Setaú y los enfermeros se encargaron de los heridos, transportándolos en parihuelas hasta el campamento egipcio. Loto unió los labios de las heridas rectas y limpias por medio de vendas adhesivas, colocadas en cruz; algunas veces, la hermosa nubia recurría a la técnica de los puntos de sutura. Detuvo las hemorragias aplicando carne fresca en las heridas. Dentro de algunas horas prepararía un apósito con miel, hierbas astringentes y pan enmohecido[6]. Por lo que a Setaú se refiere, utilizó su material de terapeuta, compuesto por decocciones, bolitas de productos anestésicos, pastillas, ungüentos y pociones; calmó los sufrimientos, adormeció a los soldados gravemente heridos y los instaló tan cómodamente como le fue posible en la tienda-hospital. Los que parecían en condiciones de soportar el viaje serían repatriados a Egipto, en compañía de los muertos, pues ni uno solo sería enterrado en el extranjero. Si tenían familia, ésta recibiría una pensión vitalicia.


En el interior de la fortaleza, los cananeos ya sólo ofrecían una pobre resistencia. Los últimos combates se libraron cuerpo a cuerpo. Siendo uno contra diez, los insurrectos fueron exterminados enseguida. Para escapar a un interrogatorio que sabía sin piedad, el jefe se cortó la garganta con su puñal.

La gran puerta fue abierta. El faraón penetró en el interior de la fortaleza reconquistada.

–Quemad los cadáveres y purificad el lugar -ordenó.

Los soldados rociaron los muros con natrón y fumigaron las viviendas, las reservas de alimentos y la armería. Suaves perfumes llenaron las narices de los vencedores.

Cuando se sirvió la cena, en el comedor del comandante de la fortaleza, todo rastro del conflicto había desaparecido.

Los generales alabaron el espíritu de decisión de Ramsés y celebraron el magnífico resultado de su iniciativa.

Setaú se había quedado con Loto junto a los heridos, Acha parecía inquieto.

–¿No te alegra la victoria, amigo mío?

–¿Cuántos combates semejantes tendremos que librar?

–Recuperaremos una a una las fortalezas, y Canaan quedará pacificado. Puesto que el efecto sorpresa ya no nos afectará, no corremos peligro de sufrir tan pesadas pérdidas.

–Cincuenta muertos y un centenar de heridos…

–Es un pesado balance porque hemos sido víctimas de una emboscada que nadie podía prever.

–Yo debería haber pensado en ello -admitió Acha-. Los hititas no se limitan a la fuerza bruta; entre ellos, la afición a la intriga es una segunda naturaleza.

–¿No hay ningún hitita entre los muertos?

–Ninguno.

–Entonces, sus comandos se han reactivado hacia el norte.

–Lo que significa que podemos temer otras emboscadas.

–Nos enfrentaremos a ellas. Vete a dormir, Acha; mañana mismo volveremos a ponernos en campaña.

Ramsés dejó en el lugar una sólida guarnición con los víveres necesarios y envió varios mensajeros a Pi-Ramsés para que le llevaran a Ameni la orden de que hiciera partir convoyes hacia la plaza fuerte reconquistada.

El rey, a la cabeza de un centenar de carros, le abría el camino a su ejército.

La misma historia se reprodujo diez veces. A trescientos metros de la fortaleza ocupada por los rebeldes Ramsés sembró el pánico matando a los arqueros apostados en las murallas. Cubiertos por un ininterrumpido tiro de flechas egipcias, que impedían a los cananeos responder, los infantes colocaron grandes escalas, treparon protegiéndose con los escudos y se apoderaron de los caminos de ronda. Nunca intentaron derribar la puerta de acceso principal.

En menos de un mes, Ramsés era de nuevo dueño de Canaan. Como los rebeldes habían exterminado a las pequeñas guarniciones egipcias, incluidas las mujeres y los hijos de los militares acantonados, ninguno de ellos intentó rendirse implorando la clemencia del rey. Tras su primera victoria, la reputación de Ramsés aterrorizaba a los insurrectos. La toma de la última plaza fuerte, al norte de Canaan, fue sólo una formalidad, pues sus defensores cedieron al terror.

Galilea, el valle al norte del Jordán, las rutas comerciales estuvieron de nuevo bajo control egipcio. Los habitantes de la región aclamaron al faraón, jurándole eterna fidelidad.

Ningún hitita había sido capturado.

El gobernador de Gaza, capital de Canaan, ofreció un espléndido banquete al estado mayor egipcio. Con notable celo, sus conciudadanos se habían puesto a disposición del ejército del faraón para cuidar y alimentar caballos y asnos, y procurar a los soldados lo que necesitaran. La breve guerra de reconquista terminaba en pleno júbilo y amistad.

El gobernador cananeo había pronunciado un violento discurso contra los hititas, aquellos bárbaros de Asia que intentaban, sin éxito, romper los vínculos indestructibles entre su país y Egipto. Beneficiándose del favor de los dioses, el faraón había volado en auxilio de sus indefectibles aliados, seguros de que el monarca no los abandonaría. Lamentaban, naturalmente, la trágica muerte de los residentes egipcios. Pero Ramsés había actuado de acuerdo con Maat y había restablecido el orden.

–Semejante hipocresía me da náuseas -le dijo el rey a Acha.

–No esperes cambiar a los hombres.

–Tengo el poder de mutarlos.

Acha sonrió.

–¿Sustituir a este por otro? Puedes hacerlo, en efecto. Pero la naturaleza humana es inmutable. En cuanto al próximo gobernador cananeo le parezca ventajoso traicionarte, no vacilará. Al menos conocemos bien al actual potentado: mentiroso, corrompido, ávido. Manipularlo no planteará problema alguno.

–Olvidas que aceptó la presencia de comandos hititas en un territorio controlado por Egipto.

–Otro habría hecho lo mismo.

–¿Me aconsejas, pues, que deje en su sitio a ese personaje despreciable?

–Amenázalo con expulsarlo a la menor inconveniencia. El efecto disuasivo durará algunos meses.

–¿Existe un solo ser digno de tu estima, Acha?

–Mi función me obliga a conocer hombres de poder, dispuestos a todo para conservarlo o aumentarlo; si les concediera la menor confianza, pronto me barrerían.

–No has contestado mi pregunta.

–Te admiro, Ramsés, lo que para mí es ya un sentimiento excepcional. ¿Pero no eres, también tú, un hombre de poder?

–Soy el servidor de la Regla y de mi pueblo.

–¿Y si algún día lo olvidaras?

–Aquel día mi magia desaparecería y mi derrota sería irreversible.

–Quieran los dioses que no suceda esta desgracia, majestad.

–¿Cuáles son los resultados de tus investigaciones?

–Los comerciantes de Gaza y algunos funcionarios convenientemente indemnizados han aceptado hablar: efectivamente fueron instructores hititas los que fomentaron la revuelta y aconsejaron a los cananeos que se apoderaran por la astucia de las fortalezas.

–¿De qué modo?

–Entrega habitual de género… con hombres armados en los carros. Todas nuestras plazas fuertes fueron atacadas en el mismo instante. Para salvar la vida de las mujeres y niños tomados como rehenes, los comandantes prefirieron rendirse. Fue un grave error. Los hititas habían asegurado a los cananeos que la respuesta egipcia sería dispersa e ineficaz. Al exterminar nuestras guarniciones, con las que mantenían sin embargo excelentes relaciones, los insurrectos creían no tener nada que temer.

Ramsés no lamentaba su firmeza. El brazo armado de Egipto había golpeado a un montón de cobardes.

–¿Alguien ha hablado de Moisés?

–Ninguna pista seria.

El consejo de guerra se reunió en la tienda real. Ramsés presidía la reunión, sentado en un taburete plegable de madera dorada, con el león tendido a sus pies.

El monarca había invitado a Acha y a todos los oficiales superiores a expresarse. El viejo general fue el último en tomar la palabra.

–La moral del ejército es excelente. El estado de los animales y el material también; vuestra majestad acaba de obtener una brillante victoria que quedará en los anales.

–Permite que lo dude.

–Majestad, nos sentimos orgullosos de haber participado en esta batalla y…

–¿Batalla? Guarda la palabra para más adelante; nos servirá cuando nos enfrentemos con una verdadera resistencia.

–Pi-Ramsés ya está dispuesta a aclamaros.

–Pi-Ramsés aguardará.

–Pero si hemos restablecido nuestra autoridad en Palestina, y ya hemos pacificado todo Canaan, ¿no sería más oportuno regresar?

–Lo más difícil está por hacer: reconquistar la provincia de Amurru.

–Tal vez los hititas hayan acantonado allí fuerzas considerables.

–¿Acaso temes combatir, general?

–Necesitaríamos tiempo para elaborar una estrategia, majestad.

–Ya está elaborada. Nos dirigimos directamente al norte.


16


Tocada con una corta peluca ceñida por una cinta cuyos dos extremos flotantes caían sobre sus hombros, vestida con una larga túnica ajustada con un cinturón rojo a la cintura, Nefertari se purificó las manos con un poco de agua procedente del lago sagrado y entró en el naos del templo de Amón para hacer efectiva la presencia de la divinidad ofreciéndole las sutiles esencias de la comida vespertina. En su función de esposa del dios, la reina actuaba como hija de la luz, nacida de la potencia creadora que moldeaba sin cesar el universo.


La reina cerró las puertas del naos, las selló, salió del templo y siguió a los ritualistas, que la guiaron hacia la Casa de Vida de Pi-Ramsés donde, como encarnación de la lejana diosa, madre y muerte al mismo tiempo, intentaría conjurar las fuerzas del mal. Si el ojo del sol se convertía en su propia visión, perpetuaría la vida y aseguraría la perennidad de los ciclos naturales; la tranquila felicidad de los días dependía de su capacidad para transformar en armonía y serenidad la fuerza destructora arrastrada por los vientos peligrosos.

Un sacerdote ofreció un arco a la reina y una sacerdotisa le dio cuatro flechas.

Nefertari tensó el arco, tiró la primera flecha hacia el este, la segunda hacia el norte, la tercera hacia el sur, la cuarta hacia el oeste. De ese modo exterminaría a los enemigos invisibles que amenazaban a Ramsés.

El chambelán de Tuya aguardaba a Nefertari.

–La reina madre desea veros enseguida.

Una silla de manos transportó a la gran esposa real.

Delgada en su larga túnica de lino finamente fruncida, con el talle rodeado por un cinturón de rayados colgantes, engalanada con brazaletes de oro y un collar de lapislázuli de seis vueltas, Tuya era de una soberana elegancia.

–No te preocupes, Nefertari; acaba de llegar un mensajero de Canaan. Las noticias que trae son excelentes. Ramsés se ha adueñado de la totalidad de la provincia. El orden se ha restablecido.

–¿Cuándo regresa?

–No lo precisa.

–Dicho de otro modo, el ejército prosigue hacia el norte.

–Es probable.

–¿Habríais actuado vos así?

–Sin duda -repuso Tuya.

–Al norte de Canaan está la provincia de Amurru, que marca la frontera entre la zona de influencia egipcia y la de los hititas.

–Seti lo quiso así para evitar la guerra.

–Si las tropas hititas han cruzado esa frontera…

–Se producirá el enfrentamiento, Nefertari.

–He lanzado las flechas a los cuatro puntos cardinales.

–Si el rito ha sido realizado, ¿qué vamos a temer?

Chenar detestaba a Ameni. Verse obligado, cada mañana, a aguantar al pequeño escriba enclenque y pretencioso, para obtener información de la expedición de Ramsés, era un deber insoportable. Cuando él, Chenar, reinara, Ameni limpiaría los establos de un regimiento de provincias y perdería allí la poca salud que tenía.

Sin embargo existía una única satisfacción: día tras día, la desencantada cara del secretario particular del faraón no dejaba de alargarse, signo indudable de que el ejército egipcio chapoteaba. El hermano mayor del rey adoptaba un aire doliente y prometía orar a los dioses para que el destino volviera a serles favorable. Aunque la tarea en el Ministerio de Asuntos Exteriores era mínima, Chenar hacía saber que trabajaba encarnizadamente, y de ese modo evitaba cualquier contacto directo con el mercader sirio Raia. En esos tiempos de inquietud, hubiera sido sorprendente que un personaje del rango de Chenar se molestara en comprar raras vasijas procedentes del extranjero. Se limitaba pues a los elípticos mensajes de Raia, cuyo contenido era más bien satisfactorio. Según los observadores sirios a sueldo de los hititas, Ramsés había caído en la trampa tendida por los cananeos. Demasiado presuntuoso, el faraón había cedido a su natural ardor, olvidando que sus adversarios poseían el genio de la intriga.

Chenar había resuelto el pequeño enigma que inquietaba a la corte. ¿Quién había robado el chal de Nefertari y la jarra de pescado seco de la Casa de Vida de Heliópolis? El culpable sólo podía ser el jovial intendente de la casa real, Romé. Así pues, antes de acudir a su obligatoria cita con Ameni, había convocado con un banal pretexto al rollizo individuo.

Panzudo, con voluminosas mejillas, luciendo una triple papada, Romé realizaba su trabajo a la perfección. Lento para moverse, era un maníaco de la higiene y se preocupaba del más mínimo detalle. Él mismo probaba los platos servidos a la familia real y manejaba con dureza al personal. Nombrado para su difícil puesto por el monarca en persona, había acallado las críticas e impuesto sus exigencias al conjunto de los servidores de palacio. Desobedecerlo se convertía, inmediatamente, en una revocación.

–¿Qué puedo hacer por vos, señor? – preguntó Romé a Chenar.

–¿No te lo ha dicho mi intendente?

–Ha hablado de un problema de prelación en un banquete, pero no veo en…

–¿Y si habláramos de la jarra de pescado seco robada en la Casa de Vida de Heliópolis?

–¿La jarra?… Pero si yo no sé nada.

–¿Y del chal de la reina Nefertari?

–Fui informado, claro, y deploré el terrible escándalo, pero…

–¿Buscaste al culpable?

–No me toca a mí hacer las investigaciones, señor Chenar.

–Y, sin embargo, estás bien situado, Romé.

–No, no lo creo…

–¡Claro que sí, piénsalo! Eres el hombre clave de palacio, a ti no se te puede escapar ningún incidente.

–Me sobreestimáis.

–¿Por qué has cometido esas fechorías?

–¿Yo? ¿No supondréis que…?

–No supongo, estoy seguro. ¿A quién le entregasteis el chal de la reina y la jarra de pescado?

–Me acusáis en falso.

–Conozco a los hombres, Romé, y tengo pruebas.

–¿Pruebas?

–¿Por qué has corrido ese riesgo?

El rostro descompuesto de Romé, el malsano rubor que había invadido su frente y mejillas, la acentuada flacidez de sus carnes eran otros indicios reveladores. Chenar no se había engañado.

–O te han pagado muy bien u odias a Ramsés. En uno u otro caso el delito es muy grave.

–Señor Chenar… yo…

La angustia de aquel hombre obeso era casi conmovedora.

–Puesto que eres un magnífico intendente, olvidaré ese deplorable incidente. Pero si en el futuro te necesito, no deberás mostrarte ingrato.

Ameni redactaba su informe cotidiano para Ramsés. Si mano era segura y rápida.

–¿Puedo importunaros unos instantes? – preguntó Chenar afable.

–No me importunáis. Vos y yo obedecemos al rey, que nos exigió una puesta a punto cotidiana.

El escriba dejó su paleta en el suelo.

–Parecéis agotado, Ameni.

–Es sólo una apariencia.

–¿No deberíais preocuparos más por vuestra salud?

–Sólo la de Egipto me preocupa.

–¿Tenéis acaso… malas noticias?

–Al contrario.

–¿Podéis ser más explícito?

–He esperado a tener la confirmación antes de hablaros del éxito de Ramsés. Como hemos sido engañados por los falsos informes que transportaban las palomas mensajeras, he aprendido a ser prudente.

–¿Una idea de los hititas?

–¡Estuvo a punto de costarnos muy caro! Nuestras fortalezas cananeas habían caído en manos de los rebeldes. Si el rey hubiera dispersado sus fuerzas, habríamos sufrido desastrosas pérdidas.

–Afortunadamente, no fue así…

–La provincia de Canaan ha sido sometida de nuevo y el acceso a la costa está libre. El gobernador ha jurado seguir siendo el fiel súbdito del faraón.

–Soberbio éxito. Ramsés acaba de realizar una gran hazaña rechazando la amenaza hitita. Supongo que el ejército ha emprendido el camino de regreso.

–Secreto militar.

–¿Cómo que secreto militar? ¡Soy ministro de Asuntos Exteriores, no lo olvidéis!

–No tengo más informaciones.

–¡Imposible!

–Y sin embargo es así.

Furioso, Chenar se retiró.

Ameni sentía remordimientos. No por su actitud para con Chenar sino porque cuestionaba el expeditivo modo como había tratado el caso Serramanna. Ciertamente, los indicios acumulados contra el sardo eran abrumadores. ¿Pero no se habría mostrado el escriba demasiado crédulo? Presa de la exaltación que acompañaba la partida del ejército, Ameni no se había mostrado tan exigente como solía.

Debería haber verificado las pruebas y los testimonios que habían llevado a la cárcel al mercenario. Probablemente sería una gestión inútil, pero se la imponía el rigor. Irritado contra sí mismo, Ameni tomó de nuevo el expediente Serramanna.


17


La fortaleza de Megiddó, base militar que custodiaba el acceso a Siria, se erguía en la cima de una colina visible desde muy lejos. Única evidencia en una verde llanura, parecía inexpugnable: muros de piedra, almenas, altas torres cuadradas, matacanes de madera, puertas amplias y gruesas.


La guarnición se componía de egipcios y sirios fieles al faraón, ¿pero cómo creer en los mensajes oficiales que afirmaban que la fortaleza no había caído en manos de los insurrectos?

Ramsés descubrió un paisaje insólito: colinas altas y boscosas, encinas de nudosos troncos, arroyos lodosos, marismas, una tierra arenosa a veces… Una región difícil, hostil y cerrada, muy lejos de la belleza del Nilo y de la dulzura de la campiña egipcia.

Por dos veces un rebaño de jabalíes se había arrojado contra los exploradores egipcios, que habían turbado la tranquilidad de una madre y sus jabatos. Incomodados por una vegetación densa y anárquica, los jinetes tenían ciertas dificultades en avanzar a través de los matorrales y en deslizarse entre los troncos de los grandes árboles dispuestos en prietas hileras. Inconvenientes que tenían una favorable contrapartida: la abundancia de manantiales y de caza.

Ramsés dio la orden de detenerse, pero sin plantar las tiendas. Con los ojos clavados en la fortaleza de Megiddó, aguardó el regreso de los exploradores.

Setaú aprovechó la parada para cuidar a los enfermos y administrarles pociones. Los heridos graves habían sido repatriados, de manera que el ejército sólo contaba con hombres en buena forma física, a excepción de pacientes que sufrían frío y calor, y trastornos gástricos. Preparaciones a base de brionia, comino y ricino eliminaban esas pequeñas molestias. Seguían consumiendo, de modo preventivo, ajo y cebolla, cuya variedad «madera de serpiente», procedente de las riberas del desierto oriental, era la preferida de Setaú.

Loto acababa de salvar a un asno que había sido mordido en la pata por una serpiente acuática que había conseguido capturar. El viaje a Siria tomaba por fin un cariz interesante; hasta entonces sólo había encontrado especímenes conocidos. Éste, a pesar de su escasa cantidad de veneno, era una novedad.

