En el interior de la fortaleza, los cananeos ya sólo ofrecían
una pobre resistencia. Los últimos combates se libraron cuerpo a
cuerpo. Siendo uno contra diez, los insurrectos fueron exterminados
enseguida. Para escapar a un interrogatorio que sabía sin piedad,
el jefe se cortó la garganta con su puñal.
La gran puerta fue abierta. El faraón penetró en el interior
de la fortaleza reconquistada.
–Quemad los cadáveres y purificad el lugar
-ordenó.
Los soldados rociaron los muros con natrón y fumigaron las
viviendas, las reservas de alimentos y la armería. Suaves perfumes
llenaron las narices de los vencedores.
Cuando se sirvió la cena, en el comedor del comandante de la
fortaleza, todo rastro del conflicto había
desaparecido.
Los generales alabaron el espíritu de decisión de Ramsés y
celebraron el magnífico resultado de su
iniciativa.
Setaú se había quedado con Loto junto a los heridos, Acha
parecía inquieto.
–¿No te alegra la victoria, amigo mío?
–¿Cuántos combates semejantes tendremos que
librar?
–Recuperaremos una a una las fortalezas, y Canaan quedará
pacificado. Puesto que el efecto sorpresa ya no nos afectará, no
corremos peligro de sufrir tan pesadas pérdidas.
–Cincuenta muertos y un centenar de heridos…
–Es un pesado balance porque hemos sido víctimas de una
emboscada que nadie podía prever.
–Yo debería haber pensado en ello -admitió Acha-. Los hititas
no se limitan a la fuerza bruta; entre ellos, la afición a la
intriga es una segunda naturaleza.
–¿No hay ningún hitita entre los muertos?
–Ninguno.
–Entonces, sus comandos se han reactivado hacia el
norte.
–Lo que significa que podemos temer otras
emboscadas.
–Nos enfrentaremos a ellas. Vete a dormir, Acha; mañana mismo
volveremos a ponernos en campaña.
Ramsés dejó en el lugar una sólida guarnición con los víveres
necesarios y envió varios mensajeros a Pi-Ramsés para que le
llevaran a Ameni la orden de que hiciera partir convoyes hacia la
plaza fuerte reconquistada.
El rey, a la cabeza de un centenar de carros, le abría el
camino a su ejército.
La misma historia se reprodujo diez veces. A trescientos
metros de la fortaleza ocupada por los rebeldes Ramsés sembró el
pánico matando a los arqueros apostados en las murallas. Cubiertos
por un ininterrumpido tiro de flechas egipcias, que impedían a los
cananeos responder, los infantes colocaron grandes escalas,
treparon protegiéndose con los escudos y se apoderaron de los
caminos de ronda. Nunca intentaron derribar la puerta de acceso
principal.
En menos de un mes, Ramsés era de nuevo dueño de Canaan. Como
los rebeldes habían exterminado a las pequeñas guarniciones
egipcias, incluidas las mujeres y los hijos de los militares
acantonados, ninguno de ellos intentó rendirse implorando la
clemencia del rey. Tras su primera victoria, la reputación de
Ramsés aterrorizaba a los insurrectos. La toma de la última plaza
fuerte, al norte de Canaan, fue sólo una formalidad, pues sus
defensores cedieron al terror.
Galilea, el valle al norte del Jordán, las rutas comerciales
estuvieron de nuevo bajo control egipcio. Los habitantes de la
región aclamaron al faraón, jurándole eterna
fidelidad.
Ningún hitita había sido capturado.
El gobernador de Gaza, capital de Canaan, ofreció un
espléndido banquete al estado mayor egipcio. Con notable celo, sus
conciudadanos se habían puesto a disposición del ejército del
faraón para cuidar y alimentar caballos y asnos, y procurar a los
soldados lo que necesitaran. La breve guerra de reconquista
terminaba en pleno júbilo y amistad.
El gobernador cananeo había pronunciado un violento discurso
contra los hititas, aquellos bárbaros de Asia que intentaban, sin
éxito, romper los vínculos indestructibles entre su país y Egipto.
Beneficiándose del favor de los dioses, el faraón había volado en
auxilio de sus indefectibles aliados, seguros de que el monarca no
los abandonaría. Lamentaban, naturalmente, la trágica muerte de los
residentes egipcios. Pero Ramsés había actuado de acuerdo con Maat
y había restablecido el orden.
–Semejante hipocresía me da náuseas -le dijo el rey a
Acha.
–No esperes cambiar a los hombres.
–Tengo el poder de mutarlos.
Acha sonrió.
–¿Sustituir a este por otro? Puedes hacerlo, en efecto. Pero
la naturaleza humana es inmutable. En cuanto al próximo gobernador
cananeo le parezca ventajoso traicionarte, no vacilará. Al menos
conocemos bien al actual potentado: mentiroso, corrompido, ávido.
Manipularlo no planteará problema alguno.
–Olvidas que aceptó la presencia de comandos hititas en un
territorio controlado por Egipto.
–Otro habría hecho lo mismo.
–¿Me aconsejas, pues, que deje en su sitio a ese personaje
despreciable?
–Amenázalo con expulsarlo a la menor inconveniencia. El
efecto disuasivo durará algunos meses.
–¿Existe un solo ser digno de tu estima,
Acha?
–Mi función me obliga a conocer hombres de poder, dispuestos
a todo para conservarlo o aumentarlo; si les concediera la menor
confianza, pronto me barrerían.
–No has contestado mi pregunta.
–Te admiro, Ramsés, lo que para mí es ya un sentimiento
excepcional. ¿Pero no eres, también tú, un hombre de
poder?
–Soy el servidor de la Regla y de mi pueblo.
–¿Y si algún día lo olvidaras?
–Aquel día mi magia desaparecería y mi derrota sería
irreversible.
–Quieran los dioses que no suceda esta desgracia,
majestad.
–¿Cuáles son los resultados de tus
investigaciones?
–Los comerciantes de Gaza y algunos funcionarios
convenientemente indemnizados han aceptado hablar: efectivamente
fueron instructores hititas los que fomentaron la revuelta y
aconsejaron a los cananeos que se apoderaran por la astucia de las
fortalezas.
–¿De qué modo?
–Entrega habitual de género… con hombres armados en los
carros. Todas nuestras plazas fuertes fueron atacadas en el mismo
instante. Para salvar la vida de las mujeres y niños tomados como
rehenes, los comandantes prefirieron rendirse. Fue un grave error.
Los hititas habían asegurado a los cananeos que la respuesta
egipcia sería dispersa e ineficaz. Al exterminar nuestras
guarniciones, con las que mantenían sin embargo excelentes
relaciones, los insurrectos creían no tener nada que
temer.
Ramsés no lamentaba su firmeza. El brazo armado de Egipto
había golpeado a un montón de cobardes.
–¿Alguien ha hablado de Moisés?
–Ninguna pista seria.
El consejo de guerra se reunió en la tienda real. Ramsés
presidía la reunión, sentado en un taburete plegable de madera
dorada, con el león tendido a sus pies.
El monarca había invitado a Acha y a todos los oficiales
superiores a expresarse. El viejo general fue el último en tomar la
palabra.
–La moral del ejército es excelente. El estado de los
animales y el material también; vuestra majestad acaba de obtener
una brillante victoria que quedará en los anales.
–Permite que lo dude.
–Majestad, nos sentimos orgullosos de haber participado en
esta batalla y…
–¿Batalla? Guarda la palabra para más adelante; nos servirá
cuando nos enfrentemos con una verdadera
resistencia.
–Pi-Ramsés ya está dispuesta a aclamaros.
–Pi-Ramsés aguardará.
–Pero si hemos restablecido nuestra autoridad en Palestina, y
ya hemos pacificado todo Canaan, ¿no sería más oportuno
regresar?
–Lo más difícil está por hacer: reconquistar la provincia de
Amurru.
–Tal vez los hititas hayan acantonado allí fuerzas
considerables.
–¿Acaso temes combatir, general?
–Necesitaríamos tiempo para elaborar una estrategia,
majestad.
–Ya está elaborada. Nos dirigimos directamente al
norte.
La reina cerró las puertas del naos, las selló, salió del
templo y siguió a los ritualistas, que la guiaron hacia la Casa de
Vida de Pi-Ramsés donde, como encarnación de la lejana diosa, madre
y muerte al mismo tiempo, intentaría conjurar las fuerzas del mal.
Si el ojo del sol se convertía en su propia visión, perpetuaría la
vida y aseguraría la perennidad de los ciclos naturales; la
tranquila felicidad de los días dependía de su capacidad para
transformar en armonía y serenidad la fuerza destructora arrastrada
por los vientos peligrosos.
Un sacerdote ofreció un arco a la reina y una sacerdotisa le
dio cuatro flechas.
Nefertari tensó el arco, tiró la primera flecha hacia el
este, la segunda hacia el norte, la tercera hacia el sur, la cuarta
hacia el oeste. De ese modo exterminaría a los enemigos invisibles
que amenazaban a Ramsés.
El chambelán de Tuya aguardaba a Nefertari.
–La reina madre desea veros enseguida.
Una silla de manos transportó a la gran esposa
real.
Delgada en su larga túnica de lino finamente fruncida, con el
talle rodeado por un cinturón de rayados colgantes, engalanada con
brazaletes de oro y un collar de lapislázuli de seis vueltas, Tuya
era de una soberana elegancia.
–No te preocupes, Nefertari; acaba de llegar un mensajero de
Canaan. Las noticias que trae son excelentes. Ramsés se ha adueñado
de la totalidad de la provincia. El orden se ha
restablecido.
–¿Cuándo regresa?
–No lo precisa.
–Dicho de otro modo, el ejército prosigue hacia el
norte.
–Es probable.
–¿Habríais actuado vos así?
–Sin duda -repuso Tuya.
–Al norte de Canaan está la provincia de Amurru, que marca la
frontera entre la zona de influencia egipcia y la de los
hititas.
–Seti lo quiso así para evitar la guerra.
–Si las tropas hititas han cruzado esa
frontera…
–Se producirá el enfrentamiento, Nefertari.
–He lanzado las flechas a los cuatro puntos
cardinales.
–Si el rito ha sido realizado, ¿qué vamos a
temer?
Chenar detestaba a Ameni. Verse obligado, cada mañana, a
aguantar al pequeño escriba enclenque y pretencioso, para obtener
información de la expedición de Ramsés, era un deber insoportable.
Cuando él, Chenar, reinara, Ameni limpiaría los establos de un
regimiento de provincias y perdería allí la poca salud que
tenía.
Sin embargo existía una única satisfacción: día tras día, la
desencantada cara del secretario particular del faraón no dejaba de
alargarse, signo indudable de que el ejército egipcio chapoteaba.
El hermano mayor del rey adoptaba un aire doliente y prometía orar
a los dioses para que el destino volviera a serles favorable.
Aunque la tarea en el Ministerio de Asuntos Exteriores era mínima,
Chenar hacía saber que trabajaba encarnizadamente, y de ese modo
evitaba cualquier contacto directo con el mercader sirio Raia. En
esos tiempos de inquietud, hubiera sido sorprendente que un
personaje del rango de Chenar se molestara en comprar raras vasijas
procedentes del extranjero. Se limitaba pues a los elípticos
mensajes de Raia, cuyo contenido era más bien satisfactorio. Según
los observadores sirios a sueldo de los hititas, Ramsés había caído
en la trampa tendida por los cananeos. Demasiado presuntuoso, el
faraón había cedido a su natural ardor, olvidando que sus
adversarios poseían el genio de la intriga.
Chenar había resuelto el pequeño enigma que inquietaba a la
corte. ¿Quién había robado el chal de Nefertari y la jarra de
pescado seco de la Casa de Vida de Heliópolis? El culpable sólo
podía ser el jovial intendente de la casa real, Romé. Así pues,
antes de acudir a su obligatoria cita con Ameni, había convocado
con un banal pretexto al rollizo individuo.
Panzudo, con voluminosas mejillas, luciendo una triple
papada, Romé realizaba su trabajo a la perfección. Lento para
moverse, era un maníaco de la higiene y se preocupaba del más
mínimo detalle. Él mismo probaba los platos servidos a la familia
real y manejaba con dureza al personal. Nombrado para su difícil
puesto por el monarca en persona, había acallado las críticas e
impuesto sus exigencias al conjunto de los servidores de palacio.
Desobedecerlo se convertía, inmediatamente, en una
revocación.
–¿Qué puedo hacer por vos, señor? – preguntó Romé a
Chenar.
–¿No te lo ha dicho mi intendente?
–Ha hablado de un problema de prelación en un banquete, pero
no veo en…
–¿Y si habláramos de la jarra de pescado seco robada en la
Casa de Vida de Heliópolis?
–¿La jarra?… Pero si yo no sé nada.
–¿Y del chal de la reina Nefertari?
–Fui informado, claro, y deploré el terrible escándalo,
pero…
–¿Buscaste al culpable?
–No me toca a mí hacer las investigaciones, señor
Chenar.
–Y, sin embargo, estás bien situado, Romé.
–No, no lo creo…
–¡Claro que sí, piénsalo! Eres el hombre clave de palacio, a
ti no se te puede escapar ningún incidente.
–Me sobreestimáis.
–¿Por qué has cometido esas fechorías?
–¿Yo? ¿No supondréis que…?
–No supongo, estoy seguro. ¿A quién le entregasteis el chal
de la reina y la jarra de pescado?
–Me acusáis en falso.
–Conozco a los hombres, Romé, y tengo
pruebas.
–¿Pruebas?
–¿Por qué has corrido ese riesgo?
El rostro descompuesto de Romé, el malsano rubor que había
invadido su frente y mejillas, la acentuada flacidez de sus carnes
eran otros indicios reveladores. Chenar no se había
engañado.
–O te han pagado muy bien u odias a Ramsés. En uno u otro
caso el delito es muy grave.
–Señor Chenar… yo…
La angustia de aquel hombre obeso era casi
conmovedora.
–Puesto que eres un magnífico intendente, olvidaré ese
deplorable incidente. Pero si en el futuro te necesito, no deberás
mostrarte ingrato.
Ameni redactaba su informe cotidiano para Ramsés. Si mano era
segura y rápida.
–¿Puedo importunaros unos instantes? – preguntó Chenar
afable.
–No me importunáis. Vos y yo obedecemos al rey, que nos
exigió una puesta a punto cotidiana.
El escriba dejó su paleta en el suelo.
–Parecéis agotado, Ameni.
–Es sólo una apariencia.
–¿No deberíais preocuparos más por vuestra
salud?
–Sólo la de Egipto me preocupa.
–¿Tenéis acaso… malas noticias?
–Al contrario.
–¿Podéis ser más explícito?
–He esperado a tener la confirmación antes de hablaros del
éxito de Ramsés. Como hemos sido engañados por los falsos informes
que transportaban las palomas mensajeras, he aprendido a ser
prudente.
–¿Una idea de los hititas?
–¡Estuvo a punto de costarnos muy caro! Nuestras fortalezas
cananeas habían caído en manos de los rebeldes. Si el rey hubiera
dispersado sus fuerzas, habríamos sufrido desastrosas
pérdidas.
–Afortunadamente, no fue así…
–La provincia de Canaan ha sido sometida de nuevo y el acceso
a la costa está libre. El gobernador ha jurado seguir siendo el
fiel súbdito del faraón.
–Soberbio éxito. Ramsés acaba de realizar una gran hazaña
rechazando la amenaza hitita. Supongo que el ejército ha emprendido
el camino de regreso.
–Secreto militar.
–¿Cómo que secreto militar? ¡Soy ministro de Asuntos
Exteriores, no lo olvidéis!
–No tengo más informaciones.
–¡Imposible!
–Y sin embargo es así.
Furioso, Chenar se retiró.
Ameni sentía remordimientos. No por su actitud para con
Chenar sino porque cuestionaba el expeditivo modo como había
tratado el caso Serramanna. Ciertamente, los indicios acumulados
contra el sardo eran abrumadores. ¿Pero no se habría mostrado el
escriba demasiado crédulo? Presa de la exaltación que acompañaba la
partida del ejército, Ameni no se había mostrado tan exigente como
solía.
Debería haber verificado las pruebas y los testimonios que
habían llevado a la cárcel al mercenario. Probablemente sería una
gestión inútil, pero se la imponía el rigor. Irritado contra sí
mismo, Ameni tomó de nuevo el expediente
Serramanna.
La guarnición se componía de egipcios y sirios fieles al
faraón, ¿pero cómo creer en los mensajes oficiales que afirmaban
que la fortaleza no había caído en manos de los
insurrectos?
Ramsés descubrió un paisaje insólito: colinas altas y
boscosas, encinas de nudosos troncos, arroyos lodosos, marismas,
una tierra arenosa a veces… Una región difícil, hostil y cerrada,
muy lejos de la belleza del Nilo y de la dulzura de la campiña
egipcia.
Por dos veces un rebaño de jabalíes se había arrojado contra
los exploradores egipcios, que habían turbado la tranquilidad de
una madre y sus jabatos. Incomodados por una vegetación densa y
anárquica, los jinetes tenían ciertas dificultades en avanzar a
través de los matorrales y en deslizarse entre los troncos de los
grandes árboles dispuestos en prietas hileras. Inconvenientes que
tenían una favorable contrapartida: la abundancia de manantiales y
de caza.
Ramsés dio la orden de detenerse, pero sin plantar las
tiendas. Con los ojos clavados en la fortaleza de Megiddó, aguardó
el regreso de los exploradores.
Setaú aprovechó la parada para cuidar a los enfermos y
administrarles pociones. Los heridos graves habían sido
repatriados, de manera que el ejército sólo contaba con hombres en
buena forma física, a excepción de pacientes que sufrían frío y
calor, y trastornos gástricos. Preparaciones a base de brionia,
comino y ricino eliminaban esas pequeñas molestias. Seguían
consumiendo, de modo preventivo, ajo y cebolla, cuya variedad
«madera de serpiente», procedente de las riberas del desierto
oriental, era la preferida de Setaú.
Loto acababa de salvar a un asno que había sido mordido en la
pata por una serpiente acuática que había conseguido capturar. El
viaje a Siria tomaba por fin un cariz interesante; hasta entonces
sólo había encontrado especímenes conocidos. Éste, a pesar de su
escasa cantidad de veneno, era una novedad.
Dos infantes recurrieron a los talentos de la nubia, con el
pretexto de que también ellos habían sido víctimas de un reptil.
Los resonantes bofetones sancionaron su mentira. Cuando Loto sacó
de una bolsa la silbadora cabeza de una víbora, aquellos compadres
corrieron a refugiarse entre sus camaradas.
Habían transcurrido más de dos horas. Con la autorización del
rey, jinetes y aurigas habían puesto pie en tierra, y los infantes
se habían sentado, rodeados por varios vigías.
–Hace mucho tiempo que salieron los exploradores -consideró
Acha.
–Comparto tu opinión -dijo Ramsés-. ¿Y tu
herida?
–Curada. Setaú es un verdadero brujo.
–¿Qué te parece este lugar?
–No me gusta. Ante nosotros el espacio está despejado, pero
hay marismas. No se ven más que bosques de encinas, matorrales, y
hierbas altas por ambos lados. Nuestras tropas están demasiado
dispersas.
