Luego, el coloso cogió una cuerda con nudos de cien codos (3) que el asno había llevado sin inmutarse. Estaba adornada en uno de sus extremos con una cabeza de carnero, y era la réplica exacta de la primera cuerda de agrimensor legada a los humanos por Jnum y que se conservaba en su templo de Elefantina. Había servido para medir «la cabeza de la creación», la primera provincia del Alto Egipto.


Teniendo en cuenta diversas indicaciones que databan de años anteriores y repetidas en los papiros administrativos, el coloso procedió a la medición completa de las tierras de la aldea ante la atónita mirada de los escribas del catastro. Todos pensaron que Paneb cedería a la fatiga, pero llevó a cabo su tarea.

–Bueno, se ha restablecido la verdad -consideró Kenhir.

–¡Ni hablar, no estoy de acuerdo! – exclamó el superior del catastro.

–Utilizad los mismos instrumentos que Paneb y obtendréis los mismos resultados.

–Me bastan mis valoraciones.

Kenhir miró al alto funcionario con ojos acerbos.

–Al principio creí que se trataba de uno de esos errores monumentales que son habituales en la administración… Ahora creo que sois autor de una malversación.

–¡No sabéis lo que decís!

–Esperabais obtener una victoria fácil, pues ignorabais que disponíamos de medios para confundiros.

–¡Tengo pruebas de lo que estoy diciendo!

–Mostradlas, pues.

El superior del catastro hizo una señal a uno de sus subordinados, que mostró de inmediato un pequeño mojón cubierto de jeroglíficos.

–Lo hemos encontrado al pie del bosquecillo de acacias que veis allí y, en efecto, delimita vuestro territorio tal como lo hemos calculado. Estaba enterrado y sujeto por piedras; así pues, no ha sido desplazado por la crecida. Mis escribas darán testimonio de ello.

–En primer lugar, no deberíais haberlo desplazado; además, se trata de una falsificación.

–¡El mojón lleva el nombre del Lugar de Verdad!

–Es cierto, pero falta la marca específica del artesano que lo fabricó.

–¡Habrá olvidado ponerla! La prueba será definitiva ante un tribunal.

–¿Y si confiáramos en el juicio del agrimensor celestial?

La dulce voz de la mujer sabia hizo que todos los participantes en el debate se dieran la vuelta.

Aunque nunca antes la había visto, el superior del catastro supo de inmediato quién era y no sintió el menor deseo de contrariarla.

–¿Os referís al… dios Thot?

–A su ibis -precisó Clara-, cuyo paso mide un codo y cuya precisión disipa las discusiones humanas. ¿Aceptaréis, como nosotros, su juicio?

–Sí, claro está, pero no podemos esperar a que el pájaro baje del cielo y…

–Que el mensajero de Thot mesure las tierras del Lugar de Verdad.

Un gran ibis blanco, de majestuoso vuelo, se posó tan cerca del alto funcionario que éste retrocedió, asustado, tropezó con uno de sus subordinados y cayó cuan largo era en un charco de barro.

Entregándose al mismo trabajo agrimensor que Paneb, el pájaro de Thot confirmó, paso a paso, los límites trazados por el coloso.


20


–Estoy aterrado -declaró el general Méhy-. ¿Cómo podía yo imaginar, mi querido Kenhir, que el nuevo superior del catastro perdería la cabeza al entrar en funciones? Sus hojas de servicio eran impecables, su carrera, impoluta. Puedo mostraros su expediente que fue, para mí, el elemento determinante para nombrarlo tras la jubilación de su predecesor.


–Es inútil -respondió el escriba de la Tumba-. Lo más importante es evitar, en el futuro, ese tipo de incidentes.

–He aquí la copia del plano catastral provisto del sello real. Lo conservaréis en la aldea y, en adelante, no habrá más discusiones. ¿Estáis satisfecho con los campesinos que trabajan en vuestras tierras?

–No tengo ninguna queja.

–¡Me alegro! El malandrín que intentó perjudicaros ha sido destinado a Palestina, donde pasará largos años expiando sus faltas, sin esperanza alguna de recuperar un puesto importante. Egipto no es benévolo con sus funcionarios incompetentes, y así está bien. Puedo deciros que el faraón Siptah tiene en tan alta estima el Lugar de Verdad que no toleraría ningún atentado contra su integridad.

–Los alarmantes rumores sobre su estado de salud no dejan de crecer.

–Mucho me temo que son ciertos. Pero la reina Tausert es una excelente administradora que mantiene con mano firme el gobernalle. Y creo que también ella concede mucho valor a vuestro trabajo. ¿Puedo pediros un favor, Kenhir?

El escriba de la Tumba se puso en guardia.

–Por pedir que no quede.

–El mobiliario de mi villa de la orilla oeste ya no me gusta. Me gustaría encargar a la cofradía varias sillas de gran calidad, algunos lechos y arcones para joyas. El precio no importa.

–Nos venís al pelo, general; estamos en un período tranquilo en el que los artesanos tienen tiempo de ocuparse en ese tipo de cosas.

–¡Pues estoy encantado, Kenhir!

Méhy acompañó al escriba de la Tumba hasta el umbral de los edificios administrativos. Consiguió mostrarse como un hombre relajado y satisfecho, aunque el correo recibido aquella misma mañana lo había sacado de sus casillas: el rey acababa de nombrar a Set-Nakht general en jefe de todos los ejércitos de Egipto, y Méhy tenía que remitirle lo antes posible un informe completo sobre las tropas tebanas y su armamento.

Semejante precipitación podía hacer pensar en un ataque al país, por parte de los libios, de los sirios o de otros pueblos llegados del norte, y alegraba a Méhy, que sabría aprovechar un caos en el Bajo Egipto; en cambio, la personalidad de Set-Nakht lo inquietaba. Era rico, incorruptible, tozudo y trabajador, y había sido lo bastante influyente como para conseguir que su hijo mayor fuera nombrado ministro de Asuntos Exteriores.

Tras haber hablado con Set-Nakht en Pi-Ramsés, Méhy sabía que sería difícil, imposible incluso, sobornarlo.

Sólo podía esperar que la reina Tausert, apoyada por el canciller Bay, librara un duro combate y provocara importantes disturbios en la cima del Estado, que Méhy sabría aprovechar.

Más que nunca, necesitaba la Piedra de Luz. Y aquel maldito traidor, a pesar de sus investigaciones, seguía sin descubrir dónde se ocultaba.

Méhy y Serketa habían atacado a la mujer sabia y a Paneb, pero ambos habían vencido en sus asaltos.

Sin embargo, no todos los miembros de los equipos dispondrían de la misma fuerza de carácter. Forzosamente había un eslabón débil en aquella cadena, eslabón que era necesario romper para desacreditar a la cofradía.

Méhy regresó a su casa, muy alegre, para hablar con un sacerdote de Karnak que, en ciertos períodos del año, se ocupaba de la intendencia. Según el informe que había hecho sobre él, el hombre estaba divorciado y pagaba una fuerte pensión alimenticia a su mujer, lo que lo había obligado a endeudarse. A cambio del pequeño servicio que prestaría al infeliz, el general se convertiría en su benefactor.

Casa la Cuerda daba forma a un jarrón de alabastro para la esposa de un escriba real; Fened la Nariz, Unesh el Chacal, Pai el Pedazo de Pan y Didia el Generoso fabricaban muebles de lujo para el general Méhy; Karo el Huraño y Nakht el Poderoso reforzaban los muretes de piedra en el interior de la aldea; Userhat el León creaba una estatua de ka para la tumba de Kenhir; Ipuy el Examinador, Renupe el Jovial, Gau el Preciso y Ched el Salvador restauraban tumbas de artesanos que databan de los primeros años de la aldea. Thuty el Sabio colocaba hojas de oro en los cofres destinados a la morada de eternidad de Siptah.

La vida era agradable, el trabajo alegre, en el Lugar de Verdad reinaba la felicidad. Deseaban olvidar la interminable agonía del faraón y el período de inestabilidad que seguiría a su muerte. Sólo Paneb y el jefe Sobek permanecían alerta. Desde su punto de vista, esa tranquilidad sería sólo temporal, pues el asesino de Nefer el Silencioso no renunciaría a hacer daño.

Cuando Paneb penetró en el taller del orfebre, Thuty pensaba en su hijo desaparecido, cuya ausencia seguía corroyéndole las entrañas.

–Trabajo para ti, en el exterior.

–No tengo ganas.

–¿Ni siquiera en Karnak?

Antes de ser iniciado en el Lugar de Verdad, el orfebre había trabajado para la ciudad santa del dios Amón, donde había cubierto de oro puertas, estatuas y barcas.

–Karnak es distinto… ¿De qué se trata?

–De una misión temporal y delicada: dorar una puerta interior del templo de Maat.

–Karnak dispone de excelentes orfebres.

–Todos están ocupados en otras tareas y el intendente tiene prisa. El tribunal celebrará muy pronto su sesión en ese santuario y desea que la diosa de la justicia sea honrada convenientemente. ¿Quién podría hacerlo mejor que el orfebre del Lugar de Verdad?

–Necesito el consentimiento de Kenhir.

–Ya lo he obtenido.

Thuty no podría haber recibido mejor acogida por parte del intendente, que veló por su comodidad y por su alimentación. El orfebre rechazó las herramientas que le ofrecieron, pues sólo utilizaba las suyas, que él mismo había fabricado. Para él, colocar chapas de oro en los batientes de puertas de un pequeño templo como el de Maat era un juego de niños; sin embargo, se tomó la tarea con extremada seriedad.

En menos de una semana, ya había terminado el trabajo y Thuty añoraba la aldea. Karnak era un lugar grandioso, donde el poder divino impregnaba cada piedra, pero echaba en falta el espíritu de la cofradía, incluso el mal carácter de Kenhir.

Mientras Thuty metía las herramientas en su bolsa, el intendente se extasió al contemplar su obra.

–Es magnífico… ¡Y has terminado mucho antes de lo previsto! Ahora comprendo por qué te eligió el Lugar de Verdad… ¿Sabes que El cargo de superior de los orfebres de Karnak estará vacante muy pronto? Si presentaras tu candidatura, nadie se opondría.

–El puesto no me interesa.

–Es un hermoso final de carrera.

–Soy artesano, no me dedico a hacer carrera.

–Perdona mi curiosidad, ¿pero cómo logra el Lugar de Verdad retener a un orfebre con tanto talento como tú?

–Es muy sencillo: se limita a existir. Y yo soy quien todos los días le da gracias por aceptarme en su seno.

–Antes de marcharte, hazme un favor: comprueba que las chapas de oro más antiguas estén correctamente fijadas. En caso contrario, indícalo al taller. Te dejo, debo encargarme de una entrega. Que los dioses te protejan, Thuty.


Paneb entró en casa de Turquesa, poco después de los ritos del alba. Ella estaba ungiéndose el cuello con una pomada compuesta de miel, natrón rojo, leche de burra, semillas de fenugreco y polvo de alabastro.

El coloso posó las manos en los pechos desnudos de su amante con delicadeza y le besó la nuca. Turquesa intentó contener su deseo.

–No te esperaba…

–¿Así es como me quieres?

–¿Y si tuviera que hacer algo urgente?

–¿Para qué sirve esta pomada?

–Para evitar la formación de arrugas.

–No la necesitas, Turquesa, tu no envejeces. Hator ha ordenado a los años que te olviden.

–¡Se diría que intentas conquistarme!

–Tu intuición me fascina… Déjame proseguir ese delicado trabajo.

El coloso cogió el bote de alabastro y, con el meñique, tomó un poco de crema y la extendió suavemente por el delicado ombligo de su amante.

Turquesa no pudo resistirse.

Se tendió de espaldas, desnuda, y Paneb siguió haciendo que se estremeciera de placer gracias al oloroso ungüento que dejaba la piel flexible y suave.

–El bote está vacío -lamentó el coloso.

–Ofréceme entonces otra clase de ungüento.

¿Cómo podía resistirse a aquella invitación? Paneb se tumbó sobre Turquesa y sus cuerpos se amaron con el inagotable ardor que marcaba cada uno de sus encuentros.


Turquesa acababa de vestirse, alrededor del cuello se había puesto un collar cuyo colgante tenía la forma del fruto de la mandrágora; entonces llamaron nerviosamente a su puerta.

–¿Quién es?