Dos infantes recurrieron a los talentos de la nubia, con el pretexto de que también ellos habían sido víctimas de un reptil. Los resonantes bofetones sancionaron su mentira. Cuando Loto sacó de una bolsa la silbadora cabeza de una víbora, aquellos compadres corrieron a refugiarse entre sus camaradas.

Habían transcurrido más de dos horas. Con la autorización del rey, jinetes y aurigas habían puesto pie en tierra, y los infantes se habían sentado, rodeados por varios vigías.

–Hace mucho tiempo que salieron los exploradores -consideró Acha.

–Comparto tu opinión -dijo Ramsés-. ¿Y tu herida?

–Curada. Setaú es un verdadero brujo.

–¿Qué te parece este lugar?

–No me gusta. Ante nosotros el espacio está despejado, pero hay marismas. No se ven más que bosques de encinas, matorrales, y hierbas altas por ambos lados. Nuestras tropas están demasiado dispersas.

–Los exploradores no volverán -afirmó Ramsés-. O han sido abatidos o están prisioneros en el interior de la fortaleza.

–Lo que significaría que Megiddó ha caído en manos del enemigo y no tiene intención de rendirse.

–Esta plaza fuerte es la llave de la Siria del Sur -recordó Ramsés-. Aunque los hititas se hayan encerrado en ella, tenemos el deber de reconquistarla.

–No se tratará de una declaración de guerra sino de la recuperación de un territorio que pertenece a nuestra zona de influencia -opinó Acha-. Podemos pues atacar en cualquier momento y sin previa advertencia. Jurídicamente, nos movemos en el marco de una rebelión que debe ser dominada, sin relación alguna con un enfrentamiento entre Estados.

Para los países circundantes, el análisis del joven diplomático no carecía de pertinencia.

–Advierte a los generales que preparen el asalto.

Acha no tuvo tiempo de tirar de la brida de su caballo.

De un espeso bosque, a la izquierda del rey, surgió a galope tendido una tropa de jinetes que se lanzaron sobre los aurigas egipcios que descansaban. Los asaltantes atravesaron con cortas lanzas a muchos infelices y a varios caballos los degollaron o les cortaron los jarretes. Los supervivientes se defendieron con sus picas y sus espadas; algunos consiguieron subir a su carro y replegarse hacia donde se hallaban los infantes, protegidos tras sus escudos.

El inesperado y violento ataque pareció ser un éxito. La cinta que ceñía el espeso pelo de los agresores, su puntiaguda barba, la túnica con flecos que les llegaba hasta los tobillos y el coloreado cinturón cubierto de un echarpe permitían reconocer fácilmente que eran sirios.

Ramsés permaneció extrañamente tranquilo. Acha se preocupó.

–¡Van a destrozar nuestras filas!

–Hacen mal embriagándose por su hazaña.

El avance de los sirios fue detenido. Los infantes egipcios los obligaron a retroceder hacia los arqueros, cuyos disparos fueron devastadores.

El león gruñó.

–Nos amenaza otro peligro -dijo Ramsés-. Ahora va a decidirse la suerte de esta batalla.

Del mismo bosque surgieron varios centenares de sirios armados con hachas de mango corto. Sólo tenían que cruzar una pequeña distancia para golpear por la espalda a los arqueros egipcios.

–¡Vamos! – ordenó el rey a sus caballos.

Por el tono de voz de su dueño, ambos corceles comprendieron que debían desplegar toda su energía. El león saltó, Acha y unos cincuenta carros lo siguieron.

El choque fue de inaudita violencia. La fiera desgarró la cabeza y el pecho de los audaces que atacaban el carro de Ramsés, mientras el rey, disparando flecha tras flecha, atravesaba corazones, gargantas y frentes. Los carros aplastaban a los heridos, los infantes que acudieron en su ayuda hicieron que los sirios huyeran.

Ramsés distinguió un curioso guerrero que corría hacia el bosque.

–Atrápalo -ordenó al león.

Matador eliminó a dos retrasados y se arrojó sobre el hombre, que cayó al suelo. Aunque intentó contener su fuerza, la fiera había herido mortalmente al prisionero, que yacía con la espalda lacerada. Ramsés examinó al hombre, que llevaba los cabellos largos y una barba mal cortada; su larga túnica a rayas rojas y negras estaba hecha jirones.

–Que venga Setaú -exigió el monarca.

Los combates finalizaban. Los sirios habían sido exterminados por completo y sólo habían infligido escasas bajas al ejército egipcio.

Jadeante, Setaú llegó junto a Ramsés.

–Salva a ese hombre -le pidió el rey-; no es un sirio sino un merodeador de la arena. Que nos explique las razones de su presencia aquí.

Tan lejos de sus bases, un beduino, que por lo general desvalijaban las caravanas del lado del Sinaí… Setaú se sintió intrigado.

–Tu león lo ha dejado en muy mal estado.

El rostro del herido estaba cubierto de sudor, de su nariz manaba la sangre y su nuca estaba rígida. Setaú le tomó el pulso y escuchó la voz de su corazón, tan débil que el diagnóstico no fue difícil de establecer. El merodeador de la arena agonizaba.

–¿Puede hablar? – preguntó el rey.

–Sus mandíbulas están contraídas. Tal vez quede alguna posibilidad.

Setaú consiguió introducir en la boca del moribundo un tubo de madera, envuelto en una tela, y vertió un líquido a base de rizoma de ciprés.

–El remedio debería calmar el dolor. Si este mocetón es fuerte, sobrevivirá unas horas.

El merodeador de la arena vio al faraón. Asustado, intentó levantarse, rompió con los dientes el tubo de madera, gesticuló como un pájaro incapaz de volar.

–Tranquilo, amigo -recomendó Setaú-. Yo te curaré.

–Ramsés…

–Es el faraón de Egipto quien quiere hablarte.

El beduino miraba la corona azul.

–¿Vienes del Sinaí? – preguntó el rey.

–Sí, es mi país…

–¿Por qué combatías con los sirios?

–Oro… Me prometieron oro…

–¿Has visto hititas?

–Nos dieron un plan de combate y se marcharon.

–¿Había otros beduinos contigo?

–Todos han huido.

–¿Has encontrado a un hebreo llamado Moisés?

–Moisés…

Ramsés describió a su amigo.

–No, no le conozco.

–¿Has oído hablar de él?

–No, no creo…

–¿Cuántos hombres hay en la fortaleza?

–No… No lo sé.

–No mientas.

Con inesperada brusquedad, el herido cogió su puñal, se incorporó e intentó matar al rey. Con un seco golpe en la muñeca, Setaú desarmó al agresor.

El esfuerzo del beduino había sido excesivo. Su rostro se contrajo, su cuerpo se arqueó y cayó muerto.

–Los sirios han intentado aliarse con los beduinos -comentó Setaú-. ¡Que estupidez! Esa gente nunca se entenderá.

Setaú volvió junto a los heridos egipcios, que recibían ya los cuidados de Loto y los enfermeros. Los muertos habían sido envueltos en esteras y cargados en carros. Un convoy, protegido por una escolta, partiría hacia Egipto, donde los infelices se beneficiarían de los ritos de resurrección.

Ramsés acarició sus caballos y su león, cuyos sordos rugidos parecían un ronroneo. Numerosos soldados se reunieron en torno al soberano, levantaron sus armas al cielo y aclamaron a aquel que acababa de conducirlos a la victoria, con la maestría de un experimentado guerrero.

Los generales consiguieron abrirse paso y se apresuraron a felicitar a Ramsés.

–¿Habéis descubierto más sirios en los bosques vecinos?

–No, majestad. ¿Nos autorizáis a instalar el campamento?

–Tenemos algo mejor que hacer: recuperar Megiddó.


18


Reanimado por un enorme plato de lentejas que no le haría engordar un solo gramo, Ameni había pasado la noche en su despacho, para adelantar su trabajo del día siguiente y poder destinar algún tiempo a encargarse del expediente Serramanna. Cuando le dolía la espalda, tocaba el soporte para pinceles, de madera dorada y en forma de columna coronada por un lis, que Ramsés le había regalado cuando lo nombró su secretario. Su energía renacía de inmediato.


Ameni gozaba, desde la adolescencia, de invisibles vínculos con Ramsés y sabía por instinto si el hijo de Seti estaba o no en peligro. Varias veces había advertido que la muerte rozaba el hombro del rey y que sólo su magia personal le había permitido desviar el infortunio; si aquella barrera protectora, que las divinidades habían edificado en torno al faraón, se dislocaba, la intrepidez de Ramsés podía conducirlo al fracaso.

Y si Serramanna era una de las piedras de aquella muralla mágica, Ameni había cometido una falta grave impidiéndole cumplir su función. ¿Pero estaba justificado aquel remordimiento?

La acusación descansaba fundamentalmente en el testimonio de Nenofar, la amante de Serramanna; de modo que Ameni había solicitado a la policía que se la trajeran para interrogarla más a fondo. Si la moza había mentido, él la obligaría a decir la verdad.

A las siete, el policía responsable de la investigación, un ponderado quincuagenario, se presentó en el despacho del secretario particular del rey.

–Nenofar no vendrá -dijo.

–¿Acaso se ha negado a seguiros?

–No hay nadie en su casa.

–¿Vivía en el lugar indicado?

–Según sus vecinos, sí, pero dicen que abandonó su casa hace ya varios días.

–¿Sin decir adónde iba?

–Nadie lo sabe.

–¿Habéis registrado el alojamiento?

–Sin resultado. Incluso los cofres para ropa estaban vacíos, como si la mujer hubiera deseado suprimir todo rastro de su existencia.

–¿Qué habéis averiguado sobre ella?

–Al parecer, era una jovencita muy ligera. Las malas lenguas afirman incluso que vivía de sus encantos.

–Entonces, debía de trabajar en una casa de cerveza.

–No es así. Ya he hecho las investigaciones necesarias.

–¿La visitaban los hombres?

–Sus vecinos dicen que no; pero a menudo estaba ausente, sobre todo por la noche.

–Hay que encontrar e identificar a sus eventuales empleadores.

–Lo lograremos.

–Apresuraos.

En cuanto el policía se marchó, Ameni leyó de nuevo las tablillas de madera en las que Serramanna le había escrito a su cómplice hitita el texto que demostraba su culpabilidad. En la tranquilidad de su despacho, a una hora tan temprana, cuando el espíritu está alerta, fue brotando una hipótesis. Para comprobar su fundamento debía aguardar el regreso de Acha.

Edificada en un espolón rocoso, la fortaleza de Megiddó impresionó al ejército egipcio, que se había desplegado por la llanura. Dada la altura de las torres, había sido necesario fabricar grandes escalas que no sería fácil apoyar en las murallas; las flechas y piedras podrían diezmar los pelotones de asalto.

Con Acha a su lado, Ramsés dio la vuelta a la plaza fuerte conduciendo a gran velocidad su carro, para no ofrecer un fácil blanco a los arqueros.

Ninguna flecha fue disparada, ningún arquero apareció en las almenas.

–Se ocultarán hasta el último momento -consideró Acha-. Así no desperdiciarán ningún proyectil. La mejor solución sería dejarlos morir de hambre.

–Las reservas de Megiddó les permitirían aguantar varios meses. ¿Hay algo más desesperante que un interminable asedio?

–En sucesivos asaltos perderemos muchos hombres.

–¿Acaso crees que no tengo corazón y que sólo pienso en una nueva victoria?

–¿No pasa la gloria de Egipto por encima de la suerte de los hombres?

–Cada existencia me resulta preciosa, Acha.

–¿Qué decides?

–Colocaremos nuestros carros alrededor de la fortaleza, a distancia de tiro, y nuestros arqueros eliminarán a los sirios que aparezcan en las almenas. Tres grupos de voluntarios colocarán las escalas protegiéndose con sus escudos.

–¿Y si Megiddó es inexpugnable?

–Primero intentemos tomarla. Reflexionar con el fracaso en la cabeza es ya un fracaso.

La energía que emanaba de Ramsés dio un nuevo dinamismo a los soldados. Se presentó un montón de voluntarios, los arqueros se peleaban para instalarse en los carros que rodearon la plaza fuerte, bestia silenciosa e inquietante.

Llevando al hombro las largas escalas, unas columnas de infantes avanzaron con paso nervioso hacia las murallas. Cuando estaban levantándolas, en la torre más alta aparecieron los arqueros sirios y tensaron sus arcos. Ninguno tuvo tiempo de ajustar el tiro. Ramsés y los arqueros egipcios los derribaron. Una segunda oleada de defensores, de espesos cabellos sujetos por una cinta y la barba puntiaguda, los sustituyeron; los sirios consiguieron disparar algunas flechas, pero no hirieron a ningún egipcio. El rey y sus tiradores de élite los eliminaron.

–Mediocre resistencia-dijo a Setaú el viejo general-. Parece como si esa gente no hubiera combatido nunca.

–Mejor así, tendré menos trabajo y tal vez pueda consagrar una noche a Loto. Estas batallas me agotan.

Los infantes comenzaban a trepar cuando aparecieron unas cincuenta mujeres.

El ejército egipcio no solía matar a las mujeres y los niños. Serían llevadas a Egipto, con su progenie, como prisioneras de guerra, y se convertirían en siervas de los grandes dominios agrícolas. Tras haber cambiado de nombre, se integrarían en la sociedad egipcia.

El viejo general quedó consternado.

–Creía haberlo visto todo… ¡Estas infelices están locas!

Dos sirias izaron un brasero hasta lo alto de la muralla y lo dejaron caer sobre los infantes que trepaban. Los carbones ardientes rozaron a los asaltantes, que se habían pegado a los barrotes de las escalas. Las flechas de los arqueros se clavaron en los ojos de las mujeres, que cayeron al vacío. Las que tomaron el relevo, con un nuevo brasero, sufrieron la misma suerte. Excitada, una muchacha puso brasas en su onda, la hizo girar y las lanzó a lo lejos.

Uno de los proyectiles fue a parar al muslo del viejo general, que cayó con la mano crispada sobre la quemadura.

–No la toquéis -recomendó Setaú-; no os mováis y dejadme hacer.

El encantador de serpientes se levantó su taparrabo y orinó sobre la quemadura. Como él, el general sabía que la orina, a diferencia del agua de pozo y de río, era un medio estéril y limpiaba una herida sin riesgos de infección. Unos camilleros llevaron al herido hasta la tienda-hospital.

Los infantes llegaron a las murallas, vacías de defensores.

Unos minutos más tarde, la gran puerta de la fortaleza de Megiddó se abrió. En su interior sólo quedaban algunas mujeres y niños aterrorizados.

–Los sirios han intentado rechazarnos lanzando todas sus fuerzas a una batalla en el exterior de la fortaleza -advirtió Acha.

–La maniobra podía haber tenido éxito -estimó Ramsés.

–No te conocían.

–¿Quién puede alardear de conocerme, amigo mío?

Una decena de soldados comenzaban ya a pillar el tesoro de la fortaleza, lleno de piezas de vajilla de alabastro y estatuillas de plata.

El rugido del león los dispersó.

–Que se detenga a esos hombres -decretó Ramsés-. Que se purifiquen y fumiguen las moradas.

El rey nombró a un gobernador y le encargó que eligiera oficiales y hombres de tropa para residir en Megiddó. En los depósitos quedaba bastante comida para varias semanas. Una escuadra partía ya en busca de caza y rebaños.

Ramsés, Acha y el nuevo gobernador reorganizaron la economía de la región; los campesinos, que ignoraban ya quien era su dueño, habían interrumpido las labores del campo. En menos de una semana, la presencia egipcia fue considerada de nuevo como garante de paz y seguridad.

El rey hizo construir pequeños fortines, ocupados por cuatro vigías y caballos, a cierta distancia al norte de Megiddó. En caso de ataque hitita, la guarnición tendría tiempo de ponerse a cubierto.

Desde lo alto de la torre principal, Ramsés observó un paisaje que no le gustaba demasiado. Vivir lejos del Nilo, de los palmerales, de las verdes campiñas y del desierto suponía un gran sufrimiento.

En aquella hora calma, Nefertari celebraba los ritos vespertinos. ¡Cómo la echaba en falta!

Acha interrumpió la meditación del rey.

–Como me pediste, he discutido con oficiales y soldados.

–¿Cuáles son sus sentimientos?

–Todos confían en ti, pero sólo piensan en regresar al país.

–¿Te gusta Siria, Acha?

–Es un país peligroso, lleno de trampas. Conocerlo bien exige largas estancias.

–¿Se le parece la tierra de los hititas?

–Es más salvaje y mas ruda. En invierno, en las altiplanicies de Anatolia, el viento es gélido.

–¿Crees que me gustaría?

–Eres Egipto, Ramsés. Ninguna otra tierra hallará un lugar en tu corazón.

–La provincia de Amurru está cerca.

–El enemigo también.

–¿Crees que el ejército hitita habrá invadido Amurru?

–No disponemos de informaciones fiables.

–¿Tú qué opinas?

–Sin duda nos esperan allí.


19


La provincia de Amurru estaba al este del monte Hermón y de la mercantil ciudad de Damasco. Se extendía a lo largo de la costa, entre las ciudades de Tiro y Biblos, y formaba el último protectorado egipcio antes de la frontera con la zona de influencia hitita.


A más de cuatrocientos kilómetros de Egipto, los soldados del faraón avanzaban a paso lento. Al revés de lo que sus generales le habían recomendado, Ramsés había evitado la ruta del litoral y había seguido un sendero montañoso, tan duro para los animales como para los hombres. Ya nadie reía, ya nadie hablaba, se preparaban a enfrentarse con los hititas, cuya reputación de ferocidad asustaba a los más valerosos. Según el análisis del diplomático Acha, reconquistar Amurru no sería un acto de guerra abierta, ¿pero cuántos caerían bajo el ensangrentado sol? Muchos habían esperado que el rey se contentara con Megiddó y tomara el camino de regreso. Pero Ramsés sólo había concedido un breve descanso a su ejército, antes de imponerle aquel nuevo esfuerzo.

A galope tendido, un explorador recorrió la columna y se detuvo en seco ante Ramsés.

–Están allí, al inicio del sendero, entre el acantilado y el mar.

–¿Son muchos?

–Varios centenares de hombres armados con lanzas y arcos, y ocultos detrás de los matorrales. Puesto que vigilan la ruta del litoral, los sorprenderemos por la espalda.

–¿Son hititas?

–No, majestad, gente de la provincia de Amurru.

Ramsés estaba perplejo. ¿Qué trampa le estaban tendiendo al ejército egipcio?

–Acompáñame.

El general de los carros se interpuso.

–El faraón no debe correr semejante riesgo.

La mirada de Ramsés llameó.

–Debo ver, juzgar y decidir.

El rey siguió al explorador. Los dos hombres terminaron a pie el trayecto y se metieron en un terreno pendiente, al que se agarraban inestables rocas.

Ramsés se detuvo.

El mar, la pista que lo flanqueaba, la profusión de matorrales, los enemigos emboscados, el acantilado… No había lugar alguno donde pudieran reunirse fuerzas hititas para una emboscada. Pero otro acantilado limitaba el horizonte. ¿No estarían ocultos allí, a buena distancia, decenas de carros anatolios capaces de intervenir a gran velocidad?

Ramsés tenía en sus manos la vida de sus soldados, garantes por su parte de la seguridad de Egipto.

–Nos desplegaremos -murmuró.

Los infantes del príncipe de Amurru dormitaban. En cuanto los primeros egipcios llegaran del sur por la ruta del litoral, caerían sobre ellos por sorpresa.