–Los exploradores no volverán -afirmó Ramsés-. O han sido
abatidos o están prisioneros en el interior de la
fortaleza.
–Lo que significaría que Megiddó ha caído en manos del
enemigo y no tiene intención de rendirse.
–Esta plaza fuerte es la llave de la Siria del Sur -recordó
Ramsés-. Aunque los hititas se hayan encerrado en ella, tenemos el
deber de reconquistarla.
–No se tratará de una declaración de guerra sino de la
recuperación de un territorio que pertenece a nuestra zona de
influencia -opinó Acha-. Podemos pues atacar en cualquier momento y
sin previa advertencia. Jurídicamente, nos movemos en el marco de
una rebelión que debe ser dominada, sin relación alguna con un
enfrentamiento entre Estados.
Para los países circundantes, el análisis del joven
diplomático no carecía de pertinencia.
–Advierte a los generales que preparen el
asalto.
Acha no tuvo tiempo de tirar de la brida de su
caballo.
De un espeso bosque, a la izquierda del rey, surgió a galope
tendido una tropa de jinetes que se lanzaron sobre los aurigas
egipcios que descansaban. Los asaltantes atravesaron con cortas
lanzas a muchos infelices y a varios caballos los degollaron o les
cortaron los jarretes. Los supervivientes se defendieron con sus
picas y sus espadas; algunos consiguieron subir a su carro y
replegarse hacia donde se hallaban los infantes, protegidos tras
sus escudos.
El inesperado y violento ataque pareció ser un éxito. La
cinta que ceñía el espeso pelo de los agresores, su puntiaguda
barba, la túnica con flecos que les llegaba hasta los tobillos y el
coloreado cinturón cubierto de un echarpe permitían reconocer
fácilmente que eran sirios.
Ramsés permaneció extrañamente tranquilo. Acha se
preocupó.
–¡Van a destrozar nuestras filas!
–Hacen mal embriagándose por su hazaña.
El avance de los sirios fue detenido. Los infantes egipcios
los obligaron a retroceder hacia los arqueros, cuyos disparos
fueron devastadores.
El león gruñó.
–Nos amenaza otro peligro -dijo Ramsés-. Ahora va a decidirse
la suerte de esta batalla.
Del mismo bosque surgieron varios centenares de sirios
armados con hachas de mango corto. Sólo tenían que cruzar una
pequeña distancia para golpear por la espalda a los arqueros
egipcios.
–¡Vamos! – ordenó el rey a sus caballos.
Por el tono de voz de su dueño, ambos corceles comprendieron
que debían desplegar toda su energía. El león saltó, Acha y unos
cincuenta carros lo siguieron.
El choque fue de inaudita violencia. La fiera desgarró la
cabeza y el pecho de los audaces que atacaban el carro de Ramsés,
mientras el rey, disparando flecha tras flecha, atravesaba
corazones, gargantas y frentes. Los carros aplastaban a los
heridos, los infantes que acudieron en su ayuda hicieron que los
sirios huyeran.
Ramsés distinguió un curioso guerrero que corría hacia el
bosque.
–Atrápalo -ordenó al león.
Matador eliminó a dos retrasados y se arrojó sobre el hombre,
que cayó al suelo. Aunque intentó contener su fuerza, la fiera
había herido mortalmente al prisionero, que yacía con la espalda
lacerada. Ramsés examinó al hombre, que llevaba los cabellos largos
y una barba mal cortada; su larga túnica a rayas rojas y negras
estaba hecha jirones.
–Que venga Setaú -exigió el monarca.
Los combates finalizaban. Los sirios habían sido exterminados
por completo y sólo habían infligido escasas bajas al ejército
egipcio.
Jadeante, Setaú llegó junto a Ramsés.
–Salva a ese hombre -le pidió el rey-; no es un sirio sino un
merodeador de la arena. Que nos explique las razones de su
presencia aquí.
Tan lejos de sus bases, un beduino, que por lo general
desvalijaban las caravanas del lado del Sinaí… Setaú se sintió
intrigado.
–Tu león lo ha dejado en muy mal estado.
El rostro del herido estaba cubierto de sudor, de su nariz
manaba la sangre y su nuca estaba rígida. Setaú le tomó el pulso y
escuchó la voz de su corazón, tan débil que el diagnóstico no fue
difícil de establecer. El merodeador de la arena
agonizaba.
–¿Puede hablar? – preguntó el rey.
–Sus mandíbulas están contraídas. Tal vez quede alguna
posibilidad.
Setaú consiguió introducir en la boca del moribundo un tubo
de madera, envuelto en una tela, y vertió un líquido a base de
rizoma de ciprés.
–El remedio debería calmar el dolor. Si este mocetón es
fuerte, sobrevivirá unas horas.
El merodeador de la arena vio al faraón. Asustado, intentó
levantarse, rompió con los dientes el tubo de madera, gesticuló
como un pájaro incapaz de volar.
–Tranquilo, amigo -recomendó Setaú-. Yo te
curaré.
–Ramsés…
–Es el faraón de Egipto quien quiere
hablarte.
El beduino miraba la corona azul.
–¿Vienes del Sinaí? – preguntó el rey.
–Sí, es mi país…
–¿Por qué combatías con los sirios?
–Oro… Me prometieron oro…
–¿Has visto hititas?
–Nos dieron un plan de combate y se
marcharon.
–¿Había otros beduinos contigo?
–Todos han huido.
–¿Has encontrado a un hebreo llamado Moisés?
–Moisés…
Ramsés describió a su amigo.
–No, no le conozco.
–¿Has oído hablar de él?
–No, no creo…
–¿Cuántos hombres hay en la fortaleza?
–No… No lo sé.
–No mientas.
Con inesperada brusquedad, el herido cogió su puñal, se
incorporó e intentó matar al rey. Con un seco golpe en la muñeca,
Setaú desarmó al agresor.
El esfuerzo del beduino había sido excesivo. Su rostro se
contrajo, su cuerpo se arqueó y cayó muerto.
–Los sirios han intentado aliarse con los beduinos -comentó
Setaú-. ¡Que estupidez! Esa gente nunca se
entenderá.
Setaú volvió junto a los heridos egipcios, que recibían ya
los cuidados de Loto y los enfermeros. Los muertos habían sido
envueltos en esteras y cargados en carros. Un convoy, protegido por
una escolta, partiría hacia Egipto, donde los infelices se
beneficiarían de los ritos de resurrección.
Ramsés acarició sus caballos y su león, cuyos sordos rugidos
parecían un ronroneo. Numerosos soldados se reunieron en torno al
soberano, levantaron sus armas al cielo y aclamaron a aquel que
acababa de conducirlos a la victoria, con la maestría de un
experimentado guerrero.
Los generales consiguieron abrirse paso y se apresuraron a
felicitar a Ramsés.
–¿Habéis descubierto más sirios en los bosques
vecinos?
–No, majestad. ¿Nos autorizáis a instalar el
campamento?
–Tenemos algo mejor que hacer: recuperar
Megiddó.
Ameni gozaba, desde la adolescencia, de invisibles vínculos
con Ramsés y sabía por instinto si el hijo de Seti estaba o no en
peligro. Varias veces había advertido que la muerte rozaba el
hombro del rey y que sólo su magia personal le había permitido
desviar el infortunio; si aquella barrera protectora, que las
divinidades habían edificado en torno al faraón, se dislocaba, la
intrepidez de Ramsés podía conducirlo al fracaso.
Y si Serramanna era una de las piedras de aquella muralla
mágica, Ameni había cometido una falta grave impidiéndole cumplir
su función. ¿Pero estaba justificado aquel
remordimiento?
La acusación descansaba fundamentalmente en el testimonio de
Nenofar, la amante de Serramanna; de modo que Ameni había
solicitado a la policía que se la trajeran para interrogarla más a
fondo. Si la moza había mentido, él la obligaría a decir la
verdad.
A las siete, el policía responsable de la investigación, un
ponderado quincuagenario, se presentó en el despacho del secretario
particular del rey.
–Nenofar no vendrá -dijo.
–¿Acaso se ha negado a seguiros?
–No hay nadie en su casa.
–¿Vivía en el lugar indicado?
–Según sus vecinos, sí, pero dicen que abandonó su casa hace
ya varios días.
–¿Sin decir adónde iba?
–Nadie lo sabe.
–¿Habéis registrado el alojamiento?
–Sin resultado. Incluso los cofres para ropa estaban vacíos,
como si la mujer hubiera deseado suprimir todo rastro de su
existencia.
–¿Qué habéis averiguado sobre ella?
–Al parecer, era una jovencita muy ligera. Las malas lenguas
afirman incluso que vivía de sus encantos.
–Entonces, debía de trabajar en una casa de
cerveza.
–No es así. Ya he hecho las investigaciones
necesarias.
–¿La visitaban los hombres?
–Sus vecinos dicen que no; pero a menudo estaba ausente,
sobre todo por la noche.
–Hay que encontrar e identificar a sus eventuales
empleadores.
–Lo lograremos.
–Apresuraos.
En cuanto el policía se marchó, Ameni leyó de nuevo las
tablillas de madera en las que Serramanna le había escrito a su
cómplice hitita el texto que demostraba su culpabilidad. En la
tranquilidad de su despacho, a una hora tan temprana, cuando el
espíritu está alerta, fue brotando una hipótesis. Para comprobar su
fundamento debía aguardar el regreso de Acha.
Edificada en un espolón rocoso, la fortaleza de Megiddó
impresionó al ejército egipcio, que se había desplegado por la
llanura. Dada la altura de las torres, había sido necesario
fabricar grandes escalas que no sería fácil apoyar en las murallas;
las flechas y piedras podrían diezmar los pelotones de
asalto.
Con Acha a su lado, Ramsés dio la vuelta a la plaza fuerte
conduciendo a gran velocidad su carro, para no ofrecer un fácil
blanco a los arqueros.
Ninguna flecha fue disparada, ningún arquero apareció en las
almenas.
–Se ocultarán hasta el último momento -consideró Acha-. Así
no desperdiciarán ningún proyectil. La mejor solución sería
dejarlos morir de hambre.
–Las reservas de Megiddó les permitirían aguantar varios
meses. ¿Hay algo más desesperante que un interminable
asedio?
–En sucesivos asaltos perderemos muchos
hombres.
–¿Acaso crees que no tengo corazón y que sólo pienso en una
nueva victoria?
–¿No pasa la gloria de Egipto por encima de la suerte de los
hombres?
–Cada existencia me resulta preciosa, Acha.
–¿Qué decides?
–Colocaremos nuestros carros alrededor de la fortaleza, a
distancia de tiro, y nuestros arqueros eliminarán a los sirios que
aparezcan en las almenas. Tres grupos de voluntarios colocarán las
escalas protegiéndose con sus escudos.
–¿Y si Megiddó es inexpugnable?
–Primero intentemos tomarla. Reflexionar con el fracaso en la
cabeza es ya un fracaso.
La energía que emanaba de Ramsés dio un nuevo dinamismo a los
soldados. Se presentó un montón de voluntarios, los arqueros se
peleaban para instalarse en los carros que rodearon la plaza
fuerte, bestia silenciosa e inquietante.
Llevando al hombro las largas escalas, unas columnas de
infantes avanzaron con paso nervioso hacia las murallas. Cuando
estaban levantándolas, en la torre más alta aparecieron los
arqueros sirios y tensaron sus arcos. Ninguno tuvo tiempo de
ajustar el tiro. Ramsés y los arqueros egipcios los derribaron. Una
segunda oleada de defensores, de espesos cabellos sujetos por una
cinta y la barba puntiaguda, los sustituyeron; los sirios
consiguieron disparar algunas flechas, pero no hirieron a ningún
egipcio. El rey y sus tiradores de élite los
eliminaron.
–Mediocre resistencia-dijo a Setaú el viejo general-. Parece
como si esa gente no hubiera combatido nunca.
–Mejor así, tendré menos trabajo y tal vez pueda consagrar
una noche a Loto. Estas batallas me agotan.
Los infantes comenzaban a trepar cuando aparecieron unas
cincuenta mujeres.
El ejército egipcio no solía matar a las mujeres y los niños.
Serían llevadas a Egipto, con su progenie, como prisioneras de
guerra, y se convertirían en siervas de los grandes dominios
agrícolas. Tras haber cambiado de nombre, se integrarían en la
sociedad egipcia.
El viejo general quedó consternado.
–Creía haberlo visto todo… ¡Estas infelices están
locas!
Dos sirias izaron un brasero hasta lo alto de la muralla y lo
dejaron caer sobre los infantes que trepaban. Los carbones
ardientes rozaron a los asaltantes, que se habían pegado a los
barrotes de las escalas. Las flechas de los arqueros se clavaron en
los ojos de las mujeres, que cayeron al vacío. Las que tomaron el
relevo, con un nuevo brasero, sufrieron la misma suerte. Excitada,
una muchacha puso brasas en su onda, la hizo girar y las lanzó a lo
lejos.
Uno de los proyectiles fue a parar al muslo del viejo
general, que cayó con la mano crispada sobre la
quemadura.
–No la toquéis -recomendó Setaú-; no os mováis y dejadme
hacer.
El encantador de serpientes se levantó su taparrabo y orinó
sobre la quemadura. Como él, el general sabía que la orina, a
diferencia del agua de pozo y de río, era un medio estéril y
limpiaba una herida sin riesgos de infección. Unos camilleros
llevaron al herido hasta la tienda-hospital.
Los infantes llegaron a las murallas, vacías de
defensores.
Unos minutos más tarde, la gran puerta de la fortaleza de
Megiddó se abrió. En su interior sólo quedaban algunas mujeres y
niños aterrorizados.
–Los sirios han intentado rechazarnos lanzando todas sus
fuerzas a una batalla en el exterior de la fortaleza -advirtió
Acha.
–La maniobra podía haber tenido éxito -estimó
Ramsés.
–No te conocían.
–¿Quién puede alardear de conocerme, amigo
mío?
Una decena de soldados comenzaban ya a pillar el tesoro de la
fortaleza, lleno de piezas de vajilla de alabastro y estatuillas de
plata.
El rugido del león los dispersó.
–Que se detenga a esos hombres -decretó Ramsés-. Que se
purifiquen y fumiguen las moradas.
El rey nombró a un gobernador y le encargó que eligiera
oficiales y hombres de tropa para residir en Megiddó. En los
depósitos quedaba bastante comida para varias semanas. Una escuadra
partía ya en busca de caza y rebaños.
Ramsés, Acha y el nuevo gobernador reorganizaron la economía
de la región; los campesinos, que ignoraban ya quien era su dueño,
habían interrumpido las labores del campo. En menos de una semana,
la presencia egipcia fue considerada de nuevo como garante de paz y
seguridad.
El rey hizo construir pequeños fortines, ocupados por cuatro
vigías y caballos, a cierta distancia al norte de Megiddó. En caso
de ataque hitita, la guarnición tendría tiempo de ponerse a
cubierto.
Desde lo alto de la torre principal, Ramsés observó un
paisaje que no le gustaba demasiado. Vivir lejos del Nilo, de los
palmerales, de las verdes campiñas y del desierto suponía un gran
sufrimiento.
En aquella hora calma, Nefertari celebraba los ritos
vespertinos. ¡Cómo la echaba en falta!
Acha interrumpió la meditación del rey.
–Como me pediste, he discutido con oficiales y
soldados.
–¿Cuáles son sus sentimientos?
–Todos confían en ti, pero sólo piensan en regresar al
país.
–¿Te gusta Siria, Acha?
–Es un país peligroso, lleno de trampas. Conocerlo bien exige
largas estancias.
–¿Se le parece la tierra de los hititas?
–Es más salvaje y mas ruda. En invierno, en las altiplanicies
de Anatolia, el viento es gélido.
–¿Crees que me gustaría?
–Eres Egipto, Ramsés. Ninguna otra tierra hallará un lugar en
tu corazón.
–La provincia de Amurru está cerca.
–El enemigo también.
–¿Crees que el ejército hitita habrá invadido
Amurru?
–No disponemos de informaciones fiables.
–¿Tú qué opinas?
–Sin duda nos esperan allí.
A más de cuatrocientos kilómetros de Egipto, los soldados del
faraón avanzaban a paso lento. Al revés de lo que sus generales le
habían recomendado, Ramsés había evitado la ruta del litoral y
había seguido un sendero montañoso, tan duro para los animales como
para los hombres. Ya nadie reía, ya nadie hablaba, se preparaban a
enfrentarse con los hititas, cuya reputación de ferocidad asustaba
a los más valerosos. Según el análisis del diplomático Acha,
reconquistar Amurru no sería un acto de guerra abierta, ¿pero
cuántos caerían bajo el ensangrentado sol? Muchos habían esperado
que el rey se contentara con Megiddó y tomara el camino de regreso.
Pero Ramsés sólo había concedido un breve descanso a su ejército,
antes de imponerle aquel nuevo esfuerzo.
A galope tendido, un explorador recorrió la columna y se
detuvo en seco ante Ramsés.
–Están allí, al inicio del sendero, entre el acantilado y el
mar.
–¿Son muchos?
–Varios centenares de hombres armados con lanzas y arcos, y
ocultos detrás de los matorrales. Puesto que vigilan la ruta del
litoral, los sorprenderemos por la espalda.
–¿Son hititas?
–No, majestad, gente de la provincia de
Amurru.
Ramsés estaba perplejo. ¿Qué trampa le estaban tendiendo al
ejército egipcio?
–Acompáñame.
El general de los carros se interpuso.
–El faraón no debe correr semejante riesgo.
La mirada de Ramsés llameó.
–Debo ver, juzgar y decidir.
El rey siguió al explorador. Los dos hombres terminaron a pie
el trayecto y se metieron en un terreno pendiente, al que se
agarraban inestables rocas.
Ramsés se detuvo.
El mar, la pista que lo flanqueaba, la profusión de
matorrales, los enemigos emboscados, el acantilado… No había lugar
alguno donde pudieran reunirse fuerzas hititas para una emboscada.
Pero otro acantilado limitaba el horizonte. ¿No estarían ocultos
allí, a buena distancia, decenas de carros anatolios capaces de
intervenir a gran velocidad?
Ramsés tenía en sus manos la vida de sus soldados, garantes
por su parte de la seguridad de Egipto.
–Nos desplegaremos -murmuró.
Los infantes del príncipe de Amurru dormitaban. En cuanto los
primeros egipcios llegaran del sur por la ruta del litoral, caerían
sobre ellos por sorpresa.
El príncipe Benteshina aplicaba la estrategia que le habían
impuesto los instructores hititas. Estos últimos estaban
convencidos de que Ramsés, en cuyo camino se habían sembrado varias
celadas, no llegaría hasta aquí. Y si llegaba, sus fuerzas habrían
disminuido tanto que la última emboscada acabaría fácilmente con
ellos.
Obeso quincuagenario, provisto de un hermoso bigote negro, a
Benteshina no le gustaban los hititas, pero los temía. Amurru
estaba tan cerca de su zona de influencia que no le interesaba
contrariarlos. Ciertamente era vasallo de Egipto y pagaba tributo
al faraón; pero los hititas no querían que esto siguiera siendo
así, y le habían exigido que se rebelara y diera el golpe de gracia
a un agotado ejército egipcio.
