–Sí, enfermo -repitió la agresiva morenita, esposa del
cantero Casa la Cuerda-. Así es, y debe quedarse en
casa.
–Salimos esta mañana hacia el Valle de los Reyes y necesito a
todos los miembros del equipo.
–¡Pues deberás prescindir de Casa! Está durmiendo y no voy a
despertarlo.
–Yo me encargaré, pues.
–Por muy maestro de obras que seas, te prohíbo cruzar el
umbral de mi morada.
–No exageres porque puedo enfadarme.
–Si no me crees, ve a ver a la mujer sabia. Examinó a mi
marido y decidió que estaba demasiado débil para
levantarse.
Paneb, intrigado, se fue a grandes pasos a la consulta, donde
Clara curaba el tobillo torcido de un muchacho demasiado
fogoso.
–Casa finge estar enfermo -acusó el coloso.
–Sufre una infección renal; lo curaré en pocos días -precisó
la mujer sabia.
–No me digas que es incapaz de levantarse, de caminar y
trabajar.
–Por desgracia, sí.
–Si me dejas, yo lo curaré más rápidamente que
tú.
–Nuestra regla te prohíbe emplear a un enfermo en una
obra.
No podía hacer otra cosa, por lo que Paneb pasó por casa del
escriba de la Tumba para que anotase en el Diario el nombre de Casa
y las razones de su ausencia.
Le sorprendió encontrarlo vestido con una grosera túnica, con
el material de escritura al alcance de la mano.
–¿Acaso pensáis trepar hasta el collado,
Kenhir?
–Pero bueno… ¡Pues claro! ¿Acaso has imaginado que no te
ayudaría en la excavación de una nueva tumba real? En
marcha.
Viento del Norte, el asno de Paneb,
se había puesto a la cabeza del cortejo. Tan robusto como su dueño,
había aceptado llevar las cosas del escriba de la Tumba y él era el
que marcaba el ritmo del ascenso, deplorando la lentitud de los
bípedos y la falta de seguridad de sus pies.
No sin emoción, el maestro de obras regresaba al camino del
collado, donde se habían construido unos oratorios y unas chozas de
piedra. Allí dormían los artesanos durante los períodos de trabajo,
y allí se sentían más cerca del cielo. Para preservar la serenidad
del paraje estaba prohibido encender fuego y cocer alimentos; pero
los aldeanos estaban autorizados a entregar excelentes
comidas.
Las noches pasadas en el collado eran inolvidables. Paneb se
sentaba en el tejado de su choza, formado por gruesos bloques de
calcáreo unidos con mortero, y admiraba la Gran Obra, rodeada de
las imperecederas estrellas.
–¿Tú tampoco duermes? – advirtió Kenhir.
–La jornada que hemos pasado restaurando las estelas
consagradas a los antepasados me ha quitado el sueño. Ni por un
instante he dejado de pensar en Nefer, cuya presencia es, aquí,
casi palpable.
–No te preocupes, tú la preservas y la prolongas… ¿Has
pensado bien en la obra que quieres emprender?
–El fuego que me habita desde siempre me dictó el plano de la
morada de eternidad de Tausert.
–No has cambiado, Paneb… Desde el momento en que te defendí,
ante el tribunal de admisión de la cofradía, sabía que superarías
todos los obstáculos. Y ni siquiera la más alta función te ha hecho
perder un ápice de tu determinación y tu deseo. De todos modos, sé
prudente: los demás artesanos no están hechos de la misma pasta que
tú.
Kenhir regresó a su choza, la única que tenía tres estancias:
la primera incluía un banco con un sitial en U, con el nombre de su
propietario inscrito, y unas jarras de agua fresca; la segunda, un
lecho de piedra cubierto de una estera, y la tercera era un
despacho donde el anciano escriba redactaba el Diario de la
Tumba.
En aquella modesta morada, Kenhir olvidaba su edad y sus
dolores, pues recordaba las grandes horas de la cofradía en las que
había tenido la suerte de participar. ¡Qué razón había tenido al
renunciar a una carrera tan brillante como trivial para ponerse al
servicio del Lugar de Verdad! ¿Dónde, si no allí, se habría
acercado tanto al misterio de la vida? ¿Dónde habría vivido una
fraternidad que las pruebas no dejaban de
reforzar?
Penbu, el policía nubio encargado de vigilar el almacén de
material, a la entrada del Valle de los Reyes, dejó pasar a
Viento del Norte, el asno más célebre de la
orilla oeste, pero observó a los artesanos con mirada
inquisidora.
–Falta uno -advirtió.
–Casa la Cuerda está enfermo -explicó el escriba de la
Tumba-; se reunirá con nosotros la semana que
viene.
El maestro de obras llamó a Tusa, el colega nubio de Penbu, y
le dio la orden de vigilar la entrada de la tumba de Tausert en
cuanto estuviera excavada. El policía iba armado con una espada
corta, un puñal, un arco, flechas y una honda, y estaba autorizado
a dispararle a cualquier sospechoso que intentara aventurarse por
aquellos parajes.
Con la ayuda del carpintero Didia, Ched el Salvador ya estaba
instalando un taller en una profunda grieta de la roca. La
equiparon con unas tablas para colocar botes, crisoles, recipientes
y panes de color, protegidos del sol por una tela blanca. La tumba
era inmensa, por lo que dibujantes y pintores necesitarían
muchísimo material.
Ante la roca intacta aún, la mujer sabia entregó al maestro
de obras el delantal dorado, el mazo y el cincel de oro con los que
desprendió el primer fragmento de calcáreo, que fue examinado por
Fenecí la Nariz.
–Perfecto -dijo.
Paneb utilizó el gran pico en el que el fuego del cielo había
trazado el hocico y las dos orejas de Seth, luego los canteros lo
ayudaron con todas sus fuerzas. Se inició el acompasado baile de
las herramientas, mientras los demás artesanos recogían los restos
en fuertes cestos de mimbre y los sacaban del
paraje.
–¡Esa pared es una delicia! – exclamó Nakht el Poderoso-. Se
diría que estaba esperándonos.
–No hables tanto -le aconsejó Karo el Huraño-, de lo
contrario, tu brazo se cansará.
–Y tú, golpea al compás o te destrozarás un músculo. Ya
tenemos a uno lesionado.
Sin decir palabra, Paneb se interpuso en seguida. Y las
herramientas cantaron a coro con la roca.
–Hay que deshacerse de inmediato de ese Tran-Bel -decidió el
general-. Supongo que lo harás encantada, palomita
mía.
Serketa le daba un masaje en la espalda a su marido, que
estaba tendido junto a la alberca de los lotos.
–Me divertiría mucho, pero aún es demasiado pronto, tierno
león mío.
–¿Deseas darle una oportunidad a ese rufián?
–Todavía puede servirnos para algo.
–Ya no tengo nada que temer de Tausert, ¿por qué voy a
preocuparme por un mediocre que sólo piensa en
traicionarnos?
–¡Precisamente porque es mediocre! No podemos encontrar mejor
aliado para llevar a cabo el plan que he ideado.
El general se dio la vuelta, intrigado.
–¿Tran-Bel, un aliado? ¡Estás desvariando, Serketa! Para él
sólo cuentan los beneficios.
Ella pasó lentamente el dedo índice por el ancho torso de
Méhy.
–Precisamente por eso, cocodrilo mío, precisamente. Ese
estúpido sirio no sospechará nada. Quedará, incluso, tan cautivado
que no tomará ninguna precaución.
–Me intrigas… ¿Te estás volviendo estratega?
–Decídelo tú…
A medida que Serketa exponía su plan, a Méhy se le hacía la
boca agua. No sólo era una idea excelente sino que, además, les
procuraría una decisiva ventaja sobre la cofradía.
Paneb no hubiera creído que el trabajo iba a avanzar con
tanta rapidez. Pero el entusiasmo de los artesanos y la precisión
de sus manos había permitido excavar ampliamente la roca y hacer
que la bajada progresara con gran rapidez.
Una vez curado de su afección renal, Casa la Cuerda se había
reunido con sus compañeros y había demostrado que su vigor seguía
intacto.
En el taller de dibujo, el programa iconográfico iba tomando
forma. Los escultores no se quedaban atrás, y el maestro de obras
no había tenido que intervenir para estimular su
inspiración.
Kenhir vivía una nueva alegría, de insospechada profundidad:
gracias a su irradiación y al poder de su magia personal, Paneb el
Ardiente había conseguido dar un nuevo impulso al equipo, cuyas
cualidades parecían inagotables.
Cada anochecer, revivían la felicidad en el collado. Se
alegraban por el trabajo realizado, se planeaba el del día
siguiente y se discutía el menor detalle técnico, hasta que el
maestro de obras decidía. La morada de eternidad de Tausert parecía
haberse apoderado de todo el equipo de la derecha, e incluso Ched
el Salvador, tan distante por lo común, estaba entusiasmado con la
construcción de aquella nueva Gran Obra.
Paneb, alimentado por esa sed de creación, ignoraba el
cansancio, y sólo dormía dos horas por noche. Contemplando las
estrellas, obtenía fuerzas para el día siguiente.
El maestro de obras era el primero en levantarse. Se
arrodillaba ante una estela grabada por uno de sus predecesores y
pronunciaba las fórmulas rituales de salutación al sol resucitado,
antes de despertar a quienes tenían el sueño más
profundo.
Kenhir se desperezaba penosamente.
–Yo ya no estoy para estos trotes… ¡Pero qué maravillosos
momentos estamos viviendo!
–Parecen serlo, en efecto.
–Piensas en el traidor, ¿no es cierto?
–Y en el asesinato de Nefer, como todas las
mañanas.
–Temo que todo se haya dicho ya.
La mirada del maestro de obras se clavó en el
horizonte.
–Alguien trepa por el sendero que lleva al
collado.
–¿Estás seguro?
–Y creo que se trata de una mujer.
Por su frágil silueta, reconoció a Uabet la Pura. No llevaba
ningún cesto de comida, por lo que Ardiente temió que subiera hasta
allí para hacerle ciertos reproches de orden
privado.
Pero la joven sacó muy pronto de su error al maestro de
obras.
–Un mensaje urgente procedente de Pi-Ramsés. El cartero ha
insistido, y he considerado preferible que el escriba de la Tumba y
tú os enterarais lo antes posible.
–Te lo agradezco, Uabet.
–Vuelvo a bajar a la aldea.
Kenhir leyó la misiva del visir Hori.
–Esta carta debería haber pasado por las manos de la reina
Tausert… -se extrañó Paneb.
El anciano escriba estaba muy contrariado.
–Una orden de Set-Nakht: exige que excavemos su morada de
eternidad en el Valle de los Reyes.
–¡Tebas no está bajo su autoridad!
–Set-Nakht es faraón -recordó Kenhir-, y sus exigencias son
legítimas. Debemos obedecer.
–Dos tumbas al mismo tiempo… ¡Imposible! Ya he exigido a los
equipos del Lugar de Verdad más de lo que pueden dar de
sí.
–Y, sin embargo, es preciso encontrar una
solución.
–¿Retrasar la construcción de la morada de eternidad de
Tausert? ¡Ni hablar! Negociad con Set-Nakht, Kenhir; seguro que
podréis convencerlo de que espere.
–No sobreestimes mis capacidades. De acuerdo con la misiva,
el rey tiene prisa y una idea muy precisa sobre el emplazamiento de
su morada de eternidad: en el centro del Valle, para estar
relativamente cerca de los faraones a quienes venera, Ramsés I,
Seti I y Ramsés II.
–¿Acaso no es la cofradía la que debe hacerle una proposición
teniendo en cuenta las características del terreno? Hasta hoy,
ningún monarca se ha comportado como un tirano, y nosotros siempre
hemos llevado la iniciativa en la elección.
–¿Aceptas por lo menos estudiar esa hipótesis? – preguntó
Kenhir, que se sentía atrapado.
–Los artesanos están cansados, ya va siendo hora de volver a
la aldea.
La reunión era tormentosa; pero dado el carácter sagrado del
lugar, que estaba bajo la protección de los antepasados, y la
presencia invisible de Nefer el Silencioso, cuyo sitial permanecía
vacío, cada cual se expresó con dignidad.
–La situación está perfectamente clara -resumió Userhat el
León-: dos faraones reinan al mismo tiempo, ambos quieren su tumba
y nosotros sólo podemos crear una. La de Tausert está ya empezada y
la reina-faraón reside en Tebas; no veo por qué hay que darle más
vueltas.
Nuestra regla nos obliga a obedecer una orden del faraón,
sobre todo cuando se trata de su morada de eternidad -objetó Unesh
el Chacal.
–¿Eres capaz de desdoblarte para trabajar en dos lugares al
mismo tiempo? – ironizó Thuty el Sabio-. ¡Tendremos que tomar
partido por uno de los dos!
–Set-Nakht nos haría pagar muy cara una negativa -dijo Renupe
el Jovial, preocupado.
–¡Que la reina Tausert se las arregle con él! – insinuó Karo
el Huraño.
–¿Y el papel del escriba de la Tumba no consiste en sacarnos
de ese mal paso? – preguntó Pai el Pedazo de Pan.
–Apretemos los puños y no nos dividamos -aconsejó Ched el
Salvador.
–Sólo hay una solución -decidió el maestro de obras-:
complacer a los dos faraones.
–¿Y cómo vas a hacerlo? – preguntó Ipuy el
Examinador.
–Primero, concediéndoos tres días de descanso. Luego,
nombrando un pequeño equipo que comience a excavar una tumba para
Set-Nakht en la parte central del Valle.
–¿Tú formarás parte de él? – preguntó Didia el
Generoso.
–No, yo me ocuparé de la obra principal.
–¿A quien designas?
–Nakht el Poderoso, Fened la Nariz e Ipuy el Examinador
trabajarán de acuerdo con la copia del plano del Valle que yo les
entregaré.
Al oír esas palabras, el traidor empezó a urdir un plan que
albergaba un riesgo mínimo y que empezaba por la inevitable
destitución del maestro de obras.
Una vez hubiera quitado de en medio a Paneb, la cofradía
quedaría tocada y sus defensas se debilitarían.
Y entonces, la Piedra de Luz por fin sería
suya.
En mitad de la noche y ante la atenta mirada de Bestia Fea y Negrote, Kenhir corrió los tres
cerrojos de la cámara fuerte; el escriba de la Tumba y el maestro
de obras eran los únicos que conocían el funcionamiento del
mecanismo.
–¿Nada anormal? – preguntó Paneb.
–No hay ningún rastro de que haya sido
forzado.
Con la ayuda de una antorcha, el viejo escriba desplazó unos
cinceles de cobre, de primera calidad, y luego desanudó la gruesa
cuerda que aseguraba un arcón de madera de ébano.
Levantó la tapa, no sin inquietud, pero el tesoro aún seguía
allí. Kenhir desenrolló con delicadeza el papiro en el que se había
dibujado el plano del Valle de los Reyes que revelaba el
emplazamiento de las moradas de eternidad.
–Copiaré la parte que nos interesa -anunció Paneb-, y se la
entregaré a Fened mañana por la mañana.
Mientras el maestro de obras lo hacía, Kenhir aguzaba el
oído. Pero la oca y el perro, que estaban montando guardia,
permanecían muy tranquilos.
Kenhir cerró la puerta de la cámara fuerte sin que se hubiera
producido ningún incidente. La aldea dormía
apaciblemente.
–Esto no me gusta -dijo el maestro de obras.
–¿Esperabas que el devorador de sombras
atacara?
–No, me refiero a las exigencias de
Set-Nakht.
–Has dado con la solución adecuada, todos la han
aceptado.
–La solución adecuada… Yo no estoy tan
seguro.
–¿Qué temes, Paneb?
–¡A mí también me gustaría saberlo! Vayamos a
dormir.
Unos taparrabos por el suelo, la cocina desordenada, la loza
sucia, un lecho que amenazaba ruina… A la casa de Fened la Nariz le
faltaba un buen repaso. Desde su divorcio, el cantero no prestaba
demasiado interés a los quehaceres domésticos.
Paneb lo zarandeó.
–¡Despierta, Fened!
–Ah, eres tú… ¡Pero si hoy es día de
descanso!
–Ése es el plano que utilizarás cuando yo haya dado el primer
golpe de pico.
–Déjame levantarme, al menos, antes de
estudiarlo.
–No te iría mal una mujer que te ayudara en las tareas
domésticas.
–¡Ah, no, no quiero otra mujer en mi casa! Yo mismo cogeré la
escoba.
–Si te comprometes a ello…
–Un servidor del Lugar de Verdad sólo tiene una palabra
-recordó Fened, levantándose-. Pero dime… ¿por qué me confías una
tarea tan ardua?
–Porque las circunstancias me impiden asumirla yo mismo.
Tranquilízate: si se produjera algún incidente, yo sería el único
responsable.
–Bueno… Me lavo y te acompaño hasta el
Valle.
A Daktair no le llegaba la camisa al cuerpo.
A causa de sus dolencias de estómago, había tenido que
retirarse varias veces, retrasando la marcha hacia adelante de los
policías del desierto, hastiados por la presencia de un sabio poco
acostumbrado a aquel tipo de expediciones. Pero como el general
Méhy en persona les había ordenado que obedecieran sin discusión a
Daktair, el comandante de la escuadra había impuesto silencio a sus
hombres.
–¿Ningún rastro de los libios aún? – preguntó Daktair, que
calmaba sus espasmos poniéndose una piedra caliente sobre el
vientre.
–Sí, justamente… Y tendríais que pensarlo
bien.
–¿Pensar qué, comandante?
–La situación se hará pronto peligrosa. Los libios son peores
que bestias feroces y el enfrentamiento puede resultar violento. Un
hombre como vos no está preparado para ello.
Daktair se hinchó como un sapo.
–El general Méhy me ha confiado una misión y voy a llevarla a
cabo, sean cuales sean los riesgos. Yo soy el jefe de esta
expedición, y nadie más. Os recuerdo que quiero vivos a esos
libios.
–Bien se ve que no conocéis el terreno ni a la presa que
perseguimos.
–Según parece, este comando está formado por los mejores
especialistas… Que lo demuestren, pues.
El desafío hirió al oficial.
–Sí, somos los mejores y os lo
demostraremos.
–Eso es exactamente lo que espero. ¿Cuándo cogeremos a esos
libios?
–Como muy tarde, dentro de dos días… Están empezando a andar
en círculo, y dejan rastros a sus espaldas. Dicho de otro modo,
están cansados y carecen de instrucciones concretas. Por muy
astutos que sean, no se nos escaparán.
Al acercarse a Tebas oeste había escapado más de veinte veces
a las patrullas de la policía egipcia, formadas por guerreros tan
temibles como él mismo. Se sentía invencible, y ardía en deseos de
hacerles pagar caro a los súbditos del faraón las humillaciones que
habían infligido a su pueblo.