–Renupe el Jovial… Me envía el escriba de la Tumba, ¡abre en seguida!

La sacerdotisa de Hator entreabrió la puerta.

–¿Está Paneb contigo aún?

–Estaba a punto de marcharse.

–Que vaya de inmediato a casa de Kenhir… Ha ocurrido algo grave.


21


–¡Ni hablar! – dijo Paneb, indignado-. Thuty no… ¡De ningún modo! Hemos viajado juntos por el desierto y lo conozco perfectamente. Es un hombre honrado y riguroso. Desde la muerte de su hijo, sólo vive para dedicarse a su oficio. Esta aldea es su patria y su familia.


–Eso pienso yo también -aprobó Hay, el jefe del equipo de la izquierda.

–Al igual que yo -precisó la mujer sabia.

Kenhir, furioso, arrugó, al enrollarlo, un papiro de mediana calidad.

–Estoy de acuerdo con vosotros, pero la acusación es firme: al parecer, Thuty robó dos placas de oro en el templo de Maat, en Karnak. Como se encontraba en misión oficial, en nombre del Lugar de Verdad, la honestidad de toda la cofradía ha sido puesta en entredicho.

–¿Quién lo ha acusado? – preguntó Paneb.

–Un intendente encargado de supervisar los trabajos de restauración del templo.

–¡Quiero saberlo todo sobre ese tipo!

–El jefe Sobek se está encargando de ello, pero no está autorizado a investigar en el interior de Karnak. Mucho me temo que sus investigaciones se vean interrumpidas muy pronto.

–¿Y si Thuty fuera el traidor y el asesino de Nefer el Silencioso? – supuso Hay, muy molesto al formular tan atroz hipótesis.

–¿Por qué se te ha ocurrido esa idea? – preguntó Kenhir, extrañado.

–Si hace que lo acusen de ese modo, está mancillando el Lugar de Verdad, a cambio de un juicio clemente o, incluso, amañado.

–Lo que implicaría complicidades en lo más alto de la jerarquía de Karnak… ¿Te imaginas la magnitud de la conspiración?

–Espero equivocarme, Kenhir; ¿pero no ha demostrado el traidor su capacidad para hacer daño y actuar en la sombra?

–Debo encontrarme con el sumo sacerdote de Karnak -anunció Kenhir-; juntos decidiremos el procedimiento que debemos seguir.

–Ante todo -decidió Paneb-, asegurémonos de la inocencia de Thuty.

–¿Quién se encargará de la investigación?

–Yo, como jefe del equipo de la derecha. Y os juro que, si es culpable, hablará.


Paneb creyó que el orfebre, que tenía la sensibilidad a flor de piel, iba a estallar en sollozos.

–¿Yo, un ladrón? ¿Cómo puede haber alguien tan miserable que se atreva a acusarme de hurto?

–¿Conocías a ese intendente?

–No, era la primera vez que lo veía.

–¿Y no te pareció turbio?

–Turbio, no; condescendiente, sí. Incluso me propuso que me presentara como candidato a orfebre en jefe de Karnak, pero mi respuesta lo decepcionó.

–Te acusa de haber robado dos placas de oro antiguas.

–Las comprobé todas, porque él me lo pidió, y cuando abandoné el templo no faltaba ninguna.

–¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

Thuty puso ojos de perro apaleado.

–Por desgracia, nadie.

–Debo registrar tu casa.

El orfebre se llevó la mano a la garganta, como si se estuviera asfixiando.

–¿Crees que soy culpable?

–No, pero es preciso proporcionar al tribunal que te juzgue pruebas irrefutables. Yo declararé que un registro en toda regla no ha dado resultado alguno.

Thuty se acurrucó contra una pared.

–¡Registra, Paneb, registra todo lo que quieras!

El escriba de la Tumba puso su sello en el informe redactado por el jefe del equipo de la derecha, y lanzó un suspiro de alivio.

–Por fortuna, no encontraste nada.

–Thuty está deshecho, la mujer sabia lo está atendiendo.

–¿Qué te dijo?

–Cayó en una trampa.

–¡Y nosotros con él! La cofradía está al borde del abismo, Paneb.

–La justicia reconocerá nuestra inocencia.

–No seamos demasiado optimistas… Mientras no haya hablado pon el sumo sacerdote de Amón, temeré lo peor. Le he escrito diciéndole que llevábamos a cabo nuestra propia investigación y espero su respuesta. Si rechaza una entrevista, nuestra suerte estará echada.

–¡Ni hablar! – objetó el coloso-. Yo mismo iré a buscar a ese intendente y lograré que confiese.

–¡Sobre todo, no cometas ninguna estupidez! – ordenó Kenhir-. Que Maat nos proteja.

Kenhir no esperó mucho tiempo la respuesta del sumo sacerdote y ésta le sorprendió: el poderoso personaje deseaba hablar con el escriba de la Tumba en el puesto de control del Ramesseum.


Ambos hombres habían elegido la sobriedad: taparrabos a la antigua y túnica de lino ordinaria. El sumo sacerdote de Amón y Kenhir se encerraron en el despacho del jefe de puesto, al abrigo de oídos indiscretos.

–Hacía mucho tiempo que no había venido a la orilla oeste -advirtió el jefe de la jerarquía de Karnak-, y me habría gustado que el corto viaje se produjese en circunstancias menos dramáticas. ¿Cómo va tu salud, Kenhir?

–Cada día peor, pero el trabajo me permite olvidarme de ello.

–He oído decir que una joven esposa se desvivía por ti…

–Es una excelente ama de casa, aunque demasiado aficionada a la limpieza… La considero como mi hija y heredará todos mis bienes. Pero tú, sumo sacerdote, resistes mejor que yo el desgaste de los años.

–Sólo aparentemente, amigo mío; muy pronto me retiraré a una de las pequeñas moradas cercanas al lago sagrado para dejar paso a un sacerdote más joven, si el rey me lo permite.

–¿Qué rey imparte directrices en Karnak, Siptah o Tausert?

–Tausert decide, Siptah todavía firma los decretos. No temo a la reina; desde que estuvo aquí, y gracias a la intervención de los servidores del Lugar de Verdad, no considera a Tebas como una enemiga potencial. Debe saber que mi jerarquía y yo mismo somos conscientes de lo que os debemos.

–Pero hoy, uno de los servidores del Lugar de Verdad es acusado de robo y, más aun, en el templo de Maat, nuestra soberana y nuestra guía, ¡y toda la cofradía será considerada culpable!

–En efecto, ésa es la realidad -confirmó el sumo sacerdote.

–¿Qué tipo de hombre es el intendente que ha acusado al orfebre Thuty?

–Un administrador próximo al alcalde. Trabaja dos o tres veces al año en Karnak, vela por el mantenimiento de los edificios y su comportamiento ha sido siempre intachable. Cuando Thuty se marchó, inspeccionó el templo y comprobó que faltaban dos placas de oro, muy finas, que datan de la decimoctava dinastía. Llamó en seguida a los miembros del servicio de seguridad y levantó un acta. Sólo una persona trabajaba en el santuario, una sola persona pudo robar las placas: el orfebre del Lugar de Verdad.

–Hemos registrado su casa y no hemos encontrado nada.

–Eso no es suficiente para demostrar su inocencia -estimó el sumo sacerdote.

–El tribunal del Lugar de Verdad juzgará a Thuty.

–El robo fue cometido en Karnak, Kenhir, y será el tribunal de Karnak el que juzgue al acusado en el templo de Maat, el mismo lugar donde perpetró su fechoría.

–Con una considerable resonancia en detrimento nuestro, claro está, sobre todo si se solicita la pena de muerte.

–En un caso tan grave, así será. Tal vez habría una solución…

–Te escucho.

–Deja que los investigadores de Karnak entren en el Lugar de Verdad y registren todas las moradas de la aldea. Si no descubren las placas de oro, tal vez Thuty sea absuelto.

Kenhir frunció el ceño.

–¡Eso es imposible! Supondría violar por primera vez una de nuestras reglas fundamentales. Luego, por no importa qué pretexto, todos los dignatarios exigirían el libre acceso a la aldea. Y debo dar preferencia a la colmena con respecto a la abeja.

–Tienes razón amigo mío; en tu lugar, yo haría lo mismo. Pero así condenas a Thuty y arruinas la reputación de la cofradía.

–Dale al jefe Sobek la posibilidad de investigar a ese intendente y permite que lo interrogue.

–Mientras éste siga residiendo en el templo, está fuera del alcance de un policía que, además, no está autorizado a trabajar en mi territorio. Por otra parte, esa gestión sin duda irritaría al jurado ante el que deberá comparecer Thuty; se acusaría al Lugar de Verdad de haber iniciado una maniobra de distracción para intentar absolver a uno de los suyos.

–Una trampa soberbia -masculló Kenhir.

–Lo único que puedes hacer es inculpar a Thuty y expulsarlo de la aldea -preconizó el sumo sacerdote.

–¡Pero es inocente! Abandonar a uno de los nuestros sería una cobardía imperdonable.

–Me gusta oírte hablar así, Kenhir.

–Ese intendente ha sido comprado por alguien que busca nuestra destrucción -afirmó el escriba de la Tumba.

–¿Quién está tan loco como para atacar así al Lugar de Verdad? – preguntó el sumo sacerdote, extrañado.

–Lo ignoro, pero acabaremos sabiéndolo.

–Sin duda será demasiado tarde para Thuty, Kenhir.

–Puesto que los humanos no podrán pronunciarse de modo equitativo, ¿por qué no recurrir a los dioses?

–Piensas en consultar el oráculo de Amenhotep I… pero eso no salvará a Thuty, porque los hechos se han producido en Karnak.

–Lo sé. ¿Recuerdas que soy un especialista en sueños?

–Comienzo a comprender… ¡Deseas intentar la prueba de la aparición en sueños para obtener el nombre del culpable!

–Eso es.

–Es muy peligroso, Kenhir, y sin ninguna garantía de resultados.

–A mi edad, ya no tengo nada que temer.

–Dada tu competencia en este campo, el tribunal no te aceptará como cobaya. Ni tampoco aceptará a la mujer sabia, cuya capacidad de videncia es conocida. No obstante, si te empeñas en seguir adelante, busca un candidato al que no le importe poner en peligro su vida.


22


–En nombre de tus dos hijos, Paneb, te suplico que no corras semejante riesgo.


Uabet la Pura abrazó a su marido; era hermosa como un loto azul, e iba delicadamente perfumada.

–Soy el jefe del equipo de la derecha y debo salvar a Thuty de la trampa en la que ha caído.

–¡Tú no eres el responsable de esta situación! Y si mueres durante esta prueba, la cofradía pagará las consecuencias.

–Si no nos defendemos, su reputación quedará destruida y la aldea no sobrevivirá mucho tiempo.

–¡No quiero perderte, Paneb!

El coloso estrechó en sus brazos a su esposa, tan esbelta y tan frágil.

–Uabet, ocupas un rango elevado en la jerarquía de las sacerdotisas de Hator. Como yo, debes pensar prioritariamente en el Lugar de Verdad.

–¡Es demasiado peligroso!

–¿Por qué me consideras vencido de antemano?


–Nadie te obliga a hacerlo -afirmó Nakht el Poderoso-; y si renuncias, nadie te lo reprochará.

–Bien dicho -aprobó Pai el Pedazo de Pan.

–¿Estáis todos de acuerdo? – preguntó Paneb mirando a los artesanos del equipo de la derecha, que estaban reunidos ante su puerta.

–Sí -confirmó Gau el Preciso.

–No veo a Ched el Salvador.

–¡Oh, Ched! – exclamó Karo el Huraño-, ¡siempre igual! No ha dicho nada, pero forzosamente está de acuerdo con nosotros.

–De todos modos, me gustaría oír su opinión.

–Está trabajando en el taller.

Gracias al tratamiento descubierto por Clara tras múltiples experimentos, los ojos de Ched se habían salvado; pero su energía se debilitaba y había dejado la parte fundamental del trabajo para su discípulo Paneb, que se había convertido en su patrón. Salvador se limitaba a perfeccionar algunos detalles y reavivar un color, aquí o allá, con notable precisión. Se entregaba al mantenimiento de las tumbas antiguas, como si el trato con los antepasados de la cofradía le interesara más que el de los vivos.

–Ah, Paneb… Me han dicho que te marchas a Karnak.

–No me has dado tu opinión.