El príncipe pidió a su copero que le sirviera vino fresco
para calmar la sequedad de su garganta. Benteshina se mantenía a
cubierto, en una gruta del acantilado. El servidor dio solo unos
pasos.
–Señor… ¡Mirad!
–Date prisa, tengo sed.
–Mirad, en el acantilado… ¡Centenares, millares de
egipcios!
Benteshina se levantó atónito. El copero no
mentía.
Un hombre muy alto, tocado con una corona azul y vestido con
un paño de reflejos dorados, bajaba por el sendero que llevaba a la
llanura costera. A su diestra caminaba un enorme
león.
Uno a uno primero, luego en masa, los soldados libaneses se
volvieron y descubrieron el mismo espectáculo que su jefe. Los que
estaban durmiendo fueron brutalmente despertados.
–¿Dónde te ocultas, Benteshina? – preguntó la voz grave y
poderosa de Ramsés.
Temblando, el príncipe de Amurru avanzó hacia el
faraón.
–¿No eres acaso mi vasallo?
–¡Majestad, siempre he servido fielmente a
Egipto!
–¿Entonces por qué quería tenderme una emboscada tu
ejército?
–Creíamos… La seguridad de nuestra
provincia…
Un ruido sordo, parecido a una cabalgada, llenó los cielos.
Ramsés miró a lo lejos, en dirección al acantilado tras el que
podían ocultarse los carros hititas.
El momento de la verdad para el faraón.
–Me has traicionado, Benteshina.
–¡No, majestad! Los hititas me obligaron a obedecerles. Si me
hubiera negado, me habrían eliminado, a mí y a mi pueblo.
Aguardábamos vuestra llegada para librarnos de su
yugo.
–¿Dónde están?
–Se han marchado, convencidos de que vuestro ejército
llegaría hasta aquí hecho jirones si podía superar los numerosos
obstáculos que os habían puesto en el camino.
–¿Qué es ese extraño ruido?
–Procede de las grandes olas que salen del mar, corren por
las rocas y rompen contra el acantilado.
–Tus hombres estaban decididos a librarme batalla. Los míos
están decididos a combatir.
Benteshina se arrodilló.
–Majestad, que triste es bajar a la tierra del silencio donde
reina la muerte. El hombre despierto se duerme allí para siempre,
dormita todo el día. La morada de quienes allí residen es tan
profunda que sus voces no nos llegan ya, pues no existe puerta ni
ventana. Ningún rayo de sol ilumina el oscuro reino de los muertos,
ninguna brisa refresca su corazón. Nadie desea entrar en ese
horrendo paraje. ¡Imploro el perdón del faraón! Que la paz sea
respetada y siga sirviendo.
Viendo sometido a su señor, los soldados libaneses arrojaron
las armas. Cuando Ramsés levantó a Benteshina, que se inclinó
profundamente ante el faraón, unos gritos de júbilo brotaron del
pecho de los egipcios y sus aliados.
Cuando salió del despacho de Ameni, Chenar estaba
aterrado.
Tras una campana militar llevada a cabo con increíble
rapidez, Ramsés acababa de reconquistar la provincia de Amurru que,
sin embargo, había caído bajo la influencia hitita. ¿Cómo había
conseguido evitar las celadas y obtener tan resonante victoria
aquel joven rey inexperto, que por primera vez dirigía su ejército
por territorio hostil? Hacía ya mucho tiempo que Chenar no creía en
la existencia de los dioses, pero era evidente que Ramsés gozaba de
una protección mágica que le había legado Seti, durante un rito
secreto. Aquella fuerza era la que trazaba su
ruta.
Chenar redactó una nota de servicio para Ameni. Como ministro
de Asuntos Exteriores, iba personalmente a Menfis para anunciar a
los notables la excelente noticia.
–¿Dónde está el mago? – preguntó Chenar a su hermana
Dolente.
La alta mujer morena, de lánguidas formas, estrechó contra sí
a la rubia Lita, la heredera de Akenatón, a quien aterrorizaba la
cólera del hermano mayor de Ramsés.
–Trabaja.
–Quiero verlo inmediatamente.
–Espera un poco, prepara una nueva sesión de hechizos con el
chal de Nefertari.
–¡Qué eficaz! ¿Sabes que Ramsés ha reconquistado Amurru,
recuperado todas las fortalezas cananeas e impuesto de nuevo su ley
en nuestros protectorados del norte? Nuestras perdidas son ínfimas,
nuestro amado hermano no ha recibido el menor arañazo y se ha
convertido, incluso, en un dios para los soldados.
–¿Estás seguro?
–Ameni es una excelente fuente de información. El maldito
escriba es tan prudente que debe estar, incluso, por debajo de la
verdad. Canaan, Amurru y Siria del Sur ya no regresarán al regazo
hitita. No dudes que Ramsés las convertirá en una base bien
fortificada y en una zona de protección que el enemigo no podrá
atravesar. En vez de terminar con mi hermano, hemos reforzado su
sistema defensivo… ¡Soberbio resultado!
La rubia Lita contemplaba a Chenar.
–Nuestro futuro reino se aleja, querida mía. ¿Y si tú y tu
mago me hubierais engañado?
Chenar arrancó la parte superior del vestido de la joven,
desgarrando los tirantes. Su pecho mostraba huellas de profundas
quemaduras.
Lita estalló en sollozos y se acurrucó en el regazo de
Dolente.
–No la tortures, Chenar; Ofir y ella son nuestros más
preciosos aliados.
–¡Magníficos aliados, en efecto!
–No lo dudéis, señor -dijo una voz lenta y
pausada.
Chenar se volvió.
Los rasgos de ave de presa del mago Ofir impresionaron, una
vez más, al hermano mayor de Ramsés. La verde y oscura mirada del
libio parecía portadora de maleficios capaces de acabar en pocos
segundos con un adversario.
–Estoy descontento de vuestros servicios,
Ofir.
–Como habéis comprobado, ni Lita ni yo escatimamos esfuerzos.
Como ya os expliqué, nos enfrentamos a una partida muy fuerte, y
necesitamos tiempo para actuar. La protección mágica no estará
aniquilada hasta que el chal de Nefertari se haya consumido por
completo. Si vamos demasiado deprisa, mataremos a Lita y ya no nos
quedará esperanza alguna de destronar al
usurpador.
–¿Qué plazo, Ofir?
–Lita es frágil, porque es una médium excelente. Entre cada
sesión de hechizo, Dolente y yo curamos sus heridas y debemos
aguardar a que la llaga cicatrice antes de utilizar de nuevo sus
dones.
–¿No podéis cambiar de médium?
La mirada del mago se endureció.
–Lita no es una médium cualquiera sino la futura reina de
Egipto, vuestra esposa. Hace varios años que se prepara para este
implacable combate del que saldremos vencedores. Nadie puede
reemplazarla.
–De acuerdo… ¡Pero la gloria de Ramsés no deja de
aumentar!
–La desgracia puede terminar con ella en un
instante.
–Mi hermano no es un hombre ordinario, lo anima un extraño
poder.
–Soy consciente de ello, señor Chenar. Por eso apelo a los
más ocultos recursos de mi ciencia. La precipitación sería un grave
error. Sin embargo…
Chenar estaba pendiente de las palabras de
Ofir.
–Sin embargo, intentaré una acción puntual contra Ramsés. Un
hombre victorioso está en exceso seguro de sí mismo y baja la
guardia. Aprovecharemos un momento de debilidad.
Encantados, aunque aquel forzado júbilo no los engañara,
Setaú y Loto participaron en los festejos y tuvieron la fortuna de
conocer a un viejo brujo enamorado de las serpientes. Aunque las
especies locales carecieran de una calidad especial de veneno y una
agresividad superior a las que vivían en Egipto, los especialistas
intercambiaron ciertos secretos del oficio.
Pese a las atenciones de su anfitrión, Ramsés no se relajaba.
Benteshina cargó esta actitud en la cuenta de la necesaria gravedad
que el faraón, el hombre más poderoso del mundo, debía mantener en
cualquier circunstancia.
Pero Acha no opinaba lo mismo.
Al finalizar un banquete que había reunido a los oficiales
superiores de Egipto y Amurru, Ramsés se retiró a la terraza del
palacio principesco donde Benteshina había alojado a su ilustre
huésped.
La mirada del rey estaba clavada en el
norte.
–¿Puedo interrumpir tu meditación?
–¿Qué quieres, Acha?
–No pareces apreciar demasiado la generosidad del príncipe de
Amurru.
–Traicionó, y volverá a traicionar. Pero sigo tus consejos:
¿por qué sustituirlo si ya conocemos sus vicios?
–No estás pensando en él.
–¿Conoces acaso mis preocupaciones?
–Tu mirada está clavada en Kadesh.
–Kadesh, el orgullo de los hititas, el símbolo de su dominio
sobre la Siria del Norte, el permanente peligro que amenaza Egipto.
Sí, pienso en Kadesh.
–Atacar esa plaza fuerte supone penetrar en zona de
influencia hitita. Si tomas esta decisión, debemos declararle la
guerra en toda regla.
–¿Respetaron ellos las reglas cuando fomentaron revueltas en
nuestros protectorados?
–Eran sólo movimientos de insumisión. Atacar Kadesh es cruzar
la verdadera frontera entre Egipto y el imperio hitita. Dicho de
otro modo, la gran guerra. Un conflicto que puede durar varios
meses y destruirnos.
–Estamos listos.
–No, Ramsés. Tus éxitos no deben ponerte
eufórico.
–¿Te parecen irrisorios?
–Sólo has vencido a guerreros mediocres; los de Amurru
rindieron las armas sin combatir. No será así con los hititas.
Además, nuestros hombres están agotados e impacientes por regresar
a Egipto. Comprometerse ahora en un conflicto de tal envergadura
nos llevaría al desastre.
–¿Tan débil es nuestro ejército?
–Los cuerpos y los espíritus estaban preparados para una
campaña de reconquista, no para atacar un imperio cuya capacidad
militar es superior a la nuestra.
–¿No será peligrosa tu prudencia?
–La batalla de Kadesh tendrá lugar si ese es tu deseo; pero
debes saber prepararla.
–Esta noche tomaré una decisión.
La fiesta había terminado.
Al amanecer, la consigna había circulado por los
acuartelamientos: zafarrancho de combate. Dos horas más tarde,
Ramsés se presentó en su carro, tirado por sus dos fieles caballos.
El rey llevaba la coraza de combate.
Muchos sintieron un peso en el estómago. ¿Sería fundado el
insensato rumor que circulaba? Atacar Kadesh, marchar contra la
indestructible ciudadela hitita, chocar de frente con unos bárbaros
de inigualable crueldad… ¡No, el joven rey no había podido concebir
tan insensato proyecto! Heredero de la sabiduría de su padre,
respetaría la zona de influencia adversaria y elegiría consolidar
la paz.
El monarca pasó revista a sus tropas. Los rostros estaban
tensos e inquietos; del soldado más joven al más experimentado
veterano, los hombres se mantenían rígidos, con los músculos casi
doloridos. De las palabras que el faraón pronunciara dependía el
resto de su existencia.
Puesto que detestaba los desfiles militares, Setaú se había
tendido boca abajo en su carro mientras Loto, cuyos pechos desnudos
rozaban sus omóplatos, le daba un masaje.
El príncipe Benteshina se escondía en su palacio, incapaz de
devorar los cremosos pasteles con los que se hartaba para
desayunar. Si Ramsés declaraba la guerra a los hititas, la
provincia de Amurru serviría de retaguardia para el ejército
egipcio y sus habitantes serían enrolados como mercenarios. Si
Ramsés era vencido, los hititas pasarían la región a sangre y
fuego.
Acha intentó descubrir las intenciones del rey, pero el
rostro de Ramsés permanecía impenetrable. Concluida la inspección,
Ramsés hizo dar la vuelta a su carro. Por un instante, los caballos
parecieron dirigirse hacia el norte, hacia Kadesh. Luego el faraón
se volvió hacia el sur, hacia Egipto.
Setaú se afeitó con una navaja de bronce, se peinó con un
peine de madera de desiguales púas, se untó el rostro con una
pomada que alejaba a los insectos, limpió sus sandalias y enrolló
su estera. No estaba tan elegante como Acha, pero quería mostrarse
más presentable que de ordinario, pese a la cristalina risa de
Loto.
Desde que el ejército egipcio, entusiasta, había tomado el
camino de regreso, Setaú y Loto habían tenido, por fin, tiempo para
hacer el amor en el carro. Los infantes no dejaban de cantar
canciones a la gloria de Ramsés, mientras los ocupantes de los
carros, el ejército noble, se limitaba a tararear. Todos los
militares compartían la misma convicción: ¡que hermosa era la vida
del soldado cuando no debía combatir!
A buen paso, el ejército había atravesado Amurru, Galilea y
Palestina, cuyos habitantes le habían aclamado al pasar, ofreciendo
legumbres y fruta fresca. Antes de recorrer la última etapa que
llevaba a la entrada en el Delta, se estableció el campamento al
norte del Sinaí y al oeste del Negeb, en una región sobrecalentada
donde la policía del desierto vigilaba los desplazamientos de los
nómadas y protegía las caravanas.
Setaú estaba jubiloso. Allí abundaban las víboras y las
cobras de soberbio tamaño y veneno muy activo. Con su destreza
habitual, Loto había capturado ya una decena, dando la vuelta al
campamento; sonriente, veía como los soldados se apartaban a su
paso.
Ramsés contemplaba el desierto. Miraba hacia el norte, hacia
Kadesh.
–Tu decisión fue lúcida y prudente -declaró
Acha.
–¿La prudencia consiste en batirse en retirada ante el
enemigo?
–No consiste en hacerse matar ni en intentar lo
imposible.
–Te equivocas, Acha; el verdadero valor tiene la naturaleza
de lo imposible.
–Por primera vez me das miedo, Ramsés; ¿adónde piensas llevar
a Egipto?
–¿Crees que la amenaza de Kadesh se disipará por sí
misma?
–La diplomacia permite resolver conflictos en apariencia
inextricables.
–¿Desarmará tu diplomacia a los hititas?
–¿Por qué no?
–Proporcióname la verdadera paz que deseo, Acha; de lo
contrario, yo mismo la construiré.
Eran ciento cincuenta.
Ciento cincuenta hombres, merodeadores de la arena, beduinos
y hebreos, que recorrían desde hacía varias semanas la región del
Negeb en busca de caravanas extraviadas. Todos obedecían a un
cuadragenario tuerto que había conseguido escapar de una prisión
militar antes de su ejecución. Autor de treinta ataques a caravanas
y de veintitrés asesinatos de mercaderes egipcios y extranjeros,
Vargoz era visto como un héroe por su tribu.
Cuando el ejército egipcio había aparecido en el horizonte,
creyeron que se trataba de un espejismo. Los carros, los jinetes,
los infantes… Vargoz y sus hombres se habían refugiado en una
gruta, decididos a no mostrarse antes de que desapareciera el
enemigo.
Durante la noche, un rostro había obsesionado los sueños de
Vargoz. Una cabeza de ave de presa, una voz suave y persuasiva, la
de un mago libio, Ofir, a quien Vargoz había conocido bien en su
juventud. En un oasis perdido entre Libia y Egipto, el mago le
había enseñado a leer y escribir, y le había utilizado como
médium.
Y aquella noche, el rostro imperioso había vuelto a surgir
del pasado, la voz suave daba de nuevo órdenes a las que Vargoz no
podía sustraerse.
Con los ojos enloquecidos, blancos los labios, el jefe de la
pandilla despertó a sus cómplices.
–Vamos a dar nuestro mejor golpe -explicó-.
Seguidme.
Como de costumbre, obedecieron. Donde Vargoz los llevara,
habría botín.
Cuando llegaron a las cercanías del campamento del ejército
egipcio, varios bandidos se rebelaron.
–¿A quién quieres robar?
–La más hermosa tienda, allí… Está llena de
tesoros.
–¡No tenemos ninguna posibilidad!
–Los centinelas no son numerosos y no esperan un ataque. Sed
rápidos y nos convertiremos en hombres ricos.
–Es el ejército del faraón -objetó un merodeador de la
arena-. Aunque lo consiguiéramos, nos alcanzaría.
–Imbécil… ¿Crees que permaneceremos en la región? Con el oro
que vamos a robar seremos más ricos que príncipes.
–El oro…
–El faraón nunca se desplaza sin una buena cantidad de oro y
piedras preciosas. Con eso compra a sus vasallos.
–¿Quién te ha informado?
–Un sueño.
El merodeador de la arena miró con asombro a
Vargoz.
–¿Estás burlándote de mí?
–¿Obedeces o no?
–¿Arriesgar la cabeza por un sueño?…
Deliras.
El hacha de Vargoz cayó sobre el cuello del merodeador de la
arena, decapitándolo a medias. El jefe de la tribu pateó al
moribundo y acabó separando su cabeza del tronco.
–¿Alguien más desea discutir?
Arrastrándose, los ciento cuarenta y nueve hombres avanzaron
hacia la tienda del faraón.
Vargoz obedecería la orden que Ofir le había dado: cortar una
pierna a Ramsés, convertirlo en un tullido.
Vargoz ignoraba si Ramsés transportaba o no un tesoro y no
pensaba en el momento en que los desvalijadores descubrieran que
habían sido engañados. Sólo le guiaba una obsesión: obedecer a
Ofir, verse libre de su rostro y de su voz.
Olvidando los riesgos, corrió hacia el oficial que dormitaba
junto a la entrada de la gran puerta. La carga de Vargoz fue tan
violenta que el egipcio no tuvo tiempo de desenvainar su espada.
Sin respiración por el cabezazo de su agresor, fue pisoteado y se
desvaneció.
El camino estaba libre.
Aunque el faraón fuese un dios, no podría resistir a un
agresor desencadenado.
El filo del hacha rasgó la puerta de tela. Arrancado de su
sueño, Ramsés acababa de incorporarse. Vargoz levantó el arma y se
arrojó sobre el monarca.
Un enorme peso lo derribó. Un dolor intenso le desgarró la
espalda, como si unos cuchillos se hundieran en sus carnes. Volvió
la cabeza y por unos segundos vio un gigantesco león cuyas
mandíbulas se cerraron sobre su cráneo y lo hicieron estallar como
una fruta madura.
El aullido de terror del merodeador de la arena que seguía a
Vargoz dio la alarma. Privados de su jefe, desorientados, sin saber
ya si debían atacar o huir, los ladrones fueron acribillados a
flechazos. Por sí solo, Matador terminó con cinco y, luego,
advirtiendo que los arqueros cumplían muy bien su tarea, volvió a
dormirse tras el lecho de su dueño.
Furiosos, los egipcios vengaron la muerte de los centinelas
exterminando la tribu de bandoleros. La súplica de un herido
intrigó a un oficial, que avisó al rey.
–Un hebreo, majestad.
Con dos flechas en el vientre, el bandido
agonizaba.
–¿Has vivido en Egipto, hebreo?
–Me duele…
–¡Habla si quieres que te curemos! – exigió el
oficial.