Era demasiado pronto para pensar en atacar la rica ciudad del
dios Amón, que estaba muy bien defendida por los soldados del
general Méhy; sería preciso identificar, en primer lugar, la
posición de los puestos de vanguardia para preparar la
ofensiva.
–¿Podemos encender fuego, jefe? – preguntó su brazo
derecho.
–Al abrigo del montículo, allí, con las brasas de
ayer.
–Eso va a ser difícil…
–¿Qué quieres decir?
–Las brasas de ayer se han quedado en nuestro campamento de
ayer.
Seis Dedos abofeteó a su compatriota.
–¡Y, sin embargo, te ordené que te las
llevaras!
El explorador blandió un cuchillo.
–¡A mí nadie me trata así!
–¡Pobre idiota! Para la policía egipcia, un rastro como ése
es…
Una flecha se clavó entre ambos hombres; una voz ruda los
dejó petrificados.
–Vuestros centinelas son prisioneros nuestros. No intentéis
resistiros ni huir o seréis abatidos.
Tortura y, luego, ejecución sumaria: eso era lo que les
esperaba. Seis Dedos habría peleado de buena gana, pero los
policías estaban demasiado cerca. Al menor gesto amenazador, el
libio sería acribillado a flechazos.
–Atadlos -ordenó Daktair.
Las cuerdas se hundieron en las carnes, el adjunto de Seis
Dedos hizo una mueca de dolor.
–Dime tu nombre y el objeto de tu misión -le exigió Daktair,
cuya altivez revelaba su posición de jefe.
El libio escupió a la barba del sabio, que se limpió con el
dorso de la mano.
–¡Dejad que me ocupe de ese insolente! – exigió el
comandante.
–¡Nada de violencia!
–¡Pero no sabéis con quién tenéis que
véroslas!
–Ese bandido se llama Seis Dedos -indicó un policía que
miraba los pies del libio-. Al parecer, es uno de sus mejores
exploradores… ¡Una buena captura!
–Quiero quedarme a solas con él -exigió
Daktair.
–Desconfiad -recomendó el oficial,
apartándose.
Seis Dedos contemplaba a Daktair, asombrado.
–Tú no eres un soldado…
–No, soy un negociador.
–Si has inventado una nueva forma de tortura, ¡adelante! De
todos modos, no voy a darte ninguna información.
–Pues yo tengo una: el general Méhy quiere hablar con alguno
de tus jefes, en secreto.
–¡Te estás burlando de mí!
–La cita será en plena noche, dentro de tres lunas nuevas,
junto al pozo abandonado al salir del ued de las
gacelas.
–¿Y crees que los libios van a caer en una trampa tan
grosera?
–El general irá solo, con algunos policías del desierto, no
con su ejército. Podrás comprobarlo fácilmente. Que tu jefe haga lo
mismo; de lo contrario, la entrevista no se celebrará. Y, créeme,
tendríais mucho que perder, pues el general tiene la intención de
mostrarse especialmente generoso con sus futuros
aliados.
–Sus futuros aliados… -repitió Seis Dedos,
atónito.
–Méhy desea confiaros una misión y la pagará muy bien.
Durante una fracción de segundo, la codicia prevaleció sobre
la incredulidad.
–¡Estás mintiendo!
–Voy a soltaros, a ti y a tus hombres, para que transmitáis
el mensaje.
–¿Soltarnos? ¡Imposible!
Daktair se dirigió a los policías.
–Liberadlos y dejadlos partir.
El comandante se irguió frente al hombrecillo
barbudo.
–¡Ni hablar! Todos esos criminales merecen la pena de
muerte.
–¿No lo habéis comprendido, comandante?
–¿Comprender qué?
–Al general Méhy no le interesan esos exploradores -dijo
Daktair en voz baja-. Desea echar mano a sus jefes y sólo una
emboscada bien organizada nos permitirá lograrlo. Vosotros seréis,
por otra parte, sus actores principales.
–Me gusta pero no me gusta -concluyó Fened la
Nariz.
Nakht el Poderoso dejó el pico y se secó la
frente.
–¿Y si fueras más claro?
–La roca es acogedora, el calcáreo de calidad, pero el
emplazamiento recuerda a una mujer que no desea
nada.
–¡Será que tu divorcio sigue royéndote el cerebro! – estimó
Ipuy-. Olvida a tu esposa de una vez por todas, y te darás cuenta
de que vale la pena vivir la vida.
Fened hinchó el pecho.
–Nunca he mezclado mis problemas personales con mis deberes
profesionales… Te apodan Examinador, así que deberías
saberlo.
–Las historias de mujeres estropean la mano de los más
fuertes -asestó Nakht.
–En vez de inventar proverbios de tres al cuarto, sería mejor
que te pusieras a trabajar; eso nos permitiría
avanzar.
–Hay unos que charlan y otros que trabajan -observó Ipuy,
limpiando el gran pico.
–¡Tú añoras la tumba de Tausert! – observó
Fened.
Examinador dejó la herramienta con delicadeza y miró a su
colega.
–El mundo de los humanos se divide en dos categorías: los
imbéciles y el resto. Y mucho me temo que tú te encuentras en la
primera. Al designarnos, a los tres, para esta misión, el maestro
de obras nos honró con su confianza, y yo me siento especialmente
orgulloso.
–Acabas de tratarme de imbécil, ¿no es eso?
–No ha llegado todavía la hora de la pausa para almorzar
-intervino Nakht-. Ya seguiréis más tarde con vuestras
discusiones.
Poderoso siguió excavando el pasadizo. Sus dos compañeros se
miraron por el rabillo del ojo y lo ayudaron.
–Un poco más a la derecha -exigió Fened, que seguía
escrupulosamente el plano dibujado por el maestro de
obras.
–Es extraño…
–¿Qué ocurre?
–La roca resuena de un modo distinto.
–Déjame ver.
Fened utilizó un cincel ancho.
–Tienes razón, se diría que no tiene
mucho grosor.
–Consulta de nuevo tu plano.
–No hay ningún error, vamos en la buena
dirección.
–¡Prosigamos, entonces!
Los tres servidores del Lugar de Verdad pusieron más empeño
aún en su trabajo. No podían rivalizar con sus colegas, que
avanzaban a pasmosa velocidad en la obra
consagrada a Tausert, pero demostrarían que un equipo pequeño era
capaz de obtener resultados excepcionales.
Y el pico de Nakht cayó de nuevo, con la fuerza necesaria
para derribar el obstáculo sin estropear la
herramienta.
Pero la punta se hundió tan profundamente que el cantero se
desequilibró y estuvo a punto de soltar el mango.
–¿Pero qué te pasa? – se irritó Ipuy-. ¡Apuesto a que has
bebido a nuestras espaldas!
Nakht, confuso, se levantó muy enojado.
–¡Deja ya de decir tonterías! Es la primera vez que doy con
un hueso semejante… El lugar está maldito, es la única explicación
posible.
Ipuy se inclinó hacia la grieta que había abierto el
pico.
–No hay maleficio que valga… Simplemente has abierto una
grieta en una especie de caverna.
Fened acercó una antorcha al orificio.
–Ensanchemos el agujero.
Nakht no se hizo de rogar.
A costa de duros esfuerzos, Poderoso abrió un paso lo
suficientemente ancho para que Ipuy el Examinador consiguiera
deslizarse por la grieta.
–¿Qué ves? – preguntó Fened.
–Otro pasadizo… Tengo que trepar.
–¡Ten cuidado!
–Todo va bien, no te preocupes.
Ipuy sólo desapareció durante unos minutos, pero su ausencia
pareció interminable.
Cuando Examinador regresó, estaba completamente
pálido.
–Es increíble… ¡Este pasadizo desemboca en la tumba del
faraón Amenmés!
El maestro de obras volvió al aire libre.
–¿Algún problema, Fened?
–¡Una catástrofe, más bien! Siguiendo tu plano, hemos dado de
lleno con la morada de eternidad de Amenmés.
–¡Es imposible!
–Y, sin embargo, es así -deploró Ipuy el
Examinador.
Paneb acudió inmediatamente al lugar y comprobó que Ipuy no
exageraba.
–¿Qué debemos hacer? – preguntó Nakht, que parecía haber
envejecido.
–Volved a cerrar herméticamente el corredor que habéis
excavado.
–¿Abandonamos el paraje?
–No queda otra solución.
–No me gustaba -recordó Fened la Nariz-, no me gustaba en
absoluto.
–Ya protestarás más tarde -intervino Nakht-. De momento,
cerrémoslo.
El equipo se había puesto en camino hacia el collado, en un
absoluto silencio. Paneb caminaba a la cabeza,
y a los otros les costaba seguirlo. Llegó a la aldea en primer
lugar, y miró al sol poniente como si no existiera nada
más.
Los artesanos comenzaron a cenar sin decir una palabra, y
sólo Kenhir se atrevió a acercarse a Ardiente, cuya sombra
gigantesca cubría parte de la montaña.
–Debo redactar el Diario de la Tumba, Paneb.
–¿Y quién os lo impide?
–Todo el equipo está informado de ese terrible incidente, y
me veo obligado a consignarlo por escrito.
–Cumplid con vuestro trabajo, Kenhir.
–Por desgracia, no bastará con eso…
–¿Qué más hay?
–El maestro de obras no está por encima de las leyes de la
cofradía, al contrario; dada la gravedad del incidente, me veo
obligado a convocar al tribunal.
Paneb se volvió hacia Kenhir.
–¿Queréis juzgarme a mí?
–Si el tribunal te absuelve, seguirás dirigiendo los trabajos
de la cofradía, pero si te considera culpable de ese error, serás
condenado a retirarte.
Un larguísimo silencio siguió a las palabras del escriba de
la Tumba.
–No me presentaré ante el tribunal, pues conozco de antemano
el resultado de las deliberaciones. Soy el único responsable de lo
ocurrido y, por tanto, el único culpable.
Los artesanos, cautivados por la poderosa voz del maestro de
obras, habían dejado de comer para aguzar el oído.
–No te lo tomes así -recomendó el escriba de la Tumba-; sabes
muy bien que gozas de la estima general.
–Una estima que llevará a mi destitución… Vivís en un país de
sol, pero no soportáis su brillo. Vosotros y yo no estamos hechos
de la misma pasta. Vosotros buscáis la comodidad, la seguridad,
pero no aceptáis que la luz de pleno estío inunde vuestro corazón.
Mañana regresaréis a la aldea y elegiréis a otro maestro de
obras.
Todos los artesanos se levantaron.
–¿Qué piensas hacer? – preguntó Kenhir.
–Ir a respirar el aire de la cima y abrasarme en su
fuego.
Nadie se atrevió a protestar, pues el rostro del coloso se
había vuelto impenetrable. Pero cuando Paneb salió del villorrio,
Nakht el Poderoso lo alcanzó.
–¡No volverás vivo de allí arriba!
–¿Qué importa eso, si ya estoy excluido de la
cofradía?
–¡El tribunal no se ha pronunciado aún!
–Mi error es peor que un crimen, ningún artesano afirmará lo
contrario. Pido, pues, justicia a la cima.
–Si absuelve a Paneb -precisó Thuty el Sabio-, seguirá siendo
nuestro jefe de equipo y maestro de obras.
Kenhir mantenía la cabeza gacha. Sabía muy bien que, en el
pasado, la cima nunca había concedido el perdón a los culpables.
Mejor hubiera sido, para Ardiente, comparecer ante «la asamblea de
la escuadra y el ángulo recto», que habría reconocido su buena
fe.
Pero Paneb no era un ser de medias tintas; no volvería a ser
un simple artesano tras haber sido maestro de obras. Al enfrentarse
al fuego devorador de la cima quería verse purificado de su error
por las propias potencias divinas y seguir creando la morada de
eternidad de Tausert, en la que pensaba expresar todo su
arte.
Como escriba de la Tumba, Kenhir no tenía derecho a mostrarse
indulgente con un maestro de obras, fueran cuales fuesen sus
cualidades, pues la obra que se debía realizar prevalecía sobre el
hombre. Ésa era la ley del Lugar de Verdad desde su fundación y, si
dejaba de aplicarse, la cofradía desaparecería. Dada la popularidad
adquirida por Paneb, el escriba de la Tumba sería odiado por los
artesanos, puesto que se había mostrado intransigente; pero eso no
le preocupaba, ya que gracias a su rigor estaba protegiendo a toda
la aldea.
–Supongo que descansaremos en casa, a la espera de la
sentencia de la cima -sugirió Unesh el Chacal,
tajante.
–A menos que Kenhir decida dirigir él mismo los trabajos
-ironizó Casa la Cuerda.
El viejo escriba no respondió a la provocación y, con la
ayuda de su bastón, inició el descenso. Tenía los huesos doloridos
y no sentía, siquiera, ganas de admirar el espléndido panorama que
tan a menudo lo había deslumbrado. En adelante, sería considerado
el perseguidor de Paneb el Ardiente y, sin duda, tendría que
jubilarse fuera de una aldea a la que, sin embargo, seguía amando.
Pero, al menos, moriría con la conciencia tranquila al haber
cumplido con sus obligaciones de escriba de la Tumba, la más
ingrata de las tareas; ¿pero cómo podía ser que un dibujante tan
experto como Paneb hubiese cometido un error tan grosero al copiar
el plano original?
Turquesa topó con Niut la Vigorosa, que estaba plantada
delante de la puerta del despacho de Kenhir.
–¿Es cierto que el escriba de la Tumba ha mandado a Paneb a
la muerte?
–¡Claro que no! Ardiente decidió enfrentarse a la cima, nadie
lo ha obligado a hacerlo.
–¡Pero Kenhir quería llevarlo ante el
tribunal!
–Era su deber, Turquesa, dada la grave falta cometida por el
maestro de obras. He dado las mismas explicaciones a Uabet la Pura
y ni un artesano ni una sacerdotisa de Hator pueden criticar el
rigor de nuestra regla. Mi marido se ha limitado a aplicarla, y
debemos felicitarlo por ello.
–¿Por qué no aparece?
–Porque está agotado y deprimido. ¿O crees que la decisión de
Paneb le ha alegrado? Es inútil atormentar más al escriba de la
Tumba, ya que sólo ha cumplido con su deber.
Impresionada por la determinación de la joven esposa de
Kenhir, Turquesa se retiró y se dirigió hacia la morada de la mujer
sabia. La soberbia pelirroja nunca había imaginado que el coloso
pudiese desaparecer; sentía la calidez de su deseo, como si la
estrechara entre sus brazos sin haberla abandonado
nunca.
Desde su primer encuentro, durante el que sus febriles
cuerpos habían vivido una comunión que seguía siendo tan intensa
cada vez que hacían el amor, Turquesa no había engañado nunca a
Paneb. Seguía siendo, sin embargo, una mujer libre, dispuesta a
hechizar a quien deseara, pero nunca había deseado a ningún otro
hombre tras haberse convertido en amante del
coloso.
Ella, enamorada hasta ese punto… El joven insumiso, elevado a
la dignidad de maestro de obras de la cofradía, desplegaba una
extraña magia de la que ella no conocía, aún, todos los secretos.
¡No, no quería perderlo!
La mujer sabia estaba conversando con la pequeña Selena, que
le pedía noticias de su padre.
–¿Es cierto que se ha marchado solo a la
montaña?
–Sí, Selena.
–¿Quiere llegar a la cima y ver a la diosa?
–Eso pretende, en efecto.
La niña permaneció pensativa, pues sabía que la mujer sabia
no le mentía nunca.
–Bueno, voy a leer el papiro sobre las enfermedades del
pulmón.
Selena se retiró a la biblioteca de Clara.
–No se da cuenta de la gravedad de la situación -estimó
Turquesa.
–Te equivocas.
–¡Selena parece tan tranquila, tan
indiferente!
–Conoce, a la vez, la cima y a su padre.
–¡Déjame subir, Clara, para ayudar a Paneb!
–Es demasiado tarde, Turquesa. Debe afrontar ese juicio él
solo.
–Bebed al menos un poco de caldo de verduras -le recomendó
Niut a Kenhir, hundido en un sillón bajo.
–No tengo hambre ni sed.
–Haciéndoos mala sangre y privándoos de comer no lograréis
que Paneb regrese.
–La aldea entera me detesta. '
–¿Y qué importa eso si estáis en paz con vos
mismo?
–En paz, en paz… ¡Es muy fácil de decir!
Niut la Vigorosa frunció el ceño.
–¿Qué os reprocháis?
–No lo sé, pero me parece haber omitido un detalle
importante… Dame un poco de vino.
–¿Creéis que eso os aclarará el espíritu?
–Nunca se sabe.
Niut llenó sólo el fondo de una copa.
Y al vaciarla, Kenhir encontró, por fin, la realidad que lo
rehuía.
–Me duelen demasiado las piernas para moverme… Vete a buscar
a Fened la Nariz y dile que venga inmediatamente con el plano
dibujado por Paneb.
¿Pero la montaña de Tebas ocultaba realmente un monstruo con
el que era necesario enfrentarse? El coloso pensaba más bien en la
inesperada caída que acababa de arrebatarle la función de maestro
de obras, a la que se había consagrado en cuerpo y alma. Ardiente
se sentía con fuerzas para luchar con los más resueltos
adversarios, pero el acontecimiento lo había cogido desprevenido, y
había sido derrotado sin librar batalla alguna.
Las sacerdotisas de Hator afirmaban que nadie debía subir a
la cima sin ofrecer ramos de flores a la diosa del Occidente, para
apaciguar su furia; sin embargo, Paneb llevaba las manos vacías, y
su única ofrenda era una cólera capaz de hacer temblar las colinas
de los alrededores.
Ardiente no quería nada del levante ni del poniente; sólo la
plena luz de mediodía tendría el valor de una sentencia. Por eso
esperó a que el calor estuviese en su máximo apogeo para afrontar
la cima, a la vez protectora del Lugar de Verdad y llama implacable
que aniquilaba a los imprudentes y los vanidosos.
Paneb llegó finalmente al oratorio de la cumbre, blandió el
puño y gritó:
–¡Tú que tanto amas el silencio, respóndeme! Puesto que eres
la encarnación de Maat, la dueña del cielo, de los nacimientos y
las transformaciones, dime si me consideras digno de dirigir la
cofradía de tus servidores. ¿La falta que he cometido es realmente
tan grave que me impide crear la morada de eternidad del faraón
Tausert?
Primero, sólo hubo el silencio.
Un silencio implacable, tan pesado que incluso los hombros de
Paneb estuvieron a punto de doblegarse bajo su peso. Pero aguantó e
interrogó de nuevo a la diosa, con la misma
vehemencia.
Entonces, la montaña se movió.
No era un terremoto, sino una especie de danza, muy lenta,
que sin embargo hizo vacilar al coloso.
–¡Por fin has hablado! ¡No vaciles, habla con más fuerza, que
oiga bien tu veredicto!