El príncipe Benteshina aplicaba la estrategia que le habían impuesto los instructores hititas. Estos últimos estaban convencidos de que Ramsés, en cuyo camino se habían sembrado varias celadas, no llegaría hasta aquí. Y si llegaba, sus fuerzas habrían disminuido tanto que la última emboscada acabaría fácilmente con ellos.

Obeso quincuagenario, provisto de un hermoso bigote negro, a Benteshina no le gustaban los hititas, pero los temía. Amurru estaba tan cerca de su zona de influencia que no le interesaba contrariarlos. Ciertamente era vasallo de Egipto y pagaba tributo al faraón; pero los hititas no querían que esto siguiera siendo así, y le habían exigido que se rebelara y diera el golpe de gracia a un agotado ejército egipcio.

El príncipe pidió a su copero que le sirviera vino fresco para calmar la sequedad de su garganta. Benteshina se mantenía a cubierto, en una gruta del acantilado. El servidor dio solo unos pasos.

–Señor… ¡Mirad!

–Date prisa, tengo sed.

–Mirad, en el acantilado… ¡Centenares, millares de egipcios!

Benteshina se levantó atónito. El copero no mentía.

Un hombre muy alto, tocado con una corona azul y vestido con un paño de reflejos dorados, bajaba por el sendero que llevaba a la llanura costera. A su diestra caminaba un enorme león.

Uno a uno primero, luego en masa, los soldados libaneses se volvieron y descubrieron el mismo espectáculo que su jefe. Los que estaban durmiendo fueron brutalmente despertados.

–¿Dónde te ocultas, Benteshina? – preguntó la voz grave y poderosa de Ramsés.

Temblando, el príncipe de Amurru avanzó hacia el faraón.

–¿No eres acaso mi vasallo?

–¡Majestad, siempre he servido fielmente a Egipto!

–¿Entonces por qué quería tenderme una emboscada tu ejército?

–Creíamos… La seguridad de nuestra provincia…

Un ruido sordo, parecido a una cabalgada, llenó los cielos. Ramsés miró a lo lejos, en dirección al acantilado tras el que podían ocultarse los carros hititas.

El momento de la verdad para el faraón.

–Me has traicionado, Benteshina.

–¡No, majestad! Los hititas me obligaron a obedecerles. Si me hubiera negado, me habrían eliminado, a mí y a mi pueblo. Aguardábamos vuestra llegada para librarnos de su yugo.

–¿Dónde están?

–Se han marchado, convencidos de que vuestro ejército llegaría hasta aquí hecho jirones si podía superar los numerosos obstáculos que os habían puesto en el camino.

–¿Qué es ese extraño ruido?

–Procede de las grandes olas que salen del mar, corren por las rocas y rompen contra el acantilado.

–Tus hombres estaban decididos a librarme batalla. Los míos están decididos a combatir.

Benteshina se arrodilló.

–Majestad, que triste es bajar a la tierra del silencio donde reina la muerte. El hombre despierto se duerme allí para siempre, dormita todo el día. La morada de quienes allí residen es tan profunda que sus voces no nos llegan ya, pues no existe puerta ni ventana. Ningún rayo de sol ilumina el oscuro reino de los muertos, ninguna brisa refresca su corazón. Nadie desea entrar en ese horrendo paraje. ¡Imploro el perdón del faraón! Que la paz sea respetada y siga sirviendo.

Viendo sometido a su señor, los soldados libaneses arrojaron las armas. Cuando Ramsés levantó a Benteshina, que se inclinó profundamente ante el faraón, unos gritos de júbilo brotaron del pecho de los egipcios y sus aliados.

Cuando salió del despacho de Ameni, Chenar estaba aterrado.

Tras una campana militar llevada a cabo con increíble rapidez, Ramsés acababa de reconquistar la provincia de Amurru que, sin embargo, había caído bajo la influencia hitita. ¿Cómo había conseguido evitar las celadas y obtener tan resonante victoria aquel joven rey inexperto, que por primera vez dirigía su ejército por territorio hostil? Hacía ya mucho tiempo que Chenar no creía en la existencia de los dioses, pero era evidente que Ramsés gozaba de una protección mágica que le había legado Seti, durante un rito secreto. Aquella fuerza era la que trazaba su ruta.

Chenar redactó una nota de servicio para Ameni. Como ministro de Asuntos Exteriores, iba personalmente a Menfis para anunciar a los notables la excelente noticia.

–¿Dónde está el mago? – preguntó Chenar a su hermana Dolente.

La alta mujer morena, de lánguidas formas, estrechó contra sí a la rubia Lita, la heredera de Akenatón, a quien aterrorizaba la cólera del hermano mayor de Ramsés.

–Trabaja.

–Quiero verlo inmediatamente.

–Espera un poco, prepara una nueva sesión de hechizos con el chal de Nefertari.

–¡Qué eficaz! ¿Sabes que Ramsés ha reconquistado Amurru, recuperado todas las fortalezas cananeas e impuesto de nuevo su ley en nuestros protectorados del norte? Nuestras perdidas son ínfimas, nuestro amado hermano no ha recibido el menor arañazo y se ha convertido, incluso, en un dios para los soldados.

–¿Estás seguro?

–Ameni es una excelente fuente de información. El maldito escriba es tan prudente que debe estar, incluso, por debajo de la verdad. Canaan, Amurru y Siria del Sur ya no regresarán al regazo hitita. No dudes que Ramsés las convertirá en una base bien fortificada y en una zona de protección que el enemigo no podrá atravesar. En vez de terminar con mi hermano, hemos reforzado su sistema defensivo… ¡Soberbio resultado!

La rubia Lita contemplaba a Chenar.

–Nuestro futuro reino se aleja, querida mía. ¿Y si tú y tu mago me hubierais engañado?

Chenar arrancó la parte superior del vestido de la joven, desgarrando los tirantes. Su pecho mostraba huellas de profundas quemaduras.

Lita estalló en sollozos y se acurrucó en el regazo de Dolente.

–No la tortures, Chenar; Ofir y ella son nuestros más preciosos aliados.

–¡Magníficos aliados, en efecto!

–No lo dudéis, señor -dijo una voz lenta y pausada.

Chenar se volvió.

Los rasgos de ave de presa del mago Ofir impresionaron, una vez más, al hermano mayor de Ramsés. La verde y oscura mirada del libio parecía portadora de maleficios capaces de acabar en pocos segundos con un adversario.

–Estoy descontento de vuestros servicios, Ofir.

–Como habéis comprobado, ni Lita ni yo escatimamos esfuerzos. Como ya os expliqué, nos enfrentamos a una partida muy fuerte, y necesitamos tiempo para actuar. La protección mágica no estará aniquilada hasta que el chal de Nefertari se haya consumido por completo. Si vamos demasiado deprisa, mataremos a Lita y ya no nos quedará esperanza alguna de destronar al usurpador.

–¿Qué plazo, Ofir?

–Lita es frágil, porque es una médium excelente. Entre cada sesión de hechizo, Dolente y yo curamos sus heridas y debemos aguardar a que la llaga cicatrice antes de utilizar de nuevo sus dones.

–¿No podéis cambiar de médium?

La mirada del mago se endureció.

–Lita no es una médium cualquiera sino la futura reina de Egipto, vuestra esposa. Hace varios años que se prepara para este implacable combate del que saldremos vencedores. Nadie puede reemplazarla.

–De acuerdo… ¡Pero la gloria de Ramsés no deja de aumentar!

–La desgracia puede terminar con ella en un instante.

–Mi hermano no es un hombre ordinario, lo anima un extraño poder.

–Soy consciente de ello, señor Chenar. Por eso apelo a los más ocultos recursos de mi ciencia. La precipitación sería un grave error. Sin embargo…

Chenar estaba pendiente de las palabras de Ofir.

–Sin embargo, intentaré una acción puntual contra Ramsés. Un hombre victorioso está en exceso seguro de sí mismo y baja la guardia. Aprovecharemos un momento de debilidad.


20


La provincia de Amurru estaba de fiesta. El príncipe Benteshina había querido celebrar de modo resonante la presencia de Ramsés y la reinstauración de la paz. Solemnes declaraciones de fidelidad habían sido inscritas en papiros y el príncipe se había comprometido a entregar lo antes posible, por barco, troncos de cedro que serían colocados ante los pilonos de los templos de Egipto. Los soldados libaneses llenaban de amistad a sus homólogos egipcios, el vino corría a chorros, las mujeres de la provincia reconquistada supieron hechizar a sus protectores.


Encantados, aunque aquel forzado júbilo no los engañara, Setaú y Loto participaron en los festejos y tuvieron la fortuna de conocer a un viejo brujo enamorado de las serpientes. Aunque las especies locales carecieran de una calidad especial de veneno y una agresividad superior a las que vivían en Egipto, los especialistas intercambiaron ciertos secretos del oficio.

Pese a las atenciones de su anfitrión, Ramsés no se relajaba. Benteshina cargó esta actitud en la cuenta de la necesaria gravedad que el faraón, el hombre más poderoso del mundo, debía mantener en cualquier circunstancia.

Pero Acha no opinaba lo mismo.

Al finalizar un banquete que había reunido a los oficiales superiores de Egipto y Amurru, Ramsés se retiró a la terraza del palacio principesco donde Benteshina había alojado a su ilustre huésped.

La mirada del rey estaba clavada en el norte.

–¿Puedo interrumpir tu meditación?

–¿Qué quieres, Acha?

–No pareces apreciar demasiado la generosidad del príncipe de Amurru.

–Traicionó, y volverá a traicionar. Pero sigo tus consejos: ¿por qué sustituirlo si ya conocemos sus vicios?

–No estás pensando en él.

–¿Conoces acaso mis preocupaciones?

–Tu mirada está clavada en Kadesh.

–Kadesh, el orgullo de los hititas, el símbolo de su dominio sobre la Siria del Norte, el permanente peligro que amenaza Egipto. Sí, pienso en Kadesh.

–Atacar esa plaza fuerte supone penetrar en zona de influencia hitita. Si tomas esta decisión, debemos declararle la guerra en toda regla.

–¿Respetaron ellos las reglas cuando fomentaron revueltas en nuestros protectorados?

–Eran sólo movimientos de insumisión. Atacar Kadesh es cruzar la verdadera frontera entre Egipto y el imperio hitita. Dicho de otro modo, la gran guerra. Un conflicto que puede durar varios meses y destruirnos.

–Estamos listos.

–No, Ramsés. Tus éxitos no deben ponerte eufórico.

–¿Te parecen irrisorios?

–Sólo has vencido a guerreros mediocres; los de Amurru rindieron las armas sin combatir. No será así con los hititas. Además, nuestros hombres están agotados e impacientes por regresar a Egipto. Comprometerse ahora en un conflicto de tal envergadura nos llevaría al desastre.

–¿Tan débil es nuestro ejército?

–Los cuerpos y los espíritus estaban preparados para una campaña de reconquista, no para atacar un imperio cuya capacidad militar es superior a la nuestra.

–¿No será peligrosa tu prudencia?

–La batalla de Kadesh tendrá lugar si ese es tu deseo; pero debes saber prepararla.

–Esta noche tomaré una decisión.

La fiesta había terminado.

Al amanecer, la consigna había circulado por los acuartelamientos: zafarrancho de combate. Dos horas más tarde, Ramsés se presentó en su carro, tirado por sus dos fieles caballos. El rey llevaba la coraza de combate.

Muchos sintieron un peso en el estómago. ¿Sería fundado el insensato rumor que circulaba? Atacar Kadesh, marchar contra la indestructible ciudadela hitita, chocar de frente con unos bárbaros de inigualable crueldad… ¡No, el joven rey no había podido concebir tan insensato proyecto! Heredero de la sabiduría de su padre, respetaría la zona de influencia adversaria y elegiría consolidar la paz.

El monarca pasó revista a sus tropas. Los rostros estaban tensos e inquietos; del soldado más joven al más experimentado veterano, los hombres se mantenían rígidos, con los músculos casi doloridos. De las palabras que el faraón pronunciara dependía el resto de su existencia.

Puesto que detestaba los desfiles militares, Setaú se había tendido boca abajo en su carro mientras Loto, cuyos pechos desnudos rozaban sus omóplatos, le daba un masaje.

El príncipe Benteshina se escondía en su palacio, incapaz de devorar los cremosos pasteles con los que se hartaba para desayunar. Si Ramsés declaraba la guerra a los hititas, la provincia de Amurru serviría de retaguardia para el ejército egipcio y sus habitantes serían enrolados como mercenarios. Si Ramsés era vencido, los hititas pasarían la región a sangre y fuego.

Acha intentó descubrir las intenciones del rey, pero el rostro de Ramsés permanecía impenetrable. Concluida la inspección, Ramsés hizo dar la vuelta a su carro. Por un instante, los caballos parecieron dirigirse hacia el norte, hacia Kadesh. Luego el faraón se volvió hacia el sur, hacia Egipto.

Setaú se afeitó con una navaja de bronce, se peinó con un peine de madera de desiguales púas, se untó el rostro con una pomada que alejaba a los insectos, limpió sus sandalias y enrolló su estera. No estaba tan elegante como Acha, pero quería mostrarse más presentable que de ordinario, pese a la cristalina risa de Loto.

Desde que el ejército egipcio, entusiasta, había tomado el camino de regreso, Setaú y Loto habían tenido, por fin, tiempo para hacer el amor en el carro. Los infantes no dejaban de cantar canciones a la gloria de Ramsés, mientras los ocupantes de los carros, el ejército noble, se limitaba a tararear. Todos los militares compartían la misma convicción: ¡que hermosa era la vida del soldado cuando no debía combatir!

A buen paso, el ejército había atravesado Amurru, Galilea y Palestina, cuyos habitantes le habían aclamado al pasar, ofreciendo legumbres y fruta fresca. Antes de recorrer la última etapa que llevaba a la entrada en el Delta, se estableció el campamento al norte del Sinaí y al oeste del Negeb, en una región sobrecalentada donde la policía del desierto vigilaba los desplazamientos de los nómadas y protegía las caravanas.

Setaú estaba jubiloso. Allí abundaban las víboras y las cobras de soberbio tamaño y veneno muy activo. Con su destreza habitual, Loto había capturado ya una decena, dando la vuelta al campamento; sonriente, veía como los soldados se apartaban a su paso.

Ramsés contemplaba el desierto. Miraba hacia el norte, hacia Kadesh.

–Tu decisión fue lúcida y prudente -declaró Acha.

–¿La prudencia consiste en batirse en retirada ante el enemigo?

–No consiste en hacerse matar ni en intentar lo imposible.

–Te equivocas, Acha; el verdadero valor tiene la naturaleza de lo imposible.

–Por primera vez me das miedo, Ramsés; ¿adónde piensas llevar a Egipto?

–¿Crees que la amenaza de Kadesh se disipará por sí misma?

–La diplomacia permite resolver conflictos en apariencia inextricables.

–¿Desarmará tu diplomacia a los hititas?

–¿Por qué no?

–Proporcióname la verdadera paz que deseo, Acha; de lo contrario, yo mismo la construiré.

Eran ciento cincuenta.

Ciento cincuenta hombres, merodeadores de la arena, beduinos y hebreos, que recorrían desde hacía varias semanas la región del Negeb en busca de caravanas extraviadas. Todos obedecían a un cuadragenario tuerto que había conseguido escapar de una prisión militar antes de su ejecución. Autor de treinta ataques a caravanas y de veintitrés asesinatos de mercaderes egipcios y extranjeros, Vargoz era visto como un héroe por su tribu.

Cuando el ejército egipcio había aparecido en el horizonte, creyeron que se trataba de un espejismo. Los carros, los jinetes, los infantes… Vargoz y sus hombres se habían refugiado en una gruta, decididos a no mostrarse antes de que desapareciera el enemigo.

Durante la noche, un rostro había obsesionado los sueños de Vargoz. Una cabeza de ave de presa, una voz suave y persuasiva, la de un mago libio, Ofir, a quien Vargoz había conocido bien en su juventud. En un oasis perdido entre Libia y Egipto, el mago le había enseñado a leer y escribir, y le había utilizado como médium.

Y aquella noche, el rostro imperioso había vuelto a surgir del pasado, la voz suave daba de nuevo órdenes a las que Vargoz no podía sustraerse.

Con los ojos enloquecidos, blancos los labios, el jefe de la pandilla despertó a sus cómplices.

–Vamos a dar nuestro mejor golpe -explicó-. Seguidme.

Como de costumbre, obedecieron. Donde Vargoz los llevara, habría botín.

Cuando llegaron a las cercanías del campamento del ejército egipcio, varios bandidos se rebelaron.

–¿A quién quieres robar?

–La más hermosa tienda, allí… Está llena de tesoros.

–¡No tenemos ninguna posibilidad!

–Los centinelas no son numerosos y no esperan un ataque. Sed rápidos y nos convertiremos en hombres ricos.

–Es el ejército del faraón -objetó un merodeador de la arena-. Aunque lo consiguiéramos, nos alcanzaría.

–Imbécil… ¿Crees que permaneceremos en la región? Con el oro que vamos a robar seremos más ricos que príncipes.

–El oro…

–El faraón nunca se desplaza sin una buena cantidad de oro y piedras preciosas. Con eso compra a sus vasallos.

–¿Quién te ha informado?

–Un sueño.

El merodeador de la arena miró con asombro a Vargoz.

–¿Estás burlándote de mí?

–¿Obedeces o no?

–¿Arriesgar la cabeza por un sueño?… Deliras.

El hacha de Vargoz cayó sobre el cuello del merodeador de la arena, decapitándolo a medias. El jefe de la tribu pateó al moribundo y acabó separando su cabeza del tronco.

–¿Alguien más desea discutir?

Arrastrándose, los ciento cuarenta y nueve hombres avanzaron hacia la tienda del faraón.

Vargoz obedecería la orden que Ofir le había dado: cortar una pierna a Ramsés, convertirlo en un tullido.


21


Varios centinelas dormitaban montando guardia. Otros soñaban con su hogar y su familia. Uno solo distinguió una extraña forma que se arrastraba hacia él, pero Vargoz tuvo tiempo de estrangularlo antes de que diese la alarma. Los miembros de la tribu tuvieron que admitir que su jefe, una vez más, tenía razón. Acercarse a la tienda real no presentaba excesivas dificultades.


Vargoz ignoraba si Ramsés transportaba o no un tesoro y no pensaba en el momento en que los desvalijadores descubrieran que habían sido engañados. Sólo le guiaba una obsesión: obedecer a Ofir, verse libre de su rostro y de su voz.

Olvidando los riesgos, corrió hacia el oficial que dormitaba junto a la entrada de la gran puerta. La carga de Vargoz fue tan violenta que el egipcio no tuvo tiempo de desenvainar su espada. Sin respiración por el cabezazo de su agresor, fue pisoteado y se desvaneció.

El camino estaba libre.

Aunque el faraón fuese un dios, no podría resistir a un agresor desencadenado.

El filo del hacha rasgó la puerta de tela. Arrancado de su sueño, Ramsés acababa de incorporarse. Vargoz levantó el arma y se arrojó sobre el monarca.

Un enorme peso lo derribó. Un dolor intenso le desgarró la espalda, como si unos cuchillos se hundieran en sus carnes. Volvió la cabeza y por unos segundos vio un gigantesco león cuyas mandíbulas se cerraron sobre su cráneo y lo hicieron estallar como una fruta madura.