–¿Qué importancia tendría? Cuando tomas una decisión, es definitiva.

–¿No estás de acuerdo con lo que voy a hacer, no es cierto?

–¿Qué riesgo corres, en el fondo? Caer en una emboscada tendida por los sacerdotes de Amón o volverte loco durante la prueba de la aparición… No vale la pena privarse de ello.

–¿Y si lo consigo?

–Ése es el auténtico Paneb, ¡genio y figura! Cuando el camino no existe, tú lo trazas. Y hasta hoy no te has equivocado de dirección. Pero si privas al Lugar de Verdad de uno de los mayores pintores que haya conocido, no te lo perdonaré en la vida.


Paneb y la mujer sabia se recogieron largo rato en uno de los oratorios de la cofradía dedicado a la diosa del silencio, la soberana de la cima. La meditación ofreció al coloso nuevas fuerzas, que se prometió no malgastar antes de enfrentarse con las tinieblas.

Cuando Clara y Paneb salieron del oratorio, el sol empezaba a ponerse.

–Muy pronto será el momento del hotep -dijo ella-, la paz del poniente que Nefer llevaba en su nombre secreto. Le he implorado para que te acompañe y te dé fuerzas.

–Si tú me dices que no corra ese riesgo, te haré caso.

–Nunca me recuperaré de la desaparición de Nefer; si tú murieras también, ya no tendría hijo y ni siquiera el profundo gozo de la cofradía dilataría mi corazón. Pero me es imposible pensar sólo en mí misma. La condena de Thuty traería consigo la del Lugar de Verdad, y sólo tú puedes salvarlo. Cuando entres en la cámara de los sueños, sobre todo no hagas el vacío en tu espíritu, pero piensa sólo en Thuty. Contempla fijamente su rostro, exige la verdad, y sólo la verdad. Luz y tinieblas librarán un terrorífico combate en tu interior, pero preocúpate sólo por el orfebre. Esta noche subiré a la cima e invocaré a la diosa para que te nutra con su fuego.

La mujer sabia y el jefe del equipo de la derecha se dieron un abrazo, luego él se dirigió a la puerta principal, ante la que se habían reunido todos los aldeanos.

Nadie pronunció una sola palabra y Paneb se alejó por el camino de salida, pasando por el Ramesseum.


–¿Tu nombre? – preguntó el sacerdote que llevaba la cabeza afeitada.

–Paneb, servidor del Lugar de Verdad.

–¿Tienes plena conciencia del peligro que corres?

–No estoy aquí para charlar.

–Tu vida está en juego, Paneb.

–No, está en juego la de mi cofradía.

–Tras la purificación, cruzarás esta puerta. Al otro lado, estarás obligado a llegar hasta el final de la prueba.

El jefe del equipo de la derecha tendió las manos, con las palmas vueltas hacia el cielo, para que el ritualista las purificase con el agua procedente del lago sagrado. Luego, el sacerdote le lavó los pies, y Paneb se puso unas sandalias blancas en el umbral del templo que llevaba el nombre de «Ramsés que escucha las plegarias», construido al oriente de Karnak. Allí se levantaba un gran obelisco en el que se encarnaba, cada mañana, el primer rayo de luz saludado por cuatro babuinos de piedra, cuyas aclamaciones sólo eran oídas por los dioses.

Paneb siguió a otro sacerdote con la cabeza afeitada hasta una sala de columnas cuyo suelo de plata evocaba las aguas primordiales donde había nacido la vida.

Se detuvo frente a una pequeña puerta ante la que estaba el sumo sacerdote de Karnak.

–Mi amigo Kenhir me ha hablado mucho de ti, Paneb. Se te considera un buen líder y un excelente pintor. Nefer el Silencioso, tu padre espiritual, estaría orgulloso de ti. Pero tal vez te diría que la conjunción de talentos como los tuyos es tan rara y tan valiosa para la cofradía del Lugar de Verdad que sería una lástima ponerlos en peligro en semejante prueba.

–Había creído entender que ya no era tiempo de charlas.

–Tampoco me han mentido sobre tu carácter… Excepcionalmente, deseo concederte una última oportunidad para que lo pienses antes de penetrar en la cámara de incubación.

–Estoy aquí para que Thuty sea absuelto.

El sumo sacerdote se apartó.

–Que tu cuerpo se duerma si el cansancio lo abruma, pero no tu espíritu. De lo contrario, estarás perdido para siempre. Que alcances al dios, Paneb, y recuerdes tus visiones.

El coloso descubrió una pequeña estancia recién lavada con agua y natrón. En el centro, un pedestal en el que descansaba una barca de acacia. En la barca ardía un candil de una sola mecha, parecido a los que utilizaban los artesanos en las tumbas; no desprendía humo.

La puerta volvió a cerrarse.

Paneb se sentó con las piernas cruzadas y se concentró en la llama sin dejar de pensar en su hermano Thuty que, gracias a los remedios de la mujer sabia, dormía apaciblemente.

De pronto, la mecha se retorció y el fuego danzó, como si intentara escapar del control de Paneb. El pintor se acercó a ella y, con las manos, sin temor a quemarse, consiguió apaciguarla para formar un espejo rojizo en el que descubrió el rostro del orfebre.

–Cuéntame, Thuty, cuéntamelo todo…

Paneb tuvo la sensación de que su cuerpo estaba ardiendo, pero prescindió de ello, pues una escena se inscribía en el círculo de fuego.

El orfebre recorría el templo de Maat y se demoraba en cada una de las placas de oro que había en el muro. Una de ellas llamaba especialmente su atención.

–No, Thuty, no… ¡Tú no hiciste eso!

Tras haber comprobado que estaba bien fijada, el orfebre se alejó. Y salió del templo, llevando al hombro la bolsa que contenía sus herramientas.

La llama lamió la frente de Paneb, que ni siquiera hizo el ademán de retroceder, pues otro personaje aparecía en el círculo: el intendente que Thuty le había descrito detalladamente. Tras haber mirado hacia atrás repetidas veces, para comprobar que nadie lo observaba, el intendente arrancó una placa de oro con la ayuda de un fino cincel de cobre. Una segunda placa corrió la misma suerte, y el ladrón abandonó el lugar.

Una bruma invadió los ojos de Paneb y sintió deseos de dormir. Resistirse le exigía un esfuerzo tan intenso que su cuerpo se cubrió de sudor.

–¿Dónde están… las placas de oro? – preguntó con voz entrecortada.

El rostro de chacal de Anubis apareció en el centro de la llama.

–Duerme, Paneb, duerme… Y encontrarás respuesta a todas tus preguntas.

–Ayúdame, Thuty… ¡Lucha conmigo, hermano!

Los rasgos del orfebre reemplazaron los del dios, luego se sucedieron unas imágenes confusas: el Nilo, embarcaciones, un muelle, mujeres sentadas, cestos llenos de vituallas.

–¡El mercado! – aulló Paneb.

Intentó levantarse para empujar la puerta, pero estaba paralizado.

La llama se apagó, sumiendo la estancia en la más absoluta oscuridad. El coloso intentó resistirse al terrible sueño que lo invadía.

Cuando sus ojos se cerraban, la puerta se abrió.


23


En cuanto su servicio en el templo hubo terminado, el intendente se dirigió al mercado como había convenido. Allí cambiaría las placas de oro por un lingote de plata que por fin le permitiría pagar sus deudas y llevar una vida más acomodada. Para ello había tenido que cometer un robo y dejar que acusaran a un artesano que sería condenado en su lugar, pero no lo lamentaba lo más mínimo. Ése no era su problema.


En su mochila de cuero llevaba las dos placas de oro envueltas en papiros.

Aún tenía que pasar el puesto de guardia principal.

–¿Ha terminado tu servicio? – le preguntó el jefe del puesto.

–Volveré dentro de unos meses.

–Mala cosa lo de ese robo…

–Afortunadamente, es algo que ocurre muy raramente. Y, además, el culpable ha sido detenido.

–Abre tu bolsa.

Con las manos húmedas, el intendente hizo lo que el guardia le ordenaba.

–¿Qué llevas ahí?

–Lo de siempre, las listas de las reparaciones efectuadas y de las que tendré que encargarme cuando regrese. Es sólo una copia, claro está; esta mañana he entregado el original a mi superior.

–¿Sigues trabajando en el ayuntamiento?

–De momento, sí.

–Bueno, hasta la próxima.


Serketa llevaba su disfraz de campesina que tanto le divertía. Se había instalado entre las vendedoras de frutas y legumbres, con las que había charlado de trivialidades antes de la llegada de una clientela numerosa y decidida a discutir los precios. Varias siervas de sus amigas tebanas le habían dirigido miradas de desdén, y Serketa había conversado incluso con una rica terrateniente, tan avara que hacía personalmente sus compras.

Siguiendo el ejemplo de sus colegas, la esposa del general se mostraba unas veces conciliadora, otras intransigente, y no vendía demasiadas mercancías para no exasperar a la concurrencia.

El intendente apareció nervioso e incómodo, y se abrió paso con dificultad por entre la muchedumbre de ociosos para acercarse a las vendedoras.

Como estaba previsto, los higos de Serketa estaban dispuestos en tres cestos de un color verde chillón. El intendente no podía equivocarse de interlocutora.

De pronto, todos los sentidos de Serketa se pusieron en alerta.

Por lo general, dos babuinos policías vigilaban el mercado y saltaban sobre las pantorrillas de los descuideros. Hoy había cuatro, y varios guardias provistos de bastones los acompañaban.

O el intendente había hablado o lo habían seguido. De cualquier modo, Serketa corría el riesgo de ser atrapada en la nasa.

El hombre se detuvo ante los cestos verdes.

–¿Vendes sandías?

–Sólo higos bien maduros -respondió ella de acuerdo con la contraseña convenida-. Prueba éste.

El intendente degustó el fruto.

–Llévate una caja a cambio de tus papiros -murmuró ella-. La policía nos vigila.

–La policía, pero…

–Hazlo en seguida.

El intendente obedeció, satisfecho de librarse de su fardo.

–El lingote está escondido en el fondo de la caja -precisó Serketa-. Cómprale alguna fruta a mi vecina y sigue haciendo tus compras. Sobre todo, mantén la cabeza fría.

Con un nudo en la garganta y las manos temblorosas, el intendente regateó el precio de la uva. Cuando volvió la cabeza para ver si su cómplice seguía allí, su vista se nubló. Un chorro de ácido le abrasó el estómago, su corazón se lanzó a todo galope y ya no consiguió recuperar el aliento.

Al ver que su cliente se sentía mal, la vendedora se levantó.

–¿No se encuentra bien?

–Yo… Ella me ha…

Con los ojos en blanco, el intendente se derrumbó sobre un montón de cebollas.

–¡Socorro! – aulló la mujer.

Los policías acudieron en seguida; el jefe Sobek los apartó.

–Está muerto -comprobó.

El pánico se apoderó del mercado, pero los babuinos de amenazadores colmillos restablecieron la calma.

–¿Dónde se ha metido tu vecina? – preguntó Sobek.

–¿La vendedora de higos? No lo sé… Nunca antes la había visto y ha desaparecido tras haber hablado con el hombre que acaba de morir.

–¿Le ha comprado fruta?

–La que estaba en esa caja volcada.

Sobek la examinó. Sólo contenía higos.

–¿Cómo ha pagado?

–Con papiros, creo.

El policía inspeccionó el lugar donde estaba sentada la asesina. Allí encontró los papiros y, en su interior, las dos finas placas de oro que habían sido robadas del templo de Maat. Por temor a los babuinos, la falsa vendedora no se había atrevido a llevárselas.


–¿Cómo se encuentra? – preguntó Kenhir a Uabet la Pura.

–A pesar de lo que ha pasado esta noche -respondió ella con una sonrisa maliciosa-, me parece que está en plena forma.

–Bueno, bueno… ¿Puedo verlo?

El rostro de la hermosa rubia se contrajo.

–¿Espero que no habrá malas noticias?

–¡Al contrario!

–Entrad, entonces.

Paneb jugaba con la pequeña Selena, para la que había fabricado una muñeca articulada y pintada, que representaba a una sacerdotisa de Hator haciendo ofrenda de un espejo. La niña manejaba los brazos con delicadeza ante la atenta mirada de su padre.

–Perfecto, querida… También puede caminar, ¿sabes?

