Danio, cuya verdadera naturaleza habían descubierto sus
padres gracias al astrólogo de la aldea, no soportaba estar
encerrado, ni siquiera en brazos de una amante desvergonzada. Para
él, no había nada más importante que el espacio que debía devorar y
la polvorienta pista que debía recorrer.
Escrupuloso y metódico, el correo estaba bien considerado por
sus superiores. Desde el comienzo de su carrera no había perdido ni
una sola carta y a menudo solía superar los horarios impuestos para
satisfacer a algún remitente con prisas. Su sacerdocio consistía en
distribuir la correspondencia tan deprisa como le fuera
posible.
Con el advenimiento de Ramsés, tras la muerte de Seti, Danio
había temido, como otros muchos egipcios, que el joven faraón fuese
un rayo de la guerra y lanzara su ejército a la conquista de Asia,
con la esperanza de reconstruir un inmenso imperio cuyo centro
fuese Egipto. Durante los cuatro primeros años de su reinado, el
fogoso Ramsés había ampliado el templo de Luxor, había concluido la
gigantesca sala con columnas de Karnak, había iniciado la
construcción de su templo de millones de años en la orilla oeste de
Tebas y construido una nueva capital en el Delta, Pi-Ramsés; pero
no había modificado la política exterior de su padre, que consistía
en cumplir un pacto de no agresión con los hititas, los temibles
guerreros de Anatolia. Estos parecían haber renunciado a atacar
Egipto y respetaban su protectorado de Siria del
Sur.
El porvenir hubiera sido risueño si la correspondencia
militar entre Pi-Ramsés y las fortalezas del Camino de Horus no
hubiera aumentado hasta alcanzar insólitas
proporciones.
En el pasado, las fortalezas del Camino de Horus habían
cerrado sus puertas e impedido que los extranjeros cruzaran la
frontera en varias ocasiones; los hititas no las habían atacado
nunca y el temor a duros combates se había
desvanecido.
Así pues, Danio seguía siendo optimista; los hititas conocían
el valor del ejército egipcio, los egipcios temían la violencia y
la crueldad de los anatolios. Ambos países, que podían quedar
exangües tras un conflicto directo, estaban interesados en mantener
sus posiciones y limitarse a desafíos verbales.
Ramsés, metido en un programa de grandes obras públicas, no
tenía la intención de provocar un enfrentamiento.
Danio pasó a galope tendido ante la estela que señalaba el
límite del dominio agrícola perteneciente a la Morada del León. De
pronto detuvo su caballo y dio marcha atrás. Un detalle anormal
había llamado su atención. El correo descabalgó ante la
estela.
Indignado, advirtió que la cimbra estaba dañada y que varios
jeroglíficos habían sido destruidos a martillazos. La inscripción
mágica, ahora ilegible, ya no protegía el paraje. El responsable de
aquella destrucción sería severamente castigado; deteriorar una
piedra viva era un crimen punible con la pena de
muerte.
Sin duda alguna, el correo era el primer testigo de aquel
drama que se apresuraría a comunicar al gobernador militar de la
región. Cuando éste conociese la catástrofe, redactaría un
detallado informe para el faraón.
Un muro de ladrillos rodeaba la aglomeración; a uno y otro
lado de la puerta de acceso había dos esfinges acotadas. El correo
se inmovilizó, estupefacto: la mayor parte del recinto había sido
devastada, las dos esfinges yacían por el suelo,
despanzurradas.
Habían atacado la Morada del León.
En el burgo no se oía ningún ruido. Por lo general estaba muy
animado: ejercicios de la infantería, entrenamientos de los
jinetes, discusiones en la plaza central, junto a la fuente, gritos
de niños, rebuznos de asnos… El insólito silencio puso un nudo en
la garganta del correo. Con la saliva ardiendo, destapó su
cantimplora y bebió un gran trago.
La curiosidad prevaleció sobre el miedo. Debería haber dado
marcha atrás y haber avisado a la guarnición más cercana, pero
quiso saber que había ocurrido. Danio conocía casi todos los
residentes de la Morada del León, desde el gobernador al posadero;
algunos eran buenos amigos.
El caballo relinchó y se encabritó. El correo consiguió
calmarlo acariciándole el cuello, pero el animal se negó a avanzar.
Danio penetró a pie en el silencioso burgo.
Silos para trigo despanzurrados, jarras quebradas. No quedaba
nada de las reservas de alimento y bebida. Las pequeñas casas de
dos pisos ahora no eran más que ruinas. Ni una sola había escapado
de los asaltantes, presas de una locura de destrucción que ni
siquiera había respetado la morada del gobernador. Ni un solo muro
del pequeño templo permanecía en pie. La estatua divina había sido
rota a mazazos y decapitada.
Y aquel silencio denso, opresivo.
En el pozo había cadáveres de asnos y en la plaza central vio
los restos de una hoguera donde habían ardido muebles y
papiros.
El olor.
Un olor pegajoso, acre, nauseabundo, que invadió su nariz y
le llevó hacia la carnicería, situada en el extremo norte de la
población, bajo un amplio pórtico que la protegía del sol. Allí se
despedazaban los bueyes degollados, allí se cocinaban los pedazos
de carne en un gran caldero y allí se asaban las aves al espetón.
Un lugar ruidoso donde el correo había comido muchas veces después
de distribuir la correspondencia. Cuando los vio, Danio se quedó
sin respiración.
Allí estaban todos: soldados, comerciantes, artesanos,
ancianos, mujeres, niños, bebés. Todos degollados, amontonados unos
sobre otros. El gobernador había sido empalado, los tres oficiales
del destacamento colgados de la viga que aguantaba el techo de la
carnicería.
En una columna de madera había una inscripción en caracteres
hititas: «Victoria para el ejército del poderoso soberano de Hatti,
Muwattali. Así perecerán todos sus enemigos».
Los hititas… De acuerdo con su costumbre, habían realizado
una expedición de extremada violencia, sin respetar a ninguno de
sus adversarios; pero esta vez habían salido de su zona de
influencia para golpear cerca de la frontera nordeste de
Egipto.
El pánico se apoderó del correo. ¿Y si el comando hitita
merodeara por los alrededores?
Danio retrocedió, incapaz de apartar sus ojos del horrible
espectáculo. ¿Cómo podían ser tan crueles para asesinar así a unos
seres humanos y dejarlos sin sepultura? Confuso, Danio se dirigió
hacia la puerta de las esfinges.
Su caballo había desaparecido. Angustiado, el correo escrutó
el horizonte, temiendo que aparecieran los soldados
hititas.
Allí, lejos, al pie de la colina, distinguió una nube de
polvo.
Carros… ¡Unos carros se dirigían hacia él!
Enloquecido por el terror, Danio corrió hasta perder el
aliento.
Bien provista de alimentos variados procedentes de una feraz
campiña, Pi-Ramsés era apodada «la ciudad de turquesa», debido a la
omnipresencia de las tejas barnizada de azul, de excepcional
luminosidad, que adornaban las fachadas de las
casas.
Era una extraña ciudad, es cierto, que reunía un ambiente
armonioso y apacible con un mundo guerrero, que Pi-Ramsés estaba
provista de cuatro grandes cuarteles y una manufactura de armas,
situada junto al palacio.
Desde hacía algunos meses, los obreros trabajaban día y
noche, fabricando carros, armaduras, espadas, lanzas, escudos y
puntas de flecha. En el centro de la fábrica, una vasta fundición
disponía de un taller especializado en trabajo del
bronce.
Un carro de combate, sólido y ligero al mismo tiempo acababa
de salir de la manufactura. Estaba en lo alto de la rampa que
llevaba al gran patio porticado donde se almacenaban los vehículos
del mismo tipo, cuando el capataz palmeó el hombro del carpintero
que examinaba los acabados.
–Allí, al pie de la rampa… ¡Es él!
–¿Él?
El artesano miró.
Sí, en efecto era él, el faraón, señor del Alto y el Bajo
Egipto, el hijo de la luz, Ramsés.
El sucesor de Seti, de veintiséis años de edad, reinaba desde
hacía cuatro y gozaba del amor y la admiración de su pueblo.
Atlético, de más de un metro ochenta de estatura, el rostro
alargado y coronado por una magnífica cabellera de un rubio
veneciano, ancha y despejada la frente, sobresalientes los arcos
superciliares y espesas las cejas, nariz larga, delgada y algo
aguileña, la mirada luminosa y profunda, las orejas redondas y
delicadamente cinceladas, carnosos los labios, firme el mentón,
Ramsés tenía una fuerza que algunos no dudaban en calificar de
sobrenatural.
Ampliamente formado en el ejercicio del poder por un padre
que le había iniciado en las funciones de rey a costa de duras
pruebas, Ramsés había heredado la fulgurante autoridad de Seti, su
glorioso predecesor. Incluso cuando no llevaba sus ropas
habituales, su mera presencia imponía respeto.
El rey subió por la rampa y examinó el carro. Petrificados,
el capataz y el carpintero temían su juicio. Que el faraón en
persona inspeccionara, de improviso, la fábrica, demostraba el
interés que sentía por la calidad de las armas que allí se
producían.
Ramsés no se limitó a un análisis superficial. Escrutó cada
pieza de madera, probó la lanza y comprobó la solidez de la
rueda.
–Buen trabajo -consideró-, pero tendremos que verificar sobre
el terreno la robustez de este carro.
–Está previsto, majestad -precisó el capataz-. En caso de
incidente el auriga nos indica cual es la pieza que falla y la
reparamos inmediatamente.
–¿Son numerosos los incidentes?
–No, majestad, y el taller los aprovecha para rectificar los
errores y mejorar el material.
–No reduzcas tu esfuerzo.
–Majestad… ¿puedo haceros una pregunta?
–Te escucho.
–¿Será pronto… la guerra?
–¿Acaso te da miedo?
–Fabricamos armas, pero tememos un conflicto. ¿Cuántos
egipcios morirán, cuántas mujeres quedarán viudas, cuántos niños se
verán privados de sus padres? ¡Que los dioses nos eviten semejante
conflicto!
–¡Que ellos te escuchen! ¿Pero cuál sería nuestro deber si
Egipto se viera amenazado?
El capataz inclinó la cabeza.
–Egipto es nuestra madre, nuestro pasado y nuestro porvenir
-recordó Ramsés-. Da sin medida, cada segundo es una ofrenda…
¿Responderemos con la ingratitud, el egoísmo y la
cobardía?
–¡Queremos vivir, majestad!
–Si es preciso, el faraón dará su vida para que Egipto viva.
Trabaja en paz, capataz.
¡Que alegría se respiraba en la capital! Pi-Ramsés era un
sueño hecho realidad, un momento de felicidad que el tiempo
reforzaba día tras día. El antiguo paraje de Avaris, ciudad maldita
de los invasores procedentes de Asia, había sido transformado en
una ciudad hechicera y elegante, donde acacias y sicomoros ofrecían
su sombra tanto a los ricos como a los humildes.
Al rey le gustaba pasear por la campiña de abundante hierba,
atravesada por senderos flanqueados de flores y canales propicios
al baño. De buena gana degustaba una manzana con sabor a miel,
apreciaba una cebolla dulce, recorría el vasto olivar que
proporcionaba un aceite tan abundante como la arena en la orilla o
respiraba el perfume que exhalaban los jardines. El paseo del
monarca concluyó en el puerto interior, de creciente actividad,
rodeado de almacenes donde se acumulaban las riquezas de la ciudad,
metales preciosos, maderas raras, reservas de
trigo.
Estas últimas semanas, Ramsés no deambulaba por la campiña ni
por las calles de su ciudad de turquesa, sino que pasaba la mayor
parte de su tiempo en los cuarteles, acompañado por los oficiales
superiores, soldados de los carros y de infantería, que apreciaban
las condiciones de su alojamiento en los nuevos
locales.
Los miembros del ejército profesional, del que formaban parte
numerosos mercenarios, se alegraban por su sueldo y por la calidad
de los alimentos. Pero muchos se quejaban del entrenamiento
intensivo y lamentaban haberse enrolado algunos años antes, cuando
la paz parecía bien instalada. Pasar del ejercicio, por riguroso
que fuera, al combate contra los hititas no satisfacía a nadie, ni
siquiera a los más aguerridos profesionales. Todos temían la
crueldad de los guerreros anatolios, que todavía no habían sufrido
derrota alguna.
Ramsés había sentido como el miedo iba insinuándose, poco a
poco, en los espíritus, e intentaba luchar contra el mal visitando
sucesivamente los cuarteles y asistiendo a las maniobras de los
distintos cuerpos de ejército. El rey debía mostrarse sereno y
mantener la confianza entre sus tropas, aunque el tormento
corroyera su alma.
¿Cómo ser feliz en esa ciudad de la que Moisés, su amigo de
infancia, había huido tras haber dirigido los equipos de
ladrilleros hebreos que habían edificado palacios, villas y
mansiones? Ciertamente, Moisés estaba acusado de asesinar a un
egipcio, Sary, el cuñado del rey. Pero Ramsés seguía dudando, pues
Sary, su antiguo preceptor, se había conjurado contra él y se había
comportado de un modo innoble con los obreros que se hallaban a sus
órdenes. ¿No habría caído Moisés en una trampa?
Cuando no pensaba en su amigo desaparecido, del que seguía
sin tener noticias, el rey pasaba largas horas en compañía de su
hermano mayor, Chenar, ministro de Asuntos Exteriores, y de Acha,
el jefe de su servicio de espionaje. Chenar lo había intentado todo
para impedir que su hermano menor fuera faraón, pero sus fracasos
parecían haberle hecho más prudente, y se tomaba muy en serio su
papel. Por lo que se refiere a Acha, diplomático inteligente y
brillante, era uno de los compañeros de universidad de Ramsés y
Moisés, y gozaba de toda la confianza del rey.
Los tres hombres examinaban cada día los mensajes procedentes
de Siria e intentaban apreciar con lucidez la situación. ¿Hasta qué
punto podría Egipto tolerar la progresión hitita?
Ochocientos kilómetros separaban Pi-Ramsés, la capital
egipcia, de Hattusa, residencia de Muwattali, el soberano hitita.
Dada la existencia de una explanada que iba de la frontera nordeste
a la Siria central, las Dos Tierras parecían a cubierto de
cualquier intento de invasión. Pero los hititas no se resignaban al
statu quo impuesto por Seti. Saliendo de su territorio, los
guerreros anatolios habían hecho una incursión hacia Damasco, la
principal ciudad de Siria.
Al menos eso era lo que creía Acha, basándose en los informes
de sus agentes. Ramsés exigía que se lo aseguraran antes de ponerse
a la cabeza de su ejército, con la firme intención de rechazar al
adversario hacia el norte. Ni Chenar ni Acha se permitían formular
una opinión definitiva; el faraón, y sólo el faraón, debía sopesar
su decisión y actuar.
Impulsivo, Ramsés había sentido deseos de contraatacar en
cuanto había conocido los manejos hititas; pero la preparación de
sus tropas, lo esencial de las cuales había sido transferido de
Menfis a Pi-Ramsés, requeriría todavía varias semanas e incluso
varios meses. Aquel plazo, que el rey soportaba con cierta
impaciencia, tal vez permitiría evitar un conflicto inútil. Hacía
unos diez días que no llegaba ninguna noticia alarmante de la Siria
central.
Ramsés se dirigió a la pajarera del palacio donde vivían,
mimados, colibríes, arrendajos, paros, abubillas, avefrías y otras
aves que gozaban de la sombra de los sicomoros y del agua de los
estanques, cubiertos de lotos azules.
Estaba convencido de que la encontraría allí, desgranando en
su laúd las notas de una antigua melodía. Nefertari, la gran esposa
real, la dulce de amor, la única mujer que llenaba su corazón.
Aunque no fuera de noble linaje, era más bella que las bellas del
palacio y su voz, dulce como la miel, no pronunciaba palabras
inútiles.
Cuando la joven Nefertari estaba destinada a una existencia
consagrada a la meditación como sacerdotisa recluida en un templo
de provincias, el príncipe Ramsés se había enamorado perdidamente
de ella. Ni uno ni otra esperaban que su unión formase la pareja
real, a cargo del destino de Egipto.
Con los cabellos de un negro brillante, los ojos
verdeazulados, aficionada al silencio y el recogimiento, Nefertari
había conquistado la corte. Discreta y eficaz, secundaba a Ramsés y
realizaba el milagro de armonizar el papel de reina con el de
esposa.
Meritamón, la hija que había dado al rey, se le parecía.
Nefertari no podría tener más hijos, pero aquel dolor parecía
resbalar por ella como el viento de primavera. El amor que
construía, desde hacía nueve años, con Ramsés, le parecía una de
las fuentes de la felicidad de su pueblo.
Ramsés la contempló sin que ella lo viese. Dialogaba con una
abubilla que revoloteaba a su alrededor, lanzando algunas notas
juguetonas, y se posaba en el antebrazo de la
reina.
–¿Estás junto a mí, no es cierto?
Él avanzó. Como de costumbre, ella había advertido su
presencia y su pensamiento.