–No, en Egipto no… Siempre he vivido aquí…
–¿Acogió tu tribu a un tal Moisés? – preguntó
Ramsés.
–No…
–¿Por qué nos habéis atacado?
El hebreo balbuceó unas palabras incomprensibles y murió.
Acha se aproximó al rey.
–¡Estás sano y salvo!
–Matador me ha protegido.
–¿Quiénes eran esos bandidos?
–Beduinos, merodeadores de la arena, y un hebreo por lo
menos.
–Su ataque era suicida.
–Alguien los ha incitado a tomar esta insensata
iniciativa.
–¿Manipulaciones hititas?
–Tal vez.
–¿En quién piensas?
–Los demonios de las tinieblas son
innumerables.
–No conseguía conciliar el sueño -confesó
Acha.
–¿Cuál es la causa de tu insomnio?
–La reacción de los hititas. No permanecerán
quietos.
–¿Me reprochas acaso no haber atacado
Kadesh?
–Hay que consolidar enseguida el sistema defensivo de
nuestros protectorados.
–Será tu próxima misión, Acha.
Preocupado por la economía, Ameni limpiaba una vieja tablilla
de madera para utilizarla de nuevo como superficie de escritura.
Los funcionarios de sus servicios sabían que el secretario
particular del rey no permitía el despilfarro y quería que se
respetara el material.
El triunfo de Ramsés en los protectorados y la perfecta
crecida que beneficiaba a Egipto habían despertado el júbilo en
Pi-Ramsés. Los ricos y los humildes se disponían a recibir al rey,
las embarcaciones entregaban día tras día víveres sólidos y
líquidos, destinados al monumental banquete en el que participarían
todos los habitantes de la ciudad.
En aquel período de forzadas vacaciones, los campesinos
descansaban o iban a visitar, en barca, a los miembros de su
familia, más o menos alejados. El delta del Nilo se había
convertido en un mar del que emergían islotes en los que se habían
edificado las aldeas. La capital de Ramsés parecía un navío anclado
en el centro de aquella inmensidad.
Sólo el alma de Ameni parecía atormentada. Si había metido en
la cárcel a un inocente, fiel a Ramsés por añadidura, la injusticia
pesaría mucho en la balanza del juicio del otro mundo. El escriba
no se había atrevido a visitar a Serramanna, que seguía proclamando
su inocencia. El policía a quien Ameni había confiado la
investigación sobre el principal testigo de la acusación, Nenofar,
la amante de Serramanna, se personó en su despacho al
anochecer.
–¿Habéis obtenido resultados?
El policía se expresó con lentitud.
–Afirmativo.
Ameni se sintió aliviado; ¡por fin vería las cosas
claras!
–¿Nenofar?
–La he encontrado.
–¿Por qué no me la habéis traído?
–Porque está muerta.
–¿Un accidente?
–Según el medico que ha visto el cadáver, es un crimen.
Nenofar ha sido estrangulada.
–Un crimen… Por lo tanto han querido suprimir un testigo.
¿Pero por qué?… ¿Porque había mentido o porque podía hablar
demasiado?
–Con todos los respetos, ¿no arroja este drama ciertas dudas
sobre la culpabilidad de Serramanna?
Ameni se puso más pálido que de costumbre.
–Tenía pruebas contra él.
–Las pruebas no se discuten -admitió el
policía.
–¡Pues bien, sí, se discuten! Suponed que la tal Nenofar
hubiese sido pagada para inculpar a Serramanna, que le diera miedo
la idea de comparecer ante un tribunal, de mentir bajo juramento y
frente a la Regla. A su comanditario no le quedaba más remedio que
suprimirla. ¡Naturalmente nos queda una prueba irrefutable! ¿Y si
fuera una falsificación, y si alguien hubiera imitado la escritura
del sardo?
–No era difícil: Serramanna redactaba cada semana una nota de
servicio que se colgaba en la puerta del cuartel de la guardia
personal del rey.
–Serramanna víctima de una maquinación… ¿Eso es lo que vos
creéis, verdad?
El policía asintió con la cabeza.
–En cuanto Acha regrese -dijo Ameni-, tal vez pueda disculpar
a Serramanna sin esperar a que detengan al culpable… ¿Tenéis alguna
pista?
–Nenofar no se debatió. Es probable que conociese al
asesino.
–¿Dónde la mataron?
–En una casita del barrio comercial.
–¿Su propietario?
–Como estaba desocupada, los vecinos no han podido
informarme.
–Consultando el catastro obtendré, sin duda, alguna
indicación. ¿Y no vieron nada sospechoso los
vecinos?
–Una anciana, medio ciega, afirma haber visto a un hombre de
pequeña estatura saliendo de la casa, en plena noche, pero es
incapaz de describirlo.
–¿Podemos obtener una lista de las relaciones de
Nenofar?
–Es inútil que esperemos establecerla… ¿Y si Serramanna era
su primer pez gordo?
Nefertari saboreó una larga ducha tibia. Con los ojos
cerrados, pensó en la loca felicidad cuyo aroma se aproximaba,
minuto tras minuto, en el regreso de Ramsés, cuya ausencia parecía
un suplicio.
Las sirvientas le frotaron suavemente la piel con ceniza y
natrón, mezcla de carbonato y bicarbonato de sodio que desecaba y
purificaba. Tras una última aspersión, la reina se tendió en las
losas calientes y una masajista la frotó con una pomada a base de
terebinto, aceite y limón, que dejaría su cuerpo perfumado durante
todo el día.
Soñadora, Nefertari se confió a la pedicura, a la manicura y
a la maquilladora, que rodeó sus ojos con una línea de maquillaje
verde claro, ornato y protección al mismo tiempo. Como la llegada
de Ramsés se aproximaba, ungió la soberbia cabellera de la reina
con un perfume festivo, cuyos principales componentes eran el
benjui y el estoraque. Luego presentó a Nefertari un espejo de
bronce pulido cuyo mango había sido esculpido en forma de muchacha
desnuda, evocación terrestre de la celestial belleza de
Hator.
Sólo quedaba ponerle una peluca de cabello humano cuyos dos
anchos mechones llegaban hasta los pechos y que estaba rizada por
detrás. La prueba del espejo fue favorable por segunda
vez.
–Si puedo permitírmelo -murmuró la peluquera-, vuestra
majestad nunca estuvo tan bella.
Las camareras vistieron a la reina con una túnica de
inmaculado lino que acababa de crear el taller de tejido de
palacio.
Se acababa de sentar la reina para comprobar la anchura del
admirable vestido cuando un perro amarillo dorado, rechoncho,
musculoso, de colgantes orejas, cola en espiral y corto hocico
coronado por la negra nariz saltó a sus rodillas. El perro venía
del jardín acabado de regar y sus patas mancillaron de barro el
vestido real. Horrorizada, una camarera tomó la pala destinada a
matar las moscas y se dispuso a golpear al animal.
–No lo toques -ordeno Nefertari-. Es Vigilante, el perro de
Ramsés. No actúa así sin razón.
Una lengua rosada, húmeda y suave lamió las mejillas de la
reina y le quitó el maquillaje. Los grandes ojos confiados de
Vigilante le ofrecieron una mirada llena de indescriptible
júbilo.
–Ramsés estará aquí mañana, ¿no es cierto?
Vigilante puso las patas delanteras sobre los tirantes del
vestido y movió la cola con un entusiasmo que no
engañaba.
La capital entró inmediatamente en efervescencia. Del barrio
contiguo al templo de Ra a los talleres cercanos al puerto, de las
villas de los altos funcionarios a las moradas del pueblo llano,
del palacio a los almacenes, todos corrían para cumplir la tarea
que les había sido confiada y estar listos para el excepcional
momento de la entrada del soberano en Pi-Ramsés.
El intendente Romé ocultaba su creciente calvicie bajo una
corta peluca. Privado de sueño desde hacía cuarenta y ocho horas,
acuciaba a sus subordinados, culpables todos de lentitud e
imprecisión. Sólo en la mesa real serían necesarios centenares de
cuartos de buey asados, varias decenas de ocas, doscientos cestos
de carne y pescado secos, cincuenta botes de crema, un centenar de
platos de pescado preparado con especias, por no mencionar las
legumbres y frutas. Los vinos tenían que ser de irreprochable
calidad, al igual que las cervezas de fiesta. Y debían organizarse
mil banquetes en los distintos barrios de la ciudad, para que
incluso los más desfavorecidos participaran, aquel día, en la
gloria del rey y la felicidad de Egipto. Y al menor inconveniente,
todos los dedos le señalarían a él, Romé.
Leyó el último papiro de entrega: mil panes de variadas
formas y de harina muy fina, dos mil hogazas doradas y crujientes,
veinte mil pasteles con miel, jugo de algarrobo y rellenos de
higos, trescientos cincuenta y dos sacos de uva que debía colocarse
en copas, ciento doce de granadas y otros tantos de
higos…
–¡Ahí está! – exclamó el copero.
De pie en el tejado de la cocina, un pinche hacía grandes
gestos.
–No es posible…
–Sí, ¡es él!
El pinche saltó al suelo, el copero corrió hacia la gran
avenida de la capital.
–¡Quedaos aquí! – aulló Romé.
En menos de un minuto, la cocina y las dependencias del
palacio estuvieron desiertas. Romé se derrumbó en un taburete de
tres patas. ¿Quién sacaría de los sacos los racimos de uva y quién
los presentaría artísticamente?
Fascinaba.
Era el sol, el poderoso toro, el protector de Egipto y el
vencedor de los países extranjeros, el rey de grandiosas victorias,
el elegido por la luz divina.
Era Ramsés.
Tocado con una corona de oro, vestido con una armadura
plateada y un paño orillado de oro, con un arco en la mano
izquierda y una espada en la diestra, se mantenía erguido en la
plataforma del carro adornado de lises que Acha conducía. Matador,
el león nubio de llameante melena, avanzaba al compás de los
caballos.
La prestancia de Ramsés unía el poderío al fulgor. En él se
encarnaba la más completa expresión de faraón.
La muchedumbre se apretujaba a ambos lados de la larga vía
procesional que conducía al templo de Amón. Con los brazos llenos
de flores, perfumados con el óleo festivo, músicos y cantores
celebraban el regreso del rey con un himno de bienvenida. «Ver a
Ramsés -decía- alegra el corazón»; de modo que se atropellaban al
paso del monarca para divisarlo, aunque sólo fuera un
instante.
En el umbral del espacio sagrado, Nefertari, la gran esposa
real. La dulce de amor, aquella cuya voz proporcionaba la
felicidad, la soberana de las Dos Tierras, cuya corona con dos
altas plumas tocaba el cielo y cuyo collar de oro ornado con un
escarabeo de lapislázuli contenía el secreto de la resurrección,
tenía en sus manos un codo, símbolo de Maat, la Regla
eterna.
Cuando Ramsés descendió del carro, la muchedumbre guardó
silencio.
El rey se dirigió hacia la reina lentamente. Se detuvo a tres
metros de ella, soltó el arco y la espada, y colocó el puño
derecho, cerrado, sobre su corazón.
–¿Quién eres tú, que te atreves a contemplar a
Maat?
–Soy el hijo de la luz, el heredero del testamento de los
dioses, el que garantiza la justicia y no hace diferencia alguna
entre el fuerte y el débil. Debo proteger todo Egipto de la
desgracia, tanto en el interior como en el
exterior.
–¿Has respetado a Maat lejos de la tierra
sagrada?
–He practicado la Regla y deposito mis actos ante ella para
que me juzgue. Así, el país quedará sólidamente arraigado en la
verdad.
–Que la Regla te reconozca como un ser de
rectitud.
Nefertari levantó el codo de oro que brilló bajo el sol.
Durante largos minutos, la muchedumbre aclamó a su rey. Ni siquiera
Chenar, subyugado, pudo impedirse murmurar el nombre de su
hermano.
En el primer gran patio al aire libre del templo de Amón sólo
eran admitidos los notables de Pi-Ramsés, impacientes por asistir a
la ceremonia de entrega del «oro del valor». ¿A quién condecoraría
el faraón, qué ascensos concedería? Circulaban varios nombres e
incluso se habían hecho apuestas.
Cuando el rey y la reina se asomaron a la «ventana de
aparición», todos contuvieron el aliento. Los generales se
mostraban en primera fila, espiándose por el rabillo del
ojo.
Dos portaabanicos estaban dispuestos a acompañar hasta la
ventana a los afortunados elegidos. Por una vez, el secreto se
había guardado bien; incluso las comadres de la corte permanecían
en la incertidumbre.
–Sea honrado primero el más valeroso de mis soldados -declaró
Ramsés-, aquel que nunca vaciló en arriesgar su vida para proteger
la del faraón. Que se adelante Matador.
Amedrentada, la concurrencia se abrió para dar paso al león,
que pareció complacido al ver que todas las miradas convergían
hacia él. Contoneándose, con paso felino, caminó hasta la ventana
de aparición. Ramsés se inclinó, le acarició la frente y le puso al
cuello una delgada cadena de oro que convertía a la fiera en una de
las más notables personalidades de la corte. Satisfecho, el león se
tendió en la posición de la esfinge.
El rey murmuró dos nombres al oído de los portaestandartes.
Rodeando a Matador, dejaron atrás la hilera de los generales, la de
los oficiales superiores, y la de los escribas, y rogaron a Setaú y
Loto que los siguieran. El encantador de serpientes protestó, pero
su bella esposa le tomó de la mano.
Ver pasar a la nubia, de piel dorada y fino talle, alegró a
los más hastiados, pero el rústico aspecto de Setaú, envuelto en su
piel de antílope con múltiples bolsillos, no obtuvo los mismos
sufragios.
–Honrados sean quienes cuidaron a los heridos y salvaron
numerosas vidas -dijo Ramsés-. Gracias a su ciencia y su
abnegación, valerosos hombres vencieron el sufrimiento y han
regresado al país.
Inclinándose de nuevo, el rey puso varios aros de oro en las
muñecas de Setaú y de Loto. La bella nubia estaba conmovida, el
encantador de serpientes mascullaba.
–Encargo a Setaú y Loto la dirección del laboratorio de
palacio -añadió Ramsés-. Su misión será perfeccionar los remedios a
base de veneno de reptiles y encargarse de que se distribuyan por
todo el país.
–Preferiría mi casa del desierto -murmuró
Setaú.
–¿Lamentáis estar más cerca de nosotros? – preguntó
Nefertari.
La sonrisa de la reina desarmó al gruñón.
–Vuestra majestad…
–Vuestra presencia en palacio, Setaú, será un honor para la
corte.
Molesto, Setaú se ruborizó.
–Hágase según los deseos de vuestra
majestad.
Los generales, algo sorprendidos, se guardaron mucho de
emitir la menor crítica. ¿Acaso no habían recurrido, en un momento
u otro, al arte de Setaú y de Loto para facilitar una digestión
difícil o aliviar una respiración pesada? El encantador de
serpientes y su esposa habían mantenido correctamente el tipo
durante la campaña. Su recompensa, aunque excesiva en opinión de
los oficiales, no era inmerecida.
Quedaba por saber cual de los generales sería distinguido y
accedería al puesto de comandante en jefe del ejército de Egipto, a
las órdenes directas del faraón. El envite era importante, pues el
nombre del afortunado elegido sería revelador de la política futura
de Ramsés. Elegir al general de más edad sería prueba de pasividad
y repliegue; el jefe de los carros anunciaría una inminente
guerra.
Los dos portaabanicos enmarcaron a Acha.
Fino, elegante, muy cómodo, el joven diplomático levantó una
respetuosa mirada hacia la pareja real.
–Yo te honro, mi noble y fiel amigo -declaró Ramsés-, pues
tus consejos me han sido preciosos. Tampoco tú has vacilado en
exponerte al peligro y supiste convencerme de que modificara mis
planes cuando la situación lo exigía. La paz se ha restablecido,
pero sigue siendo frágil. Sorprendimos a los rebeldes con la
rapidez de nuestra intervención; pero ¿cómo reaccionarán los
hititas, verdaderos autores de esos disturbios? Ciertamente hemos
reorganizado las guarniciones de nuestras fortalezas en Canaan y
hemos dejado tropas en la provincia de Amurru, la más expuesta a
una brutal revancha del enemigo. Pero es preciso coordinar nuestros
esfuerzos de defensa en los protectorados, para que no estalle una
nueva sedición. Confío esta misión a Acha. En adelante, la
seguridad de Egipto descansa en gran medida sobre sus
hombros.
Acha se inclinó, Ramsés le puso al cuello tres collares de
oro. El joven diplomático accedía al estatuto de grande de
Egipto.
El mismo rencor unió a los generales. Un dignatario sin
experiencia no podría cumplir una tarea tan difícil. El rey acababa
de cometer un grave error; era imperdonable que careciera hasta ese
punto de confianza en la jerarquía militar.
Chenar perdía a su ayudante en el Ministerio de Asuntos
Exteriores, pero ganaba un precioso aliado, de grandes poderes.
Nombrando a su amigo para aquel puesto, Ramsés corría a su
perdición. La mirada de connivencia que Acha y Chenar
intercambiaron fue para este último el mejor momento de la
ceremonia.
Acompañado por su perro y su león, llenos de júbilo al
encontrarse y jugar juntos, Ramsés había abandonado el templo y
tomado de nuevo el carro para cumplir una promesa.
Homero había rejuvenecido. Sentado bajo su limonero, quitaba
el hueso a los dátiles que Héctor, el gato negro y blanco, ahíto de
carne fresca, contemplaba con la mayor
indiferencia.
–Siento no haber asistido a la ceremonia, majestad; mis
viejas piernas se han hecho perezosas, ya no puedo permanecer de
pie durante horas. Me satisface veros de nuevo en perfecta
salud.
–¿Me ofreceréis esa cerveza de jugo de dátil que vos mismo
habéis preparado?
En la paz del anochecer, ambos hombres degustaron el delicado
brebaje.
–Me proporcionáis un raro placer, Homero: el de creer, por un
instante, que soy un hombre como los demás, capaz de disfrutar un
momento de quietud sin pensar en el mañana. ¿Progresa vuestra
Ilíada?
–Está sembrada, como mi memoria, de matanzas, cadáveres,
amistades perdidas y manejos divinos. ¿Pero acaso tienen los
hombres un destino distinto de su propia locura?
–La gran guerra que mi pueblo teme no ha estallado; los
protectorados de Egipto han vuelto a su seno, y espero crear un
territorio infranqueable entre los hititas y
nosotros.
–¡Ese es un gesto muy prudente en un joven monarca animado
por semejante ardor! ¿Sois acaso la milagrosa alianza de la
prudencia de Príamo y el valor de Aquiles?
–Estoy convencido de que a los hititas les dolerá mi
victoria. Esta paz es sólo una tregua… Mañana, la suerte del mundo
se decidirá en Kadesh.
–¿Por qué tan dulce anochecer está preñado de mañana? Los
dioses son crueles.
–¿Aceptaréis ser mi huésped en el banquete de esta
noche?
–Siempre que regrese pronto; a mi edad, el sueño es la
principal virtud.
–¿Habéis soñado alguna vez que la guerra ya no
existía?
–Escribo la Ilíada con el objetivo de pintarla con tan
horribles colores que los hombres retrocedan ante su deseo de
destruir; pero ¿escucharán los generales la voz de un
poeta?