Paneb estaba recuperando el equilibrio cuando las rocas de la
cumbre se abrieron y dejaron brotar una luz roja.
Lanzó un grito de dolor, llevándose las manos a los ojos,
pero permaneció de pie.
Cuando volvió a abrir los párpados, estaba
ciego.
–¡Quieres impedir que pinte porque eres una diosa cruel!
¿Acaso has olvidado distinguir el bien del mal? ¿He prestado falso
juramento o mancillado el nombre de Ptah, patrón de los
constructores? Me rebelo contra tu mutismo, por eso intentas
destruirme humillándome, ¡pero no lo lograrás! ¡Que el león que hay
en ti me devore y que me arrastre el viento
furioso!
A Kenhir le temblaba la voz.
–Es una equivocación terrible… No, una sórdida manipulación…
Paneb no ha cometido ningún error… ¡Mira el plano, Clara, míralo
bien!
La mujer sabia examinó el documento con
atención.
–Este trazo no es el de Paneb.
El escriba de la Tumba se llenó de júbilo.
–¡Eso es también lo que yo creo! El traidor robó el dibujo
del maestro de obras de casa de Fened, hizo una copia
deliberadamente equivocada y fue ésta la que Fened utilizó… ¡Ésta
es la causa real del terrible accidente! Si no se me hubiera
ocurrido estudiar otra vez ese dibujo falso seguiría creyendo que
Paneb había cometido una terrible equivocación.
–¿Le habéis preguntado a Fened?
–¡Claro que sí! Dice que robar el documento y cambiarlo por
otro resultaba muy fácil. ¿Fened, un devorador de sombras lo
bastante perverso como para falsificar el dibujo y hacerse pasar
por víctima?… ¡Es absurdo!
–Voy a buscar al maestro de obras -decidió la mujer
sabia.
–Si la cima lo hubiera absuelto, ya habría regresado hace
mucho tiempo.
En efecto, eso era evidente, y el traidor había conseguido
deshacerse del maestro de obras gracias a la astucia. Pero Clara
quería seguir esperando.
–No corras ningún riesgo -imploró Kenhir-; ¡te
necesitamos!
Cuando la mujer sabia tomaba el sendero que llevaba a la
cima, una manita apretó la suya.
–Sé que vas a buscar a papá; yo iré contigo.
La mujer sabia debería haberse negado, pero Selena parecía
tan decidida que aceptó. La niña sabría mostrarse lo bastante
fuerte si, como era probable, había ocurrido lo
peor.
Treparon lentamente y, a pocos metros de la cima,
descubrieron al maestro de obras, sentado en una roca y
contemplando la cumbre.
–¡Papá!
Selena corrió a acurrucarse en los brazos del
coloso.
–El brazo de la cima me ha golpeado, y he sentido su aliento
después de que me ha hecho ver su potencia -le reveló él-. Me ha
dado unos ojos nuevos cuando la oscuridad reinaba en pleno día.
Abre de par en par tus oídos, Selena: la cima será generosa si
sabes hablarle.
La mujer sabia abrazó al maestro de obras.
–No has cometido ningún error, Paneb; el traidor robó de la
casa de Fened el plano que habías dibujado. Lo modificó con la
esperanza de que los canteros cometieran un error fatal del que
fueras considerado el único responsable.
Abrazando a su hijita, el maestro de obras se puso en
pie.
–¿Significa eso que soy confirmado en todas mis
funciones?
–La diosa te ha considerado inocente y el tribunal de la
cofradía confirmará su sentencia. Esta prueba te habrá permitido
conocer el fuego de la cima que, en adelante, animará tus manos y
tus obras.
El traidor se cruzó con Turquesa en la calle principal de la
aldea, y se extrañó ante su aire gozoso.
–¿Por qué estás tan contenta? – le preguntó.
–¡Paneb ha regresado!
–Una sacerdotisa de Hator acaba de
decirme que la cima lo había dejado inválido.
–¡Al contrario, lo ha absuelto! La mujer sabia ha llevado al
maestro de obras al oratorio de la diosa del silencio para que le
rinda homenaje y, mañana, organizaremos un banquete en su honor.
¡Si supieras qué feliz soy!
–Se ve, Turquesa, se ve… Yo también estoy muy contento de que
Paneb haya sobrevivido a la prueba.
–Su corazón es un cuenco inmenso que aún contiene muchas
obras maestras que, gracias a la cima, veremos muy
pronto.
Más floreciente que nunca, la soberbia pelirroja se dirigió
al oratorio con paso de bailarina, mientras el traidor regresaba
cabizbajo a su casa, donde su mujer estaba preparando cerdo con
lentejas.
Al ver su rostro descompuesto, ella
comprendió.
–Paneb está sano y salvo, ¿no es
así?
–La montaña lo ha absuelto.
–¡No es un hombre como los demás, goza de los favores de
Set!
–¡También creíamos que Nefer el Silencioso estaba protegido
por los dioses y lo asesiné! Esas viejas supersticiones no me
impedirán actuar.
–Tengo miedo, cada vez más miedo…
–¡Basta ya de lloriqueos! No renunciaremos a la fortuna que
nos espera en el exterior. Piensa en una casa grande y hermosa, en
criados, en las tierras que cultivarán nuestros campesinos, y
olvida tu miedo. Paneb sólo es un hombre, acabaré con él como acabé
con su padre espiritual, me apoderaré de la Piedra de Luz y
obtendremos lo que siempre hemos deseado.
En ese instante llamaron a la puerta.
La esposa del traidor se pegó a la pared,
aterrorizada.
–¡Te han identificado y vienen a buscarnos!
Preocupado, el traidor entreabrió la puerta y descubrió a
Niut la Vigorosa.
–El escriba de la Tumba convoca en su casa a los miembros del
equipo de la derecha.
–Voy.
Niut fue a avisar a otro artesano.
–¡No vayas, es una trampa! – le aconsejó su mujer-. El viejo
Kenhir te detendrá ante tus colegas.
El traidor estaba perplejo. Si su esposa tenía razón, la
única solución era huir sin más dilación. ¿Pero qué error había
cometido?
Aunque la diosa del silencio se hubiera negado a tomar la
vida de Paneb, quedaba su error profesional, aquel plano inexacto
que lo había conducido a provocar una catástrofe indigna de un
maestro de obras… Y el traidor se lo recordaría con firmeza al
escriba de la Tumba, para que Paneb fuese
condenado.
–¡Salgamos inmediatamente de la aldea! – recomendó su
mujer.
–Iré a casa de Kenhir -decidió finalmente el
traidor.
Paneb examinó el plano que había utilizado Fened la Nariz,
ante los artesanos del equipo de la derecha.
–Es una falsificación -concluyó-, y no es difícil de
demostrar por tres razones: en primer lugar, no es la tinta que
utilicé para copiar el original; además, el grosor de las líneas no
se corresponde con el que yo obtengo con mi pincel; finalmente, la
calidad del papiro, que podréis comparar con el fragmento que queda
en la reserva del escriba de la Tumba, no es
idéntica.
–Lo confirmo -declaró Kenhir-, y no es necesario, por tanto,
convocar el tribunal; el maestro de obras no ha cometido ningún
error.
Todos los artesanos se sintieron aliviados y Karo el Huraño
fue el primero en felicitar a Paneb.
Ched el Salvador se dirigió a Fened la
Nariz.
–¿No deberías darnos una explicación?
–Una explicación… ¿Sobre qué?
–Es muy sencillo -estimó Ched-: o alguien te robó el plano
que te había confiado el maestro de obras, para sustituirlo por
esta falsificación o tú eres el autor de esta
conjura.
–¡Qué tontería! No he sido yo.
El cantero temblaba al sentir que las miradas acusadoras de
todos los artesanos se clavaban en él.
–¡Os equivocáis, soy inocente!
–Ven conmigo -ordenó Paneb.
–¿Adonde me llevas?
–Si eres culpable, el castigo será severo; si eres inocente,
no tienes nada que temer.
Comprendiendo que no tenía escapatoria, Fened la Nariz siguió
al maestro de obras, que lo condujo hasta uno de los oratorios cuyo
mantenimiento corría a cargo de Uabet la Pura.
La sacerdotisa se apartó para dejar entrar a los dos hombres
en la estancia abovedada, iluminada por una tenue
luz.
Entre las estatuas del fundador de la cofradía, Amenhotep I,
y de su esposa de piel negra, símbolo de la obra alquímica, se
hallaba la mujer sabía, que levantaba con las manos una estatuilla
de la diosa Maat.
–Frente a la eterna rectitud y a nuestros santos patronos,
¿juras, por la vida del faraón y la del maestro de obras, que
tienes el corazón y las manos limpias?
Fened la Nariz se arrodilló, sin apartar los ojos de
Maat.
–Lo juro.
Paneb lo levantó.
–Permíteme que te abrace.
Las noticias que Tausert recibía del visir Hori no eran muy
esperanzadoras. Basándose en los informes reunidos por su hijo
mayor, cuya honestidad nadie discutía, Set-Nakht intensificaba los
preparativos de guerra. Las conmociones políticas en Asia hacían
que, cada vez más, Egipto apareciera como una tentadora presa, y
los escasos resultados de los diplomáticos reforzaban la hipótesis
de un intento de invasión.
No se había producido ningún incidente grave en los
protectorados, por lo que Set-Nakht no exigía aún la indispensable
aprobación de la reina-faraón para iniciar la ofensiva destinada a
acabar con el enemigo. Y el visir Hori seguía administrando
cuidadosamente la economía del país.
Tausert amaba Tebas; allí había alcanzado una serenidad que
le había parecido inaccesible en Pi-Ramsés. Acudía a menudo a
Karnak, celebraba rituales en el gran templo de Amón-Ra, y pasaba
algunas horas, demasiado breves, en el jardín de
palacio.
La reina-faraón abandonaba el despacho donde había recibido
al superior de los graneros cuando su secretario particular le
presentó una inesperada petición.
–El maestro de obras del Lugar de Verdad desearía ver,
urgentemente, a Vuestra Majestad.
Tausert tuvo una especie de deslumbramiento que, por unos
instantes, la hizo vacilar.
–Majestad… ¿Os encontráis bien?
–Sí, sí, no os preocupéis.
–Despediré al maestro de obras para que podáis
descansar.
–No, acepto recibirlo… Que se reúna conmigo en el
jardín.
Tausert no había sentido nunca antes aquella sensación de
cansancio; salió trabajosamente del palacio para sentarse a la
sombra de un gran sicómoro.
Cerró los ojos, agotada, y pensó en su marido difunto, cada
noche más presente en sus sueños. A veces, al escuchar los informes
de los administradores a quienes convocaba, se extrañaba ante sus
distracciones, como si el ejercicio del poder ya no le interesara;
pero tal vez sólo se trataba de una fatiga
pasajera.
Tausert abandonó su ensimismamiento, presintiendo una
presencia.
Paneb el Ardiente estaba ante ella, a pleno
sol.
–¿Qué ocurre, maestro de obras?
–Supongo que sabéis que el rey Set-Nakht me ordenó excavar su
morada de eternidad en el Valle de los Reyes.
–¿Qué tiene eso de raro?
–La cofradía no está en condiciones de satisfacer sus
deseos.
–¿Qué queréis decir?
–Que los equipos del Lugar de Verdad están ocupados en la
construcción de vuestro templo de millones de años y en la
preparación de vuestra morada de eternidad. La magnitud de la obra
prevista no deja lugar alguno para otro trabajo de
envergadura.
–¿Y no estáis obligado a obedecer?
–No cuando la orden es absurda y se impone una solución
mejor.
–¿Cuál?
–Os sorprenderá, majestad, y necesito vuestra entera
aprobación. Dado que concebí una tumba muy vasta y que dos faraones
reinan al mismo tiempo, ¿por qué no asociarlos para
siempre?
–¿Significa eso… que debería recibir a Set-Nakht en mi morada
de eternidad?
–En efecto, suponiendo que seáis la primera en reuniros con
la luz divina de la que brotasteis. De lo contrario, os recibirá el
rey Set-Nakht.
Tausert estaba atónita.
–¡Sorprendente proposición, en efecto! ¿Realmente pensabas
que iba a aceptarla?
–Sí, majestad, porque os estoy hablando de una obra en la que
las querellas personales y los asuntos temporales no tienen lugar.
Ni una sola escena, ni un solo texto evocará, de cerca o de lejos,
las vicisitudes cotidianas y los aspectos humanos de vuestro
reinado; quedarán encarnados vuestro diálogo con los dioses y
vuestra resurrección en la luz. Sólo el ser del faraón vivirá para
siempre en aquellos lugares.
La tumba de Tausert y de Set-Nakht… La reina cerró de nuevo
los ojos para imaginar aquella extraña realidad.
–Por la diosa Maat, majestad, os juro que trabajaré sin
descanso para hacer de vuestra morada de eternidad la más hermosa
del Valle de los Reyes. Transmitiré en mi pintura todo lo que la
cofradía me ha enseñado y todo lo que he descubierto durante mis
años de trabajo. Vuestro rostro brillará junto a las diosas, y la
magia de los colores lo hará inalterable.
Si hubiera sido más joven, Tausert habría rechazado la
proposición de Paneb; pero sabiendo que ya no saldría nunca de
Tebas y que el maestro de obras era sincero,
aceptó.
–Está bien, acepto, pero no es sólo cosa mía. Set-Nakht se
negará.
–¿Y no lograríais convencerlo, majestad?
–Creo que soy la menos indicada para emprender semejante
negociación.
–Si me autorizáis a ello, yo me encargaré. Saldré hacia la
capital para entrevistarme con el rey.
–Mi secretario te dará una carta acreditativa, pero mucho me
temo que esa gestión resulte un fracaso.
–Permitidme ser optimista, majestad.
–¿Y si Set-Nakht se niega?
–Pase lo que pase, me consagraré a vuestra morada de
eternidad.
–Seguid así -les dijo el maestro de obras a los canteros, que
avanzaban excavando en la roca a notable
velocidad.
–¡Es nuestra obra más hermosa! – exclamó Nakht el Poderoso-.
Nunca había trabajado con tanto entusiasmo… ¡Parece que este lugar
hubiera estado esperando nuestra llegada! No encontramos ninguna
dificultad.
–Porque tú no tienes reuma -objetó Karo el
Huraño.
–Tengo dolor en medio de la espalda -se quejó Casa la
Cuerda.
–Pégate a mi pecho -le ordenó Paneb.
El coloso colocó la punta de su esternón sobre la vértebra
dolorida, rodeó a Casa con sus poderosos brazos y lo estrechó como
si quisiera asfixiarlo.
–¡Espira a fondo!
Cuando los pulmones del cantero estaban vaciándose, Paneb
apretó más aún y todos oyeron un chasquido.
–Me siento mucho mejor -afirmó Casa,
aliviado.
–¿No hay otro enfermo por aquí? – preguntó el maestro de
obras.
–Parece que no -repuso Kenhir, sentado a la sombra del
acantilado.
–Ched el Salvador y Gau el Preciso supervisarán la ejecución
de los planos que les he confiado y que vos comprobaréis
cuidadosamente, Kenhir.
El escriba de la Tumba se levantó y se apoyó en su
bastón.
–Es un viaje peligroso, Paneb.
–No os preocupéis, regresaré.
–¡Pi-Ramsés es más temible que un nido de víboras! Set-Nakht
te considera uno de los principales apoyos de Tausert y no te lo
perdona. Estoy convencido de que rechazará tu proposición y te
retendrá como prisionero.
–Solo no podrá imponer un nuevo maestro de obras en el Lugar
de Verdad. Y cuento con vos para que se respete nuestra
regla.
–Si escucharas los consejos de un hombre con experiencia, no
irías.
–Pero si no hablo con Set-Nakht, ¿cómo puedo hacerle entender
la necesidad de excavar una tumba única?
Turquesa estaba ante la gran puerta de la aldea. Llevaba los
rojizos cabellos recogidos bajo una soberbia peluca negra y los
ojos delicadamente maquillados.
Paneb se detuvo, con su saco al hombro.
–¿Acaso no quieres que haga este viaje?
–Nadie, ni siquiera la mujer a la que amas, podría impedir
que lo emprendieses.
El coloso contempló a Turquesa con tanta intensidad que la
mujer se estremeció.
–Ve, maestro de obras, y cumple con tu función, aunque ésta
acabe con tu vida. Si no lo hicieras, yo no te
amaría.
–¿Y bien, doctor?
–Me gustaría deciros que se trata de un simple lumbago, pero
no suelo mentir. ¿Queréis oír la verdad?
–No me ocultéis nada.
–Como queráis, majestad… La verdad es muy simple: sois un
hombre de edad y vuestros órganos vitales están desgastados. Como
poseéis una energía superior a la media, aún conseguís olvidarla,
pero semejante fuerza se agotará muy pronto. Tomaréis reforzantes,
pero tendrán muy poca eficacia y sólo lograrán retrasar el
plazo.
–¿Queréis decir… la muerte?
–Debéis prepararos para ella, majestad.
–¿Cuánto tiempo me queda?
–Si vivís más de un año, será un milagro. Os recomiendo
encarecidamente que restrinjáis, a partir de hoy mismo, vuestras
actividades y descanséis al máximo. De lo contrario, mi pronóstico
será mucho más pesimista.
–Gracias por vuestra franqueza, doctor.
–Una cosa más, ésta más agradable: gracias a la magnitud de
nuestra farmacopea, no sufriréis. Y, naturalmente, estoy a vuestra
disposición día y noche.
A pesar de que no tenía apetito, Set-Nakht se había obligado
a comer unas costillas de cordero y una ensalada. Con la espalda
menos dolorida gracias a los medicamentos, había recibido al visir
Hori durante media hora, antes de que su secretario particular le
entregara los mensajes confidenciales.
–Una carta de la reina Tausert, majestad. Os la trae el
maestro de obras del Lugar de Verdad.
–Paneb el Ardiente, ¿estás seguro?
–Es un coloso que saca más de una cabeza al capitán de
vuestra guardia de élite.
–¡Entonces, es él! ¿Pero por qué se habrá desplazado para
traerme una misiva?
Set-Nakht leyó la carta, intrigado; ésta era una simple nota
de recomendación rogándole al faraón que recibiera, lo antes
posible, al maestro de obras.
–¿Cuántas audiencias tengo esta tarde?
–Cuatro, majestad: el responsable del arsenal,
el…
–Aplázalas para mañana y haz que entre
Paneb.
Set-Nakht se enjuagó la boca con agua fresca, a la que se
había añadido unas gotas de natrón, y se sentó en una silla cuyo
respaldo estaba adornado con cetros «potencia» en simbólico
contacto con Set, su protector divino que lo abandonaba cuando por
fin ejercía el poder.
