1

El caballo de Danio galopaba por la caldeada pista que llevaba a la Morada del León, un burgo de Siria del Sur, fundado por el ilustre faraón Seti. Egipcio por su padre y sirio por su madre, Danio había abrazado la honorable profesión de correo y se había especializado en la entrega de mensajes urgentes. La administración egipcia le proporcionaba el caballo, el alimento y la ropa; contaba con una vivienda oficial en Sele, ciudad fronteriza del nordeste, y se alojaba gratuitamente en las casas de posta. En resumen, Danio disfrutaba de una gran vida, de viajes incesantes y de encuentros con sirias poco recatadas aunque, a veces, deseosas de casarse con un funcionario, que ponía pies en polvorosa en cuanto la relación adoptaba un aspecto demasiado serio.


Danio, cuya verdadera naturaleza habían descubierto sus padres gracias al astrólogo de la aldea, no soportaba estar encerrado, ni siquiera en brazos de una amante desvergonzada. Para él, no había nada más importante que el espacio que debía devorar y la polvorienta pista que debía recorrer.

Escrupuloso y metódico, el correo estaba bien considerado por sus superiores. Desde el comienzo de su carrera no había perdido ni una sola carta y a menudo solía superar los horarios impuestos para satisfacer a algún remitente con prisas. Su sacerdocio consistía en distribuir la correspondencia tan deprisa como le fuera posible.

Con el advenimiento de Ramsés, tras la muerte de Seti, Danio había temido, como otros muchos egipcios, que el joven faraón fuese un rayo de la guerra y lanzara su ejército a la conquista de Asia, con la esperanza de reconstruir un inmenso imperio cuyo centro fuese Egipto. Durante los cuatro primeros años de su reinado, el fogoso Ramsés había ampliado el templo de Luxor, había concluido la gigantesca sala con columnas de Karnak, había iniciado la construcción de su templo de millones de años en la orilla oeste de Tebas y construido una nueva capital en el Delta, Pi-Ramsés; pero no había modificado la política exterior de su padre, que consistía en cumplir un pacto de no agresión con los hititas, los temibles guerreros de Anatolia. Estos parecían haber renunciado a atacar Egipto y respetaban su protectorado de Siria del Sur.

El porvenir hubiera sido risueño si la correspondencia militar entre Pi-Ramsés y las fortalezas del Camino de Horus no hubiera aumentado hasta alcanzar insólitas proporciones.

Danio había interrogado a sus superiores y había hecho preguntas a algunos oficiales; nadie sabía nada, pero se hablaba de disturbios en Siria del Norte e, incluso, en la provincia de Amurru[1], que se hallaba bajo influencia egipcia. Estaba claro que los mensajes que Danio transportaba tenían como objetivo preparar a los comandantes de las fortalezas del Camino de Horus, la línea de fortificaciones del nordeste, para ponerse pronto en estado de alerta.


Gracias a la vigorosa acción de Seti, Canaan[2], Amurru y Siria del Sur formaban una vasta zona amortiguadora que protegía a Egipto de una invasión brutal. Ciertamente, era preciso vigilar sin cesar a los príncipes de aquellas agitadas regiones y devolverles, con frecuencia, a la razón el oro de Nubia calmaba muy pronto las veleidades de traición que renacían en cada cambio de estación. La presencia de tropas egipcias y los desfiles militares correspondientes a las grandes festividades, como las de las cosechas, eran otros tantos medios eficaces de preservar una frágil paz.


En el pasado, las fortalezas del Camino de Horus habían cerrado sus puertas e impedido que los extranjeros cruzaran la frontera en varias ocasiones; los hititas no las habían atacado nunca y el temor a duros combates se había desvanecido.

Así pues, Danio seguía siendo optimista; los hititas conocían el valor del ejército egipcio, los egipcios temían la violencia y la crueldad de los anatolios. Ambos países, que podían quedar exangües tras un conflicto directo, estaban interesados en mantener sus posiciones y limitarse a desafíos verbales.

Ramsés, metido en un programa de grandes obras públicas, no tenía la intención de provocar un enfrentamiento.

Danio pasó a galope tendido ante la estela que señalaba el límite del dominio agrícola perteneciente a la Morada del León. De pronto detuvo su caballo y dio marcha atrás. Un detalle anormal había llamado su atención. El correo descabalgó ante la estela.

Indignado, advirtió que la cimbra estaba dañada y que varios jeroglíficos habían sido destruidos a martillazos. La inscripción mágica, ahora ilegible, ya no protegía el paraje. El responsable de aquella destrucción sería severamente castigado; deteriorar una piedra viva era un crimen punible con la pena de muerte.

Sin duda alguna, el correo era el primer testigo de aquel drama que se apresuraría a comunicar al gobernador militar de la región. Cuando éste conociese la catástrofe, redactaría un detallado informe para el faraón.

Un muro de ladrillos rodeaba la aglomeración; a uno y otro lado de la puerta de acceso había dos esfinges acotadas. El correo se inmovilizó, estupefacto: la mayor parte del recinto había sido devastada, las dos esfinges yacían por el suelo, despanzurradas.

Habían atacado la Morada del León.

En el burgo no se oía ningún ruido. Por lo general estaba muy animado: ejercicios de la infantería, entrenamientos de los jinetes, discusiones en la plaza central, junto a la fuente, gritos de niños, rebuznos de asnos… El insólito silencio puso un nudo en la garganta del correo. Con la saliva ardiendo, destapó su cantimplora y bebió un gran trago.

La curiosidad prevaleció sobre el miedo. Debería haber dado marcha atrás y haber avisado a la guarnición más cercana, pero quiso saber que había ocurrido. Danio conocía casi todos los residentes de la Morada del León, desde el gobernador al posadero; algunos eran buenos amigos.

El caballo relinchó y se encabritó. El correo consiguió calmarlo acariciándole el cuello, pero el animal se negó a avanzar. Danio penetró a pie en el silencioso burgo.

Silos para trigo despanzurrados, jarras quebradas. No quedaba nada de las reservas de alimento y bebida. Las pequeñas casas de dos pisos ahora no eran más que ruinas. Ni una sola había escapado de los asaltantes, presas de una locura de destrucción que ni siquiera había respetado la morada del gobernador. Ni un solo muro del pequeño templo permanecía en pie. La estatua divina había sido rota a mazazos y decapitada.

Y aquel silencio denso, opresivo.

En el pozo había cadáveres de asnos y en la plaza central vio los restos de una hoguera donde habían ardido muebles y papiros.

El olor.

Un olor pegajoso, acre, nauseabundo, que invadió su nariz y le llevó hacia la carnicería, situada en el extremo norte de la población, bajo un amplio pórtico que la protegía del sol. Allí se despedazaban los bueyes degollados, allí se cocinaban los pedazos de carne en un gran caldero y allí se asaban las aves al espetón. Un lugar ruidoso donde el correo había comido muchas veces después de distribuir la correspondencia. Cuando los vio, Danio se quedó sin respiración.

Allí estaban todos: soldados, comerciantes, artesanos, ancianos, mujeres, niños, bebés. Todos degollados, amontonados unos sobre otros. El gobernador había sido empalado, los tres oficiales del destacamento colgados de la viga que aguantaba el techo de la carnicería.

En una columna de madera había una inscripción en caracteres hititas: «Victoria para el ejército del poderoso soberano de Hatti, Muwattali. Así perecerán todos sus enemigos».

Los hititas… De acuerdo con su costumbre, habían realizado una expedición de extremada violencia, sin respetar a ninguno de sus adversarios; pero esta vez habían salido de su zona de influencia para golpear cerca de la frontera nordeste de Egipto.

El pánico se apoderó del correo. ¿Y si el comando hitita merodeara por los alrededores?

Danio retrocedió, incapaz de apartar sus ojos del horrible espectáculo. ¿Cómo podían ser tan crueles para asesinar así a unos seres humanos y dejarlos sin sepultura? Confuso, Danio se dirigió hacia la puerta de las esfinges.

Su caballo había desaparecido. Angustiado, el correo escrutó el horizonte, temiendo que aparecieran los soldados hititas.

Allí, lejos, al pie de la colina, distinguió una nube de polvo.

Carros… ¡Unos carros se dirigían hacia él!

Enloquecido por el terror, Danio corrió hasta perder el aliento.


2


Pi-Ramsés, la nueva capital de Egipto, creada por Ramsés en el corazón del Delta, ya tenía más de cien mil habitantes. Rodeada por los dos brazos del Nilo, las aguas de Ra y las aguas de Avaris, gozaba de un clima agradable, incluso en verano; la atravesaban numerosos canales, un lago de recreo permitía deliciosos paseos en barco, estanques llenos de peces ofrecían hermosas piezas a los aficionados a la pesca con sedal.


Bien provista de alimentos variados procedentes de una feraz campiña, Pi-Ramsés era apodada «la ciudad de turquesa», debido a la omnipresencia de las tejas barnizada de azul, de excepcional luminosidad, que adornaban las fachadas de las casas.

Era una extraña ciudad, es cierto, que reunía un ambiente armonioso y apacible con un mundo guerrero, que Pi-Ramsés estaba provista de cuatro grandes cuarteles y una manufactura de armas, situada junto al palacio.

Desde hacía algunos meses, los obreros trabajaban día y noche, fabricando carros, armaduras, espadas, lanzas, escudos y puntas de flecha. En el centro de la fábrica, una vasta fundición disponía de un taller especializado en trabajo del bronce.

Un carro de combate, sólido y ligero al mismo tiempo acababa de salir de la manufactura. Estaba en lo alto de la rampa que llevaba al gran patio porticado donde se almacenaban los vehículos del mismo tipo, cuando el capataz palmeó el hombro del carpintero que examinaba los acabados.

–Allí, al pie de la rampa… ¡Es él!

–¿Él?

El artesano miró.

Sí, en efecto era él, el faraón, señor del Alto y el Bajo Egipto, el hijo de la luz, Ramsés.

El sucesor de Seti, de veintiséis años de edad, reinaba desde hacía cuatro y gozaba del amor y la admiración de su pueblo. Atlético, de más de un metro ochenta de estatura, el rostro alargado y coronado por una magnífica cabellera de un rubio veneciano, ancha y despejada la frente, sobresalientes los arcos superciliares y espesas las cejas, nariz larga, delgada y algo aguileña, la mirada luminosa y profunda, las orejas redondas y delicadamente cinceladas, carnosos los labios, firme el mentón, Ramsés tenía una fuerza que algunos no dudaban en calificar de sobrenatural.

Ampliamente formado en el ejercicio del poder por un padre que le había iniciado en las funciones de rey a costa de duras pruebas, Ramsés había heredado la fulgurante autoridad de Seti, su glorioso predecesor. Incluso cuando no llevaba sus ropas habituales, su mera presencia imponía respeto.

El rey subió por la rampa y examinó el carro. Petrificados, el capataz y el carpintero temían su juicio. Que el faraón en persona inspeccionara, de improviso, la fábrica, demostraba el interés que sentía por la calidad de las armas que allí se producían.

Ramsés no se limitó a un análisis superficial. Escrutó cada pieza de madera, probó la lanza y comprobó la solidez de la rueda.

–Buen trabajo -consideró-, pero tendremos que verificar sobre el terreno la robustez de este carro.

–Está previsto, majestad -precisó el capataz-. En caso de incidente el auriga nos indica cual es la pieza que falla y la reparamos inmediatamente.

–¿Son numerosos los incidentes?

–No, majestad, y el taller los aprovecha para rectificar los errores y mejorar el material.

–No reduzcas tu esfuerzo.

–Majestad… ¿puedo haceros una pregunta?

–Te escucho.

–¿Será pronto… la guerra?

–¿Acaso te da miedo?

–Fabricamos armas, pero tememos un conflicto. ¿Cuántos egipcios morirán, cuántas mujeres quedarán viudas, cuántos niños se verán privados de sus padres? ¡Que los dioses nos eviten semejante conflicto!

–¡Que ellos te escuchen! ¿Pero cuál sería nuestro deber si Egipto se viera amenazado?

El capataz inclinó la cabeza.

–Egipto es nuestra madre, nuestro pasado y nuestro porvenir -recordó Ramsés-. Da sin medida, cada segundo es una ofrenda… ¿Responderemos con la ingratitud, el egoísmo y la cobardía?

–¡Queremos vivir, majestad!

–Si es preciso, el faraón dará su vida para que Egipto viva. Trabaja en paz, capataz.

¡Que alegría se respiraba en la capital! Pi-Ramsés era un sueño hecho realidad, un momento de felicidad que el tiempo reforzaba día tras día. El antiguo paraje de Avaris, ciudad maldita de los invasores procedentes de Asia, había sido transformado en una ciudad hechicera y elegante, donde acacias y sicomoros ofrecían su sombra tanto a los ricos como a los humildes.

Al rey le gustaba pasear por la campiña de abundante hierba, atravesada por senderos flanqueados de flores y canales propicios al baño. De buena gana degustaba una manzana con sabor a miel, apreciaba una cebolla dulce, recorría el vasto olivar que proporcionaba un aceite tan abundante como la arena en la orilla o respiraba el perfume que exhalaban los jardines. El paseo del monarca concluyó en el puerto interior, de creciente actividad, rodeado de almacenes donde se acumulaban las riquezas de la ciudad, metales preciosos, maderas raras, reservas de trigo.

Estas últimas semanas, Ramsés no deambulaba por la campiña ni por las calles de su ciudad de turquesa, sino que pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles, acompañado por los oficiales superiores, soldados de los carros y de infantería, que apreciaban las condiciones de su alojamiento en los nuevos locales.

Los miembros del ejército profesional, del que formaban parte numerosos mercenarios, se alegraban por su sueldo y por la calidad de los alimentos. Pero muchos se quejaban del entrenamiento intensivo y lamentaban haberse enrolado algunos años antes, cuando la paz parecía bien instalada. Pasar del ejercicio, por riguroso que fuera, al combate contra los hititas no satisfacía a nadie, ni siquiera a los más aguerridos profesionales. Todos temían la crueldad de los guerreros anatolios, que todavía no habían sufrido derrota alguna.

Ramsés había sentido como el miedo iba insinuándose, poco a poco, en los espíritus, e intentaba luchar contra el mal visitando sucesivamente los cuarteles y asistiendo a las maniobras de los distintos cuerpos de ejército. El rey debía mostrarse sereno y mantener la confianza entre sus tropas, aunque el tormento corroyera su alma.

¿Cómo ser feliz en esa ciudad de la que Moisés, su amigo de infancia, había huido tras haber dirigido los equipos de ladrilleros hebreos que habían edificado palacios, villas y mansiones? Ciertamente, Moisés estaba acusado de asesinar a un egipcio, Sary, el cuñado del rey. Pero Ramsés seguía dudando, pues Sary, su antiguo preceptor, se había conjurado contra él y se había comportado de un modo innoble con los obreros que se hallaban a sus órdenes. ¿No habría caído Moisés en una trampa?

Cuando no pensaba en su amigo desaparecido, del que seguía sin tener noticias, el rey pasaba largas horas en compañía de su hermano mayor, Chenar, ministro de Asuntos Exteriores, y de Acha, el jefe de su servicio de espionaje. Chenar lo había intentado todo para impedir que su hermano menor fuera faraón, pero sus fracasos parecían haberle hecho más prudente, y se tomaba muy en serio su papel. Por lo que se refiere a Acha, diplomático inteligente y brillante, era uno de los compañeros de universidad de Ramsés y Moisés, y gozaba de toda la confianza del rey.

Los tres hombres examinaban cada día los mensajes procedentes de Siria e intentaban apreciar con lucidez la situación. ¿Hasta qué punto podría Egipto tolerar la progresión hitita?

Ramsés estaba obsesionado por el gran mapa del Próximo Oriente y Asia expuesto en su despacho. Al norte, el reino de Hatti[3] con su capital, Hattusa, en el centro de la meseta de Anatolia. Más al sur, la vasta Siria, que se extendía a lo largo del Mediterráneo y era atravesada por el Orontes. Principal plaza fuerte del país: Kadesh, bajo control hitita. Al sur, la provincia de Amurru y los puertos de Biblos, Tiro y Sidón, bajo la égida egipcia, luego Canaan, cuyos príncipes eran fieles al faraón.


Ochocientos kilómetros separaban Pi-Ramsés, la capital egipcia, de Hattusa, residencia de Muwattali, el soberano hitita. Dada la existencia de una explanada que iba de la frontera nordeste a la Siria central, las Dos Tierras parecían a cubierto de cualquier intento de invasión. Pero los hititas no se resignaban al statu quo impuesto por Seti. Saliendo de su territorio, los guerreros anatolios habían hecho una incursión hacia Damasco, la principal ciudad de Siria.

Al menos eso era lo que creía Acha, basándose en los informes de sus agentes. Ramsés exigía que se lo aseguraran antes de ponerse a la cabeza de su ejército, con la firme intención de rechazar al adversario hacia el norte. Ni Chenar ni Acha se permitían formular una opinión definitiva; el faraón, y sólo el faraón, debía sopesar su decisión y actuar.

Impulsivo, Ramsés había sentido deseos de contraatacar en cuanto había conocido los manejos hititas; pero la preparación de sus tropas, lo esencial de las cuales había sido transferido de Menfis a Pi-Ramsés, requeriría todavía varias semanas e incluso varios meses. Aquel plazo, que el rey soportaba con cierta impaciencia, tal vez permitiría evitar un conflicto inútil. Hacía unos diez días que no llegaba ninguna noticia alarmante de la Siria central.

Ramsés se dirigió a la pajarera del palacio donde vivían, mimados, colibríes, arrendajos, paros, abubillas, avefrías y otras aves que gozaban de la sombra de los sicomoros y del agua de los estanques, cubiertos de lotos azules.