Admirada y concentrada, Selena siguió los movimientos de la muñeca como si le fuera la vida en ello.

–¿Yo también seré una sacerdotisa?

–¿Te gustaría tener un hermoso espejo como éste?

–Pero no sólo eso.

–¿Y qué más?

–Quiero conocer el secreto de la montaña y sólo una sacerdotisa de Hator puede pedírselo a la diosa. Se lo he preguntado a mamá, pero se niega a decírmelo.

–Es normal, Selena.

–¿Tampoco tú quieres contarme el secreto?

–Yo soy un artesano, no una sacerdotisa.

Esas palabras sumieron a la niña en la perplejidad, de la que no tardó en salir.

–¡De todos modos podrías llevarme a la cima! Eres tan fuerte que no temes a ningún demonio.

–Ten un poco de paciencia.

El escriba de la Tumba tosió.

–Siento interrumpiros, pero acabo de saber que el tribunal de Karnak ha absuelto a Thuty. El sumo sacerdote ha invitado a nuestro orfebre a concluir la decoración del pequeño templo de Maat y le entregará el equivalente de las dos placas de oro en ungüentos y vestiduras.

–¿Cómo se encuentra?

–Mucho mejor. La mujer sabia piensa que volverá al trabajo en los próximos días. Saber que ha sido absuelto de toda acusación ha devuelto a Thuty las ganas de vivir. ¿Y tú cómo te sientes?

–No me gustaría tener que repetir la experiencia -reconoció el coloso, tomando a la niña en brazos-. Cuando el sueño me dominó, creí que la visión del mercado que había tenido no serviría para nada. Luego apareció un rayo de luz y, poco a poco, recuperé el uso de mis miembros sin dejar nunca de pensar en Thuty… Tal vez la fraternidad sea más fuerte que la muerte…

Kenhir tosió de nuevo para disimular su emoción.

–El intendente tenía muchas deudas -reveló-; ésta es la razón por la que robó las dos placas de oro, con la certidumbre de que podría cambiarlas en el mercado. Por desgracia, la intervención de la policía resultó demasiado evidente y su cómplice, una vendedora de higos, consiguió huir abandonando el botín.

–¿Una vendedora de higos? – preguntó Paneb, extrañado.

–Sí, una campesina de la que no se ha dado ninguna descripción concreta.

–¡Eso es intolerable!

–Según el jefe Sobek, sólo se trataba de una intermediaria cuya misión consistía en recoger las placas de oro, sin duda, para fundirlas.

–Dicho de otro modo, existe una pandilla cuyo objetivo consiste en destruir el Lugar de Verdad. Y uno de nosotros, un hombre que se afirma hermano nuestro, forma parte de ella.

La niña se acurrucó contra su padre.

–¿Significa eso que las tinieblas se comerán la luz? – preguntó, inquieta.

–Significa que lucharemos para que la obra prosiga y la traición acabe por asfixiar al traidor.


24


El gran consejo, del que ya formaban parte Set-Nakht y su hijo mayor, estaba reunido bajo la autoridad de la reina Tausert. Sólo faltaba el canciller Bay.


–Nunca se retrasa -murmuró el responsable de los canales-. A Su Majestad no va a gustarle…

La reina intercambió algunas palabras con su ministro de Finanzas, y luego se dirigió a la asamblea.

–¿Alguno de vosotros sabe dónde está e! canciller?

Nadie respondió.

–Que el chambelán vaya a los aposentos de Bay mientras nos ponemos a trabajar. Comencemos por el informe del responsable de los canales.

El chambelán salió de la sala del consejo y corrió hacia el despacho del canciller.

Vacío.

Quedaba su alcoba, cuya puerta estaba cerrada. El chambelán llamó.

Al no obtener respuesta, se atrevió a empujarla. El cerrojo no estaba echado.

–¿Canciller…, estáis ahí?

Bay yacía en un charco de sangre, a los pies de su lecho.


Cuando el canciller abrió los ojos, creyó haber llegado a las campiñas paradisíacas del otro mundo. Un perfume de loto mezclado con jazmín encantaba su nariz y el maravilloso rostro de la reina Tausert se inclinaba hacia él.

–¿Bay… puedes hablar?

–¿No… no estoy muerto?

–Varios médicos se están ocupando de ti. ¿Qué ha ocurrido?

–¡Ya recuerdo! Un acceso de tos más fuerte que los demás… y luego sangre, un chorro de sangre, y me he desmayado… ¡Pero ahora lo recuerdo! ¡El gran consejo, he faltado al gran consejo!

Bay intentó levantarse.

–Debes permanecer tumbado, canciller. Es una orden.

–Bien, majestad, bien… ¿Qué tal han ido los debates?

–Hemos tomado buenas decisiones.

–Mejor así… ¡Pero todavía queda tanto por hacer! Tranquilizaos, sólo sufro una fatiga pasajera. Mañana mismo estaré de pie.

–Tienes derecho a hacer reposo.

–¿Es otra orden, majestad?

–Claro está.

–Siento mucho lo de mi ausencia en el gran consejo… No volverá a repetirse.

–Hemos seguido tus directrices, el Tesoro está satisfecho.

–Majestad, quisiera deciros…

La voz del canciller apenas era perceptible. La reina le cogió la mano.

–Majestad… Cuidad de Egipto.

Durante largos minutos, Tausert permaneció inmóvil. Un médico se aproximó.

–Majestad, el canciller ha muerto.

–No, doctor, por fin descansa.


El rey Siptah, caminando cada vez con mayor dificultad a causa de su cojera, salió de la austera alcoba que ocupaba en el templo de Amón para ir al encuentro de la reina.

Tausert quedó impresionada por el envejecimiento del joven monarca, cuyo rostro, a pesar del sufrimiento, expresaba una serenidad real.

–¿Deseabais verme, majestad? – preguntó Siptah.

–Traigo malas noticias.

–Me gustaría dar un paseo por el gran patio al aire libre… Ya hace varios días que no veo el sol. Gracias a mi bastón, aún puedo andar.

Con un valor digno de admiración, el monarca consiguió olvidar los dolores que lo corroían desde hacía varios meses para salir del templo cubierto y respirar al aire libre.

–¡Qué espléndido es el cielo! Allí viven las almas de los reyes… ¿Habéis dicho que había malas noticias?

–El canciller Bay ha fallecido.

Siptah se dobló como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.

–Bay, mi amigo y mi benefactor… Se ha deslomado trabajando.

–Su momia descansará en el Valle de los Reyes, cerca de vuestra morada de eternidad.

–Bay emprenderá un magnífico viaje. Estoy seguro de que me recibirá en el Valle.

El rey se sentó en un banco de piedra.

–¡Soy un monarca patético! Vos me habláis de Egipto y yo sólo pienso en mí.

–Será imposible reemplazar a Bay. Ocupaba un puesto especial que había moldeado para sí mismo, a costa de constantes esfuerzos, y todos los miembros del gobierno lo respetaban. Ahora, nos hemos quedados solos, vos y yo, frente a ellos y a los cortesanos.

–Soy incapaz de ayudaros, Tausert; vos estáis aún más aislada de lo que creíais. Todo lo que puedo ofreceros es mi apoyo incondicional ante los buitres que ambicionan el trono. Firmaré los decretos que vos adoptéis, pues sé que para vos sólo cuenta el bienestar de nuestro país.

La reina se inclinó ante el faraón.


Tausert entró en una inmensa pajarera donde vivían aves multicolores que habían sido ofrecidas a palacio por los exploradores del gran Sur. La propia reina llenó de grano los comederos y vertió agua fresca en los recipientes. Una abubilla de cresta negra y amarilla se posó en su hombro y la observó, inclinando la cabeza.

–¿Deseas la libertad? – le preguntó la reina mostrándole la puerta abierta de par en par.

La abubilla emprendió el vuelo, se detuvo durante unos instantes y, luego, regresó al fondo de la pajarera.

–Yo tampoco consigo escapar -murmuró la reina al ver cómo se acercaba, en una actitud más decidida aún que de ordinario, el pétreo Set-Nakht.

–¿Me concedéis una entrevista privada, majestad, o debo solicitar una audiencia oficial?

–Supongo que no habéis venido hasta aquí por una nimiedad, así que, adelante.

–Esos pájaros hacen mucho ruido… Vayamos al quiosco.

En el quiosco había sombra y, además, estaba aislado; ningún jardinero escucharía la conversación.

La reina y Set-Nakht se sentaron frente a frente, a uno y otro lado de una mesita en la que había una cesta con uva.

–Con la muerte de Bay, majestad, perdéis al hombre que conseguía anular las facciones.

–Soy perfectamente consciente de ello.

–A mi entender, nadie está en condiciones de reemplazarlo.

–Tenéis razón.

–¿Pensáis asistir a sus funerales?

–Tendrán lugar en Tebas, y me es imposible abandonar Pi-Ramsés.

–Me satisface oíros decir eso.

–¿Habríais intentado impedirme que partiera?

–Os quedáis, ¿no es así? No hace falta plantearse eso, pues. En la actual situación, cualquier otra actitud hubiera sido una falta grave. Todos sabemos que el rey Siptah se está muriendo, y sin duda os ha confiado la responsabilidad de reinar en su lugar. Si el faraón se hubiera marchado al extranjero, os habría encargado que gobernarais. No sois la primera regente de las Dos Tierras, y actualmente encarnáis la estabilidad que necesitan, a condición de que no os alejéis de la capital. Así pues, mi hijo mayor y yo mismo os obedeceremos en todo momento.

–Agradezco sinceramente vuestro apoyo -apostilló la reina con una leve sonrisa.

–Pero quería deciros una vez más que esa obediencia tiene límites. A la muerte de Siptah, la regente tendrá que apartarse del trono.

–¿Para entregárselo a quién?

–A un hombre experimentado que restaure por fin el poder faraónico en todo su esplendor. Hemos sufrido reinados de inquietante debilidad, durante los últimos años, y una mujer no podrá poner fin a ese tipo de cosas.

–¿Y por qué vos os creéis capaz de ello?

–Porque tengo la firme voluntad de hacerlo.

–¿Incluso a costa de una guerra civil, Set-Nakht?

–Eso sería hacerles el juego a nuestros enemigos y condenar a muerte a Egipto. Cuando llegue el momento, majestad, retiraos y dejadme hacer a mí.


A los aldeanos no les gustó demasiado saber que los miembros del tribunal del Lugar de Verdad habían sido convocados. ¿A qué nueva prueba deberían hacer frente? No podía tratarse del asunto Thuty, pues ya estaba resuelto, y nadie había oído hablar de un conflicto reciente entre dos artesanos.


Corrieron múltiples rumores, entre los que se encontraban la condena de la esposa de Pai el Pedazo de Pan por abuso de golosinas hasta la de Karo el Huraño por exceso de blasfemias, pero ninguno pareció fundado.

–Sin duda tiene relación con la muerte del canciller Bay -estimó Unesh el Chacal-; ¡las autoridades han decidido reducir las entregas!

–Yo estoy convencido de que los artesanos de Karnak están celosos y quieren impedirnos que trabajemos para el exterior -afirmó Nakht el Poderoso.

–Sea lo que sea -anunció Fened la Nariz-, no nos dejaremos manipular.

Ante la sorpresa general, la sesión del tribunal fue de corta duración; Kenhir se negó a hacer cualquier declaración y la aldea siguió a la expectativa.

–¿Tan grave es? – preguntó Niut la Vigorosa.

–Hemos tomado decisiones fundamentales para el porvenir de la cofradía -respondió el escriba de la Tumba-, y espero que no nos hayamos equivocado.


25


El jefe del equipo de la izquierda, actuando como sacerdote del ka, pronunció las últimas fórmulas de resurrección sobre el sarcófago del canciller Bay. Luego apagó las lámparas y volvió a la superficie, donde lo estaban esperando los servidores del Lugar de Verdad que habían llevado paños, ungüentos, muebles, papiros y alimentos momificados a la morada de eternidad del canciller.


Extraños funerales en el Valle de los Reyes, en favor de un hombre que no había sido faraón y que el faraón reinante, incapaz de viajar, no había honrado con su presencia. Los dignatarios tebanos, desconfiados, habían preferido abstenerse, dejando a los artesanos el cuidado de ocuparse de la momia de Bay.

Paneb cerró la puerta de la tumba, sobre la que colocó el sello del Lugar de Verdad.

