49


El gran consejo del faraón, al que se habían asociado numerosas personalidades de la corte, se anunciaba tormentoso. Los ministros ponían mala cara, los altos funcionarios deploraban la ausencia de directrices claras, los augures preveían un desastre militar. La muralla que formaban Ameni y su servicio ya no bastaba para proteger a Ramsés, de quien todo el mundo esperaba explicaciones.


Cuando el faraón se sentó en su trono, la sala de audiencias estaba colmada. Le correspondía al decano de los dignatarios hacer las preguntas que había recogido, con el fin de que no se produjera ningún barullo y la milenaria dignidad de la institución faraónica quedara preservada.

Los bárbaros polemizaban, gritaban y se interrumpían; en cambio, en la corte de Egipto, se tomaba la palabra por turnos y se escuchaba al otro.

–Majestad -declaró el decano-, el país está inquieto y quiere saber si la guerra con los hititas es inminente.

–Lo es -respondió Ramsés.

Un largo silencio sucedió a la breve y terrible revelación.

–¿Es inevitable?

–Del todo.

–¿Está nuestro ejército listo para el combate?

–Los artesanos han trabajado con ardor y prosiguen sus esfuerzos; algunos meses nos hubieran venido muy bien, pero no dispondremos de ellos.

–¿Por qué razón, majestad?

–Porque nuestro ejército debe partir hacia el norte en el más breve plazo. El enfrentamiento tendrá lugar lejos de Egipto; puesto que nuestros protectorados de Canaan y Amurru han sido pacificados, los cruzaremos sin peligro alguno.

–¿A quién nombrais general en jefe?

–Asumiré yo mismo el mando. Durante mi ausencia, la gran esposa real, Nefertari, gobernará las Dos Tierras, ayudada por la reina madre, Tuya.

El decano olvidó las demás preguntas; ya no tenían interés alguno.

Homero fumaba hojas de salvia, metidas en la gran concha de caracol que le servía de pipa. Sentado bajo su limonero, disfrutaba del sol primaveral, cuya calidez aliviaba su reumatismo. Su larga barba blanca, perfumada por el barbero, ennoblecía su rostro arrugado y marcado. En las rodillas del poeta, Héctor, el gato negro y blanco, ronroneaba.

–Esperaba veros antes de vuestra partida, majestad; es la gran guerra, ¿verdad?

–La supervivencia de Egipto está en juego, Homero.

–«Gracias a los cuidados del hombre -he escrito-, puede verse crecer, incluso en un lugar solitario, un magnífico olivo lleno de savia regado por abundante agua y al que los vientos obligan a doblarse, un árbol que se cubre de flores blancas. Pero, de pronto, sopla un tornado que lo arranca y lo arroja al suelo.»

–¿Y si el árbol resistiera en la tormenta?

Homero ofreció al rey una copa de vino tinto, con anís y cilantro, y él mismo tomó un largo trago.

–Escribiré vuestra epopeya, Ramsés.

–¿Os dejará tiempo libre vuestra obra?

–Estoy condenado a cantar la guerra y los viajes, y me gustan los héroes. Vencedor, seréis inmortal.

–¿Y si soy vencido?

–¿Imaginais a los hititas invadiendo mi jardín, cortando mi limonero, destrozando mi escritorio, aterrorizando a Héctor? Los dioses no pueden tolerar semejante desastre. ¿Dónde librareis la batalla decisiva?

–Es un secreto militar, pero a vos puedo confiároslo: será en Kadesh.

–La batalla de Kadesh… Es un buen título. Muchas obritas desaparecerán, creedme, pero esta obra sobrevivirá en la memoria de la humanidad. Pondré en ella todo mi arte. Un detalle, majestad: me gustaría que tuviese un final feliz.

–Intentaré no decepcionaros.

Ameni estaba desamparado. Tenía mil preguntas para hacer a Ramsés, cien expedientes para mostrarle, diez casos de conciencia para someterle… Y sólo el faraón podía decidir. Pálido, jadeante, con las manos temblorosas, el secretario particular parecía agotado.

–Deberías descansar -recomendó el rey.

–¡Pero… vas a marcharte! ¿Y por cuánto tiempo? Corro el riesgo de cometer errores y debilitar el reino.

–Tienes mi confianza, Ameni, y la reina te ayudará a tomar las decisiones adecuadas.

–Dime la verdad, majestad: ¿tienes una posibilidad, una sola, de vencer a los hititas?

–¿Llevaría a mis hombres al combate si estuviera vencido de antemano?

–Se afirma que esos bárbaros son invencibles.

–Cuando el enemigo se ha identificado, es posible derribarlo. Cuida de nuestro país, Ameni.

Chenar degustaba unas costillas de cordero asadas, sazonadas con perejil y apio; considerándolas algo insípidas, extendió especias sobre la carne. El vino tinto, que era notable, le pareció mediocre. Chenar llamó a su mayordomo, pero el que entró en la sala fue un huésped inesperado.

–¡Ramsés! ¿Deseas compartir mi comida?

–Francamente, no.

La sequedad del tono le quitó el apetito a Chenar, que consideró preferible abandonar la mesa.

–Vamos al emparrado, ¿te parece?

–Como quieras.

Sufriendo una ligera indigestión, Chenar se sentó en un sillón del jardín. Ramsés, de pie, contemplaba el Nilo.

–Tu majestad parece irritada… ¿La inminencia del conflicto?

–Tengo otros motivos para estar descontento.

–¿Me afectan?

–En efecto, Chenar.

–¿Tienes acaso quejas de mi trabajo en el ministerio?

–Siempre me has detestado, ¿no es cierto?

–¡Ramsés! Entre nosotros ha habido motivos de discordia, pero esos tiempos ya pasaron.

–¿Tú crees?

–¡No te quepa duda!

–Tu único objetivo, Chenar, es apropiarte del poder, aun al precio de la más vil traición.

A Chenar le pareció recibir un puñetazo en el estómago.

–¿Quién me ha calumniado?

–Yo no escucho los comadreos, mi opinión se basa en hechos.

–¡Imposible!

–En una morada de Menfis, Serramanna descubrió los cadáveres de dos mujeres y el laboratorio de un mago que intentó hechizar a la reina.

–¿Y por qué crees que estoy implicado en tan abominables dramas?

–Porque esa morada te pertenece, aunque hayas tomado la precaución de ponerla a nombre de nuestra hermana. Los servicios del catastro son formales.

–Tengo tantas casas, sobre todo en Menfis, que ni siquiera conozco su número exacto. ¿Cómo voy a saber lo que ocurre en ellas?

–¿Uno de tus amigos no era un mercader sirio llamado Raia?

–Un amigo no, un proveedor de vasijas exóticas.

–En realidad, un espía a sueldo de los hititas.

–¡Es… es terrible! ¿Cómo iba yo a saberlo? ¡Trataba a centenares de personalidades!

–Tu sistema de defensa es hábil, pero sé que tu desmesurada ambición te ha llevado a traicionar a tu país y colaborar con nuestros enemigos. Los hititas necesitaban cómplices en nuestro territorio, y su principal aliado fuiste tú, mi propio hermano.

–¿Qué locura cruza por tu espíritu, Ramsés? ¡Sólo un ser abyecto podría comportarse así!

–Tú eres ese ser abyecto, Chenar.

–Te complaces injuriándome sin razón.

–Has cometido un error fatal: creer que todo el mundo es corrompible. No vacilaste en emprenderla con mi entorno y mis amigos de infancia, pero ignorabas que una amistad puede ser tan sólida como el granito. Por ello caíste en la trampa que te había tendido.

La mirada de Chenar zozobró.

–Acha no me ha traicionado, Chenar, y nunca trabajó para ti.

El hermano mayor del rey se agarró a los brazos de su sillón.

–Mi amigo Acha me mantuvo al corriente de tus proyectos y tus manejos -prosiguió Ramsés-. Eres un ser malvado, Chenar, y no cambiarás.

–¡Tengo… tengo derecho a un juicio!

–Se celebrará, y serás condenado a muerte por alta traición. Como estamos en tiempo de guerra, serás encerrado en la gran cárcel de Menfis y, luego, en el penal de Khargeh, a la espera del proceso. De acuerdo con la ley, el faraón debe terminar con sus enemigos del interior antes de marcharse al frente.

Un rictus deformó la boca de Chenar.

–No te atreves a matarme porque soy tu hermano… ¡Los hititas te vencerán! Y cuando hayas muerto, me entregarán a mí el poder.

–Es saludable para un rey haberse enfrentado al mal y conocer su rostro. Gracias a ti, Chenar, seré mejor guerrero.


50


La campesina hitita había contado a Ramsés las peripecias vividas en compañía de Acha y su viaje hacia Egipto donde, gracias al mensaje del diplomático, había sido bien recibida y conducida rápidamente a presencia del faraón. De acuerdo con las promesas de Acha, Ramsés había ofrecido a la hitita un alojamiento en Pi-Ramsés y una renta vitalicia que le permitiría alimentarse, vestirse y pagar los servicios de una criada. Llena de agradecimiento, a la campesina le hubiera gustado informar al monarca sobre la suerte de Acha, pero ignoraba que había sido de él.


Ramsés se rindió a la evidencia: su amigo había sido detenido y, sin duda, ejecutado. Ciertamente, Acha podía utilizar su última añagaza: hacerles creer que trabajaba para Chenar y, por lo tanto, para los hititas; ¿pero le habrían dejado tiempo para expresarse y convencerlos? Fuera cual fuese su suerte, Acha había cumplido perfectamente su misión. Su breve mensaje sólo tenía tres palabras, pero habían impulsado a Ramsés a entrar en guerra: «Kadesh. Pronto. Peligro». Acha no había escrito más, por miedo a que interceptaran su mensaje, y no se había confiado a la campesina, por temor a que lo traicionara. Pero aquellas tres palabras eran bastante elocuentes.

Cuando Meba fue convocado al gran consejo, corrió hacia su cuarto de baño y vomitó. Recurrió a los más fuertes perfumes, a base de rosa de Asia, para eliminar su mal aliento. Desde el arresto de Chenar, que había dejado desamparada la corte, el adjunto del ex ministro de Asuntos Exteriores esperaba ser encarcelado. Escapar hubiera supuesto confesar su complicidad con Chenar y Meba, ni siquiera podía ya avisar a Ofir, que había huido.

De camino hacia palacio, Meba intentó reflexionar. ¿Y si Ramsés no sospechara de él? No le consideraban amigo de Chenar, que había ocupado su puesto de ministro, le había mantenido mucho tiempo al margen y sólo le había llamado a su lado con la única y evidente intención de humillarlo. Esta era la opinión de la corte, tal vez fuese también la del rey. ¿No aparecía Meba como una víctima a la que el destino hacía justicia, castigando a su perseguidor, Chenar?

Meba tenía que adoptar un comportamiento discreto y no reclamar el puesto que había quedado vacante. La actitud acertada consistía en confinarse en su dignidad de alto funcionario, dejar que lo olvidaran y aguardar el momento en que el destino se pronunciara a favor de Ramsés o de los hititas. En ese último caso, sabría aprovechar la situación.

La totalidad de los generales y oficiales superiores estaba presente en el gran consejo. El faraón y la gran esposa real se acomodaron en su trono.

–Dadas las informaciones que nos han llegado -declaró Ramsés-, Egipto declara la guerra a Hatti. Nuestras tropas, bajo mi mando, emprenderán el camino del norte mañana mismo. Acabamos de enviar al emperador Muwattali un despacho anunciándole el inicio oficial de las hostilidades. Séanos dado vencer las tinieblas y mantener en nuestra tierra la presencia de la Regla de Maat.

El gran consejo más breve desde el comienzo del reinado de Ramsés no fue seguido por debate alguno. Cortesanos y militares se dispersaron en silencio. Serramanna pasó ante Meba sin verlo. De regreso a su despacho, el diplomático bebió una jarra llena de vino blanco de los oasis.

Ramsés besó a sus hijos, Kha y Meritamón, que se lanzaron a una loca carrera en compañía de Vigilante, el perro del rey. Bajo el gobierno de Nedjem, jardinero convertido en ministro de Agricultura, se perfeccionaban en la práctica de los jeroglíficos y jugaban al juego de la serpiente, donde era preciso evitar las casillas de las tinieblas para alcanzar la región de luz. Para el muchachito y la niña, aquella jornada sería semejante a las demás; alegres, siguieron al amable Nedjem, que se vería obligado a leerles un cuento.

Sentados en la hierba, Ramsés y Nefertari disfrutaron unos instantes de intimidad, contemplando las acacias, los granados, los tamariscos, los sauces y las azufaifas que dominaban los arriates de acianos, de iris y de espuelas de caballero. El sol primaveral resucitaba las energías ocultas de la tierra. El rey llevaba sólo un taparrabo, la reina una corta túnica con tirantes que dejaba ver sus pechos.

–¿Cómo soportas la traición de tu hermano?

–Su lealtad me hubiera extrañado. Espero haber decapitado al monstruo, gracias al valor y a la habilidad de Acha, pero subsisten zonas oscuras. No hemos encontrado al mago y Chenar tenía, probablemente, otros aliados, egipcios o extranjeros. Sé prudente, Nefertari.

–Pensaré en el reino, no en mí misma, mientras expongas tu propia existencia para defenderlo.

–He ordenado a Serramanna que se quede en Pi-Ramsés y se encargue de tu protección. Deseaba mucho matar hititas y está encolerizado.

Nefertari apoyó la cabeza en el hombro de Ramsés, sus cabellos sueltos acariciaron los brazos del rey.

–Apenas he salido del abismo y ahora tú te expones al peligro. ¿Conoceremos algún año de paz y felicidad, como tu padre y tu madre?

–Tal vez, siempre que venzamos a los hititas; no librar ese combate condenaría Egipto a la desaparición. Si no regreso, Nefertari, conviértete en faraón, gobierna y resiste la adversidad. Muwattali ha convertido en esclavos a los pueblos que ha vencido. Que los habitantes de las Dos Tierras no se vean nunca sometidos a esta condición.

–Sea cual sea nuestro destino, habremos conocido la felicidad, esa felicidad que se crea a cada instante, volátil como el perfume o el murmullo del viento entre las hojas de un árbol. Soy tuya, Ramsés, como una ola en el mar, como una flor que nace en un campo soleado.

El tirante izquierdo del vestido de Nefertari resbaló por su hombro. Los labios del rey besaron la piel cálida y perfumada mientras acababa de desnudar lentamente el abandonado cuerpo de la reina.

Una bandada de ocas silvestres sobrevoló el jardín del palacio de Pi-Ramsés, mientras Ramsés y Nefertari se unían en el fuego de su deseo.