Estaba convencido de que la encontraría allí, desgranando en su laúd las notas de una antigua melodía. Nefertari, la gran esposa real, la dulce de amor, la única mujer que llenaba su corazón. Aunque no fuera de noble linaje, era más bella que las bellas del palacio y su voz, dulce como la miel, no pronunciaba palabras inútiles.

Cuando la joven Nefertari estaba destinada a una existencia consagrada a la meditación como sacerdotisa recluida en un templo de provincias, el príncipe Ramsés se había enamorado perdidamente de ella. Ni uno ni otra esperaban que su unión formase la pareja real, a cargo del destino de Egipto.

Con los cabellos de un negro brillante, los ojos verdeazulados, aficionada al silencio y el recogimiento, Nefertari había conquistado la corte. Discreta y eficaz, secundaba a Ramsés y realizaba el milagro de armonizar el papel de reina con el de esposa.

Meritamón, la hija que había dado al rey, se le parecía. Nefertari no podría tener más hijos, pero aquel dolor parecía resbalar por ella como el viento de primavera. El amor que construía, desde hacía nueve años, con Ramsés, le parecía una de las fuentes de la felicidad de su pueblo.

Ramsés la contempló sin que ella lo viese. Dialogaba con una abubilla que revoloteaba a su alrededor, lanzando algunas notas juguetonas, y se posaba en el antebrazo de la reina.

–¿Estás junto a mí, no es cierto?

Él avanzó. Como de costumbre, ella había advertido su presencia y su pensamiento.

–Hoy los pájaros están nerviosos -observó la reina-. Se prepara una tormenta.

–¿De qué se habla en palacio?

–Se aturden, bromean sobre la cobardía del enemigo, alaban el poder de nuestras armas, se anuncian futuros matrimonios, se acechan eventuales nombramientos.

–¿Y qué se dice del rey?

–Que cada vez se parece más a su padre y que sabrá proteger al país de la desgracia.

–Si los cortesanos estuvieran en lo cierto…

Ramsés tomó a Nefertari en sus brazos, ella posó la cabeza en su hombro.

–¿Malas noticias?

–Todo parece tranquilo.

–¿Han cesado las incursiones hititas?

–Acha no ha recibido más mensajes alarmantes.

–¿Estamos listos para el combate?

–Ninguno de nuestros soldados tiene prisa por enfrentarse con los guerreros anatolios. Los veteranos consideran que no tenemos posibilidad alguna de vencerlos.

–¿Tú también lo piensas?

–Dirigir una guerra de esta envergadura requiere una experiencia que no tengo. Mi propio padre renunció a comprometerse en tan arriesgada aventura.

–Si los hititas han modificado su actitud, es porque creen que la victoria está a su alcance. En el pasado, las reinas de Egipto combatieron con todas sus fuerzas para mantener la independencia de su país. Aunque la violencia me horroriza, estaré a tu lado si el conflicto es la única solución.

De pronto, la pajarera fue teatro de una ruidosa agitación. La abubilla se encaramó en la rama más alta de un sicomoro, las aves se dispersaron en todas direcciones.

Ramsés y Nefertari levantaron los ojos y distinguieron una paloma mensajera de pesado vuelo. Agotada, parecía buscar en vano su punto de destino. El rey tendió los brazos en un gesto de acogida. La paloma se posó ante el monarca. En su pata derecha habían sujetado un pequeño papiro enrollado, de pocos centímetros de longitud. Escrito en minúsculos pero legibles jeroglíficos, el texto iba firmado por un escriba del ejército.

A medida que iba leyendo, Ramsés tuvo la sensación de que una espada se hundía en sus carnes.

–Tenías razón -le dijo a Nefertari-. La tormenta amenazaba… y acaba de estallar.


3


La gran sala de audiencias de Pi-Ramsés era una de las maravillas de Egipto. Se accedía a ella por una gran escalera monumental adornada con figuras de enemigos vencidos. Encarnaban las fuerzas del mal, que amenazaban sin cesar, y que sólo el faraón podía someter a Maat, la ley de armonía, cuyo rostro viviente era la reina.


Alrededor de la puerta de acceso, los nombres de coronación del monarca, pintados en azul sobre fondo blanco y colocados en cartuchos, formas ovales que evocaban el cosmos, el reino del faraón, hijo del creador y su representante en la tierra. Quien cruzaba el umbral del dominio de Ramsés descubría, maravillado, su serena belleza.

El suelo se componía de tejas de terracota barnizadas y coloreadas, en las que se desplegaban representaciones de estancos y floridos jardines, donde se veía un pato posado en un estanque azulado y un pez vulti que se escurría entre lotos blancos. En los muros un espectáculo de verde pálido, rojo profundo, azul claro, amarillo dorado y blanco quebrado animado por los pájaros retozando en las marismas. Y la mirada se dejaba cautivar por los frisos florales que representaban lotos, adormideras, amapolas, margaritas y acianos. Para muchos, la obra maestra de aquella sala, que cantaba la perfección de una naturaleza domeñada, era el rostro de una joven meditando ante un macizo de malvarrosas. El parecido con Nefertari era tan llamativo que nadie dudaba del homenaje que el soberano rendía, así, a su esposa.

Cuando subió la escalera que llevaba a su trono de oro, cuyo último peldaño estaba decorado por un león que tenía en sus fauces un enemigo procedente de las tinieblas, Ramsés lanzó una breve mirada a aquellas rosas, importadas de Siria del Sur, el protectorado egipcio cuyas espinas le atravesaban el corazón.

La corte al completo guardó silencio. Estaban presentes los ministros y sus adjuntos, los ritualistas, los escribas reales, los magos y sus expertos en ciencias sagradas, los responsables de las ofrendas cotidianas, los guardianes de los secretos, las grandes damas que ocupaban funciones oficiales y todos aquellos a quienes Romé, el intendente de palacio, jovial pero escrupuloso, había dejado entrar.

Era raro que Ramsés convocara a tan numerosa concurrencia, que pronto se haría eco de su discurso, cuyo contenido pronto sería conocido en todo el país. Todos contuvieron la respiración, temiendo el anuncio de un desastre.

El rey llevaba la doble corona, unión del rojo y el blanco, del Bajo y Alto Egipto, y símbolo de la indispensable unidad del país. En su pecho, el cetro-poder, el sekhem, que manifestaba el dominio del faraón sobre los elementos y las fuerzas vitales.

–Un comando hitita ha destruido la Morada del León, una aldea creada por mi padre. Los bárbaros han masacrado a todos los habitantes, incluidas las mujeres, los niños y los bebés.

Brotó un murmullo de indignación, ningún soldado de ningún ejército tenía derecho a actuar así.

–Un correo descubrió la ignominia -prosiguió el rey-. La patrulla que me comunicó la información lo trajo consigo. El pobre estaba aterrorizado. Los hititas han añadido a esta matanza la destrucción del santuario del burgo y la profanación de la estela de Seti.

Conmovido, un apuesto anciano, encargado de velar por los archivos de palacio y que llevaba el título de «jefe de los secretos», salió de la masa de los cortesanos y se inclinó ante el faraón.

–Majestad, ¿tenemos alguna prueba que demuestre que son efectivamente los hititas los autores del crimen?

–He aquí su firma: «Victoria para el ejército del poderoso soberano de Hatti, Muwattali. Así perecerán todos sus enemigos». Os informo también de que los príncipes de Amurru y Palestina acaban de someterse a los hititas. Algunos residentes egipcios han sido asesinados, los supervivientes se han refugiado en nuestras fortalezas.

–Pero entonces, majestad, es…

–La guerra.

El despacho de Ramsés era vasto y luminoso. Unas ventanas, cuyo marco estaba recubierto de cristales barnizados de azul y de blanco, permitían disfrutar al rey de la perfección de cada estación y embriagarse con el perfume de mil y una flores. En unas mesillas doradas había ramilletes de lises. Una larga mesa de acacia servía de soporte a los papiros abiertos. En una esquina de la estancia, una estatua de diorita representaba a Seti, sentado en su trono, con los ojos levantados hacia el más allá.

Ramsés había reunido un consejo restringido, que se limitaba a Ameni, su amigo y fiel secretario particular, a su hermano mayor, Chenar, y a Acha.

Con la tez pálida, las manos largas y finas, bajo, endeble, delgado y casi calvo a los veinticuatro años, Ameni había consagrado su existencia a servir a Ramsés. Incapaz de cualquier práctica deportiva, con la espalda frágil, Ameni era un trabajador infatigable. Se pasaba día y noche en su despacho, dormía poco y asimilaba mas expedientes en una hora que todo su equipo de escribas, calificados, sin embargo, en una semana. Portasandalias de Ramsés, Ameni podría haber aspirado a cualquier cargo ministerial, pero prefería permanecer a la sombra del faraón.

–Los magos han hecho lo necesario -indicó-. Han fabricado estatuillas de cera, a imagen de los asiáticos y los hititas, y las han arrojado al fuego. Además, han escrito sus nombres en jarras y copas de terracota, y las han quebrado. Recomendé que se practicara cada día el mismo rito, hasta la marcha de nuestro ejército.

Chenar se encogió de hombros. El hermano mayor de Ramsés, achaparrado y metido en carnes, tenía un rostro redondo y lunar, y las mejillas hinchadas. Sus labios eran gruesos y golosos, sus ojillos marrones, y su voz untuosa y flotante. Se había afeitado una estrecha barba que había dejado crecer en señal de luto por su padre Seti.

–No contemos con la magia -recomendó-. Yo, ministro de Asuntos Exteriores, propongo que destituyamos a nuestros embajadores en Siria, Amurru y Palestina. Son unos gusanos que fueron incapaces de ver la telaraña que los hititas han tejido en nuestros protectorados.

–Ya lo hemos hecho -reveló Ameni.

–Podríais habérmelo dicho -repuso Chenar ofendido.

–Se ha hecho, eso es lo esencial.

Indiferente a aquella justa oratoria, Ramsés puso el índice sobre un punto preciso del gran mapa abierto sobre la mesa de acacia.

–¿Están las guarniciones de la frontera del noroeste en estado de alerta?

–Sí, majestad -repuso Acha-. Ningún libio la cruzará.

Hijo único de una familia noble y rica, Acha era el aristócrata por excelencia. Elegante, refinado, árbitro de la moda, con el rostro alargado y fino, unos ojos brillantes, la mirada algo desdeñosa, hablaba varias lenguas extranjeras y le apasionaban las relaciones internacionales.

–Nuestras patrullas controlan la franja costera libia y la zona desértica al oeste del Delta. Nuestras fortalezas se hallan en estado de alerta y contendrían sin problemas un ataque que parece probable. Ningún guerrero es capaz, por el momento, de federar las tribus libias.

–¿Hipótesis o certeza?

–Certeza.

–¡Por fin una información tranquilizadora!

–Es la única, majestad. Mis agentes acaban de hacerme llegar las peticiones de auxilio de los alcaldes de Megiddó, punto de llegada de las caravanas, de Damasco y de los puertos fenicios, destino de numerosos barcos mercantes. Las expediciones hititas y la desestabilización de la zona perturban ya las transacciones comerciales. Si no intervenimos enseguida, los hititas nos aislarán de nuestros aliados antes de aniquilarlos. El mundo que Seti y sus antepasados habían edificado quedará destruido.

–Acha, ¿crees que no soy consciente de ello?

–¿Alguna vez se es bastante consciente de un peligro de muerte, majestad?

–¿Realmente se han utilizado todos los recursos de la diplomacia? – preguntó Ameni.

–Han masacrado la población de un burgo -recordó Ramsés-. Tras semejante horror, ¿qué diplomacia podría utilizarse?

–La guerra provocará miles de muertos.

–Ameni, ¿estáis proponiendo una capitulación? – preguntó Chenar con aire burlón.

El secretario particular del rey apretó los puños.

–Retirad vuestra pregunta, Chenar.

–¿Por fin estáis dispuesto a batiros, Ameni?

–Ya basta -los interrumpió Ramsés-. Guardad vuestra energía para defender a Egipto. Chenar, ¿eres partidario de una intervención militar inmediata y directa?

–Dudo… ¿No sería mejor aguardar y reforzar nuestras defensas?

–La intendencia no está lista -precisó Ameni-. Salir a campaña de un modo improvisado nos llevaría a la catástrofe.

–Cuanto más contemporicemos -consideró Acha-, más se extenderá la revuelta por Canaan. Hay que aplastarla enseguida para restablecer una zona protectora entre los hititas y nosotros. De lo contrario, dispondrían de una base avanzada para preparar la invasión.

–El faraón no debe arriesgar su vida de un modo irreflexivo -afirmó Ameni irritado.

–¿Estás acusándome de ligereza? – preguntó Acha gélido.

–¡No conoces el estado real de nuestras tropas! Su equipamiento todavía es insuficiente, aunque la manufactura de armas funcione a todo trapo.

–Sean cuales sean nuestras dificultades, es preciso restablecer, sin dilaciones, el orden en nuestros protectorados. De ello depende la supervivencia de Egipto.

Chenar se guardó de intervenir en el debate entre los dos amigos. Ramsés, que confiaba de la misma manera en Ameni que en Acha, les había escuchado con gran atención.

–Salid -ordenó.

Solo, el rey miró al sol, aquel creador de luz del que había nacido. Hijo de la luz, tenía la capacidad de contemplar cara a cara el astro del día sin abrasarse los ojos.

«Escoge de cualquier ser su brillo y su genio -había recomendado Seti-. Busca en cada uno lo que sea irreemplazable. Pero estarás solo para decidir. Ama a Egipto más que a ti mismo, y el camino se despejará.» Ramsés pensó en la intervención de los tres hombres. Chenar, indeciso, no quería disgustar por nada del mundo; Ameni deseaba preservar el país como un santuario y rechazaba la realidad exterior; Acha tenía una visión global de la situación y no intentaba ocultar su gravedad.

Otras preocupaciones turbaron al rey: ¿habría quedado Moisés atrapado en la tormenta? Acha era el encargado de encontrarlo, pero todavía no había hallado pista alguna. Sus informadores permanecían mudos. Si el hebreo había conseguido salir de Egipto, se habría dirigido hacia Libia, o hacia los principados de Edom y Moab, o hacia Canaan o Siria. En un período tranquilo, cualquier indicador habría acabado descubriéndolo. Hoy, si Moisés seguía vivo aún, sólo podía contarse con la suerte para saber donde se ocultaba.

Ramsés salió de palacio y se dirigió a la residencia de sus generales. Su única preocupación debía ser acelerar la preparación de su ejército.


4


Chenar echó los dos cerrojos de madera que cerraban la puerta de su despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores, luego miró por las ventanas para asegurarse de que nadie se hallaba en el patio interior. Cauto, había ordenado al guardia que estaba en la antecámara que se alejara y se apostara a un extremo del pasillo.


–Nadie puede oírnos -dijo a Acha.

–¿No habría sido más prudente hablar en otra parte?

–Debemos dar la impresión de que estamos trabajando, día y noche, por la seguridad del país. Ramsés ha ordenado que los funcionarios que se hallan ausentes sin una excusa admisible sean despedidos inmediatamente. ¡Estamos en guerra, querido Acha!

–Todavía no.

–¡Es evidente que el rey ya ha tomado una decisión! Vos lo habéis convencido.

–Eso espero. Pero seamos prudentes. Ramsés suele ser imprevisible.

–Nuestro juego ha sido perfecto. Mi hermano ha creído que yo vacilaba y no me atrevía a comprometerme, por miedo a disgustarle. Vos, por el contrario, cortante e incisivo, habéis puesto de relieve mi cobardía. ¿Cómo podía imaginar Ramsés nuestra alianza?

Satisfecho, Chenar llenó dos copas con un vino blanco de la ciudad de Imau, famosa por sus viñedos.

El despacho del ministro de Asuntos Exteriores, al revés que el del rey, no era un modelo de sobriedad. Sillas con respaldos decorados con lotos, recargados almohadones, mesillas con patas de bronce, muros adornados con pinturas que representaban escenas de la caza de pájaros en las marismas y, sobre todo, una profusión de jarrones exóticos procedentes de Libia, Siria, Babilonia, Creta, Rodas, Grecia y Asia. A Chenar le volvían loco. Había pagado muy caras la mayoría de esas piezas únicas, pero su pasión no hacía más que aumentar y llenaba de aquellas maravillas sus villas de Tebas, Menfis y Pi-Ramsés.

La creación de la nueva capital, que al principio le había parecido una insoportable victoria de Ramsés, en realidad había sido una verdadera suerte. Chenar se aproximaba a quienes habían decidido llevarlo al poder, los hititas, y también a los centros de producción de aquellos incomparables jarrones. Verlos, acariciarlos, recordar su exacta procedencia le procuraba un placer inefable.

–Ameni me preocupa -confesó Acha-. No carece de agudeza y…

–Ameni es un imbécil y un débil que vegeta a la sombra de Ramsés. Su servilismo le impide ver y oír.

–Y sin embargo ha criticado mi actitud.

–Ese pequeño escriba cree que Egipto está solo en el mundo, que puede refugiarse en sus fortalezas, cerrar sus fronteras e impedir así que lo invadan los enemigos. Es un antimilitarista feroz y está convencido de que replegarse sobre uno mismo es la única posibilidad de paz. Era inevitable que se enfrentara con vos, pero nos servirá.

–Ameni es el consejero más cercano a Ramsés -objetó Acha.

–En períodos de paz, sí; pero los hititas nos han declarado la guerra y vuestra exposición fue del todo convincente. Además, olvidáis a la reina madre, Tuya, y a la gran esposa real, Nefertari.

–¿Creéis que a ellas les gusta la guerra?