–Hoy los pájaros están nerviosos -observó la reina-. Se
prepara una tormenta.
–¿De qué se habla en palacio?
–Se aturden, bromean sobre la cobardía del enemigo, alaban el
poder de nuestras armas, se anuncian futuros matrimonios, se
acechan eventuales nombramientos.
–¿Y qué se dice del rey?
–Que cada vez se parece más a su padre y que sabrá proteger
al país de la desgracia.
–Si los cortesanos estuvieran en lo cierto…
Ramsés tomó a Nefertari en sus brazos, ella posó la cabeza en
su hombro.
–¿Malas noticias?
–Todo parece tranquilo.
–¿Han cesado las incursiones hititas?
–Acha no ha recibido más mensajes
alarmantes.
–¿Estamos listos para el combate?
–Ninguno de nuestros soldados tiene prisa por enfrentarse con
los guerreros anatolios. Los veteranos consideran que no tenemos
posibilidad alguna de vencerlos.
–¿Tú también lo piensas?
–Dirigir una guerra de esta envergadura requiere una
experiencia que no tengo. Mi propio padre renunció a comprometerse
en tan arriesgada aventura.
–Si los hititas han modificado su actitud, es porque creen
que la victoria está a su alcance. En el pasado, las reinas de
Egipto combatieron con todas sus fuerzas para mantener la
independencia de su país. Aunque la violencia me horroriza, estaré
a tu lado si el conflicto es la única solución.
De pronto, la pajarera fue teatro de una ruidosa agitación.
La abubilla se encaramó en la rama más alta de un sicomoro, las
aves se dispersaron en todas direcciones.
Ramsés y Nefertari levantaron los ojos y distinguieron una
paloma mensajera de pesado vuelo. Agotada, parecía buscar en vano
su punto de destino. El rey tendió los brazos en un gesto de
acogida. La paloma se posó ante el monarca. En su pata derecha
habían sujetado un pequeño papiro enrollado, de pocos centímetros
de longitud. Escrito en minúsculos pero legibles jeroglíficos, el
texto iba firmado por un escriba del ejército.
A medida que iba leyendo, Ramsés tuvo la sensación de que una
espada se hundía en sus carnes.
–Tenías razón -le dijo a Nefertari-. La tormenta amenazaba… y
acaba de estallar.
Alrededor de la puerta de acceso, los nombres de coronación
del monarca, pintados en azul sobre fondo blanco y colocados en
cartuchos, formas ovales que evocaban el cosmos, el reino del
faraón, hijo del creador y su representante en la tierra. Quien
cruzaba el umbral del dominio de Ramsés descubría, maravillado, su
serena belleza.
El suelo se componía de tejas de terracota barnizadas y
coloreadas, en las que se desplegaban representaciones de estancos
y floridos jardines, donde se veía un pato posado en un estanque
azulado y un pez vulti que se escurría entre lotos blancos. En los
muros un espectáculo de verde pálido, rojo profundo, azul claro,
amarillo dorado y blanco quebrado animado por los pájaros retozando
en las marismas. Y la mirada se dejaba cautivar por los frisos
florales que representaban lotos, adormideras, amapolas, margaritas
y acianos. Para muchos, la obra maestra de aquella sala, que
cantaba la perfección de una naturaleza domeñada, era el rostro de
una joven meditando ante un macizo de malvarrosas. El parecido con
Nefertari era tan llamativo que nadie dudaba del homenaje que el
soberano rendía, así, a su esposa.
Cuando subió la escalera que llevaba a su trono de oro, cuyo
último peldaño estaba decorado por un león que tenía en sus fauces
un enemigo procedente de las tinieblas, Ramsés lanzó una breve
mirada a aquellas rosas, importadas de Siria del Sur, el
protectorado egipcio cuyas espinas le atravesaban el
corazón.
La corte al completo guardó silencio. Estaban presentes los
ministros y sus adjuntos, los ritualistas, los escribas reales, los
magos y sus expertos en ciencias sagradas, los responsables de las
ofrendas cotidianas, los guardianes de los secretos, las grandes
damas que ocupaban funciones oficiales y todos aquellos a quienes
Romé, el intendente de palacio, jovial pero escrupuloso, había
dejado entrar.
Era raro que Ramsés convocara a tan numerosa concurrencia,
que pronto se haría eco de su discurso, cuyo contenido pronto sería
conocido en todo el país. Todos contuvieron la respiración,
temiendo el anuncio de un desastre.
El rey llevaba la doble corona, unión del rojo y el blanco,
del Bajo y Alto Egipto, y símbolo de la indispensable unidad del
país. En su pecho, el cetro-poder, el sekhem, que manifestaba el
dominio del faraón sobre los elementos y las fuerzas
vitales.
–Un comando hitita ha destruido la Morada del León, una aldea
creada por mi padre. Los bárbaros han masacrado a todos los
habitantes, incluidas las mujeres, los niños y los
bebés.
Brotó un murmullo de indignación, ningún soldado de ningún
ejército tenía derecho a actuar así.
–Un correo descubrió la ignominia -prosiguió el rey-. La
patrulla que me comunicó la información lo trajo consigo. El pobre
estaba aterrorizado. Los hititas han añadido a esta matanza la
destrucción del santuario del burgo y la profanación de la estela
de Seti.
Conmovido, un apuesto anciano, encargado de velar por los
archivos de palacio y que llevaba el título de «jefe de los
secretos», salió de la masa de los cortesanos y se inclinó ante el
faraón.
–Majestad, ¿tenemos alguna prueba que demuestre que son
efectivamente los hititas los autores del crimen?
–He aquí su firma: «Victoria para el ejército del poderoso
soberano de Hatti, Muwattali. Así perecerán todos sus enemigos». Os
informo también de que los príncipes de Amurru y Palestina acaban
de someterse a los hititas. Algunos residentes egipcios han sido
asesinados, los supervivientes se han refugiado en nuestras
fortalezas.
–Pero entonces, majestad, es…
–La guerra.
El despacho de Ramsés era vasto y luminoso. Unas ventanas,
cuyo marco estaba recubierto de cristales barnizados de azul y de
blanco, permitían disfrutar al rey de la perfección de cada
estación y embriagarse con el perfume de mil y una flores. En unas
mesillas doradas había ramilletes de lises. Una larga mesa de
acacia servía de soporte a los papiros abiertos. En una esquina de
la estancia, una estatua de diorita representaba a Seti, sentado en
su trono, con los ojos levantados hacia el más
allá.
Ramsés había reunido un consejo restringido, que se limitaba
a Ameni, su amigo y fiel secretario particular, a su hermano mayor,
Chenar, y a Acha.
Con la tez pálida, las manos largas y finas, bajo, endeble,
delgado y casi calvo a los veinticuatro años, Ameni había
consagrado su existencia a servir a Ramsés. Incapaz de cualquier
práctica deportiva, con la espalda frágil, Ameni era un trabajador
infatigable. Se pasaba día y noche en su despacho, dormía poco y
asimilaba mas expedientes en una hora que todo su equipo de
escribas, calificados, sin embargo, en una semana. Portasandalias
de Ramsés, Ameni podría haber aspirado a cualquier cargo
ministerial, pero prefería permanecer a la sombra del
faraón.
–Los magos han hecho lo necesario -indicó-. Han fabricado
estatuillas de cera, a imagen de los asiáticos y los hititas, y las
han arrojado al fuego. Además, han escrito sus nombres en jarras y
copas de terracota, y las han quebrado. Recomendé que se practicara
cada día el mismo rito, hasta la marcha de nuestro
ejército.
Chenar se encogió de hombros. El hermano mayor de Ramsés,
achaparrado y metido en carnes, tenía un rostro redondo y lunar, y
las mejillas hinchadas. Sus labios eran gruesos y golosos, sus
ojillos marrones, y su voz untuosa y flotante. Se había afeitado
una estrecha barba que había dejado crecer en señal de luto por su
padre Seti.
–No contemos con la magia -recomendó-. Yo, ministro de
Asuntos Exteriores, propongo que destituyamos a nuestros
embajadores en Siria, Amurru y Palestina. Son unos gusanos que
fueron incapaces de ver la telaraña que los hititas han tejido en
nuestros protectorados.
–Ya lo hemos hecho -reveló Ameni.
–Podríais habérmelo dicho -repuso Chenar
ofendido.
–Se ha hecho, eso es lo esencial.
Indiferente a aquella justa oratoria, Ramsés puso el índice
sobre un punto preciso del gran mapa abierto sobre la mesa de
acacia.
–¿Están las guarniciones de la frontera del noroeste en
estado de alerta?
–Sí, majestad -repuso Acha-. Ningún libio la
cruzará.
Hijo único de una familia noble y rica, Acha era el
aristócrata por excelencia. Elegante, refinado, árbitro de la moda,
con el rostro alargado y fino, unos ojos brillantes, la mirada algo
desdeñosa, hablaba varias lenguas extranjeras y le apasionaban las
relaciones internacionales.
–Nuestras patrullas controlan la franja costera libia y la
zona desértica al oeste del Delta. Nuestras fortalezas se hallan en
estado de alerta y contendrían sin problemas un ataque que parece
probable. Ningún guerrero es capaz, por el momento, de federar las
tribus libias.
–¿Hipótesis o certeza?
–Certeza.
–¡Por fin una información tranquilizadora!
–Es la única, majestad. Mis agentes acaban de hacerme llegar
las peticiones de auxilio de los alcaldes de Megiddó, punto de
llegada de las caravanas, de Damasco y de los puertos fenicios,
destino de numerosos barcos mercantes. Las expediciones hititas y
la desestabilización de la zona perturban ya las transacciones
comerciales. Si no intervenimos enseguida, los hititas nos aislarán
de nuestros aliados antes de aniquilarlos. El mundo que Seti y sus
antepasados habían edificado quedará destruido.
–Acha, ¿crees que no soy consciente de ello?
–¿Alguna vez se es bastante consciente de un peligro de
muerte, majestad?
–¿Realmente se han utilizado todos los recursos de la
diplomacia? – preguntó Ameni.
–Han masacrado la población de un burgo -recordó Ramsés-.
Tras semejante horror, ¿qué diplomacia podría
utilizarse?
–La guerra provocará miles de muertos.
–Ameni, ¿estáis proponiendo una capitulación? – preguntó
Chenar con aire burlón.
El secretario particular del rey apretó los
puños.
–Retirad vuestra pregunta, Chenar.
–¿Por fin estáis dispuesto a batiros, Ameni?
–Ya basta -los interrumpió Ramsés-. Guardad vuestra energía
para defender a Egipto. Chenar, ¿eres partidario de una
intervención militar inmediata y directa?
–Dudo… ¿No sería mejor aguardar y reforzar nuestras
defensas?
–La intendencia no está lista -precisó Ameni-. Salir a
campaña de un modo improvisado nos llevaría a la
catástrofe.
–Cuanto más contemporicemos -consideró Acha-, más se
extenderá la revuelta por Canaan. Hay que aplastarla enseguida para
restablecer una zona protectora entre los hititas y nosotros. De lo
contrario, dispondrían de una base avanzada para preparar la
invasión.
–El faraón no debe arriesgar su vida de un modo irreflexivo
-afirmó Ameni irritado.
–¿Estás acusándome de ligereza? – preguntó Acha
gélido.
–¡No conoces el estado real de nuestras tropas! Su
equipamiento todavía es insuficiente, aunque la manufactura de
armas funcione a todo trapo.
–Sean cuales sean nuestras dificultades, es preciso
restablecer, sin dilaciones, el orden en nuestros protectorados. De
ello depende la supervivencia de Egipto.
Chenar se guardó de intervenir en el debate entre los dos
amigos. Ramsés, que confiaba de la misma manera en Ameni que en
Acha, les había escuchado con gran atención.
–Salid -ordenó.
Solo, el rey miró al sol, aquel creador de luz del que había
nacido. Hijo de la luz, tenía la capacidad de contemplar cara a
cara el astro del día sin abrasarse los ojos.
«Escoge de cualquier ser su brillo y su genio -había
recomendado Seti-. Busca en cada uno lo que sea irreemplazable.
Pero estarás solo para decidir. Ama a Egipto más que a ti mismo, y
el camino se despejará.» Ramsés pensó en la intervención de los
tres hombres. Chenar, indeciso, no quería disgustar por nada del
mundo; Ameni deseaba preservar el país como un santuario y
rechazaba la realidad exterior; Acha tenía una visión global de la
situación y no intentaba ocultar su gravedad.
Otras preocupaciones turbaron al rey: ¿habría quedado Moisés
atrapado en la tormenta? Acha era el encargado de encontrarlo, pero
todavía no había hallado pista alguna. Sus informadores permanecían
mudos. Si el hebreo había conseguido salir de Egipto, se habría
dirigido hacia Libia, o hacia los principados de Edom y Moab, o
hacia Canaan o Siria. En un período tranquilo, cualquier indicador
habría acabado descubriéndolo. Hoy, si Moisés seguía vivo aún, sólo
podía contarse con la suerte para saber donde se
ocultaba.
Ramsés salió de palacio y se dirigió a la residencia de sus
generales. Su única preocupación debía ser acelerar la preparación
de su ejército.
–Nadie puede oírnos -dijo a Acha.
–¿No habría sido más prudente hablar en otra
parte?
–Debemos dar la impresión de que estamos trabajando, día y
noche, por la seguridad del país. Ramsés ha ordenado que los
funcionarios que se hallan ausentes sin una excusa admisible sean
despedidos inmediatamente. ¡Estamos en guerra, querido
Acha!
–Todavía no.
–¡Es evidente que el rey ya ha tomado una decisión! Vos lo
habéis convencido.
–Eso espero. Pero seamos prudentes. Ramsés suele ser
imprevisible.
–Nuestro juego ha sido perfecto. Mi hermano ha creído que yo
vacilaba y no me atrevía a comprometerme, por miedo a disgustarle.
Vos, por el contrario, cortante e incisivo, habéis puesto de
relieve mi cobardía. ¿Cómo podía imaginar Ramsés nuestra
alianza?
Satisfecho, Chenar llenó dos copas con un vino blanco de la
ciudad de Imau, famosa por sus viñedos.
El despacho del ministro de Asuntos Exteriores, al revés que
el del rey, no era un modelo de sobriedad. Sillas con respaldos
decorados con lotos, recargados almohadones, mesillas con patas de
bronce, muros adornados con pinturas que representaban escenas de
la caza de pájaros en las marismas y, sobre todo, una profusión de
jarrones exóticos procedentes de Libia, Siria, Babilonia, Creta,
Rodas, Grecia y Asia. A Chenar le volvían loco. Había pagado muy
caras la mayoría de esas piezas únicas, pero su pasión no hacía más
que aumentar y llenaba de aquellas maravillas sus villas de Tebas,
Menfis y Pi-Ramsés.
La creación de la nueva capital, que al principio le había
parecido una insoportable victoria de Ramsés, en realidad había
sido una verdadera suerte. Chenar se aproximaba a quienes habían
decidido llevarlo al poder, los hititas, y también a los centros de
producción de aquellos incomparables jarrones. Verlos,
acariciarlos, recordar su exacta procedencia le procuraba un placer
inefable.
–Ameni me preocupa -confesó Acha-. No carece de agudeza
y…
–Ameni es un imbécil y un débil que vegeta a la sombra de
Ramsés. Su servilismo le impide ver y oír.
–Y sin embargo ha criticado mi actitud.
–Ese pequeño escriba cree que Egipto está solo en el mundo,
que puede refugiarse en sus fortalezas, cerrar sus fronteras e
impedir así que lo invadan los enemigos. Es un antimilitarista
feroz y está convencido de que replegarse sobre uno mismo es la
única posibilidad de paz. Era inevitable que se enfrentara con vos,
pero nos servirá.
–Ameni es el consejero más cercano a Ramsés -objetó
Acha.
–En períodos de paz, sí; pero los hititas nos han declarado
la guerra y vuestra exposición fue del todo convincente. Además,
olvidáis a la reina madre, Tuya, y a la gran esposa real,
Nefertari.
–¿Creéis que a ellas les gusta la guerra?
–La odian. Pero las reinas de Egipto siempre lucharon con el
mayor vigor para salvaguardar las Dos Tierras y a menudo han
adoptado iniciativas notables. Las grandes damas de Tebas
reorganizaron el ejército y lo alentaron a expulsar a los invasores
hicsos del Delta. Tuya, mi venerada madre, y Nefertari, esa maga
que subyuga la corte, no serán una excepción. Incitarán a Ramsés
para que pase a la ofensiva.
–Espero que vuestro optimismo esté
justificado.
Acha mojó sus labios en el fuerte y afrutado vino, Chenar
vació golosamente su copa. Aunque vestido con costosas túnicas y
camisas, no lograba ser tan elegante como el
diplomático.
–Lo está, querido amigo, lo está. ¿No sois acaso jefe de
nuestra red de espionaje, uno de los amigos de infancia de Ramsés y
el único hombre al que escucha cuando se trata de política
exterior?
Acha asintió con la cabeza.
