Y había otros que se dedicaban a estudiar los pocos libros del pasado que habían sobrevivido e intentaban reaprender las habilidades y misterios de nuestros antepasados. Larguirucho se iba con ellos en cuanto tenía ocasión; les escuchaba cuando hablaban e incluso hacía sugerencias propias. No mucho después de nuestra llegada habló (a mí me pareció que desatinadamente) de usar una especie de cacerola gigante que empujaría los vehículos sin necesidad de caballos. Aquí habían descubierto o redescubierto algo parecido, aunque todavía no funcionaba convenientemente. Y había planes más notables: uno era producir luz y calor por medio de algo que los antiguos llamaban electricidad.
Y por encima de los grupos había un hombre cuyas manos sujetaban todos los hilos, alguien cuyas decisiones no se discutían. Era Julius.
Tenía casi sesenta años. Era un hombre pequeño y lisiado. Siendo un muchacho se cayó en una grieta de hielo y se rompió el fémur; no soldó bien y cojeaba desde entonces. En aquella época las cosas eran muy distintas en las Montañas Blancas. Los que vivían allí no tenían más meta que sobrevivir, y su número decrecía.
Fue Julius el que pensó en reclutar adeptos en el mundo exterior, entre aquellos que aún no tenían la Placa, y el que creyó (e hizo creer a otros) que algún día los hombres se sublevarían contra los Trípodes y los destruirían.
También fue Julius quien concibió la empresa para la que nos estaban entrenando. Y Julius sería quien tomara la decisión final sobre quiénes serían elegidos para ella.
Un día salió a observarnos. Tenía el pelo blanco y las mejillas rojizas, al igual que la mayoría de los que se han pasado toda la vida en medio de este aire limpio y cortante, y se apoyaba en un bastón. Le vi y me concentré intensamente en el combate que disputaba. Tonio hizo una finta con la izquierda y después lanzó un derechazo cruzado. Le esquivé, le asesté con la derecha un directo al costado y cuando se volvió a erguir lo derribé de un izquierdazo en la mandíbula.
Julius me hizo una seña y yo acudí a él corriendo. Dijo:
—Estás mejorando, Will.
—Gracias, señor.
—Me imagino que estaréis impacientes por saber quiénes irán a los Juegos.
Asentí:
—Un poco, señor.
Me estudió.
—Cuando el Trípode te capturó, ¿recuerdas cómo te sentías? ¿Tenías miedo?
Lo recordé. Dije:
—Sí, señor.
—Y la idea de estar en sus manos, en su Ciudad… ¿te asusta? —Yo dudé y él prosiguió—: La elección tiene dos caras, ¿sabes? Los mayores podemos juzgar vuestra rapidez y destreza, tanto física como mental, pero no podemos leer en vuestros corazones.
—Sí —admití—. Me asusta.
—No estás obligado a ir. Puedes ser útil aquí —clavó sus ojos azules en los míos—. Nadie tiene por qué saber nada si tú prefieres quedarte.
Dije:
—Quiero ir. Me resulta más soportable la idea de estar en sus manos que la de quedarme atrás.
—Bien, —sonrió—. Y tú, después de todo, has matado a un Trípode… algo que no creo que pueda decir ningún otro ser humano. Sabes que no son todopoderosos. Eso es una ventaja, Will.
—¿Quiere usted decir, señor, que…?
—Quiero decir lo que he dicho. Hay que tomar en consideración otras cosas. Debes seguir trabajando duro y preparándote por si te eligen.
Más tarde le vi hablando con Henry. Pensé que probablemente sería una conversación muy parecida a la que había sostenido conmigo. Sin embargo, no le pregunté, y él no reveló nada.
Durante el invierno nuestra dieta, si bien adecuada, era muy monótona; el elemento básico era carne salada y desecada que, por más que hicieran los cocineros, seguía resultando pesada y poco apetitosa. Sin embargo, a mediados de abril, una expedición que salió a por comida regresó con media docena de vacas de piel a manchas blancas y negras, y Julius decretó que sacrificaran una para asarla. Tras el festín nos habló. Cuando llevaba unos minutos hablando, me di cuenta, medio ahogado de emoción, de que aquél era, casi seguro, el momento de anunciar los nombres de los que iban a intentar un reconocimiento en la Ciudad de los Trípodes.