El aullido de terror del merodeador de la arena que seguía a Vargoz dio la alarma. Privados de su jefe, desorientados, sin saber ya si debían atacar o huir, los ladrones fueron acribillados a flechazos. Por sí solo, Matador terminó con cinco y, luego, advirtiendo que los arqueros cumplían muy bien su tarea, volvió a dormirse tras el lecho de su dueño.

Furiosos, los egipcios vengaron la muerte de los centinelas exterminando la tribu de bandoleros. La súplica de un herido intrigó a un oficial, que avisó al rey.

–Un hebreo, majestad.

Con dos flechas en el vientre, el bandido agonizaba.

–¿Has vivido en Egipto, hebreo?

–Me duele…

–¡Habla si quieres que te curemos! – exigió el oficial.

–No, en Egipto no… Siempre he vivido aquí…

–¿Acogió tu tribu a un tal Moisés? – preguntó Ramsés.

–No…

–¿Por qué nos habéis atacado?

El hebreo balbuceó unas palabras incomprensibles y murió. Acha se aproximó al rey.

–¡Estás sano y salvo!

–Matador me ha protegido.

–¿Quiénes eran esos bandidos?

–Beduinos, merodeadores de la arena, y un hebreo por lo menos.

–Su ataque era suicida.

–Alguien los ha incitado a tomar esta insensata iniciativa.

–¿Manipulaciones hititas?

–Tal vez.

–¿En quién piensas?

–Los demonios de las tinieblas son innumerables.

–No conseguía conciliar el sueño -confesó Acha.

–¿Cuál es la causa de tu insomnio?

–La reacción de los hititas. No permanecerán quietos.

–¿Me reprochas acaso no haber atacado Kadesh?

–Hay que consolidar enseguida el sistema defensivo de nuestros protectorados.

–Será tu próxima misión, Acha.

Preocupado por la economía, Ameni limpiaba una vieja tablilla de madera para utilizarla de nuevo como superficie de escritura. Los funcionarios de sus servicios sabían que el secretario particular del rey no permitía el despilfarro y quería que se respetara el material.

El triunfo de Ramsés en los protectorados y la perfecta crecida que beneficiaba a Egipto habían despertado el júbilo en Pi-Ramsés. Los ricos y los humildes se disponían a recibir al rey, las embarcaciones entregaban día tras día víveres sólidos y líquidos, destinados al monumental banquete en el que participarían todos los habitantes de la ciudad.

En aquel período de forzadas vacaciones, los campesinos descansaban o iban a visitar, en barca, a los miembros de su familia, más o menos alejados. El delta del Nilo se había convertido en un mar del que emergían islotes en los que se habían edificado las aldeas. La capital de Ramsés parecía un navío anclado en el centro de aquella inmensidad.

Sólo el alma de Ameni parecía atormentada. Si había metido en la cárcel a un inocente, fiel a Ramsés por añadidura, la injusticia pesaría mucho en la balanza del juicio del otro mundo. El escriba no se había atrevido a visitar a Serramanna, que seguía proclamando su inocencia. El policía a quien Ameni había confiado la investigación sobre el principal testigo de la acusación, Nenofar, la amante de Serramanna, se personó en su despacho al anochecer.

–¿Habéis obtenido resultados?

El policía se expresó con lentitud.

–Afirmativo.

Ameni se sintió aliviado; ¡por fin vería las cosas claras!

–¿Nenofar?

–La he encontrado.

–¿Por qué no me la habéis traído?

–Porque está muerta.

–¿Un accidente?

–Según el medico que ha visto el cadáver, es un crimen. Nenofar ha sido estrangulada.

–Un crimen… Por lo tanto han querido suprimir un testigo. ¿Pero por qué?… ¿Porque había mentido o porque podía hablar demasiado?

–Con todos los respetos, ¿no arroja este drama ciertas dudas sobre la culpabilidad de Serramanna?

Ameni se puso más pálido que de costumbre.

–Tenía pruebas contra él.

–Las pruebas no se discuten -admitió el policía.

–¡Pues bien, sí, se discuten! Suponed que la tal Nenofar hubiese sido pagada para inculpar a Serramanna, que le diera miedo la idea de comparecer ante un tribunal, de mentir bajo juramento y frente a la Regla. A su comanditario no le quedaba más remedio que suprimirla. ¡Naturalmente nos queda una prueba irrefutable! ¿Y si fuera una falsificación, y si alguien hubiera imitado la escritura del sardo?

–No era difícil: Serramanna redactaba cada semana una nota de servicio que se colgaba en la puerta del cuartel de la guardia personal del rey.

–Serramanna víctima de una maquinación… ¿Eso es lo que vos creéis, verdad?

El policía asintió con la cabeza.

–En cuanto Acha regrese -dijo Ameni-, tal vez pueda disculpar a Serramanna sin esperar a que detengan al culpable… ¿Tenéis alguna pista?

–Nenofar no se debatió. Es probable que conociese al asesino.

–¿Dónde la mataron?

–En una casita del barrio comercial.

–¿Su propietario?

–Como estaba desocupada, los vecinos no han podido informarme.

–Consultando el catastro obtendré, sin duda, alguna indicación. ¿Y no vieron nada sospechoso los vecinos?

–Una anciana, medio ciega, afirma haber visto a un hombre de pequeña estatura saliendo de la casa, en plena noche, pero es incapaz de describirlo.

–¿Podemos obtener una lista de las relaciones de Nenofar?

–Es inútil que esperemos establecerla… ¿Y si Serramanna era su primer pez gordo?

Nefertari saboreó una larga ducha tibia. Con los ojos cerrados, pensó en la loca felicidad cuyo aroma se aproximaba, minuto tras minuto, en el regreso de Ramsés, cuya ausencia parecía un suplicio.

Las sirvientas le frotaron suavemente la piel con ceniza y natrón, mezcla de carbonato y bicarbonato de sodio que desecaba y purificaba. Tras una última aspersión, la reina se tendió en las losas calientes y una masajista la frotó con una pomada a base de terebinto, aceite y limón, que dejaría su cuerpo perfumado durante todo el día.

Soñadora, Nefertari se confió a la pedicura, a la manicura y a la maquilladora, que rodeó sus ojos con una línea de maquillaje verde claro, ornato y protección al mismo tiempo. Como la llegada de Ramsés se aproximaba, ungió la soberbia cabellera de la reina con un perfume festivo, cuyos principales componentes eran el benjui y el estoraque. Luego presentó a Nefertari un espejo de bronce pulido cuyo mango había sido esculpido en forma de muchacha desnuda, evocación terrestre de la celestial belleza de Hator.

Sólo quedaba ponerle una peluca de cabello humano cuyos dos anchos mechones llegaban hasta los pechos y que estaba rizada por detrás. La prueba del espejo fue favorable por segunda vez.

–Si puedo permitírmelo -murmuró la peluquera-, vuestra majestad nunca estuvo tan bella.

Las camareras vistieron a la reina con una túnica de inmaculado lino que acababa de crear el taller de tejido de palacio.

Se acababa de sentar la reina para comprobar la anchura del admirable vestido cuando un perro amarillo dorado, rechoncho, musculoso, de colgantes orejas, cola en espiral y corto hocico coronado por la negra nariz saltó a sus rodillas. El perro venía del jardín acabado de regar y sus patas mancillaron de barro el vestido real. Horrorizada, una camarera tomó la pala destinada a matar las moscas y se dispuso a golpear al animal.

–No lo toques -ordeno Nefertari-. Es Vigilante, el perro de Ramsés. No actúa así sin razón.

Una lengua rosada, húmeda y suave lamió las mejillas de la reina y le quitó el maquillaje. Los grandes ojos confiados de Vigilante le ofrecieron una mirada llena de indescriptible júbilo.

–Ramsés estará aquí mañana, ¿no es cierto?

Vigilante puso las patas delanteras sobre los tirantes del vestido y movió la cola con un entusiasmo que no engañaba.


22


Por medio de señales ópticas, los vigías de las fortalezas y fortines de vigilancia acababan de anunciarlo: llegaba Ramsés.


La capital entró inmediatamente en efervescencia. Del barrio contiguo al templo de Ra a los talleres cercanos al puerto, de las villas de los altos funcionarios a las moradas del pueblo llano, del palacio a los almacenes, todos corrían para cumplir la tarea que les había sido confiada y estar listos para el excepcional momento de la entrada del soberano en Pi-Ramsés.

El intendente Romé ocultaba su creciente calvicie bajo una corta peluca. Privado de sueño desde hacía cuarenta y ocho horas, acuciaba a sus subordinados, culpables todos de lentitud e imprecisión. Sólo en la mesa real serían necesarios centenares de cuartos de buey asados, varias decenas de ocas, doscientos cestos de carne y pescado secos, cincuenta botes de crema, un centenar de platos de pescado preparado con especias, por no mencionar las legumbres y frutas. Los vinos tenían que ser de irreprochable calidad, al igual que las cervezas de fiesta. Y debían organizarse mil banquetes en los distintos barrios de la ciudad, para que incluso los más desfavorecidos participaran, aquel día, en la gloria del rey y la felicidad de Egipto. Y al menor inconveniente, todos los dedos le señalarían a él, Romé.

Leyó el último papiro de entrega: mil panes de variadas formas y de harina muy fina, dos mil hogazas doradas y crujientes, veinte mil pasteles con miel, jugo de algarrobo y rellenos de higos, trescientos cincuenta y dos sacos de uva que debía colocarse en copas, ciento doce de granadas y otros tantos de higos…

–¡Ahí está! – exclamó el copero.

De pie en el tejado de la cocina, un pinche hacía grandes gestos.

–No es posible…

–Sí, ¡es él!

El pinche saltó al suelo, el copero corrió hacia la gran avenida de la capital.

–¡Quedaos aquí! – aulló Romé.

En menos de un minuto, la cocina y las dependencias del palacio estuvieron desiertas. Romé se derrumbó en un taburete de tres patas. ¿Quién sacaría de los sacos los racimos de uva y quién los presentaría artísticamente?

Fascinaba.

Era el sol, el poderoso toro, el protector de Egipto y el vencedor de los países extranjeros, el rey de grandiosas victorias, el elegido por la luz divina.

Era Ramsés.

Tocado con una corona de oro, vestido con una armadura plateada y un paño orillado de oro, con un arco en la mano izquierda y una espada en la diestra, se mantenía erguido en la plataforma del carro adornado de lises que Acha conducía. Matador, el león nubio de llameante melena, avanzaba al compás de los caballos.

La prestancia de Ramsés unía el poderío al fulgor. En él se encarnaba la más completa expresión de faraón.

La muchedumbre se apretujaba a ambos lados de la larga vía procesional que conducía al templo de Amón. Con los brazos llenos de flores, perfumados con el óleo festivo, músicos y cantores celebraban el regreso del rey con un himno de bienvenida. «Ver a Ramsés -decía- alegra el corazón»; de modo que se atropellaban al paso del monarca para divisarlo, aunque sólo fuera un instante.

En el umbral del espacio sagrado, Nefertari, la gran esposa real. La dulce de amor, aquella cuya voz proporcionaba la felicidad, la soberana de las Dos Tierras, cuya corona con dos altas plumas tocaba el cielo y cuyo collar de oro ornado con un escarabeo de lapislázuli contenía el secreto de la resurrección, tenía en sus manos un codo, símbolo de Maat, la Regla eterna.

Cuando Ramsés descendió del carro, la muchedumbre guardó silencio.

El rey se dirigió hacia la reina lentamente. Se detuvo a tres metros de ella, soltó el arco y la espada, y colocó el puño derecho, cerrado, sobre su corazón.

–¿Quién eres tú, que te atreves a contemplar a Maat?

–Soy el hijo de la luz, el heredero del testamento de los dioses, el que garantiza la justicia y no hace diferencia alguna entre el fuerte y el débil. Debo proteger todo Egipto de la desgracia, tanto en el interior como en el exterior.

–¿Has respetado a Maat lejos de la tierra sagrada?

–He practicado la Regla y deposito mis actos ante ella para que me juzgue. Así, el país quedará sólidamente arraigado en la verdad.

–Que la Regla te reconozca como un ser de rectitud.

Nefertari levantó el codo de oro que brilló bajo el sol. Durante largos minutos, la muchedumbre aclamó a su rey. Ni siquiera Chenar, subyugado, pudo impedirse murmurar el nombre de su hermano.

En el primer gran patio al aire libre del templo de Amón sólo eran admitidos los notables de Pi-Ramsés, impacientes por asistir a la ceremonia de entrega del «oro del valor». ¿A quién condecoraría el faraón, qué ascensos concedería? Circulaban varios nombres e incluso se habían hecho apuestas.

Cuando el rey y la reina se asomaron a la «ventana de aparición», todos contuvieron el aliento. Los generales se mostraban en primera fila, espiándose por el rabillo del ojo.

Dos portaabanicos estaban dispuestos a acompañar hasta la ventana a los afortunados elegidos. Por una vez, el secreto se había guardado bien; incluso las comadres de la corte permanecían en la incertidumbre.

–Sea honrado primero el más valeroso de mis soldados -declaró Ramsés-, aquel que nunca vaciló en arriesgar su vida para proteger la del faraón. Que se adelante Matador.

Amedrentada, la concurrencia se abrió para dar paso al león, que pareció complacido al ver que todas las miradas convergían hacia él. Contoneándose, con paso felino, caminó hasta la ventana de aparición. Ramsés se inclinó, le acarició la frente y le puso al cuello una delgada cadena de oro que convertía a la fiera en una de las más notables personalidades de la corte. Satisfecho, el león se tendió en la posición de la esfinge.

El rey murmuró dos nombres al oído de los portaestandartes. Rodeando a Matador, dejaron atrás la hilera de los generales, la de los oficiales superiores, y la de los escribas, y rogaron a Setaú y Loto que los siguieran. El encantador de serpientes protestó, pero su bella esposa le tomó de la mano.

Ver pasar a la nubia, de piel dorada y fino talle, alegró a los más hastiados, pero el rústico aspecto de Setaú, envuelto en su piel de antílope con múltiples bolsillos, no obtuvo los mismos sufragios.

–Honrados sean quienes cuidaron a los heridos y salvaron numerosas vidas -dijo Ramsés-. Gracias a su ciencia y su abnegación, valerosos hombres vencieron el sufrimiento y han regresado al país.

Inclinándose de nuevo, el rey puso varios aros de oro en las muñecas de Setaú y de Loto. La bella nubia estaba conmovida, el encantador de serpientes mascullaba.

–Encargo a Setaú y Loto la dirección del laboratorio de palacio -añadió Ramsés-. Su misión será perfeccionar los remedios a base de veneno de reptiles y encargarse de que se distribuyan por todo el país.

–Preferiría mi casa del desierto -murmuró Setaú.

–¿Lamentáis estar más cerca de nosotros? – preguntó Nefertari.

La sonrisa de la reina desarmó al gruñón.

–Vuestra majestad…

–Vuestra presencia en palacio, Setaú, será un honor para la corte.

Molesto, Setaú se ruborizó.

–Hágase según los deseos de vuestra majestad.

Los generales, algo sorprendidos, se guardaron mucho de emitir la menor crítica. ¿Acaso no habían recurrido, en un momento u otro, al arte de Setaú y de Loto para facilitar una digestión difícil o aliviar una respiración pesada? El encantador de serpientes y su esposa habían mantenido correctamente el tipo durante la campaña. Su recompensa, aunque excesiva en opinión de los oficiales, no era inmerecida.

Quedaba por saber cual de los generales sería distinguido y accedería al puesto de comandante en jefe del ejército de Egipto, a las órdenes directas del faraón. El envite era importante, pues el nombre del afortunado elegido sería revelador de la política futura de Ramsés. Elegir al general de más edad sería prueba de pasividad y repliegue; el jefe de los carros anunciaría una inminente guerra.

Los dos portaabanicos enmarcaron a Acha.

Fino, elegante, muy cómodo, el joven diplomático levantó una respetuosa mirada hacia la pareja real.

–Yo te honro, mi noble y fiel amigo -declaró Ramsés-, pues tus consejos me han sido preciosos. Tampoco tú has vacilado en exponerte al peligro y supiste convencerme de que modificara mis planes cuando la situación lo exigía. La paz se ha restablecido, pero sigue siendo frágil. Sorprendimos a los rebeldes con la rapidez de nuestra intervención; pero ¿cómo reaccionarán los hititas, verdaderos autores de esos disturbios? Ciertamente hemos reorganizado las guarniciones de nuestras fortalezas en Canaan y hemos dejado tropas en la provincia de Amurru, la más expuesta a una brutal revancha del enemigo. Pero es preciso coordinar nuestros esfuerzos de defensa en los protectorados, para que no estalle una nueva sedición. Confío esta misión a Acha. En adelante, la seguridad de Egipto descansa en gran medida sobre sus hombros.

Acha se inclinó, Ramsés le puso al cuello tres collares de oro. El joven diplomático accedía al estatuto de grande de Egipto.

El mismo rencor unió a los generales. Un dignatario sin experiencia no podría cumplir una tarea tan difícil. El rey acababa de cometer un grave error; era imperdonable que careciera hasta ese punto de confianza en la jerarquía militar.

Chenar perdía a su ayudante en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero ganaba un precioso aliado, de grandes poderes. Nombrando a su amigo para aquel puesto, Ramsés corría a su perdición. La mirada de connivencia que Acha y Chenar intercambiaron fue para este último el mejor momento de la ceremonia.

Acompañado por su perro y su león, llenos de júbilo al encontrarse y jugar juntos, Ramsés había abandonado el templo y tomado de nuevo el carro para cumplir una promesa.

Homero había rejuvenecido. Sentado bajo su limonero, quitaba el hueso a los dátiles que Héctor, el gato negro y blanco, ahíto de carne fresca, contemplaba con la mayor indiferencia.

–Siento no haber asistido a la ceremonia, majestad; mis viejas piernas se han hecho perezosas, ya no puedo permanecer de pie durante horas. Me satisface veros de nuevo en perfecta salud.

–¿Me ofreceréis esa cerveza de jugo de dátil que vos mismo habéis preparado?

En la paz del anochecer, ambos hombres degustaron el delicado brebaje.

–Me proporcionáis un raro placer, Homero: el de creer, por un instante, que soy un hombre como los demás, capaz de disfrutar un momento de quietud sin pensar en el mañana. ¿Progresa vuestra Ilíada?

–Está sembrada, como mi memoria, de matanzas, cadáveres, amistades perdidas y manejos divinos. ¿Pero acaso tienen los hombres un destino distinto de su propia locura?

–La gran guerra que mi pueblo teme no ha estallado; los protectorados de Egipto han vuelto a su seno, y espero crear un territorio infranqueable entre los hititas y nosotros.

–¡Ese es un gesto muy prudente en un joven monarca animado por semejante ardor! ¿Sois acaso la milagrosa alianza de la prudencia de Príamo y el valor de Aquiles?

–Estoy convencido de que a los hititas les dolerá mi victoria. Esta paz es sólo una tregua… Mañana, la suerte del mundo se decidirá en Kadesh.

–¿Por qué tan dulce anochecer está preñado de mañana? Los dioses son crueles.

–¿Aceptaréis ser mi huésped en el banquete de esta noche?

–Siempre que regrese pronto; a mi edad, el sueño es la principal virtud.

–¿Habéis soñado alguna vez que la guerra ya no existía?

–Escribo la Ilíada con el objetivo de pintarla con tan horribles colores que los hombres retrocedan ante su deseo de destruir; pero ¿escucharán los generales la voz de un poeta?