–Estamos muy cerca del objetivo -prosiguió Chenar exaltado-;
Ramsés morirá o será vencido; deshonrado, se verá obligado a
renunciar al poder. En ambos casos, yo apareceré como el único
capaz de negociar con los hititas y salvar a Egipto del
desastre.
–Habrá que comprar esa paz -precisó Acha.
–No he olvidado nuestro plan. Cubriré de oro a los príncipes
de Canaan y Amurru. Haré fabulosos regalos al emperador de los
hititas y formularé promesas no menos fabulosas. Tal vez Egipto
quede empobrecido por algún tiempo, pero reinaré. Y pronto se
olvidará a Ramsés. La estupidez y el carácter aborregado del
pueblo, que detesta hoy lo que ayer adoraba: esas son las armas que
debo utilizar.
–¿Habéis renunciado a la idea de un inmenso imperio, desde el
corazón de África a las mesetas de Anatolia?
Chenar se quedó pensativo.
–Os he hablado de ello, es cierto, pero desde un punto de
vista comercial… Una vez restablecida la paz, crearemos nuevos
puertos mercantes, desarrollaremos las rutas de las caravanas y
contraeremos vínculos económicos con los hititas. Entonces, Egipto
será demasiado pequeño para mí.
–¿Y si vuestro imperio fuese también…
político?
–No os entiendo.
–Muwattali gobierna a los hititas con excesiva dureza, pero
se intriga mucho en la corte de Hattusa. Dos personajes, uno muy
visible, Uri-Techup, y el otro discreto, Hattusil, sacerdote de la
diosa Ishtar, son considerados como probables sucesores. Si
Muwattali muriera en combate, uno de los dos tomaría el poder. Pero
los dos hombres se detestan y sus partidarios están dispuestos a
destrozarse mutuamente.
Chenar se tocó el mentón.
–¿Algo más que simples querellas de palacio, a vuestro
entender?
–Mucho más. El reino hitita amenaza con
descomponerse.
–Si estallara en varios fragmentos, un salvador podría
reunificarlos bajo su estandarte… y unir esos territorios a las
provincias egipcias. ¡Qué imperio, Acha, qué inmenso imperio!
¡Babilonia, Asiria, Chipre, Rodas, Grecia y las tierras nórdicas
serían mis futuros protectorados!
El joven diplomático sonrió.
–A los faraones les faltó ambición, porque sólo se
preocupaban por la felicidad de su pueblo y la prosperidad de
Egipto. Vos, Chenar, tenéis madera para conseguirlo. Por ello debe
ser eliminado Ramsés, de un modo u otro.
Chenar no tenía la sensación de estar traicionando. Si la
enfermedad no hubiera debilitado el cerebro de Seti, el difunto
faraón le habría ofrecido el trono a él, su hijo primogénito.
Víctima de una injusticia, Chenar lucharía para recuperar lo que le
correspondía de pleno derecho.
Miró a Acha con ojos inquisitivos.
–Naturalmente, no se lo habéis dicho todo a
Ramsés.
–Naturalmente, pero el conjunto de los mensajes que recibo, a
través de mis agentes, siempre está a disposición del rey. Se
registran y clasifican en este ministerio, ninguno puede ser
sustraído o destruido, so pena de llamar la atención y convertirme
en sospechoso de malversación.
–¿Ha realizado Ramsés alguna inspección?
–Nunca hasta hoy, pero estamos en vísperas de un conflicto.
Por lo tanto, debo tomar precauciones y no exponerme a un
inesperado control por su parte.
–¿Cómo lo haréis?
–Os lo repito: no falta ningún informe, ninguno ha sido
trucado.
–¡En ese caso, Ramsés lo sabe todo!
Acha pasó suavemente el dedo por el borde de la copa de
alabastro.
–El espionaje es un arte difícil, Chenar; el hecho sin más es
importante, pero aún lo es más su interpretación. Mi papel consiste
en sintetizar los hechos y dar una interpretación al rey para que
se produzca su acción. En la presente situación, no podrá
reprocharme blandura ni indecisión: he insistido para que organice
cuanto antes una contraofensiva.
–¡Estáis haciendo su juego, no el de los
hititas!
–Vos sólo consideráis el hecho -repuso Acha-; así reaccionará
también Ramsés. ¿Quién podrá reprochárselo?
–Explicaos.
–El traslado de las tropas, de Menfis a Pi-Ramsés, ha
planteado numerosos problemas de intendencia que están muy lejos de
haberse resuelto. Incitando a Ramsés para que se apresure
obtendremos una primera ventaja: una dificultad insuperable para
nuestros soldados, cuyo equipamiento es insuficiente en cantidad y
calidad.
–¿Y las demás ventajas?
–El propio terreno y la magnitud de la defección de nuestros
aliados. Aun sin ocultárselo a Ramsés, no he insistido en la
importancia de los acontecimientos. El salvajismo de las
expediciones hititas y la matanza de la Morada del León han
aterrorizado a los príncipes de Canaan y Amurru y a los
gobernadores de los puertos costeros. Seti infundía respeto a los
guerreros hititas; no ocurre así con Ramsés. El conjunto de los
potentados locales, temiendo ser aniquilados a su vez, preferirán
colocarse bajo la protección de Muwattali.
–Están convencidos de que Ramsés no acudirá en su ayuda y han
decidido ser los primeros agresores de Egipto, para satisfacer a su
nuevo dueño, el emperador de Hatti… ¿no es eso?
–Es una interpretación de los hechos.
–Y… ¿es la vuestra?
–La mía incluye algunos detalles suplementarios. ¿El silencio
de algunas de nuestras plazas fuertes significa que el enemigo se
ha apoderado de ellas? Si eso es cierto, Ramsés se enfrentará a una
resistencia mucho más dura de lo previsto. Además, es probable que
los hititas hayan entregado una buena cantidad de armas a los
rebeldes.
Los labios de Chenar se volvieron golosos.
–¡Soberbias sorpresas en perspectiva para los batallones
egipcios! Ramsés podría ser vencido en esa primera batalla, antes
incluso de enfrentarse con los hititas.
–Es una hipótesis que no debemos desdeñar -consideró
Acha.
Cada día echaba más en falta a Seti. El tiempo empeoraba la
cruel ausencia del difunto faraón, y la viuda aspiraba a conocer el
último pasaje que le permitiría reunirse con su
esposo.
La pareja real le ofrecía, sin embargo, muchas alegrías:
Ramsés tenía madera de gran monarca y Nefertari la de una gran
reina. Como Seti y ella, amaban apasionadamente a su país y
sacrificarían su vida si el destino se lo
exigiera.
Cuando Ramsés se dirigió hacia ella, Tuya supo enseguida que
su hijo acababa de tomar una decisión muy grave. El rey ofreció el
brazo a su madre y juntos pasearon por una avenida arenosa, entre
dos hileras de tamariscos en flor. El aire era cálido y
perfumado.
–El verano será implacable -dijo ella-. Afortunadamente,
elegiste un buen ministro de Agricultura. Los diques estarán
consolidados y los estanques para retener las aguas de irrigación
se habrán ampliado. La crecida tiene que ser buena, las cosechas
serán abundantes.
–Mi reinado podría haber sido largo y feliz.
–¿Por qué no va a serlo? Los dioses te han favorecido y la
propia naturaleza te ofrece sus beneficios.
–La guerra es inevitable.
–Ya lo sé, hijo mío. Tu decisión ha sido
acertada.
–Necesitaba tu aprobación.
–No, Ramsés; puesto que Nefertari comparte tus pensamientos,
la pareja real está en condiciones de actuar.
–Mi padre había renunciado a combatir a los
hititas.
–Los hititas parecían haber renunciado a combatir a Egipto.
Si hubieran roto la tregua, Seti habría iniciado sin tardanza una
ofensiva.
–Nuestros soldados no están listos.
–Tienen miedo, ¿no es cierto?
–¿Quién puede reprochárselo?
–Tú.
–Los veteranos propagan terroríficas historias sobre los
hititas.
–¿Hasta el punto de asustar al faraón?
–El tiempo de disipar los espejismos…
–Sólo se disiparán en el campo de batalla, cuando el valor
salve las Dos Tierras.
Meba, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, detestaba a
Ramsés. Convencido de que el rey le había expulsado sin motivo de
su cargo, aguardaba una ocasión para tomar su revancha. Como varios
miembros de la corte, apostaba por el fracaso del joven faraón que,
tras cuatro años de éxitos, sucumbiría a la
prueba.
En compañía de una decena de notables, el rico y mundano
Meba, de ancho rostro y aspecto marcial, intercambiaba unas futiles
palabras sobre la alta sociedad de Pi-Ramsés. Los manjares eran de
calidad, las mujeres soberbias; era preciso matar el tiempo, a la
espera del advenimiento de Chenar.
Un servidor susurró unas palabras al oído de Meba. El
diplomático se levantó inmediatamente.
–Amigos míos, es para mí una gran satisfacción comunicaros
que el rey nos honra con su presencia.
Las manos de Meba temblaban. Ramsés no solía aparecer de ese
modo en una recepción privada.
Los bustos se doblaron al unísono.
–Es un honor, majestad. ¿Queréis sentaros?
–Es inútil. He venido a anunciar la guerra.
–¿La guerra?…
–¿Habéis oído mencionar, en medio de tanto regocijo, la
presencia de nuestros enemigos a las puertas de
Egipto?
–Es nuestra principal preocupación -aseguró
Meba.
–Nuestros soldados temen que el conflicto se haga inevitable
-declaró un experimentado escriba-. Saben que tendrán que caminar
bajo el sol, pesadamente cargados, y avanzar por difíciles caminos.
Les será imposible beber hasta calmar su sed, pues el agua estará
racionada. Aunque sus piernas desfallezcan, tendrán que seguir
avanzando, olvidar que les duele la espalda y que están muertos de
hambre. ¿Descansar en el campamento? Vana esperanza, debido a las
tareas que deberán cumplir antes de tenderse en sus esteras. En
caso de alarma, se levantarán a toda prisa con los ojos nublados
por el sueño. ¿Y la comida? Mediocre. ¿Y los cuidados? Escasos. ¿Y
qué decir de las flechas y jabalinas adversarias, del constante
peligro, de la muerte merodeando por doquier?
–Hermosa retórica de literato -advirtió Ramsés-; yo también
conozco de memoria el viejo texto, pero hoy no se trata de
literatura.
–Confiamos en el valor de nuestro ejército, majestad
-proclamó Meba-, y sabemos que vencerá, sean cuales sean los
sufrimientos que deba soportar.
–Conmovedoras palabras, pero no me bastan. Conozco tu valor y
el de los nobles aquí presentes, y me enorgullecería mucho ver como
os enroláis ahora mismo como voluntarios.
–Majestad… ¡Nuestro ejército profesional debería bastar para
ello!
–Necesita hombres de calidad para encuadrar a los jóvenes
reclutas. ¿Acaso no deben dar ejemplo los nobles y los ricos?
Mañana mismo os esperarán a todos en el cuartel
principal.
La ciudad de turquesa estaba muy agitada. Transformada en
base militar, en puesto de mando de los carros, en lugar de reunión
de los regimientos de infantería y en fondeadero de la flota de
guerra, asistía a las maniobras y a los entrenamientos, del
amanecer al ocaso. Delegando en Nefertari, Tuya y Ameni la
dirección de los asuntos internos del Estado, Ramsés pasaba sus
jornadas en la manufactura de armas y en los
cuarteles.
La presencia del monarca tranquilizaba y exaltaba; comprobaba
la calidad de las lanzas, las espadas y los escudos, pasaba revista
a los nuevos reclutas, hablaba tanto con los oficiales superiores
como con los simples soldados, y prometía a los unos y los otros un
sueldo proporcional a su valentía. Los mercenarios estaban seguros
de que percibirían buenas primas si llevaban a Egipto a la
victoria.
El rey dedicaba una gran atención al cuidado de los caballos.
De su buena condición física dependería, en gran parte, la suerte
de la batalla. En el centro de cada establo, construido en
pavimentos de guijarros entrecortados por regueras, un depósito de
agua servía, al mismo tiempo, para abrevar a los animales y
mantener la limpieza. Cada día, Ramsés inspeccionaba distintas
cuadras, examinaba los caballos y castigaba con severidad las
negligencias.
El ejército reunido en Pi-Ramsés comenzaba a funcionar como
un gran cuerpo regido por una cabeza a la que se recurría en
cualquier circunstancia. Disponible, interviniendo con rapidez, el
rey no dejaba subsistir vaguedad alguna y resolvía inmediatamente
los litigios. Se estableció una sólida confianza. Cada soldado
sintió que las órdenes eran adecuadas y que las tropas formaban una
verdadera maquinaria de guerra.
Ver tan de cerca al faraón y poder hablarle a veces eran
privilegios que dejaban estupefactos a los soldados, oficiales o
no. A muchos cortesanos les hubiera gustado gozar de semejante
suerte. La actitud del rey confería a sus hombres una extraña
energía, una nueva fuerza. Sin embargo, Ramsés permanecía lejano e
inaccesible. Seguía siendo el faraón, aquel ser único, animado por
otra vida.
Cuando el soberano vio a Ameni entrando en el cuartel donde,
antaño, el príncipe Ramsés le había arrancado de las garras de sus
torturadores, no dejó de extrañarle. Su fiel secretario sentía
auténtica aversión por aquella clase de lugares.
–¿Vienes a manejar la espada o la lanza?
–Nuestro poeta ha llegado a Pi-Ramsés y desea
verte.
–¿Le has instalado bien?
–En una mansión idéntica a la de Menfis.
Sentado al pie de un limonero, su árbol favorito, con la piel
untada con aceite de oliva, Homero degustaba un vino perfumado,
mezclado con anís y cilantro, y fumaba hojas de salvia metidas en
una gruesa cáscara de caracol, que le servía de hornillo de pipa.
Cuando el rey llegó, Homero lo saludó con voz
huraña.
–Permaneced sentado, Homero.
–Todavía soy capaz de inclinarme ante el señor de las Dos
Tierras.
Ramsés se sentó en un taburete plegable, junto al poeta
griego. Héctor, su gato negro y blanco, saltó a las rodillas del
monarca. A las primeras caricias, comenzó a
ronronear.
–¿Os gusta mi vino, majestad?
–Es algo fuerte, pero su perfume es muy seductor. ¿Cómo os
encontráis?
–Mis huesos están doloridos y mi vista continúa
debilitándose, pero el clima atenúa mis males.
–¿Os conviene esta morada?
–Es perfecta. El cocinero, la camarera y el jardinero me han
acompañado; son buena gente que sabe cuidarme sin importunarme.
Como yo, sentían curiosidad por conocer vuestra nueva
capital.
–¿No hubierais estado más tranquilo en
Menfis?
–¡En Menfis ya no pasa nada! Aquí se decide la suerte del
mundo. ¿Quién está mejor preparado que un poeta para percibirlo?
Escuchad: «Apolo bajará del cielo, lleno de cólera, avanzará,
semejante a la noche, y lanzará sus dardos. Su arco de plata
emitirá un son terrorífico, sus flechas atravesarán a los
guerreros. Innumerables piras se encenderán para quemar a los
muertos. ¿Quién podrá huir de la muerte?».
–¿Versos de vuestra Ilíada?
–En efecto, ¿pero hablaban realmente del pasado? Esta ciudad
de turquesa, poblada de estanques y jardines, se transforma en un
campamento militar.
–No tengo elección, Homero.
–La guerra es la vergüenza de la humanidad, la prueba de que
es una raza degenerada, manipulada por fuerzas invisibles. Cada
verso de la Ilíada es un exorcismo destinado a extirpar la
violencia del corazón de los hombres, pero mi magia me parece a
veces muy irrisoria.
–Sin embargo, debéis seguir escribiendo, y yo debo gobernar,
aunque mi reino se transforme en un campo de
batalla.
–Será vuestra primera gran guerra, ¿no es cierto? Y será
incluso la gran guerra…
–Me asusta tanto como a vos, pero no tengo tiempo ni derecho
a tener miedo.
–¿Es inevitable?
–Lo es.
–Que Apolo anime vuestro brazo, Ramsés, y que la muerte sea
vuestra aliada.
Instalado desde hacía mucho tiempo en el país, poseía varios
almacenes en Tebas, en Menfis y en Pi-Ramsés. Vendía conservas de
carne de primera calidad y jarrones de lujo importados de Siria y
de Asia. Su clientela, acomodada y refinada, no vacilaba en pagar
un alto precio por las obras maestras de artesanos extranjeros,
expuestas durante los banquetes y las recepciones para deslumbrar a
los invitados.
Cortés y discreto, Raia gozaba de una excelente reputación.
Gracias al rápido desarrollo de su negocio, había adquirido una
decena de barcos y trescientos asnos que le permitían transportar
rápidamente géneros y objetos de una ciudad a otra. Raia contaba
con numerosos amigos en la administración, el ejército y la
policía, y era uno de los proveedores de la corte y la
nobleza.