Tenía una voz queda y yo me encontraba con los demás chicos al fondo de la cueva, pero sus palabras se oían claramente. Todo el mundo escuchaba en silencio, atentamente. Miré a Henry, que estaba a mi derecha. Bajo la luz trémula me pareció muy seguro de sí. Mi seguridad menguaba por momentos. Resultaría muy amargo que él se fuera y yo me quedara.
Primero Julius habló del plan a grandes rasgos. Los miembros del cuadro de instrucción llevaban meses preparándose para aquella tarea. Tendrían cierta ventaja sobre los competidores de las llanuras, pues es sabido que los hombres que viven en altitudes superiores tienen una fortaleza muscular y pulmonar superior a la de los que viven donde el aire es más denso. Pero era preciso recordar que habría centenares de competidores, escogidos entre los mejores atletas del país. Pudiera ser que, pese a toda su preparación, ningún miembro de nuestro pequeño grupo se ciñera el cinturón de campeón. En este caso, tendrían que arreglárselas para volver a las Montañas Blancas. Al año siguiente lo volveríamos a intentar. La paciencia era tan necesaria como la audacia.
Los contrincantes que participaban en los Juegos debían tener insertada la Placa, por supuesto. Eso no ofrecía gran dificultad. Teníamos Placas, tomadas de los que murieron en las incursiones a los valles, y se podían amoldar de modo que encajaran en los cráneos de los elegidos. Tendrían aspecto de Placas, pero no transmitirían órdenes. Sin embargo, esto suponía un problema.
A nosotros no se nos había insertado jamás la Placa y no podíamos saber exactamente cómo éstas controlaban la mente humana. Podría ser que se limitaran a imprimir en quienes la llevan una actitud de obediencia acrítica, de devoción hacia los Trípodes. En ese caso nuestros espías no necesitaban sino adoptar la apariencia de dóciles esclavos. Pero existía la posibilidad de que los Trípodes se comunicaran con las mentes de los que llevaban Placa sin necesidad de emplear palabras. Aquello obviamente, significaría ser descubierto y una de dos cosas: la ejecución o la inserción de la Placa. El primer destino era preferible.
No sólo para las personas concretas, sino también para los que se quedaban. Alguien había puesto la objeción (yo me preguntaba quién se habría atrevido a poner objeciones a un plan expuesto por Julius) de que esto entrañaba el riesgo de revelar nuestra existencia a los Trípodes, de provocar que dirigieran su poder contra nosotros y nos aplastaran. Había que correr el riesgo. No podíamos ocultarnos eternamente en las montañas. Aunque viviéramos indefinidamente en madrigueras, acabarían por encontrarnos y nos exterminarían como a alimañas. Nuestras esperanzas de supervivencia se centraban en el ataque.
Y ahora los detalles del plan:
La Ciudad de los Trípodes se hallaba a cientos de millas hacia el norte. Un gran río cubría la mayor parte de aquella distancia. Lo recorrían en ambas direcciones barcazas dedicadas al comercio, y una de ellas estaba en manos de nuestros hombres. Llegaba a un punto desde el que el acceso a los Juegos resultaba fácil.
Julius hizo una pausa antes de seguir.
Ya se había decidido que se seleccionarían tres miembros del cuadro de instrucción. Había que tener en cuenta muchas cosas: la habilidad individual, la fuerza, el nivel presumible de competición durante el encuentro, el temperamento de la persona y su probable utilidad una vez que hubiera penetrado en la fortaleza de los Trípodes. No había sido fácil, pero la elección estaba hecha. Elevando levemente la voz, dijo:
—En pie, Will Parker.
Pese a mis esperanzas, la sorpresa de oír mi nombre me desarmó. Cuando me levanté me temblaban las piernas.
Julius dijo:
—Has demostrado habilidad como boxeador, Will, y tienes la ventaja de ser pequeño y poco pesado. Te has entrenado con Tonio, que en los Juegos entraría en una categoría de más peso, y eso debería servirte de ayuda. Nuestras dudas se referían a ti mismo. Eres impaciente, muchas veces irreflexivo, proclive a precipitarte y hacer las cosas sin tener suficientemente en cuenta lo que pueda suceder a continuación. Desde ese punto de vista, Tonio habría sido mejor. Pero tiene menos probabilidades de ganar en los Juegos, que es nuestra primera preocupación. Puede recaer sobre ti una gran responsabilidad. ¿Podemos confiar en que te esforzarás al máximo para guardarte de tu propia temeridad?