–Ni siquiera ha venido la reina Tausert…

–No puede abandonar la capital -consideró Hay-. Imagínate por lo que estará pasando sin el apoyo del canciller…

–Éste es el momento de demostrar si es capaz de reinar.

–Según las informaciones recabadas por Kenhir, la posición de la reina se debilita día tras día. Siptah es su última muralla; a su muerte, un clan guerrero tomará el poder.

–Un clan para el que nuestra cofradía no contará demasiado.

–Probablemente -reconoció Hay.

Los artesanos abandonaban lentamente el Valle de los Reyes. Pasaron por el collado, no sin haber admirado, una vez más, la cima de Occidente y las colinas abrasadas por el sol, a cuyo abrigo descansaban los reyes y las reinas, así como sus fieles servidores.

Cuando Paneb iba a franquear la puerta de la aldea, el escriba de la Tumba le cerró el paso con su bastón.

–¡Lo siento, no regresas a tu casa!

–¿Por qué razón?

–Tu comportamiento nos ha decidido.

–¿Decidido… a qué?

–El tribunal del Lugar de Verdad te ha designado maestro de obras de la cofradía. Serás el encargado de proseguir la obra de Nefer el Silencioso.

El coloso, atónito, permaneció mudo.

–Para cumplir esa función y tener acceso a los más altos misterios -prosiguió Kenhir-, debes vivir una nueva iniciación. Confía en la mano que te guía.

Sin más explicaciones, el escriba de la Tumba volvió la espalda a Paneb.

–Sígueme -le ordenó Hay, que se dirigió al camino de salida que flanqueaba el Ramesseum.

Paneb creyó que la ceremonia se desarrollaría en el interior del templo de millones de años de Ramsés el Grande, pero el jefe del equipo de la izquierda prosiguió su ruta hasta el embarcadero.

–¿Pasamos a la orilla este?

–Sí, pero no con la barcaza habitual.

Los dos hombres siguieron caminando por la ribera hasta un lugar aislado donde los esperaba una embarcación. Divisaron al gobernalle, un curioso marino que tenía la cabeza afeitada y dos ojos pintados en la nuca, como si fuera capaz de ver tras de sí.

–¿Tenéis con qué pagar? – preguntó.

–El precio del pasaje es la Encada de los dioses que contiene y revela la unidad -respondió Hay, mostrando sus diez dedos.

La travesía se efectuó en silencio hasta el embarcadero de Karnak, que estaba completamente vacío. La ciudad santa estaba sumida en el silencio.

–Aquí se abre el ojo del señor del universo -declaró Hay-, y este santuario es el lugar donde se expresa su corazón. Aquí se reconstituye lo que estaba disperso.

Tras haber flanqueado el recinto, Hay condujo a Paneb hasta el templo del Oriente.

El coloso pareció reticente.

–¿Debo enfrentarme de nuevo a la cámara de los sueños?

–¿Te echarías atrás si tuvieras que hacerlo?

Paneb miró al frente.

–Contempla la colina primordial, la isla nacida del océano de los orígenes durante la primera vez -le indicó Hay-. Contiene la energía luminosa que permite vivir a la piedra y edificar a la mano de los constructores. El sol se levanta cada mañana sobre ella, ilumina a los que vagan por las tinieblas, y el camino se hace más seguro bajo sus pasos.

Paneb avanzó y la puerta del templo se abrió.

–Ya no tienes ataduras -anunció la voz grave de un sacerdote-. Las puertas del cielo se abren para ti, todo te es ofrecido, todo te pertenece. Entras como halcón; saldrás como fénix. Que la estrella matutina te ilumine el camino y te permita contemplar al señor de la vida.

Paneb siguió a un ritualista que acompasaba su marcha, golpeando el suelo con un largo bastón de madera dorada y pasó ante unos colosos de Ramsés antes de venerar el obelisco cuyo piramidión de oro reflejaba la luz del sol.

–Has llegado al lugar de origen del aliento de Ra, rico en milagros para salvar a quien afronta el vacío. Aliméntate con su fulgor y penetra en el taller divino.

El pintor no fue introducido en la cámara de los sueños, sino en una pequeña sala donde dos sacerdotes, que llevaban máscaras de ibis y de halcón, lo purificaron antes de conducirlo al santuario de Tutmosis III, «aquellos cuyos monumentos brillan de luz» (4).

Allí eran iniciados los sumos sacerdotes de Karnak, allí también los maestros de obras recibían la iluminación necesaria para que el espíritu y la mano estuvieran indisolublemente unidos.

–Para orientar la obra debes entrar en la luz y ver como ella ve -dijo la máscara de halcón-. ¿Qué solicitas este día en el que el sol brilla en el corazón de la noche?

–Vengo hacia ti, soberano del espacio sagrado, pues he practicado la Regla de Maat. Permíteme formar parte de quienes pertenecen a tu séquito y conocer tu fulgor, tanto en el cielo como en la tierra.

–Para acceder al estado de ser luminoso, transforma en eterno lo perecedero, ensambla los materiales que formarán un cuerpo nuevo e inalterable, sé el artesano que da la vida. Tu mano conocerá los designios de Dios y tu boca pronunciará las fórmulas de transfiguración. Te desplazarás entonces como una estrella en el vientre de tu madre, el cielo; brillarás como el oro y llevarás a cabo la obra. Y recuerda que Maat es luz fecundadora para quien la practica.

Paneb avanzó por el interior de una vasta sala con pilares decorados con admirables pinturas que representaban al faraón en comunión con las divinidades. De los cálidos matices emanaba una claridad que conmovió al coloso.

–La luz está en el cielo; el poderío, en la tierra -declaró el sumo sacerdote, ofreciéndole a Paneb una estatuilla de oro de Amón, de un codo de altura-. Si eres capaz, completa la obra iniciada por tu predecesor, Nefer el Silencioso.

El sumo sacerdote desapareció y dejó a Ardiente solo ante el dios.

Paneb no disponía de ninguna herramienta, y consideró que la escultura era tan perfecta que no podía modificar ninguno de sus aspectos. Nefer había logrado una belleza tal que se le dilató el corazón.

Entonces el coloso se inclinó ante la frágil estatuilla y veneró la potencia de la que era portadora.

En los pilares, las representaciones del faraón parecieron animarse; las ofrendas, multiplicarse y concentrarse en un solo rayo que penetró en la cabeza de la estatuilla.

Y ésta se dislocó para que apareciese una piedra parecida a la Piedra de Luz que el Lugar de Verdad utilizaba para otorgar su plena eficacia a sus obras.

Paneb comprendió que los elementos que componían un material podían disociarse y ensamblarse de otro modo, y que los artesanos eran capaces de llevar a cabo esas transmutaciones, siempre que supieran utilizar la piedra.

La razón le hubiera ordenado cerrar los ojos y taparse la cara para no ver un resplandor tan intenso que iluminaba el templo entero; pero el pintor prefirió disfrutar con todo su ser de aquella energía procedente de las profundidades del universo.

–Llévala -dijo la voz del sumo sacerdote de Amón-, y tendrás la luz en tus manos.

El coloso levantó la piedra, pesada y ligera al mismo tiempo.

–El iniciado es una piedra en bruto -afirmó el pontífice-. Cuando penetra en el templo se afina como el material nacido en el vientre de la montaña y que asciende de las profundidades para salir a la luz e integrarse a la Piedra de Luz. Has visto el secreto, Paneb, y ahora debes construirlo y transmitirlo. Aquí, en este templo, tus predecesores edificaron el paraje de luz donde se consuman los ritos; en el Lugar de Verdad, la presencia de los antepasados, almas luminosas, mantienen la eficacia de la piedra de los orígenes. Y tú, maestro de obras, debes preservar la coherencia de la cofradía.

Una profunda paz, parecida a la que dispensaba el poniente al cabo de una jornada de trabajo, se apoderó del santuario. Pero Paneb sintió que, para él, aún no había llegado la hora de disfrutar de aquella felicidad.

Cuando salió del edificio, un inmenso pájaro azul, un fénix procedente del Oriente, volaba hacia el Lugar de Verdad.


26


El anuncio del nombramiento de Paneb como maestro de obras del Lugar de Verdad y sucesor de Nefer el Silencioso se confundió con la gran fiesta celebrada en honor del rey Amenhotep I, fundador y señor de la aldea, el vigésimo noveno día del tercer mes de la estación de las siembras. Los aldeanos llevaban en procesión la estatua de su protector antes del banquete monumental durante el que degustaban codornices asadas, estofado de paloma, riñones, costillas de buey, varias clases de pescado, quesos, bayas de azufaifo, compota de higos y pasteles de miel y de licor de dátiles.


Los artesanos se habían encargado de la carne; las mujeres, de los demás platos. Habían sacado las marmitas de serpentina y la preciosa vajilla ofrecida por los faraones, es decir, copas y platos de alabastro, y cubiletes de oro en los que se servían los excepcionales caldos que Kenhir había sacado de su cava.

Userhat el León blandió el bastón con cabeza de carnero, símbolo del dios Amón, al que se dirigían las reclamaciones, y nadie tomó la palabra.

–No hay hermano para quien está sordo a la voz de Maat y no hay día de fiesta para el ávido -recordó el escriba de la Tumba-. Tenemos la suerte de vivir un período de armonía y de que esté a la cabeza de la cofradía Paneb el Ardiente, que proseguirá la obra y nos defenderá de nuestros enemigos. Tengamos, todos juntos, un día feliz.

Todos juntos quería decir todos juntos. Por eso, el perro Negrote, a la cabeza del clan compuesto por Bestia Fea, la oca guardiana, el mono verde, e incluso Encantador, el enorme gato de Paneb, tuvieron derecho, como sus compañeros, a disfrutar de los mismos alimentos que los humanos. Como excepción, Viento del Norte, el asno del coloso, fue autorizado a penetrar en la aldea para participar, también, de la fiesta.

Sus grandes orejas quedaron encantadas por el concierto que ofrecían tres sacerdotisas de Hator. Una tocaba un doble oboe, formado por dos tubos largos y delgados hechos con cañas; otra, un clarinete y una arpa cimbrada esculpida en el tronco de una acacia. La arpista no era otra que Turquesa, cuya belleza y atavío levantaron ciertas observaciones acerbas por parte de las amas de casa menos favorecidas por la naturaleza; pero la tañedora sólo se preocupaba de su instrumento y, con los ojos cerrados, dejaba correr los dedos por las siete cuerdas.

–No pareces muy alegre -le dijo a Paneb Renupe el Jovial, cuya panza amenazaba con estallar.

–Sólo los inconscientes se alegran con las responsabilidades -afirmó Unesh el Chacal.

–Bien dicho -confirmó Gau el Preciso, cuya larga nariz comenzaba a enrojecer.

–Mañana ya veremos -propuso Didia el Generoso-; de momento, honremos esos alimentos y esas ánforas de vino añejo.

Casa la Cuerda hubiera aprobado, de buena gana, al carpintero, pero ya no distinguía lo que le rodeaba y no conseguía articular ni una sola palabra.

Kenhir, forzado a permanecer relativamente sobrio por las furibundas miradas que le lanzaba Niut la Vigorosa, advirtió que las sacerdotisas de Hator no sólo bebían agua. Sin duda, la mujer sabia tendría mucho trabajo para aliviar los dolores de estómago y sanear los hígados empapados.

A lo largo de toda la velada, Paneb había permanecido ausente, como si la fiesta no le concerniese.

–Piensas en Nefer, ¿no es cierto? – le preguntó Clara.

–Él debería haber presidido este banquete, no yo. Vi su obra maestra en Karnak, y es tan perfecta que no puedo retocarle nada.

–Él pronunció las mismas palabras en la misma situación. Y sólo pensaba en retirarse a su taller para estar solo con los instrumentos y los materiales.

–Dicho de otro modo, es imposible renunciar a una misión que te confía el Lugar de Verdad.

–Eso es lo que tu padre espiritual había comprendido, en efecto. ¿Pero acaso cada cual no es libre de elegir su destino?

–Un solo deseo me ha animado siempre: pertenecer a esta cofradía, pintar el fuego de la vida, alcanzar la luz inmutable… ¡Pero nunca había pensado en dirigiría!

–Tampoco Nefer… En nuestro camino, cuando nos alejamos del poder es cuando nos lo entregan. Y entonces se mesura su peso.