–La odian. Pero las reinas de Egipto siempre lucharon con el mayor vigor para salvaguardar las Dos Tierras y a menudo han adoptado iniciativas notables. Las grandes damas de Tebas reorganizaron el ejército y lo alentaron a expulsar a los invasores hicsos del Delta. Tuya, mi venerada madre, y Nefertari, esa maga que subyuga la corte, no serán una excepción. Incitarán a Ramsés para que pase a la ofensiva.

–Espero que vuestro optimismo esté justificado.

Acha mojó sus labios en el fuerte y afrutado vino, Chenar vació golosamente su copa. Aunque vestido con costosas túnicas y camisas, no lograba ser tan elegante como el diplomático.

–Lo está, querido amigo, lo está. ¿No sois acaso jefe de nuestra red de espionaje, uno de los amigos de infancia de Ramsés y el único hombre al que escucha cuando se trata de política exterior?

Acha asintió con la cabeza.

–Estamos muy cerca del objetivo -prosiguió Chenar exaltado-; Ramsés morirá o será vencido; deshonrado, se verá obligado a renunciar al poder. En ambos casos, yo apareceré como el único capaz de negociar con los hititas y salvar a Egipto del desastre.

–Habrá que comprar esa paz -precisó Acha.

–No he olvidado nuestro plan. Cubriré de oro a los príncipes de Canaan y Amurru. Haré fabulosos regalos al emperador de los hititas y formularé promesas no menos fabulosas. Tal vez Egipto quede empobrecido por algún tiempo, pero reinaré. Y pronto se olvidará a Ramsés. La estupidez y el carácter aborregado del pueblo, que detesta hoy lo que ayer adoraba: esas son las armas que debo utilizar.

–¿Habéis renunciado a la idea de un inmenso imperio, desde el corazón de África a las mesetas de Anatolia?

Chenar se quedó pensativo.

–Os he hablado de ello, es cierto, pero desde un punto de vista comercial… Una vez restablecida la paz, crearemos nuevos puertos mercantes, desarrollaremos las rutas de las caravanas y contraeremos vínculos económicos con los hititas. Entonces, Egipto será demasiado pequeño para mí.

–¿Y si vuestro imperio fuese también… político?

–No os entiendo.

–Muwattali gobierna a los hititas con excesiva dureza, pero se intriga mucho en la corte de Hattusa. Dos personajes, uno muy visible, Uri-Techup, y el otro discreto, Hattusil, sacerdote de la diosa Ishtar, son considerados como probables sucesores. Si Muwattali muriera en combate, uno de los dos tomaría el poder. Pero los dos hombres se detestan y sus partidarios están dispuestos a destrozarse mutuamente.

Chenar se tocó el mentón.

–¿Algo más que simples querellas de palacio, a vuestro entender?

–Mucho más. El reino hitita amenaza con descomponerse.

–Si estallara en varios fragmentos, un salvador podría reunificarlos bajo su estandarte… y unir esos territorios a las provincias egipcias. ¡Qué imperio, Acha, qué inmenso imperio! ¡Babilonia, Asiria, Chipre, Rodas, Grecia y las tierras nórdicas serían mis futuros protectorados!

El joven diplomático sonrió.

–A los faraones les faltó ambición, porque sólo se preocupaban por la felicidad de su pueblo y la prosperidad de Egipto. Vos, Chenar, tenéis madera para conseguirlo. Por ello debe ser eliminado Ramsés, de un modo u otro.

Chenar no tenía la sensación de estar traicionando. Si la enfermedad no hubiera debilitado el cerebro de Seti, el difunto faraón le habría ofrecido el trono a él, su hijo primogénito. Víctima de una injusticia, Chenar lucharía para recuperar lo que le correspondía de pleno derecho.

Miró a Acha con ojos inquisitivos.

–Naturalmente, no se lo habéis dicho todo a Ramsés.

–Naturalmente, pero el conjunto de los mensajes que recibo, a través de mis agentes, siempre está a disposición del rey. Se registran y clasifican en este ministerio, ninguno puede ser sustraído o destruido, so pena de llamar la atención y convertirme en sospechoso de malversación.

–¿Ha realizado Ramsés alguna inspección?

–Nunca hasta hoy, pero estamos en vísperas de un conflicto. Por lo tanto, debo tomar precauciones y no exponerme a un inesperado control por su parte.

–¿Cómo lo haréis?

–Os lo repito: no falta ningún informe, ninguno ha sido trucado.

–¡En ese caso, Ramsés lo sabe todo!

Acha pasó suavemente el dedo por el borde de la copa de alabastro.

–El espionaje es un arte difícil, Chenar; el hecho sin más es importante, pero aún lo es más su interpretación. Mi papel consiste en sintetizar los hechos y dar una interpretación al rey para que se produzca su acción. En la presente situación, no podrá reprocharme blandura ni indecisión: he insistido para que organice cuanto antes una contraofensiva.

–¡Estáis haciendo su juego, no el de los hititas!

–Vos sólo consideráis el hecho -repuso Acha-; así reaccionará también Ramsés. ¿Quién podrá reprochárselo?

–Explicaos.

–El traslado de las tropas, de Menfis a Pi-Ramsés, ha planteado numerosos problemas de intendencia que están muy lejos de haberse resuelto. Incitando a Ramsés para que se apresure obtendremos una primera ventaja: una dificultad insuperable para nuestros soldados, cuyo equipamiento es insuficiente en cantidad y calidad.

–¿Y las demás ventajas?

–El propio terreno y la magnitud de la defección de nuestros aliados. Aun sin ocultárselo a Ramsés, no he insistido en la importancia de los acontecimientos. El salvajismo de las expediciones hititas y la matanza de la Morada del León han aterrorizado a los príncipes de Canaan y Amurru y a los gobernadores de los puertos costeros. Seti infundía respeto a los guerreros hititas; no ocurre así con Ramsés. El conjunto de los potentados locales, temiendo ser aniquilados a su vez, preferirán colocarse bajo la protección de Muwattali.

–Están convencidos de que Ramsés no acudirá en su ayuda y han decidido ser los primeros agresores de Egipto, para satisfacer a su nuevo dueño, el emperador de Hatti… ¿no es eso?

–Es una interpretación de los hechos.

–Y… ¿es la vuestra?

–La mía incluye algunos detalles suplementarios. ¿El silencio de algunas de nuestras plazas fuertes significa que el enemigo se ha apoderado de ellas? Si eso es cierto, Ramsés se enfrentará a una resistencia mucho más dura de lo previsto. Además, es probable que los hititas hayan entregado una buena cantidad de armas a los rebeldes.

Los labios de Chenar se volvieron golosos.

–¡Soberbias sorpresas en perspectiva para los batallones egipcios! Ramsés podría ser vencido en esa primera batalla, antes incluso de enfrentarse con los hititas.

–Es una hipótesis que no debemos desdeñar -consideró Acha.


5


Después de una fatigosa jornada, Tuya, la reina madre, descansaba en el jardín de palacio. Había celebrado el ritual del alba en una capilla de la diosa Hator, el sol femenino, luego había resuelto problemas de protocolo, había concedido una entrevista a unos cortesanos gimoteantes y se había entrevistado, a petición de Ramsés, con el ministro de Agricultura, antes de conversar con Nefertari, la gran esposa real. Delgada, con grandes ojos almendrados, severos y penetrantes, la nariz fina y recta, la barbilla casi cuadrada, Tuya tenía una indiscutible autoridad moral. Tocada con una peluca de retorcidos mechones que ocultaba las orejas y la nuca, llevaba un largo vestido de lino admirablemente fruncido. En su garganta lucía un collar de amatistas de seis vueltas; en las muñecas, brazaletes de oro. Fuera cual fuese la hora del día, Tuya siempre estaba impecable.


Cada día echaba más en falta a Seti. El tiempo empeoraba la cruel ausencia del difunto faraón, y la viuda aspiraba a conocer el último pasaje que le permitiría reunirse con su esposo.

La pareja real le ofrecía, sin embargo, muchas alegrías: Ramsés tenía madera de gran monarca y Nefertari la de una gran reina. Como Seti y ella, amaban apasionadamente a su país y sacrificarían su vida si el destino se lo exigiera.

Cuando Ramsés se dirigió hacia ella, Tuya supo enseguida que su hijo acababa de tomar una decisión muy grave. El rey ofreció el brazo a su madre y juntos pasearon por una avenida arenosa, entre dos hileras de tamariscos en flor. El aire era cálido y perfumado.

–El verano será implacable -dijo ella-. Afortunadamente, elegiste un buen ministro de Agricultura. Los diques estarán consolidados y los estanques para retener las aguas de irrigación se habrán ampliado. La crecida tiene que ser buena, las cosechas serán abundantes.

–Mi reinado podría haber sido largo y feliz.

–¿Por qué no va a serlo? Los dioses te han favorecido y la propia naturaleza te ofrece sus beneficios.

–La guerra es inevitable.

–Ya lo sé, hijo mío. Tu decisión ha sido acertada.

–Necesitaba tu aprobación.

–No, Ramsés; puesto que Nefertari comparte tus pensamientos, la pareja real está en condiciones de actuar.

–Mi padre había renunciado a combatir a los hititas.

–Los hititas parecían haber renunciado a combatir a Egipto. Si hubieran roto la tregua, Seti habría iniciado sin tardanza una ofensiva.

–Nuestros soldados no están listos.

–Tienen miedo, ¿no es cierto?

–¿Quién puede reprochárselo?

–Tú.

–Los veteranos propagan terroríficas historias sobre los hititas.

–¿Hasta el punto de asustar al faraón?

–El tiempo de disipar los espejismos…

–Sólo se disiparán en el campo de batalla, cuando el valor salve las Dos Tierras.

Meba, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, detestaba a Ramsés. Convencido de que el rey le había expulsado sin motivo de su cargo, aguardaba una ocasión para tomar su revancha. Como varios miembros de la corte, apostaba por el fracaso del joven faraón que, tras cuatro años de éxitos, sucumbiría a la prueba.

En compañía de una decena de notables, el rico y mundano Meba, de ancho rostro y aspecto marcial, intercambiaba unas futiles palabras sobre la alta sociedad de Pi-Ramsés. Los manjares eran de calidad, las mujeres soberbias; era preciso matar el tiempo, a la espera del advenimiento de Chenar.

Un servidor susurró unas palabras al oído de Meba. El diplomático se levantó inmediatamente.

–Amigos míos, es para mí una gran satisfacción comunicaros que el rey nos honra con su presencia.

Las manos de Meba temblaban. Ramsés no solía aparecer de ese modo en una recepción privada.

Los bustos se doblaron al unísono.

–Es un honor, majestad. ¿Queréis sentaros?

–Es inútil. He venido a anunciar la guerra.

–¿La guerra?…

–¿Habéis oído mencionar, en medio de tanto regocijo, la presencia de nuestros enemigos a las puertas de Egipto?

–Es nuestra principal preocupación -aseguró Meba.

–Nuestros soldados temen que el conflicto se haga inevitable -declaró un experimentado escriba-. Saben que tendrán que caminar bajo el sol, pesadamente cargados, y avanzar por difíciles caminos. Les será imposible beber hasta calmar su sed, pues el agua estará racionada. Aunque sus piernas desfallezcan, tendrán que seguir avanzando, olvidar que les duele la espalda y que están muertos de hambre. ¿Descansar en el campamento? Vana esperanza, debido a las tareas que deberán cumplir antes de tenderse en sus esteras. En caso de alarma, se levantarán a toda prisa con los ojos nublados por el sueño. ¿Y la comida? Mediocre. ¿Y los cuidados? Escasos. ¿Y qué decir de las flechas y jabalinas adversarias, del constante peligro, de la muerte merodeando por doquier?

–Hermosa retórica de literato -advirtió Ramsés-; yo también conozco de memoria el viejo texto, pero hoy no se trata de literatura.

–Confiamos en el valor de nuestro ejército, majestad -proclamó Meba-, y sabemos que vencerá, sean cuales sean los sufrimientos que deba soportar.

–Conmovedoras palabras, pero no me bastan. Conozco tu valor y el de los nobles aquí presentes, y me enorgullecería mucho ver como os enroláis ahora mismo como voluntarios.

–Majestad… ¡Nuestro ejército profesional debería bastar para ello!

–Necesita hombres de calidad para encuadrar a los jóvenes reclutas. ¿Acaso no deben dar ejemplo los nobles y los ricos? Mañana mismo os esperarán a todos en el cuartel principal.

La ciudad de turquesa estaba muy agitada. Transformada en base militar, en puesto de mando de los carros, en lugar de reunión de los regimientos de infantería y en fondeadero de la flota de guerra, asistía a las maniobras y a los entrenamientos, del amanecer al ocaso. Delegando en Nefertari, Tuya y Ameni la dirección de los asuntos internos del Estado, Ramsés pasaba sus jornadas en la manufactura de armas y en los cuarteles.

La presencia del monarca tranquilizaba y exaltaba; comprobaba la calidad de las lanzas, las espadas y los escudos, pasaba revista a los nuevos reclutas, hablaba tanto con los oficiales superiores como con los simples soldados, y prometía a los unos y los otros un sueldo proporcional a su valentía. Los mercenarios estaban seguros de que percibirían buenas primas si llevaban a Egipto a la victoria.

El rey dedicaba una gran atención al cuidado de los caballos. De su buena condición física dependería, en gran parte, la suerte de la batalla. En el centro de cada establo, construido en pavimentos de guijarros entrecortados por regueras, un depósito de agua servía, al mismo tiempo, para abrevar a los animales y mantener la limpieza. Cada día, Ramsés inspeccionaba distintas cuadras, examinaba los caballos y castigaba con severidad las negligencias.

El ejército reunido en Pi-Ramsés comenzaba a funcionar como un gran cuerpo regido por una cabeza a la que se recurría en cualquier circunstancia. Disponible, interviniendo con rapidez, el rey no dejaba subsistir vaguedad alguna y resolvía inmediatamente los litigios. Se estableció una sólida confianza. Cada soldado sintió que las órdenes eran adecuadas y que las tropas formaban una verdadera maquinaria de guerra.

Ver tan de cerca al faraón y poder hablarle a veces eran privilegios que dejaban estupefactos a los soldados, oficiales o no. A muchos cortesanos les hubiera gustado gozar de semejante suerte. La actitud del rey confería a sus hombres una extraña energía, una nueva fuerza. Sin embargo, Ramsés permanecía lejano e inaccesible. Seguía siendo el faraón, aquel ser único, animado por otra vida.

Cuando el soberano vio a Ameni entrando en el cuartel donde, antaño, el príncipe Ramsés le había arrancado de las garras de sus torturadores, no dejó de extrañarle. Su fiel secretario sentía auténtica aversión por aquella clase de lugares.

–¿Vienes a manejar la espada o la lanza?

–Nuestro poeta ha llegado a Pi-Ramsés y desea verte.

–¿Le has instalado bien?

–En una mansión idéntica a la de Menfis.

Sentado al pie de un limonero, su árbol favorito, con la piel untada con aceite de oliva, Homero degustaba un vino perfumado, mezclado con anís y cilantro, y fumaba hojas de salvia metidas en una gruesa cáscara de caracol, que le servía de hornillo de pipa. Cuando el rey llegó, Homero lo saludó con voz huraña.

–Permaneced sentado, Homero.

–Todavía soy capaz de inclinarme ante el señor de las Dos Tierras.

Ramsés se sentó en un taburete plegable, junto al poeta griego. Héctor, su gato negro y blanco, saltó a las rodillas del monarca. A las primeras caricias, comenzó a ronronear.

–¿Os gusta mi vino, majestad?

–Es algo fuerte, pero su perfume es muy seductor. ¿Cómo os encontráis?

–Mis huesos están doloridos y mi vista continúa debilitándose, pero el clima atenúa mis males.

–¿Os conviene esta morada?

–Es perfecta. El cocinero, la camarera y el jardinero me han acompañado; son buena gente que sabe cuidarme sin importunarme. Como yo, sentían curiosidad por conocer vuestra nueva capital.

–¿No hubierais estado más tranquilo en Menfis?

–¡En Menfis ya no pasa nada! Aquí se decide la suerte del mundo. ¿Quién está mejor preparado que un poeta para percibirlo? Escuchad: «Apolo bajará del cielo, lleno de cólera, avanzará, semejante a la noche, y lanzará sus dardos. Su arco de plata emitirá un son terrorífico, sus flechas atravesarán a los guerreros. Innumerables piras se encenderán para quemar a los muertos. ¿Quién podrá huir de la muerte?».

–¿Versos de vuestra Ilíada?

–En efecto, ¿pero hablaban realmente del pasado? Esta ciudad de turquesa, poblada de estanques y jardines, se transforma en un campamento militar.

–No tengo elección, Homero.

–La guerra es la vergüenza de la humanidad, la prueba de que es una raza degenerada, manipulada por fuerzas invisibles. Cada verso de la Ilíada es un exorcismo destinado a extirpar la violencia del corazón de los hombres, pero mi magia me parece a veces muy irrisoria.

–Sin embargo, debéis seguir escribiendo, y yo debo gobernar, aunque mi reino se transforme en un campo de batalla.

–Será vuestra primera gran guerra, ¿no es cierto? Y será incluso la gran guerra…

–Me asusta tanto como a vos, pero no tengo tiempo ni derecho a tener miedo.

–¿Es inevitable?

–Lo es.

–Que Apolo anime vuestro brazo, Ramsés, y que la muerte sea vuestra aliada.


6


De estatura media, con los ojos marrones y vivos, la barbilla adornada por una barbita cortada en punta, Raia se había convertido en el mercader sirio más rico de Egipto.