Poco antes del alba, Ramsés se vistió en el «lugar puro» del templo de Amón y consagró los alimentos líquidos y sólidos que serían utilizados en la celebración de los rituales. Luego, el faraón abandonó el lugar puro y contempló el nacimiento del sol, su protector, que la diosa del cielo había devorado al ocaso para que renaciera al amanecer, tras un duro combate contra las fuerzas de las tinieblas. ¿No era acaso ese mismo combate el que se disponía a librar el hijo de Seti contra las hordas hititas? El astro resucitado apareció entre las dos colinas del horizonte sobre las que, según antiguas leyendas, crecían dos inmensos árboles de turquesa que se apartaban para dejar pasar la luz.

Ramsés pronunció la plegaria que había pronunciado cada uno de sus predecesores:

–Salud a ti, luz que nace de las aguas primordiales, que aparece sobre el lomo de la tierra, que ilumina las Dos Tierras con su belleza; eres el alma viva que llega a la existencia de sí misma, sin que nadie conozca su origen. Atraviesas el cielo en forma de un halcón de abigarrado plumaje y apartas el mal. A tu derecha tienes la barca de la noche, y a tu izquierda la del día, la tripulación de la barca de luz está alegre.

Si la muerte le aguardaba en Kadesh, Ramsés no transmitiría nunca más ese mensaje; pero otra voz le sucedería y las palabras de luz no se habrían perdido.

En los cuatro cuarteles de la capital se procedía a las últimas verificaciones antes de la partida. Gracias a la presencia permanente del monarca durante las semanas precedentes, la moral era alta, pese a la previsible violencia del enfrentamiento. La calidad y cantidad del armamento tranquilizaban a los más inquietos.

Mientras las tropas salían de los cuarteles hacia la puerta principal de la ciudad, Ramsés se dirigió en carro del templo de Amón al de Set, erigido en la parte más antigua de la ciudad, donde se habían establecido, muchos siglos antes, los invasores hicsos. Para exorcizar la desgracia, los faraones habían mantenido allí un santuario dedicado a la más poderosa fuerza del universo. Seti, el hombre del dios Set, había conseguido dominarla y había transmitido el secreto a su hijo.

Hoy, Ramsés no venía a enfrentarse con el dios Set sino a cumplir un acto mágico que consistía en identificarlo con el dios de la tempestad sirio e hitita, para apropiarse de la energía del rayo y golpear con ella a sus enemigos. La confrontación fue rápida e intensa. La mirada de Ramsés se clavó en los ojos rojos de la estatua, que representaba a un hombre de pie cuya cabeza era la de una especie de perro de largo hocico y grandes orejas.

El zócalo tembló, las piernas del dios parecieron avanzar.

–Set, tú que eres la potencia, asóciame a tu ka y dame tu fuerza.

El fulgor que animaba los ojos rojos se apaciguó. Set había aceptado la petición del faraón.

El sacerdote de Madian y su hija estaban preocupados. Moisés, que había llevado a pastar el principal rebaño de corderos de la tribu, debería haber regresado hacía dos días. Solitario y huraño, el yerno del anciano meditaba en la montaña, evocaba a veces extrañas visiones, pero se negaba a responder las preguntas que su esposa le hacía y no pensaba en jugar con su hijo, al que había llamado «Exiliado».

El sacerdote sabía que Moisés pensaba sin cesar en Egipto, en aquel país prodigioso donde había nacido y donde había asumido importantes funciones.

–¿Volverá allí? – le preguntó preocupada su hija.

–No lo creo.

–¿Por qué se ha refugiado en Madian?

–Lo ignoro y quiero seguir ignorándolo. Moisés es un hombre honesto y trabajador; ¿qué más se puede pedir?

–Mi marido me parece tan lejano, tan secreto…

–Acéptalo así, hija mía, y serás feliz.

–Si vuelve, padre.

–Confía y ocúpate del pequeño.

Moisés regresó, pero su rostro había cambiado. Las arrugas le marcaban, sus cabellos habían encanecido. Su mujer le saltó al cuello.

–¿Qué ha ocurrido, Moisés?

–He visto una llama brotando de una zarza. Ardía, pero no se consumía. Desde aquella zarza, Dios me ha hablado. Ha revelado Su nombre y me ha confiado una misión. Dios es El que es, y debo obedecerle.

–Obedecerle… ¿significa eso que vas a abandonarnos, a mí y a mi hijo?

–Cumpliré mi misión, pues nadie debe desobedecer a Dios. Sus mandamientos nos superan, a ti y a mí; ¿quiénes somos salvo instrumentos al servicio de Su voluntad?

–¿Cuál es esa misión?

–Lo sabrás cuando llegue el momento.

El hebreo se aisló en su tienda, recordó su encuentro con el ángel de Yahvé, el dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Unos gritos turbaron su meditación. Un hombre a caballo acababa de irrumpir en el campamento y contaba, con precipitada elocución, que un inmenso ejército, mandado por el propio faraón, partía hacia el norte para enfrentarse con los hititas.

Moisés pensó en Ramsés, su amigo de la infancia, en la formidable energía que lo animaba. Y en aquel instante, deseó su victoria.


51


El ejército hitita se desplegó ante las murallas de la capital. Desde lo alto de la torre de vigía, la sacerdotisa Putuhepa vio como se alineaban los carros, los arqueros y los infantes. Con perfecta disciplina, encarnaban el invencible poderío del imperio gracias al que el Egipto de Ramsés sería pronto una provincia sometida. Muwattali, como era debido, respondió a la declaración de guerra de Ramsés con una carta idéntica, redactada en términos protocolarios.


Putuhepa hubiera preferido que su marido se quedara a su lado, pero el emperador había exigido que Hattusil, su principal consejero, estuviera presente en el campo de batalla.

El general en jefe Uri-Techup se dirigió hacia los soldados con una antorcha en la mano. Encendió una gran hoguera e hizo que se acercara al fuego un carro que nunca había servido. Con una maza lo hizo pedazos y quemó los restos.

–Así será destruido cualquier soldado que retroceda ante el enemigo, así lo aniquilará el dios de la tormenta.

Con aquella ceremonia mágica, Uri-Techup daba a sus tropas una cohesión que ningún enfrentamiento, por violento que fuera, debilitaría. El hijo del emperador tendió su espada hacia Muwattali, en signo de sumisión.

El carro imperial tomó la dirección de Kadesh, que sería el cementerio del ejército egipcio.

Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha, los dos soberbios caballos de Ramsés, tiraban del carro real a la cabeza de un ejército que comprendía cuatro divisiones de cinco mil hombres colocados bajo la protección de los dioses Amón, Ra, Ptah y Set. Los generales de división tenían a sus órdenes jefes de tropa, tenientes generales y portaestandartes. Por lo que a los quinientos carros se refiere, estaban divididos en cinco regimientos. El equipamiento de los soldados incluía túnicas, camisas, corazas, grebas de cuero, cascos, pequeñas hachas de doble filo, por no mencionar las numerosas armas cuya distribución, cuando llegara el momento, harían los escribas de la intendencia.

El caballerizo de Ramsés, Menna, era un soldado experto que conocía bien Siria; no le gustaba demasiado la presencia de Matador, el enorme león de Nubia, que caminaba junto al carro con la melena al viento.

Pese a las advertencias de Ramsés, Setaú y Loto habían querido dirigir la sección sanitaria, incluso en lo más fuerte de la batalla. Como no conocían el paraje de Kadesh, esperaban descubrir allí algunas serpientes insólitas.

El ejército había abandonado la capital a finales del mes de abril del quinto año del reinado de Ramsés. El tiempo se había mostrado clemente, ningún incidente había retrasado su avance. Tras haber pasado la frontera en Sele, Ramsés había seguido la ruta de la costa, jalonada de manantiales custodiados por fortines, y luego había atravesado Canaan y Amurru.

En el lugar llamado «La morada del valle de los cedros», cercano a Biblos, el rey había ordenado que tres mil hombres, acantonados allí para impedir el acceso a los protectorados, siguieran hacia el norte, hasta la altura de Kadesh, y se dirigieran al lugar del combate por el nordeste. Los generales se habían opuesto a esa estrategia, argumentando que el ejército auxiliar se enfrentaría con una fuerte resistencia y se vería bloqueado en la costa; pero Ramsés había desdeñado sus argumentos.

El itinerario que el rey había elegido para llegar a Kadesh atravesaba el llano de la Bekaa, una depresión entre las sierras del Líbano y el Antilíbano, en un paisaje inquietante y salvaje que impresionó a los soldados egipcios. Algunos sabían que los cursos de agua lodosa estaban llenos de cocodrilos y que las montañas cubiertas de espesos bosques eran cubil de osos, hienas, gatos monteses y lobos.

El follaje de los cipreses, los abetos y los cedros era tan denso que, cuando atravesaban una zona boscosa, los soldados no veían el sol y se asustaban. Intervino un general para que cesara el naciente pánico y para convencer a los infantes de que no morirían asfixiados.

La división de Amón marchaba en cabeza, seguida de las de Ra y de Ptah; la división de Set cerraba la marcha. Un mes después de su partida, las tropas egipcias se acercaron a la colosal fortaleza de Kadesh, construida en la orilla izquierda del Orontes, a la salida del llano de la Bekaa. La plaza fuerte señalaba la frontera del imperio hitita y servía de base a los comandos encargados de desestabilizar las provincias de Amurru y de Canaan.

El final del mes de mayo fue lluvioso, los soldados se quejaban de la humedad. Como la comida era abundante y de buena calidad, los estómagos llenos hicieron olvidar aquel inconveniente.

A pocos kilómetros de Kadesh, justo antes del denso y sombrío bosque de Lawi, Ramsés hizo que su ejército se detuviera. El lugar resultaba propicio para una emboscada, los carros quedarían inmovilizados, la infantería no podría maniobrar. Con el mensaje de Acha bien presente en la memoria, «Kadesh. Pronto. Peligro», el rey no quiso ceder a la precipitación.

Autorizó sólo un sumario campamento, bajo la protección de una primera línea de carros y arqueros, y reunió su consejo de guerra, al que asistió Setaú, muy popular entre los soldados a quienes curaba de sus mil y un pequeños males, con la ayuda de Loto.

Ramsés llamó al caballerizo Menna.

–Despliega el mapa grande.

–Estamos aquí -precisó Ramsés-, en el lindero del bosque de Lawi, en la orilla este del Orontes. Al salir del bosque hay un primer vado que nos permitirá cruzar el río, fuera del alcance de los arqueros hititas apostados en las torres de la fortaleza. El segundo vado, más al norte, está mucho más cercano. Pasaremos de largo la plaza pública y estableceremos nuestro campamento al nordeste, para tomarla por detrás. ¿Os satisface el plan?

Los generales asintieron con la cabeza. Los ojos del rey fulguraron.

–¿Os habéis vuelto estúpidos?

–Claro que está ese bosque, que resulta molesto -dijo el general de la división de Amón.

–¡Hermosa perspicacia! ¿Y creéis que los hititas nos permitirán tomar tranquilamente el vado, desplegarnos ante la fortaleza e instalar nuestro campamento? Este plan es el que vosotros, mis generales, me entregasteis, y sólo omite un detalle: la presencia del ejército hitita.

–Seguramente estarán encerrados en la fortaleza, al abrigo de sus murallas -objetó el general de la división de Ptah.

–Si Muwattali fuera un mediocre guerrero, en efecto, actuaría de ese modo. ¡Pero es el emperador de Hatti! Nos atacará a la vez en el bosque, en el vado y ante la plaza fuerte, aislará nuestros cuerpos de ejército y nos impedirá responder. Los hititas no cometerán el error de permanecer en posición defensiva; ¿bloquearían ellos su potencial ofensivo en una fortaleza? ¡Admitid que sería una decisión aberrante!

–La elección del terreno es decisiva -argumentó el general de la división de Set-. El combate en el bosque no es nuestra especialidad, ni mucho menos; un lugar llano y despejado nos sería más conveniente. Crucemos pues el Orontes antes del bosque de Lawi.

–Imposible, no hay ningún vado.

–¡Pues bien, incendiemos este maldito bosque!

–Por una parte, los vientos podrían volverse contra nosotros; por otra, los troncos calcinados y caídos impedirían nuestro avance.

–Hubiera sido preferible seguir la ruta costera -consideró el general de la división de Ra, sin vacilar en contradecirse-, y atacar Kadesh por el norte.

–Inepto -estimó su colega de la división de Ptah-. Con todo el respeto que debo a su majestad, el ejército auxiliar no tiene posibilidad alguna de reunirse con nosotros. Los hititas son desconfiados, habrán apostado numerosos soldados en la desembocadura de la ruta costera para rechazar un eventual ataque. La mejor estrategia es, efectivamente, la que nosotros adoptamos.

–Cierto -ironizó el general de la división de Set-, ¡pero ya no tenemos posibilidad de avanzar! Propongo que enviemos un millar de infantes al bosque de Lawi y así podrán observar la reacción de los hititas.

–¿Qué podrán decirnos un millar de muertos? – preguntó Ramsés.

El general de la división de Ra estaba abatido.

–¿Debemos retroceder antes de haber combatido? Los hititas se reirán de nosotros y el prestigio de vuestra majestad se verá gravemente dañado.

–¿Qué pasará con mi fama si conduzco mi ejército a la aniquilación? Debemos salvar Egipto, no mi propia gloria.

–¿Qué decidís, majestad?

Setaú salió de su reserva.

–Como encantador de serpientes, me gusta actuar solo o con mi compañera. Si paseara en compañía de un centenar de soldados, no vería una sola cobra.

–Id al grano -exigió el general de la división de Set.

–Enviemos al bosque un grupo pequeño -propuso Setaú-; si consigue atravesarlo, que evalúe las fuerzas enemigas. Así sabremos como atacarlos.

El propio Setaú se puso a la cabeza de un comando formado por diez soldados jóvenes y bien entrenados, armados con ondas, arcos y puñales. Todos sabían moverse sin hacer ruido. En cuanto entraron en el bosque de Lawi, donde reinaba la penumbra a mediodía, se dispersaron, levantando a menudo los ojos hacia la copa de los árboles para descubrir eventuales arqueros tendidos boca abajo en las ramas más altas.

Con los sentidos al acecho, Setaú no percibió ninguna presencia hostil. Fue el primero en salir del bosque y se agachó entre las altas hierbas; sus compañeros se le unieron muy pronto, sorprendidos por haber efectuado tan apacible paseo. Tenían a la vista el primer vado. Ningún soldado hitita por los alrededores.