Nadie sospechaba que el amable comerciante era un espía al
servicio de los hititas, que recibía sus mensajes cifrados, ocultos
en ciertos jarrones marcados con una señal distintiva, y que les
hacía llegar la información a través de uno de sus agentes de Siria
del Sur. Por lo tanto, el principal enemigo del faraón estaba
perfectamente informado de la evolución de la situación política en
Egipto, del estado de ánimo de la población y de la capacidad
económica y militar de las Dos Tierras.
Cuando Raia se presentó ante el intendente de la suntuosa
residencia de Chenar, el empleado del hermano mayor de Ramsés
pareció molesto.
–Mi señor está muy ocupado. Es imposible
molestarlo.
–Habíamos quedado en vernos -recordó Raia.
–Lo siento.
–Avisadlo, de todos modos, de mi presencia y decidle que me
gustaría enseñarle un jarrón excepcional, una pieza única de un
artesano de gran talento que acaba de poner fin a su
carrera.
El intendente vaciló. Conociendo la pasión de Chenar por las
piezas de colección exóticas, decidió informarlo a riesgo de
importunarlo.
Un cuarto de hora más tarde, Raia vio salir a una joven en
exceso maquillada, con los cabellos sueltos y un tatuaje en su
hombro izquierdo, desnudo. Sin duda alguna, una de las
arrebatadoras pensionistas extranjeras de la más lujosa casa de
cerveza de Pi-Ramsés.
–Mi señor os aguarda -dijo el intendente.
Raia atravesó un magnífico jardín cuyo centro era ocupado por
un vasto estanque, sombreado por palmeras. Con el rostro cansado,
Chenar tomaba el fresco en una tumbona.
–Una chiquilla agradable, pero agotadora… ¿Cerveza,
Raia?
–Con mucho gusto.
–Hay muchas damas de la corte que desean casarse conmigo,
pero ese tipo de locura no me seduce. Cuando reine, ya habrá tiempo
para encontrar una esposa conveniente. De momento, disfruto de
variados placeres. ¿Y tú, Raia, no estás todavía sometido a una
hembra?
–¡Los dioses me guarden de ello, señor! El comercio no me
concede demasiadas distracciones.
–Según me ha dicho el intendente, me reservas un espléndido
hallazgo.
El mercader cogió un saco de tela lleno de retazos de tejido
y muy lentamente sacó un minúsculo frasco de porfido, cuya asa era
un cuerpo de cierva. En los costados había escenas de
caza.
Chenar acarició el objeto, examinó cada detalle, se levantó y
giró a su alrededor.
–¡Que maravilla… que maravilla sin igual! – dijo
fascinado.
–Y su precio es módico.
–Que te lo pague mi intendente.
El hermano mayor de Ramsés habló en voz
baja.
–¿Y qué me dices del valor del mensaje de mis amigos
hititas?
–¡Ah, señor! Están más decididos que nunca a apoyaros y os
consideran el sucesor de Ramsés.
Por un lado, Chenar utilizaba a Acha para engañar a Ramsés;
por el otro, preparaba su porvenir gracias a Raia, el emisario de
los hititas. Acha ignoraba el verdadero papel de Raia, y Raia
desconocía el de Acha. Chenar era el único que dominaba el juego,
movía a su guisa los peones y mantenía en compartimentos estancos a
sus aliados. La única incógnita, aunque importante, eran los
hititas.
Comparando la información obtenida por Acha y la que Raia iba
a procurarle, Chenar se forjaría una sólida opinión sin haber
corrido riesgos desmesurados.
–¿Cuál es la magnitud de la ofensiva, Raia?
–Algunos comandos hititas han efectuado mortíferas
expediciones en Siria central, Siria del Sur, la costa fenicia y la
provincia de Amurru para aterrorizar a la población. Su mejor
hazaña fue la destrucción de la Morada del León y de la estela de
Seti. Han causado tanta impresión que incluso han provocado una
inversión inesperada de alianza.
–¿Fenicia y Palestina están bajo control
hitita?
–Mejor aún, ¡se han rebelado contra Ramsés! Sus príncipes han
tomado las armas y ocupan algunas plazas fuertes de las que han
expulsado a los soldados egipcios. El faraón ignora que va a
vérselas con una sucesión de barreras defensivas que agotarán sus
fuerzas. En cuanto las pérdidas de Ramsés sean lo bastante
elevadas, el ejército hitita caerá sobre él y lo aniquilará.
Entonces habrá llegado vuestra oportunidad, Chenar; subiréis al
trono de Egipto y concluiréis una duradera alianza con el
vencedor.
Las previsiones de Raia eran sensiblemente distintas de las
de Acha. En ambos casos, Chenar se convertiría en faraón
sustituyendo a un Ramsés muerto o vencido. Pero, en el primero,
sería vasallo de los hititas, mientras que en el segundo le echaba
mano a su imperio. Todo dependería de la magnitud de la derrota de
Ramsés y de los daños que infligiera al ejército hitita. El margen
de maniobra era en verdad limitado, pero tenía posibilidades para
alcanzar su principal objetivo: tomar el poder en Egipto. Sobre
esta base, podría considerar otras conquistas.
–¿Cómo reaccionan las ciudades comerciales?
–Como de costumbre, se ponen al lado del más fuerte. Alep,
Damasco, Palmira y los puertos fenicios han olvidado ya Egipto para
inclinarse ante Muwattali, emperador de Hatti.
–¿No es eso preocupante para la prosperidad de la economía
egipcia?
–¡Al contrario! Los hititas son los mejores guerreros de Asia
y Oriente, pero tienen fama de ser pésimos comerciantes. Confían en
vos para reorganizar los intercambios internacionales… y obtener
los beneficios que se os deban. Soy un mercader, no lo olvidéis, y
pienso permanecer en Egipto y enriquecerme aquí. Los hititas nos
proporcionarán la estabilidad que necesitamos.
–Serás mi ministro de Finanzas, Raia.
–Si place a los dioses, haremos fortuna. La guerra sólo
durará algún tiempo. Lo esencial es mantenerse al margen y recoger
los frutos.
La cerveza era deliciosa, la sombra
refrescante.
–La actitud de Ramsés me preocupa -confesó
Chenar.
El humor del mercader sirio se ensombreció.
–¿Ha emprendido alguna acción importante?
–Está constantemente presente en alguno de sus cuarteles e
insufla a sus soldados una energía que no deberían haber tenido
jamás. Si sigue así, acabarán creyéndose
invencibles.
–¿Y qué más?
–La manufactura de armas funciona día y
noche.
Raia se rascó la barbilla.
–Eso no es grave… El retraso con respecto a los hititas es
demasiado grande como para compensarlo. Por lo que se refiere a la
influencia de Ramsés, desaparecerá en el primer enfrentamiento.
Cuando los egipcios estén ante los hititas, será una
desbandada.
–¿No subestimas a nuestras tropas?
–Si hubierais asistido a un ataque hitita, no le
reprocharíais a nadie que tenga miedo.
–Un hombre, al menos, no sentirá el menor
espanto.
–¿Ramsés?
–Me refiero al jefe de su guardia personal, un gigante sardo
llamado Serramanna. Es un antiguo pirata que se ganó la confianza
de Ramsés.
–Su reputación ha llegado a mis oídos. ¿Por qué os
preocupa?
–Porque Ramsés le ha puesto a la cabeza de un regimiento de
élite, compuesto en gran parte por mercenarios. El tal Serramanna
puede resultar un molesto ejemplo y suscitar actos de
heroísmo.
–Un pirata y un mercenario… será fácil
comprarlo.
–¡Precisamente, no! Ha hecho amistad con Ramsés y vela por él
con la fidelidad de un perro. Y el amor de un perro no se
compra.
–Podemos eliminarlo.
–Ya he pensado en ello, mi querido Raia, pero es preferible
renunciar a una intervención brutal y llamativa. Serramanna es un
personaje violento y muy desconfiado. Sería capaz de librarse de
eventuales agresores. Además, un asesinato intrigaría a
Ramsés.
–¿Qué deseáis?
–Otro modo de apartar a Serramanna, sin que tú y yo nos
veamos implicados.
–Soy un hombre prudente, señor, y me parece entrever una
solución…
–Insisto: el sardo tiene el instinto de una
fiera.
–Os librare de él.
–Para Ramsés sería un golpe muy duro. Tendrás una buena
recompensa.
El mercader sirio se frotó las manos.
–Tengo otra buena noticia que comunicaros, señor Chenar.
¿Sabéis como se comunican con Pi-Ramsés las tropas egipcias
acuarteladas en el extranjero?
–Por correos a caballo, señales ópticas y palomas
mensajeras.
–En las zonas infestadas de rebeldes sólo pueden utilizar
palomas mensajeras. Pues bien, el principal criador de esos
preciosos pájaros no se parece a Serramanna. Aunque trabaja para el
ejército, no se ha resistido a la corrupción. Me será fácil hacer
destruir los mensajes, interceptarlos o sustituirlos por otros. Lo
bastante para desorganizar, sin que lo sepan, los servicios de
información egipcios.
–Magnifica perspectiva, Raia, pero no olvides encontrarme
otros jarros como éste.
Cuando Ramsés le había nombrado responsable del cuerpo de
élite del ejército egipcio, encargado de las misiones peligrosas,
Serramanna había sentido un gran orgullo que le había devuelto el
vigor de la juventud. Puesto que el dueño de las Dos Tierras le
honraba con la suficiente confianza, el sardo le demostraría, con
las armas en la mano, que no se había equivocado. El entrenamiento
que imponía a los hombres colocados bajo su mando había eliminado
ya a los presuntuosos y a gente en exceso bien nutrida; sólo
conservaría a los auténticos guerreros, capaces de combatir uno
contra diez y de soportar, sin gemir, múltiples
heridas.
Nadie conocía la fecha de la partida de las tropas, pero el
instinto de Serramanna la sentía próxima. En los cuarteles reinaba
el nerviosismo entre los soldados. En el palacio, las reuniones del
Estado Mayor se sucedían a ritmo constante. Ramsés veía a menudo a
Acha, el jefe de sus servicios de espionaje.
Las malas noticias corrían de boca en boca. La rebelión no
dejaba de extenderse, algunos notables, fieles a Egipto, habían
sido ejecutados en Fenicia y Palestina. Pero los informes que
traían las palomas mensajeras del ejército demostraban que las
fortalezas resistían y contenían los asaltos del
enemigo.
Pacificar Canaan no supondría, pues, excesivas dificultades;
Ramsés decidiría, probablemente, proseguir hacia el norte, hacia la
provincia de Amurru y Siria. Luego llegaría el inevitable
enfrentamiento con el ejército hitita, cuyos comandos, según los
agentes de información, se habían retirado de Siria del
Sur.
Serramanna no temía a los hititas. Pese a su mortífera
reputación, ardía en deseos, incluso, de vérselas con aquellos
bárbaros, derribar el máximo y verlos huir
aullando.
Antes de librar fabulosos combates cuyo recuerdo perduraría
en la memoria de los egipcios, el sardo tenía que cumplir una
misión.
Al salir de palacio, Serramanna sólo tuvo que recorrer un
corto trayecto para llegar al barrio de los talleres, contiguo a
los almacenes. Una intensa actividad reinaba en el dédalo de
callejas en las que se abrían puestos de carpintero, sastres y
fabricantes de sandalias. Algo más lejos, en dirección al puerto,
estaban las modestas moradas de los ladrilleros
hebreos.
La aparición del gigante sembró la turbación entre los
obreros y sus familias. Tras la huida de Moisés, los hebreos habían
perdido a un jefe ejemplar que los defendía contra todo tipo de
autoritarismo y les devolvía un olvidado orgullo. Ver aparecer al
sardo, de bien merecida reputación, no presagiaba nada
bueno.
Serramanna agarró del taparrabo a un muchacho que
huía.
–¡Deja de gesticular, pequeño! ¿Dónde vive Abner, el
ladrillero?
–No lo sé.
–No me irrites.
El muchacho se tomó en serio la amenaza y habló con
facilidad. Incluso aceptó acompañar al sardo hasta el domicilio de
Abner, que se acurrucaba en una esquina del recibidor, con un velo
en la cabeza.
–Ven -ordenó Serramanna.
–¡Me niego!
–¿De qué tienes miedo, amigo?
–No he hecho nada malo.
–Pues entonces no tienes nada que temer.
–¡Déjame, te lo ruego!
–El rey quiere verte.
Abner se acurrucó más aún, y el sardo se vio obligado a
levantarlo con una sola mano y ponerlo a lomos de un asno que, con
paso firme y tranquilo, se dirigió hacia el palacio de
Pi-Ramsés.
Abner estaba aterrorizado. Prosternado ante Ramsés, no se
atrevía a levantar los ojos.
–La investigación de los acontecimientos no me satisface
-indicó el rey-. Quiero saber lo que ocurrió realmente. Tú, Abner,
lo sabes.
–Majestad, solo soy un ladrillero…
–Moisés ha sido acusado de haber matado a Sary, el marido de
mi hermana. Si resulta que cometió realmente el crimen, tendrá que
ser castigado del modo más severo. ¿Pero por qué habría actuado
así?
Abner tenía la esperanza de que nadie se interesara por su
papel exacto en el asunto; pero aquello era desdeñar la amistad que
unía al faraón y Moisés.
–Moisés debía de estar loco, majestad.
–Deja de burlarte de mí, Abner.
–¡Majestad!
–Sary no te quería.
–Habladurías, solo habladurías.
–¡No, testimonios! Levántate.
Temblando, el hebreo vaciló. Mantenía la cabeza gacha,
incapaz de soportar la mirada de Ramsés.
–¿Acaso eres un cobarde, Abner?
–Un simple ladrillero que aspira a vivir en paz, majestad;
eso es lo que soy.
–Los sabios no creen en el azar. ¿Cómo te mezclaste en esa
tragedia?
Abner habría tenido que seguir mintiendo, pero la voz del
faraón derribaba sus defensas.
–Moisés… Moisés era el jefe de los ladrilleros. Yo le debía
obediencia, como mis colegas, pero su autoridad hacía sombra a
Sary.
–¿Y éste te maltrató?
Abner masculló unas palabras
incomprensibles.
–Habla con claridad -exigió el rey.
–Sary… Sary no era un hombre bueno,
majestad.
–Era incluso trapacero y cruel. Soy consciente de
ello.
La aprobación de Ramsés tranquilizó a Abner.
–Sary me amenazó -confesó el hebreo-; me obligaba a pagarle
parte de mis ganancias.
–Una extorsión… ¿por qué le satisfacías?
–Tenía miedo, majestad, mucho miedo. Sary me habría pegado,
despojado…
–¿Por qué no lo denunciaste?
–Sary tenía numerosas relaciones en la policía. Nadie osaba
enfrentarse a él.
–¡Nadie salvo Moisés!
–Y fue una desgracia para él, majestad, una verdadera
desgracia…
–Una desgracia en la que tienes algo que ver,
Abner.
Al hebreo le hubiera gustado que se lo hubiera tragado la
tierra para poder escapar del espíritu de aquel soberano que
penetraba en él como una barrena.
–Se lo contaste a Moisés, ¿verdad?
–Moisés era bueno y valeroso.
–¡La verdad, Abner!
–Sí, majestad, se lo conté.
–¿Cómo reaccionó?
–Aceptó defenderme.
–¿De qué modo?
–Ordenando a Sary que no siguiera molestándome, supongo…
Moisés no era muy parlanchín.
–Los hechos, Abner, sólo los hechos.
–Yo estaba descansando cuando Sary irrumpió en mi casa presa
de violenta cólera. «¡Perro hebreo -aulló-, te has atrevido a
hablar!» Me golpeó, yo me protegí el rostro con las manos e intenté
escapar de él. Moisés entró y peleó con Sary, Sary murió. Si Moisés
no hubiera intervenido, yo habría sucumbido.
–Dicho de otro modo, un caso de legítima defensa. Gracias a
tu testimonio, Abner, Moisés podría ser absuelto por un tribunal y
recuperar su puesto entre los egipcios.
–Lo ignoraba, yo…
–¿Por qué te has callado hasta ahora, Abner?
–¡Tenía miedo!
–¿De quién? Sary ha muerto. ¿Te perseguía otro
capataz?
–No, no…
–¿Entonces qué te asusta?
–La justicia, la policía…
–Mentir es una grave falta, Abner. Pero tal vez no crees en
la existencia de la balanza del otro mundo, que pesará nuestros
actos.
El hebreo se mordió los labios.
–Guardaste silencio porque temías que los investigadores se
fijaran en ti -prosiguió Ramsés-. Ni siquiera pensaste en ayudar a
Moisés, el hombre que te salvó la vida.
–¡Majestad!
–Esa es la verdad Abner: querías mantenerte apartado porque
tú también eres un extorsionador. Serramanna ha sabido desatar la
lengua de los ladrilleros principiantes, a quienes explotas sin
remordimiento alguno.
El hebreo se arrodilló ante el rey.
–Les ayudo a encontrar trabajo, majestad. Merezco una
retribución.