Prometí:
—Sí, señor.
—Entonces siéntate, Will. En pie, Jean Paul Deliet.
Creo que me alegré más al oír el nombre de Larguirucho que el mío; quizá porque me sentía menos confuso y porque había sido menos optimista. Él había contagiado su pesimismo respecto de sus posibilidades. De modo que seríamos tres: los tres que habíamos viajado juntos y habíamos luchado en la ladera contra el Trípode.
Julius dijo:
—También hubo dificultades en tu caso, Jean Paul. Eres nuestro mejor saltador; pero no tenemos la certeza de que te encuentres al nivel que se requiere para ganar en los Juegos. Y está la cuestión de tu vista. El aparato de lentes que inventaste (o redescubriste, porque entre los antiguos era normal) es algo que en un muchacho pasaba por una excentricidad, pero los que llevan la Placa no tienen esas excentricidades. Tendrás que arreglártelas en un mundo donde verás con menos claridad que los demás. Si consigues entrar en la Ciudad, no percibirás las cosas tan claramente como Will, por ejemplo. Pero lo que veas puedes entenderlo mejor. Tu inteligencia es una ventaja que pesa más que la debilidad de tu vista. Tú podrías ser el más útil a la hora de traernos lo que debemos saber. ¿Aceptas la misión?
Larguirucho dijo:
—Sí, señor.
—Y así llegamos a la tercera elección, que fue la más fácil, —vi que Henry parecía complacido consigo mismo y fui tan pueril que sentí cierto resentimiento—. Es el que tiene más posibilidades de tener éxito en el encuentro y el que está mejor preparado para lo que pueda venir después. Fritz Eger… ¿aceptas?
Intenté hablar con Henry, pero dejó bien claro que quería estar solo. Volví a verlo más tarde, pero estaba taciturno y poco comunicativo. Después, a la mañana siguiente, fui por casualidad a la galería de vigilancia y me lo encontré allí.
El Túnel principal lo construyeron los antiguos para que unos vehículos sin caballos atravesaran la montaña hasta llegar a un punto cercano a la cima, desde donde el glaciar descendía entre cumbres nevadas, en dirección sudeste. No teníamos ni idea de por qué lo habrían hecho, pero en la cima había una casa grande, un edificio que tenía una cúpula metálica y un gran telescopio que apuntaba al cielo, y una cueva con extrañas figuras esculpidas en hielo. Al subir había galerías desde las que se podía mirar al exterior, y desde la más baja de ellas se dominaba un fértil valle verde, millas de pies más abajo, donde se veían carreteras que parecían hilos negros, casas minúsculas, y vacas como puntos perdidos en prados de juguete. Aquí también había un telescopio pequeño, fijado a la roca, pero una de las lentes se había roto y no servía.
Henry estaba apoyado en el muro de piedra y se dio la vuelta cuando me acerqué. Dije, torpemente:
—Si quieres que me vaya…
—No, —se encogió de hombros—. No importa.
—Yo… lo siento mucho.
Trató de sonreír.
—No tanto como yo.
—Si fuéramos a ver a Julius… No sé por qué no pueden ser cuatro en vez de tres.
—Ya he ido a verle.
—¿Y no hay esperanzas?
—Ninguna. Soy el mejor de mi grupo, pero no creen que tenga muchas posibilidades en los Juegos. Tal vez el año que viene, si lo sigo intentando.
—No sé por qué no has de intentarlo este año.
—Eso dije yo también. Pero él dice que incluso tres forman un grupo demasiado numeroso. Hay muchas más probabilidades de ser detectado, y más dificultades con la barcaza.
Con Julius no se discutía. Dije:
—Bueno, el año que viene tendrás una oportunidad.
—Si hay año que viene.
Sólo habría una segunda expedición si ésta fracasaba. Pensé en lo que podría significar el fracaso para mí personalmente. El minúsculo valle de campos, casas y ríos ondulantes que había contemplado con anhelo tantas veces, estaba iluminado por el sol, como antes, pero de pronto me resultaba menos atractivo. Yo lo miraba desde un agujero; oscuro, sí, pero en el que había llegado a sentirme seguro.
No obstante, pese al miedo, Henry me daba pena. Podían haberme dejado fuera a mí. No creo que en tal caso yo lo hubiera llevado igual de bien.