Como Seti, el segundo de su nombre, Set-Nakht se había
mostrado presuntuoso al decidir ser un servidor de Set, aquel fuego
celestial que sólo Seti I, el padre de Ramsés el Grande, había
sabido dominar para vivir uno de los reinados más grandiosos de la
historia de Egipto. Nadie debería haber intentado
imitarlo.
Hablar con Paneb el Ardiente reconfortó al
monarca.
–Según la carta de Tausert, tienes prisa por hablar
conmigo.
–El emplazamiento que deseabais para vuestra tumba no es el
adecuado, majestad.
–Ah… ¿Así, deseas proponerme otro?
–Eso es.
–Y has hecho este viaje para hablarme de
ello…
–Sí, majestad, dado el carácter excepcional de ese
emplazamiento.
–¿Está situado en el Valle de los Reyes? – se inquietó
Set-Nakht.
–Creo que la vasta tumba que se está construyendo podría
albergar a los dos faraones que actualmente gobiernan
Egipto.
La voz grave de Paneb no había temblado.
–La misma tumba para Tausert y para mí…
–La reina está de acuerdo.
Set-Nakht no ocultó su estupefacción.
–¿Estás… seguro?
–Sin ninguna duda, majestad.
–Tausert y Set-Nakht asociados para la eternidad… ¿Y recabas
mi conformidad?
–La espero de todo corazón.
Al anciano le hubiera gustado levantarse, tomar el aire,
reunir a sus consejeros, pero ya no le quedaban fuerzas. Unos días
antes, habría cubierto a Paneb de injurias por haberse atrevido a
desafiarlo de aquel modo. Pero hoy, todo era distinto, tan
distinto…
–¿Están muy adelantadas las obras?
–Avanzamos deprisa -afirmó Paneb-, y muy pronto comenzaré a
encarnar las divinidades en mi pintura. ¿Deseáis que os muestre mis
proyectos?
–No será necesario, tu competencia es conocida. Yo también
acepto la proposición de la reina, pero debo pedirte algo:
apresúrate, maestro de obras.
Méhy acudía a la cita nocturna, acompañado por el escuadrón
de policías del desierto que había permitido a Daktair interceptar
a los exploradores libios.
Aunque algo tranquilizados por la presencia del general, los
policías temían aventurarse, en plena noche, por el desierto.
Además de las serpientes, tan numerosas como temibles, estaba
poblado de genios malvados que ni siquiera los más aguerridos
podían dominar.
Su único consuelo era que los libios y los demás merodeadores
de la arena debían de estar tan aterrorizados como
ellos.
–Somos muy pocos -consideró el comandante del
escuadrón.
–La expedición debe ser secreta -recordó
Méhy.
–Corréis demasiado riesgo, general.
–Echar mano al jefe de un clan libio es especialmente
difícil, lo sabes tan bien como yo. Sea cual sea el peligro, la
ocasión era demasiado buena. Y me satisface demostrar que no me
paso la vida en un despacho. ¿Puedes imaginar la alegría de nuestra
soberana cuando le entreguemos a ese rebelde?
–Sería una buena presa -reconoció el
comandante.
En cuanto se introdujeron en el ued de las gacelas, los cinco
hombres caminaron uno tras otro, redoblando su atención. El policía
que abría la marcha golpeaba el suelo con un largo bastón
ahorquillado; el que la cerraba llevaba un pesado zurrón que Méhy
le había entregado.
En cuanto avistaron el pozo abandonado, los policías se
pusieron nerviosos.
–No sigamos avanzando, general. Enviaré a uno de mis hombres
para que examine los alrededores.
–Es inútil, los libios acudirán a la cita.
–¡Si no tomamos precauciones, seremos
aniquilados!
–No te angusties, comandante; primero querrán ver lo que les
ofrecemos.
La serenidad de Méhy no tranquilizó, sin embargo, a los
policías, que temían caer en una emboscada.
A pocos metros del pozo, aparecieron los
libios.
Eran ocho guerreros, dispuestos en semicírculo y blandiendo
unas picas.
–No os mováis -ordenó el general a los policías
egipcios.
Méhy se adelantó.
–Pedí hablar con un jefe de tribu. ¿Ha tenido el valor de
venir?
Seis Dedos se adelantó a su vez.
–No soy un simple explorador, sino también el jefe de una
tribu que no teme a ningún soldado egipcio. ¿Y tú eres realmente el
general Méhy, jefe del ejército tebano?
–Lo soy.
–¿Por qué querías hablar conmigo?
–Te has aproximado mucho a nuestro territorio, en estos
últimos tiempos.
–¡Algún día, Egipto entero será nuestro!
–Mientras tanto, te propongo un negocio.
Seis Dedos quedó tan estupefacto como los policías
egipcios.
–¡El comercio no es cosa mía!
–Si sigues asaltando caravanas, lanzaré a mis tropas en tu
persecución y no tendrás posibilidad alguna de escapar. Puedo
ofrecerte algo mucho mejor.
Méhy hizo una señal al policía que llevaba el zurrón para que
se acercase.
–Ábrelo y esparce su contenido por el suelo.
Seis Dedos no creía lo que estaba viendo. La tenue luz de la
noche debía de engañarlo.
–Es lo que crees -dijo Méhy-; puedes tocarlo si
quieres.
El libio se arrodilló.
Oro… ¡Varios lingotes pequeños de oro que representaban una
verdadera fortuna!
Seis Dedos miró a Méhy con ojos
inquisidores.
–¿Qué pides a cambio?
–Ningún pillaje en la región tebana y un comando libio, con
el que pueda contactar a mis anchas y que me obedezca con los ojos
cerrados.
–¡Te estás burlando de mí! ¿Cómo puedo confiar en un general
a sueldo del faraón?
Méhy desenvainó un puñal, con una rapidez que dejó
estupefacto a Seis Dedos, y degolló al comandante del escuadrón
egipcio y, luego, al policía que había llevado el
oro.
–¡Matad a los demás! – ordenó a los libios.
Dos picas se clavaron en el pecho del tercer policía. El
cuarto, que estaba herido en un hombro, intentó huir. Méhy empuñó
una pica clavada en la arena y se la lanzó con
furia.
El egipcio, herido en la espalda, cayó al
suelo.
–Tener confianza en mí te supondrá mucho más oro -anunció
Méhy a un subyugado Seis Dedos.
Él, el brillante científico convertido en director del
laboratorio central de Tebas, se había ido sumiendo en una
confortable comodidad en vez de luchar encarnizadamente contra las
viejas supersticiones que impedían que el Egipto de los faraones
iniciara el camino del progreso.
El responsable de su decadencia tenía un nombre: Méhy. Aquel
maldito general lo había hecho ilusionarse con un brillante
porvenir sin cumplir sus promesas. No había logrado apoderarse de
la Piedra de Luz, el principal secreto del Lugar de Verdad, y su
voluntad de conquistar el poder supremo era pura
ilusión.
A aquellas horas, el general felón debía de estar muerto,
asesinado por los libios con quienes se había entrevistado en el
desierto. Aquel acto demostraba que Méhy se había vuelto
loco.
–Señor, ¿puedo alisar y perfumar vuestra barba? – le preguntó
su peluquera.
–Pero apresúrate, voy a salir.
Daktair no acudiría al laboratorio donde dormitaban sus
inventos rechazados por los templos, sino al palacio real para
obtener noticias de Méhy. O habían traído su cadáver o había
desaparecido. Y si, por desgracia, el general hubiera regresado
herido o indemne, Daktair había decidido denunciarlo a la
reina-faraón Tausert, contándole todo lo que sabía sobre aquel
monstruo. El sabio diría que había sido amenazado y manipulado, y
que su única preocupación era que prevaleciera la
verdad.
De ese modo se vengaría de aquel loco que lo había arrastrado
al fracaso.
Daktair acababa de vestirse cuando su intendente le anunció
una visita.
–El general Méhy está en vuestra sala de recepción. Tiene
prisa.
El sabio palideció.
La única solución consistía en huir saliendo por el jardín.
Pero el general no tardaría en comprender y alcanzaría a su 'presa
antes de que hubiera tenido tiempo de pasar a la orilla oeste y
llegar a palacio.
Después de todo, Méhy no se atrevería a asesinarlo en su
propia morada. Los criados acusarían al general del crimen y sus
testimonios lograrían que lo condenaran a la pena capital. No, no
tenía nada que temer mientras no saliera de su casa… y al menor
gesto sospechoso de Méhy, pediría socorro.
El sabio entró en la sala de recepción con un nudo en el
estómago; allí, su visitante caminaba de un lado a
otro.
–No me gusta esperar, Daktair.
–General… ¿Pero sois vos?
–¿Acaso temías que desapareciese en el
desierto?
–Esa aventura tenía muchos riesgos y…
–Tranquilízate, mi fiel amigo, soy indestructible. Todo ha
ido muy bien y ahora dispongo de un comando libio que, dentro de
algún tiempo, me será de gran utilidad.
–Pero… ¿Corno reaccionaron los policías
egipcios?
Méhy clavó su mirada en la del sabio.
–Están todos muertos.
–No estaréis diciendo que…
–No hay diez maneras de estar muerto, mi querido Daktair, y
no debía quedar ningún testimonio de mi encuentro con los
libios.
Daktair tragó saliva con dificultad.
–Lo tuyo es distinto… Tú eres mi aliado.
–¡Podéis estar seguro de ello!
–Traigo excelentes noticias: la reina Tausert ha anulado sus
audiencias porque su salud, de pronto, comienza a declinar. Ya no
es capaz de examinar los expedientes y
llevar el timón del barco del Estado. Dicho de otro modo, vuelvo a
ser el dueño de Tebas y el Lugar de Verdad queda privado de su
principal apoyo. ¿Qué mejor ocasión para asestarle un golpe
fatal?
–Maravillosa noticia, en efecto…
–Necesito un arma especial, mi queridísimo amigo, y tú vas a
procurármela.
Aunque dispusiera de plenos poderes para administrar la gran
villa del Medio Egipto que pertenecía a Méhy, el escriba Imuni
seguía sin aceptar su exclusión del Lugar de Verdad. Él, y nadie
más, debía dirigirlo. ¿Acaso no había reunido los documentos que
demostraban que sus reivindicaciones eran
legítimas?
Cuando por fin se sobrepuso a su larga depresión, Imuni se
disponía a pasar al ataque. Gracias a una detallada argumentación,
haría que se anulara la decisión del tribunal de la aldea,
obtendría la destitución de Kenhir y su nombramiento como escriba
de la Tumba. Luego, expulsaría a Paneb el Ardiente y se impondría
como patrón de la cofradía.
Quedaba la mujer sabia, sobre la que no tenía poder alguno.
Necesitaría la conformidad del tribunal local para suprimir el
cargo. Sólo era cuestión de paciencia…
Imuni saludó calurosamente al adjunto del alcalde de Tebas,
un excelente jurista, muy al tanto de las más complejas
legislaciones.
–Gracias por haberos tomado la molestia de estudiar mi
expediente y haber venido hasta aquí.
–Me gusta mucho esta región, y vuestro caso me
interesa.
Imuni se crispó.
–¿Qué os parece mi argumentación?
–No carece de interés, pero no bastará para derrotar a
vuestros adversarios.
–¡Así pues, no tengo ninguna posibilidad!
–Yo no he dicho eso -objetó el jurista-, pero la mejor
solución consiste en encontrar un vicio de forma y, sobre todo, en
no abordar el fondo. Dada la especificidad del tribunal del Lugar
de Verdad, se desestimaría.
–¡De todos modos, fui víctima de una injusticia! No se
reconoció mi valor, se ignoró mi competencia y me negaron el puesto
al que tenía derecho.
–Sin duda, querido amigo, pero me sitúo en el terreno
estrictamente jurídico, donde vuestros argumentos no tendrían valor
alguno.
Imuni se tranquilizó.
–¿Habéis encontrado… ese vicio de forma?
–Creo que sí. Según el calendario de los días fastos y
nefastos que la cofradía, cuya función religiosa es innegable,
debería haber respetado, vuestra expulsión de la aldea se decidió
en un día desfavorable. De ese modo, se os puso en peligro y se os
debe, pues, una indemnización, a saber, ser reintegrado. Luego,
desde el interior presentaréis oficialmente vuestra candidatura a
la dirección del Lugar de Verdad.
–¿Y la reina-faraón aprobará mi actitud?
–La salud de nuestra soberana zozobra… Sin duda, vuestro
nombramiento lo decidirá Set-Nakht.
Por primera vez desde que había sido expulsado de la aldea,
Imuni sonrió.
El frasco de largo cuello contenía un ungüento compuesto de
aceite llamado «estable», flores de acacia y grasa fundida; tenía
la apariencia de un gel, perfumaba la piel y la bronceaba levemente
para protegerla del sol.
Turquesa se untaba los pechos con la yema de los dedos,
desnuda en su terraza, bañada por la potente luz del
mediodía.
Sentado junto a ella, Paneb no perdía ni un detalle de aquel
maravilloso espectáculo.
–¿Podrías ponerme un poco en la espalda? – pidió
Turquesa.
Se tendió boca abajo y la mano del coloso se hizo suave y
precisa para despertar, en la soberbia pelirroja, oleadas de un
placer al que se entregó sin contenerse.
Cuando él la besó en el cuello, Turquesa ya no pudo resistir
el deseo de atraerlo para que le hiciera el amor con aquel
inagotable ardor del que nunca se cansaría. El sol, que era
cómplice de sus abrazos, les ofrecía una ardiente caricia que
alimentaba su deseo.
–¿Sigues negándote a casarte conmigo?
–Más que nunca -respondió la sacerdotisa de Hator-; cambiar
un amante como tú por un simple marido sería una estupidez. Romper
mi voto nos llevaría, a ambos, a la infelicidad. Abandona
definitivamente esa idea y piensa más bien en el discurso que debes
pronunciar ante los dos equipos.
De regreso de Pi-Ramsés, Paneb había informado brevemente a
la mujer sabia, al escriba de la Tumba y al jefe del equipo de la
izquierda de la conformidad de Set-Nakht; pero la cofradía, que
veía, cada vez más, al maestro de obras como a un héroe capaz de superar las peores dificultades, esperaba
más detalles.
El coloso había preferido visitar a Turquesa, cuyo
recibimiento había estado a la altura de sus
esperanzas.
–Me horrorizan los discursos… El camino está libre, por lo
que ya sólo nos queda actuar y hacer incomparable la tumba de
Tausert y de Set-Nakht.
–No estás compitiendo con tus predecesores,
Paneb.
Las palabras de Turquesa lo golpearon como un
latigazo.
–Estoy compitiendo conmigo mismo; quiero superarme a mí
mismo. Por eso exigiré de mis manos lo que no han dado
todavía.
Había preferido ser él mismo quien majara aquel polvo antes
de aglomerarlo en panes discoidales, parte de los cuales iría
diluyendo a medida que lo necesitara. Y con frutos de pistacho el
maestro de obras había preparado un barniz de primera calidad,
indispensable para fijar la pintura. Paneb entró en la morada de
eternidad donde residirían Tausert y Set-Nakht, y cada uno de los
artesanos sintió que iba a superarse una etapa esencial de la obra.
Incluso Ched el Salvador tenía un nudo en la
garganta.
–¿La iluminación está bien? – le preguntó el pintor al
maestro de obras.
Treinta lámparas de tres mechas, correctamente dispuestas,
proporcionaban una intensa luz en el corredor
descendente.
–Excelente. ¿Y las lámparas de recambio?
–Kenhir nos proporcionará un cofre lleno.
El maestro de obras comprobó por última vez la calidad del
soporte. El calcáreo había sido correctamente cubierto de un fino
enlucido que formaba una superficie ideal para el
pincel.
–Esto es una maravilla -afirmó.
–Los planos detallados están listos y podemos proceder al
cuadriculado.
–No será necesario.
Ched el Salvador se sorprendió.
–¿Que no será necesario… Piensas prescindir del cuadriculado
para que te ofrezca el sistema de proporciones?
–O están en mi mano, o fracasaré.
–¡Corres un gran riesgo!
–Ya lo sé, Ched. La visión de esta morada de eternidad me
obsesiona desde hace muchas noches, veo cada una de sus figuras,
siento su intensidad, la de los signos de potencia que transmiten
la luz en las tinieblas. Cuando cerremos la puerta de la tumba, un
ritual comenzará a actuar, y las divinidades hablarán. Pintándolas,
dibujando el Verbo que las impregna, deseo ser digno del Lugar de
Verdad.
La voz grave del coloso había llenado el lugar, que todavía
era sólo un vacío inanimado. Y todos los artesanos del equipo de la
derecha que, sin embargo, creían conocerlo bien, le descubrieron de
pronto una nueva grandeza.
–Nefer el Silencioso ha resucitado en su hijo espiritual
-murmuró Didia el Generoso.
–Y siempre es el mismo maestro de obras el que dirige la
cofradía -añadió Thuty el Sabio.
Paneb permaneció largo rato inmóvil ante la pared
lisa.
–Es hora de que vayáis a descansar al collado -recordó-. Yo
pasaré la noche aquí.
En cuanto el cortejo de los artesanos hubo abandonado el
Valle de los Reyes, Paneb empezó a trabajar. Al igual que el sol
poniente penetraba en las tinieblas para regenerarse durante las
doce horas rituales, el artesano afrontaría la prueba del silencio
de la tumba, solo ante la obra naciente.
Al regresar al paraje, el equipo encontró al maestro de obras
sentado junto a la entrada de la morada de eternidad, con los ojos
entornados. El sol triunfaba ya en el cielo.
–¿Puedo entrar? – preguntó Ched el Salvador.
Paneb inclinó la cabeza dulcemente. Seguido por los demás
artesanos, el pintor entró en el pasillo aún iluminado por las
lámparas, que ya empezaban a apagarse.
Y descubrieron las fantásticas figuras de los guardianes de
las puertas del más allá, armados con cuchillos. De aquellos seres
temibles, cuyos nombres había que conocer para cruzar el umbral de
cada hora de la noche sin ser destruido, Paneb había hecho otras
tantas obras maestras de vivos colores, que impresionaban el alma y
la despertaban a las realidades invisibles.
–¡Y sin cuadriculado preliminar! ¡Qué increíble precisión en
las formas y los detalles! – exclamó Gau el Preciso,
asombrado.
–Si no conociéramos los textos que apaciguan a esas
criaturas, estaría aterrorizado -reconoció Pai el Pedazo de
Pan.
–El fuego de la cima anima las manos de Paneb -estimó Unesh
el Chacal.
Los hermanos del maestro de obras estaban atónitos, y no
podían apartar la mirada de aquellos implacables guardianes,
garantes de la rectitud.
–Manos a la obra -ordenó Paneb, reuniéndose con sus
compañeros.
–¿No deberías dormir un poco? – sugirió Renupe el
Jovial.
–¡Kenhir diría que soy un perezoso! Sigamos excavando y
preparemos colores nuevos.