A lo lejos se veía la fortaleza de Kadesh, construida sobre un altozano. Ante la plaza fuerte había una llanura desierta. Los egipcios se miraron estupefactos.

Incrédulos, permanecieron inmóviles más de una hora y se vieron obligados a rendirse a la evidencia: el ejército hitita no se hallaba en Kadesh.

–Allí -indicó Setaú señalando tres encinas cercanas al vado-. Algo se ha movido.

Los miembros del comando procedieron a un rápido cerco. Uno de ellos permaneció algo retrasado; si sus compañeros caían en una trampa, se batiría en retirada para avisar a Ramsés. Pero la operación se desarrolló sin problemas y los egipcios hicieron prisioneros a dos hombres que, de acuerdo con su atavío, eran jefes de clan beduinos.


52


Los dos prisioneros estaban aterrorizados. Uno era alto y delgado; el otro, de estatura media, calvo y barbudo. Ninguno de los dos se atrevía a levantar los ojos hacia el faraón de Egipto.


–¿Cómo os llamáis?

–Yo Amos -respondió el calvo-; mi amigo se llama Baduch.

–¿Quiénes sois?

–Jefes de tribus beduinas.

–¿Cómo explicáis vuestra presencia en este paraje?

–Debíamos ver a un dignatario hitita, en Kadesh.

–¿Por qué motivo?

Amos se mordió los labios, Baduch agachó más la cabeza.

–¡Responde! – exigió Ramsés.

–Los hititas nos ofrecían una alianza contra Egipto, en el Sinaí, para atacar sus caravanas.

–Y habéis aceptado.

–¡No, deseábamos discutirlo!

–¿Cuál fue el resultado de la negociación?

–No hubo negociación, majestad, porque en Kadesh no hay ningún dignatario hitita. En la fortaleza sólo hay sirios.

–¿Dónde está el ejército hitita?

–Abandonó Kadesh hace ya quince días. Según el mando de la plaza fuerte, se ha desplegado ante la ciudad de Alep, a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí, para que maniobren sus centenares de carros nuevos. Mi compañero y yo vacilábamos en emprender ese viaje.

–¿No nos aguardaban los hititas aquí, en Kadesh?

–Sí, majestad… Pero unos nómadas, como nosotros, les indicaron la enormidad de vuestras tropas. No habían previsto que dispondríais de tan imponente fuerza y han preferido enfrentarse con vos en terreno más propicio.

–¡Tú y otros beduinos habéis anunciado pues nuestra llegada!

–¡Imploramos vuestro perdón, majestad! Como tantos otros, yo creía en la superioridad hitita… Y vos sabéis que esos bárbaros no nos dejan otra alternativa: o les obedecemos o nos matan.

–¿Cuántos hombres hay en la fortaleza?

–Por lo menos mil sirios, convencidos de que Kadesh es inexpugnable.

Se reunió el consejo de guerra. Para los generales, Setaú se había convertido en un personaje respetable, digno de una condecoración.

–El ejército de los hititas ha retrocedido -declaró orgullosamente el general de la división de Ra-; ¿no es esto una victoria, majestad?

–Una frágil ventaja. Ahora se impone una pregunta: ¿debemos sitiar Kadesh?

Las opiniones estuvieron divididas, pero la mayoría optó por un rápido avance hacia Alep.

–Si los hititas han renunciado a hacernos frente aquí -dijo Setaú-, es porque prefieren llevarnos a su terreno. ¿No sería más juicioso apoderarnos de esta plaza fuerte y convertirla en nuestra base de retaguardia, en vez de lanzar todas nuestras divisiones a la batalla y hacerle así el juego al adversario?

–Podríamos perder un tiempo precioso -objetó el general de la división de Amón.

–No lo creo; puesto que el ejército hitita ya no defiende Kadesh, nos apoderaremos rápidamente de ella. Tal vez consigamos incluso convencer a los sirios que se rindan, a cambio de perdonarles la vida.

–Sitiaremos Kadesh y la tomaremos -decidió Ramsés-; en adelante, esta región estará bajo la autoridad del faraón.

Conducida por el rey, la división de Amón atravesó el bosque de Lawi, cruzó el primer vado, se introdujo en la llanura y se detuvo al noroeste de la imponente fortaleza de almenadas murallas y cinco torres llenas de sirios que contemplaron como la división de Ra se instalaba frente a la plaza fuerte. La división de Ptah acampó junto al vado, la de Set permaneció en el lindero del bosque. Al día siguiente, tras una noche y una mañana de descanso, las tropas egipcias establecieron contacto antes de cercar Kadesh y lanzar su primer asalto.

Los hombres de ingeniería establecieron con celeridad el campamento del faraón. Tras haber formado un rectángulo con altos escudos, montaron la vasta tienda del soberano, que incluía una alcoba, un despacho y una sala de audiencias. Muchas otras tiendas, más modestas, estaban reservadas a los oficiales. Los hombres de tropa dormirían al aire libre o, en caso de lluvia, bajo toldos de tela. A la entrada del campamento colocaron una puerta de madera flanqueada por dos estatuas de leones, que daba acceso a una avenida central que llegaba hasta la capilla donde el rey rendiría culto al dios Amón.

En cuanto el general de división dio la autorización para deponer las armas, los soldados se dedicaron a las distintas ocupaciones previstas, en función de las secciones a las que pertenecían. Se ocuparon de los caballos, los asnos y los bueyes, lavaron la ropa, repararon las ruedas deterioradas por la pista, afilaron puñales y lanzas, distribuyeron las raciones y prepararon la comida. El olorcillo de los platos hizo olvidar Kadesh, los hititas y la guerra, y comenzaron a bromear, a contar historias y a jugar apostándose la soldada. Los más excitados organizaron un concurso de lucha con las manos desnudas.

Ramsés alimentó personalmente sus caballos y su león, cuyo apetito permanecía intacto. Cuando el campamento se adormeció, las estrellas se apoderaron del cielo y el rey mantuvo los ojos clavados en la monstruosa plaza fuerte que su padre había considerado oportuno no anexionarse. Apoderarse de ella sería un duro golpe para el imperio hitita; instalando una guarnición de élite, Ramsés protegería su país de una invasión.

Ramsés se tendió en su cama, cuyas cuatro patas tenían forma de garras de león, y apoyó la cabeza en una almohada de tejido decorada con papiros y lotos. La delicadeza de aquellos adornos le hizo sonreír; ¡qué lejos estaba la dulzura de las Dos Tierras!

Cuando el rey cerró los ojos, apareció el sublime rostro de Nefertari.

–Levántate, Chenar.

–¿Sabes con quién estás hablando, carcelero?

–Con un traidor que merece la muerte.

–¡Soy el hermano mayor del rey!

–Ya no eres nada, tu nombre desaparecerá para siempre. Levántate o vas a conocer la caricia de mi látigo.

–No tienes derecho a maltratar a un prisionero.

–A un prisionero, no… ¡pero a ti…!

Tomándose en serio la amenaza, Chenar se levantó.

En la gran cárcel de Menfis, no había tenido que realizar ningún servicio. Al revés que los demás condenados, que realizaban trabajos en los campos o reparaban los diques, el hermano mayor del rey había sido encerrado en una celda y alimentado dos veces al día.

El carcelero lo empujó por un corredor. Chenar creía que iba a subir a un carro con destino a los oasis, pero unos hoscos guardianes lo obligaron a entrar en un despacho donde estaba el hombre al que más odiaba, después de Ramsés y Acha, Ameni, el fiel escriba, el incorruptible por excelencia.

–Has elegido el mal camino, Ameni, el de los vencidos; tu triunfo será sólo momentáneo.

–¿Abandonará la rabia tu corazón?

–¡No antes de haber clavado un puñal en el tuyo! Los hititas derrotarán a Ramsés y me liberarán.

–Tu encarcelamiento te ha hecho perder la razón, pero tal vez no la memoria.

Chenar se enfurruñó.

–¿Qué quieres de mí, Ameni?

–Por fuerza tenías cómplices.

–Cómplices… ¡sí, los tengo, y muchos! ¡La corte entera es cómplice, el país entero es cómplice! Cuando suba al trono, se prosternarán a mis pies y castigaré a mis enemigos.

–Dime los nombres de tus cómplices, Chenar.

–Eres curioso, pequeño escriba, demasiado curioso… ¿Y no crees que yo era lo bastante fuerte para actuar solo?

–Fuiste manipulado, Chenar, y tus amigos te han abandonado.

–Te equivocas, Ameni; Ramsés está viviendo sus últimos días.

–Si hablas, Chenar, las condiciones de tu detención serán menos penosas.

–No seré prisionero por mucho tiempo. En tu lugar, pequeño escriba, emprendería la fuga. Mi venganza no perdonará a nadie, y a ti menos que a nadie.

–Por última vez, Chenar, ¿quieres revelarme el nombre de tus cómplices?

–¡Que los demonios del infierno laceren tu rostro y desgarren tus entrañas!

–El penal te desatará la lengua.

–Te arrastrarás a mis pies, Ameni.

–Lleváoslo.

Los guardianes empujaron a Chenar hasta un carro tirado por dos bueyes; un policía llevaba las riendas. Cuatro colegas a caballo lo acompañarían hasta el penal. Chenar iba sentado en una tabla mal desbastada y sentía cada uno de los baches de la pista. Pero el dolor y la incomodidad no le importaban; haber estado tan cerca del poder supremo y haber caído tan bajo alimentaba en él un insaciable deseo de revancha.

Hasta la mitad del trayecto, Chenar dormitó, soñando con triunfantes futuros. Unos granos de arena le azotaron el rostro. Extrañado, se arrodilló y miró al exterior. Una inmensa nube ocre ocultaba el cielo y llenaba el desierto. La tempestad se desarrollaba con increíble rapidez.

Aterrorizados, dos caballos desmontaron a sus jinetes; mientras sus camaradas intentaban ayudarles, Chenar derribó al conductor del carro, lo arrojó a la pista, se puso en su lugar y corrió hacia el torbellino.


53


La mañana era brumosa y la fortaleza de Kadesh tardaba en salir de la niebla. Su imponente masa seguía desafiando al ejército egipcio; protegida al mismo tiempo por el Orontes y las boscosas colinas, parecía inexpugnable.


Desde las alturas, donde el rey y la división de Amón habían tomado posiciones, Ramsés veía la división de Ra en la llanura que se extendía ante la plaza fuerte, y la de Ptah, entre el bosque de Lawi y el primer vado. Pronto lo cruzaría, seguida por la división de Set. Entonces, los cuatro cuerpos de ejército lanzarían un asalto victorioso contra la fortaleza.

Los soldados verificaron sus armas; dagas, lanzas, espadas, curvos sables, mazas, hachas y arcos les quemaban los dedos. Al acercarse el combate, los caballos se ponían nerviosos. Por orden del escriba de la intendencia se limpió el campamento y se lavaron cuidadosamente los utensilios de cocina. Los oficiales pasaron revista a las tropas y mandaron al barbero a quienes iban mal afeitados. No toleraron los aspectos descuidados e infligieron varios días de trabajos forzados a los cogidos en falta.

Poco antes de mediodía, bajo un cálido sol que se imponía por fin, Ramsés hizo que dieran, con una señal óptica, la orden de que la división de Ptah se pusiera en movimiento; ésta comenzó a moverse y a pasar el vado. Avisada por un mensajero, la de Set se introduciría dentro de poco en el bosque de Lawi.

De pronto se oyó un trueno. Ramsés levantó sus ojos al cielo, pero no vio nube alguna.

Unos aullidos ascendieron de la llanura. Incrédulo, el faraón descubrió la verdadera causa del terrorífico ruido que llenaba el paraje de Kadesh.

Una marea de carros hititas acababa de atravesar el segundo vado, próximo a la ciudadela, y se hundía en el flanco de la división de Ra; otra oleada, rápida y gigantesca, atacaba la división de Ptah. Tras los carros corrían miles de infantes, cubriendo los montes y el valle, como una nube de langostas.

Aquel inmenso ejército se había ocultado en el bosque, al este y al oeste de la plaza fuerte, y se lanzaba contra las tropas egipcias cuando éstas eran más vulnerables.

El número de los enemigos dejó estupefacto a Ramsés. Cuando apareció Muwattali, el faraón comprendió. Alrededor del emperador de Hatti, de pie en su carro, los príncipes de Siria, de Mitanni, de Alep, de Ugarit, de Karkemish, de Arzawa y los jefes de varios pequeños principados a los que Hattusil, por orden del emperador, había convencido de que se unieran a los hititas para aplastar al ejército egipcio.

Una coalición… Muwattali había reunido, en la más vasta coalición que jamás había existido, todos los países bárbaros hasta las orillas del mar, distribuyéndoles enormes cantidades de oro y plata.

Cuarenta mil hombres y tres mil quinientos carros caían sobre las fuerzas egipcias, mal dispuestas y llenas de estupor.

Centenares de infantes de la división de Ptah sucumbieron bajo las flechas enemigas, los carros fueron derribados y obstruyeron el vado. Los supervivientes corrieron hacia el bosque de Lawi para refugiarse allí, impidiendo cualquier intervención de la división de Set. Aquella parte del ejército egipcio ya no podía participar en el combate, so pena de convertirse en presa fácil para los arqueros coaligados.

La casi totalidad de los carros de la división de Ptah había sido destruida. Los de la división de Set permanecían clavados en el suelo. En la llanura, la situación se hacía catastrófica. Cortada en dos, la división de Ra había sido reducida a la impotencia, sus hombres huían a la desbandada. Los coaligados masacraban a los egipcios, la punta de sus lanzas quebraba los huesos y atravesaba las carnes, las lanzas se hundían en los costados, los puñales perforaban los vientres.

Los príncipes coaligados aclamaron a Muwattali. La estrategia del emperador se revelaba de una perfecta eficacia. ¿Quién podía suponer que el arrogante ejercito de Ramsés sería exterminado así, sin haber combatido siquiera? Los supervivientes emprendían la huida, como aterrorizadas liebres, y sólo debían la vida a la rapidez de su carrera.

Ya sólo quedaba dar el golpe de gracia.

La división de Amón y el campamento del faraón, intactos todavía, no resistirían mucho tiempo a las hordas aulladoras que se lanzaban contra ellos. La victoria de Muwattali sería entonces total; con la muerte de Ramsés, el Egipto de los faraones agacharía por fin la cabeza y se convertiría en esclavo de Hatti. Al revés que su padre, Ramsés había caído en la trampa de Kadesh y pagaría con la vida su error.

Un desmelenado guerrero empujó a dos príncipes y se enfrentó con el emperador.