Instalado desde hacía mucho tiempo en el país, poseía varios almacenes en Tebas, en Menfis y en Pi-Ramsés. Vendía conservas de carne de primera calidad y jarrones de lujo importados de Siria y de Asia. Su clientela, acomodada y refinada, no vacilaba en pagar un alto precio por las obras maestras de artesanos extranjeros, expuestas durante los banquetes y las recepciones para deslumbrar a los invitados.

Cortés y discreto, Raia gozaba de una excelente reputación. Gracias al rápido desarrollo de su negocio, había adquirido una decena de barcos y trescientos asnos que le permitían transportar rápidamente géneros y objetos de una ciudad a otra. Raia contaba con numerosos amigos en la administración, el ejército y la policía, y era uno de los proveedores de la corte y la nobleza.

Nadie sospechaba que el amable comerciante era un espía al servicio de los hititas, que recibía sus mensajes cifrados, ocultos en ciertos jarrones marcados con una señal distintiva, y que les hacía llegar la información a través de uno de sus agentes de Siria del Sur. Por lo tanto, el principal enemigo del faraón estaba perfectamente informado de la evolución de la situación política en Egipto, del estado de ánimo de la población y de la capacidad económica y militar de las Dos Tierras.

Cuando Raia se presentó ante el intendente de la suntuosa residencia de Chenar, el empleado del hermano mayor de Ramsés pareció molesto.

–Mi señor está muy ocupado. Es imposible molestarlo.

–Habíamos quedado en vernos -recordó Raia.

–Lo siento.

–Avisadlo, de todos modos, de mi presencia y decidle que me gustaría enseñarle un jarrón excepcional, una pieza única de un artesano de gran talento que acaba de poner fin a su carrera.

El intendente vaciló. Conociendo la pasión de Chenar por las piezas de colección exóticas, decidió informarlo a riesgo de importunarlo.

Un cuarto de hora más tarde, Raia vio salir a una joven en exceso maquillada, con los cabellos sueltos y un tatuaje en su hombro izquierdo, desnudo. Sin duda alguna, una de las arrebatadoras pensionistas extranjeras de la más lujosa casa de cerveza de Pi-Ramsés.

–Mi señor os aguarda -dijo el intendente.

Raia atravesó un magnífico jardín cuyo centro era ocupado por un vasto estanque, sombreado por palmeras. Con el rostro cansado, Chenar tomaba el fresco en una tumbona.

–Una chiquilla agradable, pero agotadora… ¿Cerveza, Raia?

–Con mucho gusto.

–Hay muchas damas de la corte que desean casarse conmigo, pero ese tipo de locura no me seduce. Cuando reine, ya habrá tiempo para encontrar una esposa conveniente. De momento, disfruto de variados placeres. ¿Y tú, Raia, no estás todavía sometido a una hembra?

–¡Los dioses me guarden de ello, señor! El comercio no me concede demasiadas distracciones.

–Según me ha dicho el intendente, me reservas un espléndido hallazgo.

El mercader cogió un saco de tela lleno de retazos de tejido y muy lentamente sacó un minúsculo frasco de porfido, cuya asa era un cuerpo de cierva. En los costados había escenas de caza.

Chenar acarició el objeto, examinó cada detalle, se levantó y giró a su alrededor.

–¡Que maravilla… que maravilla sin igual! – dijo fascinado.

–Y su precio es módico.

–Que te lo pague mi intendente.

El hermano mayor de Ramsés habló en voz baja.

–¿Y qué me dices del valor del mensaje de mis amigos hititas?

–¡Ah, señor! Están más decididos que nunca a apoyaros y os consideran el sucesor de Ramsés.

Por un lado, Chenar utilizaba a Acha para engañar a Ramsés; por el otro, preparaba su porvenir gracias a Raia, el emisario de los hititas. Acha ignoraba el verdadero papel de Raia, y Raia desconocía el de Acha. Chenar era el único que dominaba el juego, movía a su guisa los peones y mantenía en compartimentos estancos a sus aliados. La única incógnita, aunque importante, eran los hititas.

Comparando la información obtenida por Acha y la que Raia iba a procurarle, Chenar se forjaría una sólida opinión sin haber corrido riesgos desmesurados.

–¿Cuál es la magnitud de la ofensiva, Raia?

–Algunos comandos hititas han efectuado mortíferas expediciones en Siria central, Siria del Sur, la costa fenicia y la provincia de Amurru para aterrorizar a la población. Su mejor hazaña fue la destrucción de la Morada del León y de la estela de Seti. Han causado tanta impresión que incluso han provocado una inversión inesperada de alianza.

–¿Fenicia y Palestina están bajo control hitita?

–Mejor aún, ¡se han rebelado contra Ramsés! Sus príncipes han tomado las armas y ocupan algunas plazas fuertes de las que han expulsado a los soldados egipcios. El faraón ignora que va a vérselas con una sucesión de barreras defensivas que agotarán sus fuerzas. En cuanto las pérdidas de Ramsés sean lo bastante elevadas, el ejército hitita caerá sobre él y lo aniquilará. Entonces habrá llegado vuestra oportunidad, Chenar; subiréis al trono de Egipto y concluiréis una duradera alianza con el vencedor.

Las previsiones de Raia eran sensiblemente distintas de las de Acha. En ambos casos, Chenar se convertiría en faraón sustituyendo a un Ramsés muerto o vencido. Pero, en el primero, sería vasallo de los hititas, mientras que en el segundo le echaba mano a su imperio. Todo dependería de la magnitud de la derrota de Ramsés y de los daños que infligiera al ejército hitita. El margen de maniobra era en verdad limitado, pero tenía posibilidades para alcanzar su principal objetivo: tomar el poder en Egipto. Sobre esta base, podría considerar otras conquistas.

–¿Cómo reaccionan las ciudades comerciales?

–Como de costumbre, se ponen al lado del más fuerte. Alep, Damasco, Palmira y los puertos fenicios han olvidado ya Egipto para inclinarse ante Muwattali, emperador de Hatti.

–¿No es eso preocupante para la prosperidad de la economía egipcia?

–¡Al contrario! Los hititas son los mejores guerreros de Asia y Oriente, pero tienen fama de ser pésimos comerciantes. Confían en vos para reorganizar los intercambios internacionales… y obtener los beneficios que se os deban. Soy un mercader, no lo olvidéis, y pienso permanecer en Egipto y enriquecerme aquí. Los hititas nos proporcionarán la estabilidad que necesitamos.

–Serás mi ministro de Finanzas, Raia.

–Si place a los dioses, haremos fortuna. La guerra sólo durará algún tiempo. Lo esencial es mantenerse al margen y recoger los frutos.

La cerveza era deliciosa, la sombra refrescante.

–La actitud de Ramsés me preocupa -confesó Chenar.

El humor del mercader sirio se ensombreció.

–¿Ha emprendido alguna acción importante?

–Está constantemente presente en alguno de sus cuarteles e insufla a sus soldados una energía que no deberían haber tenido jamás. Si sigue así, acabarán creyéndose invencibles.

–¿Y qué más?

–La manufactura de armas funciona día y noche.

Raia se rascó la barbilla.

–Eso no es grave… El retraso con respecto a los hititas es demasiado grande como para compensarlo. Por lo que se refiere a la influencia de Ramsés, desaparecerá en el primer enfrentamiento. Cuando los egipcios estén ante los hititas, será una desbandada.

–¿No subestimas a nuestras tropas?

–Si hubierais asistido a un ataque hitita, no le reprocharíais a nadie que tenga miedo.

–Un hombre, al menos, no sentirá el menor espanto.

–¿Ramsés?

–Me refiero al jefe de su guardia personal, un gigante sardo llamado Serramanna. Es un antiguo pirata que se ganó la confianza de Ramsés.

–Su reputación ha llegado a mis oídos. ¿Por qué os preocupa?

–Porque Ramsés le ha puesto a la cabeza de un regimiento de élite, compuesto en gran parte por mercenarios. El tal Serramanna puede resultar un molesto ejemplo y suscitar actos de heroísmo.

–Un pirata y un mercenario… será fácil comprarlo.

–¡Precisamente, no! Ha hecho amistad con Ramsés y vela por él con la fidelidad de un perro. Y el amor de un perro no se compra.

–Podemos eliminarlo.

–Ya he pensado en ello, mi querido Raia, pero es preferible renunciar a una intervención brutal y llamativa. Serramanna es un personaje violento y muy desconfiado. Sería capaz de librarse de eventuales agresores. Además, un asesinato intrigaría a Ramsés.

–¿Qué deseáis?

–Otro modo de apartar a Serramanna, sin que tú y yo nos veamos implicados.

–Soy un hombre prudente, señor, y me parece entrever una solución…

–Insisto: el sardo tiene el instinto de una fiera.

–Os librare de él.

–Para Ramsés sería un golpe muy duro. Tendrás una buena recompensa.

El mercader sirio se frotó las manos.

–Tengo otra buena noticia que comunicaros, señor Chenar. ¿Sabéis como se comunican con Pi-Ramsés las tropas egipcias acuarteladas en el extranjero?

–Por correos a caballo, señales ópticas y palomas mensajeras.

–En las zonas infestadas de rebeldes sólo pueden utilizar palomas mensajeras. Pues bien, el principal criador de esos preciosos pájaros no se parece a Serramanna. Aunque trabaja para el ejército, no se ha resistido a la corrupción. Me será fácil hacer destruir los mensajes, interceptarlos o sustituirlos por otros. Lo bastante para desorganizar, sin que lo sepan, los servicios de información egipcios.

–Magnifica perspectiva, Raia, pero no olvides encontrarme otros jarros como éste.


7


Serramanna veía aquella guerra con malos ojos. El gigante sardo, al abandonar la profesión de pirata para convertirse en jefe de la guardia personal de Ramsés, había aprendido a apreciar Egipto, su vivienda oficial y a las egipcias con las que pasaba horas de placer. Nenofar, su reciente amante, sobrepasaba a las precedentes. En su última justa amorosa había conseguido agotarlo, ¡a él, un sardo! Maldita guerra, en verdad, que le alejaría de tanta felicidad, aunque velar por la seguridad de Ramsés no fuera una sinecura. ¿Cuántas veces había desdeñado el monarca sus consejos de que fuera prudente? Pero era un gran rey, y Serramanna lo admiraba. Puesto que era preciso matar hititas para salvar el reinado de Ramsés, mataría. Y esperaba incluso cortarle el cuello, con su propia espada, a Muwattali, a quien sus soldados denominaban «el gran jefe». El sardo se rió sardónico: ¡Un «gran jefe» a la cabeza de una pandilla de bárbaros y de asesinos! Cumplida su misión, Serramanna perfumaría la espiral de sus bigotes y tomaría por asalto a otras Nenofar.


Cuando Ramsés le había nombrado responsable del cuerpo de élite del ejército egipcio, encargado de las misiones peligrosas, Serramanna había sentido un gran orgullo que le había devuelto el vigor de la juventud. Puesto que el dueño de las Dos Tierras le honraba con la suficiente confianza, el sardo le demostraría, con las armas en la mano, que no se había equivocado. El entrenamiento que imponía a los hombres colocados bajo su mando había eliminado ya a los presuntuosos y a gente en exceso bien nutrida; sólo conservaría a los auténticos guerreros, capaces de combatir uno contra diez y de soportar, sin gemir, múltiples heridas.

Nadie conocía la fecha de la partida de las tropas, pero el instinto de Serramanna la sentía próxima. En los cuarteles reinaba el nerviosismo entre los soldados. En el palacio, las reuniones del Estado Mayor se sucedían a ritmo constante. Ramsés veía a menudo a Acha, el jefe de sus servicios de espionaje.

Las malas noticias corrían de boca en boca. La rebelión no dejaba de extenderse, algunos notables, fieles a Egipto, habían sido ejecutados en Fenicia y Palestina. Pero los informes que traían las palomas mensajeras del ejército demostraban que las fortalezas resistían y contenían los asaltos del enemigo.

Pacificar Canaan no supondría, pues, excesivas dificultades; Ramsés decidiría, probablemente, proseguir hacia el norte, hacia la provincia de Amurru y Siria. Luego llegaría el inevitable enfrentamiento con el ejército hitita, cuyos comandos, según los agentes de información, se habían retirado de Siria del Sur.

Serramanna no temía a los hititas. Pese a su mortífera reputación, ardía en deseos, incluso, de vérselas con aquellos bárbaros, derribar el máximo y verlos huir aullando.

Antes de librar fabulosos combates cuyo recuerdo perduraría en la memoria de los egipcios, el sardo tenía que cumplir una misión.

Al salir de palacio, Serramanna sólo tuvo que recorrer un corto trayecto para llegar al barrio de los talleres, contiguo a los almacenes. Una intensa actividad reinaba en el dédalo de callejas en las que se abrían puestos de carpintero, sastres y fabricantes de sandalias. Algo más lejos, en dirección al puerto, estaban las modestas moradas de los ladrilleros hebreos.

La aparición del gigante sembró la turbación entre los obreros y sus familias. Tras la huida de Moisés, los hebreos habían perdido a un jefe ejemplar que los defendía contra todo tipo de autoritarismo y les devolvía un olvidado orgullo. Ver aparecer al sardo, de bien merecida reputación, no presagiaba nada bueno.

Serramanna agarró del taparrabo a un muchacho que huía.

–¡Deja de gesticular, pequeño! ¿Dónde vive Abner, el ladrillero?

–No lo sé.

–No me irrites.

El muchacho se tomó en serio la amenaza y habló con facilidad. Incluso aceptó acompañar al sardo hasta el domicilio de Abner, que se acurrucaba en una esquina del recibidor, con un velo en la cabeza.

–Ven -ordenó Serramanna.

–¡Me niego!

–¿De qué tienes miedo, amigo?

–No he hecho nada malo.

–Pues entonces no tienes nada que temer.

–¡Déjame, te lo ruego!

–El rey quiere verte.

Abner se acurrucó más aún, y el sardo se vio obligado a levantarlo con una sola mano y ponerlo a lomos de un asno que, con paso firme y tranquilo, se dirigió hacia el palacio de Pi-Ramsés.

Abner estaba aterrorizado. Prosternado ante Ramsés, no se atrevía a levantar los ojos.

–La investigación de los acontecimientos no me satisface -indicó el rey-. Quiero saber lo que ocurrió realmente. Tú, Abner, lo sabes.

–Majestad, solo soy un ladrillero…

–Moisés ha sido acusado de haber matado a Sary, el marido de mi hermana. Si resulta que cometió realmente el crimen, tendrá que ser castigado del modo más severo. ¿Pero por qué habría actuado así?

Abner tenía la esperanza de que nadie se interesara por su papel exacto en el asunto; pero aquello era desdeñar la amistad que unía al faraón y Moisés.

–Moisés debía de estar loco, majestad.

–Deja de burlarte de mí, Abner.

–¡Majestad!

–Sary no te quería.

–Habladurías, solo habladurías.

–¡No, testimonios! Levántate.

Temblando, el hebreo vaciló. Mantenía la cabeza gacha, incapaz de soportar la mirada de Ramsés.

–¿Acaso eres un cobarde, Abner?

–Un simple ladrillero que aspira a vivir en paz, majestad; eso es lo que soy.

–Los sabios no creen en el azar. ¿Cómo te mezclaste en esa tragedia?

Abner habría tenido que seguir mintiendo, pero la voz del faraón derribaba sus defensas.

–Moisés… Moisés era el jefe de los ladrilleros. Yo le debía obediencia, como mis colegas, pero su autoridad hacía sombra a Sary.

–¿Y éste te maltrató?

Abner masculló unas palabras incomprensibles.

–Habla con claridad -exigió el rey.

–Sary… Sary no era un hombre bueno, majestad.

–Era incluso trapacero y cruel. Soy consciente de ello.

La aprobación de Ramsés tranquilizó a Abner.

–Sary me amenazó -confesó el hebreo-; me obligaba a pagarle parte de mis ganancias.

–Una extorsión… ¿por qué le satisfacías?

–Tenía miedo, majestad, mucho miedo. Sary me habría pegado, despojado…

–¿Por qué no lo denunciaste?

–Sary tenía numerosas relaciones en la policía. Nadie osaba enfrentarse a él.

–¡Nadie salvo Moisés!

–Y fue una desgracia para él, majestad, una verdadera desgracia…

–Una desgracia en la que tienes algo que ver, Abner.

Al hebreo le hubiera gustado que se lo hubiera tragado la tierra para poder escapar del espíritu de aquel soberano que penetraba en él como una barrena.

–Se lo contaste a Moisés, ¿verdad?

–Moisés era bueno y valeroso.

–¡La verdad, Abner!

–Sí, majestad, se lo conté.

–¿Cómo reaccionó?

–Aceptó defenderme.

–¿De qué modo?

–Ordenando a Sary que no siguiera molestándome, supongo… Moisés no era muy parlanchín.

–Los hechos, Abner, sólo los hechos.

–Yo estaba descansando cuando Sary irrumpió en mi casa presa de violenta cólera. «¡Perro hebreo -aulló-, te has atrevido a hablar!» Me golpeó, yo me protegí el rostro con las manos e intenté escapar de él. Moisés entró y peleó con Sary, Sary murió. Si Moisés no hubiera intervenido, yo habría sucumbido.

–Dicho de otro modo, un caso de legítima defensa. Gracias a tu testimonio, Abner, Moisés podría ser absuelto por un tribunal y recuperar su puesto entre los egipcios.

–Lo ignoraba, yo…

–¿Por qué te has callado hasta ahora, Abner?

–¡Tenía miedo!

–¿De quién? Sary ha muerto. ¿Te perseguía otro capataz?

–No, no…

–¿Entonces qué te asusta?

–La justicia, la policía…

–Mentir es una grave falta, Abner. Pero tal vez no crees en la existencia de la balanza del otro mundo, que pesará nuestros actos.