–No eres más que un canalla, Abner, pero para mí eres muy
valioso, pues podrías demostrar la inocencia de Moisés y justificar
su gesto.
–Vos… ¿me perdonáis?
–Serramanna te llevará ante un juez que te tomará
declaración. Describirás los hechos, bajo juramento, sin omitir un
solo detalle. Que no vuelva a oír hablar de ti,
Abner.
Hecha su elección, el Calvo enviaba sus compras hacia las
cocinas de la Casa de Vida, cuyo nombre, «el lugar puro», revelaba
una permanente preocupación por la higiene. El sacerdote no
ahorraba inspecciones imprevistas, seguidas a veces por graves
sanciones.
Aquella mañana se dirigió a la reserva de pescado seco y
salado.
El cerrojo de madera de la puerta, cuyo mecanismo sólo
conocían él y el encargado del almacén, había sido serrado.
Estupefacto, empujó la puerta, pero nada más encontró el silencio y
la penumbra habituales.
Avanzó, inquieto, mas no percibió ninguna presencia insólita.
Vagamente tranquilizado, se detuvo ante cada jarra; unas etiquetas
precisaban el nombre y el número de los peces en conserva, y la
fecha de la salazón. Cerca de la puerta vio un emplazamiento
vacío.
Habían robado una jarra.
Pertenecer a la Casa de la reina era un honor con el que
soñaban todas las damas de la corte. Pero Nefertari prestaba más
atención a la competencia y la seriedad que a la fortuna o el
rango. Al igual que Ramsés cuando compuso su gobierno, ella había
provocado muchas sorpresas eligiendo a jóvenes de origen modesto
como peluquera, tejedora o camarera.
A una hermosa morena, nacida en un barrio popular de Menfis,
le había sido atribuida la codiciada función de costurera de la
gran esposa real. Su función consistía, especialmente, en ocuparse
de los vestidos preferidos de Nefertari que, a pesar de su gran
ropero, sentía especial afecto por antiguos vestidos y un viejo
chal que se ponía de buen grado al caer la tarde. La reina no sólo
temía el frescor del ocaso sino que recordaba, también, haberse
cubierto, soñadora, con aquel chal la noche siguiente a su primer
encuentro con el príncipe Ramsés, aquel hombre fogoso y delicado a
la vez, a quien había rechazado mucho tiempo antes de confesarse su
propia pasión.
Como las otras empleadas de la Casa de la reina, la costurera
sentía por la soberana una verdadera veneración. Nefertari sabía
gobernar con gracia, ordenar con una sonrisa. Ninguna tarea le
parecía lo bastante humilde como para ser desdeñada y no aceptaba
mentiras ni retrasos injustificados. Cuando aparecía una
dificultad, le gustaba hablar personalmente con la sierva en
cuestión y escuchar sus explicaciones. Amiga y confidente de la
reina madre, la gran esposa real había sabido conquistar todos los
corazones.
La costurera perfumaba las telas con esencias refinadas
procedentes del laboratorio de palacio y procuraba evitar cualquier
mal doblez cuando guardaba los vestidos en los cofres de madera y
en los armarios. Al aproximarse la noche, fue a buscar el viejo
chal con el que a la reina le gustaba cubrirse los hombros mientras
celebraba los últimos ritos del día.
La costurera palideció.
El chal no estaba en su sitio.
«Imposible -pensó-, me he equivocado de cofre.» Miró en otro,
luego en otro y, por fin, en los armarios. Pero la búsqueda fue en
balde.
La costurera preguntó a las camareras, a la peluquera de la
reina, a las lavanderas… Nadie le dio la menor
indicación.
El chal preferido de Nefertari había sido
robado.
El consejo de guerra se había reunido en la sala de audiencia
del palacio de Pi-Ramsés. Los generales colocados a la cabeza de
los cuatro ejércitos habían respondido a la convocatoria del rey,
jefe supremo de las tropas. Ameni tomaba notas y después redactaría
un informe.
Los generales eran escribas de edad madura, bastante
letrados, poseedores de grandes dominios y buenos gestores. Dos de
ellos habían combatido ya a los hititas, a las órdenes de Seti,
pero el enfrentamiento había sido breve y de poco alcance. En
realidad, ninguno de aquellos oficiales superiores había conocido
un conflicto de gran envergadura cuyo resultado parecía incierto.
Cuanto más se acercaba la guerra, más incómodos se
sentían.
–¿Estado del armamento?
–Bueno, majestad.
–¿La producción?
–No decrece. De acuerdo con vuestras directrices se han
doblado las primas para los herreros y fabricantes de flechas. Pero
necesitamos más espadas y puñales para el combate cuerpo a
cuerpo.
–¿Los carros?
–Dentro de unas semanas su número será
suficiente.
–¿Los caballos?
–Están bien cuidados. Las bestias saldrán en excelentes
condiciones físicas.
–¿La moral de los hombres?
–Ahí duele la cosa, majestad -confesó el más joven de los
generales-. Vuestra presencia es benéfica pero siguen corriendo mil
y un rumores sobre la crueldad y la invencibilidad de los hititas.
Pese a nuestras repetidas negativas, las estúpidas fábulas dejan
huella en los espíritus.
–¿Incluso en los de mis generales?
–No, majestad, claro que no… pero subsisten dudas en algunos
puntos.
–¿Cuáles?
–Bueno… ¿será el enemigo claramente superior en
número?
–Comenzaremos por restablecer el orden en
Canaan.
–¿Están ya allí los hititas?
–No, su ejército no se ha aventurado tan lejos de sus bases.
Sólo algunos comandos han producido cierta turbación antes de
regresar a Anatolia. Han convencido a los reyezuelos locales para
que nos traicionen y provocar así conflictos que agoten nuestras
fuerzas. No será así. La rápida reconquista de nuestras provincias
dará a los soldados la fuerza necesaria para proseguir hacia el
norte y obtener una gran victoria.
–Algunos se preocupan… por nuestras
fortalezas.
–Hacen mal. Anteayer y ayer llegó a palacio una decena de
palomas mensajeras que traían informes tranquilizadores. Ninguna
fortaleza ha caído en manos del adversario. Disponen de los víveres
y el armamento necesario para resistir eventuales ataques, hasta
nuestra llegada. Sin embargo, debemos apresurarnos, ya hemos
tardado demasiado.
El deseo formulado por Ramsés tenía valor de orden. Los
generales se inclinaron y volvieron a sus cuarteles respectivos con
la firme intención de acelerar los preparativos para la
marcha.
–Son unos incapaces -murmuró Ameni dejando la caña finamente
cortada que le servía para escribir.
–Severo juicio -estimó Ramsés.
–Miradlos: ¡son miedosos, demasiado ricos, apegados a una
existencia fácil! Hasta hoy han pasado más tiempo descansando en
los jardines de sus villas que combatiendo en un campo de batalla.
¿Cómo se comportarán ante los hititas, cuya única razón para vivir
es la guerra? Tus generales están ya muertos o bien han
huido.
–¿Recomiendas que los cambie?
–Demasiado tarde, ¿y para qué? Todos tus oficiales superiores
son del mismo tipo.
–¿Deseas que Egipto se abstenga de cualquier intervención
militar?
–Sería un error mortal… Es preciso reaccionar, tienes razón,
pero la situación es clara: nuestra capacidad para vencer depende
de ti, y sólo de ti.
Ramsés recibió a su amigo Acha muy entrada la noche. El rey y
el jefe de los servicios de espionaje sólo se concedían escasos
momentos de respiro; en la capital, la tensión era cada vez más
perceptible.
En una de las ventanas del despacho del faraón, uno junto a
otro, ambos hombres contemplaron el cielo nocturno, cuya alma
estaba formada por miles de estrellas.
–¿Algo nuevo, Acha?
–La situación está bloqueada: por un lado los rebeldes, por
el otro nuestras fortalezas. Nuestros partidarios aguardan tu
intervención.
–Ardo de impaciencia, pero no tengo derecho a poner en
peligro la vida de mis soldados. Falta de preparación, material
insuficiente… Nos hemos dormido, demasiado tiempo, en una paz
ilusoria. El despertar es brutal, pero saludable.
–Que los dioses te escuchen.
–¿Dudas acaso de su ayuda?
–¿Estaremos a la altura de los
acontecimientos?
–Los que combatan a mis órdenes defenderán Egipto a costa de
su vida. Si los hititas lograran sus fines, sería el reino de las
tinieblas.
–¿Has pensado ya que puedes perecer?
–Nefertari asegurará la regencia y, si es necesario,
reinará.
–Hace una noche muy hermosa… ¿Por qué los hombres piensan
sólo en matarse mutuamente?
–Soñé con un reinado apacible. El destino ha decidido otra
cosa y no me apartaré de él.
–Podría serte hostil, Ramsés.
–¿Ya no confías en mí?
–Tal vez tenga miedo, como todos.
–¿Has encontrado algún rastro de Moisés?
–No, al parecer ha desaparecido.
–No, Acha.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porque no has hecho investigación alguna.
El joven diplomático no perdió su
tranquilidad.
–Te has negado a enviar a tus agentes tras la pista de Moisés
-prosiguió Ramsés-, porque no deseas que sea arrestado y condenado
a muerte.
–¿No es Moisés nuestro amigo? Si lo devuelvo a Egipto será
condenado a la pena capital.
–No, Acha.
–¡Tú, el faraón, no puedes violar la ley!
–No tengo intención de hacerlo. Moisés podrá vivir libre en
Egipto, porque la justicia lo habrá absuelto.
–Pero… ¿no mató a Sary?
–En estado de legítima defensa, según un testimonio
debidamente registrado.
–¡Fabulosa noticia!
–Busca a Moisés y encuéntralo.
–No será fácil… Dados los actuales trastornos, tal vez se
esconda en un lugar inaccesible.
–Encuéntralo, Acha.
La policía había llevado a cabo la investigación de un modo
deplorable. Sary era un personaje poco recomendable, pero
influyente todavía, y Moisés un hombre molesto. La muerte del
primero y la desaparición del segundo sólo presentaban ventajas.
Tal vez se hubieran desdeñado preciosos indicios; de modo que el
sardo había hecho numerosas preguntas, aquí y allá, antes de forzar
una vez más la puerta de Abner.
El ladrillero consultaba una tablilla cubierta de cifras
mientras degustaba pan frotado con ajo. En cuanto vio a Serramanna,
ocultó la tablilla bajo sus nalgas.
–Caramba, Abner, ¿haciendo cuentas?
–¡Soy inocente!
–Si vuelves a tu jueguecito, te las verás
conmigo.
–¡El rey me protege!
–No sueñes.
El sardo tomó una cebolla dulce y la mordió.
–¿No tienes nada para beber?
–Sí, en el cofre.
Serramanna levantó la tapa.
–¡Por el dios Bes, hay bastante para celebrar una hermosa
fiesta en honor de la embriaguez! Ánforas de vino y de cerveza… Tu
oficio es muy rentable.
–Son… regalos.
–Es bueno ser querido.
–¿Qué quieres de mí? ¡Ya he testificado!
–No lo puedo remediar, me gusta tu compañía.
–He dicho todo lo que sabía.
–No lo creo. Cuando era pirata, yo mismo interrogaba a mis
prisioneros; muchos no recordaban el lugar donde habían escondido
el botín. A fuerza de persuasión, acababan
recordándolo.
–¡No tengo dinero!
–No me interesan tus ahorros.
Abner pareció aliviado. Mientras el sardo abría un ánfora de
cerveza, el hebreo metió la tablilla bajo una
estera.
–¿Qué has inscrito en ese pedazo de madera,
Abner?
–Nada… nada…
–Apuesto a que son las cantidades que les has sacado a tus
hermanos hebreos. ¡Hermosa prueba para un
tribunal!
Aterrorizado, el ladrillero no protestó.
–Podemos entendernos, amigo, yo no soy policía ni
juez.
–¿Qué… qué me propones?
–Me interesa Moisés, no tú. Lo conoces bien, ¿no es
cierto?
–Como cualquier otro…
–No mientas, Abner. Deseabas obtener su protección, por lo
tanto lo espiaste para saber que clase de hombre era, como se
comportaba, cuales eran sus relaciones.
–Se pasaba el tiempo trabajando.
–¿Con quién se veía?
–Con los responsables de las obras, los trabajadores,
los…
–¿Y después del trabajo?
–Le gustaba discutir con los jefes de clan
hebreos.
–¿De qué hablaban?
–Somos un pueblo orgulloso y sombrío. En ocasiones tenemos
veleidades de independencia. Para una minoría de exaltados, Moisés
aparecía como un guía. Una vez concluida la construcción de
Pi-Ramsés, esa locura se habría olvidado
enseguida.
–Uno de los obreros a quienes «protegías» me habló de la
visita de un curioso personaje con el que Moisés habría hablado
mucho rato, y a solas, en su vivienda oficial.
–Es cierto… Pero nadie conocía a ese tipo. Se dijo que se
trataba de un arquitecto llegado del sur para dar consejos técnicos
a Moisés, aunque nunca apareció en una obra.
–Descríbemelo.
–De unos sesenta años, alto, delgado, con cara de ave de
presa, la nariz prominente, pómulos salientes, labios muy delgados
y una pronunciada barbilla.
–¿Su ropa?
–Llevaba una túnica ordinaria… Un arquitecto se habría
vestido mejor. Juraría que aquel hombre intentaba pasar
desapercibido. Sólo habló con Moisés.
–¿Era hebreo?
–Seguro que no.
–¿Cuántas veces vino a Pi-Ramsés?
–Por lo menos dos.
–¿Alguien ha vuelto a verlo desde la huida de
Moisés?
–No.
Serramanna, sediento, vació un ánfora de cerveza
dulce.
–Espero que no me hayas ocultado nada, Abner. En caso
contrario, mis nervios se pondrían de punta y perdería el control
de mí mismo.
–¡Sobre este hombre, os lo he dicho todo!
–No te pido que te vuelvas honesto de repente, el esfuerzo te
resultaría demasiado grande, pero intenta al menos hacerte
olvidar.
–¿Os gustarían… algunas ánforas como las que acabáis de
beber?
El sardo apretó la nariz del hebreo entre su índice y su
pulgar.
–¿Y si te la arrancara, para castigarte?
El dolor fue tan grande que Abner se
desvaneció.
Serramanna se encogió de hombros, salió de la mansión del
ladrillero y se dirigió hacia el palacio, sumido en sus
pensamientos.
Con sus investigaciones se había enterado de muchas cosas.
Moisés conspiraba. Pensaba ponerse a la cabeza de un partido
hebreo, sin duda para exigir nuevas ventajas para su pueblo y, tal
vez, una ciudad autónoma en el Delta. ¿Y si el hombre misterioso
fuera un extranjero llegado para ofrecer a los hebreos ayuda
exterior? En ese caso, tal vez Moisés fuera culpable de alta
traición.
Ramsés nunca aceptaría escuchar tales suputaciones. Antes de
mencionarlas y poner al rey en guardia contra aquel a quien creía
su amigo, Serramanna tenía que obtener pruebas.
El sardo estaba jugando con fuego.
Iset la bella, segunda esposa de Ramsés y madre de su hijo
Kha, disponía de suntuosos aposentos en Pi-Ramsés, en el recinto de
palacio. Aunque ella y Nefertari se llevaban estupendamente,
prefería vivir en Menfis y aturdirse en banquetes donde su belleza
era adulada.
Con los ojos verdes, la nariz pequeña y recta, los labios
finos, graciosa, vivaz y risueña, Iset la bella estaba condenada a
una existencia lujosa y vacía. Pese a su juventud, sólo vivía de
recuerdos. Había sido la primera amante de Ramsés, lo había querido
con locura y seguía queriéndolo todavía con idéntica pasión, pero
sin el deseo de luchar para reconquistarlo. Un día, una hora, había
odiado a aquel rey a quien las divinidades habían concedido todos
los dones; ¿acaso no poseía, también, el de seducirla, cuando su
corazón pertenecía a Nefertari? Si, al menos, la gran esposa real
hubiera sido fea, estúpida y odiosa… Pero Iset la bella había
sucumbido a su encanto y a su brillo, y reconocía en ella a un ser
extraordinario, una reina a la medida de Ramsés.
«Que extraño destino -pensaba la joven-, ver al hombre a
quien se ama en brazos de otra y admitir que tan cruel situación es
justa y buena.»
Si Ramsés aparecía, Iset la bella no le haría reproche
alguno. Se le ofrecería tan deslumbrada como en su primera unión,
en una choza de caña perdida en la campiña. Aunque hubiera sido un
pastor o un pescador, el intenso deseo la habría llevado hacia
él.
Iset no ansiaba el poder; hubiera sido incapaz de asumir la
función de reina de Egipto y hacer frente a las obligaciones que
abrumaban a Nefertari. Envidia y celos le eran ajenos, Iset la
bella agradecía a las potencias celestiales que le concedieran tan
incomparable felicidad: amar a Ramsés.
Aquel día de estío era un día feliz.