–¿Qué ocurre, padre mío? – preguntó Uri-Techup-. ¿Por qué no he sido advertido de la hora de la ofensiva, yo, el general en jefe de nuestro ejército?

–Te confié un papel preciso: la defensa de Kadesh con nuestros batallones de reserva.

–¡Pero la fortaleza no está en peligro!

–Son mis órdenes, Uri-Techup, y olvidas un hecho esencial: no te confié el mando del ejército coaligado.

–¿Quién entonces…?

–¿Quién sino mi hermano Hattusil podía cumplir tan difícil función? El dirigió las largas y pacientes negociaciones para convencer a nuestros aliados de que aceptaran un excepcional esfuerzo de guerra, a él le tocaba pues el honor de mandar la coalición.

Uri-Techup lanzó a Hattusil una mirada de odio y llevó la mano al pomo de su espada.

–Vuelve a tu puesto, hijo mío -ordenó secamente Muwattali.

Los jinetes hititas derribaron la muralla de escudos que protegía el campamento del faraón. Los escasos soldados egipcios que intentaron resistir cayeron con el cuerpo traspasado por las lanzas. Un teniente de carros aulló, ordenando a los fugitivos que resistieran; la flecha de un arquero hitita penetró en su boca y el oficial murió mordiendo en vano la saeta que le arrebataba la vida.

Más de dos mil carros se disponían a lanzarse hacia la tienda real.

–Señor -exclamó el caballerizo Menna-, vos que protegeis Egipto el día del combate, vos que sois señor de la valentía, ¡mirad! ¡Pronto estaremos solos entre millares de enemigos! No nos quedemos aquí… ¡Huyamos!

Ramsés lanzó una despectiva mirada a su caballerizo.

–Puesto que la cobardía se ha apoderado de tu corazón, desaparece de mi vista.

–Majestad, os lo suplico. Esto no es valor, sino locura. Salvad vuestra vida, el país os necesita.

–Egipto no necesita a un vencido. Combatiré, Menna.

Ramsés se puso la corona azul y se revistió con una corta coraza, que combinaba un taparrabo y un corpiño cubierto de pequeñas placas de metal. En sus muñecas lucía brazaletes de oro cuyos cierres representaban patos en lapislázuli y con la cola de oro. Calmosamente, como si la jornada se anunciara tranquila, el monarca protegió sus dos caballos con mantas de algodón rojo, azul y verde. La cabeza de Victoria en Tebas, el macho, y la de La diosa Mut está satisfecha, la hembra, estaban adornadas con un magnífico penacho de plumas rojas con los extremos azules.

Ramsés montó en su carro de madera chapada de oro, de tres metros de largo, cuyo cajón se apoyaba en un eje y una lanza. Las piezas habían sido moldeadas al fuego, cubiertas de hojas de oro y ensambladas con espigas. Las partes expuestas al roce estaban provistas de cuero. La armadura de la caja, abierta por detrás, estaba hecha de planchas chapadas en oro, el suelo de tiras de cuero entrelazadas.

En los flancos del carro había figuras de asiáticos y nubios arrodillados y sumisos. El sueño de un reino que estaba derrumbándose, la última afirmación simbólica del poderío de Egipto, de su dominio sobre el norte y el sur. El carro iba equipado con dos carcajes, uno para las flechas, otro para los arcos y las espadas. Con aquellas armas irrisorias, el faraón se disponía a combatir con todo un ejército.

Ramsés anudó las riendas a su cintura, para tener las manos libres; los dos caballos eran inteligentes y valerosos, se lanzarían directamente al combate. Un grave rugido reconfortó al rey; su león, Matador, seguía siéndole fiel y combatiría con él hasta la muerte.

Un león y una pareja de caballos: esos eran los tres últimos aliados del rey de Egipto. Los carros y los infantes de la división de Amón se dispersaban ante el enemigo.

«Si cometes una falta -había dicho Seti-, no acuses a nadie sino a ti mismo y rectifica tu error. Combate como un toro, un león y un halcón, sé fulgurante como la tempestad. De lo contrario, serás vencido.»

Con ensordecedor ruido, levantando una nube de polvo, los carros de los coaligados subieron al asalto del altozano en el que se hallaba el faraón de Egipto, de pie en su carro. Un profundo sentimiento de injusticia había invadido a Ramsés. ¿Por qué el destino le era desfavorable, por qué Egipto debía perecer bajo los embates de los bárbaros?

En la llanura ya no quedaba nada de la división de Ra, cuyos supervivientes habían huido hacia el sur. Las fuerzas supervivientes de la división de Ptah y la de Set estaban bloqueadas en la orilla este del Orontes. Por lo que se refiere a la división de Amón, que contaba en sus filas con la élite de los carros, se había comportado con nauseabunda cobardía. Se había derrumbado a la primera carga de los coaligados. Y ya no quedaba ningún oficial superior, ningún portador de escudo, ningún arquero dispuesto al combate. Fuera cual fuese su graduación, los soldados sólo habían pensado en salvar su vida, olvidándose de Egipto. Menna, el caballerizo del rey, estaba de rodillas, con la cabeza entre las manos, para no ver al enemigo que se arrojaba sobre él.

Cinco años de reinado, cinco años durante los que Ramsés había intentado ser fiel al espíritu de Seti y proseguir la edificación de un país rico y feliz, cinco años que concluían en un desastre, preludio de la invasión de las Dos Tierras y la esclavización de su pueblo. Nefertari y Tuya ofrecerían una escasa resistencia a la nube de depredadores que se arrojaría hacia el Delta y, luego, devastaría el valle del Nilo. Como si percibieran los pensamientos de su dueño, los caballos lloraron.

Entonces, Ramsés se rebeló. Levantando los ojos al sol, se dirigió a Amón, el dios oculto en la luz, cuya verdadera forma ningún ser conocería nunca.

–¡A ti apelo, padre Amón! ¿Puede un padre olvidar a su hijo, solo, en medio de una muchedumbre de adversarios? ¿Qué sucede para que te comportes así, te he desobedecido acaso una sola vez? Todos los países extranjeros se han coaligado contra mí; mis soldados, numerosos sin embargo, han emprendido la huida y heme aquí solo y sin ayuda. ¿Pero quiénes son esos bárbaros, sino seres crueles que no practican la Regla de Maat? Para ti, padre mío, he construido templos, hacia ti he hecho subir cada día las ofrendas. Has disfrutado las esencias de las más sutiles flores, he erigido para ti grandes pilonos, he levantado mástiles con oriflamas para anunciar tu presencia en los santuarios, he hecho extraer de las canteras de Elefantina obeliscos que fueron levantados a tu gloria. A ti apelo, Amón, padre mío, porque estoy solo, absolutamente solo. He actuado por ti, con amante corazón; en este momento de angustia, actúa por el que actúa. Amón valdrá para mí más que millones de soldados y centenares de miles de carros. El valor de una multitud es irrisorio. Amón es más eficaz que un ejército.

La empalizada que protegía el acceso al campamento cedió, dejando libre el paso a la carga de los carros. En menos de un minuto, Ramsés habría dejado de vivir.

–Padre mío -clamó el faraón-, ¿por qué me has abandonado?


54


Muwattali, Hattusil y los príncipes coaligados admiraron la actitud del faraón.


–Morirá como un guerrero -dijo el emperador-. Un soberano de ese temple merecía ser hitita. Nuestra victoria es, en primer lugar, la tuya, Hattusil.

–Los dos beduinos han cumplido perfectamente su misión. Sus mentiras convencieron a Ramsés de que nuestras tropas estaban muy lejos de Kadesh.

–Uri-Techup hizo mal oponiéndose a tu plan y defendiendo una batalla ante la plaza fuerte. Tendré en cuenta su error.

–¿Lo esencial no es ver el triunfo de la coalición? La conquista de Egipto nos ofrecerá prosperidad durante varios siglos.

–Asistamos al final de Ramsés, traicionado por sus propias tropas.

El sol se hizo de pronto mucho más intenso, cegando a los hititas y a sus aliados. En el cielo azul rugió el trueno. Todos se creyeron víctimas de una alucinación… Una voz, vasta como el cosmos, brotaba del firmamento. Una voz cuyo mensaje sólo Ramsés percibió: «Soy tu padre Amón, mi mano está en la tuya; soy tu padre, yo, el señor de la victoria.»

Un rayo de luz envolvió al faraón y su cuerpo se volvió brillante como el oro iluminado por el sol. Ramsés, hijo de Ra, adquirió el poder del astro del día y se lanzó contra los asaltantes, petrificados de estupor. No era ya un jefe vencido y solitario que libraba su último combate, sino un rey de inigualable fuerza y brazo infatigable, una llama devastadora, una estrella fulgurante, un viento violento, un toro salvaje de acerados cuernos, un halcón que laceraba con sus zarpas a quien se le oponía. Ramsés disparaba flecha tras flecha, matando a los conductores de los carros hititas. Privados de control, los caballos se encabritaban, cayendo unos sobre otros; los carros volcaban en confuso montón.

Matador, el león nubio; hizo una carnicería. Arrojando sus trescientos kilos a la batalla, destrozó con sus zarpazos a sus adversarios y clavó en cuellos y cráneos sus colmillos de diez centímetros. Su soberbia melena flameaba, sus patas golpeaban con tanta violencia como precisión.

Ramsés y Matador detuvieron el impulso adversario y atravesaron las líneas enemigas. El jefe de los infantes hititas blandió su lanza, pero no tuvo tiempo para concluir su gesto: la flecha del faraón se clavó en su ojo izquierdo. En el mismo instante, las fauces del león se cerraban sobre el horrorizado rostro del jefe de los carros imperiales. Pese a su número, los coaligados se batieron en retirada y bajaron de la colina hacia la llanura.

Muwattali palideció.

–No es un hombre -exclamó-, sino el dios Set en persona, un ser único que posee el poder de vencer a miles de guerreros. Ved, cuando quieren atacarle las manos se debilitan, los cuerpos se paralizan, ya no saben manejar la lanza y el arco.

El propio Hattusil, de imperturbable sangre fría, estaba estupefacto. Habríase dicho que de Ramsés brotaba un fuego que abrasaba a quien intentara alcanzarlo.

Un coloso hitita consiguió asirse al borde de la caja del carro y blandió una daga; pero su cota de malla pareció calcinarse y murió aullando, con las carnes abrasadas. Ni Ramsés ni el león reducían su marcha; el faraón sentía que la mano de Amón guiaba la suya, que el dios de las victorias estaba justo a su espalda y le daba más poder que el de todo un ejército. Semejante a la tempestad, el rey de Egipto derribaba a sus adversarios como briznas de paja.

–¡Hay que impedir que prosiga! – aulló Hattusil.

–El pánico se ha apoderado de nuestros hombres -le respondió el príncipe de Alep.

–Pues dominadlos -ordenó Muwattali.

–Ramsés es un dios…

–Sólo es un hombre, aunque su valor parezca sobrehumano. Actuad, príncipe, devolved la confianza a nuestros soldados y esta batalla habrá terminado.

Vacilante, el príncipe de Alep espoleó su caballo y descendió del promontorio donde se hallaba el estado mayor coaligado. Estaba decidido a terminar con la enloquecida hazaña de Ramsés y su león.

Hattusil miró hacia las colinas del oeste, y lo que creyó ver lo dejó petrificado.

–Majestad, allí, parece… ¡Carros egipcios a toda velocidad!

–¿De dónde han salido?

–Habrán venido por la ruta costera.

–¿Y cómo han podido pasar?

–Uri-Techup se negó a bloquear el acceso, aduciendo que ningún egipcio se atrevería a tomarlo.

El ejército de socorro devoró el espacio libre y, sin encontrar oposición alguna, se desplegó por toda la llanura, lanzándose por la brecha que Ramsés había abierto.

–¡No huyáis! – aulló el príncipe de Alep-. ¡Matad a Ramsés!

Algunos soldados le obedecieron; pero apenas habían dado media vuelta cuando las zarpas del león les destrozaron el rostro y el pecho. Cuando el príncipe de Alep vio que corría hacia él el carro de oro de Ramsés, abrió unos grandes ojos pasmados y abandonó a su vez el combate. Su caballo pisoteó a los aliados hititas para intentar escapar del faraón. Aterrorizado, el príncipe soltó las riendas; el animal se desbocó y se arrojó al Orontes, donde numerosos carros se habían hundido ya, amontonándose unos sobre otros, antes de desaparecer de la superficie o verse arrastrados por la corriente. Algunos soldados se asfixiaban en el barro, otros se ahogaban, otros intentaban nadar; todos preferían zambullirse en el río antes que enfrentarse con la terrible divinidad parecida al fuego celestial.

El ejército de socorro concluyó la obra de Ramsés, exterminando a numerosos coaligados y obligando a los fugitivos a lanzarse al Orontes. Un teniente de carro agarró por los pies al príncipe de Alep, que escupió el agua que acababa de absorber.

El carro de Ramsés se aproximaba al montículo ocupado por el estado mayor enemigo.

–Retrocedamos -aconsejó Hattusil al emperador.

–Nos quedan las fuerzas de la orilla oeste.

–Serán insuficientes… Ramsés es capaz de despejar el vado y liberar las divisiones de Ptah y de Set.

Con el reverso de la mano el emperador se secó la frente.

–¿Qué ocurre, Hattusil… Un hombre solo es capaz de destruir todo un ejército?

–Si el hombre es el faraón, si es Ramsés…

–La unidad que domina la multiplicidad… ¡Es sólo un mito y estamos en un campo de batalla!

–Nos han vencido, majestad, debemos replegarnos.

–Un hitita no retrocede.

–Pensemos en preservar vuestra existencia y proseguir el combate de otro modo.

–¿Qué propones?

–Refugiémonos en la ciudadela.

–¡Estaremos en una trampa!

–No tenemos elección -estimó Hattusil-. Si huimos hacia el norte, Ramsés y sus tropas nos perseguirán.

–Deseemos que Kadesh sea realmente inexpugnable.

–No es una fortaleza como las demás, majestad; el propio Seti renunció a apoderarse de ella.

–¡No ocurrirá eso con su hijo!

–¡Apresurémonos, majestad!

A regañadientes, Muwattali levantó la mano derecha y mantuvo esta postura durante interminables segundos, ordenando así la retirada.

Mordiéndose los labios hasta que brotó sangre, Uri-Techup asistió, impotente, a la derrota. El batallón que bloqueaba el acceso al primer vado, en la orilla este del Orontes, retrocedió hasta el segundo. Los supervivientes de la división de Ptah no se atrevieron a seguirle, por miedo a caer en una nueva trampa; el general prefirió asegurar la retaguardia mandando un mensajero a la división de Set para anunciarle que el camino estaba libre y que podía cruzar el bosque de Lawi.