Pocas veces hubo una fiesta tan alegre en el Lugar de Verdad. La aldea tenía de nuevo un maestro de obras, y las preocupaciones se disipaban.

Vaciada la última ánfora, se distribuyeron antorchas a los comensales, con las que se iluminó el Lugar de Verdad, que brilló durante largo rato en la noche estrellada.


Uabet la Pura había utilizado su concha para afeites, perfecta imitación de una caracola del Nilo tallada en alabastro, para maquillarse ligeramente. Se había puesto su más hermosa túnica, de un verde suave, y por fin estaba lista. Selena, en cambio, empezaba a impacientarse.

–¿Vamos, mamá?

Uabet echó una última ojeada a la casa para asegurarse de que ya no quedaba nada.

Los artesanos estaban transportando el mobiliario hasta la nueva morada del maestro de obras, que era casi tan grande como la del escriba de la Tumba. Uabet debía indicarles el emplazamiento de cada mueble y dar a la servidumbre las directrices indispensables. Muchachos y muchachas de la aldea se habían apresurado a entrar al servicio de la esposa de Paneb, que se había quedado con cinco de ellos insistiendo en sus exigencias, comenzando por una estricta higiene.

–¿Dónde está Paneb? – le preguntó a Nakht el Poderoso, que llevaba un arcón de madera lleno de ropa.

–En el templo, para la entrega de las herramientas.

–¡Sobre todo, ten mucho cuidado! Es mi arcón más hermoso.

Uabet estaba, al mismo tiempo, enojada y encantada. Desde su primer encuentro había advertido que Paneb tenía madera de jefe y se felicitaba por su éxito, debido a su valor y su talento. En el amor que sentía por el coloso se mezclaba una profunda admiración, y no tenía más preocupación que ser una esposa digna de él.

–¿Dónde pongo los cestos de costura? – preguntó Karo el Huraño.

–Sígueme.

Selena ya había tomado posesión de su alcoba, donde jugaba con la muñeca. Aperti, sin embargo, había preferido entrenarse a luchar con sus compañeros. Su madre no se había opuesto a ello, temerosa de que si se quedaba en casa podría romper cualquiera de los objetos frágiles.

Uabet estaba contenta de la actitud de Turquesa, ya que durante el banquete su hermana de espíritu no había dirigido la palabra a Paneb ni una sola vez, dejando el proscenio para la esposa legítima. Uabet había temido que el nombramiento de su marido comportara exigencias por parte de la soberbia pelirroja, pero ésta había sabido ponerse en su lugar.

–¡Qué hermosa casa! – exclamó Pai el Pedazo de Pan-. Qué feliz debes de ser, Uabet… Tú supiste darte cuenta: Ardiente no es un hombre como los demás.


–He aquí el codo del maestro de obras -dijo la mujer sabia, confiando a Paneb el instrumento de oro en el que se habían grabado divisiones en palmos y pulgadas-. Es un codo real, sacralizado por cuatro dioses, Horus al Oriente, Osiris al Occidente, Ptah al Norte y Amón al Mediodía. En todas tus obras invocarás esos ángulos de la creación y encarnarás esos pilares. Gracias al codo que nos legó Thot, el dueño del universo, respirarás el soplo del origen. Por el codo actuarás como un ser útil, eficaz, poderoso, de voz justa y portador de vida.

Luego, la mujer sabia entregó a Paneb su codo de trabajo, de madera de ébano, en el que se había grabado una invocación a Osiris y a Anubis.

–Te servirá para hacer que vivan las proporciones ajustadas, pero la medida que imprimirás en tus construcciones será tu propio brazo. Así se unirán el codo eterno y su encarnación.

La mujer sabia ofreció luego al maestro de obras las otras tres herramientas fundamentales de su función, la escuadra, uno de cuyos nombres era «la estrella» y que correspondía al triángulo 3/4/5, el nivel y la plomada, los dos últimos marcados por un peso en forma de vaso sellado, el jeroglífico del corazón.

–Que Ptah, el maestro de los constructores, haga eficaces esos instrumentos. Con ellos reconstituirás el ojo reuniendo sus partes dispersas, y verás lo que debe ser visto, tanto en lo visible como en lo invisible, tanto en lo aparente como en lo oculto. Para lograrlo, tu primer deber consiste en preparar tu morada de eternidad, allí donde vas a vivir fuera del tiempo.

La mujer sabia se aproximó al coloso y le ciñó la cintura con el delantal de oro que había llevado Nefer el Silencioso.

–Actúa con rectitud, Paneb, sé coherente y tranquilo, ten un carácter firme capaz de soportar tanto la desgracia como la felicidad, un corazón atento y una lengua capaz de decidir. Has vivido los grandes misterios, por lo que ahora eres capaz, de practicar el rito del despertar de la potencia creadora y oficiar en el santuario del templo, allí donde todas las mañanas se realiza el trabajo primordial, la resurrección de la luz que da vida a todo lo que existe.

Paneb tuvo la sensación de que decenas de enormes piedras le caían sobre los hombros, pero no se doblegó bajo su peso; él, el hijo de un campesino que tan sólo había deseado ser dibujante para satisfacer su pasión.

El maestro de obras penetró en el santuario del templo principal del Lugar de Verdad guiado por la mujer sabia y, como su padre espiritual antes que él, recorrió los dos caminos, el de Maat, la regla eterna del universo, y el de Hator, el amor creador, para darse cuenta de que, en realidad, ambos formaban un solo camino.


27


La sierva nubia puso demasiado ungüento adelgazante en los muslos de Serketa.


–¡Estúpida! – aulló Serketa abofeteándola-. ¡Vas a quemarme la piel!

La joven negra, cuya belleza provocaba ataques de envidia a las amigas de su dueña, contuvo las lágrimas. Aunque mal pagada y tratada con insoportable brutalidad, conservaba, sin embargo, ese primer empleo en una villa lujosa, lejos de su aldea natal. Había decidido no seguir siendo una campesina y disfrutar de los placeres de Tebas; y no estaba dispuesta a permitir que su odiosa patrona la desalentara.

–Os presento mis excusas.

Serketa se encogió de hombros.

–Tráeme mis varitas de maquillaje.

Serketa temía que la edad hiciera mella en su cuerpo, por lo que consumía cada vez más productos de belleza: afeites verde y negro para los ojos, ocre rojo para los labios, polvos y cremas suaves para la cara, tintes regeneradores y aceites para el pelo. Su cuarto de baño estaba, pues, lleno de frascos, a cual más costoso, y, como florón, tenía una redoma para perfume de un cristal completamente transparente.

–Mi desayuno -exigió.

La nubia mimaba a su patrona, ávida de nata y de mantequilla mezclada con fenugreco y alcaravea; untada en pan caliente, contribuía a aumentar sus redondeces, pero Serketa no podía resistirse a la tentación.

Méhy irrumpió en los aposentos privados de su mujer, con una soberbia túnica plisada.

–Fuera -le ordenó a la nubia, que salió corriendo.

–¿Ya estás listo, querido? – se extrañó Serketa.

–He reunido a mis oficiales superiores para dar los últimos toques al informe que Set-Nakht ha exigido.

–¡Nada molesto, espero!

–Un simple trabajo administrativo. Lo que cuenta es el enfrentamiento entre ese viejo cortesano y la reina Tausert.

–¿Por quién apuestas?

–Por los dos. Espero que se destruyan mutuamente.

Serketa se colgó del cuello de su marido.

–¡Si supieras qué excitada estaba en el mercado! Con aquellos policías imbéciles tan cerca de mí, ¿lo imaginas?

–Te arriesgas demasiado, amor mío.

–¡No, no, mi tierno león! Nunca me cogerán. Presiento la presencia del peligro mejor que un animal salvaje.

–De todos modos, la policía comprendió que había una mujer implicada en el asunto.

–No saben nada, salvo que una red bien organizada actúa en las sombras.

–¿Tienes noticias del traidor?

–Paneb ha sido nombrado maestro de obras del Lugar de Verdad. Antes o después utilizará, pues, la piedra; por eso nuestro aliado no le quita los ojos de encima. Ha tenido una idea para turbar el buen funcionamiento de la cofradía y el inicio del reinado de Paneb.

–Pues yo tengo otra que va en la misma dirección… ¡No debemos dejar descansar al coloso! Está muy lejos de ser tan comedido como Nefer el Silencioso, por lo que acabará estallando como una piedra que se quiebra a golpes de mazo.


Por primera vez, Paneb presidía el tribunal de la aldea para hacer balance de las condiciones de trabajo y responder a las inquietudes de algunos artesanos.

Karo el Huraño atacó en el punto esencial:

–Corre el rumor de que quieres incrementar el ritmo de trabajo.

–No es exactamente así -repuso Paneb-: ocho días en las obras, de las ocho a las doce y de las cuatro a las seis, dos días de descanso, sin contar las fiestas y las vacaciones especiales. Ésta es la tradición de la aldea y no tengo la intención de modificarla. En caso de urgencia, intentaré hacerle frente con Hay y un mínimo de voluntarios cuyas horas suplementarias serán generosamente pagadas.

–¡Hablemos de la paga! – intervino Unesh el Chacal-. Se dice que tienes la intención de reducir los salarios.

–Eso tampoco es cierto. La distribución se llevará a cabo siempre el veintiocho de cada mes: cinco sacos de espelta y dos de cebada para el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la izquierda y yo mismo, cuatro de espelta y uno de cebada por artesano, como salario mínimo.

–Uno en vez de medio… ¿Nos aumentas el salario?

–Kenhir ha recibido la conformidad de la administración.

–¿No significará eso que el resto de las raciones se verán reducidas? – preguntó Renupe el jovial, preocupado.

–Todos los días, pan, legumbres frescas, leche, cerveza y, por lo menos, trescientos gramos de pescado por persona.

–¿Y cada diez días sal, jabón, aceites y ungüentos?

–Claro está.

–Entonces -exclamó Userhat el León-, ¡no cambia nada!

–¿Por qué modificar lo que nos conviene a todos?

–Para serte franco -reconoció Nakht el Poderoso, molesto-, habíamos apostado a que intentarías cambiar las costumbres…

–La rutina me parece peligrosa, tanto para la mano como para el espíritu; pero numerosas costumbres constructivas nos fueron legadas por los antepasados y forman parte de los tesoros que yo pretendo preservar, con vuestra ayuda.

La calma de su discurso sorprendió a los artesanos.

–Yo he ganado la apuesta -advirtió, irónico, Ched el Salvador-; nadie creía que Paneb iba a ser, realmente, el sucesor de Nefer el Silencioso. Un maestro de obras sólo tiene una palabra, por lo que podéis dormir tranquilos.


Set-Nakht leía el último informe enviado por su hijo mayor, que surcaba Siria-Palestina para poner allí en marcha una red de informadores serios, capaces de avisar a la capital al menor incidente.

–La reina Tausert solicita hablar con vos -le advirtió su intendente.

–¿La reina, aquí, en mi casa?

El intendente asintió con la cabeza.

Estupefacto, Set-Nakht salió de su despacho y se apresuró a ir al encuentro de Tausert, que estaba confortablemente instalada en una silla de mano.

–Majestad, no pensaba yo que…

–¿Me prometisteis obediencia?

–Sí, en las circunstancias actuales y en tanto que…

–¿Soléis faltar a vuestra palabra?

Set-Nakht se sintió insultado.

–¡Nunca, majestad! Y puedo encontrar decenas de testimonios que os lo confirmarán.

–En ese caso, ¿por qué no me comunicasteis las últimas noticias sobre Siria-Palestina?

–El informe lo redactó mi hijo mayor y…

–En primer lugar, es ministro de Asuntos Exteriores. El faraón y yo misma debemos conocer su trabajo, y guardarlo en secreto, si es necesario, incluso ante vos.

Set-Nakht tuvo que admitir que la reina tenía razón.

–¡Pero el rey Siptah es incapaz de apreciar la importancia de este documento!

–Desengañaos. Todas las mañanas acudo a su cabecera y le comunico las informaciones esenciales para que me dé la sabia opinión de un hombre desprendido del mundo. Yo, Set-Nakht, respeto mis compromisos.

El viejo cortesano, ofendido, se inclinó ante Tausert.

–Os entrego de inmediato el informe del ministro de Asuntos Exteriores, majestad.

–Puesto que ya lo habéis leído -dijo la reina, esbozando una sonrisa-, ponedme al corriente.