–¿No has sufrido ninguna herida?
–¿Me crees capaz de ocultártelo? ¡Estás
soberbia!
–Las arrugas se han hecho más profundas en mi frente y mi
garganta; las mejores maquilladoras no pueden hacer
milagros.
–En ti habla todavía la juventud.
–La fuerza de Seti, tal vez… La juventud es un país ajeno que
sólo tú habitas. Pero ¿por qué abandonarme a la nostalgia en esta
noche de júbilo? Ocuparé mi lugar en el banquete,
tranquilízate.
El rey estrechó a su madre entre sus brazos.
–Eres el alma de Egipto.
–No, Ramsés, sólo soy su memoria, el reflejo de un pasado al
que tú debes ser fiel. El alma de Egipto es la pareja que formas
con Nefertari. ¿Has restablecido una paz duradera?
–Una paz, sí; duradera, no. He restaurado nuestra autoridad
en los protectorados, incluido el Amurru, pero temo una reacción
violenta por parte de los hititas.
–Y pensaste en atacar Kadesh, ¿no es cierto?
–Acha me disuadió de ello.
–Con razón. Tu padre renunció a esta guerra porque sabía que
nuestras pérdidas serían elevadas.
–¿No han cambiado los tiempos? Kadesh es una amenaza que no
podremos tolerar por mucho tiempo.
–Nuestros invitados nos aguardan.
Ninguna nota desentonada oscurecía los fastos del banquete
que presidieron Ramsés, Nefertari y Tuya. Romé no dejaba de correr
del comedor a las cocinas y de las cocinas al comedor, vigilando
cada plato, probando cada salsa y bebiendo un trago de cada
vino.
Acha, Setaú y Loto ocupaban los lugares de honor. La
brillante conversación del joven diplomático había seducido a dos
desabridos generales, Loto se había divertido escuchando
innumerables discursos que celebraban su belleza, mientras Setaú
concentraba su atención en el plato de alabastro que no dejaba de
llenarse de suculentos manjares.
La aristocracia y la casta militar habían compartido una
velada de distracción, lejos de las angustias del
porvenir.
Por fin, Ramsés y Nefertari se encontraron solos en su vasta
alcoba del palacio, embalsamada por una decena de ramilletes de
flores. Predominaba el perfume del jazmín y de la olorosa
juncia.
–¿Eso es la realeza, hurtar unas horas para compartirlas con
la mujer que se ama?
–Tu viaje ha sido largo, tan largo…
Se tendieron en una gran cama, hombro contra hombro, cogidos
de la mano, saboreando el placer del reencuentro.
–Es extraño -dijo ella-, tu ausencia me torturaba, pero tu
pensamiento estaba en mí. Cada mañana, cuando acudía al templo para
celebrar los ritos del alba, tu imagen salía de los muros y guiaba
mis gestos.
–En los peores momentos de esta campaña, tu rostro no se ha
separado de mí. Te sentía a mi alrededor, como si hicieras palpitar
las alas de Isis, cuando devuelve la vida a
Osiris.
–Es la magia que creó nuestra unión; nada debe
quebrarla.
–¿Quién podría lograrlo?
–A veces percibo una sombra fría… Se aproxima, se aleja,
vuelve a aproximarse, desaparece.
–Si existe, la destruiré. Pero en tu mirada sólo veo una luz
dulce y ardiente a la vez.
Ramsés se incorporó de lado y admiró el cuerpo perfecto de
Nefertari. Desanudó sus cabellos, hizo resbalar los tirantes de su
túnica y la desnudó tan lentamente que la mujer se
estremeció.
–¿Tienes frío?
–Estás demasiado lejos de mí.
Se tendió sobre ella, sus formas se acoplaron, sus deseos se
unieron.
A las seis de la mañana, tras haberse duchado y enjuagado la
boca con natrón, Ameni había hecho que le llevaran al despacho el
desayuno, compuesto de un puré de cebada, yogur, queso fresco e
higos. El secretario particular de Ramsés comía deprisa, con los
ojos fijos en un papiro.
Un rumor de sandalias de cuero en el enlosado le sorprendió.
Uno de sus subordinados, ¿tan pronto? Ameni se secó los labios con
un lienzo.
–¡Ramsés!
–¿Por qué no acudiste al banquete?
–Mira: ¡estoy desbordado! Juraría que los expedientes se
reproducen entre sí. Y además, no me gustan las mundanalidades, ya
lo sabes. Pensaba solicitar audiencia esta mañana para presentarte
los resultados de mi gestión.
–Estoy seguro de que son excelentes.
El esbozo de una sonrisa animó el serio rostro de Ameni. La
confianza de Ramsés era su bien más preciado.
–Dime… ¿a qué se debe esta matinal visita?
–A causa de Serramanna.
–Era el primer tema del que quería hablarte.
–Nos ha hecho falta durante esta campaña. Fuiste tú quien lo
acusó de traición, ¿no es cierto?
–Las pruebas eran abrumadoras, pero…
–¿Pero?
–Pero he retomado la investigación.
–¿Por qué?
–Tuve la sensación de que me habían manipulado. Y las famosas
pruebas contra Serramanna me parecen cada vez menos convincentes.
Su acusadora, una mujer ligera, Nenofar, ha sido asesinada. Por lo
que respecta al documento que demuestra su complicidad con los
hititas, me siento impaciente por someterlo a la sagacidad de
Acha.
–Despertémoslo, ¿te parece?
Las sospechas que Acha había concebido sobre Ameni se habían
disipado. El rey guardó para sí aquella felicidad.
Leche fresca con miel despertó a Acha, que entregó a su
compañera nocturna a las expertas manos de su masajista y su
peluquero.
–Si su majestad en persona no se encontrara ante mí
-reconoció el diplomático-, no tendría valor para abrir los
ojos.
–Abre también tus oídos -recomendó Ramsés.
–¿Acaso el rey y su secretario no duermen
nunca?
–La suerte de un hombre encarcelado por error bien vale un
brutal despertar -subrayó Ameni.
–¿De quién estás hablando?
–De Serramanna.
–Pero… fuiste tú quien…
–Mira esas tablillas de madera.
Acha se frotó los ojos y leyó los mensajes que Serramanna
había redactado para su corresponsal hitita, prometiéndole que no
utilizaría sus tropas de élite contra el enemigo en caso de
conflicto.
–¿Es una broma?
–¿Por qué lo dices?
–Porque los grandes personajes de la corte hitita son
extremadamente susceptibles. Otorgan al formalismo un valor
desmesurado, incluso en la correspondencia secreta. Para que cartas
como esta lleguen a Hattusa, existe un modo de redactar
observaciones y demandas que Serramanna ignora.
–¡De modo que han imitado la escritura de
Serramanna!
–Sin ninguna dificultad: es bastante grosera. Y estoy
convencido de que estas misivas nunca fueron
enviadas.
A su vez, Ramsés examinó las tablillas.
–¿No os salta a la vista un indicio?
Acha y Ameni reflexionaron.
–Unos antiguos alumnos del Kap, la Universidad de Menfis,
deberían tener más agudo el ingenio.
–Es muy temprano -se excusó Acha-. Naturalmente, el autor de
este texto sólo puede ser un sirio. Habla bien nuestra lengua, pero
hay dos giros de frase que son característicos de los
sirios.
–Un sirio -repitió Ameni-. Estoy convencido de que es el
mismo hombre que pagó a Nenofar, la amante de Serramanna, para que
levantara contra él un falso testimonio. Temiendo que hablara,
consideró indispensable suprimirla.
–¡Asesinar a una mujer! – exclamó Acha-. ¡Es
monstruoso!
–Hay miles de sirios en Egipto -recordó
Ramsés.
–Esperemos que haya cometido un pequeño error -intervino
Ameni- estoy haciendo una investigación administrativa y espero
encontrar una pista decisiva.
–Tal vez el personaje no sea sólo un asesino -sugirió
Ramsés.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Acha.
–Un sirio vinculado a los hititas… ¿Se habrá instalado en
nuestro territorio una red de espionaje?
–Nada demuestra un vínculo directo entre el hombre que
intentó acusar a Serramanna y nuestro principal
enemigo.
Ameni hirió a Acha en lo más vivo:
–Formulas esta objeción, amigo mío, porque estás enojado. Tú,
el jefe de nuestro servicio de información, acabas de descubrir una
verdad que no te gusta demasiado.
–Mal comienza la jornada -advirtió el diplomático-, y las
siguientes pueden resultar muy movidas.
–Encontrad a ese sirio lo antes posible -exigió
Ramsés.
En su celda, Serramanna se entretenía a su modo; mientras
seguía proclamando su inocencia, intentaba derribar los muros a
puñetazos. El día del proceso rompería la cabeza de sus acusadores,
fueran quienes fueran. Aterrorizados por la furia del ex pirata,
sus carceleros le pasaban la comida a través de los barrotes de la
reja de madera.
Cuando por fin se abrió, Serramanna sintió deseos de
arrojarse contra el hombre que se atrevía a enfrentarse con
él.
–¡Majestad!
–Esta desagradable estancia no te ha afectado demasiado,
Serramanna.
–¡No os traicioné, majestad!
–Has sido víctima de un error, y he venido a
liberarte.
–¿Realmente voy a salir de esta jaula?
–¿Dudas acaso de la palabra del rey?
–¿Todavía confiáis en mí?
–Eres el jefe de mi guardia personal.
–Entonces, majestad, os lo diré todo. Todo lo que he sabido,
todo lo que sospecho, todas las verdades por las que han querido
hacerme callar.
Saciado por fin, miró a Ameni con malos
ojos.
–¿Por qué me encarcelaste, escriba?
–Te presento mis excusas. No sólo me engañaron, también actué
con precipitación, a causa de la marcha del ejército hacia el
norte. Mi única intención era proteger al rey.
–Excusas… ¡Vete a la cárcel y ya verás! ¿Dónde está
Nenofar?
–Muerta -respondió Ameni-. Asesinada.
–No puedo compadecerla. ¿Quién la manipuló e intentó librarse
de mí?
–Lo ignoramos, pero lo sabremos.
–Yo lo sé.
El sardo vació una nueva copa de vino y se secó los
bigotes.
–Habla -exigió el rey.
Serramanna guardó silencio.
–Majestad, os lo he advertido. Cuando Ameni me detuvo, me
disponía a haceros cierto número de revelaciones que podrían
disgustaros.
–Te escuchamos, Serramanna.
–El hombre que quiso eliminarme, majestad, es Romé, el
intendente que vos elegisteis. Cuando introdujo un escorpión en
vuestra cámara, a bordo del barco, sospeché de Setaú y me
equivoqué; cuando vuestro amigo me cuidó, aprendí a conocerlo. Es
un hombre recto, incapaz de mentir, de hacer trampas o de
perjudicar. Romé, en cambio, es vicioso. ¿Quién puede estar mejor
situado para robar el chal de Nefertari? Y él, o uno de sus
ayudantes, robó la jarra de pescado seco.
–¿Por qué razón iba a actuar así?
–Lo ignoro.
–Ameni considera que nada debo temer de
Romé.
–Ameni no es infalible -repuso con vivacidad el sardo-. En mi
caso se equivocó… ¡Pues con Romé, lo mismo!
–Yo mismo lo interrogaré -anunció Ramsés-. ¿Sigues
defendiendo a Romé, Ameni?
El secretario particular del faraón movió negativamente la
cabeza.
–¿Más revelaciones, Serramanna?
–Sí, majestad.
–¿A quién se refieren?
–A vuestro amigo Moisés. A este respecto, mi convicción es
firme; y puesto que sigo encargándome de protegeros, debo ser
sincero.
Los acerados ojos de Ramsés habrían asustado a más de uno.
Con la ayuda de un nuevo trago de vino, Serramanna alivió su
conciencia.
–Para mí, Moisés es un traidor y un conspirador. Su objetivo
era ponerse a la cabeza del pueblo hebreo y fundar un principado
independiente en el Delta. Tal vez sienta amistad por vos; pero al
final, si sigue vivo, será el más implacable de vuestros
enemigos.
Ameni temió una reacción violenta por parte del rey. Ramsés
permaneció extrañamente tranquilo.
–¿Es una simple suposición o el resultado de una
investigación?
–Una investigación tan profunda como ha sido posible. Además
he sabido que Moisés había mantenido varios contactos con un
extranjero que se hacía pasar por arquitecto. Ese hombre vino a
alentarlo, a ayudarlo incluso; vuestro amigo el hebreo era el
centro de una maquinación contra Egipto.
–¿Identificaste al falso arquitecto?
–Ameni no me dio tiempo.
–Olvidemos esa disputa, aunque hayas sufrido. Debemos aliar
nuestras fuerzas.
Tras una larga vacilación, Ameni y Serramanna se dieron un
abrazo algo tosco. El escriba creyó asfixiarse con la presión del
sardo.
–No podría existir peor hipótesis -consideró el rey-. Moisés
es un ser testarudo; si tienes razón, Serramanna, irá hasta el
final. ¿Pero quién conoce hoy, realmente, su ideal? ¿Lo conoce él
mismo? Antes de acusarlo de alta traición, debemos escucharlo. Y
para escucharlo, debemos encontrarlo.
–Ese falso arquitecto -intervino Acha intrigado-, ¿no será un
manipulador de primer orden?
–Antes de forjarnos una opinión definitiva tendremos que
aclarar muchas zonas oscuras -consideró Ameni.
Ramsés puso la mano en el hombro del sardo.
–Tu franqueza es una cualidad rara, Serramanna; sobre todo,
no la pierdas.
Durante la semana que siguió al regreso triunfal de Ramsés,
Chenar, como ministro de Asuntos Exteriores, sólo tuvo buenas
noticias para comunicar a su hermano.
Los hititas no habían presentado ninguna protesta oficial y
seguían sin reaccionar ante el hecho consumado. La demostración de
fuerza del ejército egipcio y su rapidez de ejecución parecían
haberles convencido de respetar el pacto de no agresión impuesto
por Seti.
Antes de que Acha saliera hacia una gira de inspección por
los protectorados, Chenar organizó un banquete cuyo invitado de
honor fue su antiguo colaborador. Sentado a la diestra del dueño de
la casa, cuyas recepciones encantaban a la alta sociedad de
Pi-Ramsés, el joven diplomático apreció las danzas de tres
muchachas casi desnudas, salvo por un cinturón de tejido coloreado
que no les ocultaba el sexo de azabache; evolucionaban con gracia
al compás de una melodía, rápida a veces, lánguida otras, tocada
por una orquesta femenina compuesta por una arpista, tres
flautistas y una oboísta.
–¿Cuál deseáis para pasar la noche, mi querido
Acha?
–Os sorprenderé, Chenar, pero acabo de vivir una agotadora
semana con una viuda insaciable y sólo aspiro a dormir doce horas
antes de emprender el camino hacia Canaan y
Amurru.
–Gracias a esta música y a la charla de mis invitados,
podemos conversar con toda tranquilidad.
–Ya no trabajo en el ministerio, pero mi nueva misión no debe
disgustaros.
–Ni vos ni yo podíamos esperar nada mejor.
–Sí, Chenar. Ramsés habría podido morir, o ser herido, o
quedar deshonrado.
–No imaginé que añadiría cualidades de estratega a su innato
poderío. Pensándolo bien, su victoria es sólo relativa. ¿Ha hecho
algo más que reconquistar los protectorados? Me sorprende la falta
de reacción de los hititas.
–Analizan la situación. Pasada su sorpresa,
golpearán.
–¿Cómo pensáis actuar, Acha?
–Al darme plenos poderes en nuestros protectorados, Ramsés me
ha proporcionado un arma decisiva. Con la excusa de reorganizar
nuestro sistema defensivo, lo desmontaré poco a
poco.
–¿No teméis que os desenmascaren?
–Ya he conseguido convencer a Ramsés de que mantenga a los
príncipes de Canaan y Amurru a la cabeza de su provincia. Son
personajes tortuosos y corruptos que se venderán al mejor postor;
me será fácil hacerles pasar al bando hitita, y la famosa zona de
seguridad con la que sueña Ramsés, sólo será una
ilusión.
–No cometáis imprudencias, Acha; el envite es
considerable.
–No ganaremos la partida si no corremos ciertos riesgos. Lo
más difícil será averiguar la estrategia de los hititas;
afortunadamente, tengo ciertos dones en ese campo.
Un inmenso imperio que fuera de Nubia a Anatolia, un imperio
del que sería el dueño… Chenar no se atrevía a creerlo, pero he
aquí que su sueño iba transformándose, poco a poco, en realidad.
Ramsés no sabía elegir a sus amigos: Moisés, un asesino y un
sedicioso; Acha, un traidor; Setaú, un excéntrico sin envergadura.
Quedaba Ameni, intratable e incorruptible, pero carente de
ambición.
–Tendremos que arrastrar a Ramsés a una guerra insensata
-prosiguió Acha-. Así quedará como el responsable del hundimiento
de Egipto y vos como su salvador: esa es la línea directriz que no
debemos olvidar.
–¿Os ha confiado Ramsés otra misión?
–Sí, encontrar a Moisés. El rey rinde culto a la amistad.
Aunque el sardo cree a Moisés culpable de alta traición, el faraón
no lo condenará sin haberle escuchado.
–¿Alguna pista seria?
–Ninguna. O el hebreo murió de sed en el desierto o se oculta
en una de las innumerables tribus que recorren el Sinaí y el Negeb.
Si se esconde en Canaan o en Amurru, acabaré
sabiéndolo.
–Si se pusiera a la cabeza de una tribu rebelde, Moisés
podría seros útil.
–Hay un detalle turbador -precisó Acha-. Según Serramanna,
Moisés mantuvo misteriosos contactos con un
extranjero.
–¿Aquí, en Pi-Ramsés?
–En efecto.
–¿Lo han identificado?
–No, sólo se sabe que se hacía pasar por
arquitecto.
Chenar fingió indiferencia.
De modo que Ofir ya no era absolutamente desconocido. De
momento no era más que una sombra, pero se convertía en una
potencial amenaza. Ningún vínculo, de clase alguna, debía poder
establecerse entre Chenar y él. Practicar la magia negra contra el
faraón se castigaba con la pena de muerte.
–Ramsés exige la identificación del personaje -indicó
Acha.
–Sin duda un hebreo en situación irregular… Tal vez sea él
quien se llevó a Moisés por los caminos del exilio. Apuesto a que
no volveremos a verlos.
–Es probable… Contemos con Ameni para intentar aclarar este
asunto, sobre todo después de su grave error.
–¿Creéis que Serramanna va a perdonárselo?
–El sardo me parece bastante rencoroso.
–¿No cayó en una especie de emboscada? – preguntó
Chenar.
–Un sirio compró la complicidad de una prostituta y la
estranguló para impedir que hablara después de haber acusado al
sardo. Y ese mismo extranjero imitó la escritura de Serramanna para
hacer creer que era un espía a sueldo de los hititas. Una mentira
no desprovista de habilidad, pero en exceso
superficial.
Chenar tuvo dificultades para mantener la
calma.
–Y eso significa…
–Que una red de espionaje actúa en nuestro
territorio.