El príncipe de Alep, recuperando el ánimo, escapó del soldado que le había salvado, atravesó a nado el río y se unió a sus aliados que se dirigían a Kadesh. Los arqueros del ejército de socorro derribaban, a centenares, a los fugitivos.

Los egipcios caminaban sobre cadáveres y les cortaban una mano para proceder a una macabra contabilidad cuyo resultado se guardaría en los archivos oficiales.

Nadie se atrevía a aproximarse al faraón; Matador se había tendido como una esfinge ante los caballos. Maculado de sangre, Ramsés bajó del carro dorado, acarició largo rato al león y a los caballos y no concedió la menor mirada a los soldados, que se inmovilizaron aguardando la reacción del monarca. Menna fue el primero en acercarse al rey. El caballerizo temblaba y a duras penas podía caminar.

Más allá del segundo vado, el ejército hitita y los coaligados supervivientes se dirigían a paso rápido hacia la gran puerta de la fortaleza de Kadesh; los egipcios ya no tenían tiempo de intervenir para impedir que Muwattali y los suyos se pusieran a cubierto.

–Majestad -dijo Menna con una vocecilla- majestad… hemos vencido.

Con la mirada clavada en la plaza fuerte, Ramsés parecía una estatua de granito.

–El gran jefe hitita ha cedido ante vuestra majestad -prosiguió Menna-, ha emprendido la huida; ¡vos solo habéis matado miles de hombres! ¿Quién podrá cantar vuestra gloria?

Ramsés se volvió hacia su caballerizo. Aterrorizado, Menna se prosternó, temiendo verse fulminado por el poder que emanaba del soberano.

–¿Eres tú, Menna?

–Sí, majestad, soy yo, vuestro caballerizo, vuestro fiel servidor. Perdonadme, perdonad a vuestro ejército; ¿no debe la victoria hacer que se olviden nuestras faltas?

–Un faraón no perdona, fiel servidor; un faraón gobierna y actúa.


55


Las divisiones de Amón y de Ra habían sido diezmadas. La de Ptah estaba debilitada. La de Set intacta. Miles de egipcios habían muerto, muchos más hititas y coaligados habían perdido la vida, pero se imponía una sola realidad: Ramsés había ganado la batalla de Kadesh.


Ciertamente, Muwattali, Hattusil, Uri-Techup y algunos de sus aliados, como el príncipe de Alep, estaban vivos y encerrados en la fortaleza; pero el mito de la invencibilidad hitita había terminado. Numerosos príncipes, que se habían puesto al lado del emperador de Hatti, murieron ahogados o atravesados por las flechas. En adelante, los principados, grandes o pequeños, sabrían que el escudo de Muwattali no bastaba para protegerlos de la cólera de Ramsés.

El faraón había convocado, en su tienda, la totalidad de los oficiales supervivientes, entre ellos los generales de las divisiones de Ptah y Set. Pese a la alegría de la victoria, nadie sonreía. En su trono de madera dorada, Ramsés tenía el rostro de un halcón malhumorado. Se le advertía dispuesto a saltar sobre sus presas.

–Todos teníais, aquí, una responsabilidad de mando -declaró-. Todos gozasteis las ventajas de vuestro grado. ¡Y todos os habéis comportado como cobardes! Bien alimentados, bien alojados, libres de impuestos, respetados y envidiados, todos vosotros, los jefes de mi ejército, os habéis escabullido a la hora del combate, reunidos en una misma cobardía.

El general de la división de Set dio un paso adelante.

–Majestad…

–¿Deseas contradecirme?

El general regresó a la fila.

–Ya no puedo confiar en vosotros. Mañana huiríais de nuevo y os dispersaríais como gorriones cuando se acercara el peligro. Por eso os destituyo de vuestras funciones. Consideraos afortunados de seguir en el ejército como soldados, de servir a vuestro país, de cobrar una soldada y gozar de una jubilación.

Nadie protestó. La mayoría temía un castigo más severo. Aquel mismo día, el rey nombró nuevos oficiales, elegidos entre los hombres del ejército de socorro.

Al día siguiente de su victoria, Ramsés lanzó el primer asalto contra la fortaleza de Kadesh. En lo alto de las torres ondeaban los estandartes hititas. El tiro de los arqueros egipcios fue ineficaz; las flechas se quebraron contra las almenas tras las que se cubrían los sitiados. A diferencia de las demás fortalezas sirias, las torres de Kadesh eran tan altas que quedaban fuera de alcance.

Deseosos de mostrar su valor, los infantes escalaron el espolón rocoso sobre el que estaba erigida la plaza fuerte y colocaron las escalas de madera contra los muros. Pero los arqueros hititas los diezmaron y los supervivientes tuvieron que renunciar. Tres tentativas más y otros tantos fracasos. Al día siguiente y al otro, algunos audaces consiguieron trepar hasta medio muro. Pero las piedras que fueron arrojadas les hicieron abandonar esta vida.

Kadesh parecía inexpugnable.

Sombrío, Ramsés había reunido de nuevo su consejo de guerra, cuyos miembros rivalizaban en ardor para distinguirse a los ojos del rey. Cansado de su parloteo, los había despedido y se había quedado a solas con Setaú.

–Loto y yo salvaremos decenas de vidas -afirmó-, siempre que no muramos de agotamiento. A este ritmo, pronto nos faltarán remedios.

–No te ocultes detrás de las palabras.

–Regresemos a Egipto, Ramsés.

–¿Y olvidar la fortaleza de Kadesh?

–Has obtenido la victoria.

–Mientras Kadesh no sea egipcia, la amenaza hitita persistirá.

–Esta conquista exigiría excesivos esfuerzos y demasiadas muertes; regresemos a Egipto para curar a los heridos y recuperar nuestras fuerzas.

–Esta fortaleza debe caer, como las demás.

–¿Y si hicieras mal empecinándote?

–La naturaleza que nos rodea es de gran riqueza. Loto y tú encontrareis las sustancias necesarias para preparar remedios.

–¿Y si Acha estuviera encerrado en esta plaza fuerte?

–Razón de más para apoderarse de ella y liberarlo.

El caballerizo Menna acudió corriendo y se prosternó.

–¡Majestad, majestad! Han arrojado una lanza de lo alto de las murallas. ¡Tiene un mensaje atado a su punta metálica!

–Dámelo.

Ramsés descifró el texto.

A Ramsés, el faraón de Egipto, de parte de su hermano Muwattali, emperador de Hatti.

¿No sería conveniente, antes de seguir enfrentándonos, que nos reuniéramos y parlamentáramos? Que se plante una tienda en la llanura, a media distancia entre tu ejército y la fortaleza. Acudiré solo, mi hermano acudirá solo, mañana, cuando el sol esté en lo más alto.

En la tienda había dos tronos, uno enfrente del otro. Entre los sitiales se había colocado una mesa baja en la que había dos copas y una pequeña jarra de agua fresca.

Los dos soberanos se sentaron al mismo tiempo, sin dejar de mirarse. Pese al calor, Muwattali iba vestido con un largo manto de lana rojo y negro.

–Me satisface encontrarme con mi hermano, el faraón de Egipto, cuya gloria no deja de crecer.

–La reputación del emperador de Hatti extiende el espanto por numerosos países.

–En ese terreno, mi hermano Ramsés nada tiene ya que envidiarme. Había formado una coalición indestructible, pero tú la has vencido. ¿De qué protección divina has gozado?

–De la de mi padre Amón, cuyo brazo ha sustituido el mío.

–No podía creer que semejante poder habitara en un hombre, por más faraón que fuese.

–No has vacilado en emplear la mentira y la astucia.

–¡Armas de guerra como las demás! Te habrían vencido si no te hubiera animado una fuerza sobrenatural. El alma de tu padre Seti alimentó tu insensato valor. Ella te hizo olvidar el miedo y la derrota.

–¿Estás dispuesto a rendirte, Muwattali, hermano mío?

–¿Suele mi hermano Ramsés mostrarse tan brutal?

–Miles de hombres han muerto a causa de la política expansionista de Hatti. Ya no es hora de vanas conversaciones. ¿Estás dispuesto a rendirte?

–¿Sabe mi hermano quién soy?

–El emperador de Hatti, atrapado en una trampa en su fortaleza de Kadesh.

–Conmigo está mi hermano Hattusil, mi hijo Uri-Techup, mis vasallos y aliados. Rendirnos sería decapitar el imperio.

–Un vencido debe aceptar las consecuencias de su derrota.

–Has vencido en la batalla de Kadesh, es cierto, pero la fortaleza permanece intacta.

–Caerá antes o después.

–Tus primeros asaltos han sido ineficaces; de seguir así, perderás muchos hombres sin ni siquiera arañar los muros de Kadesh.

–Por eso he decidido adoptar otra estrategia.

–Puesto que somos hermanos, ¿querrás revelármela?

–¿No la adivinas? Reposa sobre la paciencia. Sois muchos en el interior de la plaza fuerte, esperaremos a que os falten los víveres. ¿No sería preferible una rendición inmediata a tan largo sufrimiento?

–Mi hermano Ramsés no conoce la fortaleza. Sus vastos depósitos contienen gran cantidad de alimentos que nos permitirán aguantar el asedio durante varios meses. Gozaremos también de condiciones más favorables que las del ejército egipcio.

–Baladronada.

–¡De ningún modo, hermano mío, de ningún modo! Vosotros, los egipcios, estáis a gran distancia de vuestras bases y vivireis jornadas cada vez más penosas. Todo el mundo sabe que detestais vivir lejos de vuestro país y que tampoco a Egipto le gusta verse privado por mucho tiempo de su faraón. Llegara el otoño, luego el invierno, con el frío y las enfermedades. Comenzará también el desencanto y el cansancio. No lo dudes, hermano Ramsés: estaremos mucho mejor que vosotros. Y no cuentes con la falta de agua: las cisternas de Kadesh están llenas y tenemos un pozo excavado en el centro de la plaza fuerte.

Ramsés bebió un poco de agua, no porque tuviera sed sino con el fin de interrumpir la entrevista para reflexionar. Los argumentos de Muwattali no estaban desprovistos de valor.

–¿Desea refrescarse mi hermano?

–No, aguanto bien el calor.

–¿Temes acaso el veneno tan utilizado en la corte de Hatti?

–La costumbre ya se ha perdido; pero prefiero que mi copero pruebe los platos que me están destinados. Mi hermano Ramsés debe saber que uno de sus amigos de infancia, el joven y brillante diplomático Acha, fue detenido mientras llevaba a cabo una misión de espionaje vestido de mercader. Si yo hubiera aplicado nuestras leyes, estaría muerto; pero he supuesto que te alegraría salvar a un ser querido.

–Te equivocas, Muwattali; en mí, el rey ha devorado al hombre.

–Acha no es sólo un amigo, es también el verdadero jefe de la diplomacia egipcia y el mejor conocedor de Asia. Si el hombre permanece insensible el monarca no sacrificará una de las piezas esenciales de su juego.

–¿Qué propones?

–¿La paz, aunque sea temporal, no es mejor que un desastroso combate?

–¿La paz? ¡lmposible!

–Piénsalo, Ramsés, hermano mío. No he comprometido todo el ejército hitita en esta batalla. No tardarán en llegar fuerzas de refresco para ayudarme, y tú deberás librar otros combates, mientras mantienes el asedio. Semejantes esfuerzos superan tus posibilidades en hombres y armamento, y tu victoria se transformará en desastre.

–¡Has perdido la batalla de Kadesh, Muwattali, y te atreves a pedir la paz!

–Estoy dispuesto a reconocer mi derrota redactando un documento oficial. Cuando esté en tus manos levantarás el sitio y la frontera de mi imperio quedara definitivamente fijada en Kadesh. Mi ejército no se apoderará de Egipto jamás.


56


La puerta de la celda de Acha se abrió. Pese a su sangre fría, el joven diplomático se sobresaltó; el hosco rostro de los dos guardias no presagiaba nada bueno. Desde su encarcelación, Acha esperaba cada día ser ejecutado. Los hititas no manifestaban indulgencia alguna para con los espías. ¿El hacha, el puñal o un obligado salto desde lo alto del acantilado? El egipcio deseaba que su muerte fuera brutal y rápida, sin ser ocasión para una cruel puesta en escena.


Acha fue introducido en una sala fría y austera, decorada con escudos y lanzas. Como siempre en Hatti, la guerra recordaba su presencia.

–¿Cómo os encontrais? – preguntó la sacerdotisa Putuhepa.

–Me falta ejercicio y vuestra comida no me gusta, pero sigo vivo. ¿No es ya un milagro?

–En cierto modo sí.

–Tengo la sensación de que mis reservas de suerte están agotándose… Sin embargo, vuestra presencia me tranquiliza: ¿sería tan implacable una mujer?

–No conteis con la debilidad de una hitita.

–¿Acaso no funciona mi encanto?

El furor encendió el rostro de la sacerdotisa.

–¿Sois consciente de vuestra situación?

–Un diplomático egipcio sabe morir con una sonrisa en los labios, aunque todos sus miembros tiemblen.

Acha pensó en la cólera de Ramsés que le reprocharía, incluso en el otro mundo, no haber conseguido salir de Hatti para descubrirle la enorme coalición reunida por el emperador. ¿Habría transmitido la campesina su breve mensaje de tres palabras? No lo creía pero, de haber sido así, el faraón era lo bastante intuitivo para percibir su sentido. Si la información no le había llegado, el ejército egipcio habría sido destruido en Kadesh y Chenar habría subido al trono de Egipto. A fin de cuentas, más valía morir que sufrir la tiranía de semejante déspota.

–No habéis traicionado a Ramsés -dijo Putuhepa-, y nunca habéis estado a las órdenes de Chenar.

–Si vos lo decís.

–La batalla de Kadesh ya ha tenido lugar -le reveló ella-. Ramsés ha vencido a las tropas coaligadas.

Acha pareció embriagado.

–Os burlais de mí…

–No estoy de humor para bromas.

–Ha vencido a las tropas coaligadas -repitió estupefacto Acha.

–Nuestro emperador está vivo y libre -añadió Putuhepa- y la fortaleza de Kadesh está intacta.

El humor del diplomático se ensombreció.

–¿Qué suerte me reservais?

–De buena gana os habría hecho quemar como espía, pero os habeis convertido en una de las prendas de la negociación.