Sensible a esta prueba de confianza, Set-Nakht no le ocultó nada.

–Siria-Palestina está en calma, pero numerosos grupos se forman aquí y allá, protestando contra el protectorado egipcio que asegura, sin embargo, la prosperidad de la región. Sólo se trata de disturbios menores y habituales, que la policía local sabrá sofocar. En cambio, la situación en Asia sigue siendo inquietante; hay reinos que se derrumban, dinastías guerreras que toman el poder y nadie puede saber qué saldrá de ese avispero. En cualquier caso, nada bueno para Egipto, que sigue siendo, por excelencia, el país que debe conquistarse.

–¿Qué proponéis?

–Ejercer una constante vigilancia sobre el corredor de invasión del noreste, mantener guarniciones poderosamente armadas y bien pagadas, consolidar los fortines que forman nuestra primera línea de defensa, construir nuevos barcos de guerra y ordenar a los arsenales de Pi-Ramsés que proporcionen más material.

–¿Y la amenaza libia?

–Es conveniente tomarla muy en serio. Los clanes aún están divididos, pero bastará con un jefe de guerra más inquieto que los demás para que se lancen a la conquista del Delta, si la agresión llega por el este.

–¿Tenemos bastantes agentes infiltrados?

–Lamentablemente, no; y su cabeza es muy peligrosa. Muchos voluntarios ya han perdido ahí la vida. Según la información que hemos recibido, muy pronto las tribus libias estarán armadas hasta los dientes.

–¿Habéis establecido ya el estado concreto de nuestras fuerzas?

–Los generales me han respondido con rapidez y precisión, creo que sabremos defendernos. Pero ya conocéis mi posición: mejor sería atacar de modo preventivo.

–Pero no es la mía, Set-Nakht. ¿Y el ejército tebano?

–El general Méhy dispone de numerosas tropas bien entrenadas. Gracias a él, el Alto Egipto y el gran Sur están bajo control.

–¿Cuándo regresará a Pi-Ramsés el ministro de Asuntos Exteriores?

–No antes de varios meses, majestad, pues quiere supervisarlo todo él mismo.

–En adelante, que mande directamente sus informes al faraón.

Por segunda vez, Set-Nakht se inclinó ante la reina Tausert.


28


El jefe Sobek consultaba a la mujer sabia por primera vez. Nunca antes había estado enfermo, pero ahora, sin embargo, había decidido pedir consejo, pues últimamente padecía de insomnio.


–Tienes una salud excelente -concluyó Clara, una vez finalizado su examen.

–Pues no duermo nada -confesó el policía.

–Dada la calidad de tu sangre, consigues descansar con los ojos abiertos. Los medicamentos no lograrán expulsar los pensamientos que te obsesionan.

–Me encargo de la seguridad de la aldea, pero un asesino sigue acechando con toda impunidad. Estoy seguro de que es el mismo hombre que acabó con uno de mis guardias y con Nefer el Silencioso, y esa maldita sombra es uno de los artesanos del equipo de la derecha.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Mi olfato, me lo dice mi olfato… ¡Y estoy que trino al no tener ninguna pista seria!

–No desesperes, Sobek.

–¿Sos… sospecháis vos de alguien?

La mujer sabia levantó la vista.

–Simplemente sé que tienes razón y que el traidor se ha envuelto en tantas tinieblas que ningún pensamiento, sea cual sea su fuerza, puede hoy atravesarlas. Pero esta situación no durará siempre…

–¡Durante años y años no ha dado un solo paso en falso! ¿Por qué iba a bajar la guardia ahora?

–Existe una vanidad del mal, Sobek, y aquel a quien buscamos acabará por sucumbir a ella.

–¡Ni siquiera hemos sido capaces de identificar a la campesina! Decenas de interrogatorios para nada, descripciones a cual más fantasiosa, pero ni un solo indicio… Y, en los campos, ni siquiera un rumor que nos dé una pequeña pista. Se diría que esa vendedora de higos nunca ha existido.

–Sin duda es la conclusión correcta.

Sobek se contrajo.

–¿Se trata, acaso… de una criatura maléfica del más allá?

–No, pero probablemente no sea una campesina.

–Un disfraz… ¿Estáis pensando en eso?

–¿Qué mejor manera de pasar desapercibida? Si se tratara de una verdadera vendedora de higos que viviera en una aldea vecina, habrías encontrado su rastro.

–Un disfraz… Pero no puedo poner a un policía detrás de cada mujer para descubrir a nuestra sospechosa. ¿Y quién se oculta así? ¿Una ciudadana, una extranjera?

El policía, perplejo, se sentía, sin embargo, satisfecho de haber encontrado una pista, aunque fuera muy sutil.

Los ecos de una violenta disputa turbaron sus reflexiones.

–Se diría que la llegada de los productos frescos crea problemas… ¿Puedo marcharme ya?

–La consulta ha terminado -dijo Clara-. Si deseas una infusión de hierbas tranquilizadoras, te la recetaré; ¿pero vas a bebértela?

–Gracias por todo… ¡Ya me encuentro mejor y me toca restablecer el orden!

Sobek descubrió una disputa entre aldeanas y pescaderos, a cuya cabeza batallaba Nia, hirsuto y mal hablado. Pese a su robustez, tendía a retroceder ante los asaltos de Niut la Vigorosa, que blandía el mango de una escoba con la clara intención de apalear al auxiliar.

El gran nubio se interpuso.

–¡Eh!, ¿qué ocurre aquí?

–¡Nia es un bandido! – exclamó la esposa del escriba de la Tumba.

–¡He entregado mis pescados, como de costumbre!

–¡Hablemos de tus pescados! ¡No hay mújoles, ni carpas, ni tilapias! ¡Y mira la perca que te has atrevido a traernos!

De un cesto de mimbre, la Vigorosa sacó un pescado de ojos empañados, agallas despegadas y olor sospechoso.

–¿Llamas pescado fresco a ese desecho? ¡Reconoce que intentas envenenarnos!

–Entrego lo que me han dicho que entregue… y, además, tenéis pescado seco en abundancia.

Niut abrió otro cesto y lo empujó con el pie para derramar el contenido por el suelo.

–¡Mal preparado e incomible! ¿A quién pretendes tomarle el pelo?

–Yo soy tan sólo un auxiliar y cumplo órdenes.

–¿Órdenes de quién? – preguntó Paneb, que acababa de llegar al lugar.

El pescadero Nia se ocultó detrás de sus empleados.

–¡No me toques! – suplicó, temiendo la cólera del coloso, pues anteriormente ya la había sufrido.

–Contesta a mi pregunta y todo irá bien.

–Ordenes de la administración.

–Llévate esta mercancía en mal estado, Nia, y entréganos hoy mismo pescado fresco y seco de primera calidad. Soy yo quien da las órdenes. Y no pierdas el tiempo por el camino o iré a buscarte.

Los pescaderos, cargados con sus cestos, abandonaron la zona de los auxiliares. Pero Paneb no tuvo tiempo de cruzar de nuevo la puerta de la aldea, pues la esposa de Pai el Pedazo de Pan salió por ella, furibunda.

–¡Los sacos de grano no contienen la cantidad habitual!

–¿Estás segura de eso?

–¡Tengo buen ojo, créeme! Puedes comprobarlo tú mismo.

El maestro de obras confió la tarea a Gau el Preciso, que utilizó la medida oficial de la aldea.

–Falta un décimo de la cantidad habitual -advirtió-. Quienes han llenado los sacos han utilizado otra medida.

–Iré inmediatamente a la administración central -decidió Paneb-. Que me acompañe Nakht el Poderoso.


Aunque gozaba de una excelente condición física, a Nakht le costaba mucho seguir los pasos del coloso. De muy mal humor, éste parecía aún más escultórico que antes de su nombramiento.

–Lo siento por ti, Paneb… Con todos estos problemas, el comienzo de tu mandato no está siendo muy agradable.

–Los problemas forman parte del oficio.

–Pero esto ya es demasiado… Si alguien intentara perjudicarte y desanimarte, no podría hacerlo mejor.

–¿En quién estás pensando?

–En nadie en concreto… Desde que eres jefe de equipo, la competencia entre nosotros ha terminado. Y estoy convencido de que el tribunal estuvo muy acertado al nombrarte maestro de obras.

–Tal vez tú merecieras más ese título.

–¿Yo? ¡De ningún modo! Me gusta esta cofradía y mi trabajo, me siento feliz en esta aldea y conozco mis límites. Dirigir no es mi fuerte. No sólo no te envidio sino que, además, te compadezco. Todas las molestias, pequeñas y grandes, son ahora para ti.

Como de costumbre, los guardias de los edificios de la administración central se mostraron desconfiados.

–El maestro de obras del Lugar de Verdad desea ver al general Méhy -dijo Paneb con tranquilidad-. Y es muy urgente.

Un oficial corrió hasta los establos, donde Méhy examinaba los caballos que acababa de adquirir para tirar de su carro de combate.

–No me gustan -estimó-. Palafrenero, entrégaselos a un auriga novato y obtén para mí unos animales fuertes.

El administrador principal de la orilla oeste se dirigió hacia los dos artesanos, tranquilamente.

–No me habían avisado de vuestra visita.

–A mí no me habían avisado de que entregarían a la aldea pescado podrido y sacos de grano sin la cantidad adecuada -repuso Paneb.

Méhy pareció sorprendido.

–¿Estáis seguro, maestro de obras? Porque así debo llamaros, ¿no es cierto?

–Del todo cierto. Se trata de un grave error de vuestra administración, por lo que exijo una reparación inmediata.

–¿Queréis seguirme hasta mi despacho?

Méhy consultó unas tablillas de madera.

–Veamos… Según el último informe de la intendencia, Nia ha efectuado las entregas de pescado, y los sacos de grano han sido librados puntualmente por la panadería del Ramesseum.

–Pescado podrido y una insuficiente cantidad de grano -recordó Paneb-. Es evidente que se ha cambiado la medida.

El general esbozó una sonrisa burlona.

–Decidme, Paneb… ¿Realmente dirigís vos el Lugar de Verdad?

–¿A qué viene esa pregunta?

–Mi administración no es en absoluto responsable de vuestras preocupaciones y, además, parecéis ignorar lo que ocurre en vuestra propia aldea.

El coloso sintió que la sangre le hervía en las venas.

–¡Explicaos, Méhy!

–Mis servicios recibieron una orden por escrito, que llevaba el sello del Lugar de Verdad. Indicaba al pescadero que os entregara sus provisiones en ese estado, y al responsable de los silos del Ramesseum que modificara la medida y el contenido de los sacos. Naturalmente, la orden ha sido ejecutada.

–Mostradme ese documento.

–Con mucho gusto.

La tablilla de madera era auténtica.

Junto al sello del Lugar de Verdad se veía otro: el del artesano que había dado aquella orden en vez del maestro de obras.


29


–¡De modo que era él! – concluyó Kenhir, aterrado-. ¡Él, el traidor, y, por tanto, el asesino!


–No nos precipitemos -recomendó Paneb.

–¡Aquí, en esta tablilla, está su marca personal!

–De momento, sólo podemos acusarlo de abuso de autoridad.

–¿Acaso no ves que ha intentado desacreditarte para ocupar tu puesto y obtener el beneficio de sus crímenes? Hay que convocar inmediatamente el tribunal.

–Interroguemos primero al sospechoso -propuso la mujer sabia.

–¿No basta con esta prueba?

–Voy a buscarlo -decidió Paneb.

Clara estaba serena; Kenhir, impaciente.

Cuando el maestro de obras regresó con el artesano sospechoso de haber cometido las peores fechorías, el escriba de la Tumba se levantó y clavó la mirada en sus ojos.

–Userhat el León, ¿qué debes decir en tu defensa?

El jefe escultor pareció atónito.

–Mi defensa… ¿Pero de qué se me acusa?

–¿Tu marca personal es la cabeza y el pecho del león?

Kenhir mostró a Userhat la tablilla de madera con frialdad.

–Sí, es la mía.

El acusado leyó rápidamente el texto.

–¡Yo nunca he escrito nada semejante! ¿De dónde ha salido este documento?

–¡Como si no lo supieras!

–¡Pues claro que no lo sé! – se enojó el jefe escultor, de impresionante torso-. ¡Y no permito que nadie dude de mi palabra!

–El general Méhy me lo ha entregado -reveló Paneb.