Como de costumbre, el banquete organizado por Méhy y Serketa
había sido un gran éxito, muy apreciado por los notables tebanos,
entre los que figuraba el médico en jefe de palacio. La esposa del
general, con un generoso escote, se mostraba especialmente amable
con él.
–Toda la provincia habla de vuestros méritos, doctor -lo
felicitó Méhy-; muchos afirman que vuestro sentido del diagnóstico
es excepcional.
El facultativo tomó su copa llena de vino tinto de
Khargeh.
–Me halagáis, general.
–¡En absoluto, querido amigo! ¿Acaso los celos de vuestros
colegas no son la mejor prueba de vuestro éxito?
–¿Es que os habéis enterado de alguna crítica? – preguntó el
médico, preocupado.
–Me horrorizan los envidiosos y los
desalenté.
–¿Cómo agradecéroslo, general?
–¡Afortunadamente gozo de una salud de hierro! Al menor
problema, recurriré a vos.
–Será un honor para mí. Esas críticas, ¿amenazaban mi
posición?
–Numerosos terapeutas desearían ocupar vuestro lugar y gozar
de vuestros privilegios… Pero tranquilizaos: no tenéis mejor
defensor que yo, y Tebas no desdeña mis opiniones.
–Soy completamente consciente de ello, general, y podéis
considerarme vuestro deudor.
Méhy llevó a su huésped hasta el jardín, lejos del bullicio
de la gran sala de recepción, donde decenas de invitados degustaban
los deliciosos manjares.
–Conocéis mi profundo afecto por nuestra soberana, que
ilumina Tebas con su presencia -dijo el general con voz sorda-, y
reconozco mi inquietud a consecuencia de unos rumores
contradictorios. Unos afirman que sufre una indisposición pasajera,
otros que una enfermedad grave, incurable incluso… Como no he
logrado entrevistarme con Su Majestad desde hace tres semanas, hay
varios asuntos que están en el aire y ya no sé qué
pensar.
El médico pareció incómodo.
–Os comprendo, pero el secreto profesional…
–Os felicito por vuestro rigor y vuestro sentido de la
deontología, doctor; ¿pero no deberíais admitir que se trata de un
asunto de Estado? Nuestra soberana me ha encargado que me ocupe de
la seguridad de la ciudad y de la provincia, y sin instrucciones
concretas mi tarea se anuncia difícil. Por eso cuento con
vos.
El facultativo se mordía los labios, presa de un profundo
debate interior.
–¿Puedo exigiros una total discreción,
general?
–¿Debo repetir que se trata de un asunto de Estado y que
tenéis todo mi apoyo?
–Lo necesitaré…
–¿Acaso vuestras dificultades son más graves de lo que
suponía?
–La reina tiene una enfermedad incurable en la sangre,
general. Cuando mis colegas adviertan mi fracaso, me acusarán de
incompetente y perderé mi cargo, aunque no haya cometido falta
alguna.
–¿Queréis decir que nuestra amada soberana se está
muriendo?
–Así es.
–¡Qué terrible noticia! Habéis hecho bien confiando en mí: yo
os encubriré.
–General, no sé qué decir y…
–Id a distraeros un poco, amigo mío.
Inmediatamente después de la muerte de Tausert, Méhy
despediría a aquel inepto y lo mandaría a pudrirse a algún poblacho
de Nubia.
Quedaba lo esencial: muy pronto no tendría más adversario que
el viejo Set-Nakht.
–Un mensaje urgente, general.
El intendente entregó a Méhy un papiro sellado, procedente de
Pi-Ramsés.
Serketa vio que su marido se retiraba para leer el informe
escrito por un oficial fiel a Méhy y encargado de hacerle llegar
informaciones confidenciales.
El rostro de Méhy enrojeció, y su esposa se
acercó.
–¡Es increíble, Serketa, increíble! El maestro de obras del
Lugar de Verdad acudió a Pi-Ramsés, se entrevistó con Set-Nakht y
me lo dicen hoy.
–Habríamos podido organizar una emboscada, sorprender a
Paneb…
El general abrió la boca de par en par, como si le faltara el
aire, soltó el papiro y se llevó las manos al
pecho.
–¿Qué te sucede, amor mío?
–Un terrible dolor… Me duele, yo…
El intendente llegó justo a tiempo para sostener a su patrón,
que se derrumbaba con los ojos fijos.
–¡Un médico, pronto! – aulló Serketa-. ¡El general tiene una
crisis cardiaca!
En el cielo tranquilo volaban los ibis y los flamencos rosas,
mientras Viento del Norte se daba un
banquete de alfalfa.
–¿Pasaremos todo el día aquí? – se inquietó Karo el
Huraño.
–¿Por qué no, si es necesario? – respondió Renupe el
Jovial.
–¡A ti no te molesta el calor! – protestó Gau el
Preciso.
–Ahora que lo dices…
–Podríamos pedir autorización para beber -sugirió Casa la
Cuerda.
El escriba de la Tumba estaba sentado a la sombra, en un
taburete. Había velado por el orden de una ceremonia que debería
haber comenzado al alba; conforme pasaban los minutos, se
inquietaba más y más.
–Tausert no vendrá -murmuró Paneb.
–Tal vez sea sólo un retraso…
–Sabéis muy bien que no.
–¡La inauguración no ha sido aplazada! Un poco más de
paciencia…
–Los artesanos tienen hambre y sed, Kenhir.
El viejo escriba se levantó trabajosamente y habló con el
sacerdote encargado de hacer las ofrendas, todos los días, al
ka de la soberana. El ritualista aceptó
dirigirse a palacio en busca de noticias.
Cuando abandonaba el paraje topó con una delegación que
llegaba de la capital. Tras un breve intercambio de palabras,
regresó hacia Kenhir.
–Tausert está ocupada -declaró-; procederemos a la
inauguración de este templo sin ella.
–¿Por qué no aplazamos la ceremonia? – sugirió el maestro de
obras.
–Las órdenes de la reina son muy claras.
La cofradía fue hacia el santuario para darle vida y así
irradiara su energía, gracias a la intervención de la mujer sabia;
¿pero sería suficiente aquel nacimiento para restaurar la salud de
la soberana?
La gran villa del general Méhy no estaba animada como de
costumbre. El cocinero no sabía qué platos preparar y nadie se
atrevía a pedir instrucciones a Serketa, pues la dueña de la casa
estaba en un estado de nervios próximo a la
locura.
Finalmente, la puerta de la alcoba de Méhy se abrió, y
apareció el médico en jefe de palacio.
–¿Qué pasa, doctor?
–Vuestro marido se ha salvado.
–¿Su corazón está gravemente afectado?
–No lo creo. Se trata de un simple aviso, pero, sin embargo,
el general deberá restringir sus actividades y descansar más. Le he
recetado unos remedios que harán que se recupere rápidamente, pero
no debe cometer excesos.
Sin dar las gracias al terapeuta, Serketa irrumpió en la
habitación, angustiada ante la idea de encontrarse a un marido
disminuido, incapaz de proseguir su camino hacia el poder. En ese
caso, sería lamentable que el médico lo hubiera salvado y tendría
que arreglárselas para librarse de aquel lastre.
Pero Méhy estaba de pie, con la tez rosada, comiendo
higos.
–¿Cómo te encuentras, amor mío?
–Perfectamente bien, y tengo hambre. Tranquilízate, mi
corazón es tan fuerte como el granito y un leve cansancio no va a
retrasar mi ritmo.
Serketa se contoneó como una niña.
–¿No tienes ganas de demostrármelo?
Méhy le manoseó los pechos.
–Nunca tendrás un macho mejor que yo, pero tengo que hacer
algo urgente. Necesito oro para el comando libio y hoy lo recibo de
Nubia.
–¿No debes entregarlo al templo de Karnak?
–Claro que sí, y no faltaré a mi deber.
–Pues entonces…
–Nuestro amigo Daktair es un hombre inteligente. Me ayudará a
resolver ese pequeño problema.
Un destacamento militar, comandado por el general Méhy en
persona, custodió hasta el Tesoro de Karnak los lingotes de oro y
plata destinados a la decoración del santuario. El sumo sacerdote
recibió al general unos instantes y lo felicitó por las
precauciones que había tomado; desde que velaba por el transporte
de esos materiales preciosos no se había producido ningún incidente
ni ningún robo.
El oro estaba destinado a adornar puertas monumentales y
estatuas; la plata, a cubrir el suelo de un santuario que, de ese
modo, sería parecido al lago primordial del que emanaban las
fuerzas esenciales de la vida.
Como de costumbre, un orfebre de Karnak comprobó la calidad
de los metales. Por lo general era un viejo artesano, cercano a la
jubilación, quien realizaba rápidamente esa tarea; nunca los
controladores egipcios que trabajaban en Nubia habrían mandado a
Tebas oro y plata de mala calidad.
Pero, aquella mañana, el verificador estaba enfermo y un
joven orfebre, conocido por su carácter puntilloso, lo sustituía.
Se empeñaba, pues, en examinar cada lingote antes de imprimir en él
la marca «bueno».
–Ven a almorzar -le dijo un colega-; hace más de cinco horas
que trabajas sin levantar la cabeza.
–Voy en seguida… ¡Ah, un momento todavía!
–Apresúrate, tengo hambre.
–No, no es posible…
–¿Qué ocurre?
–Hay que avisar al orfebre en jefe.
–¡No lo molestaremos ahora!
–Olvidemos el almuerzo… Es muy grave.
El escriba de la Tumba charlaba con el maestro de obras
cuando Niut la Vigorosa los interrumpió.
–El orfebre en jefe de Karnak pregunta por vos en la gran
puerta.
Kenhir y Paneb se miraron, asombrados; el importante
personaje no solía salir de la ciudad santa de Amón y no parecía
ser un ardiente defensor del Lugar de Verdad.
El maestro de obras ayudó al escriba de la Tumba a levantarse
y le dio su bastón.
–Tendríais que pedirle a la mujer sabia que os cambiara la
medicación -estimó Niut-; de lo contrario, acabaréis envejeciendo a
marchas forzadas.
Kenhir, que prefirió no iniciar una polémica en la que no
tenía posibilidad alguna de salir vencedor, se apresuró a salir de
su casa.
El orfebre en jefe de Karnak parecía tan imbuido de su título
como siempre, pero Paneb advirtió cierta inquietud bajo su
arrogancia. Le costaba abordar directamente el tema de preocupación
que lo había llevado hasta la zona de los
auxiliares.
–Nadie debe escuchar nuestra entrevista -declaró,
nervioso.
–Sentémonos al pie de la colina, a unos cien metros de aquí
-decidió Paneb-; allí estaremos tranquilos.
Kenhir tenía una mirada divertida. Sin duda alguna, el
orgulloso personaje necesitaba los servicios de la cofradía; y ésa
era la razón de que las palabras salieran de su boca con tanta
dificultad.
–Tenemos un problema -confesó.
–¿Un artesano torpe? – sugirió Kenhir.
–No, claro que no… Una entrega sospechosa.
–¿Procedente de Nubia?
–Sí, así es.
–¡Imposible! – exclamó el escriba de la Tumba-; ¡las
comprobaciones son implacables!
–Eso es lo que yo pienso y es lo que hemos comprobado
siempre… Pero, esta vez, tenemos una duda y me gustaría tener… una
segunda opinión.
–Dicho de otro modo, deseáis consultar a Thuty el Sabio, el
orfebre del Lugar de Verdad.
–Si lográis convencerlo… Pues él y yo no nos llevamos muy
bien.
De hecho, Thuty había abandonado Karnak sin lamentarlo, pues
no soportaba ser obligado a obedecer a un trepador menos competente
que él.
–La respuesta pertenece a nuestro orfebre -precisó el escriba
de la Tumba, no sin satisfacción-. El maestro de obras se lo
pedirá, pero no os prometo nada.
Como Kenhir, Paneb no sentía deseo alguno de inclinar la
cabeza ante su huésped, pero tuvo la sensación de que éste era el
instrumento del destino y que, sobre todo, era preciso no desdeñar
aquel signo.
Thuty salía de la casa de la mujer sabia que, en unas pocas
sesiones de magnetismo, había conseguido desatascar los canales de
su hígado. Liberado por fin de una tenaz jaqueca, el orfebre
pensaba en el abundante almuerzo que iba a ofrecerse cuando topó
con el maestro de obras.
–Necesito la opinión de un experto, Thuty.
–De acuerdo… ¿Cuál es el objeto en cuestión?
–Unos lingotes de metal precioso.
–He comprobado los que poseemos: su calidad es
perfecta.
–Se trata de los del templo de Karnak, que nos ha traído el
orfebre en jefe.
Thuty el Sabio montó en cólera.
–¿Ese tirano tan vanidoso como incapaz? ¡Que se las arregle
sin mí!
–Para él, venir hasta aquí ha sido una dura
prueba.
–¡No es suficiente! Par empezar, que suba todos los senderos
de la montaña de rodillas, luego ya veré.
–Soy yo el que te pido este examen, Thuty.
–Quieres decir… ¿Cómo maestro de obras?
–Eso es.
–Entonces es distinto… ¿Y no tendré que hablar con ese
estúpido?
–Yo haré de intermediario.
–Los lingotes de oro nos han parecido perfectos -declaró el
orfebre en jefe con voz insegura-, a excepción de
éste.
Thuty lo pesó, lo rascó con un cincel en miniatura y lo puso
sobre su corazón.
–Contiene plata, lo que nada tiene de anormal. Si me han
mandado llamar para burlarse de mí, me marcharé
inmediatamente.
–¡No, no! – suplicó el orfebre en jefe-, compartimos la misma
opinión y ya he reprendido a nuestro joven verificador, que tiende
al excesivo celo. En cambio, por lo que se refiere a ese lingote de
plata, me temo que su opinión…
–No digáis más -exigió Thuty.
Esta vez, su examen no le pareció
satisfactorio.
–Debo ir a mi taller.
Thuty regresó una hora más tarde y clavó su mirada en la de
su ex superior.
–¿Qué piensa de él vuestro joven
verificador?
–El lingote le parece extraño, duda en calificarlo de
«bueno».
–Con el olfato que tiene, deberíais ascenderlo rápidamente,
pues tiene el sentido del metal. Sois víctima de un falsificador
genial, especialista en un retorcido truco que, a mi entender, yo
soy uno de los pocos que lo conocen. Se limpia cuatro veces el
estaño blanco y blando, se mezclan seis partes con cobre blanco de
Galacia y se obtiene una falsa plata de primera calidad, cuya
apariencia engañaría a cualquier técnico, incluso a los más
expertos.
Mientras la mujer sabia reanimaba al orfebre en jefe de
Karnak, que se había desmayado, Kenhir avisaba al jefe
Sobek.
El escriba de la Tumba, el maestro de obras, Thuty el Sabio,
el policía nubio y su huésped, cuya turbación revelaban sus manos
temblorosas, se reunieron en el despacho del quinto
fortín.
–Es preciso mandar a alguien a la mina de donde procede ese
lingote de plata -aconsejó Kenhir-, y sin avisar a la jerarquía de
Karnak, que tal vez esté implicada en el tráfico.
–¡De eso nada! – se indignó el orfebre en
jefe.
–Dejad ya de cacarear como una gallina vieja -recomendó el
escriba de la Tumba-. O hay complicidad entre la mina y Karnak, o
|os lingotes entregados por la mina son buenos.
–En ese caso, se habría producido un robo y una sustitución
du-(•ante el transporte -consideró Paneb.
–Así pues, será preciso comprobar las condiciones e
interrogar a [os responsables -afirmó Sobek.
–Por eso debes partir de inmediato con dos de tus hombres y
Thuty el Sabio -decidió Kenhir-. ¡Y no volváis con las manos
vacías!
Paneb sacó de su naos la estatua de la diosa Maat, la
perfumó, la adornó, la vistió y le ofreció las esencias sutiles de
los alimentos, para establecer de nuevo el pacto entre la cofradía
y el universo divino, al amanecer de una nueva
creación.
Una vez pronunciadas las fórmulas de conocimiento, Paneb
elevó a Maat hacia sí misma, presentando a la protectora de la
cofradía una estatuilla de oro de un codo, moldeada en la Piedra de
Luz.
Conmovido de nuevo por lo que acababa de vivir, el coloso
volvió a cerrar las puertas del Santo de los Santos tras haber
borrado cualquier huella de sus pasos.
El sol nacía, deslumbrante, de la montaña de Oriente. Y la
dulce sonrisa de Clara era, también, luminosa.
–Nunca me acostumbraré -le confesó Paneb mientras salían del
edificio-; ¿cómo un ser humano puede encontrarse con Maat sin
desaparecer de inmediato?
–Tu función de maestro de obras comulga con la diosa -observó
la mujer sabia-. Si dejara de ser así, lo justo desaparecería de
esta tierra y daría paso a las innumerables formas del mal.
Aseguremos la presencia de Maat en este mundo y hagámoslo, así,
habitable.
Muy pronto la aldea estaría prácticamente desierta, pues
todos aprovecharían el día de descanso concedido por Paneb para
realizar algunas compras destinadas a la gran fiesta de Ptah, el
patrón de los artesanos.
Mientras su esposa compraba unas telas en un mercado tan
colorista como animado, el traidor fingía interesarse por las finas
hierbas que vendía una comerciante cuyo rostro, sabiamente
maquillado para modificar sus rasgos, estaba en parte oculto por
una grosera peluca.
–Recibí vuestra nota codificada -murmuró el
traidor.
–¿Has descubierto algo? – preguntó Serketa.
–Creo que conozco el escondrijo de la Piedra de Luz, pero es
de acceso muy difícil y no quiero correr ningún
riesgo.
–Sigue así. Dentro de poco te echaremos una
mano.
–¿Qué habéis previsto?
–Ya lo verás. De momento, tenemos un
problema.
–¿Tiene que ver conmigo? – se preocupó el
traidor.
–No, tranquilízate; pero necesito una información que sólo tú
puedes darme y que me permitirá resolver esa
dificultad.
El traidor le contó a Serketa lo que quería
saber.
Ya sólo debía ponerse la larga túnica roja de las
sacerdotisas de Hator y adornar su cuello con un collar de perlas
de cuentas de cornalina que alternaban con colgantes que
representaban granadas.
Cuando salió de su casa para tomar la calle principal hacia
el templo, las más acerbas aldeanas quedaron mudas de admiración. A
sus cuarenta y siete años, la belleza de Turquesa era
deslumbrante.
La soberbia pelirroja no fue la última que se reunió con la
cofradía que esperaba ante el pilono, pues la esposa de Casa había
tenido que cambiar su túnica en el último momento, a causa de un
tirante defectuoso.
–Ipuy el Examinador y Uabet la Pura se encargan de organizar
la fiesta -anunció el maestro de obras-; ellos os indicarán las
distintas etapas de su desarrollo, que se iniciará, como de
costumbre, con un homenaje a Ptah.