El ejército egipcio acampaba ante la fortaleza, cuyos muros seguían siendo grises pese al cálido sol de principios de junio. Después de la entrevista de Ramsés con Muwattali, los soldados del faraón no habían lanzado un nuevo asalto contra Kadesh. Desde lo alto de las murallas, Uri-Techup y los arqueros hititas observaban como los adversarios se entregaban a pacíficas ocupaciones. Cuidaban caballos, asnos y bueyes, se adiestraban en los juegos de sociedad, se organizaban concursos de lucha con las manos desnudas y comían una buena variedad de platos que los cocineros de los regimientos preparaban apostrofándose.

Ramsés había dado una sola orden a los oficiales superiores: que se respetara la disciplina. Ninguno había obtenido la menor confidencia sobre el pacto hecho con Muwattali. El nuevo general de la división de Set se arriesgó a interrogar al monarca.

–Majestad, estamos desamparados.

–¿No os colma de satisfacción haber obtenido una gran victoria?

–Somos conscientes de que sois el único vencedor de Kadesh, majestad, ¿pero por qué no atacamos la fortaleza?

–Porque no tenemos posibilidad alguna de apoderarnos de ella. Deberíamos sacrificar al menos la mitad de nuestras tropas sin tener el éxito asegurado.

–¿Cuánto tiempo deberemos permanecer inmóviles mirando esa maldita fortaleza?

–He llegado a un acuerdo con Muwattali.

–¿Os referís a… la paz?

–Se han planteado las condiciones; si no se cumplen, reanudaremos las hostilidades.

–¿Qué plazo habéis previsto, majestad?

–Expira al finalizar esta semana; entonces sabré si la palabra del emperador hitita tiene algún valor.

A lo lejos, por la ruta procedente del norte, apareció una nube de polvo. Varios carros hititas se aproximaban a Kadesh, varios carros que formaban, tal vez, la vanguardia de un ejército de refresco, que acudía a liberar a Muwattali y los suyos.

Ramsés calmó la efervescencia que se apoderaba del campamento egipcio. El rey montó en su carro, tirado por Victoria en Tebas y La Diosa Mut está satisfecha, y, acompañado por su león, salió al encuentro del batallón hitita. Los arqueros hititas mantuvieron sus manos en las riendas. La reputación de Ramsés y Matador había corrido ya por todo Hatti.

Un hombre bajó de un carro y avanzó hacia el faraón. Elegante, de ágiles andares, rostro aristocrático y con un fino y cuidado bigote, Acha olvidó el protocolo y corrió hacia Ramsés. El rey y su amigo se dieron un abrazo.

–¿Os fue útil mi mensaje, majestad?

–Sí y no. No supe tener en cuenta tu advertencia, pero la magia del destino actuó en favor de Egipto. Y gracias a ti intervine rápidamente. Fue Amón quien obtuvo la victoria.

–Creí que nunca volvería a ver Egipto; las prisiones hititas son siniestras. Intenté convencer al adversario de que era cómplice de Chenar y eso debió de salvarme la vida. Luego los acontecimientos se precipitaron. Morir allí hubiera sido de un mal gusto imperdonable.

–Debemos decidirnos por una tregua o por la prosecución de las hostilidades; tu opinión me será útil.

En su tienda, Ramsés mostró a Acha el documento que el emperador hitita le había hecho llegar.

Yo, Muwattali, soy tu servidor, Ramsés, y te reconozco como hijo de la luz, nacido de ella, realmente nacido de ella. Mi país es tu servidor, está a tus pies, ¡pero no abuses de tu poder!

Tu autoridad es implacable, lo has demostrado obteniendo una gran victoria. ¿Pero por qué vas a continuar exterminando al pueblo de tu servidor? ¿Por qué vas a dejarte llevar por la rabia? Puesto que has vencido, admite que la paz es mejor que la guerra y da a los hititas el soplo de vida.

–Hermoso estilo diplomático -apreció Acha.

–¿Te parece el mensaje lo bastante explícito para el conjunto de los países de la región?

–Una verdadera obra maestra. Que un soberano hitita sea vencido en combate es una innovación. Que reconozca su derrota es un nuevo milagro que cargar en tu cuenta.

–No he conseguido apoderarme de Kadesh.

–¿Y qué importa esa plaza fuerte? Has vencido en una batalla decisiva. Muwattali, el invencible, se considera ahora tu vasallo, al menos eso dice… Este acceso de forzosa humildad aumentará tu prestigio con extraordinaria eficacia.

Muwattali había cumplido su palabra y había redactado un texto aceptable y liberado a Acha. De modo que Ramsés ordenó a su ejército levantar el campo y ponerse en camino para regresar a Egipto.

Antes de abandonar el lugar donde tantos compatriotas habían perdido la vida, Ramsés se volvió hacia la fortaleza de la que saldrían, libres e indemnes, Muwattali, su hermano y su hijo. El faraón no había logrado destruir aquel símbolo del poderío hitita. ¿Pero qué quedaría de él tras la dolorosa derrota de la coalición? Muwattali declarándose servidor de Ramsés… ¿Quién se habría atrevido a imaginar semejante éxito? El rey nunca olvidaría que sólo la ayuda de su padre celestial, cuyo auxilio había reclamado, le había permitido transformar en triunfo un desastre.

–Ya no queda un solo egipcio en la llanura de Kadesh -declaró el jefe de los vigías.

–Envía exploradores hacia el sur, el este y el oeste -ordenó Muwattali a su hijo Uri-Techup-. Tal vez Ramsés ha aprendido la lección y oculta sus tropas en el bosque para atacarnos cuando salgamos de la fortaleza.

–¿Cuánto tiempo seguiremos huyendo?

–Debemos regresar a Hattusa -estimó Hattusil-, reconstituir nuestras fuerzas y reconsiderar nuestra estrategia.

–No me dirijo a un general vencido sino al emperador de los hititas -se encolerizó Uri-Techup.

–Cálmate, hijo mío -intervino Muwattali-. Considero que el general en jefe del ejército coaligado no ha sido el culpable. Subestimamos el poder personal de Ramsés.

–¡Si me hubierais dejado actuar habríamos vencido!

–Te equivocas. El armamento egipcio es de excelente calidad, los carros del faraón son tan buenos como los nuestros. El choque frontal en la llanura que tu preconizabas nos habría sido desfavorable y nuestras tropas habrían sufrido grandes pérdidas.

–Y ahora aceptais esta humillante derrota…

–Conservamos esta fortaleza, Hatti no ha sido invadido, la guerra contra Egipto proseguirá.

–¿Cómo puede proseguir tras el infamante documento que habéis firmado?

–No es un tratado de paz -precisó Hattusil-, sino una simple carta de un monarca a otro. Que a Ramsés le haya satisfecho demuestra su inexperiencia.

–¡Muwattali afirma con toda claridad que se considera el vasallo del faraón!

Hattusil sonrió.

–Cuando un vasallo dispone de las tropas necesarias, nada le impide rebelarse.

Uri-Techup se enfrentó a Muwattali con la mirada.

–No sigáis escuchando a ese incapaz, padre mío, y dadme plenos poderes militares. Las agudezas diplomáticas y la astucia no lograrán nada. Yo y sólo yo soy capaz de aplastar a Ramsés.

–Regresemos a Hattusa -decidió el emperador-. El aire de nuestras montañas será propicio a la reflexión.


57


De un poderoso salto, Ramsés se sumergió en el estanque de recreo donde se bañaba Nefertari. El rey nadó bajo el agua y tomó a su esposa por el talle. Fingiendo sorpresa, ella se hundió y ambos ascendieron abrazados hacia la superficie.


Vigilante, el perro de un amarillo dorado, corría ladrando alrededor del estanque mientras Matador dormía a la sombra de un sicomoro, con el cuello adornado por un fino collar de oro que había recibido como recompensa por su valor.

Ramsés no podía contemplar a Nefertari sin sentirse hechizado por su belleza. Más allá del atractivo de los sentidos y de la comunión de los cuerpos, un vínculo misterioso los unía, más fuerte que el tiempo y la muerte. El suave sol de otoño inundaba su rostro con benéfica claridad, mientras se deslizaban por el agua azul verdosa del estanque. Cuando salieron, Vigilante dejó de ladrar y les lamió las piernas. El perro del rey detestaba el agua y no comprendía por qué a su dueño le complacía tanto mojarse de aquel modo. Atiborrado de caricias por la pareja real, Vigilante se acurrucó entre las patas del enorme león y tomó un necesario descanso.

Nefertari era tan deseable que las manos de Ramsés se hicieron ardientes; recorrieron el floreciente cuerpo de la muchacha con el ardor de un explorador que penetrara en un país desconocido. Pasiva primero, feliz al ser conquistada, respondió luego a la invitación de su amante.

En todo el país, Ramsés se había convertido en Ramsés el Grande. Cuando regresó a Pi-Ramsés, una innumerable multitud había aclamado al vencedor de la batalla de Kadesh, el faraón que había conseguido provocar la derrota de los hititas y rechazarlos hacia su territorio. Varias semanas de festejos, tanto en las ciudades como en las aldeas, habían permitido celebrar dignamente aquella formidable victoria; disipado el espectro de una invasión. Egipto se entregaba a su instintivo placer de vivir, coronado por una excelente crecida, promesa de abundantes cosechas.

El quinto año del reinado del hijo de Seti concluía con un triunfo. La nueva jerarquía militar le era devota y la corte, subyugada, se inclinaba ante el monarca. La juventud de Ramsés concluía. El hombre de veintiocho años que gobernaba las Dos Tierras tenía la envergadura de los mayores soberanos y marcaba ya su época con un indeleble sello.

Apoyándose en un bastón, Homero fue al encuentro de Ramsés.

–He terminado, majestad.

–¿Deseais apoyaros en mi brazo y caminar un poco o preferís sentaros bajo vuestro limonero?

–Caminemos un poco. Mi cabeza y mi mano han trabajado mucho durante los últimos tiempos; ahora les toca a mis piernas.

–Ese nuevo trabajo os ha obligado a interrumpir la redacción de la Ilíada.

–Es verdad, pero me habéis ofrecido un tema magnífico.

–¿Cómo lo habéis tratado?

–Respetando la verdad, majestad; no he ocultado la cobardía de vuestro ejército, ni vuestro combate solitario y desesperado, ni el recurso a vuestro padre divino. Las circunstancias de esa extraordinaria victoria me han inflamado, como si fuera un joven poeta escribiendo su primera obra. Los versos cantaban en mis labios, las escenas se ordenaban por sí solas. Vuestro amigo Ameni me ayudó mucho, evitándome ciertos errores gramaticales; el egipcio no es una lengua fácil, pero su flexibilidad y su precisión son una bendición para el poeta.

–El relato de la batalla de Kadesh se grabará en el muro exterior sur de la gran sala con columnas del templo de Karnak -reveló Ramsés-, en los muros exteriores del patio del templo de Luxor y en la fachada de su pilono, en los muros exteriores del templo de Abydos y en el futuro antepatio de mi templo de millones de años.

–De este modo, la piedra de eternidad conservará para siempre el recuerdo de la batalla de Kadesh.

–De este modo pretendo honrar al dios oculto, Homero, y la victoria del orden sobre el desorden, la capacidad de la Regla para rechazar el caos.

–Me asombrais, majestad, y vuestro país me sorprende un poco más cada día; no creí que vuestra famosa Regla os ayudaría a vencer a un enemigo decidido a destruiros.

–Si el amor de Maat dejara de animar mi pensamiento y mi voluntad, mi reino no duraría mucho más y Egipto encontraría un nuevo esposo.

Pese a las enormes cantidades de alimento que absorbía, Ameni no engordaba. Siempre tan flaco, pálido y enfermizo, el secretario particular del rey no salía ya de su despacho y, con un restringido equipo, trataba un impresionante volumen de expedientes. Dialogando de modo muy directo con el visir y los ministros, Ameni no ignoraba nada de lo que ocurría en el país y procuraba que cada alto funcionario realizase de modo impecable la tarea que se le había confiado. Para el amigo de infancia de Ramsés, una administración sana se resumía en un simple precepto: cuanto más alto era el cargo, más amplias eran las posibilidades y más severo el castigo en caso de error o insuficiencia. Del ministro al jefe de servicio, todos asumían las faltas de sus subordinados y pagaban el precio. Los ministros destituidos y los funcionarios degradados habían experimentado, a sus expensas, el rigor de Ameni.

Cuando vivía en Pi-Ramsés, la eminencia gris del soberano lo veía cada día. Cuando el monarca se marchaba a Tebas o a Menfis, Ameni preparaba detallados informes que el rey leía con la mayor atención. Él era quien resolvía y decidía.

El escriba acababa de exponer al rey su plan para reforzar los diques del año próximo cuando Serramanna fue autorizado a entrar en el despacho, cuyas estanterías estaban repletas de papiros clasificados con sumo cuidado. El gigante sardo se inclinó ante el soberano.

–¿Todavía estás enojado contra mí? – preguntó Ramsés.

–Yo no os hubiera abandonado en el combate.

–Velar por mi esposa y por mi madre era una misión de la mayor importancia.

–No lo niego, pero me hubiera gustado estar a vuestro lado y matar hititas. La arrogancia de esa gente me exaspera. ¡Cuando se afirma representar la élite de los guerreros, uno no se refugia en una fortaleza!

–Nuestro tiempo es precioso -intervino Ameni-; ¿cuáles son los resultados de tus investigaciones?

–Nada -respondió Serramanna.

–¿Ni rastro?

–Encontré el carro y los cadáveres de los policías egipcios, pero no el de Chenar. Según el testimonio de unos mercaderes que se habían refugiado en una choza de piedra, la tempestad de arena fue extremadamente violenta y de una insólita duración. Fui hasta el oasis de Khargeh y puedo aseguraros que mis hombres y yo hemos registrado el desierto.

–Caminando a ciegas -consideró Ameni-, Chenar habrá caído en el lecho seco de un ued y su cuerpo habrá quedado enterrado bajo una tonelada de arena.

–Es la opinión general -admitió Serramanna.

–Pero no es la mía -declaró Ramsés.

–No tenía posibilidad alguna de salir de aquel infierno, majestad. Al abandonar la pista principal se perdió y no pudo luchar durante mucho tiempo contra la tempestad, la arena y la sed.

–Su odio es tan intenso que le habrá servido de bebida y de alimento. Chenar no ha muerto.

El rey se recogió delante de la estatua de Thot, ante la entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores, tras haber depositado un ramillete de lises y papiros sobre el altar de las ofrendas. Encarnado en la estatua de un babuino sentado que llevaba la luna creciente en la cabeza, el dios del conocimiento tenía la mirada levantada hacia el cielo, más allá de las contingencias humanas.

Al paso de Ramsés, los funcionarios del ministerio se levantaron y se inclinaron. Acha, el nuevo ministro, abrió personalmente la puerta de su despacho; el rey y su amigo, que se había convertido en un héroe para la corte, se dieron un abrazo. La llegada del soberano era una enorme prueba de estima que confortaba a Acha en su papel de jefe de la diplomacia egipcia.