Iset la bella jugaba con Kha, que tenía nueve años, y con la
hija de Nefertari, Meritamón, cuyo cuarto aniversario iban a
celebrar pronto. Ambos niños se entendían muy bien; la pasión de
Kha por la lectura y la escritura no había desaparecido, enseñaba a
su hermana a trazar jeroglíficos y no vacilaba en guiar la mano de
la niña cuando dudaba. Hoy, la lección trataba sobre el dibujo de
pájaros, que exigía destreza y precisión.
–Venid a bañaros, el agua está deliciosa.
–Prefiero estudiar -repuso Kha.
–También debes aprender a nadar.
–No me interesa.
–Tal vez a tu hermana le apetezca descansar.
La hija de Ramsés y Nefertari era tan bonita como su madre.
Vaciló, temiendo disgustar al uno o a la otra. Le gustaba nadar,
pero no deseaba contrariar a Kha, que tantos secretos
conocía.
–¿Me permites que vaya al agua? – le preguntó
ansiosa.
Kha reflexionó.
–De acuerdo, pero no tardes demasiado. Debes rehacer el
dibujo del polluelo de codorniz, la cabeza no es lo bastante
redonda.
Meritamón corrió hacia Iset la bella, feliz por la confianza
que Nefertari le concedía al permitirle participar en la educación
de la niña. La joven y la niña se deslizaron por el agua fresca y
pura de un estanque, a la sombra de un sicomoro. Sí, aquel era un
día feliz.
En su confortable villa, al mago Ofir la canícula no le hacía
sufrir. Algunas aberturas practicadas en lo alto de los muros
aseguraban la circulación del aire. El lugar era tranquilo,
relajante y propicio para el recogimiento indispensable en la
puesta a punto de sus maleficios.
Ofir se sentía invadido por una especie de exaltación. Por lo
general, el libio practicaba su ciencia con frialdad, casi con
indiferencia. Pero nunca había emprendido una gestión tan difícil,
y su magnitud lo entusiasmaba. Él, el hijo de un consejero libio de
Akenatón, ya tenía preparada su venganza.
Su ilustre invitado, Chenar, el hermano mayor de Ramsés y
ministro de Asuntos Exteriores, llegó a media tarde, cuando las
arterias de la ciudad, tanto las grandes como las pequeñas, estaban
desiertas. Chenar había cuidado de desplazarse en un carro
perteneciente a su aliado Meba; un servidor mudo conducía el
vehículo.
El mago saludó a Chenar con deferencia. Éste, como en su
encuentro precedente, se sintió incómodo; el libio, cuyo perfil era
semejante al de un ave de presa, tenía una mirada glacial. Con los
ojos de un verde oscuro, la nariz prominente, los labios muy
delgados, parecía más un demonio que un hombre. Sin embargo, su voz
y sus aptitudes estaban llenas de dulzura, y a veces habría podido
creerse que se estaba charlando con un viejo sacerdote de
tranquilizador discurso.
–¿Por qué me habéis convocado, Ofir? No me gusta en absoluto
este tipo de procedimiento.
–Porque he seguido trabajando por nuestra causa, señor. No
quedaréis decepcionado.
–Lo espero por vos.
–Si queréis seguirme… Las damas nos
aguardan.
Chenar había ofrecido la mansión al mago para que practicara
con toda tranquilidad su brujería y favoreciese así su conquista
del poder. Naturalmente, el hermano mayor de Ramsés había tomado la
precaución de poner la casa a nombre de su hermana, Dolente.
Cuantos aliados preciosos, perfectamente explotables… Acha, el
amigo de infancia del rey y genial conspirador, el mercader sirio
Raia, espía hitita extremadamente hábil, y ahora ese Ofir que le
había presentado el ingenuo Meba, ex ministro de Asuntos
Exteriores, cuyo lugar había ocupado haciéndole creer que la
iniciativa de su despido procedía de Ramsés. Ofir encarnaba un
mundo extraño y peligroso del que Chenar desconfiaba, pero cuyo
poder para perjudicar no le parecía desdeñable.
Ofir afirmaba ser la cabeza pensante de un proyecto político
destinado a lograr que reviviera la herejía de Akenatón, a
instaurar el culto del dios único, Atón, como religión de Estado y
a colocar en el trono de Egipto a un oscuro descendiente del rey
loco. Chenar le había dado a entender a Ofir que aprobaba la
expansión de su secta, cuyo mensaje podía seducir a Moisés. Por
ello el brujo había entrado en contacto con el hebreo, para
demostrarle que perseguían un ideal común.
Chenar pensaba que una oposición interior, aunque fuera
mínima, sería un obstáculo más para Ramsés. Llegado el momento, se
libraría de todos sus aliados molestos, pues un hombre de poder no
debía tener pasado.
Por desgracia, Moisés había cometido un crimen y había huido.
Sin la ayuda de los hebreos, Ofir no tenía ninguna posibilidad de
reunir un número suficiente de partidarios de Atón para
desestabilizar a Ramsés. Ciertamente, el mago había demostrado su
competencia dificultando el parto de Nefertari, hasta el punto de
poner en peligro su vida y la de su hija Meritamón. Pero tanto la
una como la otra seguían vivas. Aunque la reina fuera ya incapaz de
dar a luz otro hijo, la magia de la casa real había vencido a la
del libio.
Ofir se estaba volviendo inútil, molesto incluso. Por eso,
cuando Chenar recibió el mensaje rogándole que acudiera con
urgencia a Menfis, pensó en eliminar al mago.
–Nuestro huésped ha llegado -anunció Ofir a dos mujeres que
estaban sentadas en la penumbra cogidas de la
mano.
La primera era Dolente, su hermana, una morena perpetuamente
cansada. La segunda, Lita, una rubia gruesa a la que Ofir
presentaba como nieta de Akenatón. Chenar la consideraba una
retrasada mental, sometida a la voluntad del mago
negro.
–¿Se encuentra bien mi querida hermana?
–Me alegro mucho de verte, Chenar. Tu presencia demuestra que
estamos en el buen camino.
Dolente y Sary, su esposo, habían esperado en vano que Ramsés
les concediera una posición privilegiada en la corte.
Decepcionados, habían conspirado contra el rey. Fue necesaria la
intervención conjunta de Tuya, la reina madre, y Nefertari, la gran
esposa real, para que Ramsés se mostrara clemente tras descubrir
sus intrigas. Antiguo preceptor de Ramsés, Sary se había visto
reducido al estado de capataz; amargado y rabioso, la había
emprendido con los ladrilleros hebreos. A fuerza de injusticias y
torpezas, había provocado la cólera de Moisés y se había buscado la
muerte. Por lo que a Dolente se refiere, había caído bajo el
hechizo de Ofir y Lita. La mujer alta y morena era una apasionada
de Atón, el dios único, y militaba por el regreso de su culto y la
decadencia de Ramsés, faraón impío. El odio de Dolente interesaba a
Chenar, que le había prometido un papel de primer orden en el
futuro Estado; de un modo u otro utilizaría aquella fuerza negativa
contra su hermano. Cuando la demencia de su hermana se le hiciera
insoportable, Chenar la desterraría.
–¿Tienes noticias de Moisés? – preguntó
Dolente.
–Ha desaparecido -repuso Chenar-. Sin duda, sus hermanos
hebreos lo han asesinado y enterrado en el
desierto.
–Hemos perdido un aliado precioso -reconoció Ofir-, pero la
voluntad del dios único se cumplirá. ¿No somos acaso cada vez mas
numerosos?
–Se impone la prudencia -estimó Chenar.
–¡Atón nos ayudará! – afirmó Dolente
exaltada.
–No he perdido de vista mi proyecto inicial -indicó el
brujo-: debilitar las defensas mágicas de Ramsés, el único
obstáculo verdadero que se interpone en nuestro
camino.
–Vuestro primer asalto no se vio coronado por el éxito
-observó Chenar.
–Reconocedme, sin embargo, cierta eficacia.
–El resultado es insuficiente.
–Lo acepto, señor Chenar, por eso he decidido utilizar una
técnica distinta.
–¿Cuál?
Con la mano derecha, el mago libio señaló una jarra provista
de una etiqueta.
–¿Queréis leerla?
–«Heliópolis, Casa de Vida. Cuatro pescados: mujoles.»
¿Conservas?
–No unas conservas cualesquiera: son alimentos destinados a
las ofrendas, cuidadosamente elegidos, y cargados ya de magia.
También dispongo de este trozo de tela.
Ofir mostró un chal.
–Juraría…
–Sí, señor Chenar, es el chal preferido de la gran esposa
real, Nefertari.
–¿Lo habéis… robado?
–Mis partidarios son numerosos, ya os lo he
dicho.
Chenar estaba pasmado. ¿De qué complicidad había gozado el
mago?
–Reunir estos dos elementos, la comida sagrada y el chal que
ha tocado el cuerpo de la reina, era indispensable para progresar.
Gracias a ellos y a vuestra determinación, conseguiremos restaurar
el culto de Atón. Lita debe reinar: será reina y vos
faraón.
Lita levantó unos ojos maravillados y confiados hacia Chenar.
La pequeña era bastante atractiva y sería una amante muy
adecuada.
–Queda Ramsés…
–Es sólo un hombre -declaró Ofir- y no resistirá unos ataques
violentos y repetidos. Para conseguirlo necesito
ayuda.
–¡Tenéis la mía! – exclamó Dolente estrechando con más fuerza
la mano de Lita, cuyos ojos desorbitados no se apartaban ya del
libio.
–¿Cuál es vuestro plan? – preguntó Chenar.
Ofir cruzó los brazos sobre su pecho.
–Vuestra ayuda también me es indispensable,
señor.
–¿Yo? Pero…
–Nosotros deseamos la muerte de la pareja real; los cuatro
juntos simbolizamos las direcciones del espacio, los límites del
tiempo, el mundo entero. Si una de esas cuatro fuerzas faltara, el
sortilegio sería inoperante.
–¡Yo no soy brujo!
–Bastará con vuestra buena voluntad.
–Acepta -suplicó Dolente.
–¿Qué deberé hacer?
–Un sencillo gesto contribuirá a derribar a Ramsés -precisó
Ofir.
–Comencemos.
El mago abrió la jarra y sacó los cuatro pescados secos y
salados. Como alucinada, Lita rechazó a Dolente y se tendió de
espaldas. Ofir depositó en su pecho el chal de
Nefertari.
–Tomad uno de los pescados por la cola -le ordenó a
Dolente.
La alta mujer morena de blandas formas le obedeció. Del
bolsillo de su túnica Ofir sacó una diminuta estatuilla con la
efigie de Ramsés y la metió en las fauces del
mujol.
–El segundo pescado, Dolente.
El mago repitió la operación. Los cuatro pescados devoraron
cuatro estatuillas de Ramsés.
–O el rey morirá en la guerra -profetizó Ofir- o caerá en la
trampa que le tenderemos a su regreso. Sea como sea quedará para
siempre separado de la reina.
Ofir entró en una pequeña habitación, seguido por Dolente,
con los brazos tendidos y llevando los cuatro pescados, y de
Chenar, cuya esperanza de perjudicar a Ramsés predominaba sobre su
miedo.
En el centro había un brasero.
–Arrojad los pescados al fuego, señor; así se cumplirá
vuestra voluntad.
Chenar no vaciló.
Cuando el cuarto pescado chisporroteó, un aullido le hizo dar
un respingo. El trío regresó al cuarto de estar. El chal de
Nefertari se había inflamado por si solo quemando a la rubia Lita
hasta el punto de hacer que se desmayara.
Ofir quitó la tela, la llama se extinguió.
–Cuando el chal se haya consumido por completo -explicó-,
Ramsés y Nefertari serán presa de los demonios
infernales.
–¿Tendrá que seguir sufriendo Lita? – se preocupó
Dolente.
–Lita ha aceptado el sacrificio. Mientras dure la
experiencia, tiene que permanecer consciente. Vos la cuidareis,
Dolente; en cuanto su quemadura se haya curado, volveremos a
empezar, hasta la completa destrucción del chal. Necesitaremos
tiempo, señor Chenar, pero lo conseguiremos.
Sin embargo, aquella mañana estival el doctor Pariamakhu
esperaba para ser recibido y su cólera no desaparecía. Ramsés no
sólo nunca estaba enfermo sino que, además, hacía aguardar desde
hacía más de dos horas al ilustre terapeuta.
Por fin, un chambelán fue a buscarlo y le permitió entrar en
el despacho de Ramsés.
–Majestad, soy vuestro humilde servidor,
pero…
–¿Cómo estáis, querido doctor?
–¡Majestad, estoy muy inquieto! En la corte se murmura que
habéis pensado en mí para ser el médico del ejército que se dispone
a partir hacia el norte.
–¿No sería eso un gran honor?
–Es cierto, majestad, es cierto, ¿pero no seré más útil en
palacio?
–Tal vez deba tener en cuenta esta
observación.
Pariamakhu no ocultó su angustia.
–Majestad… ¿puedo conocer vuestra decisión?
–Pensándolo bien, tenéis razón. Vuestra presencia en palacio
es indispensable.
El terapeuta a duras penas contuvo un suspiro de
alivio.
–Confío plenamente en mis adjuntos, majestad. El que vos
elijáis, os satisfará.
–Mi elección ya está hecha. Según creo, conocéis a mi amigo
Setaú.
Un hombre rechoncho, sin peluca, mal afeitado, con la cabeza
cuadrada y la mirada agresiva, vestido con una túnica de piel de
antílope con múltiples bolsillos avanzó hacia el ilustre medico,
que retrocedió un paso.
–¡Es un placer veros, doctor! Mi carrera no es muy brillante,
de acuerdo, pero las serpientes son mis amigas. ¿Deseáis acariciar
la víbora que capturé ayer por la noche?
El facultativo retrocedió otro paso. Atónito, contempló al
rey.
–Majestad, la competencia que se requiere para dirigir un
equipo médico…
–Mostraos particularmente atento durante mi ausencia, doctor.
Os considero personalmente responsable de la salud de la familia
real.
Setaú metió la mano en uno de sus bolsillos. Temiendo que
sacara un reptil, Pariamakhu se apresuró a saludar al monarca y
desapareció.
–¿Cuánto tiempo estarás rodeado de semejantes fantoches? –
preguntó el encantador de serpientes.
–No seas tan severo; a veces cura a sus pacientes. Por
cierto… ¿aceptas ser el responsable de los servicios médicos del
ejército?
–El puesto no me interesa, pero no tengo derecho a dejarte
partir solo.
Una jarra de pescado seco de la Casa de Vida de Heliópolis y
el chal de la reina Nefertari… ¡dos robos y un solo culpable!
Serramanna estaba seguro de haberlo identificado. Sólo podía ser
Romé, el intendente de palacio. El sardo sospechaba de él desde
hacía mucho tiempo. Aquel tipejo demasiado jovial traicionaba al
rey y había intentado, incluso, asesinarlo. Ramsés había elegido
mal a su intendente.
El sardo no podía hablar al rey de Moisés ni de Romé sin
arriesgarse a provocar una reacción violenta que no produciría el
arresto del crápula del intendente ni rompería, tampoco, la amistad
que el soberano sentía por el hebreo. ¿A quién recurrir, sino a
Ameni? El secretario particular de Ramsés, lúcido y desconfiado,
aceptaría escucharle.
Serramanna pasó entre los dos soldados que custodiaban la
puerta del pasillo que llevaba al despacho ocupado por Ameni. El
infatigable escriba dirigía un servicio que tenía veinte altos
funcionarios a cargo de todos los expedientes importantes. Ameni
extraía lo esencial y se lo comunicaba a Ramsés.
El sardo oyó el ruido de pasos presurosos detrás de él.
Sorprendido, se dio la vuelta. Una decena de infantes apuntaban las
lanzas en su dirección.
–¿Pero qué os pasa?
–Tenemos órdenes.
–¡Las órdenes os las doy yo!
–Debemos deteneros.
–¿Qué significa esta locura?
–Nosotros obedecemos.
–¡Apartaos u os derribo!
La puerta del despacho de Ameni se abrió, el secretario
particular del rey apareció en el umbral.
–¡Diles a esos imbéciles que se dispersen,
Ameni!
–He sido yo quien les he ordenado que procedieran a tu
arresto.
Un naufragio no habría impresionado más al antiguo pirata.
Durante unos segundos fue incapaz de reaccionar. Los soldados lo
aprovecharon para arrebatarle las armas y atarle las manos a la
espalda.
–Explícame…
Tras una señal de Ameni, los guardias empujaron a Serramanna
hacia el despacho del secretario particular de Ramsés. El escriba
consultó un papiro.
–¿Conoces a una tal Nenofar?
–Claro, es mi amante, la última que he conocido, para ser más
preciso.
–¿Os habéis peleado?
–Cosas de enamorados, en el fuego de la
acción.
–¿La has violentado?
El sardo sonrió.
–Nos hemos enfrentado duramente en algunas justas, pero ha
sido una guerra por la conquista del placer.
–¿No tienes nada que reprocharle pues a esa
moza?
–¡Sí! Me agota sin vergüenza.
Ameni permanecía gélido.