Raia, el mercader sirio, el principal aliado de Chenar,
estaba en peligro. ¡Y era Acha, su otro aliado fundamental, el que
intentaba descubrirlo y detenerlo!
–¿Deseáis que mi ministerio investigue a ese
sirio?
–Ameni y yo nos encargaremos de ello. Mejor será actuar con
discreción para no espantar la caza.
Chenar bebió un gran trago de vino blanco del Delta. Acha
nunca sabría la magnitud de la ayuda que le
proporcionaba.
–Un notable tendrá serios problemas -reveló el joven
diplomático, divertido.
–¿Quién?
–El gordo Romé, el tiránico intendente de palacio. Serramanna
lo ha puesto bajo vigilancia porque está convencido de que Romé
merece la cárcel.
A Chenar le dolía la espalda, como a un luchador agotado,
pero consiguió poner buena cara. Tenía que actuar deprisa, muy
deprisa, para disipar las tormentas que comenzaban a
rugir.
A Romé, el intendente de palacio, no le gustaba la suavidad
de aquel final de octubre refrescado, a veces, por alguna borrasca.
Cuando estaba preocupado, Romé engordaba. Como los problemas iban
en aumento, la panza lo dejaba a veces sin aliento y lo obligaba a
sentarse unos minutos antes de reanudar su abrumadora
actividad.
Serramanna lo seguía por todas partes, sin darle ni un
momento de respiro. Cuando no se trataba del sardo en persona, era
uno de sus esbirros, cuyo aspecto no pasaba desapercibido ni en
palacio ni en los mercados donde el intendente compraba,
personalmente, los productos destinados a las cocinas
reales.
Antaño, a Romé le habría complacido la idea de preparar una
nueva receta mezclando raíces de loto, altramuz amargo hervido en
varias aguas, calabacines, garbanzos, ajo dulce, almendras y
pedacitos de perca asados, pero ni siquiera esa sublime perspectiva
lograba hacerle olvidar que estaban siguiéndolo.
Tras su rehabilitación, el monstruoso Serramanna creía que
todo le estaba permitido. Pero Romé no podía emitir protesta
alguna. Cuando se tiene el corazón en un puño y gris la conciencia,
¿cómo estar en paz consigo mismo?
Serramanna tenía la paciencia de un pirata. Esperaba un error
de su presa, aquel gordo intendente de rostro blando y de alma
negra. Su instinto no le había engañado: desde hacía varios meses
sospechaba que Romé era venal, tara que llevaba a las peores
traiciones. Aunque había obtenido un puesto de importancia, Romé
padecía una enfermedad mortal: la avidez. No se contentaba con su
posición y deseaba añadir la fortuna al mediocre poder del que
disponía.
Gracias a su continua vigilancia, Serramanna ponía a dura
prueba los nervios del intendente. Acabaría cometiendo un error,
tal vez incluso confesando sus crímenes. Como Serramanna había
previsto, el intendente no se atrevía a quejarse. Si hubiera sido
inocente, no habría vacilado en hablar con el rey. En su cotidiano
informe a Ramsés, el sardo no dejaba de mencionar el significativo
hecho.
Tras varios días de persecución continua, Serramanna
solicitaría a sus hombres que prosiguieran la vigilancia, pero
haciéndose invisibles. Creyéndose por fin libre de aquel cerco, tal
vez Romé se precipitara en el regazo de un eventual cómplice, el
que le había pagado el producto de sus robos.
El sardo acudió al despacho de Ameni mucho tiempo después de
la puesta del sol. El secretario ordenaba los papiros del día en un
gran armario de sicomoro.
–¿Algo nuevo, Serramanna?
–Nada todavía. Romé es más coriáceo de lo que
suponía.
–¿Todavía me guardas rencor?
–Bueno… La prueba que me hiciste sufrir no es fácil de
olvidar.
–Sería inútil volver a presentarte excusas; tengo algo mejor
que proponerte. ¿Aceptarías acompañarme a la oficina del
catastro?
–¿Asociarme a tu investigación?
–Eso es.
–¡Que el resto de mi rencor fluya como un humor maligno! Te
acompaño.
Los meticulosos funcionarios del catastro habían tardado
varios meses en obtener la eficacia de que daban pruebas sus
colegas de Menfis. Acostumbrarse a una nueva capital, hacer
inventario de tierras y casas, identificar propietarios e
inquilinos exigía numerosas verificaciones. Por esa razón, la
demanda de Ameni, aunque considerada urgente, había tardado mucho
en verse satisfecha.
Serramanna consideró que el director del catastro, un
sexagenario calvo y flaco, era más siniestro aun que Ameni. Su
pálida piel demostraba que nunca se exponía al sol ni al aire
libre. El funcionario recibió a los visitantes con una gélida
cortesía y los condujo a través de un dédalo de tablillas de
madera, apiladas unas sobre otras, y de papiros ordenados en
casilleros.
–Gracias por recibirnos a hora tan avanzada -dijo
Ameni.
–He supuesto que preferiríais la máxima
discreción.
–En efecto.
–No os ocultaré que vuestra petición nos ha impuesto un
trabajo suplementario, pero al fin hemos conseguido identificar al
propietario de la casa indicada.
–¿De quién se trata?
–De un comerciante originario de Menfis, un tal
Renuf.
–¿Conocéis su domicilio principal en
Pi-Ramsés?
–Vive en una villa, al sur de la ciudad.
Los viandantes se apartaban a toda prisa ante el paso del
carro de dos caballos que Serramanna conducía. Con el corazón en un
puño, Ameni cerraba los ojos. El vehículo tomó sin aminorar la
marcha el reciente puente que cruzaba el canal que separaba los
nuevos barrios de la capital de la vieja ciudad de Avaris. Las
ruedas chirriaron, la caja tembló, pero el carro no
volcó.
En el antiguo paraje cohabitaban algunas hermosas villas,
rodeadas de cuidados jardines, y modestas casas de dos pisos. En
aquel fresco anochecer de otoño, los frioleros comenzaban a caldear
sus moradas con leña o bosta seca.
–Aquí es -dijo Serramanna.
Ameni agarraba con tanta fuerza una de las correas del carro
que no pudo soltar su mano.
–¿Estás mal?
–No, no…
–Pues bueno, vamos. Si el pájaro está en el nido, pronto
resolveremos el asunto.
Ameni consiguió liberarse; con las piernas temblorosas,
siguió al sardo.
El portero de Renuf estaba sentado ante la entrada de la
cerca, hecha de ladrillos sin cocer, y adornada con plantas
trepadoras; el hombre comía pan y queso.
–Queremos ver al comerciante Renuf -dijo
Serramanna.
–No está.
–¿Dónde podemos encontrarlo?
–Se ha marchado al Medio Egipto.
–¿Cuándo volverá?
–No lo sé.
–¿Alguien está al corriente?
–Bueno… No lo creo.
–Avísanos en cuanto llegue.
–¿Por qué iba a hacerlo?
Serramanna dirigió una mirada llena de odio al portero y lo
levantó cogiéndole de los sobacos.
–Porque el faraón lo exige. Si te retrasas una hora, tendrás
que vértelas conmigo.
Chenar sufría insomnio y ardor de estómago. Puesto que Raia
estaba ausente de Pi-Ramsés, tenía que dirigirse inmediatamente a
Menfis, para advertir al mercader sirio del peligro que corría y,
al mismo tiempo, para hablar con Ofir. El ministro de Asuntos
Exteriores, sin embargo, debía justificar sus desplazamientos a la
antigua capital; afortunadamente, tenía que tomar varias
disposiciones administrativas con los altos funcionarios menfitas.
En nombre del faraón, pues, Chenar emprendió un viaje oficial a
bordo de un barco mucho más lento de lo que él hubiera
querido.
U Ofir tenía una solución para hacer callar a Romé, o Chenar
se vería obligado a librarse del mago, aunque su hechizo no
estuviera todavía terminado.
Chenar no lamentaba haber compartimentado a sus aliados; lo
que acababa de ocurrir le demostraba lo fundado de su estrategia. A
un ser agudo y peligroso como Acha no le habría gustado descubrir
los vínculos que Chenar mantenía con una red de espionaje
pro-hitita, que el joven diplomático no controlaba. Un individuo
retorcido y cruel como Raia, que creía manipular al hermano mayor
de Ramsés, no habría soportado que llevara a cabo un juego en
exceso personal, al margen de su fidelidad a los hititas. Por lo
que se refiere a Ofir, era preferible que permaneciese encerrado en
sus temibles poderes y su ineluctable locura.
Acha, Raia, Ofir… Tres fieras que Chenar era capaz de domar
para asegurarse un porvenir favorable, siempre que pudiera apartar
la amenaza que sus imprudencias hacían gravitar sobre
él.
Durante la primera semana de su estancia en Menfis, Chenar
recibió a los altos funcionarios con quienes debía entrevistarse y
organizó en su villa una de aquellas suntuosas veladas cuyo secreto
sólo él poseía. En aquella ocasión solicitó a su intendente que
invitara al mercader Raia. Éste le ofrecería raras vasijas que
adornarían su sala de banquetes.
Cuando el frío se hizo excesivo, los invitados abandonaron el
jardín y entraron en la villa.
–Ha llegado el mercader -dijo el intendente de
Chenar.
Si hubiera creído en los dioses, el hermano mayor de Ramsés
les habría dado las gracias. Con falsa desenvoltura se dirigió a la
puerta de su villa.
El hombre que le saludó no era Raia.
–¿Quién eres?
–El gerente de su almacén en Menfis.
–Ah… suelo tratar con tu patrón.
–Se ha marchado a Tebas y Elefantina para negociar un
cargamento de conservas de lujo. En su ausencia tengo, sin embargo,
algunos hermosos jarrones que ofreceros.
–Enséñamelos.
Chenar examinó las obras.
–No son extraordinarios… De todos modos, compraré
dos.
–El precio es muy razonable, señor.
Chenar discutió por pura forma e hizo que su intendente
pagara las vasijas.
Sonreír, charlar y decir trivialidades no le fue fácil, pero
Chenar se mostró a la altura de la tarea. Nadie sospechó que el
ministro de Asuntos Exteriores, encantador y locuaz como de
costumbre, era presa de la angustia.
–Estás muy hermosa -le dijo a su hermana
Dolente.
Lánguida, la alta mujer morena se dejaba cortejar por jóvenes
nobles de huecos discursos.
–Tu recepción es magnífica, Chenar.
Le ofreció el brazo y la llevó hacia el pórtico que rodeaba
la sala del banquete.
–Mañana por la mañana iré a ver a Ofir; sobre todo, que no
salga: corre peligro.
–Entra, Chenar.
–¿Todo está tranquilo?
–Sí, no te preocupes. Los experimentos de Ofir progresan
-aseguró la mujer alta y morena-. Lita se comporta admirablemente,
pero su salud es frágil y no podemos apresurar el proceso. ¿Por qué
estás tan inquieto?
–¿Ha despertado el mago?
–Voy a buscarlo.
–No estés tanto a su disposición, hermanita.
–Es un hombre maravilloso que establecerá el reino del Dios
verdadero. Está convencido de que eres el instrumento del
destino.
–Tráemelo, tengo prisa.
Vestido con una larga túnica negra, el mago libio se inclinó
ante Chenar.
–Tenéis que marcharos hoy mismo, Ofir.
–¿Qué ocurre, señor?
–Os vieron hablar con Moisés en Pi-Ramsés.
–¿Y me han descrito con precisión?
–Me parece que no, pero los investigadores saben que os
hicisteis pasar por un arquitecto y que sois
extranjero.
–Eso es muy poco, señor. Tengo el don de pasar desapercibido
cuando es necesario.
–Fuisteis imprudente.
–Era indispensable hablar con Moisés. Tal vez mañana lo
celebremos.
–Ramsés ha regresado perfectamente sano de su expedición a
nuestros protectorados, quiere encontrar a Moisés y ahora conoce
vuestra existencia. Si algún testigo os identifica, seréis detenido
e interrogado.
La sonrisa de Ofir le heló la sangre a
Chenar.
–¿Creéis que podrán detener a un hombre como
yo?
–Temo que hayais cometido un grave error.
–¿Cuál?
–Confiar en Romé.
–¿Por qué creéis que confío en él?
–Por orden vuestra robó el chal de Nefertari y la jarra de
pescado de la Casa de Vida de Heliópolis, porque los necesitabais
para vuestros hechizos.
–Notable deducción, señor Chenar, aunque adolece de una
inexactitud: Romé robó el chal y uno de sus amigos, un proveedor de
Menfis, se encargó de la jarra.
–Un proveedor… ¿Y si hablara?
–El infeliz murió de una crisis cardíaca.
–¿Una muerte… natural?
–Toda muerte acaba siendo natural, señor Chenar, cuando el
corazón calla.
–Pero queda el gordo Romé… Serramanna está convencido de su
culpabilidad y no deja de acosarlo. Si Romé habla, os denunciará.
Los brujos que atacan a la persona del rey son condenados a
muerte.
Ofir no había dejado de sonreír.
–Vayamos a mi laboratorio.
La vasta estancia estaba llena de papiros, pedazos de marfil
inscritos, copelas que contenían sustancias coloreadas y cordones.
Todo estaba perfectamente ordenado y se respiraba un agradable olor
de incienso. El lugar se parecía más al taller de un artesano o al
despacho de un escriba, muy cuidado, que al antro de un mago
negro.
Ofir extendió las manos sobre un espejo de cobre, colocado
horizontalmente sobre un trípode. Luego vertió agua y rogó a Chenar
que se acercara.
Poco a poco, en el espejo tomó forma un
rostro.
–¡Romé! – exclamó Chenar.
–El intendente de Ramsés es un buen hombre -comentó Ofir-,
aunque débil, ávido e influenciable. No era necesario ser un gran
brujo para hechizarlo. El robo que cometió, muy a su pesar, lo
corroe interiormente como un ácido.
–Si Ramsés lo interroga, Romé hablará.
–No, señor Chenar.
La mano izquierda de Ofir formo un círculo por encima del
espejo. El agua se puso a hervir y el cobre se
resquebrajó.
Impresionado, Chenar retrocedió.
–¿Ese truco de magia bastará para que Romé se
calle?
–Considerad resuelto el problema. No creo que sea necesario
marcharme; ¿no está esta casa a nombre de vuestra
hermana?
–Sí.
–Todos la ven ir y venir. Lita y yo somos abnegados
servidores y no sentimos deseo alguno de pasear por la ciudad. Ni
ella ni yo saldremos de aquí hasta que hayamos destruido las
protecciones mágicas de la pareja real.
–¿Y los partidarios de Atón?
–Vuestra hermana nos sirve de agente de contacto. Demuestra,
por orden mía, una ejemplar discreción mientras esperamos el gran
acontecimiento.
Chenar se marchó, tranquilizado a medias.
Le importaban un pimiento aquella pandilla de nostálgicos
iluminados y le preocupaba, sobre todo, no poder eliminar con sus
propias manos al intendente Romé. Sólo podía esperar que el mago no
presumiera.
Se imponía una precaución suplementaria.
El Nilo era un río maravilloso. Gracias a su poderosa
corriente, que impulsaba una embarcación rápida a más de trece
kilómetros por hora, Chenar recorrió en menos de dos días la
distancia que separaba Menfis de Pi-Ramsés.
El hermano mayor del rey pasó por su ministerio, organizó una
rápida reunión con sus principales colaboradores, se enteró de los
despachos procedentes del extranjero y de los mensajes expedidos
por los diplomáticos destinados a los protectorados. Una silla de
manos lo llevó luego al palacio real, bajo un cielo encapotado,
cubierto de nubes de lluvia.
Pi-Ramsés era una hermosa ciudad que carecía de la patina de
Menfis y del encanto que daba el pasado. Cuando reinara, Chenar le
arrebataría el estatuto de capital, sobre todo porque Ramsés había
impreso en ella, excesivamente, su marca. Una población animada y
alegre se entregaba a sus ocupaciones cotidianas, como si la paz
fuera eterna, como si el vasto imperio hitita hubiera caído en el
olvido. Por un instante, Chenar se dejó atraer por el espejismo de
aquella existencia simple que acompasaba la sabiduría de las
estaciones. ¿No debería, como la totalidad del pueblo de Egipto,
aceptar la soberanía de Ramsés? No, él no era un
servidor.
Tenía madera de rey, y la historia lo recordaría como un
monarca con una visión mucho más amplia que la de Ramsés y la del
«gran jefe» hitita. De su pensamiento nacería un mundo nuevo cuyo
dueño sería él.
El faraón no hizo esperar a su hermano. Ramsés acababa de
hablar con Ameni, cuyo rostro había lamido cuidadosamente
Vigilante. El secretario particular del monarca y Chenar se
saludaron con frialdad, y el perro se tendió en un magro rayo de
sol.
–¿Has tenido un viaje agradable, Chenar?
–Excelente. Perdóname, pero Menfis me gusta
mucho.
–¿Quién podría reprochártelo? Es una ciudad excepcional, que
Pi-Ramsés nunca podrá igualar. Si la amenaza hitita no hubiera
tomado tamañas proporciones, no habría sido necesario crear una
nueva capital.
–La administración menfita sigue siendo un modelo de
conciencia profesional.
–Los distintos servicios de Pi-Ramsés trabajan con eficacia;
¿no lo demuestra acaso tu ministerio?
–No escatimo el trabajo, créeme; no hay mensajes
preocupantes, ni oficiales ni oficiosos. Los hititas han
enmudecido.
–¿Ni el menor comentario de nuestros
diplomáticos?
–Tu intervención ha podido con los anatolios; no imaginaban
que el ejército egipcio pudiera mostrarse tan rápido y
conquistador.
–Es posible.
–¿Por qué dudarlo? Si estuvieran seguros de ser invencibles,
los hititas habrían emitido, al menos, una vigorosa
protesta.
–¿Respetar ellos la frontera impuesta por Seti?… No lo
creo.
–¿Te estás volviendo pesimista, majestad?
–La razón de ser del imperio hitita es la expansión
territorial.
–¿No será Egipto un bocado excesivo, incluso para un enemigo
hambriento?
–Cuando una casta militar desea el enfrentamiento -consideró
Ramsés-, ni la prudencia ni la razón pueden disuadirla de
ello.
–Sólo un potente adversario hará retroceder a los
hititas.
–¿Defiendes acaso un armamento intensivo y un aumento de
nuestros efectivos?
–¿Hay mejor solución?
Puesto que el rayo de sol había desaparecido, Vigilante saltó
al regazo del rey.
–¿No sería un modo de declarar la guerra? – preguntó
Ramsés.
–Los hititas no comprenderán más lenguaje que el de la
fuerza; si no me engaño, eso es lo que realmente
piensas.
–También me preocupa la consolidación de nuestro sistema
defensivo.
–Convertir nuestros protectorados en zona de interposición,
lo sé… Pesada tarea para tu amigo Acha, aunque no carezca de
ambición.
–¿Te parece excesiva?
–Acha es joven, acabas de condecorarlo y de convertirlo en
uno de los principales personajes del Estado. Una promoción tan
rápida podría subírsele a la cabeza… Nadie discute sus inmensas
cualidades, ¿pero no sería conveniente desconfiar?