Su despacho era muy distinto del de Ameni. Ramos de rosas importadas de Siria, composiciones florales que reunían narcisos y caléndulas, jarros de alabastro de esbeltas formas, colocados sobre mesillas, lámparas de pie, cofres de acacia y coloreadas colgaduras formaban un decorado refinado y multicolor que hacía pensar más en los aposentos privados de una suntuosa villa que en un lugar de trabajo.

Con los ojos brillantes de inteligencia, elegante, tocado con una peluca ligera y perfumada, Acha parecía el invitado a un banquete, frívolo, mundano y un poco desdeñoso. ¿Quién habría supuesto que aquel personaje de la mejor sociedad fuera capaz de transformarse en espía, oculto bajo los harapos de un mercader, y recorrer los hostiles caminos del imperio hitita? Ninguna acumulación de expedientes turbaba la atmósfera lujosa del nuevo ministro, que prefería conservar las informaciones esenciales en su prodigiosa memoria.

–Temo verme obligado a dimitir, majestad.

–¿Qué grave falta has cometido?

–Ineficacia. Mis servicios no han ahorrado esfuerzo alguno, pero seguimos sin encontrar a Moisés. Es curioso… Por lo general, las lenguas se desatan. A mi entender sólo hay una solución: se refugió en un lugar perdido y no se ha movido de allí. Si ha cambiado de nombre y se ha integrado en una familia de beduinos será prácticamente imposible poder identificarlo.

–Sigue buscando. ¿Y la red de espionaje hitita implantada en nuestro territorio?

–El cuerpo de la joven rubia fue enterrado sin haber sido identificado. Por lo que al mago se refiere, ha desaparecido. Sin duda consiguió salir de Egipto. Tampoco ahí hay rumor alguno, como si todos los miembros de la red se hubieran esfumado en pocos días. Escapamos de un terrible peligro, Ramsés.

–¿Realmente ha desaparecido?

–Afirmarlo sería presuntuoso -reconoció Acha.

–No descuides tu vigilancia.

–Me pregunto por la capacidad de reacción de los hititas -confesó Acha-. Su derrota los ha humillado y sus disensiones internas son profundas. No se resignarán a la paz, pero necesitarán varios meses, varios años incluso, para recuperar el aliento.

–¿Cómo se porta Meba?

–Mi augusto predecesor es un abnegado ayudante que sabe ponerse en su lugar.

–Desconfía de él. Como antiguo ministro, debe de tenerte envidia. ¿Cuáles son las observaciones de los jefes de nuestras guarniciones en Siria del Sur?

–Hay una relativa calma, pero confío muy poco en su lucidez. Por eso me marcharé mañana a la provincia de Amurru. Allí debemos organizar una fuerza de intervención inmediata destinada a frenar una invasión.


58


Para calmar su furor, la sacerdotisa Putuhepa se encerró en el lugar más sagrado de la capital hitita, la cámara subterránea de la ciudad alta, excavada en la roca junto a la acrópolis sobre la que se levantaba la residencia del emperador. Muwattali, tras la derrota de Kadesh, había decidido mantenerse a igual distancia de su hermano y su hijo, y reforzaba su poder personal, afirmándose como el único capaz de mantener un equilibrio entre las facciones rivales.


El techo de la cámara subterránea era abovedado y los muros estaban adornados con relieves que representaban al emperador como guerrero y como sacerdote coronado por un sol alado. Putuhepa se dirigió al altar de los infiernos, donde se había depositado una espada manchada de sangre.

Acudía allí para obtener la inspiración necesaria para salvar a su marido de la cólera de Muwattali y permitirle recuperar sus favores. Por su lado, Uri-Techup, a quien escuchaba todavía la más belicosa casta militar, no permanecería inactivo e intentaría suprimir a Hattusil, eliminar a Muwattali incluso. Putuhepa meditó hasta muy avanzada la noche, pensando sólo en su marido.

El dios de los infiernos le dio la respuesta.

El consejo, formado por el emperador Muwattali, su hijo Uri-Techup y su hermano Hattusil, fue la ocasión de un violento enfrentamiento.

–Hattusil es el único responsable de nuestra derrota -afirmó Uri-Techup-. Si yo hubiera mandado las tropas coaligadas, habríamos aplastado al ejército egipcio.

–Lo aplastamos -recordó Hattusil-, ¿pero quién podía prever la intervención de Ramsés?

–Yo le hubiera vencido.

–No fanfarronees -intervino el emperador-. Nadie habría dominado la fuerza que le animaba el día de la batalla. Cuando los dioses hablan, hay que saber escuchar su voz.

La declaración de Muwattali impedía a su hijo proseguir por el camino que había elegido. De modo que lanzó su ofensiva en otro terreno.

–¿Qué prevéis para el porvenir, padre mío?

–Reflexión.

–¡Ya no es tiempo de reflexión! En Kadesh fuimos ridiculizados, es importante reaccionar enseguida. Confiadme el mando de lo que queda de las tropas coaligadas e invadiré Egipto.

–Es absurdo -juzgó Hattusil-. Nuestra primera preocupación debe ser conservar las alianzas. Los coaligados han perdido muchos hombres. El trono de varios príncipes podría vacilar si no les apoyamos económicamente.

–Palabreo de vencido -repuso Uri-Techup-; Hattusil intenta ganar tiempo para disimular su cobardía y su mediocridad.

–Modera tu lenguaje -exigió Muwattali-. Los insultos son inútiles.

–Basta ya de vacilaciones, padre mío: exijo plenos poderes.

–Soy el emperador, Uri-Techup, y no debes dictarme mi conducta.

–Quedaos con vuestro mal consejero, si lo deseais. Yo me retiro a mis aposentos hasta que me ordeneis conducir nuestras tropas a la victoria.

Con pasos nerviosos, Uri-Techup abandonó la sala de audiencias.

–No está del todo equivocado -reconoció Hattusil.

–¿Qué quieres decir?

–Putuhepa ha consultado a las divinidades de los infiernos.

–¿Su respuesta?

–Debemos borrar el fracaso de Kadesh.

–¿Tienes un plan?

–Tiene algunos riesgos que asumiré.

–Eres mi hermano, Hattusil, y tu vida me es preciosa.

–No creo haber cometido errores en Kadesh, y la grandeza del imperio es mi más ardiente preocupación. Cumpliré con lo que los dioses infernales exigen.

Nedjem, jardinero convertido en ministro de Agricultura de Ramsés el Grande, era también el preceptor de su hijo Kha. Fascinado por las dotes del niño para la escritura y la lectura, le había permitido satisfacer su afición por el estudio y la investigación.

El ministro y el hijo del rey se entendían a las mil maravillas, y Ramsés se felicitaba por aquel tipo de educación. Pero, por primera vez, el apacible Nedjem se sentía obligado a oponerse a una orden de Ramsés, sabiendo que aquella falta de respeto acarrearía su decadencia.

–Majestad…

–Te escucho, mi buen Nedjem.

–Se trata de vuestro hijo.

–¿Ya está preparado?

–Sí, pero…

–¿Se encuentra mal?

–No, majestad, pero…

–Que venga inmediatamente entonces.

–Con todos los respetos, majestad, no estoy convencido de que un niño tan joven sea capaz de enfrentarse con el peligro al que quereis someterlo.

–Deja que yo lo decida, Nedjem.

–El peligro… el peligro es considerable.

–Kha debe encontrarse con su destino, sea cual sea. No es un niño como los demás.

El ministro comprendió que su lucha sería en balde.

–A veces lo lamento, majestad.

El viento soplaba en el Delta, pero no conseguía alejar las grandes nubes cargadas de lluvia. Sentado detrás de su padre, que montaba un soberbio caballo gris, el pequeño Kha temblaba.

–Tengo frío, padre; ¿no podríamos ir más despacio?

–Tenemos prisa.

–¿Adónde me llevas?

–A ver a la muerte.

–¿A la bella diosa de Occidente, la de la dulce sonrisa?

–No, esa es la muerte de los justos, y tú no lo eres todavía.

–¡Pero quiero serlo!

–Muy bien, supera la primera etapa.

Kha apretó los dientes. Nunca decepcionaría a su padre. Ramsés se detuvo junto a un canal cuya unión con un brazo del Nilo estaba señalada por un pequeño santuario de granito. El lugar parecía tranquilo.

–¿Está aquí la muerte?

–En el interior de este monumento; si tienes miedo, no vayas.

Kha saltó a tierra y recordó las fórmulas mágicas aprendidas en los cuentos y destinadas a conjurar el peligro. Se volvió hacia su padre. Ramsés permanecía inmóvil. Kha comprendió que no podía esperar ayuda del faraón. Ir hacia el santuario era su única salida.

Una nube ocultó el sol, el cielo se oscureció. El niño avanzó, vacilante, y se detuvo a mitad de camino de su objetivo. En el sendero, una cobra de color negro, de amplia cabeza y más de un metro de largo, parecía decidida a atacarlo. Petrificado, el niño no se atrevió a huir. La cobra se enardeció y avanzó hacia él. El reptil golpearía muy pronto. Murmurando las viejas fórmulas, tropezando con las palabras, el muchachito cerró los ojos cuando la cobra se lanzó.

Un bastón ahorquillado la clavó en el suelo.

–Esta muerte no era para ti -declaró Setaú-. Ve a reunirte con tu padre, pequeño.

Kha miró a Ramsés directamente a los ojos.

–La cobra no me ha mordido porque he recitado las fórmulas adecuadas… Seré un justo, ¿no es cierto?

Instalada en un cómodo sillón y saboreando la dulce calidez de un sol de invierno que aureolaba de oro los árboles de su jardín privado, Tuya charlaba con una mujer alta y morena, cuando Ramsés visito a su madre.

–¡Dolente! – exclamó el rey al reconocer a su hermana.

–No seas muy severo -recomendó Tuya-, tiene muchas cosas que contarte.

Con el rostro fatigado, lánguida, pálida, Dolente se arrojó a los pies de Ramsés.

–¡Perdóname, te lo ruego!

–¿Te sientes culpable, Dolente?

–El maldito mago me había hechizado. Creí que era un hombre de bien.

–¿Y quién es?

–Un libio experto en brujería. Me tuvo secuestrada en una morada de Menfis y me obligó a seguirle cuando huyó. Dijo que si no le obedecía me cortaría la garganta.

–¿Por qué tanta brutalidad?

–Porque… porque…

Dolente rompió a sollozar, Ramsés la levantó y la ayudó a sentarse.

–Explícate.

–El mago… el mago mató a una sierva y a una joven rubia que le servía de médium. Acabó con ellas porque se negaban a obedecerle y ayudarlo.

–¿Presenciaste el crimen?

–No, estaba encerrada… pero vi los cadáveres cuando salimos de la casa.

–¿Por qué te mantenía prisionera ese mago?

–Creía en mis cualidades de médium y pensaba utilizarme contra ti, hermano mío. Me drogaba y me hacía preguntas sobre tus costumbres… pero fui incapaz de responder. Cuando se dirigió hacia Libia, me liberó. He vivido momentos horribles, Ramsés, estaba convencida de que no iba a salvarme.

–¿No fuiste imprudente?

–Lo lamento, si supieras como lo lamento…

–No abandones la corte de Pi-Ramsés.


59


Acha conocía bien a Benteshina, el príncipe de la provincia de Amurru. Poco sensible a la palabra de los dioses, prefería el oro, las mujeres y el vino. Era sólo un hombre corrupto y venal, preocupado únicamente por su bienestar y sus placeres.


Como Amurru debía desempeñar un papel estratégico de primer plano, el jefe de la diplomacia egipcia no había ahorrado medios para asegurarse el concurso activo de Benteshina. En primer lugar, Acha se desplazaba personalmente, en nombre del faraón, demostrando así la estima que sentía por el príncipe; luego le llevaba gran cantidad de apreciables riquezas, especialmente lujosas telas, jarras de excelentes vinos, vajilla de alabastro, armas de gala y muebles dignos de la corte real.

La mayoría de los soldados egipcios acantonados en Amurru habían sido movilizados en el ejército de socorro, cuya intervención en Kadesh había resultado decisiva; de regreso a Egipto, gozaban de un largo permiso antes de incorporarse al servicio. Acha conducía, así, un destacamento de cincuenta oficiales instructores, con el encargo de encuadrar las tropas locales antes de que llegaran un millar de infantes y arqueros de Pi-Ramsés que convertirían Amurru en una sólida base militar.

Acha había embarcado en Perusio y había tomado la dirección del norte; vientos favorables y un mar en calma habían hecho muy agradable su viaje. La presencia a bordo de una joven siria había contribuido al encanto de la navegación.

Cuando el bajel egipcio entró en el puerto de Beirut, el príncipe Benteshina, rodeado por sus cortesanos, le aguardaba en el muelle. Quincuagenario gordo y jovial, luciendo un negro y reluciente bigote, besó a Acha en las mejillas y se deshizo en elogios sobre la prodigiosa victoria que Ramsés el Grande había obtenido en Kadesh, modificando radicalmente el equilibrio del mundo.

–¡Qué soberbia carrera, querido Acha! Tan joven y ya ministro de Asuntos Exteriores del poderoso Egipto… Me inclino ante vos.

–No será necesario, he venido como amigo.

–Os alojareis en mi palacio, colmaré todos vuestros deseos.

Los ojos de Benteshina brillaron.

–¿Desearíais una joven virgen?

–¿Quién sería lo bastante loco como para desdeñar las maravillas de la naturaleza? Contempla esos modestos regalos, Benteshina, y dime si te complacen.

Los marineros descargaron el cargamento. Benteshina, voluble, no ocultó su satisfacción; la visión de un lecho de notable delicadeza le arrancó una exclamación próxima al arrobo.

–¡Vosotros, los egipcios, poseeis el arte de vivir! Estoy impaciente por probar esta maravilla. ¡Y acompañado!

Como el príncipe estaba en una excelente disposición, Acha lo aprovechó para presentarle a los oficiales instructores.

–Como fiel aliado de Egipto, debes ayudarnos a establecer un frente defensivo que proteja Amurru y disuada a los hititas de agredirte.

–Es mi más caro deseo -afirmó Benteshina-. Estoy cansado de conflictos que perjudican el comercio. Mi pueblo quiere estar protegido.

–Dentro de unas semanas, Ramsés enviará un ejército; hasta entonces, estos instructores formarán a tus propios soldados.