23


Los grandes ojos almendrados de Tuya, severos y penetrantes, se enternecieron a la vista de Ramsés. Altiva, arrebatadora en su túnica de lino de perfecto corte, sujeta al talle por un cinturón cuyos rayados extremos caían casi hasta los tobillos, contempló largo rato al faraón.


–¿No has sufrido ninguna herida?

–¿Me crees capaz de ocultártelo? ¡Estás soberbia!

–Las arrugas se han hecho más profundas en mi frente y mi garganta; las mejores maquilladoras no pueden hacer milagros.

–En ti habla todavía la juventud.

–La fuerza de Seti, tal vez… La juventud es un país ajeno que sólo tú habitas. Pero ¿por qué abandonarme a la nostalgia en esta noche de júbilo? Ocuparé mi lugar en el banquete, tranquilízate.

El rey estrechó a su madre entre sus brazos.

–Eres el alma de Egipto.

–No, Ramsés, sólo soy su memoria, el reflejo de un pasado al que tú debes ser fiel. El alma de Egipto es la pareja que formas con Nefertari. ¿Has restablecido una paz duradera?

–Una paz, sí; duradera, no. He restaurado nuestra autoridad en los protectorados, incluido el Amurru, pero temo una reacción violenta por parte de los hititas.

–Y pensaste en atacar Kadesh, ¿no es cierto?

–Acha me disuadió de ello.

–Con razón. Tu padre renunció a esta guerra porque sabía que nuestras pérdidas serían elevadas.

–¿No han cambiado los tiempos? Kadesh es una amenaza que no podremos tolerar por mucho tiempo.

–Nuestros invitados nos aguardan.

Ninguna nota desentonada oscurecía los fastos del banquete que presidieron Ramsés, Nefertari y Tuya. Romé no dejaba de correr del comedor a las cocinas y de las cocinas al comedor, vigilando cada plato, probando cada salsa y bebiendo un trago de cada vino.

Acha, Setaú y Loto ocupaban los lugares de honor. La brillante conversación del joven diplomático había seducido a dos desabridos generales, Loto se había divertido escuchando innumerables discursos que celebraban su belleza, mientras Setaú concentraba su atención en el plato de alabastro que no dejaba de llenarse de suculentos manjares.

La aristocracia y la casta militar habían compartido una velada de distracción, lejos de las angustias del porvenir.

Por fin, Ramsés y Nefertari se encontraron solos en su vasta alcoba del palacio, embalsamada por una decena de ramilletes de flores. Predominaba el perfume del jazmín y de la olorosa juncia.

–¿Eso es la realeza, hurtar unas horas para compartirlas con la mujer que se ama?

–Tu viaje ha sido largo, tan largo…

Se tendieron en una gran cama, hombro contra hombro, cogidos de la mano, saboreando el placer del reencuentro.

–Es extraño -dijo ella-, tu ausencia me torturaba, pero tu pensamiento estaba en mí. Cada mañana, cuando acudía al templo para celebrar los ritos del alba, tu imagen salía de los muros y guiaba mis gestos.

–En los peores momentos de esta campaña, tu rostro no se ha separado de mí. Te sentía a mi alrededor, como si hicieras palpitar las alas de Isis, cuando devuelve la vida a Osiris.

–Es la magia que creó nuestra unión; nada debe quebrarla.

–¿Quién podría lograrlo?

–A veces percibo una sombra fría… Se aproxima, se aleja, vuelve a aproximarse, desaparece.

–Si existe, la destruiré. Pero en tu mirada sólo veo una luz dulce y ardiente a la vez.

Ramsés se incorporó de lado y admiró el cuerpo perfecto de Nefertari. Desanudó sus cabellos, hizo resbalar los tirantes de su túnica y la desnudó tan lentamente que la mujer se estremeció.

–¿Tienes frío?

–Estás demasiado lejos de mí.

Se tendió sobre ella, sus formas se acoplaron, sus deseos se unieron.

A las seis de la mañana, tras haberse duchado y enjuagado la boca con natrón, Ameni había hecho que le llevaran al despacho el desayuno, compuesto de un puré de cebada, yogur, queso fresco e higos. El secretario particular de Ramsés comía deprisa, con los ojos fijos en un papiro.

Un rumor de sandalias de cuero en el enlosado le sorprendió. Uno de sus subordinados, ¿tan pronto? Ameni se secó los labios con un lienzo.

–¡Ramsés!

–¿Por qué no acudiste al banquete?

–Mira: ¡estoy desbordado! Juraría que los expedientes se reproducen entre sí. Y además, no me gustan las mundanalidades, ya lo sabes. Pensaba solicitar audiencia esta mañana para presentarte los resultados de mi gestión.

–Estoy seguro de que son excelentes.

El esbozo de una sonrisa animó el serio rostro de Ameni. La confianza de Ramsés era su bien más preciado.

–Dime… ¿a qué se debe esta matinal visita?

–A causa de Serramanna.

–Era el primer tema del que quería hablarte.

–Nos ha hecho falta durante esta campaña. Fuiste tú quien lo acusó de traición, ¿no es cierto?

–Las pruebas eran abrumadoras, pero…

–¿Pero?

–Pero he retomado la investigación.

–¿Por qué?

–Tuve la sensación de que me habían manipulado. Y las famosas pruebas contra Serramanna me parecen cada vez menos convincentes. Su acusadora, una mujer ligera, Nenofar, ha sido asesinada. Por lo que respecta al documento que demuestra su complicidad con los hititas, me siento impaciente por someterlo a la sagacidad de Acha.

–Despertémoslo, ¿te parece?

Las sospechas que Acha había concebido sobre Ameni se habían disipado. El rey guardó para sí aquella felicidad.

Leche fresca con miel despertó a Acha, que entregó a su compañera nocturna a las expertas manos de su masajista y su peluquero.

–Si su majestad en persona no se encontrara ante mí -reconoció el diplomático-, no tendría valor para abrir los ojos.

–Abre también tus oídos -recomendó Ramsés.

–¿Acaso el rey y su secretario no duermen nunca?

–La suerte de un hombre encarcelado por error bien vale un brutal despertar -subrayó Ameni.

–¿De quién estás hablando?

–De Serramanna.

–Pero… fuiste tú quien…

–Mira esas tablillas de madera.

Acha se frotó los ojos y leyó los mensajes que Serramanna había redactado para su corresponsal hitita, prometiéndole que no utilizaría sus tropas de élite contra el enemigo en caso de conflicto.

–¿Es una broma?

–¿Por qué lo dices?

–Porque los grandes personajes de la corte hitita son extremadamente susceptibles. Otorgan al formalismo un valor desmesurado, incluso en la correspondencia secreta. Para que cartas como esta lleguen a Hattusa, existe un modo de redactar observaciones y demandas que Serramanna ignora.

–¡De modo que han imitado la escritura de Serramanna!

–Sin ninguna dificultad: es bastante grosera. Y estoy convencido de que estas misivas nunca fueron enviadas.

A su vez, Ramsés examinó las tablillas.

–¿No os salta a la vista un indicio?

Acha y Ameni reflexionaron.

–Unos antiguos alumnos del Kap, la Universidad de Menfis, deberían tener más agudo el ingenio.

–Es muy temprano -se excusó Acha-. Naturalmente, el autor de este texto sólo puede ser un sirio. Habla bien nuestra lengua, pero hay dos giros de frase que son característicos de los sirios.

–Un sirio -repitió Ameni-. Estoy convencido de que es el mismo hombre que pagó a Nenofar, la amante de Serramanna, para que levantara contra él un falso testimonio. Temiendo que hablara, consideró indispensable suprimirla.

–¡Asesinar a una mujer! – exclamó Acha-. ¡Es monstruoso!

–Hay miles de sirios en Egipto -recordó Ramsés.

–Esperemos que haya cometido un pequeño error -intervino Ameni- estoy haciendo una investigación administrativa y espero encontrar una pista decisiva.

–Tal vez el personaje no sea sólo un asesino -sugirió Ramsés.

–¿Qué quieres decir? – preguntó Acha.

–Un sirio vinculado a los hititas… ¿Se habrá instalado en nuestro territorio una red de espionaje?

–Nada demuestra un vínculo directo entre el hombre que intentó acusar a Serramanna y nuestro principal enemigo.

Ameni hirió a Acha en lo más vivo:

–Formulas esta objeción, amigo mío, porque estás enojado. Tú, el jefe de nuestro servicio de información, acabas de descubrir una verdad que no te gusta demasiado.

–Mal comienza la jornada -advirtió el diplomático-, y las siguientes pueden resultar muy movidas.

–Encontrad a ese sirio lo antes posible -exigió Ramsés.

En su celda, Serramanna se entretenía a su modo; mientras seguía proclamando su inocencia, intentaba derribar los muros a puñetazos. El día del proceso rompería la cabeza de sus acusadores, fueran quienes fueran. Aterrorizados por la furia del ex pirata, sus carceleros le pasaban la comida a través de los barrotes de la reja de madera.

Cuando por fin se abrió, Serramanna sintió deseos de arrojarse contra el hombre que se atrevía a enfrentarse con él.

–¡Majestad!

–Esta desagradable estancia no te ha afectado demasiado, Serramanna.

–¡No os traicioné, majestad!

–Has sido víctima de un error, y he venido a liberarte.

–¿Realmente voy a salir de esta jaula?

–¿Dudas acaso de la palabra del rey?

–¿Todavía confiáis en mí?

–Eres el jefe de mi guardia personal.

–Entonces, majestad, os lo diré todo. Todo lo que he sabido, todo lo que sospecho, todas las verdades por las que han querido hacerme callar.


24


Ante las miradas de Ramsés, Ameni y Acha, Serramanna devoraba. Instalado en el comedor de palacio, absorbía paté de pichones, costillas de buey asadas, habas con grasa de oca, pepinos a la crema, sandía, queso de cabra. Demostrando un insaciable apetito, apenas se tomaba tiempo para beber tragos de un vino tinto de cuerpo, que no cortaba con agua.


Saciado por fin, miró a Ameni con malos ojos.

–¿Por qué me encarcelaste, escriba?

–Te presento mis excusas. No sólo me engañaron, también actué con precipitación, a causa de la marcha del ejército hacia el norte. Mi única intención era proteger al rey.

–Excusas… ¡Vete a la cárcel y ya verás! ¿Dónde está Nenofar?

–Muerta -respondió Ameni-. Asesinada.

–No puedo compadecerla. ¿Quién la manipuló e intentó librarse de mí?

–Lo ignoramos, pero lo sabremos.

–Yo lo sé.

El sardo vació una nueva copa de vino y se secó los bigotes.

–Habla -exigió el rey.

Serramanna guardó silencio.

–Majestad, os lo he advertido. Cuando Ameni me detuvo, me disponía a haceros cierto número de revelaciones que podrían disgustaros.

–Te escuchamos, Serramanna.

–El hombre que quiso eliminarme, majestad, es Romé, el intendente que vos elegisteis. Cuando introdujo un escorpión en vuestra cámara, a bordo del barco, sospeché de Setaú y me equivoqué; cuando vuestro amigo me cuidó, aprendí a conocerlo. Es un hombre recto, incapaz de mentir, de hacer trampas o de perjudicar. Romé, en cambio, es vicioso. ¿Quién puede estar mejor situado para robar el chal de Nefertari? Y él, o uno de sus ayudantes, robó la jarra de pescado seco.

–¿Por qué razón iba a actuar así?

–Lo ignoro.

–Ameni considera que nada debo temer de Romé.

–Ameni no es infalible -repuso con vivacidad el sardo-. En mi caso se equivocó… ¡Pues con Romé, lo mismo!

–Yo mismo lo interrogaré -anunció Ramsés-. ¿Sigues defendiendo a Romé, Ameni?

El secretario particular del faraón movió negativamente la cabeza.

–¿Más revelaciones, Serramanna?

–Sí, majestad.

–¿A quién se refieren?

–A vuestro amigo Moisés. A este respecto, mi convicción es firme; y puesto que sigo encargándome de protegeros, debo ser sincero.

Los acerados ojos de Ramsés habrían asustado a más de uno. Con la ayuda de un nuevo trago de vino, Serramanna alivió su conciencia.

–Para mí, Moisés es un traidor y un conspirador. Su objetivo era ponerse a la cabeza del pueblo hebreo y fundar un principado independiente en el Delta. Tal vez sienta amistad por vos; pero al final, si sigue vivo, será el más implacable de vuestros enemigos.

Ameni temió una reacción violenta por parte del rey. Ramsés permaneció extrañamente tranquilo.

–¿Es una simple suposición o el resultado de una investigación?

–Una investigación tan profunda como ha sido posible. Además he sabido que Moisés había mantenido varios contactos con un extranjero que se hacía pasar por arquitecto. Ese hombre vino a alentarlo, a ayudarlo incluso; vuestro amigo el hebreo era el centro de una maquinación contra Egipto.

–¿Identificaste al falso arquitecto?

–Ameni no me dio tiempo.

–Olvidemos esa disputa, aunque hayas sufrido. Debemos aliar nuestras fuerzas.

Tras una larga vacilación, Ameni y Serramanna se dieron un abrazo algo tosco. El escriba creyó asfixiarse con la presión del sardo.

–No podría existir peor hipótesis -consideró el rey-. Moisés es un ser testarudo; si tienes razón, Serramanna, irá hasta el final. ¿Pero quién conoce hoy, realmente, su ideal? ¿Lo conoce él mismo? Antes de acusarlo de alta traición, debemos escucharlo. Y para escucharlo, debemos encontrarlo.

–Ese falso arquitecto -intervino Acha intrigado-, ¿no será un manipulador de primer orden?

–Antes de forjarnos una opinión definitiva tendremos que aclarar muchas zonas oscuras -consideró Ameni.

Ramsés puso la mano en el hombro del sardo.

–Tu franqueza es una cualidad rara, Serramanna; sobre todo, no la pierdas.

Durante la semana que siguió al regreso triunfal de Ramsés, Chenar, como ministro de Asuntos Exteriores, sólo tuvo buenas noticias para comunicar a su hermano.

Los hititas no habían presentado ninguna protesta oficial y seguían sin reaccionar ante el hecho consumado. La demostración de fuerza del ejército egipcio y su rapidez de ejecución parecían haberles convencido de respetar el pacto de no agresión impuesto por Seti.

Antes de que Acha saliera hacia una gira de inspección por los protectorados, Chenar organizó un banquete cuyo invitado de honor fue su antiguo colaborador. Sentado a la diestra del dueño de la casa, cuyas recepciones encantaban a la alta sociedad de Pi-Ramsés, el joven diplomático apreció las danzas de tres muchachas casi desnudas, salvo por un cinturón de tejido coloreado que no les ocultaba el sexo de azabache; evolucionaban con gracia al compás de una melodía, rápida a veces, lánguida otras, tocada por una orquesta femenina compuesta por una arpista, tres flautistas y una oboísta.

–¿Cuál deseáis para pasar la noche, mi querido Acha?

–Os sorprenderé, Chenar, pero acabo de vivir una agotadora semana con una viuda insaciable y sólo aspiro a dormir doce horas antes de emprender el camino hacia Canaan y Amurru.

–Gracias a esta música y a la charla de mis invitados, podemos conversar con toda tranquilidad.

–Ya no trabajo en el ministerio, pero mi nueva misión no debe disgustaros.

–Ni vos ni yo podíamos esperar nada mejor.

–Sí, Chenar. Ramsés habría podido morir, o ser herido, o quedar deshonrado.

–No imaginé que añadiría cualidades de estratega a su innato poderío. Pensándolo bien, su victoria es sólo relativa. ¿Ha hecho algo más que reconquistar los protectorados? Me sorprende la falta de reacción de los hititas.

–Analizan la situación. Pasada su sorpresa, golpearán.

–¿Cómo pensáis actuar, Acha?

–Al darme plenos poderes en nuestros protectorados, Ramsés me ha proporcionado un arma decisiva. Con la excusa de reorganizar nuestro sistema defensivo, lo desmontaré poco a poco.

–¿No teméis que os desenmascaren?

–Ya he conseguido convencer a Ramsés de que mantenga a los príncipes de Canaan y Amurru a la cabeza de su provincia. Son personajes tortuosos y corruptos que se venderán al mejor postor; me será fácil hacerles pasar al bando hitita, y la famosa zona de seguridad con la que sueña Ramsés, sólo será una ilusión.

–No cometáis imprudencias, Acha; el envite es considerable.

–No ganaremos la partida si no corremos ciertos riesgos. Lo más difícil será averiguar la estrategia de los hititas; afortunadamente, tengo ciertos dones en ese campo.

Un inmenso imperio que fuera de Nubia a Anatolia, un imperio del que sería el dueño… Chenar no se atrevía a creerlo, pero he aquí que su sueño iba transformándose, poco a poco, en realidad. Ramsés no sabía elegir a sus amigos: Moisés, un asesino y un sedicioso; Acha, un traidor; Setaú, un excéntrico sin envergadura. Quedaba Ameni, intratable e incorruptible, pero carente de ambición.

–Tendremos que arrastrar a Ramsés a una guerra insensata -prosiguió Acha-. Así quedará como el responsable del hundimiento de Egipto y vos como su salvador: esa es la línea directriz que no debemos olvidar.

–¿Os ha confiado Ramsés otra misión?

–Sí, encontrar a Moisés. El rey rinde culto a la amistad. Aunque el sardo cree a Moisés culpable de alta traición, el faraón no lo condenará sin haberle escuchado.

–¿Alguna pista seria?

–Ninguna. O el hebreo murió de sed en el desierto o se oculta en una de las innumerables tribus que recorren el Sinaí y el Negeb. Si se esconde en Canaan o en Amurru, acabaré sabiéndolo.

–Si se pusiera a la cabeza de una tribu rebelde, Moisés podría seros útil.

–Hay un detalle turbador -precisó Acha-. Según Serramanna, Moisés mantuvo misteriosos contactos con un extranjero.

–¿Aquí, en Pi-Ramsés?

–En efecto.

–¿Lo han identificado?

–No, sólo se sabe que se hacía pasar por arquitecto.

Chenar fingió indiferencia.

De modo que Ofir ya no era absolutamente desconocido. De momento no era más que una sombra, pero se convertía en una potencial amenaza. Ningún vínculo, de clase alguna, debía poder establecerse entre Chenar y él. Practicar la magia negra contra el faraón se castigaba con la pena de muerte.

–Ramsés exige la identificación del personaje -indicó Acha.

–Sin duda un hebreo en situación irregular… Tal vez sea él quien se llevó a Moisés por los caminos del exilio. Apuesto a que no volveremos a verlos.

–Es probable… Contemos con Ameni para intentar aclarar este asunto, sobre todo después de su grave error.

–¿Creéis que Serramanna va a perdonárselo?

–El sardo me parece bastante rencoroso.

–¿No cayó en una especie de emboscada? – preguntó Chenar.

–Un sirio compró la complicidad de una prostituta y la estranguló para impedir que hablara después de haber acusado al sardo. Y ese mismo extranjero imitó la escritura de Serramanna para hacer creer que era un espía a sueldo de los hititas. Una mentira no desprovista de habilidad, pero en exceso superficial.

Chenar tuvo dificultades para mantener la calma.

–Y eso significa…

–Que una red de espionaje actúa en nuestro territorio.

Raia, el mercader sirio, el principal aliado de Chenar, estaba en peligro. ¡Y era Acha, su otro aliado fundamental, el que intentaba descubrirlo y detenerlo!