El hebreo se mordió los labios.

–Guardaste silencio porque temías que los investigadores se fijaran en ti -prosiguió Ramsés-. Ni siquiera pensaste en ayudar a Moisés, el hombre que te salvó la vida.

–¡Majestad!

–Esa es la verdad Abner: querías mantenerte apartado porque tú también eres un extorsionador. Serramanna ha sabido desatar la lengua de los ladrilleros principiantes, a quienes explotas sin remordimiento alguno.

El hebreo se arrodilló ante el rey.

–Les ayudo a encontrar trabajo, majestad. Merezco una retribución.

–No eres más que un canalla, Abner, pero para mí eres muy valioso, pues podrías demostrar la inocencia de Moisés y justificar su gesto.

–Vos… ¿me perdonáis?

–Serramanna te llevará ante un juez que te tomará declaración. Describirás los hechos, bajo juramento, sin omitir un solo detalle. Que no vuelva a oír hablar de ti, Abner.


8


El Calvo, dignatario de la Casa de Vida de Heliópolis, se encargaba de verificar la calidad de los alimentos que le proporcionaban agricultores y pescadores. Escrupuloso, puntilloso incluso, examinaba cada fruta, cada legumbre, cada pescado. Los vendedores lo temían y lo estimaban, porque pagaba el precio justo. Pero nadie podía convertirse en proveedor titular, pues no caía en la rutina y no concedía privilegio alguno. Para él sólo contaba la perfección de los alimentos que serían sacralizados por el rito y ofrecidos a los dioses antes de ser distribuidos a los humanos.


Hecha su elección, el Calvo enviaba sus compras hacia las cocinas de la Casa de Vida, cuyo nombre, «el lugar puro», revelaba una permanente preocupación por la higiene. El sacerdote no ahorraba inspecciones imprevistas, seguidas a veces por graves sanciones.

Aquella mañana se dirigió a la reserva de pescado seco y salado.

El cerrojo de madera de la puerta, cuyo mecanismo sólo conocían él y el encargado del almacén, había sido serrado. Estupefacto, empujó la puerta, pero nada más encontró el silencio y la penumbra habituales.

Avanzó, inquieto, mas no percibió ninguna presencia insólita. Vagamente tranquilizado, se detuvo ante cada jarra; unas etiquetas precisaban el nombre y el número de los peces en conserva, y la fecha de la salazón. Cerca de la puerta vio un emplazamiento vacío.

Habían robado una jarra.

Pertenecer a la Casa de la reina era un honor con el que soñaban todas las damas de la corte. Pero Nefertari prestaba más atención a la competencia y la seriedad que a la fortuna o el rango. Al igual que Ramsés cuando compuso su gobierno, ella había provocado muchas sorpresas eligiendo a jóvenes de origen modesto como peluquera, tejedora o camarera.

A una hermosa morena, nacida en un barrio popular de Menfis, le había sido atribuida la codiciada función de costurera de la gran esposa real. Su función consistía, especialmente, en ocuparse de los vestidos preferidos de Nefertari que, a pesar de su gran ropero, sentía especial afecto por antiguos vestidos y un viejo chal que se ponía de buen grado al caer la tarde. La reina no sólo temía el frescor del ocaso sino que recordaba, también, haberse cubierto, soñadora, con aquel chal la noche siguiente a su primer encuentro con el príncipe Ramsés, aquel hombre fogoso y delicado a la vez, a quien había rechazado mucho tiempo antes de confesarse su propia pasión.

Como las otras empleadas de la Casa de la reina, la costurera sentía por la soberana una verdadera veneración. Nefertari sabía gobernar con gracia, ordenar con una sonrisa. Ninguna tarea le parecía lo bastante humilde como para ser desdeñada y no aceptaba mentiras ni retrasos injustificados. Cuando aparecía una dificultad, le gustaba hablar personalmente con la sierva en cuestión y escuchar sus explicaciones. Amiga y confidente de la reina madre, la gran esposa real había sabido conquistar todos los corazones.

La costurera perfumaba las telas con esencias refinadas procedentes del laboratorio de palacio y procuraba evitar cualquier mal doblez cuando guardaba los vestidos en los cofres de madera y en los armarios. Al aproximarse la noche, fue a buscar el viejo chal con el que a la reina le gustaba cubrirse los hombros mientras celebraba los últimos ritos del día.

La costurera palideció.

El chal no estaba en su sitio.

«Imposible -pensó-, me he equivocado de cofre.» Miró en otro, luego en otro y, por fin, en los armarios. Pero la búsqueda fue en balde.

La costurera preguntó a las camareras, a la peluquera de la reina, a las lavanderas… Nadie le dio la menor indicación.

El chal preferido de Nefertari había sido robado.

El consejo de guerra se había reunido en la sala de audiencia del palacio de Pi-Ramsés. Los generales colocados a la cabeza de los cuatro ejércitos habían respondido a la convocatoria del rey, jefe supremo de las tropas. Ameni tomaba notas y después redactaría un informe.

Los generales eran escribas de edad madura, bastante letrados, poseedores de grandes dominios y buenos gestores. Dos de ellos habían combatido ya a los hititas, a las órdenes de Seti, pero el enfrentamiento había sido breve y de poco alcance. En realidad, ninguno de aquellos oficiales superiores había conocido un conflicto de gran envergadura cuyo resultado parecía incierto. Cuanto más se acercaba la guerra, más incómodos se sentían.

–¿Estado del armamento?

–Bueno, majestad.

–¿La producción?

–No decrece. De acuerdo con vuestras directrices se han doblado las primas para los herreros y fabricantes de flechas. Pero necesitamos más espadas y puñales para el combate cuerpo a cuerpo.

–¿Los carros?

–Dentro de unas semanas su número será suficiente.

–¿Los caballos?

–Están bien cuidados. Las bestias saldrán en excelentes condiciones físicas.

–¿La moral de los hombres?

–Ahí duele la cosa, majestad -confesó el más joven de los generales-. Vuestra presencia es benéfica pero siguen corriendo mil y un rumores sobre la crueldad y la invencibilidad de los hititas. Pese a nuestras repetidas negativas, las estúpidas fábulas dejan huella en los espíritus.

–¿Incluso en los de mis generales?

–No, majestad, claro que no… pero subsisten dudas en algunos puntos.

–¿Cuáles?

–Bueno… ¿será el enemigo claramente superior en número?

–Comenzaremos por restablecer el orden en Canaan.

–¿Están ya allí los hititas?

–No, su ejército no se ha aventurado tan lejos de sus bases. Sólo algunos comandos han producido cierta turbación antes de regresar a Anatolia. Han convencido a los reyezuelos locales para que nos traicionen y provocar así conflictos que agoten nuestras fuerzas. No será así. La rápida reconquista de nuestras provincias dará a los soldados la fuerza necesaria para proseguir hacia el norte y obtener una gran victoria.

–Algunos se preocupan… por nuestras fortalezas.

–Hacen mal. Anteayer y ayer llegó a palacio una decena de palomas mensajeras que traían informes tranquilizadores. Ninguna fortaleza ha caído en manos del adversario. Disponen de los víveres y el armamento necesario para resistir eventuales ataques, hasta nuestra llegada. Sin embargo, debemos apresurarnos, ya hemos tardado demasiado.

El deseo formulado por Ramsés tenía valor de orden. Los generales se inclinaron y volvieron a sus cuarteles respectivos con la firme intención de acelerar los preparativos para la marcha.

–Son unos incapaces -murmuró Ameni dejando la caña finamente cortada que le servía para escribir.

–Severo juicio -estimó Ramsés.

–Miradlos: ¡son miedosos, demasiado ricos, apegados a una existencia fácil! Hasta hoy han pasado más tiempo descansando en los jardines de sus villas que combatiendo en un campo de batalla. ¿Cómo se comportarán ante los hititas, cuya única razón para vivir es la guerra? Tus generales están ya muertos o bien han huido.

–¿Recomiendas que los cambie?

–Demasiado tarde, ¿y para qué? Todos tus oficiales superiores son del mismo tipo.

–¿Deseas que Egipto se abstenga de cualquier intervención militar?

–Sería un error mortal… Es preciso reaccionar, tienes razón, pero la situación es clara: nuestra capacidad para vencer depende de ti, y sólo de ti.

Ramsés recibió a su amigo Acha muy entrada la noche. El rey y el jefe de los servicios de espionaje sólo se concedían escasos momentos de respiro; en la capital, la tensión era cada vez más perceptible.

En una de las ventanas del despacho del faraón, uno junto a otro, ambos hombres contemplaron el cielo nocturno, cuya alma estaba formada por miles de estrellas.

–¿Algo nuevo, Acha?

–La situación está bloqueada: por un lado los rebeldes, por el otro nuestras fortalezas. Nuestros partidarios aguardan tu intervención.

–Ardo de impaciencia, pero no tengo derecho a poner en peligro la vida de mis soldados. Falta de preparación, material insuficiente… Nos hemos dormido, demasiado tiempo, en una paz ilusoria. El despertar es brutal, pero saludable.

–Que los dioses te escuchen.

–¿Dudas acaso de su ayuda?

–¿Estaremos a la altura de los acontecimientos?

–Los que combatan a mis órdenes defenderán Egipto a costa de su vida. Si los hititas lograran sus fines, sería el reino de las tinieblas.

–¿Has pensado ya que puedes perecer?

–Nefertari asegurará la regencia y, si es necesario, reinará.

–Hace una noche muy hermosa… ¿Por qué los hombres piensan sólo en matarse mutuamente?

–Soñé con un reinado apacible. El destino ha decidido otra cosa y no me apartaré de él.

–Podría serte hostil, Ramsés.

–¿Ya no confías en mí?

–Tal vez tenga miedo, como todos.

–¿Has encontrado algún rastro de Moisés?

–No, al parecer ha desaparecido.

–No, Acha.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Porque no has hecho investigación alguna.

El joven diplomático no perdió su tranquilidad.

–Te has negado a enviar a tus agentes tras la pista de Moisés -prosiguió Ramsés-, porque no deseas que sea arrestado y condenado a muerte.

–¿No es Moisés nuestro amigo? Si lo devuelvo a Egipto será condenado a la pena capital.

–No, Acha.

–¡Tú, el faraón, no puedes violar la ley!

–No tengo intención de hacerlo. Moisés podrá vivir libre en Egipto, porque la justicia lo habrá absuelto.

–Pero… ¿no mató a Sary?

–En estado de legítima defensa, según un testimonio debidamente registrado.

–¡Fabulosa noticia!

–Busca a Moisés y encuéntralo.

–No será fácil… Dados los actuales trastornos, tal vez se esconda en un lugar inaccesible.

–Encuéntralo, Acha.


9


Con mala traza, Serramanna penetró en el barrio de los ladrilleros. Cuatro jóvenes hebreos, llegados del Medio Egipto, no habían vacilado en acusar a Abner de extorsión. Gracias a él habían obtenido un puesto, ¡pero a qué precio!


La policía había llevado a cabo la investigación de un modo deplorable. Sary era un personaje poco recomendable, pero influyente todavía, y Moisés un hombre molesto. La muerte del primero y la desaparición del segundo sólo presentaban ventajas. Tal vez se hubieran desdeñado preciosos indicios; de modo que el sardo había hecho numerosas preguntas, aquí y allá, antes de forzar una vez más la puerta de Abner.

El ladrillero consultaba una tablilla cubierta de cifras mientras degustaba pan frotado con ajo. En cuanto vio a Serramanna, ocultó la tablilla bajo sus nalgas.

–Caramba, Abner, ¿haciendo cuentas?

–¡Soy inocente!

–Si vuelves a tu jueguecito, te las verás conmigo.

–¡El rey me protege!

–No sueñes.

El sardo tomó una cebolla dulce y la mordió.

–¿No tienes nada para beber?

–Sí, en el cofre.

Serramanna levantó la tapa.

–¡Por el dios Bes, hay bastante para celebrar una hermosa fiesta en honor de la embriaguez! Ánforas de vino y de cerveza… Tu oficio es muy rentable.

–Son… regalos.

–Es bueno ser querido.

–¿Qué quieres de mí? ¡Ya he testificado!

–No lo puedo remediar, me gusta tu compañía.

–He dicho todo lo que sabía.

–No lo creo. Cuando era pirata, yo mismo interrogaba a mis prisioneros; muchos no recordaban el lugar donde habían escondido el botín. A fuerza de persuasión, acababan recordándolo.

–¡No tengo dinero!

–No me interesan tus ahorros.

Abner pareció aliviado. Mientras el sardo abría un ánfora de cerveza, el hebreo metió la tablilla bajo una estera.

–¿Qué has inscrito en ese pedazo de madera, Abner?

–Nada… nada…

–Apuesto a que son las cantidades que les has sacado a tus hermanos hebreos. ¡Hermosa prueba para un tribunal!

Aterrorizado, el ladrillero no protestó.

–Podemos entendernos, amigo, yo no soy policía ni juez.

–¿Qué… qué me propones?

–Me interesa Moisés, no tú. Lo conoces bien, ¿no es cierto?

–Como cualquier otro…

–No mientas, Abner. Deseabas obtener su protección, por lo tanto lo espiaste para saber que clase de hombre era, como se comportaba, cuales eran sus relaciones.

–Se pasaba el tiempo trabajando.

–¿Con quién se veía?

–Con los responsables de las obras, los trabajadores, los…

–¿Y después del trabajo?

–Le gustaba discutir con los jefes de clan hebreos.

–¿De qué hablaban?

–Somos un pueblo orgulloso y sombrío. En ocasiones tenemos veleidades de independencia. Para una minoría de exaltados, Moisés aparecía como un guía. Una vez concluida la construcción de Pi-Ramsés, esa locura se habría olvidado enseguida.

–Uno de los obreros a quienes «protegías» me habló de la visita de un curioso personaje con el que Moisés habría hablado mucho rato, y a solas, en su vivienda oficial.

–Es cierto… Pero nadie conocía a ese tipo. Se dijo que se trataba de un arquitecto llegado del sur para dar consejos técnicos a Moisés, aunque nunca apareció en una obra.

–Descríbemelo.

–De unos sesenta años, alto, delgado, con cara de ave de presa, la nariz prominente, pómulos salientes, labios muy delgados y una pronunciada barbilla.

–¿Su ropa?

–Llevaba una túnica ordinaria… Un arquitecto se habría vestido mejor. Juraría que aquel hombre intentaba pasar desapercibido. Sólo habló con Moisés.

–¿Era hebreo?

–Seguro que no.

–¿Cuántas veces vino a Pi-Ramsés?

–Por lo menos dos.

–¿Alguien ha vuelto a verlo desde la huida de Moisés?

–No.

Serramanna, sediento, vació un ánfora de cerveza dulce.

–Espero que no me hayas ocultado nada, Abner. En caso contrario, mis nervios se pondrían de punta y perdería el control de mí mismo.

–¡Sobre este hombre, os lo he dicho todo!

–No te pido que te vuelvas honesto de repente, el esfuerzo te resultaría demasiado grande, pero intenta al menos hacerte olvidar.

–¿Os gustarían… algunas ánforas como las que acabáis de beber?

El sardo apretó la nariz del hebreo entre su índice y su pulgar.

–¿Y si te la arrancara, para castigarte?

El dolor fue tan grande que Abner se desvaneció.

Serramanna se encogió de hombros, salió de la mansión del ladrillero y se dirigió hacia el palacio, sumido en sus pensamientos.

Con sus investigaciones se había enterado de muchas cosas. Moisés conspiraba. Pensaba ponerse a la cabeza de un partido hebreo, sin duda para exigir nuevas ventajas para su pueblo y, tal vez, una ciudad autónoma en el Delta. ¿Y si el hombre misterioso fuera un extranjero llegado para ofrecer a los hebreos ayuda exterior? En ese caso, tal vez Moisés fuera culpable de alta traición.

Ramsés nunca aceptaría escuchar tales suputaciones. Antes de mencionarlas y poner al rey en guardia contra aquel a quien creía su amigo, Serramanna tenía que obtener pruebas.

El sardo estaba jugando con fuego.

Iset la bella, segunda esposa de Ramsés y madre de su hijo Kha, disponía de suntuosos aposentos en Pi-Ramsés, en el recinto de palacio. Aunque ella y Nefertari se llevaban estupendamente, prefería vivir en Menfis y aturdirse en banquetes donde su belleza era adulada.

Con los ojos verdes, la nariz pequeña y recta, los labios finos, graciosa, vivaz y risueña, Iset la bella estaba condenada a una existencia lujosa y vacía. Pese a su juventud, sólo vivía de recuerdos. Había sido la primera amante de Ramsés, lo había querido con locura y seguía queriéndolo todavía con idéntica pasión, pero sin el deseo de luchar para reconquistarlo. Un día, una hora, había odiado a aquel rey a quien las divinidades habían concedido todos los dones; ¿acaso no poseía, también, el de seducirla, cuando su corazón pertenecía a Nefertari? Si, al menos, la gran esposa real hubiera sido fea, estúpida y odiosa… Pero Iset la bella había sucumbido a su encanto y a su brillo, y reconocía en ella a un ser extraordinario, una reina a la medida de Ramsés.

«Que extraño destino -pensaba la joven-, ver al hombre a quien se ama en brazos de otra y admitir que tan cruel situación es justa y buena.»

Si Ramsés aparecía, Iset la bella no le haría reproche alguno. Se le ofrecería tan deslumbrada como en su primera unión, en una choza de caña perdida en la campiña. Aunque hubiera sido un pastor o un pescador, el intenso deseo la habría llevado hacia él.

Iset no ansiaba el poder; hubiera sido incapaz de asumir la función de reina de Egipto y hacer frente a las obligaciones que abrumaban a Nefertari. Envidia y celos le eran ajenos, Iset la bella agradecía a las potencias celestiales que le concedieran tan incomparable felicidad: amar a Ramsés.