Userhat el León descubrió una impresionante estatua del dios,
ceñido por una vestidura blanca de la que salían sus manos,
sujetando el pilar «estabilidad» y el cetro «potencia». Los
artesanos entonaron al unísono un himno a la armonía de la
creación, seguido por un concierto a cargo de la orquesta de las
sacerdotisas de Hator. Liras, flautas y arpas unieron sus
sones.
–La fiesta comienza bien -afirmó Karo el Huraño-, pero todos
estamos preocupados por Thuty; ¿no debería estar ya de regreso de
Nubia?
–Dado el número de comprobaciones que debe efectuar, no es
raro. Además, no debes olvidar que Sobek se encarga de su
protección.
Los artesanos, ya más tranquilos, prepararon con buen ánimo
el primer banquete.
Al anochecer, Bestia Fea dio la
alarma, seguida inmediatamente por Negrote.
Alguien se acercaba a la aldea.
–Vete a ver, Nakht -ordenó el maestro de
obras.
Afortunadamente, el ritual de finalizar el día, que celebraba
la consumación de la Gran Obra del que dependía la serenidad de la
cofradía, acababa de concluir.
Nakht el Poderoso corrió hacia la gran puerta, y minutos más
tarde volvió con el rostro radiante de felicidad.
–¡Es Thuty! Te espera en el despacho de
Sobek.
Paneb llevó consigo a la mujer sabia y al escriba de la
Tumba.
–Querías respuestas -le recordó el orfebre-: pues ya las
tenemos.
–Los mineros nos recibieron bastante mal, pero cuando les
dije que pertenecía al Lugar de Verdad, el tono cambió. He podido
comprobar los lingotes, Sobek ha interrogado a los controladores.
Todo estaba en regla.
–¿Habéis investigado, pues, a los
transportistas?
–Son soldados que obedecen órdenes directas del virrey de
Nubia. Su jefe excluye cualquier manejo fraudulento y ha querido
venir hasta aquí para prestar juramento ante Maat y redactar una
declaración. Si deseas hablar con él, está en el segundo
fortín.
Así pues, la oca y el perro no se habían equivocado: habían
advertido una presencia extraña.
–¿A quién entregó su cargamento? – preguntó
Paneb.
–Al general Méhy en persona -respondió Sobek-. Y le extrañó
un detalle: en vez de entregarlo inmediatamente a Karnak, el
general lo dejó durante un día entero en la orilla oeste. Además,
según el testimonio de un guardia, se vio a Méhy entrando en el
almacén acompañado por Daktair, el patrón del laboratorio
central.
–Daktair, un químico excelente…
–La conclusión se impone por sí misma -advirtió Thuty-: el
general ordenó a su cómplice Daktair que fabricara un falso lingote
de plata, y juntos procedieron a la sustitución.
–Eso significa que Méhy necesitaba esa pequeña fortuna para
sobornar a unos esbirros -supuso Paneb.
–Probablemente, el tráfico dura desde hace mucho tiempo
-añadió Sobek-; el general es un ladrón y un corruptor que compra
las conciencias para mantener su poder sobre
Tebas.
–Por desgracia, no tenemos ninguna prueba
concreta.
–¿No basta esa gavilla de indicios? He redactado un informe
detallado al que se adjuntan los distintos testimonios
recogidos.
–Todo apunta hacia Méhy -reconoció el escriba de la Tumba-; y
no olvidemos su último intento de desacreditar al maestro de
obras.
–No olvidemos, tampoco, nuestras múltiples sospechas
-recomendó Sobek con animosidad-; tal vez ese ladrón también sea un
criminal. Debemos hacer que comparezca ante un tribunal y
arrancarle una confesión. Cuando Méhy sea privado de sus
prerrogativas y esté ante sus jueces aparecerá su verdadera
naturaleza: la de un cobarde.
–Dada su eminente posición -precisó Kenhir-, sólo hay una
persona que puede dar la orden de detener al general: la
reina-faraón Tausert.
–Mañana mismo acudiré a palacio y le expondré lo que hemos
descubierto -prometió Paneb-. Aunque esté en cama, sabrá tomar la
decisión adecuada.
Por primera vez desde hacía muchos años, Sobek sintió cierta
alegría de vivir; ¡el general Méhy por fin iba a dejar de hacer
daño!
Gracias a su insistencia y a sus facultades de persuasión, el
maestro de obras del Lugar de Verdad había superado casi todos los
obstáculos. Ya sólo quedaba uno: el médico en jefe de palacio, que
le impedía el acceso a la alcoba de Tausert.
–Lo que debo revelarle a nuestra soberana es muy importante
-le dijo Paneb al facultativo.
–No puede recibiros.
–Se trata de la salvaguarda de Tebas -afirmó el maestro de
obras-. Autorizadme a hablar con ella, doctor, o seréis considerado
responsable de un desastre.
–Me es imposible ayudaros -deploró el
terapeuta.
–¿Por qué razón?
–Su Majestad ha entrado en coma y no
despertará.
–Léemela.
Al oír el contenido de la misiva, el escriba de la Tumba
estuvo a punto de atragantarse.
–¡Ve a buscar a Paneb!
La lectura del increíble documento provocó en el maestro de
obras la misma estupefacción.
–Es una provocación -estimó.
–¿Y si ese delator nos estuviera diciendo la verdad? En ese
tipo de situaciones, a menudo hay alguien que cede, por miedo a las
consecuencias.
–¿Qué aconsejáis, Kenhir?
–La solución más sencilla. Y tal vez sepamos, por fin, quién
nos acosa.
Una Serketa irreconocible penetró en el almacén de muebles de
Tran-Bel, que se dedicaba a hacer sus cuentas.
El volumen de ventas de Tran-Bel había bajado desde que el
traidor del Lugar de Verdad ya no le proporcionaba modelos, a
partir de los cuales él fabricaba numerosas reproducciones, y las
vendía como si fueran objetos únicos y exclusivos. La única
religión del comerciante era, precisamente, ese volumen de trabajo,
cuya evolución seguía como una madre sigue la evolución de su
recién nacido.
A pesar de la cantidad de clientes que tenía y a su habilidad
para engañarlos, el mercader estaba bastante desanimado. Era un
simple contable, no tenía el menor sentido de la creación en
ebanistería, y sus escasas ideas habían sido otros tantos fracasos.
De modo que debía encauzar en seguida su situación financiera; por
ello se había decidido a explotar la información confidencial que
le permitía extorsionar al general Méhy y a su
esposa.
–Comenzaba a impacientarme, dama Serketa, y me preguntaba si
ya teníais la intención de hacerme socio de uno de vuestros grandes
proyectos.
–Del mayor de todos ellos, amigo mío.
Tran-Bel enrolló un papiro contable.
–¿Habláis… habláis en serio?
–Completamente. El destino nos obliga a ser aliados, así que,
¿por qué no vamos a unir nuestras fuerzas?
–¿Cuál es ese proyecto?
–Cuando te lo haya contado, ya no podrás echarte atrás, y
deberemos actuar juntos. ¿Estás de acuerdo?
–Hablad, dama Serketa.
–Tras largos años de investigaciones, por fin sabemos dónde
se encuentra la tumba de Amenhotep I, el fundador del Lugar de
Verdad. Y vamos a desvalijarla.
–Pero… ¿Cómo penetraréis en el Valle de los
Reyes?
Serketa rió con desdén.
–El ardid de los artesanos consistía en hacer creer que esa
sepultura, que contiene inestimables tesoros, había sido excavada
en el Valle prohibido. Ahora bien, hoy sabemos que no es
así.
–¿Y conocéis su emplazamiento exacto?
–Nos apoderaremos de las riquezas de Amenhotep la próxima
noche. Si lo deseas, puedes participar en la
expedición.
–Quiero algo más que eso: organizaría yo mismo con los
hombres que yo elija.
Serketa pareció poner mala cara.
–Me costará convencer a Méhy…
–Ésas son mis condiciones. ¿Dónde se oculta esa
tumba?
–Acude al pie de la colina de Thot, tras la puesta de sol. Te
entregaré un plano y te esperaré para repartirnos el
botín.
–De acuerdo, pero venid sola.
El mercader había inspeccionado los alrededores, acompañado
de sus tres empleados más veteranos, que estaban tan excitados como
él por la codicia. El lugar estaba desierto, y parecía perfecto
para ocultar una tumba de aquella importancia.
El centinela había visto llegar a Serketa,
sola.
–¿Tenéis el plano? – preguntó Tran-Bel,
nervioso.
–Aquí está.
Le tendió un estuche de cuero cerrado por un grueso cordón
que el mercader desató con dificultades antes de sacar un
papiro.
La luz de la luna lo iluminó.
–La tumba no está lejos de aquí… Justo detrás de la segunda
colina, hacia el oeste.
–¿Tenéis el material necesario para cavar hasta llegar a la
puerta?
–Claro está; la forzaremos fácilmente.
–Id deprisa.
Con paso apresurado, los cuatro ladrones se dirigieron hacia
su objetivo, seguros de poder apropiarse, con toda impunidad, de
una inmensa fortuna. Tran-Bel pensaba quedarse con la mayor parte
del botín.
En cuanto la pandilla estuvo fuera de su vista, la esposa de
Méhy se apresuró a abandonar los parajes. Tran-Bel había redactado
una carta de denuncia que acusaba al general, pero, como ella
suponía, había cometido el error de dirigirla al sustituto del
visir, uno de los más firmes apoyos de Méhy. A cambio de la
destrucción de aquel documento difamatorio, el alto funcionario
había recibido una muy buena compensación
económica.
Y Tran-Bel ya no era una amenaza sino, más bien, un simple
títere que enfrentaba al general y la cofradía.
–Aquí es -susurró Tran-Bel-; cavemos.
Los picos desgarraron el suelo, y los cuatro hombres dejaron
al descubierto un tramo de escaleras.
Tran-Bel contempló con ojos desorbitados la puerta sellada de
una tumba.
–¡Somos ricos, muchachos!
El mercader estaba levantando el pico para romper los sellos
cuando la imperiosa voz de Sobek lo interrumpió y dejó petrificados
a los ladrones.
–Habéis sido sorprendidos en flagrante delito de violación de
sepultura -declaró el policía nubio-. No intentéis huir o mis
hombres os dispararán.
Todos sabían que tan grave delito era castigado con la pena
capital y que ningún juez se mostraría indulgente.
Uno de los ladrones quiso escapar, corriendo hacia el
desierto. Una flecha se clavó en su cuello y cayó,
muerto.
–¡Los demás estaos quietos o sufriréis la misma
suerte!
De modo que la carta de denuncia enviada a Kenhir y firmada
con el nombre de uno de los empleados de Tran-Bel no era una
trampa. Sobek, que había sido enviado por el escriba de la Tumba,
había optado por descubrir el flagrante delito y se frotaba las
manos por ello.
–¡Soy Tran-Bel, un comerciante honrado! ¡No me hagas
nada!
–Demasiado tarde para tener miedo, muchacho. ¡Esposadlos a
todos!
–Yo… No he sido… es…
Tran-Bel tendió los brazos hacia Sobek, con el rostro
deformado por el sufrimiento y el vientre inflamado, y se derrumbó
boca abajo.
–No lo hemos tocado, jefe -se extrañó un
policía.
Del cadáver ya se desprendía un hedor pútrido. Serketa había
elegido un veneno de efecto retardado que impediría al chantajista
contarles nada a las fuerzas del orden que Kenhir, informado por la
carta que ella misma había escrito, mandaría para que detuvieran a
una pandilla de ladrones de tumbas.
Como había previsto, Tran-Bel había manipulado el cordón
impregnado con la sustancia mortal antes de arrojarlo a la arena. A
partir de aquel instante, ya sólo le quedaba media hora de vida, el
tiempo de llegar a la puerta de la sepultura y agonizar en pocos
segundos.
Kenhir estaba perplejo.
–Entonces, ese mercader de muebles era el que intentaba
destruir el Lugar de Verdad.
–De ningún modo -objetó el jefe Sobek-; ese tipo sólo era un
títere.
La mujer sabia asintió, al igual que el maestro de
obras.
–Ese incidente no es más que un intento de distracción
-prosiguió el policía-; no hay que perder de vista a Méhy. Tran-Bel
ha sido envenenado, ¿y quién maneja esa temible ciencia mejor que
Daktair, el patrón del laboratorio central de Tebas-oeste y amigo
del general?
–Sólo son suposiciones -objetó Kenhir.
–Mi olfato me dice que Méhy estará muy pronto entre la espada
y la pared -insistió el nubio.
–Eso pienso yo también -dijo con calma la mujer sabia-, y por
ello se hace mucho más peligroso.
–¿Qué podemos hacer, si Tausert es incapaz de impedir que
haga daño? – preguntó Kenhir, angustiado.
–Avisemos al rey Set-Nakht -propuso el maestro de
obras.
–¿Sin pruebas concluyentes?
–Yo asumiré esa responsabilidad.
–Si Méhy se siente acosado, reaccionará de un modo violento
-afirmó Sobek.
–¡A fin de cuentas, no se atreverá a atacarnos! – se indignó
el escriba de la Tumba-; los soldados tebanos no obedecerán una
orden tan insensata.
–Tomaré precauciones, de todos modos -prometió el
nubio.
–El traidor intentará ayudarlo desde el interior de la aldea
-recordó Paneb.
–El cartero Uputy desearía ver al escriba de la
Tumba.
–¿Es realmente indispensable?
–Según dice, es muy importante.
–¿Cuándo me dejarán tranquilo de una vez…? – masculló el
anciano-. Primero ese informe interminable en el que no debo
cometer error alguno y, luego, mi inminente partida hacia el Valle
de los Reyes. Nadie respeta mi edad.
–Sólo el trabajo os permite manteneros en forma -afirmó
Niut.
Apoyándose pesadamente en su bastón, el anciano escriba se
dirigió con lentitud a la zona de los auxiliares. La insistencia
del cartero había aguzado su curiosidad y recorrió con rapidez los
últimos metros.
–¿Sabíais que Imuni había regresado a la
región?
–¿Esa pequeña alimaña está en Tebas?
–Por desgracia, sí, Kenhir; y ha querido entregarme en propia
mano el texto de un procedimiento que pretende anular su expulsión
de la cofradía. Gracias a la ayuda de un adjunto del alcalde de
Tebas, un jurista excelente, está convencido de que logrará la
readmisión en la aldea y se convertirá en el próximo maestro de
obras.
Kenhir consultó de inmediato el texto del
apercibimiento.
–¿Es serio? – se preocupó Uputy.
–Me temo que sí… Sólo se trata de argucias jurídicas, pero
será conveniente que nos las tomemos en serio.
–¡No puede ganar!
–Lucharemos encarnizadamente -prometió el escriba de la
Tumba-; pero de momento olvidemos a ese parásito, debo confiarte
una misión.
Uputy adoptó una actitud muy digna.
–Adelante.
–Dentro de unos días te entregaré un correo para el faraón
Set-Nakht y lo llevarás personalmente a Pi-Ramsés.
–Es un gran honor, pero debo comunicar el desplazamiento a mi
jerarquía.
–Sé muy prudente, Uputy.
–Tomaré el barco postal reservado a los mensajes urgentes. No
puede ocurrirme nada.
Daktair estaba devorando un enorme muslo de oca con salsa de
comino cuando el general Méhy irrumpió en el
comedor.
–En marcha, Daktair.
El sabio estuvo a punto de atragantarse.
–¿A… adonde vamos?
–Tú partes hacia el Gebel el-Zeit con mi ayuda de campo y
cinco de mis servidores capaces de sujetar su
lengua.
–Es un viaje muy largo…
–Conoces el lugar y sabes lo que debes traerme a toda
prisa.
–Tal vez no sea yo el hombre indicado y…
–¡Al contrario, mi querido Daktair, al contrario! Eres,
incluso, la única persona que puede llevar a cabo esa delicada
misión con toda discreción. En cuanto regreses, actuaremos. Puesto
que, desde hace tanto tiempo, deseas que yo ponga manos a la obra,
deberías estar encantado.
Mientras los dos equipos del Lugar de Verdad trabajaban en la
conclusión de la vasta tumba de Tausert, bajo la dirección de
Paneb, el jefe Sobek ponía en marcha un nuevo sistema de seguridad
alrededor de la aldea. Temía un ataque inminente, y estaba
convencido de que los esbirros de Méhy no utilizarían la pista
oficial, pues estaba demasiado vigilada; por ello había puesto
centinelas en lugares poco usuales.
El policía nubio había reabierto el expediente de Méhy, con
gran satisfacción, y había empezado por verificar un detalle al
que, cuando ocurrieron los hechos, no tenía acceso. Provisto de una
orden de investigación firmada por el escriba de la Tumba y
refrendada por el delegado del visir, que no se había atrevido a
negarle a Kenhir ese favor, Sobek estaba ahora autorizado a hurgar
en los archivos referentes a los cambios en el interior de
distintos cuerpos de policía.
Según un documento muy explícito, clasificado entre las
proposiciones rechazadas por el visir, no había sido el difunto
Abry, por aquel entonces administrador principal de la orilla
oeste, quien había intentado destinar a Sobek a la policía fluvial
sino, efectivamente, el general Méhy.
De modo que el muy hipócrita quería apartar al nubio, hacer
que nombraran en su lugar a un hombre de paja y privar al Lugar de
Verdad de una protección efectiva. Al alejar a Sobek, pretendía
impedirle que investigara el asesinato de aquel policía… ¡Un
asesinato del que él era el autor!
Sobek atravesó el Nilo en barca y, luego, galopó en su
caballo para llegar a la aldea tan deprisa como le fuera
posible.
El maestro de obras, el escriba de la Tumba y la mujer sabia,
que habían sido avisados de su regreso, no tardaron en reunirse en
su despacho.
–Ya no tengo ninguna duda de la culpabilidad del general
-concluyó tras haber expuesto su descubrimiento-, y también el
faraón Set-Nakht quedará convencido de ello. Méhy es un asesino, ha
suprimido al agente que podría haberlo denunciado, y también al
administrador Abry, a los soldados libios pagados para introducirse
en la aldea y a muchos otros.
–¡Estás describiendo a un verdadero monstruo! – observó el
escriba Kenhir.
–Hay algo más atroz aún -prosiguió el policía-. He aquí la
carta anónima que acusaba a Nefer el Silencioso de ser el asesino
de mi joven subordinado y he aquí también la misiva donde Méhy
recomendaba mi traslado.
–¡La caligrafía es idéntica! – advirtió Paneb-. Pero
entonces…
Clara estaba pálida.
–El general Méhy intentó hacernos creer que el asesino de
Nefer era un auxiliar -recordó Sobek-. ¿Por qué, si no para
proteger a su cómplice, el artesano que traiciona a la cofradía? Él
es el brazo derecho de Méhy, que no tiene más objetivo que destruir
el Lugar de Verdad y apoderarse de sus tesoros.