–¿Deseáis que mi ministerio investigue a ese sirio?

–Ameni y yo nos encargaremos de ello. Mejor será actuar con discreción para no espantar la caza.

Chenar bebió un gran trago de vino blanco del Delta. Acha nunca sabría la magnitud de la ayuda que le proporcionaba.

–Un notable tendrá serios problemas -reveló el joven diplomático, divertido.

–¿Quién?

–El gordo Romé, el tiránico intendente de palacio. Serramanna lo ha puesto bajo vigilancia porque está convencido de que Romé merece la cárcel.

A Chenar le dolía la espalda, como a un luchador agotado, pero consiguió poner buena cara. Tenía que actuar deprisa, muy deprisa, para disipar las tormentas que comenzaban a rugir.


25


Se acercaba el término de la temporada de la inundación. Los campesinos habían reparado o consolidado sus arados que, uncidos a dos bueyes, trabajarían el muelle limo haciendo surcos poco profundos, antes de que pasaran los sembradores. Como la inundación había sido perfecta, ni demasiado alta ni demasiado baja, los especialistas en irrigación disponían de la cantidad de agua ideal para hacer crecer las cosechas. Los dioses eran favorables a Ramsés: también aquel año los graneros estarían llenos y el pueblo del faraón no pasaría hambre.


A Romé, el intendente de palacio, no le gustaba la suavidad de aquel final de octubre refrescado, a veces, por alguna borrasca. Cuando estaba preocupado, Romé engordaba. Como los problemas iban en aumento, la panza lo dejaba a veces sin aliento y lo obligaba a sentarse unos minutos antes de reanudar su abrumadora actividad.

Serramanna lo seguía por todas partes, sin darle ni un momento de respiro. Cuando no se trataba del sardo en persona, era uno de sus esbirros, cuyo aspecto no pasaba desapercibido ni en palacio ni en los mercados donde el intendente compraba, personalmente, los productos destinados a las cocinas reales.

Antaño, a Romé le habría complacido la idea de preparar una nueva receta mezclando raíces de loto, altramuz amargo hervido en varias aguas, calabacines, garbanzos, ajo dulce, almendras y pedacitos de perca asados, pero ni siquiera esa sublime perspectiva lograba hacerle olvidar que estaban siguiéndolo.

Tras su rehabilitación, el monstruoso Serramanna creía que todo le estaba permitido. Pero Romé no podía emitir protesta alguna. Cuando se tiene el corazón en un puño y gris la conciencia, ¿cómo estar en paz consigo mismo?

Serramanna tenía la paciencia de un pirata. Esperaba un error de su presa, aquel gordo intendente de rostro blando y de alma negra. Su instinto no le había engañado: desde hacía varios meses sospechaba que Romé era venal, tara que llevaba a las peores traiciones. Aunque había obtenido un puesto de importancia, Romé padecía una enfermedad mortal: la avidez. No se contentaba con su posición y deseaba añadir la fortuna al mediocre poder del que disponía.

Gracias a su continua vigilancia, Serramanna ponía a dura prueba los nervios del intendente. Acabaría cometiendo un error, tal vez incluso confesando sus crímenes. Como Serramanna había previsto, el intendente no se atrevía a quejarse. Si hubiera sido inocente, no habría vacilado en hablar con el rey. En su cotidiano informe a Ramsés, el sardo no dejaba de mencionar el significativo hecho.

Tras varios días de persecución continua, Serramanna solicitaría a sus hombres que prosiguieran la vigilancia, pero haciéndose invisibles. Creyéndose por fin libre de aquel cerco, tal vez Romé se precipitara en el regazo de un eventual cómplice, el que le había pagado el producto de sus robos.

El sardo acudió al despacho de Ameni mucho tiempo después de la puesta del sol. El secretario ordenaba los papiros del día en un gran armario de sicomoro.

–¿Algo nuevo, Serramanna?

–Nada todavía. Romé es más coriáceo de lo que suponía.

–¿Todavía me guardas rencor?

–Bueno… La prueba que me hiciste sufrir no es fácil de olvidar.

–Sería inútil volver a presentarte excusas; tengo algo mejor que proponerte. ¿Aceptarías acompañarme a la oficina del catastro?

–¿Asociarme a tu investigación?

–Eso es.

–¡Que el resto de mi rencor fluya como un humor maligno! Te acompaño.

Los meticulosos funcionarios del catastro habían tardado varios meses en obtener la eficacia de que daban pruebas sus colegas de Menfis. Acostumbrarse a una nueva capital, hacer inventario de tierras y casas, identificar propietarios e inquilinos exigía numerosas verificaciones. Por esa razón, la demanda de Ameni, aunque considerada urgente, había tardado mucho en verse satisfecha.

Serramanna consideró que el director del catastro, un sexagenario calvo y flaco, era más siniestro aun que Ameni. Su pálida piel demostraba que nunca se exponía al sol ni al aire libre. El funcionario recibió a los visitantes con una gélida cortesía y los condujo a través de un dédalo de tablillas de madera, apiladas unas sobre otras, y de papiros ordenados en casilleros.

–Gracias por recibirnos a hora tan avanzada -dijo Ameni.

–He supuesto que preferiríais la máxima discreción.

–En efecto.

–No os ocultaré que vuestra petición nos ha impuesto un trabajo suplementario, pero al fin hemos conseguido identificar al propietario de la casa indicada.

–¿De quién se trata?

–De un comerciante originario de Menfis, un tal Renuf.

–¿Conocéis su domicilio principal en Pi-Ramsés?

–Vive en una villa, al sur de la ciudad.

Los viandantes se apartaban a toda prisa ante el paso del carro de dos caballos que Serramanna conducía. Con el corazón en un puño, Ameni cerraba los ojos. El vehículo tomó sin aminorar la marcha el reciente puente que cruzaba el canal que separaba los nuevos barrios de la capital de la vieja ciudad de Avaris. Las ruedas chirriaron, la caja tembló, pero el carro no volcó.

En el antiguo paraje cohabitaban algunas hermosas villas, rodeadas de cuidados jardines, y modestas casas de dos pisos. En aquel fresco anochecer de otoño, los frioleros comenzaban a caldear sus moradas con leña o bosta seca.

–Aquí es -dijo Serramanna.

Ameni agarraba con tanta fuerza una de las correas del carro que no pudo soltar su mano.

–¿Estás mal?

–No, no…

–Pues bueno, vamos. Si el pájaro está en el nido, pronto resolveremos el asunto.

Ameni consiguió liberarse; con las piernas temblorosas, siguió al sardo.

El portero de Renuf estaba sentado ante la entrada de la cerca, hecha de ladrillos sin cocer, y adornada con plantas trepadoras; el hombre comía pan y queso.

–Queremos ver al comerciante Renuf -dijo Serramanna.

–No está.

–¿Dónde podemos encontrarlo?

–Se ha marchado al Medio Egipto.

–¿Cuándo volverá?

–No lo sé.

–¿Alguien está al corriente?

–Bueno… No lo creo.

–Avísanos en cuanto llegue.

–¿Por qué iba a hacerlo?

Serramanna dirigió una mirada llena de odio al portero y lo levantó cogiéndole de los sobacos.

–Porque el faraón lo exige. Si te retrasas una hora, tendrás que vértelas conmigo.

Chenar sufría insomnio y ardor de estómago. Puesto que Raia estaba ausente de Pi-Ramsés, tenía que dirigirse inmediatamente a Menfis, para advertir al mercader sirio del peligro que corría y, al mismo tiempo, para hablar con Ofir. El ministro de Asuntos Exteriores, sin embargo, debía justificar sus desplazamientos a la antigua capital; afortunadamente, tenía que tomar varias disposiciones administrativas con los altos funcionarios menfitas. En nombre del faraón, pues, Chenar emprendió un viaje oficial a bordo de un barco mucho más lento de lo que él hubiera querido.

U Ofir tenía una solución para hacer callar a Romé, o Chenar se vería obligado a librarse del mago, aunque su hechizo no estuviera todavía terminado.

Chenar no lamentaba haber compartimentado a sus aliados; lo que acababa de ocurrir le demostraba lo fundado de su estrategia. A un ser agudo y peligroso como Acha no le habría gustado descubrir los vínculos que Chenar mantenía con una red de espionaje pro-hitita, que el joven diplomático no controlaba. Un individuo retorcido y cruel como Raia, que creía manipular al hermano mayor de Ramsés, no habría soportado que llevara a cabo un juego en exceso personal, al margen de su fidelidad a los hititas. Por lo que se refiere a Ofir, era preferible que permaneciese encerrado en sus temibles poderes y su ineluctable locura.

Acha, Raia, Ofir… Tres fieras que Chenar era capaz de domar para asegurarse un porvenir favorable, siempre que pudiera apartar la amenaza que sus imprudencias hacían gravitar sobre él.

Durante la primera semana de su estancia en Menfis, Chenar recibió a los altos funcionarios con quienes debía entrevistarse y organizó en su villa una de aquellas suntuosas veladas cuyo secreto sólo él poseía. En aquella ocasión solicitó a su intendente que invitara al mercader Raia. Éste le ofrecería raras vasijas que adornarían su sala de banquetes.

Cuando el frío se hizo excesivo, los invitados abandonaron el jardín y entraron en la villa.

–Ha llegado el mercader -dijo el intendente de Chenar.

Si hubiera creído en los dioses, el hermano mayor de Ramsés les habría dado las gracias. Con falsa desenvoltura se dirigió a la puerta de su villa.

El hombre que le saludó no era Raia.

–¿Quién eres?

–El gerente de su almacén en Menfis.

–Ah… suelo tratar con tu patrón.

–Se ha marchado a Tebas y Elefantina para negociar un cargamento de conservas de lujo. En su ausencia tengo, sin embargo, algunos hermosos jarrones que ofreceros.

–Enséñamelos.

Chenar examinó las obras.

–No son extraordinarios… De todos modos, compraré dos.

–El precio es muy razonable, señor.

Chenar discutió por pura forma e hizo que su intendente pagara las vasijas.

Sonreír, charlar y decir trivialidades no le fue fácil, pero Chenar se mostró a la altura de la tarea. Nadie sospechó que el ministro de Asuntos Exteriores, encantador y locuaz como de costumbre, era presa de la angustia.

–Estás muy hermosa -le dijo a su hermana Dolente.

Lánguida, la alta mujer morena se dejaba cortejar por jóvenes nobles de huecos discursos.

–Tu recepción es magnífica, Chenar.

Le ofreció el brazo y la llevó hacia el pórtico que rodeaba la sala del banquete.

–Mañana por la mañana iré a ver a Ofir; sobre todo, que no salga: corre peligro.


26


Dolente abrió personalmente la puerta de su villa. Chenar se volvió. Nadie le había seguido.


–Entra, Chenar.

–¿Todo está tranquilo?

–Sí, no te preocupes. Los experimentos de Ofir progresan -aseguró la mujer alta y morena-. Lita se comporta admirablemente, pero su salud es frágil y no podemos apresurar el proceso. ¿Por qué estás tan inquieto?

–¿Ha despertado el mago?

–Voy a buscarlo.

–No estés tanto a su disposición, hermanita.

–Es un hombre maravilloso que establecerá el reino del Dios verdadero. Está convencido de que eres el instrumento del destino.

–Tráemelo, tengo prisa.

Vestido con una larga túnica negra, el mago libio se inclinó ante Chenar.

–Tenéis que marcharos hoy mismo, Ofir.

–¿Qué ocurre, señor?

–Os vieron hablar con Moisés en Pi-Ramsés.

–¿Y me han descrito con precisión?

–Me parece que no, pero los investigadores saben que os hicisteis pasar por un arquitecto y que sois extranjero.

–Eso es muy poco, señor. Tengo el don de pasar desapercibido cuando es necesario.

–Fuisteis imprudente.

–Era indispensable hablar con Moisés. Tal vez mañana lo celebremos.

–Ramsés ha regresado perfectamente sano de su expedición a nuestros protectorados, quiere encontrar a Moisés y ahora conoce vuestra existencia. Si algún testigo os identifica, seréis detenido e interrogado.

La sonrisa de Ofir le heló la sangre a Chenar.

–¿Creéis que podrán detener a un hombre como yo?

–Temo que hayais cometido un grave error.

–¿Cuál?

–Confiar en Romé.

–¿Por qué creéis que confío en él?

–Por orden vuestra robó el chal de Nefertari y la jarra de pescado de la Casa de Vida de Heliópolis, porque los necesitabais para vuestros hechizos.

–Notable deducción, señor Chenar, aunque adolece de una inexactitud: Romé robó el chal y uno de sus amigos, un proveedor de Menfis, se encargó de la jarra.

–Un proveedor… ¿Y si hablara?

–El infeliz murió de una crisis cardíaca.

–¿Una muerte… natural?

–Toda muerte acaba siendo natural, señor Chenar, cuando el corazón calla.

–Pero queda el gordo Romé… Serramanna está convencido de su culpabilidad y no deja de acosarlo. Si Romé habla, os denunciará. Los brujos que atacan a la persona del rey son condenados a muerte.

Ofir no había dejado de sonreír.

–Vayamos a mi laboratorio.

La vasta estancia estaba llena de papiros, pedazos de marfil inscritos, copelas que contenían sustancias coloreadas y cordones. Todo estaba perfectamente ordenado y se respiraba un agradable olor de incienso. El lugar se parecía más al taller de un artesano o al despacho de un escriba, muy cuidado, que al antro de un mago negro.

Ofir extendió las manos sobre un espejo de cobre, colocado horizontalmente sobre un trípode. Luego vertió agua y rogó a Chenar que se acercara.

Poco a poco, en el espejo tomó forma un rostro.

–¡Romé! – exclamó Chenar.

–El intendente de Ramsés es un buen hombre -comentó Ofir-, aunque débil, ávido e influenciable. No era necesario ser un gran brujo para hechizarlo. El robo que cometió, muy a su pesar, lo corroe interiormente como un ácido.

–Si Ramsés lo interroga, Romé hablará.

–No, señor Chenar.

La mano izquierda de Ofir formo un círculo por encima del espejo. El agua se puso a hervir y el cobre se resquebrajó.

Impresionado, Chenar retrocedió.

–¿Ese truco de magia bastará para que Romé se calle?

–Considerad resuelto el problema. No creo que sea necesario marcharme; ¿no está esta casa a nombre de vuestra hermana?

–Sí.

–Todos la ven ir y venir. Lita y yo somos abnegados servidores y no sentimos deseo alguno de pasear por la ciudad. Ni ella ni yo saldremos de aquí hasta que hayamos destruido las protecciones mágicas de la pareja real.

–¿Y los partidarios de Atón?

–Vuestra hermana nos sirve de agente de contacto. Demuestra, por orden mía, una ejemplar discreción mientras esperamos el gran acontecimiento.

Chenar se marchó, tranquilizado a medias.

Le importaban un pimiento aquella pandilla de nostálgicos iluminados y le preocupaba, sobre todo, no poder eliminar con sus propias manos al intendente Romé. Sólo podía esperar que el mago no presumiera.

Se imponía una precaución suplementaria.

El Nilo era un río maravilloso. Gracias a su poderosa corriente, que impulsaba una embarcación rápida a más de trece kilómetros por hora, Chenar recorrió en menos de dos días la distancia que separaba Menfis de Pi-Ramsés.

El hermano mayor del rey pasó por su ministerio, organizó una rápida reunión con sus principales colaboradores, se enteró de los despachos procedentes del extranjero y de los mensajes expedidos por los diplomáticos destinados a los protectorados. Una silla de manos lo llevó luego al palacio real, bajo un cielo encapotado, cubierto de nubes de lluvia.

Pi-Ramsés era una hermosa ciudad que carecía de la patina de Menfis y del encanto que daba el pasado. Cuando reinara, Chenar le arrebataría el estatuto de capital, sobre todo porque Ramsés había impreso en ella, excesivamente, su marca. Una población animada y alegre se entregaba a sus ocupaciones cotidianas, como si la paz fuera eterna, como si el vasto imperio hitita hubiera caído en el olvido. Por un instante, Chenar se dejó atraer por el espejismo de aquella existencia simple que acompasaba la sabiduría de las estaciones. ¿No debería, como la totalidad del pueblo de Egipto, aceptar la soberanía de Ramsés? No, él no era un servidor.

Tenía madera de rey, y la historia lo recordaría como un monarca con una visión mucho más amplia que la de Ramsés y la del «gran jefe» hitita. De su pensamiento nacería un mundo nuevo cuyo dueño sería él.

El faraón no hizo esperar a su hermano. Ramsés acababa de hablar con Ameni, cuyo rostro había lamido cuidadosamente Vigilante. El secretario particular del monarca y Chenar se saludaron con frialdad, y el perro se tendió en un magro rayo de sol.

–¿Has tenido un viaje agradable, Chenar?

–Excelente. Perdóname, pero Menfis me gusta mucho.

–¿Quién podría reprochártelo? Es una ciudad excepcional, que Pi-Ramsés nunca podrá igualar. Si la amenaza hitita no hubiera tomado tamañas proporciones, no habría sido necesario crear una nueva capital.

–La administración menfita sigue siendo un modelo de conciencia profesional.

–Los distintos servicios de Pi-Ramsés trabajan con eficacia; ¿no lo demuestra acaso tu ministerio?

–No escatimo el trabajo, créeme; no hay mensajes preocupantes, ni oficiales ni oficiosos. Los hititas han enmudecido.

–¿Ni el menor comentario de nuestros diplomáticos?

–Tu intervención ha podido con los anatolios; no imaginaban que el ejército egipcio pudiera mostrarse tan rápido y conquistador.

–Es posible.

–¿Por qué dudarlo? Si estuvieran seguros de ser invencibles, los hititas habrían emitido, al menos, una vigorosa protesta.

–¿Respetar ellos la frontera impuesta por Seti?… No lo creo.

–¿Te estás volviendo pesimista, majestad?

–La razón de ser del imperio hitita es la expansión territorial.

–¿No será Egipto un bocado excesivo, incluso para un enemigo hambriento?

–Cuando una casta militar desea el enfrentamiento -consideró Ramsés-, ni la prudencia ni la razón pueden disuadirla de ello.

–Sólo un potente adversario hará retroceder a los hititas.

–¿Defiendes acaso un armamento intensivo y un aumento de nuestros efectivos?

–¿Hay mejor solución?

Puesto que el rayo de sol había desaparecido, Vigilante saltó al regazo del rey.

–¿No sería un modo de declarar la guerra? – preguntó Ramsés.

–Los hititas no comprenderán más lenguaje que el de la fuerza; si no me engaño, eso es lo que realmente piensas.

–También me preocupa la consolidación de nuestro sistema defensivo.

–Convertir nuestros protectorados en zona de interposición, lo sé… Pesada tarea para tu amigo Acha, aunque no carezca de ambición.

–¿Te parece excesiva?

–Acha es joven, acabas de condecorarlo y de convertirlo en uno de los principales personajes del Estado. Una promoción tan rápida podría subírsele a la cabeza… Nadie discute sus inmensas cualidades, ¿pero no sería conveniente desconfiar?

–La jerarquía militar no se ha sentido lo bastante honrada, soy consciente de ello; pero Acha es el hombre perfecto para la situación.

–Hay un detalle sin gran importancia, pero tengo el deber de hablarte de ello. Sabes que el personal de palacio tiende a charlar por los codos; sin embargo, ciertas confidencias pueden tener su interés. Según mi intendente, que siente una gran amistad por una de las camareras de la reina, la sirvienta asegura que vio como Romé robaba el chal de Nefertari.