–La tal Nenofar ha hecho graves acusaciones contra
ti.
–Pero… ¡ella estaba de acuerdo, puedo
jurarlo!
–No hablo de vuestros excesos sexuales, sino de tu
traición.
–¿Traición?… ¿Es esa la palabra que has
utilizado?
–Nenofar te acusa de ser un espía a sueldo de los
hititas.
–Te burlas de mí, Ameni.
–La muchacha ama a su país. Cuando descubrió unas tablillas
de madera, bastante extrañas, ocultas en el cofre donde guardas la
ropa en tu alcoba, creyó oportuno traérmelas. ¿Las
reconoces?
Ameni enseñó los objetos al sardo.
–¡Eso no me pertenece!
–Son las pruebas de tu crimen. De acuerdo con los textos
inscritos de un modo bastante grosero, anuncias a tu corresponsal
hitita que te las arreglarás para hacer inoperante el cuerpo de
élite que tú mandas.
–¡Eso es absurdo!
–La declaración de tu amante ha sido registrada por un juez.
La leyó en voz alta, ante testigos, y ella confirmó sus
palabras.
–Es una maniobra para desacreditarme y debilitar a
Ramsés.
–Por las fechas de las tablillas, traicionas a Ramsés desde
hace ocho meses. El emperador hitita te prometió una buena fortuna
de la que dispondrás tras la derrota de Egipto.
–Soy fiel a Ramsés… Él me perdonó cuando podía quitarme la
vida, y ahora le pertenece.
–Hermosas palabras que los hechos
desmienten.
–¡Tú me conoces, Ameni! Fui pirata, es cierto, pero nunca
traicioné a un amigo.
–Creía conocerte, pero te pareces a esos cortesanos cuyo
único dueño es su deseo de ganancia. ¿Acaso un mercenario no se
ofrece al mejor postor?
Herido, Serramanna se mantuvo muy erguido.
–El faraón me nombró jefe de su guardia personal y
responsable de un cuerpo de élite del ejército porque confiaba en
mí.
–Estaba equivocado.
–Niego haber cometido el crimen de que me
acusas.
–Desatadle las manos.
Serramanna sintió un intenso alivio. Ameni le había
interrogado con su rigor habitual, pero para absolverlo. El
secretario particular del rey tendió al sardo una caña cortada con
el extremo impregnado de tinta negra y un pedazo de calcáreo con la
superficie bien pulida.
–Escribe tu nombre y tus títulos.
Nervioso, el sardo obedeció.
–Una escritura idéntica a la de las tablillas de madera. Esta
nueva prueba se incluirá en el expediente. Eres culpable,
Serramanna.
Loco de furia, el ex pirata intentó lanzarse sobre Ameni,
pero cuatro lanzas le rozaron las costillas, haciendo brotar un
poco de sangre.
–Eso es una confesión, ¿no crees?
–Quiero ver a esa moza y hacerle escupir sus
mentiras.
–La verás durante el proceso.
–¡Es una trampa, Ameni!
–Prepara bien tu defensa, Serramanna. Para los traidores de
tu clase sólo hay un castigo: la muerte. Y no cuentes con la
indulgencia de Ramsés.
–Déjame hablar con el rey. Tengo que hacerle revelaciones
importantes.
–Nuestro ejército parte mañana en campaña. Tu ausencia
sorprenderá a tus amigos hititas.
–Déjame hablar con el rey, te lo ruego.
–Encarceladlo y que esté bien vigilado -ordenó
Ameni.
Con Serramanna detenido y encerrado en una mazmorra, la
capacidad de asalto de las tropas egipcias se reducía de un modo
apreciable.
Chenar humedecía sus labios en una copa de leche fresca,
cuando Ramsés entró en sus aposentos privados.
–Que tu rostro sea protegido -dijo Chenar levantándose y
utilizando la antigua fórmula de cortesía, reservada a las
salutaciones matinales.
El rey llevaba un paño blanco y una sobrepelliz de manga
corta, y en sus muñecas lucía unos brazaletes de
plata.
–Mi querido hermano no parece muy dispuesto a ponerse en
camino.
–Pero… ¿pensabas llevarme contigo, Ramsés?
–Diríase que no tienes el alma guerrera.
–No tengo ni tu fuerza ni tu valor.
–He aquí mis instrucciones: durante mi ausencia, recogerás
las informaciones procedentes del extranjero y las someterás a la
apreciación de Nefertari, Tuya y Ameni, que formarán mi consejo de
regencia, habilitado para tomar decisiones. Yo estaré en primera
línea, en compañía de Acha.
–¿Se va contigo?
–Su conocimiento del terreno hace indispensable su
presencia.
–La diplomacia, por desgracia, ha fracasado…
–Lo lamento, Chenar, pero no es tiempo ya de
vacilaciones.
–¿Cuál será tu estrategia?
–Restablecer el orden en las provincias que estaban sometidas
a Egipto, hacer una pausa antes de dirigirme a Kadesh y enfrentarme
directamente con los hititas. Cuando esa segunda parte de la
expedición comience, tal vez te llame a mi lado.
–Ser asociado a la victoria final será un
honor.
–Esta vez Egipto también sobrevivirá.
–Sé prudente, Ramsés, nuestro país te
necesita.
Ramsés cruzó en barca el canal que separaba el barrio de los
talleres y almacenes de la parte más antigua de Pi-Ramsés, el
paraje de Avaris, antaño capital de los invasores hicsos, asiáticos
de siniestra memoria. Allí se levantaba el templo de Set, el
terrorífico dios de la tempestad y las perturbaciones celestes,
detentador del más formidable poder que actuaba en el universo y
protector del padre de Ramsés, Seti, único rey de Egipto que se
atrevió a llevar semejante nombre.
Ramsés había ordenado ampliar y embellecer el santuario del
temible Set, con el que Seti, aquí mismo, le había hecho
enfrentarse cuando le preparaba, en secreto, para la función
suprema.
Salud, oh, Set, hijo de la diosa del
cielo,
Tú, cuyo poder es grande en la barca de
millones de años.
Tú, que te hallas en la proa de la barca
de luz y abates a sus enemigos,
¡Tú, cuya voz es
estentórea!
Permite al faraón seguir tu
ka.
Ramsés penetró en el templo cubierto y se recogió ante la
estatua de Set. La energía del dios le sería indispensable en el
combate que iba a librar.
¿Acaso Set, capaz de transformar cuatro años de reinado en
cuatrocientos años inscritos en la piedra, no era el mejor de los
aliados?
El despacho de Ameni estaba lleno de papiros enrollados,
metidos en estuches de cuero, colocados en jarras o apilados en
cofres de madera. Por todas partes, las etiquetas precisaban el
contenido de los documentos y su fecha de registro. Un estricto
orden reinaba en aquel lugar que nadie estaba autorizado a limpiar.
El propio Ameni hacía minuciosamente aquel
trabajo.
–Me hubiera gustado partir contigo -le dijo a
Ramsés.
–Tu lugar está aquí, amigo mío. Cada día hablarás con la
reina y con mi madre. Sean cuales sean las veleidades de Chenar, no
le des poder de decisión alguno.
–No estés ausente demasiado tiempo.
–Pienso golpear pronto y fuerte.
–Tendrás que prescindir de Serramanna.
–¿Por qué razón?
Ameni le relató las circunstancias del arresto del sardo.
Ramsés pareció entristecido.
–Redacta con claridad el acta de acusación -exigió el rey-. A
mi regreso lo interrogaré. Él me dirá los motivos de su
gesto.
–Un pirata sigue siendo un pirata.
–Su proceso y su castigo serán ejemplares.
–Un brazo de su valor te hubiera sido muy útil -deploró
Ameni.
–Su espada me hubiera golpeado por la
espalda.
–¿Nuestras tropas están realmente listas para el
combate?
–No tienen otra alternativa.
–¿Cree su majestad que tenemos alguna posibilidad de
vencer?
–Someteremos a los rebeldes que siembran el desorden en
nuestros protectorados. Pero luego…
–Antes de lanzarte hacia Kadesh, ordéname que me reúna
contigo.
–No, amigo mío. Es aquí, en Pi-Ramsés, donde realmente eres
útil. Si yo desapareciera, Nefertari necesitaría tu
ayuda.
–Proseguiremos el esfuerzo de guerra -prometió Ameni-;
continuaremos fabricando armas. He… he pedido a Setaú y Acha que
velen por tu seguridad. Con Serramanna ausente, podrías muy bien
cometer imprudencias.
–Si no me pusiera a la cabeza de mi ejército, ¿no estaríamos
vencidos de antemano?
Su cabellera era más negra que la negra noche, más dulce que
la fruta de la higuera, sus dientes eran más blancos que el polvo
de yeso, sus dos pechos firmes como manzanas de
amor.
Nefertari, su esposa.
Nefertari, la reina de Egipto, cuya luminosa mirada era la
alegría de las Dos Tierras.
–Tras haber hablado con Set -le confió Ramsés-, he conversado
con mi madre.
–¿Qué te ha dicho?
–Me ha hablado de Seti, de las largas meditaciones a las que
se entregaba antes de entrar en combate, fuera cual fuese, de su
capacidad para preservar la energía durante las interminables
jornadas de viaje.
–El alma de tu padre vive en ti. Combatirá a tu
lado.
–Dejo el reino en tus manos, Nefertari; Tuya y Ameni serán
tus fieles aliados. Serramanna acaba de ser detenido y estoy seguro
de que Chenar intentará imponerse a ti. Mantén con firmeza el
gobernalle del navío del Estado.
–Cuenta sólo contigo mismo, Ramsés.
El rey estrechó a su esposa entre sus brazos, como si nunca
más fuera a verla.
De la corona azul pendían dos largas franjas de lino
fruncido, que llegaban hasta la cintura; Ramsés llevaba un vestido
de cuero acolchado, que combinaba corpiño y taparrabo, y formaba
una especie de coraza cubierta por pequeñas placas de metal. Una
gran túnica transparente cubría el conjunto, de incomparable
majestad.
Cuando Homero vio comparecer al faraón con aquel atavío
guerrero, dejó de fumar su pipa y se levantó. Héctor, el gato
blanco y negro, se refugió bajo una silla.
–De modo, majestad, que ya ha llegado el
momento.
–Quería saludaros antes de partir hacia el
norte.
–He aquí los versos que acabo de escribir: «Engancha a su
carro los dos caballos de broncíneos cascos, rápida carrera y
crines de oro. Lleva una resplandeciente túnica, toma en su mano el
azote y, de un latigazo, los lanza a galope para que vuelen entre
la tierra y el cielo».
–Mis dos caballos bien merecen este homenaje. Hace ya varios
días que los preparo para la prueba que vamos a sufrir
juntos.
–Qué lástima, esta partida… Acabo de aprender una interesante
receta. Mezclando pan de cebada con zumo de dátiles a los que yo
mismo quito el hueso, obtengo, después de la fermentación, una
cerveza digestiva. Me hubiera gustado que la hubierais
probado.
–Es una vieja receta egipcia, Homero.
–Preparada por un poeta griego debe de tener un sabor
inédito.
–Cuando regrese, beberemos juntos esa
cerveza.
–Aunque, al envejecer, me vuelvo malhumorado, detesto beber
solo, sobre todo cuando he invitado a un amigo al que aprecio
muchísimo a compartir mi placer. La cortesía os obliga a regresar
enseguida, majestad.
–Esa es mi intención. Además, me gustará mucho leer vuestra
Ilíada.
–Necesitaré todavía varios años antes de finalizarla; por eso
envejezco lentamente, para engañar al tiempo. Vos, majestad,
comprimidlo en vuestro puño.
–Hasta pronto, Homero.
Ramsés monto en su carro, tirado por sus dos mejores
caballos, Victoria en Tebas y La diosa Mut está
satisfecha.
Jóvenes, vigorosos, inteligentes, partían gozosos a la
aventura, con deseos de devorar grandes espacios.
El rey había confiado su perro, Vigilante, a Nefertari;
Matador, el enorme león nubio, se mantenía a la derecha del carro.
De prodigiosa fuerza y belleza, también la fiera sentía deseos de
demostrar sus capacidades de guerrero.
El faraón levantó su brazo diestro e inmediatamente el carro
se puso en marcha. En cuanto las ruedas empezaron a girar, el león
acompasó su andar con el del monarca. Y miles de infantes,
enmarcados por las unidades de carros, siguieron a
Ramsés.
Ramsés asumía la comandancia en jefe de su ejército, dividido
en cuatro regimientos de cinco mil hombres cada uno, colocados bajo
la protección de los dioses Ra, Amón, Set y Ptah. A los veinte mil
infantes se les añadían los reservistas, una parte de los cuales se
quedaría en Egipto, y el cuerpo de élite, los carros. Para aligerar
el pesado dispositivo, de difícil manejo, el rey había organizado
compañías de doscientos hombres colocados bajo la responsabilidad
de un abanderado.
El general de los carros, los generales de división, los
escribas del ejército y el jefe de la intendencia no tomaban
iniciativa alguna y consultaban con Ramsés en cuanto se presentaba
alguna dificultad. Afortunadamente, el monarca podía contar con las
precisas y secas intervenciones de Acha, a quien el conjunto de los
oficiales superiores respetaba.
Por lo que a Setaú respecta, necesitaba un carro entero para
llevar lo que consideraba el equipo de un hombre de bien que partía
hacia las inquietantes tierras del norte: cinco navajas de bronce,
potes de pomadas y bálsamos, una piedra de afilar, un peine de
madera, varios odres de agua fresca, manos de mortero, una
hachuela, sandalias, esteras, un abrigo, taparrabo, túnicas,
bastones, varias decenas de recipientes llenos de óxido de plomo,
asfalto, ocre rojo y alumbre, jarras de miel, bolsas que contenían
comino, brionia, ricino y valeriana. Un segundo carro llevaba
drogas, pociones y remedios, colocados bajo la vigilancia de Loto,
esposa de Setaú y única mujer de la expedición. Como se sabía que
manejaba los temibles reptiles a modo de arma, nadie se acercaría a
la hermosa nubia de cuerpo esbelto y fino.
Setaú llevaba al cuello un collar con cinco dientes de ajo
que apartaban las miasmas y protegían su dentadura. Numerosos
soldados lo imitaban, porque conocían las virtudes de esa planta
que, según la leyenda, había preservado los dientes de leche del
joven Horus, oculto en las marismas del Delta con su madre Isis,
para escapar del furor de Set, decidido a suprimir al hijo y
sucesor de Osiris.
En la primera parada, Ramsés se había retirado a su tienda en
compañía de Acha y Setaú.
–Serramanna tenía la intención de traicionarme
-reveló.
–Sorprendente -estimó Acha-. Tengo la pretensión de conocer
bien a los hombres y tenía la sensación de que éste te sería
fiel.
–Ameni ha reunido pruebas formales contra
él.
–Me parece muy extraño -consideró Setaú.
–Serramanna no te gustaba mucho -recordó
Ramsés.
–Hemos chocado, es cierto, pero lo puse a prueba. Ese pirata
es un hombre de honor que respeta sus promesas. Recuerda que te
había dado su palabra.
–¿Olvidas las pruebas?
–Ameni se habrá equivocado.
–No suele hacerlo.
–Por muy Ameni que sea, no es infalible. Puedes estar seguro
de que Serramanna no te ha traicionado y que han querido eliminarlo
para debilitarte.
–¿Qué te parece a ti, Acha?
–La hipótesis de Setaú no me parece absurda.
–Cuando el orden se haya restablecido en nuestros
protectorados -declaró el rey-, y en cuanto el hitita haya pedido
perdón, aclararemos el asunto. O Serramanna es un traidor o alguien
ha fabricado unas pruebas falsas; tanto en un caso como en el otro,
quiero conocer la verdad.
–Ese es un ideal al que yo he renunciado -reconoció Setaú-.
La mentira prospera donde viven los hombres.
–Mi papel consiste en combatirla y vencerla -afirmó
Ramsés.
–Por eso no te envidio. Las serpientes no golpean por la
espalda.
–A menos que se emprenda la huida -corrigió Acha-. Y en ese
caso mereces el castigo que te infligen.
Ramsés percibía la horrible sospecha que atravesaba el ánimo
de sus amigos. Sabían lo que estaba sintiendo y podrían haber
discutido durante horas para apartar aquel espectro: ¿Y si el
propio Ameni hubiera inventado las pruebas? Ameni el riguroso, el
escriba infatigable al que el rey había confiado la gestión
material del Estado, con la certeza de no ser traicionado. Ni Acha
ni Setaú se atrevían a acusarlo de un modo directo, pero Ramsés no
tenía derecho a taparse los oídos.
–¿Por qué iba a portarse Ameni de ese modo? –
preguntó.
Setaú y Acha se miraron y permanecieron en
silencio.
–Si Serramanna hubiera descubierto indicios turbadores sobre
mi secretario -prosiguió Ramsés-, me habría informado de
ello.
–¿No le habrá detenido Ameni para impedírselo? – sugirió
Acha.
–Inverosímil -dijo Setaú-. Estamos razonando en el aire.