Un largo silencio acogió las declaraciones del nubio. La
mujer sabia cerró los ojos.
–Sobek no se equivoca -declaró.
–Mataré a Méhy con mis propias manos -prometió
Paneb.
–No te toca a ti hacer justicia -objetó Kenhir-; añadiré esas
conclusiones a mi informe y Set-Nakht ordenará que arresten al
general.
Méhy había pasado la mañana cazando pájaros con una lanza en
la espesura de papiros; y, como había capturado muy pocos, había
regresado a la villa de muy mal humor y, una vez más, había
descargado su furia contra el personal de la
mansión.
El radiante rostro de Serketa, que estaba junto al estanque,
lo tranquilizó.
–Nuestro pequeño problema ya está resuelto
-susurró.
–¿Tran-Bel ha muerto?
–¿Te he fallado alguna vez, amor mío? Mira… Un oficial te ha
traído un informe de policía.
El general lo leyó con satisfacción.
–Según tus previsiones, el jefe Sobek ha sorprendido en
flagrante delito a una banda de ladrones que estaban al mando de
Tran-Bel. Él y uno de sus empleados han muerto, los otros dos han
sido detenidos y encarcelados.
–Sobek y los artesanos del Lugar de Verdad ya no tendrán
ninguna duda: su peor enemigo ha sido eliminado. Bajarán la guardia
y…
El intendente se inclinó.
–Vuestro secretario particular solicita veros,
general.
–Que se reúna conmigo en la sala de audiencias -ordenó Méhy,
intrigado.
El funcionario tenía un aspecto sombrío.
–Os traigo noticias alarmantes, general.
–¿De qué se trata?
–El jefe Sobek está llevando a cabo una profunda
investigación sobre vos, con la conformidad de palacio. Se ha
llevado el documento que demuestra que vos solicitasteis su
traslado, hace ya muchos años.
–Molesto, en efecto.
–Tal vez haya descubierto algo más…
–¿Por qué estáis tan inquieto?
–Porque el cartero Uputy pronto deberá partir hacia Pi-Ramsés
en misión especial. Dicho de otro modo, lleva un mensaje importante
destinado al rey Set-Nakht.
–¿Se conoce su contenido?
–Podría referirse a vos, general…
–Avísame de inmediato si te enteras de algo
más.
Méhy regresó junto a su mujer.
–Otro problema, gatita.
Serketa abrió mucho los ojos.
–¿Quién quiere hacerte daño aún?
–Sobek sigue sin renunciar a ello… Yo mismo me encargaré del
nubio en cuanto Daktair regrese. Tú te encargarás del cartero
Uputy.
–No será difícil…
–La misiva que está a su cargo no debe llegar a Set-Nakht… La
sustituirás por otra que encontrarán sobre su cadáver y que será
entregada, de inmediato, al rey. En esa carta, firmada de mi propio
puño y letra, denunciaré a Paneb y a los artesanos de la cofradía
como peligrosos conspiradores que se oponen a nuestro amado
monarca.
–Es una idea excelente -apreció Serketa.
Pero, a diferencia de sus colegas, que estaban aterrorizadas
por el general, ella tendría el valor de contar la verdad. La
sierva había oído hablar del policía que se encargaba de la
seguridad de la aldea de los artesanos, un compatriota con fama de
incorruptible. Así pues, se lo confesaría todo a
él.
Cuando el camino estuvo libre, la pequeña nubia salió de la
propiedad y caminó a campo traviesa hasta llegar al lindero del
desierto. Allí preguntó el camino a una campesina.
Ignorando la fatiga, la sierva anduvo hasta el primer fortín.
Un policía nubio la detuvo.
–¿Adonde vas así, chiquilla?
–A ver a tu jefe.
–¿Y qué quieres contarle?
–Quiero denunciar al general Méhy.
El policía debería haberse reído a carcajadas, pero la
pequeña parecía tan convencida que se la tomó en
serio.
–Vamos a avisarlo, espera aquí.
–¿Deseas hablarme de Méhy? – preguntó Sobek.
Su estatura impresionó a la nubia que, sin embargo, superó
sus temores decidida a llegar hasta el final.
–El general me ha pegado varias veces, todavía tengo las
marcas.
Sobek comprobó que la chiquilla no mentía.
–Es un delito extremadamente grave que mandará al general a
la cárcel.
–¡Mejor!
–¿Tendrás el valor de enfrentarte con él, cara a cara, en el
tribunal y repetir esta acusación?
–¡Estaré encantada de hacerlo!
–Te tomaré, pues, declaración e iremos, juntos, a casa de un
juez para presentar tu denuncia.
Antes incluso de que el faraón examinase el expediente
redactado por el escriba de la Tumba, el general sería
encarcelado.
–Y no sólo él merece que lo condenen.
–¿Ah, no?… ¿Quién más?
–¡Su mujer…! ¡Está loca! Cuando la dama Serketa monta en
cólera hasta los muros tiemblan, se revuelca por el suelo, come
durante horas o aúlla. Él la calma haciéndole el amor como un
animal en celo. Y luego ella se disfraza…
–No te comprendo.
–Aunque es muy rica, tiene ropas de campesina en un arcón y
la he visto salir vestida de mendiga.
Sobek recordó que una campesina había sido sospechosa de
asesinato… Una asesina que debía de ser Serketa, actuando como
verdugo de Méhy.
–Cierta vez -prosiguió la sierva-, hablaron del Lugar de
Verdad y de vos con un pequeño escriba de tono meloso y rostro de
ratón.
–¿Recuerdas su nombre?
–Imuni, creo.
¡Por lo tanto, él era el traidor! La cofradía se había
librado de él, pues; pero Sobek no tenía ni un minuto que perder
para impedir que aquella malévola pareja hiciera daño de
nuevo.
–Te daremos bebida y comida, y serás
protegida.
La pequeña nubia besó al policía en la
mejilla.
El jefe Sobek corrió hasta la aldea, más conmovido de lo que
aparentaba.
En cuanto Kenhir salió de ella, le comunicó las
importantísimas revelaciones de la sierva.
–Esta vez, el general está perdido -consideró el escriba de
la Tumba-. Lástima que Uputy se haya marchado ya a Pi-Ramsés, le
habría dado mi informe sobre las acusaciones de la pequeña… Quedará
para más tarde.
–Se ha marchado ya… ¡Pues está en peligro de muerte! ¡Jamás
desconfiaría de una campesina!
El cartero Uputy se había puesto sus más hermosas ropas,
había encerado personalmente el pesado bastón de Thot, símbolo
visible de su cargo, y había metido en su bolsa de cuero blanco el
informe del escriba de la Tumba.
Por el camino que llevaba al embarcadero se cruzó con dos
jóvenes escribas que lo saludaron respetuosamente.
Al pie de un viejo tamarisco, una campesina de rostro en
parte oculto por una tosca peluca se retorcía de
dolor.
Uputy no debería haberse detenido, pero no podía dejar que
aquella mujer sufriera de aquel modo. Y, además, el barco no
partiría sin él.
–¿Qué te sucede?
–Creo que me he roto una pierna -se quejó Serketa con voz de
niña.
–Voy a pedir ayuda.
–No, no, me da mucho miedo quedarme sola… ¡Ayúdame a
levantarme!
–No es prudente, podrías agravar la herida.
–Te lo ruego, ayúdame…
La estrategia de Serketa era tan sencilla como eficaz. Cuando
el cartero le tendiera la mano, ella utilizaría el puñal que
llevaba oculto bajo la túnica y se lo clavaría en el corazón. Pero
para levantarse y obtener un buen ángulo de ataque tuvo que
apoyarse en el bastón de Thot.
–¡No lo toques! – se indignó Uputy, retrocediendo con
rapidez.
Serketa estaba ahora de pie, con el puñal en la mano; había
fallado su ataque por sorpresa.
–¡Pero… estás loca!
La esposa de Méhy se abalanzó sobre su presa, lanzando un
grito de rabia.
Uputy, considerando que el correo estaba en peligro, no
vaciló.
Utilizó el bastón de Thot a modo de maza y golpeó fuertemente
a aquella histérica en toda la cabeza.
Con el rostro ensangrentado, los ojos en blanco y los dedos
crispados sobre el mango de su arma, Serketa vaciló antes de caer,
muerta.
–Thot, el dios del conocimiento y de las palabras sagradas,
no permite que se ataque a los carteros -declaró Uputy a modo de
oración fúnebre.
Estaba Hator, con una peluca azul, coronada por un sol rojo
del que brotaba una cobra roja y negra; Ptah, con su ceñida túnica
de un blanco resplandeciente que envolvía las alas de Maat; Osiris,
adornado con un collar de oro y cubierto con una capa roja, sentado
en su trono ante un gran loto en el que estaban sus cuatro hijos; y
muchas otras divinidades que Paneb había pintado con incomparable
destreza.
Pero su obra maestra más extraordinaria, a la que daba los
últimos toques, era la inmensa sala del sarcófago, cuyos pilares
habían sido decorados con figuras enlazadas; las bases de los
distintos elementos del mobiliario fúnebre y la gran pared, con una
gran escena que evocaba la transmutación alquímica y la preparación
del nuevo sol. Sobre un gigantesco carnero provisto de dos alas,
una verde y una roja, dos hombres, acompañados por almas-pájaro,
sostenían un disco solar rojo, en el que había moldeado un
escarabeo negro; y se formaba un niño solar, protegido por la diosa
Cielo que lo haría brotar a la luz del alba, concebida en el regazo
del universo.
El coloso había utilizado una enorme cantidad de lámparas sin
que Kenhir le hubiera hecho el menor reproche; y Uabet la Pura se
había mostrado especialmente activa durante la fabricación de las
mechas. Uniendo su potencia de trabajo con la delicadeza de la
ejecución, Paneb había iluminado la tumba con vivos colores, al
tiempo que transmitía la fuerza espiritual de los símbolos que
mantendrían el alma de Tausert en el corazón de la
eternidad.
A costa de dormir sólo una hora de vez en cuando, Paneb
quería vencer en su combate contra la muerte que merodeaba en torno
a la reina-faraón. Estaba convencido de que la mantendría alejada
gracias a su pintura, por lo que no se había concedido respiro
alguno.
El sonido característico del bastón de Kenhir golpeando los
peldaños resonó en el corredor descendente.
El anciano escriba, deslumbrado, se detuvo en el umbral de la
sala del sarcófago.
–¿Pero quién eres realmente, Paneb, que has creado semejantes
maravillas?
–Ni más ni menos que un servidor del Lugar de
Verdad.
–Durante mi larga vida, no he admirado a mucha gente y no
debería decírtelo… Pero agradezco a los dioses que me hayan
permitido contemplar esas pinturas.
–¡Venceremos de nuevo a la muerte!
–Sobek nos espera a la entrada del Valle. Ha ocurrido algo
grave.
–El cartero Uputy ha matado a Serketa, la esposa del general
Méhy -reveló el policía nubio-. Iba disfrazada de campesina y ha
intentado apuñalarlo para destruir el informe del escriba de la
Tumba destinado al rey Set-Nakht y sustituirlo por una carta
firmada por Méhy, acusando a la cofradía de conspirar contra el
faraón. He acudido a la villa del general y a su despacho de la
administración de la orilla oeste, pero no estaba
allí.
–Debe de haberse refugiado en el cuartel principal de Tebas,
en la orilla este -aventuró Kenhir.
–Seguro, y desgraciadamente no estoy autorizado a
detenerlo.
–Redactaré de inmediato los complementos indispensables para
mi informe, y se los entregarás a Uputy.
–El cartero está bajo la protección de la policía y sólo
espera vuestras órdenes para partir. Otra buena noticia: gracias al
testimonio de la sierva maltratada por Méhy, conocemos el nombre
del traidor: el ex escriba ayudante Imuni.
–Imuni el asesino de Nefer el Silencioso… -balbuceó Kenhir-.
¿Cómo pudo cometer un acto tan abominable?
Paneb permaneció imperturbable.
–Os aconsejo que regreséis a la aldea y toméis las armas
-declaró Sobek con gravedad-; mucho me temo que el general
multiplique su ferocidad, como un animal que se siente
acorralado.
Aquella toma de posición no sorprendió al general Méhy. Y
Set-Nakht no iba a dar una orden semejante.
–Enorgullezcámonos de la lealtad de nuestros hombres
-fanfarroneó Méhy-; gracias a ella Egipto seguirá siendo una gran
potencia. Muy pronto realizaremos unas maniobras con las nuevas
armas fabricadas en el arsenal. Que se almacenen en la primera
reserva.
El comandante se inclinó y salió del
despacho.
En cuanto Méhy había conocido la muerte de Serketa, había
atravesado el Nilo para refugiarse en el cuartel principal de
Tebas-este donde se encontraba momentáneamente fuera de alcance.
Pero cuando el decreto real promulgado por Set-Nakht llegara a
Karnak, la policía tendría derecho a detenerlo.
El Lugar de Verdad aún no había vencido. La violencia
permitiría triunfar al general.
Daktair sólo llevaba un día de retraso sobre el horario
previsto. Estaba tan agotado como el ayuda de campo del general, y
los cinco servidores, deslomados por la marcha
forzada.
–¿Tienes todo lo necesario?
–Sí, general: ¡gran cantidad de aceite de
piedra!
–¿Has comprobado sus propiedades?
–No os decepcionarán.
–Ya sólo debemos sacar las armas de la primera reserva y
reunimos con los libios, que se ocultan en el fortín en
ruinas.
El guardián se extrañó al ver a Méhy en persona, su ayuda de
campo y algunos civiles cargando espadas, lanzas, arcos y flechas
en unos asnos y abandonando a toda prisa el cuartel, pero un simple
soldado no tenía derecho a decir nada.
Seis Dedos comprobaba, como un carnicero, el filo de las
espadas, la ligereza de las lanzas y la dureza de la punta de las
flechas.
–Es nuestro mejor material -indicó Méhy-; ¡y eso no es todo!
También dispondremos de un arma inédita con la que destruiremos el
Lugar de Verdad, tras haber matado a los policías nubios que
intenten defenderlo.
–¿Dónde está?
–En estas jarras.
El libio abrió una.
–Pero… ¡Si sólo es un aceite graso y
hediondo!
–Tiene una notable cualidad, como va a demostrarte mi amigo
Daktair.
El químico vertió un poco del líquido en uno de los cofres
que había servido para transportar las armas y, con la ayuda de un
encendedor de sílex, le prendió fuego.
La intensidad de las llamas y su velocidad de propagación
dejaron boquiabiertos a Seis Dedos y a sus
hombres.
–Con este aceite -afirmó Méhy- quemaremos cualquier cosa,
¡incluso la piedra!
Méhy cogió la jarra y roció con ella a
Daktair.
–¿Qué estáis haciendo, general?
–A un sabio le gustan los experimentos, ¿no? Veamos si éste
tiene éxito.
Méhy arrojó sobre Daktair unos restos del cofre ardiendo y el
infeliz se inflamó en seguida. Partió hacia el desierto, corriendo
y lanzando unos aullidos que helaron la sangre de los libios, antes
de caer completamente carbonizado.
–Así acabarán los servidores del Lugar de Verdad -profetizó
Méhy-. Ahora, Seis Dedos, líbrame de mi ayuda de campo y de esos
sirvientes inútiles. Quiero borrar cualquier huella del
pasado.
Sólo el ayuda de campo intentó resistirse, pero un puñal lo
degolló.
–Este aceite que arde tan bien no es nada en comparación con
el fabuloso tesoro del que vamos a apoderarnos -precisó el
general-; gracias a él, conduciré a Libia hasta la victoria
total.
Aunque todo pareciera tranquilo, el pelaje de Encantador, el enorme gato con manchas blancas,
negras y rojizas, se erizó; Negrote gruñó y
Bestia Fea recorrió aleteando la calle
principal.
El guardián de la puerta principal dio unos grandes
golpes.
Los artesanos salieron de la aldea con Paneb y la mujer sabia
a la cabeza.
–Uno de mis vigías acaba de avistar a unos treinta hombres
armados -reveló Sobek-. He avisado al estado mayor, pero ningún
oficial asumirá la menor responsabilidad en ausencia de
Méhy.
–No somos soldados y no sabemos luchar -declaró Pai el Pedazo
de Pan.
–Que Silencioso se vuelva violento si los lugares sagrados
son amenazados, pues Dios no dejará actuar a quien se rebele contra
el templo -dijo Clara, citando a un sabio-. Si es necesario, y
cuando lo sea, haré intervenir a mis aliados de la
montaña.
Kenhir había extraído de la cámara fuerte unas espadas,
lanzas y puñales fabricados por Obed el herrero.
–Dada la gravedad de la situación, os autorizo a utilizar
estas armas -consideró el escriba de la Tumba.
–El equipo de la izquierda vendrá conmigo -decidió Paneb-. El
equipo de la derecha se quedará en la aldea para asegurar la
protección de las mujeres y los niños.
Sobek comprendió ¡a razón de aquel comportamiento: el maestro
de obras no creía que Imuni, el ex escriba ayudante, fuese el
traidor. Si le hubiera entregado un arma a éste, habría sido herido
por la espalda durante la batalla.
Paneb llevó aparte al jefe del equipo de la
izquierda.
–Tengo total confianza en ti, Hay; te mantendrás junto a la
mujer sabia, la protegerás y la obedecerás, te pida lo que te
pida.
–Te doy mi palabra, Paneb.
Si el traidor intentaba hacer daño en el interior de la
aldea, ¿lo descubriría Clara a tiempo y Hay podría derribarlo con
la ayuda de los miembros del equipo de la derecha?
–Seguidme -exigió Sobek-; os explicaré qué debéis
hacer.
Paneb sólo utilizaría un arma: el gran pico marcado por el
fuego celestial. ¿Quién mejor que Set, el señor de la tormenta,
para insuflarle la fuerza de vencer?
Méhy había evitado el camino de acceso tradicional para
elegir un sendero donde Sobek no ponía nunca centinelas. Los libios
acabarían con los policías nubios y el general clavaría su espada
en el vientre de su jefe, infligiéndole una agonía lenta y
dolorosa.
Y luego llegaría la matanza. Ni uno solo de los aldeanos
escaparía; los libios se apoderarían del oro alquímico; Méhy, de la
Piedra de Luz, y verterían por todas partes aceite de piedra para
que el fuego no respetara parcela alguna del Lugar de
Verdad.
El comando flanqueaba los cultivos cuando el primer libio
cayó con una flecha clavada en el cuello.
Cuando Méhy hubo descubierto la dirección de donde procedía,
cuatro merodeadores de las arenas más habían caído
ya.
–¡Allí, en el montículo! – aulló Seis Dedos, que se lanzó de
inmediato al asalto de la posición.
Méhy sintió que estaba perdido.