–La jerarquía militar no se ha sentido lo bastante honrada,
soy consciente de ello; pero Acha es el hombre perfecto para la
situación.
–Hay un detalle sin gran importancia, pero tengo el deber de
hablarte de ello. Sabes que el personal de palacio tiende a charlar
por los codos; sin embargo, ciertas confidencias pueden tener su
interés. Según mi intendente, que siente una gran amistad por una
de las camareras de la reina, la sirvienta asegura que vio como
Romé robaba el chal de Nefertari.
–¿Declararía?
–Romé la aterroriza. Cree que si lo acusa, el intendente la
maltratará.
–¿Estamos en un paraje de bandidos o en un país gobernado por
Maat?
–Tal vez deberías conseguir que Romé confesara primero;
luego, la pequeña declarará.
Insinuando una crítica sobre Acha y, especialmente,
denunciando a Romé e impulsando la intervención de Ramsés, Chenar
hacía un peligroso juego pero, en cambio, se volvía cada vez más
creíble para el faraón.
Si las prácticas ocultas de Ofir resultaban ineficaces,
Chenar lo estrangularía con sus propias manos.
Pese a las imperiosas consignas que había dado, la puerta de
la cocina se abrió.
–He ordenado que… ¡Majestad! ¡Majestad, este no es vuestro
lugar!
–¿Hay algún lugar del reino que me esté
prohibido?
–No he querido decir eso. Perdonadme. Yo…
–¿Me permites probarlo?
–Mi adobo no está listo todavía, estaba preparándolo. Pero
será un plato notable que entrará en los anales culinarios de
Egipto.
–¿Eres aficionado a los secretos, Romé?
–No, no… Pero la buena cocina exige discreción. Me siento
celoso de mis inventos, lo confieso.
–¿No tendrás algo más que confesarme?
La gran estatura de Ramsés abrumó a Romé. Encogiéndose sobre
sí mismo, el intendente bajó los ojos.
–Mi existencia no tiene misterio alguno, majestad; se
desarrolla en palacio para serviros, solo para
serviros.
–¿Tan seguro estás de eso? Todo hombre tiene sus debilidades,
según dicen; ¿cuáles son las tuyas?
–Lo… lo ignoro. La gula, indudablemente.
–¿Estás descontento con tu salario?
–¡No, claro que no!
–El cargo de intendente es envidiable y envidiado, pero no
procura riquezas.
–¡Ese no es mi objetivo, os lo aseguro!
–¿Quién podría resistir una ventajosa oferta, a cambio de
algunos pequeños servicios?
–El servicio de vuestra majestad es mucho más gratificante
y…
–No sigas mintiendo, Romé. ¿Recuerdas el lamentable episodio
del escorpión colocado en mi alcoba?
–Afortunadamente os respeto.
–Te habían prometido que no me mataría y que nunca serías
acusado, ¿no es cierto?
–¡Es falso, majestad, absolutamente falso!
–No deberías haber cedido, Romé. Han apelado por segunda vez
a tu venalidad, exigiéndote que robaras el chal preferido de la
reina. Y sin duda no eras ajeno al robo de la jarra de
pescado.
–No, majestad, no…
–Alguien te vio.
Romé se ahogaba. De su frente brotaban gruesas gotas de
sudor.
–No es posible…
–¿Es malvada tu alma, Romé, o fuiste juguete de las
circunstancias?
El intendente sintió un fuerte dolor en el pecho. Sentía
deseos de revelárselo todo al rey, de expulsar los remordimientos
que le roían. Se arrodilló, su frente chocó con el borde de la mesa
en la que había dispuesto los ingredientes para el
adobo.
–No, no soy un malvado… He sido débil, demasiado débil.
Tenéis que perdonarme, majestad.
–Siempre que me digas, por fin, la verdad,
Romé.
En la neblina del malestar, el rostro de Ofir se apareció a
Romé. Un rostro de buitre, de curvado pico, que hurgaba en su carne
y devoraba su corazón.
–¿Quién te ordenó que cometieras esas
fechorías?
Romé quiso hablar pero el nombre de Ofir no pudo cruzar la
barrera de sus labios. Un miedo pegajoso lo asfixió, un miedo que
lo impulsaba a deslizarse hacia la nada para escapar del
castigo.
Romé levantó hacia Ramsés una mirada implorante, su mano
diestra agarró el plato que contenía su intento de adobo y lo
derribó. La salsa de especias se derramó sobre su rostro, y el
intendente cayó muerto.
–Es muy grande -dijo Kha mirando a Matador, el león de
Ramsés.
–¿Te da miedo? – preguntó el rey a su hijo.
A sus nueve años, Kha, el hijo de Ramsés y de Iset la bella,
era serio como un viejo escriba. Los juegos de su edad le aburrían,
sólo le gustaba leer y escribir, y pasaba la mayor parte de su
tiempo en la biblioteca de palacio.
–Me da un poco de miedo.
–Tienes razón, Kha; Matador es un animal muy
peligroso.
–Pero tú no tienes miedo porque eres el
faraón.
–El león y yo nos hemos hecho amigos. Cuando era muy joven,
fue mordido por una serpiente, en Nubia; lo encontré, Setaú lo curó
y desde entonces no nos hemos separado. Matador me salvó, a su vez,
la vida.
–¿Contigo se porta siempre bien?
–Siempre. Pero sólo conmigo.
–¿Te habla?
–Sí, con los ojos, las patas, los sonidos que emite… Y
comprende lo que le digo.
–Me gustaría tocar su melena.
Tendido como una esfinge, el enorme león observaba al hombre
y al niño. Cuando gruñó, con voz grave y profunda, el pequeño Kha
se agarró a la pierna de su padre.
–¿Está enfadado?
–No, acepta que lo acaricies.
Tranquilizado por la serenidad de su padre, Kha se aproximó.
Vacilante primero, su minúscula mano rozó los pelos de la suntuosa
melena, luego fue animándose. El león ronroneó.
–¿Puedo montar en su lomo?
–No, Kha. Matador es un guerrero y un ser orgulloso; te ha
concedido un gran favor, pero no debes pedirle
más.
–Escribiré su historia y se la contaré a mi hermana
Meritamón. Por fortuna, se ha quedado en el jardín de palacio con
la reina… Un león tan grande habría aterrorizado a una niña tan
pequeña.
Ramsés ofreció a su hijo una nueva paleta de escriba y un
estuche para pinceles. El regalo encantó al muchacho que
inmediatamente probó los instrumentos y se absorbió en los trabajos
de escritura. Su padre no le turbó, satisfecho de poder disfrutar
de esos raros momentos, pues acababa de asistir a la atroz muerte
del intendente Romé, cuyo rostro se había apergaminado enseguida
como el de un viejo.
El ladrón había muerto de espanto, sin revelar el nombre de
quien lo había impulsado a destruirse a sí mismo. Un ser de las
tinieblas luchaba contra el faraón. Y aquel enemigo no era menos
temible que los hititas.
Chenar estaba lleno de júbilo.
La brutal desaparición de Romé, a consecuencia de una parada
cardíaca, cortaba la pista que llevaba a Ofir. El mago no había
exagerado. Su magia había matado al gordo intendente, que no
soportó la prueba de un interrogatorio riguroso. Su fallecimiento
no sorprendió a nadie en palacio; obsesionado por la comida, Romé
no dejaba de engordarse y agitarse. Envuelto en grasa, corroído por
un permanente nerviosismo, su corazón había
cedido.
A la satisfacción de ver desaparecer el delicado problema que
planteaba la propia existencia de Romé, se añadía otra: el regreso
a Pi-Ramsés de Raia, el mercader sirio que deseaba ver a Chenar
para ofrecerle un notable jarrón. Se habían citado a última hora de
una mañana de noviembre, suave y soleada.
–¿Has hecho un buen viaje por el sur?
–Mucha fatiga, señor Chenar, pero hermosos
beneficios.
La barbita del sirio estaba cortada en punta meticulosamente;
sus ojillos marrones y vivaces escrutaban la sala de recepción, con
columnas, donde Chenar exponía sus obras maestras.
Raia quitó el velo que cubría una panzuda vasija de bronce,
decorada con pámpanos y estilizadas hojas de viña.
–Procede de Creta; se la compré a una rica tebana que se
había cansado de ella. Hoy ya no se fabrica nada
igual.
–¡Admirable! Trato hecho, amigo.
–Me complace, señor, pero…
–¿Acaso la noble dama pone condiciones?
–No, pero el precio es bastante elevado… Se trata de una
pieza única.
–Pon esa maravilla en un zócalo y ven a mi despacho. Nos
pondremos de acuerdo, estoy seguro de ello.
La gruesa puerta de sicomoro se cerró. Nadie podía
oírles.
–Uno de mis ayudantes me hizo saber que habíais ido a Menfis
para comprarme un jarrón; abrevié mi viaje y he vuelto enseguida a
Pi-Ramsés.
–Era indispensable.
–¿Qué ocurre?
–Serramanna ha sido liberado, goza de nuevo de la confianza
de Ramsés.
–Enojoso.
–El puntilloso Ameni sintió dudas sobre la validez de las
pruebas, luego intervino Acha.
–Desconfiad del joven diplomático; es inteligente y conoce
bien Asia.
–Afortunadamente ya no trabaja en el ministerio; Ramsés lo
condecoró y lo mandó a nuestros protectorados para reforzar los
sistemas de defensa.
–Delicada tarea, imposible incluso.
–Acha y Ameni han llegado a conclusiones muy molestas:
alguien imitó la escritura de Serramanna para hacer creer que
mantenía correspondencia con los hititas, y al parecer ese alguien
es un sirio.
–Es muy enojoso -deploró Raia.
–Encontraron el cuerpo de Nenofar, la amante de Serramanna, a
la que utilizaste para hacer caer en la trampa al
sardo.
–Era preciso librarse de ella. La muy codiciosa amenazaba con
irse de la lengua.
–Lo apruebo, pero cometiste una imprudencia.
–¿Cuál?
–La elección del lugar del crimen.
–No lo elegí. Iba a despertar a todo el barrio, tuve que
actuar deprisa y huir.
–Ameni busca al propietario de la casa para
interrogarlo.
–Es un mercader que viaja mucho; me crucé con él en
Tebas.
–¿Dará tu nombre?
–Me temo que sí, puesto que soy su
inquilino.
–¡Qué desastre, Raia! Ameni está convencido de que una red de
espionaje pro-hitita se ha instalado en nuestro territorio. Aunque
detuvo a Serramanna, ambos hombres parecen haberse reconciliado y
colaboran. La búsqueda del que logró que se acusara injustamente al
sardo y que asesinaran a su amante se ha convertido en un asunto de
Estado. Varios indicios convergen en ti.
–Nada está perdido.
–¿Cuál es tu plan?
–Interceptar al mercader egipcio.
–Y eliminarlo, claro.
Sentados en sillas plegables junto a un estanque, el rey y la
reina observaban los manejos de ambos niños. Kha intentaba que
Meritamón leyera un difícil texto sobre la necesaria moralidad de
un escriba, Meritamón quería enseñar a Kha a nadar de espaldas.
Pese a la firmeza de su carácter, el muchachito había cedido, no
sin afirmar que el agua estaba demasiado fría y que iba a
resfriarse.
–Meritamón es tan temible como su madre -dijo Ramsés-.
Hechizará la tierra entera.
–Kha es un mago en ciernes… Mira, ya la lleva hacia el
papiro. Su hermana va a leer el texto, de buen grado o por
fuerza.
–¿Están satisfechos sus preceptores?
–Kha es un niño excepcional. Según Nedjem, el ministro de
Agricultura, que sigue velando por su educación, ya sería capaz de
pasar el examen de escriba principiante.
–¿Y lo desea?
–Sólo piensa en aprender.
–Démosle el alimento que solicita para que florezca su
verdadera naturaleza. Sin duda tendrá que superar muchas pruebas,
pues los mediocres intentan siempre ahogar a los seres
excepcionales. Deseo para Meritamón una existencia más
apacible.
–Sólo se mira en su padre.
–Y yo le concedo tan poco tiempo…
–Egipto prevalece sobre nuestros hijos, esa es la
Regla.
Tendidos a la entrada del jardín, el león y el perro amarillo
dorado montaban atenta guardia. Nadie hubiera podido acercarse sin
que Vigilante despertara a Matador.
–Ven, Nefertari.
La joven reina, con los cabellos sueltos, se sentó en las
rodillas de Ramsés y apoyó la cabeza en su hombro.
–Eres el perfume de la vida y me llenas de felicidad.
Podríamos ser una pareja como las demás, disfrutar muchas horas
como esta…
–Es delicioso soñar en este jardín; pero los dioses y tu
padre te convirtieron en el faraón, y has ofrecido tu vida a tu
pueblo. No puede recuperarse lo que se ha
entregado.
–En estos momentos sólo existen los perfumados cabellos de
una mujer de la que estoy perdidamente enamorado, cabellos que
danzan con la brisa vespertina y acarician mi
mejilla.
Sus labios se unieron en un beso fogoso de jóvenes
amantes.
Raia tenía que actuar personalmente.
Por ello se dirigió al puerto de Pi-Ramsés, más pequeño que
el de Menfis aunque la actividad era igualmente intensa. Con gran
autoridad, la policía fluvial mantenía el orden en los atraques y
descargas de los bajeles.
Raia invitaría a su colega Renuf a un copioso almuerzo en una
buena posada, ante numerosos testigos que, si fuera necesario,
atestiguarían que los habían visto bromear y comer juntos. Así se
demostraría que mantenían una relación excelente. Por la noche,
Raia se introduciría en la villa de Renuf y lo estrangularía. Si
algún criado se interponía, sufriría la misma suerte. El mercader
había aprendido a matar en los campos de entrenamiento hititas de
la Siria del Norte. Naturalmente, atribuirían el nuevo crimen al
asesino de Nenofar. ¿Pero qué importaba eso? Desaparecido Renuf,
Raia estaría fuera de peligro.
En los muelles, pequeños mercaderes vendían frutas,
legumbres, sandalias, piezas de tela, collares y brazaletes de
pacotilla. Los compradores se entregaban a un desenfrenado trueque,
el placer de la discusión era un ingrediente indispensable para una
satisfactoria adquisición. Si hubiera tenido tiempo, Raia habría
reorganizado esa desordenada actividad para obtener de ella mayor
beneficio.
El sirio se dirigió a uno de los controladores del
puerto.
–¿Ha llegado la embarcación de Renuf?
–Muelle número cinco, junto a la chalana.
Raia apretó el paso.
En la cubierta del barco de Renuf dormía un marinero. El
sirio cruzó la pasarela y despertó al guardia.
–¿Dónde está tu patrón?
–Renuf… No lo sé.
–¿Cuándo habéis llegado?
–Al amanecer.
–¿Habéis viajado de noche?
–Teníamos una autorización especial, debido al queso fresco
de la gran lechería de Menfis. Aquí algunos nobles no quieren comer
otro.
–Tras las formalidades de desembarco, tu patrón ha debido de
ir a su casa.
–Me extrañaría.
–¿Por qué?
–Porque el gigante sardo de los grandes bigotes lo ha
obligado a subir a su carro. Ese tipo no tiene un aspecto
agradable.
El cielo acababa de derrumbarse sobre la cabeza de
Raia.
Renuf era un hombre jovial, de confortables formas, padre de
tres hijos, heredero de una familia de bateleros y mercaderes.
Cuando Serramanna se dirigió a él, en cuanto su barco llegó a
Pi-Ramsés, había manifestado un gran asombro. Pero el sardo parecía
de mal humor y el mercader consideró preferible seguirlo para
disipar enseguida el malentendido del que era
víctima.
Serramanna lo llevó a gran velocidad hasta palacio y lo
condujo al despacho de Ameni. Era la primera vez que Renuf hablaba
con el secretario particular del rey, cuya reputación no dejaba de
crecer. Se alababa su seriedad, su capacidad de trabajo y su
abnegación; primer ministro en la sombra, gestionaba los asuntos
del Estado con ejemplar probidad, y no se preocupaba por
distinciones ni mundanalidades.
La palidez de Ameni impresionó a Renuf. De acuerdo con los
rumores, el escriba casi nunca salía de su
despacho.
–Esta entrevista es un honor para mí -dijo Renuf-, pero no
acabo de comprender la razón. Confieso que esa brutal intervención
me sorprende.
–Perdonadme, estamos investigando un asunto
grave.
–¿Un asunto… que me concierne?
–Tal vez.
–¿De qué modo puedo ayudaros?
–Respondiendo francamente a mis preguntas.
–Hacedlas.
–¿Conocéis a una tal Nenofar?
–Es un nombre bastante corriente… ¡Conozco a más de
diez!
–Me refiero a una joven, muy bonita, soltera, excitante y que
vive en Pi-Ramsés, donde se dedica a comerciar con sus
encantos.
–¿Una… prostituta?
–De un modo discreto.
–Amo a mi esposa, Ameni. A pesar de mis numerosos viajes,
nunca la he engañado. Puedo aseguraros que nuestro entendimiento es
perfecto. Interrogad a mis amigos y mis vecinos si no me
creéis.
–Bajo juramento y ante la Regla de Maat, ¿aseguraríais que
nunca habéis conocido a la damisela Nenofar?
–Lo aseguraría -prometió Renuf, solemne.
La declaración impresionó a Serramanna que, silencioso,
asistía al interrogatorio. El mercader parecía
sincero.
–Extraño -observó Ameni irritado.
–¿Por que extraño? Nosotros, los mercaderes, no tenemos buena
reputación, pero soy un hombre honesto y me enorgullezco de ello.
Todos mis empleados tienen un buen salario, mi embarcación está
bien cuidada, alimento a mi familia, mis cuentas están en regla,
pago los impuestos, el fisco nunca me ha reprochado nada… ¿Es eso
lo que os parece extraño?
–Los hombres de vuestro talante son raros,
Renuf.
–Es lamentable.
–Lo que me parece extraño es el lugar donde fue encontrado el
cuerpo de Nenofar.
El mercader dio un respingo.
–El cuerpo… ¿Queréis decir que…?
–Fue asesinada.
–¡Qué horror!
–No era más que una moza de mala vida, pero cualquier
asesinato merece la pena de muerte. Lo extraño es que el cadáver
fue encontrado en una casa de Pi-Ramsés que os
pertenece.
–¿En mi casa, en mi villa?
Renuf estaba al borde del desmayo.
–No, en vuestra villa no -intervino Serramanna-, sino en esta
mansión.
El sardo posó el índice en un punto preciso del plano de
Pi-Ramsés que Ameni había desenrollado ante él.
–No comprendo, yo…
–¿Os pertenece o no?
–Sí, pero no es una casa.
Ameni y Serramanna se miraron; ¿estaría Renuf perdiendo la
razón?
–No es una casa -concretó-, sino un almacén. Creí que iba a
necesitar un local para mis mercancías, por eso lo compré. Pero mis
ojos se llenaron antes que mi estómago; a mi edad, ya no tengo
ganas de aumentar el tamaño de mi empresa. En cuanto me sea
posible, me retiraré a la campiña, cerca de
Menfis.
–¿Tenéis la intención de vender el local?
–Lo alquilé.
La esperanza brilló en los ojos de Ameni.