Cuando volvamos a Pi-Ramsés decidiremos.
–Es la voz de la prudencia -consideró Acha.
–No me gusta ese viento -dijo Setaú-. No es el de un verano
normal. Trae enfermedades y destrucciones, como si el año fuera a
morir antes de hora. Desconfía, Ramsés, ese pernicioso soplo no
anuncia nada bueno.
–La rapidez de acción es nuestra mejor garantía de éxito.
Ningún viento retrasará nuestro avance.
Dispuestas en la frontera nordeste de Egipto, las fortalezas
que formaban el Muro del rey se comunicaban entre sí con señales
ópticas y dirigían informes regulares a la corte. En tiempos de
paz, su misión era controlar la inmigración. Desde que habían sido
puestas en alerta general, arqueros y vigías no dejaban de observar
el horizonte, desde lo alto de los caminos de ronda. Aquella gran
muralla había sido construida muchos siglos antes, por Sesostris I,
con el fin de impedir a los beduinos que robaran ganado en el Delta
y para prevenir cualquier tentativa de invasión.
«Quien cruce esta frontera se convierte en uno de los hijos
del faraón», afirmaba la estela legislativa puesta en cada una de
las fortalezas, perfectamente cuidadas y provistas de una
guarnición bien armada y bien pagada. Los soldados cohabitaban con
los aduaneros que cobraban las tasas a los comerciantes deseosos de
introducir mercancías en Egipto.
El Muro del rey, reforzado a lo largo de los siglos,
tranquilizaba a la población egipcia. Gracias a aquel sistema
defensivo que había probado su eficacia el país no temía un ataque
por sorpresa ni una invasión de bárbaros atraídos por las ricas
tierras del Delta.
El ejército de Ramsés avanzaba con total tranquilidad.
Algunos veteranos comenzaban a pensar en una simple gira de
inspección que el faraón debía efectuar de vez en cuando para
mostrar su poderío militar.
Cuando vieron las almenas de la primera fortaleza,
guarnecidas de arqueros dispuestos a disparar, el optimismo bajó de
tono.
Pero la gran puerta doble se abrió para dar paso a
Ramsés.
Apenas se había inmovilizado su carro en el centro del gran
patio enarenado cuando un personaje panzudo, protegido del sol por
una sombrilla que llevaba un servidor, se precipitó hacia el
soberano.
–¡Gloria a vos, majestad! Vuestra presencia es un regalo de
los dioses.
Acha había entregado a Ramsés un detallado informe sobre el
gobernador general del Muro del rey. Rico terrateniente, escriba
formado en la Universidad de Menfis, comilón, padre de cuatro
hijos, detestaba la vida militar y estaba deseando dejar aquel
puesto, ambicionado pero aburrido, para convertirse en alto
funcionario en Pi-Ramsés y encargarse de la intendencia de los
cuarteles. El gobernador general del Muro del rey nunca había
manejado un arma y temía la violencia; pero sus cuentas eran
impecables y, gracias a su afición a los buenos productos, las
guarniciones de las fortalezas disfrutaban de una alimentación
excelente.
El rey bajó de su carro y acarició a los dos caballos, que le
respondieron con una mirada de amistad.
–He hecho preparar un banquete, majestad; aquí no careceréis
de nada. Vuestra alcoba no será tan confortable como la de palacio,
pero espero que os guste y que podáis descansar en
ella.
–No tengo intención de descansar sino de sofocar una
revuelta.
–¡Claro, majestad, claro! Será cosa de unos
días.
–¿Por qué estáis tan seguro?
–Las noticias procedentes de nuestras plazas fuertes de
Canaan son tranquilizadoras. Los rebeldes son incapaces de
organizarse y combaten entre sí.
–¿Han sido atacadas nuestras posiciones?
–¡En modo alguno, majestad! He aquí el último informe que ha
traído la paloma mensajera esta mañana.
Ramsés leyó el documento redactado por una mano apacible. De
hecho, devolver Canaan a la razón parecía una tarea
fácil.
–Que mis caballos sean tratados con el mayor cuidado -ordenó
el monarca.
–Les gustará el lugar y su forraje -prometió el
gobernador.
–¿La sala de mapas?
–Os llevaré a ella, majestad.
A fuerza de correr para que el rey no perdiera ni un segundo,
el gobernador acabaría perdiendo peso. Su propio portador de
sombrilla tenía ya muchas dificultades para seguirlo en sus
evoluciones. Ramsés convocó a Acha, Setaú y los
generales.
–Mañana mismo partiremos hacia el norte a marchas forzadas
-anunció el monarca mostrando un itinerario en el mapa puesto sobre
una mesa baja-. Pasaremos al norte de Jerusalén, seguiremos por la
costa, estableceremos contacto con nuestra primera fortaleza y
someteremos a los rebeldes de Canaan. Luego residiremos en Megiddó
antes de reanudar la ofensiva.
Los generales lo aprobaron, Acha permaneció
silencioso.
Setaú salió de la sala, miró al cielo y regresó junto a
Ramsés.
–¿Qué ocurre?
–No me gusta ese viento. Es engañoso.
El despliegue de las fuerzas egipcias era tal que los
rebeldes se apresurarían a rendir las armas e implorar el perdón
del rey. Una campaña más que, afortunadamente, terminaría sin
muertos ni heridos graves. De paso, a lo largo de la costa, los
soldados habían advertido la destrucción de un pequeño fortín, que
solía estar ocupado por tres hombres encargados de vigilar la
migración de los rebaños, pero nadie se había preocupado por
ello.
Setaú seguía poniendo mala cara. Conduciendo solo su carro,
con la cabeza desnuda a pesar del sol ardiente, no decía ni una
palabra a Loto, punto de mira de los infantes que tenían la suerte
de caminar junto al vehículo de la bella nubia.
El viento marino atemperaba el calor. El camino no era
demasiado duro para los pies, y los aguadores ofrecían con
frecuencia a los soldados un líquido salvador. Aunque exigiera una
buena condición física y una gran afición a la marcha, el estado
militar no se parecía al infierno que describían los escribas,
dispuestos a rebajar los demás oficios.
A la diestra de su dueño caminaba el león de Ramsés. Nadie se
atrevía a acercarse, por miedo a ser desgarrado por sus zarpas,
pero todos celebraban la presencia de la fiera, en la que se
encarnaba una fuerza sobrenatural que sólo el faraón era capaz de
manejar. En ausencia de Serramanna, el león era el mejor protector
de Ramsés.
A la vista de todos apareció la primera fortaleza del país de
Canaan.
Era un edificio impresionante, con sus muros de ladrillos de
doble pendiente, de seis metros de alto, sus parapetos reforzados,
sus gruesas moradas, sus torreones de vigía y sus
almenas.
–¿Quién es el jefe de la guarnición? – preguntó Ramsés a
Acha.
–Un experimentado comandante originario de Jericó. Fue
educado en Egipto, siguió un intenso entrenamiento y fue nombrado
para ese cargo tras varias giras de inspección en Palestina. Lo
conozco, el hombre es seguro y serio.
–De él procedían la mayoría de los mensajes que nos
informaban de una revuelta en Canaan, ¿no es
cierto?
–Exacto, majestad. Esta fortaleza es un punto estratégico
esencial que reúne el conjunto de las informaciones de la
región.
–¿Sería este comandante un buen gobernador para
Canaan?
–Estoy convencido de ello.
–En lo sucesivo evitaremos estos disturbios. Debemos
gestionar mejor esta provincia. Nos toca eliminar cualquier motivo
de insumisión.
–Sólo hay una posibilidad -estimó Acha-: suprimir la
influencia hitita.
–Esa es mi intención.
Un explorador galopó hasta la entrada de la fortaleza. Desde
lo alto de las murallas, un arquero le dirigió una señal
amistosa.
El explorador volvió sobre sus pasos. Un abanderado ordenó a
los hombres de cabeza que avanzaran. Fatigados, sólo pensaban en
beber, comer y dormir.
Un diluvio de flechas los dejó clavados en el
suelo.
Decenas de arqueros habían aparecido en el camino de ronda y
disparaban con un ritmo veloz contra blancos cercanos e indefensos.
Muertos o heridos, con una flecha clavada en la cabeza, el pecho o
el vientre, los infantes egipcios cayeron unos sobre otros. El
abanderado que mandaba la vanguardia tuvo una reacción de orgullo:
quiso apoderarse de la fortaleza con los supervivientes. La
precisión del tiro no dio posibilidad alguna a los asaltantes. Con
la garganta atravesada, el abanderado cayó al pie de las
murallas.
En pocos minutos, algunos veteranos y soldados experimentados
acababan de sucumbir. Entonces, un centenar de infantes empuñaron
sus lanzas y se dispusieron a vengar a sus camaradas. Ramsés se
interpuso.
–¡Retroceded!
–¡Majestad, acabemos con esos traidores! – imploró un
oficial.
–Si os lanzáis desordenadamente al asalto, seréis
exterminados. Retroceded.
Los soldados obedecieron.
Una descarga de flechas cayó a menos de dos metros del rey,
rodeado pronto por sus oficiales superiores, presas del
pánico.
–Que vuestros hombres rodeen la fortaleza, poniéndose fuera
de alcance. En primera línea los arqueros, luego los infantes y
detrás los carros.
La sangre fría del rey apaciguó los espíritus. Los soldados
recordaron las consignas aprendidas en su entrenamiento, las tropas
maniobraron con orden.
–Hay que recoger a los heridos y curarlos -exigió
Setaú.
–Imposible, los arqueros enemigos acabarían con los
salvadores.
Ese viento era, efectivamente, portador de
desgracias.
–No lo comprendo -deploró Acha-. Ninguno de mis agentes me
comunicó que los rebeldes se habían apoderado de esta
fortaleza.
–Han debido de utilizar la astucia -supuso
Setaú.
–Aunque estuvieras en lo cierto, el comandante habría tenido
tiempo de mandar varias palomas mensajeras, con papiros de alerta
redactados de antemano.
–La realidad es sencilla y desastrosa -concluyó Ramsés-. El
comandante ha muerto, su guarnición ha sido exterminada y nosotros
recibimos mensajes falsos, enviados por los insurrectos. Si hubiera
dispersado mis tropas enviando los regimientos hacia las distintas
fortalezas de Canaan, habríamos sufrido pesadas pérdidas. La
magnitud de la revuelta es considerable. Los únicos capaces de
organizar semejante golpe de fuerza son los comandos
hititas.
–¿Crees que están todavía en la región? – preguntó
Setaú.
–Lo urgente es recuperar enseguida nuestras
posiciones.
–Los ocupantes de esta fortaleza no resistirán mucho tiempo
-estimó Acha-. Propongámosles que se rindan. Si hay hititas entre
ellos, les haremos hablar.
–Ponte a la cabeza de una escuadra, Acha, y propónselo tú
mismo.
–Iré con él -dijo Setaú.
–Deja que demuestre su talento de diplomático; que nos traiga
al menos a los heridos. Tú prepara los remedios y reúne a los
enfermeros.
Ni Acha ni Setaú discutieron las órdenes de Ramsés. Incluso
el encantador de serpientes, siempre dispuesto a replicar, se
inclinó ante la autoridad del faraón.
Cinco carros, al mando de Acha, se dirigieron hacia la
fortaleza. Junto al joven diplomático, un conductor de carro
enarbolaba una lanza en cuya punta se había colgado un trapo
blanco, indicando que los egipcios deseaban
parlamentar.
Los carros ni siquiera tuvieron tiempo de detenerse. En
cuanto estuvieron a su alcance, los arqueros cananeos parecieron
desencadenarse. Dos saetas se hundieron en la garganta del auriga,
la tercera rozó el brazo izquierdo de Acha, dejando a su paso un
surco sangriento.
–¡Media vuelta! – aulló.
–No te muevas -exigió Setaú-; de lo contrario no podré
aplicarte bien la compresa de miel.
–Tú no sufres -protestó Acha.
–Que delicado eres.
–No siento ninguna afición por las heridas y hubiera
preferido a Loto como médico.
–En los casos desesperados intervengo yo. Como he utilizado
mi mejor miel, te curarás enseguida. La cicatrización será rápida,
sin riesgo de infección.
–Que salvajes… ni siquiera he podido observar sus
defensas.
–Será inútil pedir a Ramsés que perdone a los insurrectos: no
soporta que intenten matar a sus amigos, aunque se hayan zambullido
en los tortuosos caminos de la diplomacia.
Acha hizo una mueca de dolor.
–¡Qué buen pretexto para no participar en el asalto! – dijo
Setaú con ironía.
–¿Habrías preferido que la flecha fuese más
precisa?
–Deja de decir estupideces y descansa. Si un hitita cae en
nuestras manos, necesitaremos tu talento de
traductor.
Setaú salió de la basta tienda que servía de hospital de
campaña y de la que Acha era el primer huésped; el encantador de
serpientes corrió hacia Ramsés para darle malas
noticias.
Acompañado por su león, Ramsés había dado la vuelta a la
fortaleza, con la mirada clavada en aquella masa de ladrillos que
dominaba la llanura. Símbolo de paz y de seguridad, se había
convertido en una amenaza que era necesario
aniquilar.
Desde lo alto de las murallas, los vigías cananeos observaban
al faraón.
Ni gritos ni invectivas. Subsistía una esperanza: que el
ejército egipcio renunciase a apoderarse de la plaza fuerte para
dividirse y recorrer Canaan antes de decidir una estrategia. En ese
caso, las emboscadas preparadas por los instructores hititas
obligarían a las tropas de Ramsés a retroceder.
Setaú, convencido de que había captado el pensamiento del
adversario, se preguntaba si una visión de conjunto de la situación
no sería preferible al ataque de una fortaleza bien defendida que
podía costar numerosas vidas.
Los propios generales se hacían la pregunta y, tras haberla
debatido, pensaban proponer al monarca el mantenimiento de un
contingente para impedir que salieran los sitiados, mientras el
grueso de las tropas seguía avanzando hacia el norte para
establecer un mapa preciso de la insurrección.
Ramsés parecía tan absorto en sus reflexiones que nadie se
atrevía a abordarlo antes de que acariciara las crines de su león,
inmóvil y digno. El hombre y la fiera vivían en perfecta comunión,
de la que se desprendía un poder que incomodaba a quienes se les
acercaban. El general de más edad, que había servido en Siria a las
órdenes de Seti, corrió el riesgo de irritar al
soberano.
–Majestad… ¿puedo hablaros?
–Os escucho.
–Mis homólogos y yo mismo hemos discutido mucho. Consideramos
que sería necesario evaluar la magnitud de la revuelta. Nuestra
visión está nublada por las informaciones
falsificadas.
–¿Qué proponéis para aclararla?
–No empecinarnos en esta fortaleza y desplegarnos por el
territorio de Canaan. Luego golpearemos a ciencia
cierta.
–Interesante perspectiva.
El viejo general se sintió aliviado. Ramsés no era
inaccesible a la moderación y a la lógica.
–¿Majestad, debo reunir vuestro consejo de guerra para
recoger vuestras directrices?
–Es inútil -repuso el rey-, pues pueden resumirse en pocas
palabras: atacaremos de inmediato esta fortaleza.
Cuando los vigías cananeos vieron al rey de Egipto poniéndose
en posición, a más de trescientos metros de la fortaleza,
sonrieron. Sólo era un gesto simbólico destinado a alentar al
ejército.
La flecha de caña, con punta de madera dura cubierta de
bronce y astil con una entalladura, describió un arco en el limpio
cielo y fue a clavarse en el corazón del primer vigía. Atónito,
éste vio la sangre brotando de su carne y cayó al vacío de cabeza.
El segundo vigía sintió un violento golpe en mitad de la frente,
titubeó y siguió el mismo camino que su compañero. El tercero,
aterrorizado, tuvo tiempo de pedir ayuda pero, al volverse, fue
herido en la espalda y cayó en el patio de la fortaleza. Un
regimiento de arqueros egipcios se acercaba ya. Los arqueros
cananeos intentaron desplegarse a lo largo de las almenas pero
frente a ellos, los egipcios, más numerosos y muy precisos, mataron
a la mitad en la primera salva.
El relevo sufrió la misma suerte. En cuanto el número de
arqueros enemigos fue insuficiente para defender las cercanías de
la plaza fuerte, Ramsés ordenó a los infantes de ingeniería que se
acercaran con sus escalas. Matador, el enorme león, observaba
tranquilo la escena. Cuando las escalas estuvieron apoyadas en los
muros, los infantes comenzaron a trepar. Comprendiendo que los
egipcios no les darían cuartel, los cananeos lucharon con la mayor
energía. Arrojaron piedras desde lo alto de las desguarnecidas
murallas y consiguieron derribar una escala. Varios asaltantes se
rompieron los miembros al caer al suelo.
Pero los arqueros del faraón no tardaron en eliminar a los
rebeldes. Centenares de infantes treparon rápidamente y se
adueñaron del camino de ronda, y los arqueros se unieron a ellos y
empezaron a disparar contra los enemigos reunidos en el
patio.