Aquel día de estío era un día feliz.

Iset la bella jugaba con Kha, que tenía nueve años, y con la hija de Nefertari, Meritamón, cuyo cuarto aniversario iban a celebrar pronto. Ambos niños se entendían muy bien; la pasión de Kha por la lectura y la escritura no había desaparecido, enseñaba a su hermana a trazar jeroglíficos y no vacilaba en guiar la mano de la niña cuando dudaba. Hoy, la lección trataba sobre el dibujo de pájaros, que exigía destreza y precisión.

–Venid a bañaros, el agua está deliciosa.

–Prefiero estudiar -repuso Kha.

–También debes aprender a nadar.

–No me interesa.

–Tal vez a tu hermana le apetezca descansar.

La hija de Ramsés y Nefertari era tan bonita como su madre. Vaciló, temiendo disgustar al uno o a la otra. Le gustaba nadar, pero no deseaba contrariar a Kha, que tantos secretos conocía.

–¿Me permites que vaya al agua? – le preguntó ansiosa.

Kha reflexionó.

–De acuerdo, pero no tardes demasiado. Debes rehacer el dibujo del polluelo de codorniz, la cabeza no es lo bastante redonda.

Meritamón corrió hacia Iset la bella, feliz por la confianza que Nefertari le concedía al permitirle participar en la educación de la niña. La joven y la niña se deslizaron por el agua fresca y pura de un estanque, a la sombra de un sicomoro. Sí, aquel era un día feliz.


10


En Menfis, el calor se hacía asfixiante. El viento del norte había cesado, ardientes ráfagas desecaban el gaznate de los hombres y los animales. Entre los techos de las casas se habían tendido gruesas telas que mantenían a la sombra las callejas. Los aguadores no sabían ya hacia donde volverse.


En su confortable villa, al mago Ofir la canícula no le hacía sufrir. Algunas aberturas practicadas en lo alto de los muros aseguraban la circulación del aire. El lugar era tranquilo, relajante y propicio para el recogimiento indispensable en la puesta a punto de sus maleficios.

Ofir se sentía invadido por una especie de exaltación. Por lo general, el libio practicaba su ciencia con frialdad, casi con indiferencia. Pero nunca había emprendido una gestión tan difícil, y su magnitud lo entusiasmaba. Él, el hijo de un consejero libio de Akenatón, ya tenía preparada su venganza.

Su ilustre invitado, Chenar, el hermano mayor de Ramsés y ministro de Asuntos Exteriores, llegó a media tarde, cuando las arterias de la ciudad, tanto las grandes como las pequeñas, estaban desiertas. Chenar había cuidado de desplazarse en un carro perteneciente a su aliado Meba; un servidor mudo conducía el vehículo.

El mago saludó a Chenar con deferencia. Éste, como en su encuentro precedente, se sintió incómodo; el libio, cuyo perfil era semejante al de un ave de presa, tenía una mirada glacial. Con los ojos de un verde oscuro, la nariz prominente, los labios muy delgados, parecía más un demonio que un hombre. Sin embargo, su voz y sus aptitudes estaban llenas de dulzura, y a veces habría podido creerse que se estaba charlando con un viejo sacerdote de tranquilizador discurso.

–¿Por qué me habéis convocado, Ofir? No me gusta en absoluto este tipo de procedimiento.

–Porque he seguido trabajando por nuestra causa, señor. No quedaréis decepcionado.

–Lo espero por vos.

–Si queréis seguirme… Las damas nos aguardan.

Chenar había ofrecido la mansión al mago para que practicara con toda tranquilidad su brujería y favoreciese así su conquista del poder. Naturalmente, el hermano mayor de Ramsés había tomado la precaución de poner la casa a nombre de su hermana, Dolente. Cuantos aliados preciosos, perfectamente explotables… Acha, el amigo de infancia del rey y genial conspirador, el mercader sirio Raia, espía hitita extremadamente hábil, y ahora ese Ofir que le había presentado el ingenuo Meba, ex ministro de Asuntos Exteriores, cuyo lugar había ocupado haciéndole creer que la iniciativa de su despido procedía de Ramsés. Ofir encarnaba un mundo extraño y peligroso del que Chenar desconfiaba, pero cuyo poder para perjudicar no le parecía desdeñable.

Ofir afirmaba ser la cabeza pensante de un proyecto político destinado a lograr que reviviera la herejía de Akenatón, a instaurar el culto del dios único, Atón, como religión de Estado y a colocar en el trono de Egipto a un oscuro descendiente del rey loco. Chenar le había dado a entender a Ofir que aprobaba la expansión de su secta, cuyo mensaje podía seducir a Moisés. Por ello el brujo había entrado en contacto con el hebreo, para demostrarle que perseguían un ideal común.

Chenar pensaba que una oposición interior, aunque fuera mínima, sería un obstáculo más para Ramsés. Llegado el momento, se libraría de todos sus aliados molestos, pues un hombre de poder no debía tener pasado.

Por desgracia, Moisés había cometido un crimen y había huido. Sin la ayuda de los hebreos, Ofir no tenía ninguna posibilidad de reunir un número suficiente de partidarios de Atón para desestabilizar a Ramsés. Ciertamente, el mago había demostrado su competencia dificultando el parto de Nefertari, hasta el punto de poner en peligro su vida y la de su hija Meritamón. Pero tanto la una como la otra seguían vivas. Aunque la reina fuera ya incapaz de dar a luz otro hijo, la magia de la casa real había vencido a la del libio.

Ofir se estaba volviendo inútil, molesto incluso. Por eso, cuando Chenar recibió el mensaje rogándole que acudiera con urgencia a Menfis, pensó en eliminar al mago.

–Nuestro huésped ha llegado -anunció Ofir a dos mujeres que estaban sentadas en la penumbra cogidas de la mano.

La primera era Dolente, su hermana, una morena perpetuamente cansada. La segunda, Lita, una rubia gruesa a la que Ofir presentaba como nieta de Akenatón. Chenar la consideraba una retrasada mental, sometida a la voluntad del mago negro.

–¿Se encuentra bien mi querida hermana?

–Me alegro mucho de verte, Chenar. Tu presencia demuestra que estamos en el buen camino.

Dolente y Sary, su esposo, habían esperado en vano que Ramsés les concediera una posición privilegiada en la corte. Decepcionados, habían conspirado contra el rey. Fue necesaria la intervención conjunta de Tuya, la reina madre, y Nefertari, la gran esposa real, para que Ramsés se mostrara clemente tras descubrir sus intrigas. Antiguo preceptor de Ramsés, Sary se había visto reducido al estado de capataz; amargado y rabioso, la había emprendido con los ladrilleros hebreos. A fuerza de injusticias y torpezas, había provocado la cólera de Moisés y se había buscado la muerte. Por lo que a Dolente se refiere, había caído bajo el hechizo de Ofir y Lita. La mujer alta y morena era una apasionada de Atón, el dios único, y militaba por el regreso de su culto y la decadencia de Ramsés, faraón impío. El odio de Dolente interesaba a Chenar, que le había prometido un papel de primer orden en el futuro Estado; de un modo u otro utilizaría aquella fuerza negativa contra su hermano. Cuando la demencia de su hermana se le hiciera insoportable, Chenar la desterraría.

–¿Tienes noticias de Moisés? – preguntó Dolente.

–Ha desaparecido -repuso Chenar-. Sin duda, sus hermanos hebreos lo han asesinado y enterrado en el desierto.

–Hemos perdido un aliado precioso -reconoció Ofir-, pero la voluntad del dios único se cumplirá. ¿No somos acaso cada vez mas numerosos?

–Se impone la prudencia -estimó Chenar.

–¡Atón nos ayudará! – afirmó Dolente exaltada.

–No he perdido de vista mi proyecto inicial -indicó el brujo-: debilitar las defensas mágicas de Ramsés, el único obstáculo verdadero que se interpone en nuestro camino.

–Vuestro primer asalto no se vio coronado por el éxito -observó Chenar.

–Reconocedme, sin embargo, cierta eficacia.

–El resultado es insuficiente.

–Lo acepto, señor Chenar, por eso he decidido utilizar una técnica distinta.

–¿Cuál?

Con la mano derecha, el mago libio señaló una jarra provista de una etiqueta.

–¿Queréis leerla?

–«Heliópolis, Casa de Vida. Cuatro pescados: mujoles.» ¿Conservas?

–No unas conservas cualesquiera: son alimentos destinados a las ofrendas, cuidadosamente elegidos, y cargados ya de magia. También dispongo de este trozo de tela.

Ofir mostró un chal.

–Juraría…

–Sí, señor Chenar, es el chal preferido de la gran esposa real, Nefertari.

–¿Lo habéis… robado?

–Mis partidarios son numerosos, ya os lo he dicho.

Chenar estaba pasmado. ¿De qué complicidad había gozado el mago?

–Reunir estos dos elementos, la comida sagrada y el chal que ha tocado el cuerpo de la reina, era indispensable para progresar. Gracias a ellos y a vuestra determinación, conseguiremos restaurar el culto de Atón. Lita debe reinar: será reina y vos faraón.

Lita levantó unos ojos maravillados y confiados hacia Chenar. La pequeña era bastante atractiva y sería una amante muy adecuada.

–Queda Ramsés…

–Es sólo un hombre -declaró Ofir- y no resistirá unos ataques violentos y repetidos. Para conseguirlo necesito ayuda.

–¡Tenéis la mía! – exclamó Dolente estrechando con más fuerza la mano de Lita, cuyos ojos desorbitados no se apartaban ya del libio.

–¿Cuál es vuestro plan? – preguntó Chenar.

Ofir cruzó los brazos sobre su pecho.

–Vuestra ayuda también me es indispensable, señor.

–¿Yo? Pero…

–Nosotros deseamos la muerte de la pareja real; los cuatro juntos simbolizamos las direcciones del espacio, los límites del tiempo, el mundo entero. Si una de esas cuatro fuerzas faltara, el sortilegio sería inoperante.

–¡Yo no soy brujo!

–Bastará con vuestra buena voluntad.

–Acepta -suplicó Dolente.

–¿Qué deberé hacer?

–Un sencillo gesto contribuirá a derribar a Ramsés -precisó Ofir.

–Comencemos.

El mago abrió la jarra y sacó los cuatro pescados secos y salados. Como alucinada, Lita rechazó a Dolente y se tendió de espaldas. Ofir depositó en su pecho el chal de Nefertari.

–Tomad uno de los pescados por la cola -le ordenó a Dolente.

La alta mujer morena de blandas formas le obedeció. Del bolsillo de su túnica Ofir sacó una diminuta estatuilla con la efigie de Ramsés y la metió en las fauces del mujol.

–El segundo pescado, Dolente.

El mago repitió la operación. Los cuatro pescados devoraron cuatro estatuillas de Ramsés.

–O el rey morirá en la guerra -profetizó Ofir- o caerá en la trampa que le tenderemos a su regreso. Sea como sea quedará para siempre separado de la reina.

Ofir entró en una pequeña habitación, seguido por Dolente, con los brazos tendidos y llevando los cuatro pescados, y de Chenar, cuya esperanza de perjudicar a Ramsés predominaba sobre su miedo.

En el centro había un brasero.

–Arrojad los pescados al fuego, señor; así se cumplirá vuestra voluntad.

Chenar no vaciló.

Cuando el cuarto pescado chisporroteó, un aullido le hizo dar un respingo. El trío regresó al cuarto de estar. El chal de Nefertari se había inflamado por si solo quemando a la rubia Lita hasta el punto de hacer que se desmayara.

Ofir quitó la tela, la llama se extinguió.

–Cuando el chal se haya consumido por completo -explicó-, Ramsés y Nefertari serán presa de los demonios infernales.

–¿Tendrá que seguir sufriendo Lita? – se preocupó Dolente.

–Lita ha aceptado el sacrificio. Mientras dure la experiencia, tiene que permanecer consciente. Vos la cuidareis, Dolente; en cuanto su quemadura se haya curado, volveremos a empezar, hasta la completa destrucción del chal. Necesitaremos tiempo, señor Chenar, pero lo conseguiremos.


11


Superior de los médicos del norte y del sur, médico jefe de palacio, el doctor Pariamakhu era un ágil quincuagenario, de manos largas, finas y cuidadas. Rico, casado con una noble menfita que le había dado tres hermosos hijos, podía envanecerse de haber hecho una soberbia carrera que le valía la estima general.


Sin embargo, aquella mañana estival el doctor Pariamakhu esperaba para ser recibido y su cólera no desaparecía. Ramsés no sólo nunca estaba enfermo sino que, además, hacía aguardar desde hacía más de dos horas al ilustre terapeuta.

Por fin, un chambelán fue a buscarlo y le permitió entrar en el despacho de Ramsés.

–Majestad, soy vuestro humilde servidor, pero…

–¿Cómo estáis, querido doctor?

–¡Majestad, estoy muy inquieto! En la corte se murmura que habéis pensado en mí para ser el médico del ejército que se dispone a partir hacia el norte.

–¿No sería eso un gran honor?

–Es cierto, majestad, es cierto, ¿pero no seré más útil en palacio?

–Tal vez deba tener en cuenta esta observación.

Pariamakhu no ocultó su angustia.

–Majestad… ¿puedo conocer vuestra decisión?

–Pensándolo bien, tenéis razón. Vuestra presencia en palacio es indispensable.

El terapeuta a duras penas contuvo un suspiro de alivio.

–Confío plenamente en mis adjuntos, majestad. El que vos elijáis, os satisfará.

–Mi elección ya está hecha. Según creo, conocéis a mi amigo Setaú.

Un hombre rechoncho, sin peluca, mal afeitado, con la cabeza cuadrada y la mirada agresiva, vestido con una túnica de piel de antílope con múltiples bolsillos avanzó hacia el ilustre medico, que retrocedió un paso.

–¡Es un placer veros, doctor! Mi carrera no es muy brillante, de acuerdo, pero las serpientes son mis amigas. ¿Deseáis acariciar la víbora que capturé ayer por la noche?

El facultativo retrocedió otro paso. Atónito, contempló al rey.

–Majestad, la competencia que se requiere para dirigir un equipo médico…

–Mostraos particularmente atento durante mi ausencia, doctor. Os considero personalmente responsable de la salud de la familia real.

Setaú metió la mano en uno de sus bolsillos. Temiendo que sacara un reptil, Pariamakhu se apresuró a saludar al monarca y desapareció.

–¿Cuánto tiempo estarás rodeado de semejantes fantoches? – preguntó el encantador de serpientes.

–No seas tan severo; a veces cura a sus pacientes. Por cierto… ¿aceptas ser el responsable de los servicios médicos del ejército?

–El puesto no me interesa, pero no tengo derecho a dejarte partir solo.

Una jarra de pescado seco de la Casa de Vida de Heliópolis y el chal de la reina Nefertari… ¡dos robos y un solo culpable! Serramanna estaba seguro de haberlo identificado. Sólo podía ser Romé, el intendente de palacio. El sardo sospechaba de él desde hacía mucho tiempo. Aquel tipejo demasiado jovial traicionaba al rey y había intentado, incluso, asesinarlo. Ramsés había elegido mal a su intendente.

El sardo no podía hablar al rey de Moisés ni de Romé sin arriesgarse a provocar una reacción violenta que no produciría el arresto del crápula del intendente ni rompería, tampoco, la amistad que el soberano sentía por el hebreo. ¿A quién recurrir, sino a Ameni? El secretario particular de Ramsés, lúcido y desconfiado, aceptaría escucharle.

Serramanna pasó entre los dos soldados que custodiaban la puerta del pasillo que llevaba al despacho ocupado por Ameni. El infatigable escriba dirigía un servicio que tenía veinte altos funcionarios a cargo de todos los expedientes importantes. Ameni extraía lo esencial y se lo comunicaba a Ramsés.

El sardo oyó el ruido de pasos presurosos detrás de él. Sorprendido, se dio la vuelta. Una decena de infantes apuntaban las lanzas en su dirección.

–¿Pero qué os pasa?

–Tenemos órdenes.

–¡Las órdenes os las doy yo!

–Debemos deteneros.

–¿Qué significa esta locura?

–Nosotros obedecemos.

–¡Apartaos u os derribo!

La puerta del despacho de Ameni se abrió, el secretario particular del rey apareció en el umbral.

–¡Diles a esos imbéciles que se dispersen, Ameni!

–He sido yo quien les he ordenado que procedieran a tu arresto.

Un naufragio no habría impresionado más al antiguo pirata. Durante unos segundos fue incapaz de reaccionar. Los soldados lo aprovecharon para arrebatarle las armas y atarle las manos a la espalda.

–Explícame…

Tras una señal de Ameni, los guardias empujaron a Serramanna hacia el despacho del secretario particular de Ramsés. El escriba consultó un papiro.

–¿Conoces a una tal Nenofar?

–Claro, es mi amante, la última que he conocido, para ser más preciso.

–¿Os habéis peleado?

–Cosas de enamorados, en el fuego de la acción.

–¿La has violentado?

El sardo sonrió.

–Nos hemos enfrentado duramente en algunas justas, pero ha sido una guerra por la conquista del placer.

–¿No tienes nada que reprocharle pues a esa moza?

–¡Sí! Me agota sin vergüenza.

Ameni permanecía gélido.

–La tal Nenofar ha hecho graves acusaciones contra ti.

–Pero… ¡ella estaba de acuerdo, puedo jurarlo!

–No hablo de vuestros excesos sexuales, sino de tu traición.

–¿Traición?… ¿Es esa la palabra que has utilizado?

–Nenofar te acusa de ser un espía a sueldo de los hititas.