–Excelente, excelente… Hatti ha sufrido una grave derrota. Muwattali debe enfrentarse con una lucha interna entre su hijo Uri-Techup y su hermano Hattusil.

–¿Y hacia quién se inclinan las preferencias de la casta de los guerreros?

–Parece dividida. Ambos tienen sus partidarios. De momento, el emperador mantiene un simulacro de cohesión, pero no puede excluirse un golpe de Estado. Además, algunos miembros de la coalición de Kadesh lamentan haberse visto arrastrados a una desastrosa aventura, tan costosa en hombres como en material. Algunos aceptarían un nuevo dueño, que muy bien podría ser el faraón.

–Soberbias perspectivas.

–¡Y os prometo una velada inolvidable!

La joven libanesa, de pesados pechos y grandes muslos, se tendió sobre Acha y le dio un suave masaje con un movimiento de todo su cuerpo de adelante hacia atrás. Cada parcela de su piel estaba perfumada y el bosque de su sexo rubio era un paisaje encantador. Aunque hubiera librado ya varias justas victoriosas, Acha no permaneció pasivo. Cuando el masaje de la joven libanesa produjo el efecto deseado, la hizo caer hacia un lado. Hallando enseguida el delicioso camino de su intimidad, compartió con ella un nuevo momento de intenso placer. Hacía mucho tiempo que ya no era virgen; pero la ciencia de sus caricias colmaba ventajosamente aquella irremediable laguna. Ni él ni ella habían dicho una sola palabra.

–Déjame -dijo él-, tengo sueño.

La moza se levantó y salió de la vasta alcoba que daba a un jardín. Acha la había olvidado ya, pensando en las revelaciones de Benteshina sobre la coalición reunida por Muwattali, coalición que estaba a punto de romperse. Maniobrar correctamente sería difícil, pero excitante. ¿Hacia qué otra gran potencia se volverían los disidentes si perdían su confianza en el emperador de Hatti? Hacia Egipto no, sin duda. El país de los faraones se hallaba demasiado lejos, su mentalidad era en exceso distinta de la de los principados de Asia, pequeños e inestables. Una idea empezó a apoderarse del diplomático, una idea tan inquietante que sintió deseos de consultar inmediatamente un mapa de la región.

La puerta de la alcoba se abrió. Entró un hombre pequeño, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, la garganta adornada por un discreto collar de plata, un brazalete en el codo izquierdo y vestido con un paño multicolor que dejaba los hombros al descubierto.

–Mi nombre es Hattusil, soy el hermano de Muwattali, emperador de Hatti.

Acha quedó desconcertado unos instantes. Acaso la fatiga del viaje y sus retozos amorosos le provocaban alucinaciones.

–No estáis sonando, Acha. Me satisface conocer al jefe de la diplomacia egipcia y a un amigo tan íntimo de Ramsés el Grande.

–¿Vos, en Amurru?

–Sois mi prisionero, Acha. Cualquier tentativa de evasión estaría condenada al fracaso. Mis hombres han capturado a los oficiales egipcios, vuestra tripulación y vuestro barco. Hatti es de nuevo dueño de la provincia de Amurru. Ramsés hizo mal subestimando nuestra capacidad de reacción; como jefe de la coalición vencida en Kadesh sufrí una insoportable humillación. Sin la formidable cólera de Ramsés y su insensato valor, habría exterminado al ejército egipcio. Por eso debía demostrar, rápidamente, mi verdadero valor e intervenir con eficacia mientras vosotros descansabais en vuestra victoria.

–El príncipe de Amurru nos ha traicionado una vez más.

–Benteshina se vende al mejor postor, es su carácter. Esta provincia nunca más volverá al regazo de Egipto.

–¡Olvidais el furor de Ramsés!

–Al contrario, lo temo; por eso evitaré provocarlo.

–En cuanto sepa que las fuerzas hititas ocupan Amurru, intervendrá. Y estoy convencido de que no habéis tenido tiempo de reorganizar un ejército capaz de resistírsele.

Hattusil sonrió.

–Vuestra perspicacia es temible, pero será vana, pues Ramsés sólo conocerá la verdad mucho más tarde.

–Mi silencio será elocuente.

–No callareis, Acha. Vais a escribir a Ramsés una carta tranquilizadora, explicándole que vuestra misión se desarrolla como estaba previsto y que vuestros instructores están haciendo un buen trabajo.

–Dicho de otro modo, nuestro ejército avanzará confiado hacia Amurru y caerá en una emboscada.

–Es parte de mi plan, en efecto.

Acha intentó leer el pensamiento de Hattusil. No ignoraba las cualidades y los defectos de los pueblos de la región, de sus aspiraciones y sus rencores. Al egipcio se le apareció la verdad.

–¡De nuevo una sólida alianza con los beduinos!

–No hay mejor solución -asintió Hattusil.

–Son ladrones y asesinos.

–No lo ignoro, pero me serán útiles para sembrar la turbación entre los aliados de Egipto.

–¿Y no es imprudente confiarme semejantes secretos?

–Pronto no se tratará de secretos sino de realidades. Vestíos, Acha, y seguidme. Tengo que dictaros una carta.

–¿Y si me niego a escribirla?

–Morireis.

–Estoy preparado.

–No, no lo estáis. Un hombre que ama a las mujeres como vos las amáis no está preparado para renunciar a la existencia por una causa perdida de antemano. Escribireis la carta, Acha, porque quereis vivir.

El egipcio vaciló.

–¿Y si obedezco?

–Seréis encerrado en una cárcel, que espero que sea confortable, y sobrevivireis.

–¿Por qué no me matáis?

–En el marco de una puntual negociación, el jefe de la diplomacia egipcia puede ser una buena moneda de intercambio. Así ocurrió ya en Kadesh, ¿no es cierto?

–Me pedís que traicione a Ramsés.

–Actuais coaccionado… realmente no es una traición.

–Salvar la vida. ¿No es una promesa excesiva?

–Tenéis mi palabra, ante los dioses de Hatti y en nombre del emperador.

–Escribiré la carta, Hattusil.


60


Las siete hijas del sacerdote de Madian, entre las que estaba la esposa de Moisés, sacaban agua del pozo y llenaban los abrevaderos para dar de beber a los corderos de su padre cuando una decena de beduinos a caballo irrumpieron en el oasis. Barbudos, armados con arcos y puñales, parecían albergar las peores intenciones.


Los corderos se dispersaron, las siete muchachas corrieron a ocultarse bajo las tiendas, el anciano se apoyó en su bastón e hizo frente a los recién llegados.

–¿Eres el jefe de esta comunidad?

–Lo soy.

–¿Cuántos hombres válidos hay aquí?

–Yo y un pastor del ganado.

–Canaan va a rebelarse contra el faraón, con el apoyo de los hititas; gracias a ellos dispondremos de tierra. Todas las tribus deben ayudarnos a combatir a los egipcios.

–No somos una tribu sino una familia que vive aquí, en paz, desde hace varias generaciones.

–Tráenos al pastor de tu rebaño.

–Está en la montaña.

Los beduinos se pusieron de acuerdo.

–Regresaremos -declaró su portavoz-. Y ese día lo llevaremos con nosotros y combatirá. De lo contrario, cegaremos tu pozo y quemaremos tus tiendas.

Moisés entró en la tienda al caer la noche. Su esposa y su suegro se levantaron.

–¿Dónde estabas? – preguntó ella.

–En la montaña santa, donde el dios de nuestros padres revela su presencia. Me ha hablado de la miseria de los hebreos en Egipto, de mi pueblo sometido a la autoridad del faraón, de mis hermanos que se lamentan y desean librarse de la opresión.

–Hay algo mucho más grave -reveló el sacerdote de Madian-. Unos beduinos han venido hasta aquí y quieren alistarte para que participes en la revuelta de Canaan contra el faraón, como todos los hombres válidos de la región.

–Es una locura. Ramsés aplastará esta sedición.

–¿Y si los hititas se ponen al lado de los insurrectos?

–¿No fueron vencidos en Kadesh?

–Eso cuentan los caravaneros -reconoció el sacerdote-. ¿Pero podemos confiar en ellos? Tienes que ocultarte, Moisés.

–¿Te han amenazado los beduinos?

–Si no combates con ellos, nos matarán.

Cippora, la esposa de Moisés, se arrojó a su cuello.

–Vas a marcharte, ¿no es cierto?

–Dios me ha ordenado que regrese a Egipto.

–Serás juzgado y condenado -recordó el anciano sacerdote.

–Me marcho contigo -decidió Cippora-, y nos llevaremos a nuestro hijo.

–El viaje puede ser peligroso.

–No me importa. Eres mi marido, soy tu mujer.

El anciano sacerdote volvió a sentarse, abrumado.

–Tranquilízate -predijo Moisés-: Dios velará por tu oasis. Los beduinos no volverán.

–¿Y qué importa si no vuelvo a veros nunca, ni a ti, ni a mi hija ni a vuestro hijo?

–Dices bien. Danos el beso de despedida y confiemos nuestras almas al Señor.

En Pi-Ramsés, los templos preparaban las fiestas del corazón del invierno, durante las que la secreta energía del universo regeneraría las estatuas y los objetos utilizados durante los rituales. Agotada ya la fuerza que los animaba, la pareja real debía comulgar con la luz y hacer subir las ofrendas hacia Maat, coherencia del universo.

La victoria de Kadesh había tranquilizado a los egipcios. Ya nadie consideraba invencible el ejército hitita, todos sabían que Ramsés era capaz de rechazar al enemigo y de preservar la felicidad cotidiana. La capital se embellecía; los templos principales, los de Amón, Ptah, Ra y Set, crecían al ritmo de los mazos y cinceles de los canteros, las villas de los nobles y de los altos funcionarios rivalizaban en belleza con las de Tebas y Menfis, la actividad del puerto era incesante, los almacenes desbordaban de riqueza y el taller especializado producía las tejas azules barnizadas que adornaban las fachadas de las casas de Pi-Ramsés, justificando su reputación de «ciudad de Turquesa».

Una de las distracciones favoritas de los habitantes de la capital consistía en recorrer en barca los canales llenos de peces y entregarse a la pesca con sedal; comiendo manzanas de meloso gusto procedentes de uno de los vergeles de una campiña lujuriante, los pescadores se abandonaban a la corriente, admiraban los floridos jardines al borde del canal, el vuelo de los ibis, de los flamencos rosas y de los pelícanos y olvidaban a menudo el pez que mordía el anzuelo.

Manejando personalmente los remos, Ramsés había llevado a su hija Meritamón y a su hijo Kha, que no había dejado de contar a su hermanita el encuentro con la cobra. El muchachito se había expresado pausadamente, sin exagerar. Tras unas horas de descanso, Ramsés pensaba reunirse con Nefertari e Iset la bella, a quien la gran esposa real había invitado a cenar.

En el embarcadero estaba Ameni. Para hacer salir al escriba de su despacho, el motivo debía de ser serio.

–Una carta de Acha.

–¿Inquietante?

–Léela tú mismo.

Ramsés confió los niños a Nedjem, que temía los incidentes en los viajes en barco e incluso durante los paseos fuera de los jardines de palacio. El ministro de Agricultura tomó a los niños de la mano mientras Ramsés desenrollaba el papiro que Ameni le tendía.

Al faraón de Egipto, de parte de Acha, ministro de Asuntos Exteriores.

De acuerdo con las órdenes de su majestad, he visto al príncipe de Amurru, Benteshina, que me ha reservado la mejor acogida. Nuestros oficiales instructores, y a su cabeza un escriba real educado, como tú y yo, en la Universidad de Tebas, han comenzado a formar el ejército libanés. Como suponíamos, los hititas se han retirado más al norte tras su derrota en Kadesh. Sin embargo, no debemos abandonar nuestra vigilancia. Las fuerzas locales no serán suficientes si, en el futuro, se produjera un intento de invasión. Es indispensable pues enviar, de inmediato, un regimiento bien armado para implantar una base defensiva que garantice una paz duradera y la seguridad de nuestro país.

Que tu salud, faraón, siga siendo excelente.

El rey enrolló el documento.

–Es la caligrafía de Acha.

–Estoy de acuerdo, pero…

–Acha escribió este texto, pero lo coaccionaron.

–Eso pienso yo también -aprobó Ameni-; nunca hubiera escrito que él y tú estuvisteis en la Universidad de Tebas.

–No, porque fue en la de Menfis. Y Acha tiene una excelente memoria.

–¿Qué significa este error?

–Que está prisionero en Amurru.

–¿Se habrá vuelto loco el príncipe Benteshina?

–No, también él actúa bajo coacción. Sin duda después de haber negociado su apoyo.

–¿Debemos entender…?

–El contraataque de los hititas ha sido fulgurante. Se han apoderado de Amurru y nos tienden una trampa. Sin la astucia de Acha, Muwattali se habría tomado la revancha.

–¿Crees que Acha sigue aún vivo?

–Lo ignoro, Ameni. Con la ayuda de Serramanna prepararé el inmediato envío de un comando de élite. Si nuestro amigo está prisionero, lo liberaremos.

Cuando el faraón dio la orden al capataz principal de la fundición para que se reanudara la producción intensiva de armas ofensivas y defensivas, la información corrió en pocas horas por la capital y en pocos días por todo Egipto. ¿Para qué disimular? La victoria de Kadesh no había bastado para quebrar la voluntad de conquista de los hititas. Los cuatro cuarteles de Pi-Ramsés fueron puestos en estado de alerta, y los soldados comprendieron que no tardarían en salir de nuevo hacia el norte, para nuevos combates.

Ramsés permaneció solo, encerrado en su despacho, todo un día y toda una noche. Al amanecer subió a la terraza de palacio para contemplar su astro protector, que renacía tras los encarnizados combates contra el dragón de las tinieblas.

En la esquina oriental de la terraza, sentada en el murete, estaba Nefertari, pura y hermosa a la rosada claridad del alba. Ramsés la estrechó contra su pecho.

–Creía que la victoria de Kadesh abriría una era de paz, pero fue presuntuoso. A nuestro alrededor merodean las sombras; la de Muwattali, la de Chenar, que tal vez sigue vivo, la de ese mago libio que se nos ha escapado, la de Moisés, cuyo rastro no consigo encontrar, la de Acha, prisionero o muerto en Amurru… ¿Seremos lo bastante fuertes para resistir la tempestad?

–Tu papel consiste en manejar el gobernalle del navío, sea cual sea la fuerza del viento. No tienes tiempo, ni el derecho de dudar. Si la corriente es contraria, te enfrentarás a ella, nos enfrentaremos a ella.

Brotando del horizonte, el sol iluminó con sus primeros rayos a la gran esposa real y a Ramsés, el hijo de la luz.


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02/05/2008


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