¿A qué venía aquel ataque, tan lejos de la aldea, en un lugar
que los policías no deberían haber vigilado?
Cuando varios libios más hubieron mordido el polvo, el
general comprendió que la operación resultaría un desastre, de modo
que intentó huir a campo traviesa.
Pero tres artesanos del equipo de la izquierda le cortaron la
retirada. Méhy se dirigió hacia las colinas, con la esperanza de
trepar con más rapidez que sus perseguidores.
Se acercó a Seis Dedos y a sus lugartenientes, que combatían
con ferocidad e intentaban invertir la situación en su favor. Dos
nubios habían muerto ya, y varios más estaban
heridos.
Y dos artesanos iban a sucumbir bajo los golpes del
adversario cuando varias cobras parecieron brotar de la tierra para
morder las pantorrillas de los libios.
–¡Los aliados de la mujer sabia! – gritó Paneb-; ¡con ellos
ya no corremos el menor peligro!
Seis Dedos se enfrentó a Sobek, que estaba fuera de sus
casillas. Intentó golpear el flanco del atleta negro, pero éste,
más veloz, le clavó la espada en el pecho.
Los artesanos habían dejado de luchar, ya que las cobras se
encargaban de los últimos libios.
–Llevad a los heridos hasta la aldea -ordenó Paneb a los
miembros del equipo de la izquierda-; Clara los
cuidará.
El enfrentamiento había sido tan breve como violento, y la
calma había vuelto a las colinas. Ni un solo miembro del comando
libio había escapado a la muerte.
–Jefe, no encontramos el cadáver del general Méhy -deploró un
policía.
–Ese cobarde ha huido a la montaña… ¡Pero no
escapará!
El maestro de obras, que había salvado a varios artesanos
rechazando a los asesinos libios, recuperaba el aliento apoyado en
una roca.
–¡Cuidado, Paneb! – aulló Sobek.
Méhy salió de su escondrijo y clavó en la espalda del coloso
un puñal de doble hoja.
Como si se tratara de un simple pinchazo, Paneb se volvió sin
siquiera soltar un gemido.
Méhy estaba lívido.
–No es posible… ¡Deberías estar muerto!
–Durante toda tu maldita existencia, sólo has sabido atacar
por la espalda… Yo actúo a plena luz, mirando a los
ojos.
Como le había prometido a Clara, Paneb clavó con todas sus
fuerzas la punta de su gran pico en la cabeza del general
Méhy.
–¿Cómo va? – preguntó Kenhir, rodeado de todos los
aldeanos.
–Paneb está vivo, a pesar de la extremada gravedad de sus
heridas. Necesitará un largo descanso.
En ese mismo instante apareció el coloso, con el torso
cubierto por un grueso vendaje y el rostro marcado por el
sufrimiento.
–Ya descansaré más tarde… Tras lo que acabamos de saber, debo
terminar un trabajo urgente. Llevemos de inmediato el sarcófago al
Valle.
–¡Estás loco! – exclamó Hay-; debes escuchar a la mujer
sabia.
–En marcha.
El cartero Uputy había llevado dos mensajes al Lugar de
Verdad: uno referente al fallecimiento de Tausert, y el otro, al de
Set-Nakht. Ambos faraones serían inhumados en la misma morada de
eternidad, comenzaba el luto y Egipto iba a elegir a un nuevo
rey.
El traidor estaba exultante.
Durante el combate al pie de las colinas, no había intentado
nada. Tras la desaparición de Serketa y Méhy, ya no tendría que dar
cuentas a nadie. En el turbulento período que se iniciaba
encontraría la ocasión de apoderarse de la Piedra de Luz y
abandonar la aldea. ¡Y le pertenecería a él, sólo a
él!
Nadie podía denunciarlo ya, y el asesinato de Nefer el
Silencioso quedaría impune.
A solas con Clara, en la tumba de Tausert, Paneb puso el
último toque de azul en el tocado de la diosa Maat, la última diosa
que deseaba pintar. De sus manos brotaban dos líneas discontinuas,
símbolo del fluido vital que dispensaba a sus
fieles.
Al admirar el rostro sublime de la divina protectora del
Lugar de Verdad, Clara supo que el maestro de obras había alcanzado
por fin la serenidad de espíritu y la absoluta belleza de la forma.
Tras trabajar en siete moradas de eternidad durante su carrera,
Paneb se había convertido en uno de los más extraordinarios
servidores de Maat.
–Procedamos a la animación del sarcófago -decidió la mujer
sabia, que iba vestida con un traje hecho enteramente de
oro.
A la proa de la barca de granito donde el alma de Tausert
navegaría por los paraísos celestiales, la Piedra de
Luz.
Clara se arrodilló, con las manos levantadas en signo de
veneración y pronunció las fórmulas de potencia.
–Aquí se consuma el trabajo misterioso de la transmutación,
en esta Morada del Oro donde la Viuda resucita a Osiris. La madre
Cielo se extiende sobre el cuerpo de luz y coloca el espíritu entre
las estrellas que no pueden perecer. A ti, que conducirás a nuestra
soberana por los hermosos caminos del más allá, te entrego tus
ojos, ¡y ves!
De la piedra brotó una luz dulce e intensa que envolvió el
sarcófago. Ahora, ya no era sólo una escultura monumental, sino
también «el proveedor de vida».
–La energía de la piedra se ha agotado -indicó la mujer
sabia-; tómala y deposítala junto a la gran pared.
Al coloso le pareció levantar un bloque sin
peso.
–Mira el escarabeo, Paneb; míralo con toda la intensidad de
que seas capaz.
El maestro de obras se concentró.
Súbitamente, de todos los soles que había pintado con la
materia alquímica brotaron haces de luz que penetraron en la
piedra.
Y ésta volvió a cargarse de energía.
–Lo que haces te hace -añadió Clara-, y nuestro mayor secreto
es el intercambio de los fulgores. Mientras sepamos pintar soles
vivos, la piedra brillará.
Kenhir se estaba reconcomiendo. En primer lugar, se
preocupaba por la salud de Paneb, que había corrido un gran riesgo
al regresar al Valle de los Reyes; luego, no dejaba de preguntarse
qué artesano había podido matar, hacerse perjuro y fingir su
fraternidad durante tantos años.
Casa la Cuerda, a veces acerbo y reivindicativo; Fened la
Nariz, demasiado taciturno, además, no se había recuperado de su
divorcio; Karo el Huraño, tan digno de su apodo; Nakht el Poderoso,
de reacciones excesivas; Userhat el León, cuyo orgullo se hacía a
veces pretensión; Ipuy el Examinador, puntilloso y tan excitado;
Renupe el Jovial, demasiado apegado a su comodidad; Ched el
Salvador, altivo y distante; Gau el Preciso, riguroso aunque
desprovisto de humor; Unesh el Chacal, inquisidor de inquietante
aspecto; Pai el Pedazo de Pan, cuya ingenuidad tal vez fuera sólo
apariencia; Didia el Generoso, lento e impenetrable; Thuty el
Sabio, frágil y fuerte a la vez… No, ninguno de aquellos hombres,
fueran cuales fuesen sus defectos, podía ser un monstruo comparable
al general Méhy.
Sin embargo, Kenhir había aceptado el plan propuesto por la
mujer sabia y el maestro de obras para desenmascarar al
traidor.
El cortejo de los artesanos se detuvo ante el templo de Maat
y de Hator.
–Nuestra presente obra está terminada -declaró Paneb, que
estaba agotado de luchar contra el dolor-. Hoy, ninguna amenaza
pesa sobre nosotros.
–¿Y si el nuevo faraón nos fuera hostil?
–El hijo mayor de Set-Nakht pronto será proclamado rey
-reveló Kenhir-, y ha expresado sus intenciones con claridad:
asistirá a los funerales de su padre y de Tausert, y me ha
asegurado por correo que el Lugar de Verdad seguiría siendo una de
las instituciones esenciales del país.
Gritos de júbilo aclamaron aquellas excelentes
noticias.
Al ver que Paneb vacilaba, Nakht el Poderoso lo
sostuvo.
–Todos necesitamos descansar -estimó el maestro de obras,
cuya voz se debilitaba.
–Empezando por ti -precisó Ipuy el
Examinador.
Los artesanos se dispersaron, pero el traidor no regresó
a su casa.
Oculto en una esquina del templo, vio cómo el coloso
levantaba una forma cúbica oculta por un velo y se la echaba al
hombro. Seguido por Kenhir, que se volvió varias veces, Paneb tomó
el sendero que llevaba a la necrópolis principal de la
aldea.
¡De modo que era la piedra lo que transportaban, y que el
traidor iba a conocer por fin su escondrijo!
Paneb y Kenhir entraron en el patio construido ante la tumba
del anciano escriba, y el traidor creyó que se vería de nuevo
decepcionado; pero entonces advirtió que Paneb trepaba a la
plataforma donde se había erigido una pequeña pirámide puntiaguda.
El maestro de obras quitó el velo y la luz de la piedra iluminó,
furtivamente, las tinieblas antes de que la hundiera en el tragaluz
abierto en la base del monumento.
Aquella pirámide, símbolo del rayo de luz primordial que
había creado el universo… ¡Un escondite perfecto! Al amanecer, la
piedra recibía la claridad del nuevo sol, que era de su misma
naturaleza. Al igual que los demás aldeanos, el traidor había
mirado a menudo la tumba de Kenhir sin sospechar
nada.
Los dos hombres volvieron a bajar hacia la
aldea.
Ahora, el traidor ya lo sabía.
–Deberías quedarte en la cama -le dijo Clara a
Paneb.
–Sabes muy bien que es imposible… Mi tarea aún no ha
terminado.
Toda la magia de la mujer sabia no bastaría para convencer a
Paneb de que se cuidara. Se limitó, pues, a curar la profunda
herida con ungüentos, a cambiarle el vendaje impregnado de miel y a
administrarle unos calmantes en forma de
comprimidos.
Dada la gravedad de las lesiones, nadie sino el coloso habría
podido caminar de aquel modo.
Al levantarse, evitó molestar a Encantador que, sintiendo que su maestro estaba
enfermo, había dormido en su cama.
–¿Aceptas que te ayude?
Aquella voz… era la de Turquesa. ¡Turquesa en su
casa!
–¿Eres tú…? ¿De verdad eres tú?
–Voy a prepararte un buen desayuno. Debes recuperar las
fuerzas.
Los policías nubios estaban muy contentos. Por fin se había
levantado el estado de alerta. Como en los buenos tiempos, volvían
a los turnos de guardia reglamentaria y gozaban de algunos
permisos.
Por añadidura, el escriba de la Tumba les había ofrecido
alimentos, ropas y ungüentos para agradecerles su heroica
conducta.
Ya sólo quedaba conocer el nombre del nuevo faraón, pero los
rumores procedentes de la capital se hacían preocupantes.
Ciertamente, el primogénito de Set-Nakht gozaba de los favores del
gran consejo y de los del pueblo, pero suponiendo que derrotara a
las facciones, ¿qué nombre de coronación adoptaría para revelar su
programa de gobierno?
–Hoy, cuando haya terminado la entrega de agua, servicio
mínimo -anunció Sobek-; los artesanos y los auxiliares están de
vacaciones, vosotros también.
Cuando los asnos se hubieron marchado, la aldea no despertó
como de costumbre. Tras la tormenta que estuvo a punto de acabar
con ella, los artesanos permitían que se les pegaran las sábanas,
aunque Uabet la Pura y dos sacerdotisas de Hator honraron a los
antepasados en nombre del conjunto de los
aldeanos.
Al traidor le había llegado la hora de
actuar.
–Turquesa… ¿Por qué no te quedas aquí, conmigo? Soy un hombre
libre.
–¿Acaso olvidas mi voto? Si lo rompiera, ya no sería digna de
tu amor.
–Yo estoy autorizada a desligarte de tu promesa -afirmó
Clara.
Paneb apretó más aún la mano de Turquesa.
–Nadie, y menos que nadie una sacerdotisa de Hator, puede
oponerse a una decisión de la mujer sabia -declaró con entusiasmo
el maestro de obras.
Por la sonrisa de Turquesa y la nueva luz que animaba su
mirada, Paneb supo que por fin iba a pasar todas las noches con la
mujer de su vida.
Kenhir, que parecía que se hubiera quitado veinte años de
encima, irrumpió en la alcoba.
–¡Dos excelentes noticias! Por fin he terminado mi Clave de los Sueños, de la que Niut hará varias
copias. Por más que algunos lechuguinos se permitan criticar mi
obra, ésta pasará a la posteridad.
–¿Y la segunda noticia? – preguntó Clara.
–¡Ah, la segunda! No es menos importante, debo admitirlo:
acaban de comunicarme el nombre del nuevo faraón a través de un
decreto oficial.
Todos contuvieron la respiración, esperando que las palabras
brotaran de los labios del anciano escriba.
–Ramsés, el tercero de su nombre.
Paneb se puso en pie de un salto.
–¡Ramsés… Ramsés reina de nuevo!
Un insólito ladrido alertó a la concurrencia. Negrote estaba en el umbral, con la mirada viva y
moviendo la cola a todo trapo.
–Aún nos queda un grave problema por resolver -advirtió el
maestro de obras.
Naturalmente, el traidor corría riesgos, pero la vigilancia
policial se había reducido al mínimo, todos los aldeanos estaban
descansando, y no encontraría mejor ocasión para apoderarse de la
Piedra de Luz. Su esposa, apostada como centinela ante la pequeña
puerta del oeste, huiría con él tomando un sendero que flanqueaba
el Valle de las Reinas.
Llegó a la necrópolis y se deslizó entre las tumbas hasta la
estrecha plataforma donde se levantaba la pirámide que dominaba la
última morada de Kenhir.
Un zarpazo le desgarró la mano.
-Encantador… ¡Lárgate, sucio
animal!
El enorme felino retrocedió a regañadientes, bufando, y con
el pelo erizado; para evitar un mal golpe, saltó sobre un
murete.
Indiferente a su herida, el traidor sacó de su escondrijo la
piedra cúbica. Era pesada, pero tendría fuerza suficiente para
transportarla hasta la granja más cercana, donde alquilaría un
asno. Envolvió su tesoro en una tela de lino y volvió a bajar hacia
la aldea, ebrio de perversa alegría.
Paneb había observado toda la escena.
De modo que era él… Él, el artesano del equipo de la derecha
que, en el local de la cofradía, había declarado: «No puede
quitarse el veneno del cocodrilo, de la serpiente y del hombre
malvado»; el que no había dejado de inducir a Aperti a hacer el
mal; el dibujante que había falsificado documentos para engañar al
maestro de obras y hacer que acusaran a sus compañeros; aquel a
quien la mujer sabia había cuidado y a quien sus hermanos habían
amado; el que había matado a Nefer el Silencioso; aquel hombre
fofo, feo, con la nariz larga, que no había dejado de perjurar
representando una comedia diabólica.
Él, Gau el Preciso.
Ante la pequeña puerta del oeste, no era su esposa la que
aguardaba al traidor, sino el maestro de obras en
persona.
–Tu cómplice ha sido detenida, Gau. ¿Qué es eso tan valioso
que llevas aquí?
–Unos… unos objetos personales.
–¿No será más bien la Piedra de Luz?
–¡No digas tonterías!
–¿Por qué asesinaste a mi padre espiritual?
Gau rió con desdén.
–Nadie sino yo era digno de ocupar su lugar. De modo que más
valía que desapareciese… ¡Y qué bien hice tomando al general Méhy
como aliado! Gracias a él, podía hacerme rico y
poderoso.
–Cobarde, hipócrita, criminal… El monstruo que devora a los
hijos de las tinieblas, al pie de la balanza del juicio, va a darse
un banquete.
Gau retrocedió un paso.
–¿No te atreverás… a matarme? Maat te lo
prohíbe.
–¿Y cómo te atreves tú a pronunciar el nombre de la diosa de
la rectitud?
La furia del coloso hizo temblar a Gau. No cabía la menor
duda de que iba a romperle la cabeza.
Sólo tenía una salida: el sendero que conducía a la
cima.
El traidor se lanzó por la pendiente, estrechando contra su
pecho la Piedra de Luz. Y de repente sintió en las manos una
quemazón, pero creyó que se trataba del arañazo que le había hecho
el gato. Sin embargo, el dolor pronto se hizo insoportable y tuvo
que dejar la piedra en el suelo. El sufrimiento se hizo más
intenso, como si sus extremidades estuvieran en el interior de una
hoguera.
De pronto, la vista se le nubló. Las rocas de los alrededores
se dilataron hasta perder su consistencia y sumirse en una espesa
bruma, aunque el sol matinal reinara como dueño absoluto en el
cielo azul.
–¿Qué me pasa? – gimió Gau el Preciso-. Me estoy… volviendo
ciego.
El traidor se llevó las manos a los ojos, y como las tenía
ardiendo, él mismo se los abrasó. Lanzó un grito de dolor y trepó
por el sendero con tanta rapidez como le fue posible, intentando
escapar de aquel suplicio.
Una cobra real se irguió ante él.
Y sin que el traidor pudiera hacer nada, el reptil,
encarnación de la diosa del silencio, se abalanzó sobre él para
clavarle los colmillos en la garganta.
Nakht el Poderoso y Didia el Generoso abrieron la puerta
principal de la aldea para dejar pasar a Ramsés, cuya estatura
impresionó a los aldeanos.
Aunque llevaba el torso vendado, Paneb consiguió inclinarse
ante el señor de la aldea.
–Vuestras prerrogativas se mantienen -declaró el faraón-, y
las grandes obras que proyecto exigirán la iniciación de jóvenes
artesanos que hayan oído la llamada. Encárgate de esa tarea,
maestro de obras.
Luego se dirigió a Ramsés una mujer de tanta autoridad y
nobleza que el rey reconoció, de inmediato, en ella a la soberana
de la cofradía.
Clara le ofreció al monarca un ramo de persea tomada del gran
árbol que daba sombra a la tumba de Nefer el Silencioso, presente
como siempre entre los suyos.
Ramsés miró a la mujer sabia, y entonces supo que en aquel
paraje único, el Lugar de Verdad, que estaba bajo la protección de
la cima, seguía trazándose una senda de luz.
reciente estudio científico de
los
ojos del célebre «escriba del
Louvre». Ha demostrado los notables
conocimientos de los oftalmólogos del
antiguo Egipto.
(3) Es decir, 52,5 m.
(4) El Akb-menu de Karnak,
cuyos
vestigios aún pueden admirarse.
(5) Recientes análisis han demostrado
que los egipcios utilizaban el azul
cobalto como pigmento, 3.000 años
antes de su descubrimiento en
Occidente.
(6) Antecesor de nuestro juego de
ajedrez.
(7) Recientes análisis han demostrado
que el arte de los perfumistas
egipcios alcanzó un nivel excepcional.
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08/10/2009
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Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/