–Te burlas de mí, Ameni.

–La muchacha ama a su país. Cuando descubrió unas tablillas de madera, bastante extrañas, ocultas en el cofre donde guardas la ropa en tu alcoba, creyó oportuno traérmelas. ¿Las reconoces?

Ameni enseñó los objetos al sardo.

–¡Eso no me pertenece!

–Son las pruebas de tu crimen. De acuerdo con los textos inscritos de un modo bastante grosero, anuncias a tu corresponsal hitita que te las arreglarás para hacer inoperante el cuerpo de élite que tú mandas.

–¡Eso es absurdo!

–La declaración de tu amante ha sido registrada por un juez. La leyó en voz alta, ante testigos, y ella confirmó sus palabras.

–Es una maniobra para desacreditarme y debilitar a Ramsés.

–Por las fechas de las tablillas, traicionas a Ramsés desde hace ocho meses. El emperador hitita te prometió una buena fortuna de la que dispondrás tras la derrota de Egipto.

–Soy fiel a Ramsés… Él me perdonó cuando podía quitarme la vida, y ahora le pertenece.

–Hermosas palabras que los hechos desmienten.

–¡Tú me conoces, Ameni! Fui pirata, es cierto, pero nunca traicioné a un amigo.

–Creía conocerte, pero te pareces a esos cortesanos cuyo único dueño es su deseo de ganancia. ¿Acaso un mercenario no se ofrece al mejor postor?

Herido, Serramanna se mantuvo muy erguido.

–El faraón me nombró jefe de su guardia personal y responsable de un cuerpo de élite del ejército porque confiaba en mí.

–Estaba equivocado.

–Niego haber cometido el crimen de que me acusas.

–Desatadle las manos.

Serramanna sintió un intenso alivio. Ameni le había interrogado con su rigor habitual, pero para absolverlo. El secretario particular del rey tendió al sardo una caña cortada con el extremo impregnado de tinta negra y un pedazo de calcáreo con la superficie bien pulida.

–Escribe tu nombre y tus títulos.

Nervioso, el sardo obedeció.

–Una escritura idéntica a la de las tablillas de madera. Esta nueva prueba se incluirá en el expediente. Eres culpable, Serramanna.

Loco de furia, el ex pirata intentó lanzarse sobre Ameni, pero cuatro lanzas le rozaron las costillas, haciendo brotar un poco de sangre.

–Eso es una confesión, ¿no crees?

–Quiero ver a esa moza y hacerle escupir sus mentiras.

–La verás durante el proceso.

–¡Es una trampa, Ameni!

–Prepara bien tu defensa, Serramanna. Para los traidores de tu clase sólo hay un castigo: la muerte. Y no cuentes con la indulgencia de Ramsés.

–Déjame hablar con el rey. Tengo que hacerle revelaciones importantes.

–Nuestro ejército parte mañana en campaña. Tu ausencia sorprenderá a tus amigos hititas.

–Déjame hablar con el rey, te lo ruego.

–Encarceladlo y que esté bien vigilado -ordenó Ameni.


12


El humor de Chenar era excelente y su apetito feroz. Su desayuno, «el lavado de la boca», se componía de puré de cebada, dos codornices asadas, queso de cabra y pastelillos redondos con miel. Y como aquel hermoso día iba a presenciar la partida de Ramsés y su ejército hacia el norte, se concedió un favor especial, un muslo de oca asado y perfumado con romero, comino y perifollo.


Con Serramanna detenido y encerrado en una mazmorra, la capacidad de asalto de las tropas egipcias se reducía de un modo apreciable.

Chenar humedecía sus labios en una copa de leche fresca, cuando Ramsés entró en sus aposentos privados.

–Que tu rostro sea protegido -dijo Chenar levantándose y utilizando la antigua fórmula de cortesía, reservada a las salutaciones matinales.

El rey llevaba un paño blanco y una sobrepelliz de manga corta, y en sus muñecas lucía unos brazaletes de plata.

–Mi querido hermano no parece muy dispuesto a ponerse en camino.

–Pero… ¿pensabas llevarme contigo, Ramsés?

–Diríase que no tienes el alma guerrera.

–No tengo ni tu fuerza ni tu valor.

–He aquí mis instrucciones: durante mi ausencia, recogerás las informaciones procedentes del extranjero y las someterás a la apreciación de Nefertari, Tuya y Ameni, que formarán mi consejo de regencia, habilitado para tomar decisiones. Yo estaré en primera línea, en compañía de Acha.

–¿Se va contigo?

–Su conocimiento del terreno hace indispensable su presencia.

–La diplomacia, por desgracia, ha fracasado…

–Lo lamento, Chenar, pero no es tiempo ya de vacilaciones.

–¿Cuál será tu estrategia?

–Restablecer el orden en las provincias que estaban sometidas a Egipto, hacer una pausa antes de dirigirme a Kadesh y enfrentarme directamente con los hititas. Cuando esa segunda parte de la expedición comience, tal vez te llame a mi lado.

–Ser asociado a la victoria final será un honor.

–Esta vez Egipto también sobrevivirá.

–Sé prudente, Ramsés, nuestro país te necesita.


Ramsés cruzó en barca el canal que separaba el barrio de los talleres y almacenes de la parte más antigua de Pi-Ramsés, el paraje de Avaris, antaño capital de los invasores hicsos, asiáticos de siniestra memoria. Allí se levantaba el templo de Set, el terrorífico dios de la tempestad y las perturbaciones celestes, detentador del más formidable poder que actuaba en el universo y protector del padre de Ramsés, Seti, único rey de Egipto que se atrevió a llevar semejante nombre.

Ramsés había ordenado ampliar y embellecer el santuario del temible Set, con el que Seti, aquí mismo, le había hecho enfrentarse cuando le preparaba, en secreto, para la función suprema.

En el corazón del joven príncipe se habían enfrentado el miedo y la fuerza capaz de vencerlo; al finalizar el combate había nacido un fuego, de la naturaleza de Set, que Seti había transcrito en un precepto: «Creer en la bondad de los humanos es una falta que un faraón no puede cometer». En el patio que precedía al templo cubierto se había erigido una estela de granito rosa[4]. En la cima se veía el extraño animal en el que Set se encarnaba, un cánido de rojos ojos, con dos grandes orejas tiesas y un largo hocico curvado hacia abajo. Ningún hombre había visto nunca semejante criatura, ningún hombre la vería jamás. En la cimbra de la estela, el mismo Set estaba representado en forma humana. En la cabeza tenía una tiara cónica, un disco solar y dos cuernos. En su mano diestra llevaba la llave de la vida. En su mano izquierda, el cetro «potencia».


El documento estaba fechado en el cuarto día del cuarto mes del estío del año 4007.[5] De ese modo se hacía hincapié en la fuerza del número cuatro, organizador del cosmos. El texto jeroglífico grabado en la estela comenzaba con una invocación:


Salud, oh, Set, hijo de la diosa del cielo,

Tú, cuyo poder es grande en la barca de millones de años.

Tú, que te hallas en la proa de la barca de luz y abates a sus enemigos,

¡Tú, cuya voz es estentórea!

Permite al faraón seguir tu ka.

Ramsés penetró en el templo cubierto y se recogió ante la estatua de Set. La energía del dios le sería indispensable en el combate que iba a librar.

¿Acaso Set, capaz de transformar cuatro años de reinado en cuatrocientos años inscritos en la piedra, no era el mejor de los aliados?

El despacho de Ameni estaba lleno de papiros enrollados, metidos en estuches de cuero, colocados en jarras o apilados en cofres de madera. Por todas partes, las etiquetas precisaban el contenido de los documentos y su fecha de registro. Un estricto orden reinaba en aquel lugar que nadie estaba autorizado a limpiar. El propio Ameni hacía minuciosamente aquel trabajo.

–Me hubiera gustado partir contigo -le dijo a Ramsés.

–Tu lugar está aquí, amigo mío. Cada día hablarás con la reina y con mi madre. Sean cuales sean las veleidades de Chenar, no le des poder de decisión alguno.

–No estés ausente demasiado tiempo.

–Pienso golpear pronto y fuerte.

–Tendrás que prescindir de Serramanna.

–¿Por qué razón?

Ameni le relató las circunstancias del arresto del sardo. Ramsés pareció entristecido.

–Redacta con claridad el acta de acusación -exigió el rey-. A mi regreso lo interrogaré. Él me dirá los motivos de su gesto.

–Un pirata sigue siendo un pirata.

–Su proceso y su castigo serán ejemplares.

–Un brazo de su valor te hubiera sido muy útil -deploró Ameni.

–Su espada me hubiera golpeado por la espalda.

–¿Nuestras tropas están realmente listas para el combate?

–No tienen otra alternativa.

–¿Cree su majestad que tenemos alguna posibilidad de vencer?

–Someteremos a los rebeldes que siembran el desorden en nuestros protectorados. Pero luego…

–Antes de lanzarte hacia Kadesh, ordéname que me reúna contigo.

–No, amigo mío. Es aquí, en Pi-Ramsés, donde realmente eres útil. Si yo desapareciera, Nefertari necesitaría tu ayuda.

–Proseguiremos el esfuerzo de guerra -prometió Ameni-; continuaremos fabricando armas. He… he pedido a Setaú y Acha que velen por tu seguridad. Con Serramanna ausente, podrías muy bien cometer imprudencias.

–Si no me pusiera a la cabeza de mi ejército, ¿no estaríamos vencidos de antemano?

Su cabellera era más negra que la negra noche, más dulce que la fruta de la higuera, sus dientes eran más blancos que el polvo de yeso, sus dos pechos firmes como manzanas de amor.

Nefertari, su esposa.

Nefertari, la reina de Egipto, cuya luminosa mirada era la alegría de las Dos Tierras.

–Tras haber hablado con Set -le confió Ramsés-, he conversado con mi madre.

–¿Qué te ha dicho?

–Me ha hablado de Seti, de las largas meditaciones a las que se entregaba antes de entrar en combate, fuera cual fuese, de su capacidad para preservar la energía durante las interminables jornadas de viaje.

–El alma de tu padre vive en ti. Combatirá a tu lado.

–Dejo el reino en tus manos, Nefertari; Tuya y Ameni serán tus fieles aliados. Serramanna acaba de ser detenido y estoy seguro de que Chenar intentará imponerse a ti. Mantén con firmeza el gobernalle del navío del Estado.

–Cuenta sólo contigo mismo, Ramsés.

El rey estrechó a su esposa entre sus brazos, como si nunca más fuera a verla.

De la corona azul pendían dos largas franjas de lino fruncido, que llegaban hasta la cintura; Ramsés llevaba un vestido de cuero acolchado, que combinaba corpiño y taparrabo, y formaba una especie de coraza cubierta por pequeñas placas de metal. Una gran túnica transparente cubría el conjunto, de incomparable majestad.

Cuando Homero vio comparecer al faraón con aquel atavío guerrero, dejó de fumar su pipa y se levantó. Héctor, el gato blanco y negro, se refugió bajo una silla.

–De modo, majestad, que ya ha llegado el momento.

–Quería saludaros antes de partir hacia el norte.

–He aquí los versos que acabo de escribir: «Engancha a su carro los dos caballos de broncíneos cascos, rápida carrera y crines de oro. Lleva una resplandeciente túnica, toma en su mano el azote y, de un latigazo, los lanza a galope para que vuelen entre la tierra y el cielo».

–Mis dos caballos bien merecen este homenaje. Hace ya varios días que los preparo para la prueba que vamos a sufrir juntos.

–Qué lástima, esta partida… Acabo de aprender una interesante receta. Mezclando pan de cebada con zumo de dátiles a los que yo mismo quito el hueso, obtengo, después de la fermentación, una cerveza digestiva. Me hubiera gustado que la hubierais probado.

–Es una vieja receta egipcia, Homero.

–Preparada por un poeta griego debe de tener un sabor inédito.

–Cuando regrese, beberemos juntos esa cerveza.

–Aunque, al envejecer, me vuelvo malhumorado, detesto beber solo, sobre todo cuando he invitado a un amigo al que aprecio muchísimo a compartir mi placer. La cortesía os obliga a regresar enseguida, majestad.

–Esa es mi intención. Además, me gustará mucho leer vuestra Ilíada.

–Necesitaré todavía varios años antes de finalizarla; por eso envejezco lentamente, para engañar al tiempo. Vos, majestad, comprimidlo en vuestro puño.

–Hasta pronto, Homero.

Ramsés monto en su carro, tirado por sus dos mejores caballos, Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha.

Jóvenes, vigorosos, inteligentes, partían gozosos a la aventura, con deseos de devorar grandes espacios.

El rey había confiado su perro, Vigilante, a Nefertari; Matador, el enorme león nubio, se mantenía a la derecha del carro. De prodigiosa fuerza y belleza, también la fiera sentía deseos de demostrar sus capacidades de guerrero.

El faraón levantó su brazo diestro e inmediatamente el carro se puso en marcha. En cuanto las ruedas empezaron a girar, el león acompasó su andar con el del monarca. Y miles de infantes, enmarcados por las unidades de carros, siguieron a Ramsés.


13


Pese al fuerte calor de junio, más intenso todavía que de ordinario, el ejército egipcio creyó que la guerra sería un bucólico paseo. La travesía del nordeste del Delta fue un momento encantador. Olvidando la amenaza que gravitaba sobre las Dos Tierras, los campesinos segaban con sus hoces espigas de espelta. Una ligera brisa, procedente del mar, agitaba los cultivos y hacía brillar el verde y el oro de los campos. Aunque el rey impusiese una marcha forzada, los infantes se complacían contemplando los campos sobrevolados por las garzas, los pelícanos y los flamencos rosas. La tropa se detenía en las aldeas, donde era bien recibida; respetando la disciplina, se comían legumbres y frutos frescos, y el agua se cortaba con un vinillo local, sin olvidar buenos tragos de cerveza dulce. ¡Qué lejana estaba la imagen del soldado sediento y hambriento, doblándose bajo el peso de sus arreos!


Ramsés asumía la comandancia en jefe de su ejército, dividido en cuatro regimientos de cinco mil hombres cada uno, colocados bajo la protección de los dioses Ra, Amón, Set y Ptah. A los veinte mil infantes se les añadían los reservistas, una parte de los cuales se quedaría en Egipto, y el cuerpo de élite, los carros. Para aligerar el pesado dispositivo, de difícil manejo, el rey había organizado compañías de doscientos hombres colocados bajo la responsabilidad de un abanderado.

El general de los carros, los generales de división, los escribas del ejército y el jefe de la intendencia no tomaban iniciativa alguna y consultaban con Ramsés en cuanto se presentaba alguna dificultad. Afortunadamente, el monarca podía contar con las precisas y secas intervenciones de Acha, a quien el conjunto de los oficiales superiores respetaba.

Por lo que a Setaú respecta, necesitaba un carro entero para llevar lo que consideraba el equipo de un hombre de bien que partía hacia las inquietantes tierras del norte: cinco navajas de bronce, potes de pomadas y bálsamos, una piedra de afilar, un peine de madera, varios odres de agua fresca, manos de mortero, una hachuela, sandalias, esteras, un abrigo, taparrabo, túnicas, bastones, varias decenas de recipientes llenos de óxido de plomo, asfalto, ocre rojo y alumbre, jarras de miel, bolsas que contenían comino, brionia, ricino y valeriana. Un segundo carro llevaba drogas, pociones y remedios, colocados bajo la vigilancia de Loto, esposa de Setaú y única mujer de la expedición. Como se sabía que manejaba los temibles reptiles a modo de arma, nadie se acercaría a la hermosa nubia de cuerpo esbelto y fino.

Setaú llevaba al cuello un collar con cinco dientes de ajo que apartaban las miasmas y protegían su dentadura. Numerosos soldados lo imitaban, porque conocían las virtudes de esa planta que, según la leyenda, había preservado los dientes de leche del joven Horus, oculto en las marismas del Delta con su madre Isis, para escapar del furor de Set, decidido a suprimir al hijo y sucesor de Osiris.

En la primera parada, Ramsés se había retirado a su tienda en compañía de Acha y Setaú.

–Serramanna tenía la intención de traicionarme -reveló.

–Sorprendente -estimó Acha-. Tengo la pretensión de conocer bien a los hombres y tenía la sensación de que éste te sería fiel.

–Ameni ha reunido pruebas formales contra él.

–Me parece muy extraño -consideró Setaú.

–Serramanna no te gustaba mucho -recordó Ramsés.

–Hemos chocado, es cierto, pero lo puse a prueba. Ese pirata es un hombre de honor que respeta sus promesas. Recuerda que te había dado su palabra.

–¿Olvidas las pruebas?

–Ameni se habrá equivocado.

–No suele hacerlo.

–Por muy Ameni que sea, no es infalible. Puedes estar seguro de que Serramanna no te ha traicionado y que han querido eliminarlo para debilitarte.

–¿Qué te parece a ti, Acha?

–La hipótesis de Setaú no me parece absurda.

–Cuando el orden se haya restablecido en nuestros protectorados -declaró el rey-, y en cuanto el hitita haya pedido perdón, aclararemos el asunto. O Serramanna es un traidor o alguien ha fabricado unas pruebas falsas; tanto en un caso como en el otro, quiero conocer la verdad.

–Ese es un ideal al que yo he renunciado -reconoció Setaú-. La mentira prospera donde viven los hombres.

–Mi papel consiste en combatirla y vencerla -afirmó Ramsés.

–Por eso no te envidio. Las serpientes no golpean por la espalda.

–A menos que se emprenda la huida -corrigió Acha-. Y en ese caso mereces el castigo que te infligen.