–¿Declararía?

–Romé la aterroriza. Cree que si lo acusa, el intendente la maltratará.

–¿Estamos en un paraje de bandidos o en un país gobernado por Maat?

–Tal vez deberías conseguir que Romé confesara primero; luego, la pequeña declarará.

Insinuando una crítica sobre Acha y, especialmente, denunciando a Romé e impulsando la intervención de Ramsés, Chenar hacía un peligroso juego pero, en cambio, se volvía cada vez más creíble para el faraón.

Si las prácticas ocultas de Ofir resultaban ineficaces, Chenar lo estrangularía con sus propias manos.


27


Romé sólo había encontrado una solución para calmar la ansiedad que lo empujaba a la bulimia: preparar un adobo inédito, que bautizaría como «delicia de Ramsés» y cuya receta se transmitiría entre los cocineros de maestro a discípulo. El intendente se encerró en la gran cocina de palacio, donde quería estar solo. Él mismo había seleccionado el ajo dulce, unas cebollas de primera calidad, vino tinto de los oasis, aceite de oliva de Heliópolis, vinagre salado con la mejor sal de la tierra de Set, varias clases de finas hierbas aromáticas, filetes de perca del Nilo, excepcionalmente melosos, y una carne de buey digna de ser ofrecida a los dioses. El adobo daría a la mezcla de los alimentos un perfume inimitable, que satisfaría al rey y haría insustituible a Romé.


Pese a las imperiosas consignas que había dado, la puerta de la cocina se abrió.

–He ordenado que… ¡Majestad! ¡Majestad, este no es vuestro lugar!

–¿Hay algún lugar del reino que me esté prohibido?

–No he querido decir eso. Perdonadme. Yo…

–¿Me permites probarlo?

–Mi adobo no está listo todavía, estaba preparándolo. Pero será un plato notable que entrará en los anales culinarios de Egipto.

–¿Eres aficionado a los secretos, Romé?

–No, no… Pero la buena cocina exige discreción. Me siento celoso de mis inventos, lo confieso.

–¿No tendrás algo más que confesarme?

La gran estatura de Ramsés abrumó a Romé. Encogiéndose sobre sí mismo, el intendente bajó los ojos.

–Mi existencia no tiene misterio alguno, majestad; se desarrolla en palacio para serviros, solo para serviros.

–¿Tan seguro estás de eso? Todo hombre tiene sus debilidades, según dicen; ¿cuáles son las tuyas?

–Lo… lo ignoro. La gula, indudablemente.

–¿Estás descontento con tu salario?

–¡No, claro que no!

–El cargo de intendente es envidiable y envidiado, pero no procura riquezas.

–¡Ese no es mi objetivo, os lo aseguro!

–¿Quién podría resistir una ventajosa oferta, a cambio de algunos pequeños servicios?

–El servicio de vuestra majestad es mucho más gratificante y…

–No sigas mintiendo, Romé. ¿Recuerdas el lamentable episodio del escorpión colocado en mi alcoba?

–Afortunadamente os respeto.

–Te habían prometido que no me mataría y que nunca serías acusado, ¿no es cierto?

–¡Es falso, majestad, absolutamente falso!

–No deberías haber cedido, Romé. Han apelado por segunda vez a tu venalidad, exigiéndote que robaras el chal preferido de la reina. Y sin duda no eras ajeno al robo de la jarra de pescado.

–No, majestad, no…

–Alguien te vio.

Romé se ahogaba. De su frente brotaban gruesas gotas de sudor.

–No es posible…

–¿Es malvada tu alma, Romé, o fuiste juguete de las circunstancias?

El intendente sintió un fuerte dolor en el pecho. Sentía deseos de revelárselo todo al rey, de expulsar los remordimientos que le roían. Se arrodilló, su frente chocó con el borde de la mesa en la que había dispuesto los ingredientes para el adobo.

–No, no soy un malvado… He sido débil, demasiado débil. Tenéis que perdonarme, majestad.

–Siempre que me digas, por fin, la verdad, Romé.

En la neblina del malestar, el rostro de Ofir se apareció a Romé. Un rostro de buitre, de curvado pico, que hurgaba en su carne y devoraba su corazón.

–¿Quién te ordenó que cometieras esas fechorías?

Romé quiso hablar pero el nombre de Ofir no pudo cruzar la barrera de sus labios. Un miedo pegajoso lo asfixió, un miedo que lo impulsaba a deslizarse hacia la nada para escapar del castigo.

Romé levantó hacia Ramsés una mirada implorante, su mano diestra agarró el plato que contenía su intento de adobo y lo derribó. La salsa de especias se derramó sobre su rostro, y el intendente cayó muerto.

–Es muy grande -dijo Kha mirando a Matador, el león de Ramsés.

–¿Te da miedo? – preguntó el rey a su hijo.

A sus nueve años, Kha, el hijo de Ramsés y de Iset la bella, era serio como un viejo escriba. Los juegos de su edad le aburrían, sólo le gustaba leer y escribir, y pasaba la mayor parte de su tiempo en la biblioteca de palacio.

–Me da un poco de miedo.

–Tienes razón, Kha; Matador es un animal muy peligroso.

–Pero tú no tienes miedo porque eres el faraón.

–El león y yo nos hemos hecho amigos. Cuando era muy joven, fue mordido por una serpiente, en Nubia; lo encontré, Setaú lo curó y desde entonces no nos hemos separado. Matador me salvó, a su vez, la vida.

–¿Contigo se porta siempre bien?

–Siempre. Pero sólo conmigo.

–¿Te habla?

–Sí, con los ojos, las patas, los sonidos que emite… Y comprende lo que le digo.

–Me gustaría tocar su melena.

Tendido como una esfinge, el enorme león observaba al hombre y al niño. Cuando gruñó, con voz grave y profunda, el pequeño Kha se agarró a la pierna de su padre.

–¿Está enfadado?

–No, acepta que lo acaricies.

Tranquilizado por la serenidad de su padre, Kha se aproximó. Vacilante primero, su minúscula mano rozó los pelos de la suntuosa melena, luego fue animándose. El león ronroneó.

–¿Puedo montar en su lomo?

–No, Kha. Matador es un guerrero y un ser orgulloso; te ha concedido un gran favor, pero no debes pedirle más.

–Escribiré su historia y se la contaré a mi hermana Meritamón. Por fortuna, se ha quedado en el jardín de palacio con la reina… Un león tan grande habría aterrorizado a una niña tan pequeña.

Ramsés ofreció a su hijo una nueva paleta de escriba y un estuche para pinceles. El regalo encantó al muchacho que inmediatamente probó los instrumentos y se absorbió en los trabajos de escritura. Su padre no le turbó, satisfecho de poder disfrutar de esos raros momentos, pues acababa de asistir a la atroz muerte del intendente Romé, cuyo rostro se había apergaminado enseguida como el de un viejo.

El ladrón había muerto de espanto, sin revelar el nombre de quien lo había impulsado a destruirse a sí mismo. Un ser de las tinieblas luchaba contra el faraón. Y aquel enemigo no era menos temible que los hititas.

Chenar estaba lleno de júbilo.

La brutal desaparición de Romé, a consecuencia de una parada cardíaca, cortaba la pista que llevaba a Ofir. El mago no había exagerado. Su magia había matado al gordo intendente, que no soportó la prueba de un interrogatorio riguroso. Su fallecimiento no sorprendió a nadie en palacio; obsesionado por la comida, Romé no dejaba de engordarse y agitarse. Envuelto en grasa, corroído por un permanente nerviosismo, su corazón había cedido.

A la satisfacción de ver desaparecer el delicado problema que planteaba la propia existencia de Romé, se añadía otra: el regreso a Pi-Ramsés de Raia, el mercader sirio que deseaba ver a Chenar para ofrecerle un notable jarrón. Se habían citado a última hora de una mañana de noviembre, suave y soleada.

–¿Has hecho un buen viaje por el sur?

–Mucha fatiga, señor Chenar, pero hermosos beneficios.

La barbita del sirio estaba cortada en punta meticulosamente; sus ojillos marrones y vivaces escrutaban la sala de recepción, con columnas, donde Chenar exponía sus obras maestras.

Raia quitó el velo que cubría una panzuda vasija de bronce, decorada con pámpanos y estilizadas hojas de viña.

–Procede de Creta; se la compré a una rica tebana que se había cansado de ella. Hoy ya no se fabrica nada igual.

–¡Admirable! Trato hecho, amigo.

–Me complace, señor, pero…

–¿Acaso la noble dama pone condiciones?

–No, pero el precio es bastante elevado… Se trata de una pieza única.

–Pon esa maravilla en un zócalo y ven a mi despacho. Nos pondremos de acuerdo, estoy seguro de ello.

La gruesa puerta de sicomoro se cerró. Nadie podía oírles.

–Uno de mis ayudantes me hizo saber que habíais ido a Menfis para comprarme un jarrón; abrevié mi viaje y he vuelto enseguida a Pi-Ramsés.

–Era indispensable.

–¿Qué ocurre?

–Serramanna ha sido liberado, goza de nuevo de la confianza de Ramsés.

–Enojoso.

–El puntilloso Ameni sintió dudas sobre la validez de las pruebas, luego intervino Acha.

–Desconfiad del joven diplomático; es inteligente y conoce bien Asia.

–Afortunadamente ya no trabaja en el ministerio; Ramsés lo condecoró y lo mandó a nuestros protectorados para reforzar los sistemas de defensa.

–Delicada tarea, imposible incluso.

–Acha y Ameni han llegado a conclusiones muy molestas: alguien imitó la escritura de Serramanna para hacer creer que mantenía correspondencia con los hititas, y al parecer ese alguien es un sirio.

–Es muy enojoso -deploró Raia.

–Encontraron el cuerpo de Nenofar, la amante de Serramanna, a la que utilizaste para hacer caer en la trampa al sardo.

–Era preciso librarse de ella. La muy codiciosa amenazaba con irse de la lengua.

–Lo apruebo, pero cometiste una imprudencia.

–¿Cuál?

–La elección del lugar del crimen.

–No lo elegí. Iba a despertar a todo el barrio, tuve que actuar deprisa y huir.

–Ameni busca al propietario de la casa para interrogarlo.

–Es un mercader que viaja mucho; me crucé con él en Tebas.

–¿Dará tu nombre?

–Me temo que sí, puesto que soy su inquilino.

–¡Qué desastre, Raia! Ameni está convencido de que una red de espionaje pro-hitita se ha instalado en nuestro territorio. Aunque detuvo a Serramanna, ambos hombres parecen haberse reconciliado y colaboran. La búsqueda del que logró que se acusara injustamente al sardo y que asesinaran a su amante se ha convertido en un asunto de Estado. Varios indicios convergen en ti.

–Nada está perdido.

–¿Cuál es tu plan?

–Interceptar al mercader egipcio.

–Y eliminarlo, claro.


28


El invierno se aproximaba, las horas del día disminuían, el sol perdía intensidad. El monarca prefería el poder del verano y el ardor de su astro protector, al que sólo él podía mirar de frente sin abrasarse los ojos. Pero aquel día de otoño, de encantadora dulzura, le ofreció un escaso gozo: un atardecer en los jardines de palacio, acompañado por Nefertari, su hija Meritamón y su hijo Kha.


Sentados en sillas plegables junto a un estanque, el rey y la reina observaban los manejos de ambos niños. Kha intentaba que Meritamón leyera un difícil texto sobre la necesaria moralidad de un escriba, Meritamón quería enseñar a Kha a nadar de espaldas. Pese a la firmeza de su carácter, el muchachito había cedido, no sin afirmar que el agua estaba demasiado fría y que iba a resfriarse.

–Meritamón es tan temible como su madre -dijo Ramsés-. Hechizará la tierra entera.

–Kha es un mago en ciernes… Mira, ya la lleva hacia el papiro. Su hermana va a leer el texto, de buen grado o por fuerza.

–¿Están satisfechos sus preceptores?

–Kha es un niño excepcional. Según Nedjem, el ministro de Agricultura, que sigue velando por su educación, ya sería capaz de pasar el examen de escriba principiante.

–¿Y lo desea?

–Sólo piensa en aprender.

–Démosle el alimento que solicita para que florezca su verdadera naturaleza. Sin duda tendrá que superar muchas pruebas, pues los mediocres intentan siempre ahogar a los seres excepcionales. Deseo para Meritamón una existencia más apacible.

–Sólo se mira en su padre.

–Y yo le concedo tan poco tiempo…

–Egipto prevalece sobre nuestros hijos, esa es la Regla.

Tendidos a la entrada del jardín, el león y el perro amarillo dorado montaban atenta guardia. Nadie hubiera podido acercarse sin que Vigilante despertara a Matador.

–Ven, Nefertari.

La joven reina, con los cabellos sueltos, se sentó en las rodillas de Ramsés y apoyó la cabeza en su hombro.

–Eres el perfume de la vida y me llenas de felicidad. Podríamos ser una pareja como las demás, disfrutar muchas horas como esta…

–Es delicioso soñar en este jardín; pero los dioses y tu padre te convirtieron en el faraón, y has ofrecido tu vida a tu pueblo. No puede recuperarse lo que se ha entregado.

–En estos momentos sólo existen los perfumados cabellos de una mujer de la que estoy perdidamente enamorado, cabellos que danzan con la brisa vespertina y acarician mi mejilla.

Sus labios se unieron en un beso fogoso de jóvenes amantes.

Raia tenía que actuar personalmente.

Por ello se dirigió al puerto de Pi-Ramsés, más pequeño que el de Menfis aunque la actividad era igualmente intensa. Con gran autoridad, la policía fluvial mantenía el orden en los atraques y descargas de los bajeles.

Raia invitaría a su colega Renuf a un copioso almuerzo en una buena posada, ante numerosos testigos que, si fuera necesario, atestiguarían que los habían visto bromear y comer juntos. Así se demostraría que mantenían una relación excelente. Por la noche, Raia se introduciría en la villa de Renuf y lo estrangularía. Si algún criado se interponía, sufriría la misma suerte. El mercader había aprendido a matar en los campos de entrenamiento hititas de la Siria del Norte. Naturalmente, atribuirían el nuevo crimen al asesino de Nenofar. ¿Pero qué importaba eso? Desaparecido Renuf, Raia estaría fuera de peligro.

En los muelles, pequeños mercaderes vendían frutas, legumbres, sandalias, piezas de tela, collares y brazaletes de pacotilla. Los compradores se entregaban a un desenfrenado trueque, el placer de la discusión era un ingrediente indispensable para una satisfactoria adquisición. Si hubiera tenido tiempo, Raia habría reorganizado esa desordenada actividad para obtener de ella mayor beneficio.

El sirio se dirigió a uno de los controladores del puerto.

–¿Ha llegado la embarcación de Renuf?

–Muelle número cinco, junto a la chalana.

Raia apretó el paso.

En la cubierta del barco de Renuf dormía un marinero. El sirio cruzó la pasarela y despertó al guardia.

–¿Dónde está tu patrón?

–Renuf… No lo sé.

–¿Cuándo habéis llegado?

–Al amanecer.

–¿Habéis viajado de noche?

–Teníamos una autorización especial, debido al queso fresco de la gran lechería de Menfis. Aquí algunos nobles no quieren comer otro.

–Tras las formalidades de desembarco, tu patrón ha debido de ir a su casa.

–Me extrañaría.

–¿Por qué?

–Porque el gigante sardo de los grandes bigotes lo ha obligado a subir a su carro. Ese tipo no tiene un aspecto agradable.

El cielo acababa de derrumbarse sobre la cabeza de Raia.

Renuf era un hombre jovial, de confortables formas, padre de tres hijos, heredero de una familia de bateleros y mercaderes. Cuando Serramanna se dirigió a él, en cuanto su barco llegó a Pi-Ramsés, había manifestado un gran asombro. Pero el sardo parecía de mal humor y el mercader consideró preferible seguirlo para disipar enseguida el malentendido del que era víctima.

Serramanna lo llevó a gran velocidad hasta palacio y lo condujo al despacho de Ameni. Era la primera vez que Renuf hablaba con el secretario particular del rey, cuya reputación no dejaba de crecer. Se alababa su seriedad, su capacidad de trabajo y su abnegación; primer ministro en la sombra, gestionaba los asuntos del Estado con ejemplar probidad, y no se preocupaba por distinciones ni mundanalidades.

La palidez de Ameni impresionó a Renuf. De acuerdo con los rumores, el escriba casi nunca salía de su despacho.

–Esta entrevista es un honor para mí -dijo Renuf-, pero no acabo de comprender la razón. Confieso que esa brutal intervención me sorprende.

–Perdonadme, estamos investigando un asunto grave.

–¿Un asunto… que me concierne?

–Tal vez.

–¿De qué modo puedo ayudaros?

–Respondiendo francamente a mis preguntas.

–Hacedlas.

–¿Conocéis a una tal Nenofar?

–Es un nombre bastante corriente… ¡Conozco a más de diez!

–Me refiero a una joven, muy bonita, soltera, excitante y que vive en Pi-Ramsés, donde se dedica a comerciar con sus encantos.

–¿Una… prostituta?

–De un modo discreto.

–Amo a mi esposa, Ameni. A pesar de mis numerosos viajes, nunca la he engañado. Puedo aseguraros que nuestro entendimiento es perfecto. Interrogad a mis amigos y mis vecinos si no me creéis.

–Bajo juramento y ante la Regla de Maat, ¿aseguraríais que nunca habéis conocido a la damisela Nenofar?

–Lo aseguraría -prometió Renuf, solemne.

La declaración impresionó a Serramanna que, silencioso, asistía al interrogatorio. El mercader parecía sincero.

–Extraño -observó Ameni irritado.

–¿Por que extraño? Nosotros, los mercaderes, no tenemos buena reputación, pero soy un hombre honesto y me enorgullezco de ello. Todos mis empleados tienen un buen salario, mi embarcación está bien cuidada, alimento a mi familia, mis cuentas están en regla, pago los impuestos, el fisco nunca me ha reprochado nada… ¿Es eso lo que os parece extraño?

–Los hombres de vuestro talante son raros, Renuf.

–Es lamentable.

–Lo que me parece extraño es el lugar donde fue encontrado el cuerpo de Nenofar.

El mercader dio un respingo.

–El cuerpo… ¿Queréis decir que…?

–Fue asesinada.

–¡Qué horror!

–No era más que una moza de mala vida, pero cualquier asesinato merece la pena de muerte. Lo extraño es que el cadáver fue encontrado en una casa de Pi-Ramsés que os pertenece.

–¿En mi casa, en mi villa?

Renuf estaba al borde del desmayo.

–No, en vuestra villa no -intervino Serramanna-, sino en esta mansión.

El sardo posó el índice en un punto preciso del plano de Pi-Ramsés que Ameni había desenrollado ante él.

–No comprendo, yo…

–¿Os pertenece o no?

–Sí, pero no es una casa.

Ameni y Serramanna se miraron; ¿estaría Renuf perdiendo la razón?

–No es una casa -concretó-, sino un almacén. Creí que iba a necesitar un local para mis mercancías, por eso lo compré. Pero mis ojos se llenaron antes que mi estómago; a mi edad, ya no tengo ganas de aumentar el tamaño de mi empresa. En cuanto me sea posible, me retiraré a la campiña, cerca de Menfis.

–¿Tenéis la intención de vender el local?

–Lo alquilé.

La esperanza brilló en los ojos de Ameni.

–¿A quién?