–¿A quién?
–A un colega llamado Raia. Es un hombre rico, muy activo, que
posee varias embarcaciones y numerosos almacenes en todo
Egipto.
–¿Su especialidad?
–La importación de conservas de lujo y vasijas raras para
venderlas a la alta sociedad.
–¿Conocéis su origen?
–Es sirio, pero se instaló en Egipto hace ya muchos
años.
–Gracias, Renuf; vuestra ayuda nos ha sido
preciosa.
–¿No… No me necesitáis ya?
–Creo que no, pero no habléis con nadie de esta
entrevista.
–Tenéis mi palabra.
Raia, un sirio… Si Acha hubiera estado presente, habría
comprobado lo acertado de sus deducciones. Ameni no había tenido
aún tiempo de levantarse cuando el sardo ya estaba corriendo hacia
su carro.
–¡Espérame, Serramanna!
La rapidez y el vigor de la reacción de Ramsés habían
sorprendido a Muwattali. Según Baduk, el ex general en jefe
encargado de preparar la insurrección, controlarla y ocupar los
territorios tras el éxito de la revuelta, la operación no
presentaba especiales dificultades.
El espía sirio, instalado en Egipto desde hacía muchos años,
había enviado mensajes menos tranquilizadores. A su entender,
Ramsés era un gran faraón, de carácter firme y voluntad inflexible;
Baduk había alegado que los hititas no tenían nada que temer de un
rey sin experiencia y de un ejército compuesto por mercenarios,
miedosos e incapaces. La paz impuesta por Seti había sido útil a
Hatti, puesto que Muwattali necesitaba tiempo para asentar su
autoridad, librándose de los grupos de ambiciosos que deseaban su
trono. Ahora reinaba sin oposición.
La política de expansión podía volver a empezar. Y si existía
algún país del que los anatolios quisieran apoderarse, para
convertirse en dueños del mundo, ese era el Egipto de los
faraones.
Según el general Baduk, la fruta estaba madura. Con Amurru y
Canaan en manos de los hititas, bastaría con dirigirse al Delta,
desmantelar las fortalezas que componían el Muro del rey e invadir
el Bajo Egipto. Un plan magnífico, que había entusiasmado al estado
mayor hitita.
Sólo había olvidado un elemento: Ramsés.
Pese a su resistencia y a la dureza de su entrenamiento, los
jinetes hititas llegaron destrozados a Masat, edificada en un
montículo, en medio de una llanura abierta entre dos hileras de
montañas. Desde lo alto del promontorio era fácil observar los
alrededores. Día y noche, los arqueros estaban apostados en las
almenas de las torres de vigía. Elegidos entre las familias nobles,
los oficiales hacían reinar una implacable
disciplina.
Uri-Techup se detuvo a un centenar de metros de la entrada de
la fortaleza. Una jabalina se clavó profundamente en el suelo,
justo delante de su caballo. El hijo del emperador puso pie en
tierra y avanzó.
–¡Abrid! – aulló-. ¿No me habéis reconocido?
La puerta de la fortaleza de Masat se entreabrió. En el
umbral, diez infantes apuntaban con sus lanzas al recién
llegado.
Uri-Techup los apartó.
–El hijo del emperador exige ver al
gobernador.
Éste bajó corriendo de las murallas, a riesgo de romperse el
cuello.
–¡Príncipe, qué honor!
Los soldados levantaron sus lanzas y formaron un pasillo de
honor.
–¿Está aquí el general Baduk?
–Sí, lo he instalado en mis cuarteles.
–Condúceme hasta él.
Ambos hombres treparon por una escalera de piedras de altos y
resbaladizos peldaños.
En lo alto de la plaza fuerte, se arremolinaba el cierzo.
Grandes bloques rugosos formaban los muros de la residencia del
gobernador, iluminada por candiles de aceite de los que brotaba una
espesa humareda que ennegrecía los techos.
En cuanto vio a Uri-Techup, Baduk, un quincuagenario de gran
corpulencia, se levantó.
–Príncipe Uri-Techup…
–¿Estáis bien, general Baduk?
–El fracaso de mi plan es inexplicable. Si el ejército
egipcio no hubiera reaccionado con tanta rapidez, los insurrectos
de Canaan y Amurru habrían tenido tiempo de organizarse. Pero no
todo se ha perdido… El dominio de los egipcios es sólo aparente.
Los potentados que se declaran fieles al faraón sueñan con ponerse
bajo nuestra tutela.
–¿Por qué no ordenasteis a nuestras tropas, acantonadas junto
a Kadesh, que atacaran al ejército enemigo cuando invadió
Amurru?
El general Baduk pareció sorprendido.
–Hubiera sido necesaria una declaración de guerra con todos
los requisitos… ¡Y no era una cosa que me compitiera a mí! Sólo el
emperador podía tomar semejante decisión.
Tan ardiente y conquistador antaño, como Uri-Techup, Baduk ya
sólo era un anciano agotado. Sus cabellos y su barba se habían
vuelto grises.
–¿Habéis establecido el balance de vuestra
acción?
–Es la razón por la que me he instalado aquí por algún
tiempo… Redacto un informe preciso y sin
benevolencia.
–¿Puedo retirarme? – preguntó el gobernador de la fortaleza,
que no deseaba escuchar los secretos militares reservados al alto
mando.
–No -respondió Uri-Techup.
El gobernador lamentaba asistir a la humillación del general
Baduk, un gran soldado entregado a su patria. Pero la obediencia a
las órdenes era la primera virtud hitita, y las exigencias del hijo
del emperador no se discutían. Cualquier insubordinación se
castigaba con la muerte inmediata, puesto que no había otro medio
de mantener la cohesión de un ejército continuamente en pie de
guerra.
–Las fortalezas de Canaan resistieron perfectamente los
asaltos egipcios -indicó Baduk-; sus guarniciones, que nosotros
mismos formamos, se negaron a rendirse.
–Una actitud que en nada cambió el resultado-consideró
Uri-Techup-. Los insurrectos fueron exterminados, Canaan está de
nuevo en manos egipcias. Y el mismo fracaso se produjo en
Megiddó.
–¡Lamentablemente, sí! Y sin embargo, nuestros instructores
habían dado una excelente formación a nuestros aliados. De acuerdo
con la voluntad del emperador, habían regresado a Kadesh para que
no pudiera encontrarse, ni en Canaan ni en Amurru, ningún rastro de
la presencia hitita.
–¡Hablemos de Amurru! ¿Cuántas veces afirmasteis que su
príncipe comía en vuestra mano y que no volvería a someterse a
Ramsés?
–Fue mi mayor error -aceptó Baduk-. La maniobra del ejército
egipcio fue excelente; en vez de tomar la ruta costera, que le
hubiera llevado a la emboscada tendida por nuestros nuevos aliados,
pasó por el interior. Atacado por la espalda, el príncipe de Amurru
no tuvo más remedio que rendirse.
–¡Rendirse, rendirse! – clamó Uri-Techup-. ¡Sólo tenéis esa
palabra en la boca! La estrategia que defendíais estaba destinada a
debilitar el ejército egipcio, cuya infantería y carros debían ser
aniquilados. Pero lo único que hemos conseguido es que los soldados
del faraón hayan sufrido pocas bajas. Ahora las tropas confían en
su valor y Ramsés ha obtenido una victoria.
–Soy consciente de mi fracaso y no intento minimizarlo. Me
equivoqué al confiar en el príncipe de Amurru, que prefirió el
deshonor al combate.
–La derrota no tiene cabida en la carrera de un general
hitita.
–No se trata de la derrota de mis hombres, príncipe, sino de
la mala aplicación de un plan de desestabilización de los
protectorados egipcios.
–¿Tuvisteis miedo de Ramsés, no es cierto?
–Sus fuerzas eran mayores de lo que imaginábamos, y mi misión
consistía en fomentar revueltas, no en enfrentarme a los
egipcios.
–A veces, Baduk, hay que saber improvisar.
–Soy un soldado, príncipe, y debo obedecer las
órdenes.
–¿Por qué os habéis refugiado aquí en vez de regresar a
Hattusa?
–Ya os lo he dicho, quería redactar mi informe con cierta
perspectiva. Y tengo una buena noticia: gracias a nuestros aliados
en Amurru se iniciará de nuevo la insurrección.
–Estáis soñando, Baduk.
–No, príncipe… Dadme un poco de tiempo y lo
conseguiré.
–Ya no sois general en jefe del ejército hitita. El emperador
lo ha decidido: yo os sustituyo.
Baduk dio unos pasos hacia la gran chimenea donde ardían unos
troncos de encina.
–Os felicito, Uri-Techup. Vos nos conducireis a la
victoria.
–Tengo otro mensaje para vos, Baduk.
El ex general se calentó las manos, volviendo la espalda al
hijo del emperador.
–Os escucho, príncipe.
–Sois un cobarde.
Uri-Techup desenvainó su espada y la hundió en los riñones de
Baduk. El gobernador quedó petrificado.
–Este cobarde era también un traidor -afirmó Uri-Techup-. Se
ha negado a admitir su degradación y me ha atacado. Tú eres
testigo.
El gobernador se inclinó.
–Toma en hombros el cadáver, llévalo al patio y quémalo sin
celebrar el ritual funerario reservado a los guerreros. Así perecen
los generales vencidos.
Mientras el cadáver de Baduk ardía ante la mirada de la
guarnición, Uri-Techup untaba personalmente, con grasa de carnero,
los ejes del carro de guerra que lo llevaría hasta la capital para
demandar una guerra total contra Egipto.
Construida en la meseta de Anatolia central, donde las áridas
estepas se alternaban con gargantas y barrancos, Hattusa, corazón
del imperio hitita, tenía la violencia de sus abrasadores estíos y
sus gélidos inviernos. Ciudad de montaña, ocupaba una superficie de
18.000 áreas en un terreno muy accidentado, que había exigido
prodigios por parte de sus constructores. Compuesta por una ciudad
baja y una ciudad alta, dominada por una acrópolis en la que se
levantaba el palacio del emperador, Hattusa parecía, a primera
vista, un gigantesco conjunto de fortificaciones de piedra que se
adaptaban al caótico relieve. Rodeada de macizos montañosos que
formaban barreras inaccesibles para un eventual agresor, la capital
hitita parecía una fortaleza erigida sobre espolones rocosos y
formada por enormes bloques dispuestos en hileras regulares. En
todas partes, en el interior, se había utilizado la piedra para los
cimientos y el ladrillo crudo y la madera para las
paredes.
Hattusa, altiva y salvaje. Hattusa la guerrera y la
invencible, donde pronto iba a ser aclamado el nombre de
Uri-Techup.
Los nueve kilómetros de muralla, erizados de torres y
almenas, alegraban el alma de un soldado; se amoldaban al escarpado
terreno, escalaban picos, dominaban las hendiduras de las
gargantas. La mano del hombre había sometido a la naturaleza
arrebatándole el secreto de su fuerza. Dos puertas se abrían en la
muralla de la ciudad baja, tres en la de la ciudad alta. Desdeñando
la puerta de los Leones y la del Rey, Uri-Techup se dirigió hacia
el punto de acceso más elevado, la puerta de las Esfinges, que se
caracterizaba por una poterna de 45 metros de longitud que
comunicaba con el exterior.
Ciertamente, la ciudad baja se adornaba con un prestigioso
edificio, el templo del dios de la tormenta y de la diosa del sol,
y el barrio de los santuarios no tenía menos de veintiún monumentos
de distintos tamaños, pero Uri-Techup prefería la ciudad alta y el
palacio real. Desde aquella acrópolis le gustaba contemplar las
terrazas hechas de piedras yuxtapuestas, sobre las que se habían
construido edificios oficiales y mansiones de notables, dispuestas
al albur de las laderas.
Al entrar en la ciudad, el hijo del emperador había roto tres
panes y derramado vino sobre un bloque, pronunciando la fórmula
ritual: «Que esta roca sea eterna». Distribuidos aquí y allá,
algunos recipientes llenos de aceite y miel estaban destinados a
apaciguar a los demonios.
El palacio se levantaba sobre un imponente espolón rocoso
compuesto por tres picos; murallas provistas de altas torres,
permanentemente custodiadas por soldados de élite, aislaban la
morada imperial del resto de la capital e impedían cualquier
agresión. Muwattali, prudente y taimado, conservaba en la memoria
los sobresaltos de la historia hitita y las encarnizadas luchas por
la conquista del poder; la espada y el veneno habían sido
argumentos empleados a menudo y muy pocos «grandes jefes» hititas
habían fallecido a causa de una muerte natural. Era pues preferible
que la «gran fortaleza», como la denominaba el pueblo, fuera
inaccesible por tres costados; sólo una estrecha entrada, vigilada
noche y día, daba acceso a visitantes, que eran debidamente
registrados.
Uri-Techup se sometió al examen de los guardias que, como la
mayoría de los soldados, habían recibido bien el nombramiento del
hijo del emperador. Joven, valeroso, no se mostraría tan dubitativo
como el general Baduk.
En el interior del recinto de palacio había varios depósitos
de agua, indispensables durante los meses de estío. Caballerizas,
armerías, sala de guardia daban a un patio enlosado. La planta del
alojamiento imperial era, por otra parte, semejante a la de las
demás moradas hititas, grandes o pequeñas, es decir, un conjunto de
estancias dispuestas alrededor de un espacio central de forma
cuadrada.
Un oficial saludó a Uri-Techup y lo introdujo en una sala de
pesados pilares donde el emperador solía recibir a sus huéspedes.
Leones y esfinges de piedra custodiaban la puerta y también el
umbral de la sala de los archivos, que conservaba el recuerdo de
las victorias del ejército hitita. En aquel lugar, afirmación de
que el imperio era invencible, Uri-Techup se sintió engrandecido y
confortado en su misión.
Dos hombres entraron en la sala. El primero era el emperador
Muwattali, un quincuagenario de estatura media, ancho pecho y
piernas cortas. Friolero, se envolvía en un largo manto de lana
roja y negra. Sus ojos marrones estaban siempre
alerta.
El segundo era Hattusil, el hermano menor del emperador.
Bajo, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, el cuello
adornado con un collar de plata y un brazalete en el codo
izquierdo, iba vestido con una tela multicolor que le dejaba los
hombros al descubierto. Sacerdote de la diosa del sol, se había
desposado con la hermosa Putuhepa, hija de un sumo sacerdote,
inteligente e influyente. Uri-Techup los detestaba a ambos, pero el
emperador escuchaba de buena gana sus consejos. Para el nuevo
general en jefe, Hattusil era sólo un intrigante que se ocultaba a
la sombra del poder para apoderarse de él en el momento
propicio.
Uri-Techup se arrodilló ante su padre y le besó la
mano.
–¿Encontraste al general Baduk?
–Sí, padre. Se ocultaba en la fortaleza de
Masat.
–¿Cómo explica su actitud?
–Me agredió y lo maté. El gobernador de la fortaleza fue
testigo de ello.
Muwattali se volvió hacia su hermano.
–Un horrendo drama -comentó Hattusil-, pero nadie le
devolverá la vida a ese general vencido. Su desaparición parece un
castigo de los dioses.
Uri-Techup no ocultó su sorpresa. ¡Hattusil se ponía por
primera vez a su lado!
–Prudentes palabras -estimó el emperador-. Al pueblo hitita
no le gustan las derrotas.
–Soy partidario de invadir inmediatamente Amurru y Canaan
-dijo Uri-Techup-, y luego atacar Egipto.
–El Muro del rey es una sólida línea defensiva -objetó
Hattusil.
–¡Pura ilusión! Los fortines están demasiado alejados unos de
otros. Los aislaremos y los tomaremos todos, en una sola oleada de
asalto.
–Me parece un optimismo excesivo. ¿No acaba de probar Egipto
el valor de su ejército?
–¡Han vencido a cobardes! Cuando los egipcios choquen con los
hititas, huirán.
–¿Olvidas acaso la existencia de Ramsés?
La pregunta del emperador calmó a su hijo.
–Mandarás un ejército victorioso, Uri-Techup, pero debemos
preparar el triunfo. Librar batalla lejos de nuestras bases sería
un error.
–Pero… ¿dónde lanzaremos la ofensiva?
–En un lugar en el que sean las fuerzas egipcias las que se
encuentren lejos de sus bases.
–Os referís a…
–A Kadesh. Allí se librará la gran batalla que derrotará a
Ramsés.
–Preferiría atacar los protectorados del
faraón.
–He estudiado cuidadosamente los escritos de nuestros
informadores y he sacado algunas conclusiones del fracaso de Baduk.
Ramsés es un verdadero jefe de guerra, mucho más temible de lo que
suponíamos. Será necesaria una larga preparación.
–¡Perdemos el tiempo inútilmente!
–No, hijo mío. Debemos golpear con fuerza y
precisión.
–Nuestro ejército es muy superior a un hatajo de soldados
egipcios y mercenarios. Tenemos la fuerza; daré pruebas de
precisión aplicando mis propios planes. Todo está listo en mi
cabeza; las palabras son inútiles. Me bastará con mandarlo para que
mis tropas se lancen con un impulso irresistible.
–Yo gobierno Hatti, Uri-Techup. Únicamente actuarás de
acuerdo con mis órdenes. Ahora prepárate para la ceremonia; me
dirigiré a la corte en menos de una hora.
El emperador salió de la sala de las
columnas.
Uri-Techup desafió a Hattusil.
–Tú intentas poner trabas a mis iniciativas,
¿verdad?
–No me ocupo del ejército.
–¿Te estás burlando de mí? A veces me pregunto si no serás tú
quien gobierna el imperio.
–No injuries la grandeza de tu padre, Uri-Techup; Muwattali
es el emperador y le sirvo lo mejor que puedo.
–¡Esperando su muerte!
–Tus palabras sobrepasan tu pensamiento.
–Esta corte es sólo intriga y tú eres su máximo ordenador.
Pero no esperes triunfar.
–Me atribuyes intenciones que no tengo. ¿Eres capaz de
admitir que un hombre pueda limitar sus
ambiciones?
–No es tu caso, Hattusil.
–Supongo que será inútil intentar
convencerte.
–Absolutamente inútil.
–El emperador te ha nombrado general en jefe, y ha hecho
bien. Eres un excelente soldado, nuestras tropas confían en ti;
pero no esperes actuar a tu guisa y sin control.
–Olvidas un hecho esencial, Hattusil; entre los hititas, el
ejército dicta su ley.
–¿Sabes lo que quiere, en nuestro país, la mayoría de la
gente? Su casa, su campo, su viña, sus cabezas de
ganado…
–¿Estás predicando la paz?
–Que yo sepa, no se ha declarado la guerra.
–Quien hable a favor de la paz con Egipto debe ser
considerado un traidor.
–Te prohíbo que interpretes mis palabras.
–Apártate de mi camino, Hattusil. De lo contrario, lo
lamentarás.
–La amenaza es el arma de los débiles,
Uri-Techup.
El hijo del emperador puso la mano en el pomo de su espada.
Hattusil le hizo frente.
–¿Te atreverías a levantar tu arma contra el hermano de
Muwattali?
Uri-Techup lanzó un grito de rabia y abandonó la gran sala
martilleando las losas con sus furiosos pasos.