Ramsés percibía la horrible sospecha que atravesaba el ánimo de sus amigos. Sabían lo que estaba sintiendo y podrían haber discutido durante horas para apartar aquel espectro: ¿Y si el propio Ameni hubiera inventado las pruebas? Ameni el riguroso, el escriba infatigable al que el rey había confiado la gestión material del Estado, con la certeza de no ser traicionado. Ni Acha ni Setaú se atrevían a acusarlo de un modo directo, pero Ramsés no tenía derecho a taparse los oídos.

–¿Por qué iba a portarse Ameni de ese modo? – preguntó.

Setaú y Acha se miraron y permanecieron en silencio.

–Si Serramanna hubiera descubierto indicios turbadores sobre mi secretario -prosiguió Ramsés-, me habría informado de ello.

–¿No le habrá detenido Ameni para impedírselo? – sugirió Acha.

–Inverosímil -dijo Setaú-. Estamos razonando en el aire. Cuando volvamos a Pi-Ramsés decidiremos.

–Es la voz de la prudencia -consideró Acha.

–No me gusta ese viento -dijo Setaú-. No es el de un verano normal. Trae enfermedades y destrucciones, como si el año fuera a morir antes de hora. Desconfía, Ramsés, ese pernicioso soplo no anuncia nada bueno.

–La rapidez de acción es nuestra mejor garantía de éxito. Ningún viento retrasará nuestro avance.

Dispuestas en la frontera nordeste de Egipto, las fortalezas que formaban el Muro del rey se comunicaban entre sí con señales ópticas y dirigían informes regulares a la corte. En tiempos de paz, su misión era controlar la inmigración. Desde que habían sido puestas en alerta general, arqueros y vigías no dejaban de observar el horizonte, desde lo alto de los caminos de ronda. Aquella gran muralla había sido construida muchos siglos antes, por Sesostris I, con el fin de impedir a los beduinos que robaran ganado en el Delta y para prevenir cualquier tentativa de invasión.

«Quien cruce esta frontera se convierte en uno de los hijos del faraón», afirmaba la estela legislativa puesta en cada una de las fortalezas, perfectamente cuidadas y provistas de una guarnición bien armada y bien pagada. Los soldados cohabitaban con los aduaneros que cobraban las tasas a los comerciantes deseosos de introducir mercancías en Egipto.

El Muro del rey, reforzado a lo largo de los siglos, tranquilizaba a la población egipcia. Gracias a aquel sistema defensivo que había probado su eficacia el país no temía un ataque por sorpresa ni una invasión de bárbaros atraídos por las ricas tierras del Delta.

El ejército de Ramsés avanzaba con total tranquilidad. Algunos veteranos comenzaban a pensar en una simple gira de inspección que el faraón debía efectuar de vez en cuando para mostrar su poderío militar.

Cuando vieron las almenas de la primera fortaleza, guarnecidas de arqueros dispuestos a disparar, el optimismo bajó de tono.

Pero la gran puerta doble se abrió para dar paso a Ramsés.

Apenas se había inmovilizado su carro en el centro del gran patio enarenado cuando un personaje panzudo, protegido del sol por una sombrilla que llevaba un servidor, se precipitó hacia el soberano.

–¡Gloria a vos, majestad! Vuestra presencia es un regalo de los dioses.

Acha había entregado a Ramsés un detallado informe sobre el gobernador general del Muro del rey. Rico terrateniente, escriba formado en la Universidad de Menfis, comilón, padre de cuatro hijos, detestaba la vida militar y estaba deseando dejar aquel puesto, ambicionado pero aburrido, para convertirse en alto funcionario en Pi-Ramsés y encargarse de la intendencia de los cuarteles. El gobernador general del Muro del rey nunca había manejado un arma y temía la violencia; pero sus cuentas eran impecables y, gracias a su afición a los buenos productos, las guarniciones de las fortalezas disfrutaban de una alimentación excelente.

El rey bajó de su carro y acarició a los dos caballos, que le respondieron con una mirada de amistad.

–He hecho preparar un banquete, majestad; aquí no careceréis de nada. Vuestra alcoba no será tan confortable como la de palacio, pero espero que os guste y que podáis descansar en ella.

–No tengo intención de descansar sino de sofocar una revuelta.

–¡Claro, majestad, claro! Será cosa de unos días.

–¿Por qué estáis tan seguro?

–Las noticias procedentes de nuestras plazas fuertes de Canaan son tranquilizadoras. Los rebeldes son incapaces de organizarse y combaten entre sí.

–¿Han sido atacadas nuestras posiciones?

–¡En modo alguno, majestad! He aquí el último informe que ha traído la paloma mensajera esta mañana.

Ramsés leyó el documento redactado por una mano apacible. De hecho, devolver Canaan a la razón parecía una tarea fácil.

–Que mis caballos sean tratados con el mayor cuidado -ordenó el monarca.

–Les gustará el lugar y su forraje -prometió el gobernador.

–¿La sala de mapas?

–Os llevaré a ella, majestad.

A fuerza de correr para que el rey no perdiera ni un segundo, el gobernador acabaría perdiendo peso. Su propio portador de sombrilla tenía ya muchas dificultades para seguirlo en sus evoluciones. Ramsés convocó a Acha, Setaú y los generales.

–Mañana mismo partiremos hacia el norte a marchas forzadas -anunció el monarca mostrando un itinerario en el mapa puesto sobre una mesa baja-. Pasaremos al norte de Jerusalén, seguiremos por la costa, estableceremos contacto con nuestra primera fortaleza y someteremos a los rebeldes de Canaan. Luego residiremos en Megiddó antes de reanudar la ofensiva.

Los generales lo aprobaron, Acha permaneció silencioso.

Setaú salió de la sala, miró al cielo y regresó junto a Ramsés.

–¿Qué ocurre?

–No me gusta ese viento. Es engañoso.


14


El paso era rápido y alegre, la disciplina se había relajado un poco. Al entrar en el país de Canaan, sometido al faraón y que le pagaba tributo, el ejército egipcio no tenía en absoluto la impresión de aventurarse en país extranjero ni de correr el menor riesgo. ¿No se habría tomado Ramsés demasiado en serio un incidente local?


El despliegue de las fuerzas egipcias era tal que los rebeldes se apresurarían a rendir las armas e implorar el perdón del rey. Una campaña más que, afortunadamente, terminaría sin muertos ni heridos graves. De paso, a lo largo de la costa, los soldados habían advertido la destrucción de un pequeño fortín, que solía estar ocupado por tres hombres encargados de vigilar la migración de los rebaños, pero nadie se había preocupado por ello.

Setaú seguía poniendo mala cara. Conduciendo solo su carro, con la cabeza desnuda a pesar del sol ardiente, no decía ni una palabra a Loto, punto de mira de los infantes que tenían la suerte de caminar junto al vehículo de la bella nubia.

El viento marino atemperaba el calor. El camino no era demasiado duro para los pies, y los aguadores ofrecían con frecuencia a los soldados un líquido salvador. Aunque exigiera una buena condición física y una gran afición a la marcha, el estado militar no se parecía al infierno que describían los escribas, dispuestos a rebajar los demás oficios.

A la diestra de su dueño caminaba el león de Ramsés. Nadie se atrevía a acercarse, por miedo a ser desgarrado por sus zarpas, pero todos celebraban la presencia de la fiera, en la que se encarnaba una fuerza sobrenatural que sólo el faraón era capaz de manejar. En ausencia de Serramanna, el león era el mejor protector de Ramsés.

A la vista de todos apareció la primera fortaleza del país de Canaan.

Era un edificio impresionante, con sus muros de ladrillos de doble pendiente, de seis metros de alto, sus parapetos reforzados, sus gruesas moradas, sus torreones de vigía y sus almenas.

–¿Quién es el jefe de la guarnición? – preguntó Ramsés a Acha.

–Un experimentado comandante originario de Jericó. Fue educado en Egipto, siguió un intenso entrenamiento y fue nombrado para ese cargo tras varias giras de inspección en Palestina. Lo conozco, el hombre es seguro y serio.

–De él procedían la mayoría de los mensajes que nos informaban de una revuelta en Canaan, ¿no es cierto?

–Exacto, majestad. Esta fortaleza es un punto estratégico esencial que reúne el conjunto de las informaciones de la región.

–¿Sería este comandante un buen gobernador para Canaan?

–Estoy convencido de ello.

–En lo sucesivo evitaremos estos disturbios. Debemos gestionar mejor esta provincia. Nos toca eliminar cualquier motivo de insumisión.

–Sólo hay una posibilidad -estimó Acha-: suprimir la influencia hitita.

–Esa es mi intención.

Un explorador galopó hasta la entrada de la fortaleza. Desde lo alto de las murallas, un arquero le dirigió una señal amistosa.

El explorador volvió sobre sus pasos. Un abanderado ordenó a los hombres de cabeza que avanzaran. Fatigados, sólo pensaban en beber, comer y dormir.

Un diluvio de flechas los dejó clavados en el suelo.

Decenas de arqueros habían aparecido en el camino de ronda y disparaban con un ritmo veloz contra blancos cercanos e indefensos. Muertos o heridos, con una flecha clavada en la cabeza, el pecho o el vientre, los infantes egipcios cayeron unos sobre otros. El abanderado que mandaba la vanguardia tuvo una reacción de orgullo: quiso apoderarse de la fortaleza con los supervivientes. La precisión del tiro no dio posibilidad alguna a los asaltantes. Con la garganta atravesada, el abanderado cayó al pie de las murallas.

En pocos minutos, algunos veteranos y soldados experimentados acababan de sucumbir. Entonces, un centenar de infantes empuñaron sus lanzas y se dispusieron a vengar a sus camaradas. Ramsés se interpuso.

–¡Retroceded!

–¡Majestad, acabemos con esos traidores! – imploró un oficial.

–Si os lanzáis desordenadamente al asalto, seréis exterminados. Retroceded.

Los soldados obedecieron.

Una descarga de flechas cayó a menos de dos metros del rey, rodeado pronto por sus oficiales superiores, presas del pánico.

–Que vuestros hombres rodeen la fortaleza, poniéndose fuera de alcance. En primera línea los arqueros, luego los infantes y detrás los carros.

La sangre fría del rey apaciguó los espíritus. Los soldados recordaron las consignas aprendidas en su entrenamiento, las tropas maniobraron con orden.

–Hay que recoger a los heridos y curarlos -exigió Setaú.

–Imposible, los arqueros enemigos acabarían con los salvadores.

Ese viento era, efectivamente, portador de desgracias.

–No lo comprendo -deploró Acha-. Ninguno de mis agentes me comunicó que los rebeldes se habían apoderado de esta fortaleza.

–Han debido de utilizar la astucia -supuso Setaú.

–Aunque estuvieras en lo cierto, el comandante habría tenido tiempo de mandar varias palomas mensajeras, con papiros de alerta redactados de antemano.

–La realidad es sencilla y desastrosa -concluyó Ramsés-. El comandante ha muerto, su guarnición ha sido exterminada y nosotros recibimos mensajes falsos, enviados por los insurrectos. Si hubiera dispersado mis tropas enviando los regimientos hacia las distintas fortalezas de Canaan, habríamos sufrido pesadas pérdidas. La magnitud de la revuelta es considerable. Los únicos capaces de organizar semejante golpe de fuerza son los comandos hititas.

–¿Crees que están todavía en la región? – preguntó Setaú.

–Lo urgente es recuperar enseguida nuestras posiciones.

–Los ocupantes de esta fortaleza no resistirán mucho tiempo -estimó Acha-. Propongámosles que se rindan. Si hay hititas entre ellos, les haremos hablar.

–Ponte a la cabeza de una escuadra, Acha, y propónselo tú mismo.

–Iré con él -dijo Setaú.

–Deja que demuestre su talento de diplomático; que nos traiga al menos a los heridos. Tú prepara los remedios y reúne a los enfermeros.

Ni Acha ni Setaú discutieron las órdenes de Ramsés. Incluso el encantador de serpientes, siempre dispuesto a replicar, se inclinó ante la autoridad del faraón.

Cinco carros, al mando de Acha, se dirigieron hacia la fortaleza. Junto al joven diplomático, un conductor de carro enarbolaba una lanza en cuya punta se había colgado un trapo blanco, indicando que los egipcios deseaban parlamentar.

Los carros ni siquiera tuvieron tiempo de detenerse. En cuanto estuvieron a su alcance, los arqueros cananeos parecieron desencadenarse. Dos saetas se hundieron en la garganta del auriga, la tercera rozó el brazo izquierdo de Acha, dejando a su paso un surco sangriento.

–¡Media vuelta! – aulló.

–No te muevas -exigió Setaú-; de lo contrario no podré aplicarte bien la compresa de miel.

–Tú no sufres -protestó Acha.

–Que delicado eres.

–No siento ninguna afición por las heridas y hubiera preferido a Loto como médico.

–En los casos desesperados intervengo yo. Como he utilizado mi mejor miel, te curarás enseguida. La cicatrización será rápida, sin riesgo de infección.

–Que salvajes… ni siquiera he podido observar sus defensas.

–Será inútil pedir a Ramsés que perdone a los insurrectos: no soporta que intenten matar a sus amigos, aunque se hayan zambullido en los tortuosos caminos de la diplomacia.

Acha hizo una mueca de dolor.

–¡Qué buen pretexto para no participar en el asalto! – dijo Setaú con ironía.

–¿Habrías preferido que la flecha fuese más precisa?

–Deja de decir estupideces y descansa. Si un hitita cae en nuestras manos, necesitaremos tu talento de traductor.

Setaú salió de la basta tienda que servía de hospital de campaña y de la que Acha era el primer huésped; el encantador de serpientes corrió hacia Ramsés para darle malas noticias.

Acompañado por su león, Ramsés había dado la vuelta a la fortaleza, con la mirada clavada en aquella masa de ladrillos que dominaba la llanura. Símbolo de paz y de seguridad, se había convertido en una amenaza que era necesario aniquilar.

Desde lo alto de las murallas, los vigías cananeos observaban al faraón.

Ni gritos ni invectivas. Subsistía una esperanza: que el ejército egipcio renunciase a apoderarse de la plaza fuerte para dividirse y recorrer Canaan antes de decidir una estrategia. En ese caso, las emboscadas preparadas por los instructores hititas obligarían a las tropas de Ramsés a retroceder.

Setaú, convencido de que había captado el pensamiento del adversario, se preguntaba si una visión de conjunto de la situación no sería preferible al ataque de una fortaleza bien defendida que podía costar numerosas vidas.

Los propios generales se hacían la pregunta y, tras haberla debatido, pensaban proponer al monarca el mantenimiento de un contingente para impedir que salieran los sitiados, mientras el grueso de las tropas seguía avanzando hacia el norte para establecer un mapa preciso de la insurrección.

Ramsés parecía tan absorto en sus reflexiones que nadie se atrevía a abordarlo antes de que acariciara las crines de su león, inmóvil y digno. El hombre y la fiera vivían en perfecta comunión, de la que se desprendía un poder que incomodaba a quienes se les acercaban. El general de más edad, que había servido en Siria a las órdenes de Seti, corrió el riesgo de irritar al soberano.

–Majestad… ¿puedo hablaros?

–Os escucho.

–Mis homólogos y yo mismo hemos discutido mucho. Consideramos que sería necesario evaluar la magnitud de la revuelta. Nuestra visión está nublada por las informaciones falsificadas.

–¿Qué proponéis para aclararla?

–No empecinarnos en esta fortaleza y desplegarnos por el territorio de Canaan. Luego golpearemos a ciencia cierta.

–Interesante perspectiva.

El viejo general se sintió aliviado. Ramsés no era inaccesible a la moderación y a la lógica.

–¿Majestad, debo reunir vuestro consejo de guerra para recoger vuestras directrices?

–Es inútil -repuso el rey-, pues pueden resumirse en pocas palabras: atacaremos de inmediato esta fortaleza.


15


Con su arco de madera de acacia, que sólo él conseguía tensar, Ramsés disparó la primera flecha. Su cuerda, fabricada con un tendón de toro, exigía una fuerza digna del dios Set.


Cuando los vigías cananeos vieron al rey de Egipto poniéndose en posición, a más de trescientos metros de la fortaleza, sonrieron. Sólo era un gesto simbólico destinado a alentar al ejército.

La flecha de caña, con punta de madera dura cubierta de bronce y astil con una entalladura, describió un arco en el limpio cielo y fue a clavarse en el corazón del primer vigía. Atónito, éste vio la sangre brotando de su carne y cayó al vacío de cabeza. El segundo vigía sintió un violento golpe en mitad de la frente, titubeó y siguió el mismo camino que su compañero. El tercero, aterrorizado, tuvo tiempo de pedir ayuda pero, al volverse, fue herido en la espalda y cayó en el patio de la fortaleza. Un regimiento de arqueros egipcios se acercaba ya. Los arqueros cananeos intentaron desplegarse a lo largo de las almenas pero frente a ellos, los egipcios, más numerosos y muy precisos, mataron a la mitad en la primera salva.

El relevo sufrió la misma suerte. En cuanto el número de arqueros enemigos fue insuficiente para defender las cercanías de la plaza fuerte, Ramsés ordenó a los infantes de ingeniería que se acercaran con sus escalas. Matador, el enorme león, observaba tranquilo la escena. Cuando las escalas estuvieron apoyadas en los muros, los infantes comenzaron a trepar. Comprendiendo que los egipcios no les darían cuartel, los cananeos lucharon con la mayor energía. Arrojaron piedras desde lo alto de las desguarnecidas murallas y consiguieron derribar una escala. Varios asaltantes se rompieron los miembros al caer al suelo.

Pero los arqueros del faraón no tardaron en eliminar a los rebeldes. Centenares de infantes treparon rápidamente y se adueñaron del camino de ronda, y los arqueros se unieron a ellos y empezaron a disparar contra los enemigos reunidos en el patio.