–A un colega llamado Raia. Es un hombre rico, muy activo, que posee varias embarcaciones y numerosos almacenes en todo Egipto.

–¿Su especialidad?

–La importación de conservas de lujo y vasijas raras para venderlas a la alta sociedad.

–¿Conocéis su origen?

–Es sirio, pero se instaló en Egipto hace ya muchos años.

–Gracias, Renuf; vuestra ayuda nos ha sido preciosa.

–¿No… No me necesitáis ya?

–Creo que no, pero no habléis con nadie de esta entrevista.

–Tenéis mi palabra.

Raia, un sirio… Si Acha hubiera estado presente, habría comprobado lo acertado de sus deducciones. Ameni no había tenido aún tiempo de levantarse cuando el sardo ya estaba corriendo hacia su carro.

–¡Espérame, Serramanna!


29


Pese al aire frío, Uri-Techup sólo vestía un taparrabo de tosca lana. Con el torso desnudo, galopaba a toda velocidad, obligando a los jinetes colocados bajo sus órdenes a exigir el máximo esfuerzo de sus cabalgaduras. Alto, musculoso, cubierto de espeso vello rojizo, con los cabellos largos, Uri-Techup, hijo del emperador hitita Muwattali, se sentía orgulloso de haber sido nombrado general en jefe del ejército, tras el fracaso del levantamiento en los protectorados egipcios.


La rapidez y el vigor de la reacción de Ramsés habían sorprendido a Muwattali. Según Baduk, el ex general en jefe encargado de preparar la insurrección, controlarla y ocupar los territorios tras el éxito de la revuelta, la operación no presentaba especiales dificultades.

El espía sirio, instalado en Egipto desde hacía muchos años, había enviado mensajes menos tranquilizadores. A su entender, Ramsés era un gran faraón, de carácter firme y voluntad inflexible; Baduk había alegado que los hititas no tenían nada que temer de un rey sin experiencia y de un ejército compuesto por mercenarios, miedosos e incapaces. La paz impuesta por Seti había sido útil a Hatti, puesto que Muwattali necesitaba tiempo para asentar su autoridad, librándose de los grupos de ambiciosos que deseaban su trono. Ahora reinaba sin oposición.

La política de expansión podía volver a empezar. Y si existía algún país del que los anatolios quisieran apoderarse, para convertirse en dueños del mundo, ese era el Egipto de los faraones.

Según el general Baduk, la fruta estaba madura. Con Amurru y Canaan en manos de los hititas, bastaría con dirigirse al Delta, desmantelar las fortalezas que componían el Muro del rey e invadir el Bajo Egipto. Un plan magnífico, que había entusiasmado al estado mayor hitita.

Sólo había olvidado un elemento: Ramsés.

Uri-Techup había recorrido velozmente las fértiles llanuras, llenas de agua y flanqueadas por nogales. Ni siquiera había reducido el paso al atravesar los bosques de arces separados por marismas. El hijo del emperador se había empeñado en llegar lo antes posible a la fortaleza de Masat[9], aunque agotara a los hombres y las bestias. Era el último lugar donde podía refugiarse el general Baduk.


Pese a su resistencia y a la dureza de su entrenamiento, los jinetes hititas llegaron destrozados a Masat, edificada en un montículo, en medio de una llanura abierta entre dos hileras de montañas. Desde lo alto del promontorio era fácil observar los alrededores. Día y noche, los arqueros estaban apostados en las almenas de las torres de vigía. Elegidos entre las familias nobles, los oficiales hacían reinar una implacable disciplina.

Uri-Techup se detuvo a un centenar de metros de la entrada de la fortaleza. Una jabalina se clavó profundamente en el suelo, justo delante de su caballo. El hijo del emperador puso pie en tierra y avanzó.

–¡Abrid! – aulló-. ¿No me habéis reconocido?

La puerta de la fortaleza de Masat se entreabrió. En el umbral, diez infantes apuntaban con sus lanzas al recién llegado.

Uri-Techup los apartó.

–El hijo del emperador exige ver al gobernador.

Éste bajó corriendo de las murallas, a riesgo de romperse el cuello.

–¡Príncipe, qué honor!

Los soldados levantaron sus lanzas y formaron un pasillo de honor.

–¿Está aquí el general Baduk?

–Sí, lo he instalado en mis cuarteles.

–Condúceme hasta él.

Ambos hombres treparon por una escalera de piedras de altos y resbaladizos peldaños.

En lo alto de la plaza fuerte, se arremolinaba el cierzo. Grandes bloques rugosos formaban los muros de la residencia del gobernador, iluminada por candiles de aceite de los que brotaba una espesa humareda que ennegrecía los techos.

En cuanto vio a Uri-Techup, Baduk, un quincuagenario de gran corpulencia, se levantó.

–Príncipe Uri-Techup…

–¿Estáis bien, general Baduk?

–El fracaso de mi plan es inexplicable. Si el ejército egipcio no hubiera reaccionado con tanta rapidez, los insurrectos de Canaan y Amurru habrían tenido tiempo de organizarse. Pero no todo se ha perdido… El dominio de los egipcios es sólo aparente. Los potentados que se declaran fieles al faraón sueñan con ponerse bajo nuestra tutela.

–¿Por qué no ordenasteis a nuestras tropas, acantonadas junto a Kadesh, que atacaran al ejército enemigo cuando invadió Amurru?

El general Baduk pareció sorprendido.

–Hubiera sido necesaria una declaración de guerra con todos los requisitos… ¡Y no era una cosa que me compitiera a mí! Sólo el emperador podía tomar semejante decisión.

Tan ardiente y conquistador antaño, como Uri-Techup, Baduk ya sólo era un anciano agotado. Sus cabellos y su barba se habían vuelto grises.

–¿Habéis establecido el balance de vuestra acción?

–Es la razón por la que me he instalado aquí por algún tiempo… Redacto un informe preciso y sin benevolencia.

–¿Puedo retirarme? – preguntó el gobernador de la fortaleza, que no deseaba escuchar los secretos militares reservados al alto mando.

–No -respondió Uri-Techup.

El gobernador lamentaba asistir a la humillación del general Baduk, un gran soldado entregado a su patria. Pero la obediencia a las órdenes era la primera virtud hitita, y las exigencias del hijo del emperador no se discutían. Cualquier insubordinación se castigaba con la muerte inmediata, puesto que no había otro medio de mantener la cohesión de un ejército continuamente en pie de guerra.

–Las fortalezas de Canaan resistieron perfectamente los asaltos egipcios -indicó Baduk-; sus guarniciones, que nosotros mismos formamos, se negaron a rendirse.

–Una actitud que en nada cambió el resultado-consideró Uri-Techup-. Los insurrectos fueron exterminados, Canaan está de nuevo en manos egipcias. Y el mismo fracaso se produjo en Megiddó.

–¡Lamentablemente, sí! Y sin embargo, nuestros instructores habían dado una excelente formación a nuestros aliados. De acuerdo con la voluntad del emperador, habían regresado a Kadesh para que no pudiera encontrarse, ni en Canaan ni en Amurru, ningún rastro de la presencia hitita.

–¡Hablemos de Amurru! ¿Cuántas veces afirmasteis que su príncipe comía en vuestra mano y que no volvería a someterse a Ramsés?

–Fue mi mayor error -aceptó Baduk-. La maniobra del ejército egipcio fue excelente; en vez de tomar la ruta costera, que le hubiera llevado a la emboscada tendida por nuestros nuevos aliados, pasó por el interior. Atacado por la espalda, el príncipe de Amurru no tuvo más remedio que rendirse.

–¡Rendirse, rendirse! – clamó Uri-Techup-. ¡Sólo tenéis esa palabra en la boca! La estrategia que defendíais estaba destinada a debilitar el ejército egipcio, cuya infantería y carros debían ser aniquilados. Pero lo único que hemos conseguido es que los soldados del faraón hayan sufrido pocas bajas. Ahora las tropas confían en su valor y Ramsés ha obtenido una victoria.

–Soy consciente de mi fracaso y no intento minimizarlo. Me equivoqué al confiar en el príncipe de Amurru, que prefirió el deshonor al combate.

–La derrota no tiene cabida en la carrera de un general hitita.

–No se trata de la derrota de mis hombres, príncipe, sino de la mala aplicación de un plan de desestabilización de los protectorados egipcios.

–¿Tuvisteis miedo de Ramsés, no es cierto?

–Sus fuerzas eran mayores de lo que imaginábamos, y mi misión consistía en fomentar revueltas, no en enfrentarme a los egipcios.

–A veces, Baduk, hay que saber improvisar.

–Soy un soldado, príncipe, y debo obedecer las órdenes.

–¿Por qué os habéis refugiado aquí en vez de regresar a Hattusa?

–Ya os lo he dicho, quería redactar mi informe con cierta perspectiva. Y tengo una buena noticia: gracias a nuestros aliados en Amurru se iniciará de nuevo la insurrección.

–Estáis soñando, Baduk.

–No, príncipe… Dadme un poco de tiempo y lo conseguiré.

–Ya no sois general en jefe del ejército hitita. El emperador lo ha decidido: yo os sustituyo.

Baduk dio unos pasos hacia la gran chimenea donde ardían unos troncos de encina.

–Os felicito, Uri-Techup. Vos nos conducireis a la victoria.

–Tengo otro mensaje para vos, Baduk.

El ex general se calentó las manos, volviendo la espalda al hijo del emperador.

–Os escucho, príncipe.

–Sois un cobarde.

Uri-Techup desenvainó su espada y la hundió en los riñones de Baduk. El gobernador quedó petrificado.

–Este cobarde era también un traidor -afirmó Uri-Techup-. Se ha negado a admitir su degradación y me ha atacado. Tú eres testigo.

El gobernador se inclinó.

–Toma en hombros el cadáver, llévalo al patio y quémalo sin celebrar el ritual funerario reservado a los guerreros. Así perecen los generales vencidos.

Mientras el cadáver de Baduk ardía ante la mirada de la guarnición, Uri-Techup untaba personalmente, con grasa de carnero, los ejes del carro de guerra que lo llevaría hasta la capital para demandar una guerra total contra Egipto.


30


Uri-Techup no podía soñar con una capital más hermosa.


Construida en la meseta de Anatolia central, donde las áridas estepas se alternaban con gargantas y barrancos, Hattusa, corazón del imperio hitita, tenía la violencia de sus abrasadores estíos y sus gélidos inviernos. Ciudad de montaña, ocupaba una superficie de 18.000 áreas en un terreno muy accidentado, que había exigido prodigios por parte de sus constructores. Compuesta por una ciudad baja y una ciudad alta, dominada por una acrópolis en la que se levantaba el palacio del emperador, Hattusa parecía, a primera vista, un gigantesco conjunto de fortificaciones de piedra que se adaptaban al caótico relieve. Rodeada de macizos montañosos que formaban barreras inaccesibles para un eventual agresor, la capital hitita parecía una fortaleza erigida sobre espolones rocosos y formada por enormes bloques dispuestos en hileras regulares. En todas partes, en el interior, se había utilizado la piedra para los cimientos y el ladrillo crudo y la madera para las paredes.

Hattusa, altiva y salvaje. Hattusa la guerrera y la invencible, donde pronto iba a ser aclamado el nombre de Uri-Techup.

Los nueve kilómetros de muralla, erizados de torres y almenas, alegraban el alma de un soldado; se amoldaban al escarpado terreno, escalaban picos, dominaban las hendiduras de las gargantas. La mano del hombre había sometido a la naturaleza arrebatándole el secreto de su fuerza. Dos puertas se abrían en la muralla de la ciudad baja, tres en la de la ciudad alta. Desdeñando la puerta de los Leones y la del Rey, Uri-Techup se dirigió hacia el punto de acceso más elevado, la puerta de las Esfinges, que se caracterizaba por una poterna de 45 metros de longitud que comunicaba con el exterior.

Ciertamente, la ciudad baja se adornaba con un prestigioso edificio, el templo del dios de la tormenta y de la diosa del sol, y el barrio de los santuarios no tenía menos de veintiún monumentos de distintos tamaños, pero Uri-Techup prefería la ciudad alta y el palacio real. Desde aquella acrópolis le gustaba contemplar las terrazas hechas de piedras yuxtapuestas, sobre las que se habían construido edificios oficiales y mansiones de notables, dispuestas al albur de las laderas.

Al entrar en la ciudad, el hijo del emperador había roto tres panes y derramado vino sobre un bloque, pronunciando la fórmula ritual: «Que esta roca sea eterna». Distribuidos aquí y allá, algunos recipientes llenos de aceite y miel estaban destinados a apaciguar a los demonios.

El palacio se levantaba sobre un imponente espolón rocoso compuesto por tres picos; murallas provistas de altas torres, permanentemente custodiadas por soldados de élite, aislaban la morada imperial del resto de la capital e impedían cualquier agresión. Muwattali, prudente y taimado, conservaba en la memoria los sobresaltos de la historia hitita y las encarnizadas luchas por la conquista del poder; la espada y el veneno habían sido argumentos empleados a menudo y muy pocos «grandes jefes» hititas habían fallecido a causa de una muerte natural. Era pues preferible que la «gran fortaleza», como la denominaba el pueblo, fuera inaccesible por tres costados; sólo una estrecha entrada, vigilada noche y día, daba acceso a visitantes, que eran debidamente registrados.

Uri-Techup se sometió al examen de los guardias que, como la mayoría de los soldados, habían recibido bien el nombramiento del hijo del emperador. Joven, valeroso, no se mostraría tan dubitativo como el general Baduk.

En el interior del recinto de palacio había varios depósitos de agua, indispensables durante los meses de estío. Caballerizas, armerías, sala de guardia daban a un patio enlosado. La planta del alojamiento imperial era, por otra parte, semejante a la de las demás moradas hititas, grandes o pequeñas, es decir, un conjunto de estancias dispuestas alrededor de un espacio central de forma cuadrada.

Un oficial saludó a Uri-Techup y lo introdujo en una sala de pesados pilares donde el emperador solía recibir a sus huéspedes. Leones y esfinges de piedra custodiaban la puerta y también el umbral de la sala de los archivos, que conservaba el recuerdo de las victorias del ejército hitita. En aquel lugar, afirmación de que el imperio era invencible, Uri-Techup se sintió engrandecido y confortado en su misión.

Dos hombres entraron en la sala. El primero era el emperador Muwattali, un quincuagenario de estatura media, ancho pecho y piernas cortas. Friolero, se envolvía en un largo manto de lana roja y negra. Sus ojos marrones estaban siempre alerta.

El segundo era Hattusil, el hermano menor del emperador. Bajo, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, el cuello adornado con un collar de plata y un brazalete en el codo izquierdo, iba vestido con una tela multicolor que le dejaba los hombros al descubierto. Sacerdote de la diosa del sol, se había desposado con la hermosa Putuhepa, hija de un sumo sacerdote, inteligente e influyente. Uri-Techup los detestaba a ambos, pero el emperador escuchaba de buena gana sus consejos. Para el nuevo general en jefe, Hattusil era sólo un intrigante que se ocultaba a la sombra del poder para apoderarse de él en el momento propicio.

Uri-Techup se arrodilló ante su padre y le besó la mano.

–¿Encontraste al general Baduk?

–Sí, padre. Se ocultaba en la fortaleza de Masat.

–¿Cómo explica su actitud?

–Me agredió y lo maté. El gobernador de la fortaleza fue testigo de ello.

Muwattali se volvió hacia su hermano.

–Un horrendo drama -comentó Hattusil-, pero nadie le devolverá la vida a ese general vencido. Su desaparición parece un castigo de los dioses.

Uri-Techup no ocultó su sorpresa. ¡Hattusil se ponía por primera vez a su lado!

–Prudentes palabras -estimó el emperador-. Al pueblo hitita no le gustan las derrotas.

–Soy partidario de invadir inmediatamente Amurru y Canaan -dijo Uri-Techup-, y luego atacar Egipto.

–El Muro del rey es una sólida línea defensiva -objetó Hattusil.

–¡Pura ilusión! Los fortines están demasiado alejados unos de otros. Los aislaremos y los tomaremos todos, en una sola oleada de asalto.

–Me parece un optimismo excesivo. ¿No acaba de probar Egipto el valor de su ejército?

–¡Han vencido a cobardes! Cuando los egipcios choquen con los hititas, huirán.

–¿Olvidas acaso la existencia de Ramsés?

La pregunta del emperador calmó a su hijo.

–Mandarás un ejército victorioso, Uri-Techup, pero debemos preparar el triunfo. Librar batalla lejos de nuestras bases sería un error.

–Pero… ¿dónde lanzaremos la ofensiva?

–En un lugar en el que sean las fuerzas egipcias las que se encuentren lejos de sus bases.

–Os referís a…

–A Kadesh. Allí se librará la gran batalla que derrotará a Ramsés.

–Preferiría atacar los protectorados del faraón.

–He estudiado cuidadosamente los escritos de nuestros informadores y he sacado algunas conclusiones del fracaso de Baduk. Ramsés es un verdadero jefe de guerra, mucho más temible de lo que suponíamos. Será necesaria una larga preparación.

–¡Perdemos el tiempo inútilmente!

–No, hijo mío. Debemos golpear con fuerza y precisión.

–Nuestro ejército es muy superior a un hatajo de soldados egipcios y mercenarios. Tenemos la fuerza; daré pruebas de precisión aplicando mis propios planes. Todo está listo en mi cabeza; las palabras son inútiles. Me bastará con mandarlo para que mis tropas se lancen con un impulso irresistible.

–Yo gobierno Hatti, Uri-Techup. Únicamente actuarás de acuerdo con mis órdenes. Ahora prepárate para la ceremonia; me dirigiré a la corte en menos de una hora.

El emperador salió de la sala de las columnas.

Uri-Techup desafió a Hattusil.

–Tú intentas poner trabas a mis iniciativas, ¿verdad?

–No me ocupo del ejército.

–¿Te estás burlando de mí? A veces me pregunto si no serás tú quien gobierna el imperio.

–No injuries la grandeza de tu padre, Uri-Techup; Muwattali es el emperador y le sirvo lo mejor que puedo.

–¡Esperando su muerte!

–Tus palabras sobrepasan tu pensamiento.

–Esta corte es sólo intriga y tú eres su máximo ordenador. Pero no esperes triunfar.

–Me atribuyes intenciones que no tengo. ¿Eres capaz de admitir que un hombre pueda limitar sus ambiciones?

–No es tu caso, Hattusil.

–Supongo que será inútil intentar convencerte.

–Absolutamente inútil.

–El emperador te ha nombrado general en jefe, y ha hecho bien. Eres un excelente soldado, nuestras tropas confían en ti; pero no esperes actuar a tu guisa y sin control.

–Olvidas un hecho esencial, Hattusil; entre los hititas, el ejército dicta su ley.

–¿Sabes lo que quiere, en nuestro país, la mayoría de la gente? Su casa, su campo, su viña, sus cabezas de ganado…

–¿Estás predicando la paz?

–Que yo sepa, no se ha declarado la guerra.

–Quien hable a favor de la paz con Egipto debe ser considerado un traidor.

–Te prohíbo que interpretes mis palabras.

–Apártate de mi camino, Hattusil. De lo contrario, lo lamentarás.

–La amenaza es el arma de los débiles, Uri-Techup.

El hijo del emperador puso la mano en el pomo de su espada. Hattusil le hizo frente.

–¿Te atreverías a levantar tu arma contra el hermano de Muwattali?

Uri-Techup lanzó un grito de rabia y abandonó la gran sala martilleando las losas con sus furiosos pasos.


31