–No frecuento las oficinas de la administración. ¿Acaso no es éste el papel del escriba de la Tumba y los jefes de equipo?

–Méhy recibió la tablilla por correo.

La turbación de Userhat duró sólo un instante.

–Es evidente que alguien ha imitado mi sello.

–¿Puedes probarlo? – preguntó Kenhir, acerbo.

–En primer lugar, está mi palabra de servidor del Lugar de Verdad. Si es necesario, juraré ante Maat y el tribunal que no escribí esta tablilla. Luego, cuando imprimo mi marca personal, lo hago siempre en la piedra y nunca en la madera. Los escultores os lo confirmarán. ¿Necesitáis algo más?

Kenhir hizo una mueca.

–Es suficiente -consideró Paneb.

–Alguien ha intentado desacreditarnos, a ti y a mí -advirtió Userhat el León.

Cuando el escultor en jefe hubo salido, con la cabeza alta, el escriba de la Tumba dio rienda suelta a su descontento.

–Es necesario hablar con Sobek de este incidente, para que vigile de muy cerca las idas y venidas de Userhat el León.

El maestro de obras asintió, pensativo.


Aquella mañana, Kenhir había despertado antes que Niut la Vigorosa, que debía fumigar completamente su casa, incluyendo el despacho. Kenhir, resignado, había preferido salir de casa sin lavarse el pelo para ir a contemplar su tumba, iluminada por los rayos del sol naciente.

Estaba tallada en una roca bastante pobre, al extremo del cementerio en terraza, e incluía una capilla austera pero provista de una hornacina donde el escriba de la Tumba, eternamente joven, era representado ante Osiris, Hator e Isis. Aquel fabuloso privilegio le hacía olvidar que su Clave de los Sueños aún no estaba terminada.

Contemplando el puntiagudo piramidión que dominaba su morada de eternidad, de acuerdo con la tradición arquitectónica reservada a los miembros importantes de la cofradía, el viejo escriba pensó que su mejor obra era el Diario de la Tumba, donde había relatado los grandes y pequeños acontecimientos que habían marcado la existencia del Lugar de Verdad.

La luz animó, uno tras otro, los piramidiones, haciendo revivir las estelas de cimbrado frontón en algunos tragaluces; mostraban a los difuntos adorando de rodillas la barca solar, rodeada de cinocéfalos que aclamaban el nacimiento del día. Muy pronto, Kenhir se reuniría con los antepasados, esperando ser juzgado por los vivos sin excesiva severidad.

–¿Ya os habéis levantado, Kenhir?

La poderosa voz del maestro de obras hizo dar un respingo al anciano.

–Con la edad se duerme menos… Y querría saborear cada una de las mañanas que me quedan aún en esta aldea, donde tantas alegrías he vivido.

–¿Deseáis que decore vuestra morada de eternidad?

–Para mí todo está dispuesto desde hace ya tiempo; tendrías que ocuparte, más bien, de la tuya. La tumba de un maestro de obras debe hacer honor a su rango.

–Entendido… Pero debo enviar un equipo al Valle de los Reyes para que desbrocen los alrededores de las tumbas reales.

–Excelente idea, Paneb. Me siento demasiado cansado para ir allí… Imuni me sustituirá.

El maestro de obras sonrió.

–Algo de ejercicio le sentará bien al pequeño escriba. A fuerza de permanecer encerrado con sus papiros, corre el riesgo de momificarse antes de tiempo.


El escriba ayudante Imuni, soltero empedernido, y temiendo a las mujeres más que a una enfermedad enviada por la diosa leona Sejmet, se encargaba personalmente de su modesta casa del barrio oeste, situada junto a la del jefe del equipo de la izquierda. Dada su posición, habría tenido derecho a varias horas de limpieza por un módico precio, pero el pequeño bigotudo con cara de ratón prefería guardarse el salario íntegro.

Desde hacía algunos meses, Imuni sufría acidez de estómago, cuya causa conocía muy bien: Kenhir parecía inmortal y Paneb se había convertido en el jefe de la cofradía. La situación no podía ser peor y, limpiando sus pinceles quince veces al día y rascando su paleta hasta desgastarla, no hallaría una solución para convertirse en escriba de la Tumba y hacer pasar por el aro a Paneb.

¿Por qué el viejo Kenhir no se jubilaba después de haber designado a su ayudante como sucesor? Imuni realizaba su tarea a la perfección, llevaba la contabilidad sin fallo alguno y no se permitía la menor trampa. Gracias a él, la administración de la cofradía funcionaba a las mil maravillas. Y puesto que sabía observar a unos y otros sin que lo advirtieran, había aprendido mucho sobre las técnicas de los artesanos. Algún día, no sólo sería capaz de ser escriba de la Tumba, sino también superior de los dos equipos. Claro que para ello era preciso librarse legalmente de Paneb, que se opondría siempre a sus legítimas ambiciones.

Llamaron violentamente a su puerta, e Imuni soltó el pincel, sobresaltado.

–¡En marcha! – ordenó Nakht el Poderoso.

El pequeño escriba abrió.

–¿En marcha hacia dónde?

–Hacia el Valle de los Reyes, operación limpieza.

–Pero el escriba de la Tumba es quien debe…

–Kenhir está cansado, tú lo sustituirás. Nosotros ya estamos listos y no nos gusta esperar.

Imuni recogió precipitadamente el material necesario y corrió tras el reducido equipo que partía hacia el Valle.


–¿Seguro…? ¿No es el corazón? – preguntó Pai el Pedazo de Pan, angustiado.

–Completamente seguro -respondió la mujer sabia-. Su voz es clara, la energía que emite circula sin dificultades por los canales de tu cuerpo.

–¡De todos modos, tuve palpitaciones!

–Un síntoma alarmante, lo reconozco, pero nada grave. Tan sólo un exceso de nerviosismo.

–¿Y… va a repetirse?

–Todo depende de ti, Pai; supongo que te enojaste mucho, y los efectos de esa cólera aún no se han disipado.

El dibujante se miró los dedos de los pies.

–Algo de cierto hay en ello…

–¿Por qué esa falta de control?

–Por culpa de mi mujer… Se queja de las dificultades de la vida en la aldea, sobre todo de la vigilancia que sobre nosotros ejercen Sobek y sus policías.

–¿Tiene ganas de marcharse?

–Más o menos… Yo puse las cosas en su sitio, el tono fue subiendo y di un puñetazo en nuestro arcón para la ropa.

–Si tu esposa realmente siente deseos de abandonar el Lugar de Verdad, es muy libre de hacerlo -recordó Clara-, y tus cóleras no podrán retenerla.

–Lo sé -concedió Pai-, pero la razón de esa discusión no era tan seria… De hecho, mi mujer me reprochaba que bebía demasiado con los demás dibujantes y que no me ocupaba de las reformas que había que hacer en nuestra casa… Hace más de un año que le prometo una cocina nueva, pero hay que celebrar tantas fiestas y organizar tantos banquetes…

La mujer sabia sonrió.

–Cuando un artesano funda una familia, ¿no debe asegurarse de su felicidad?

–¿Y si hago lo que debo hacer, mi corazón funcionará mejor?

–Sin duda alguna.


Pese al esfuerzo físico, Imuni se sentía orgulloso de sustituir al escriba de la Tumba y supervisar, solo, la actividad de los artesanos… Allanar los alrededores de las tumbas reales y transportar fuera del Valle de los Reyes los restos de piedra que los llenaban no era un trabajo fácil; pero el equipo compuesto por Casa la Cuerda, Fened la Nariz, Karo el Huraño, Nakht el Poderoso y Didia el Generoso no carecía de energía. Los demás artesanos del equipo de la derecha estaban destinados a la construcción de la tumba de Paneb y los cinco hombres tenían prisa por concluir su tarea y poder reunirse con ellos.

–Ese majadero me saca de quicio -le dijo Casa a Fened-. Si hiciéramos caer un bloque sobre su pie, nos dejaría tranquilos.

–No le hagas caso.

–Cuando voy a orinar, lo anota en su tablilla. Kenhir no es divertido pero, al menos, sabe que hay unos límites que no deben sobrepasarse.

–Imuni es inofensivo -consideró Karo el Huraño-. Naturalmente, siempre que no intente intervenir en nuestro modo de trabajar.

–Detesta a nuestro maestro de obras -precisó Didia.

–¿Crees que es capaz de hacerle daño? – preguntó Nakht.

El carpintero inclinó la cabeza.

–No divaguemos -recomendó Fened-. Ese pequeño bigotudo nunca se atreverá a emprenderla con nuestro coloso. Todo lo que Imuni ambiciona es el cargo de escriba de la Tumba. Y apuesto lo que queráis a que el viejo Kenhir le hace una de sus jugarretas para impedírselo.

–Le atribuyes a Kenhir muy malas intenciones -juzgó Casa la Cuerda pasándose la mano por sus cabellos negros.

Imuni se aproximó al grupo.

–¿Cuándo pensáis terminar? – preguntó con voz untuosa.

–Antes de lo previsto, si nos echas una mano -respondió Didia.

–¡Ése no es mi trabajo! – protestó el escriba.

–Terminaremos cuando hayamos terminado -replicó Nakht en voz baja.

–La temperatura es bastante agradable, podríais ir más deprisa.

Nakht el Poderoso plantó cara al escriba ayudante.

–Tu trabajo es vigilar, no aconsejar… ¿Estamos de acuerdo?

Imuni retrocedió un paso, los artesanos le volvieron la espalda y siguieron llenando serones con restos de calcáreo, que utilizaban para consolidar los muretes de protección que impedirían a los eventuales torrentes de lodo dañar las puertas de las tumbas reales.

Acabaron por los aledaños de la sepultura del faraón Merenptah, donde Fened descubrió algunos hermosos bloques de calcáreo que, una vez retocados, merecían ser utilizados de nuevo.

–¿Y si le diéramos una sorpresa a nuestro maestro de obras? – propuso a sus compañeros.

Todos asintieron.

–De todos modos, es muy pesado para transportarlo -observó Casa la Cuerda.

–No somos alfeñiques -decidió Nakht.

Cuando salieron del Valle, llevando su carga, ninguno se percató de la sarcástica sonrisa de Imuni.


30


Paneb y su esposa escuchaban a la pequeña Selena, que les estaba contando un hermoso sueño en el que se había transformado en ibis para sobrevolar la montaña. Karo el Huraño interrumpió el relato.


–Tienes que venir en seguida -le dijo al coloso-. Según el jefe de los auxiliares, uno de tus bueyes está enfermo y las codornices no tardarán en atacar tu campo. Si no tomas medidas, devastarán toda tu cosecha.

La cosecha suponía un buen complemento para ciertas familias de la aldea, por lo que Paneb se tomó en serio el asunto y acudió inmediatamente a casa de Kenhir, que sentía un fuerte dolor en el codo y se veía obligado a dictar a Imuni el Diario de la Tumba.

–Debo salir de la aldea con dos hombres del equipo de la derecha, por lo menos -anunció, explicándole la situación.

El viejo escriba hizo una mueca.

–Sabes muy bien que está prohibido emplear artesanos del Lugar de Verdad en tareas de ese tipo.

–No se trata de un trabajo, sino sólo de que me echen una mano para colocar las redes que protejan el trigo y atrapen el máximo de codornices, que nos comeremos asadas.

Kenhir masculló una vaga aprobación, que le bastó al maestro de obras, sin advertir el rictus satisfecho de Imuni.


–¿Y qué podíamos hacer nosotros? – protestó uno de los cinco campesinos que estaban al servicio de Paneb-. Os hemos avisado con rapidez, ¡y eso ya es bastante!

Paneb, que iba acompañado por Nakht el Poderoso y Didia el Generoso, prefirió no responder para examinar al buey, que respiraba con dificultad.

–Llévalo hasta la zona de los auxiliares -le ordenó el coloso a Nakht-, y pide a la mujer sabia que lo cuide. Luego vuelve en seguida.

Algunos centinelas habían anunciado a las autoridades tebanas los primeros ataques de las codornices, tan numerosas que oscurecían el sol antes de caer sobre los cultivos. De modo que Paneb, Didia y los campesinos desplegaron una red de prietas mallas, tendiéndola entre unas estacas profundamente hundidas en el suelo. Para evitar lastimarse los pies, llevaban unas vastas sandalias de papiro.

–¡Ahí llegan! – aulló uno de los campesinos.

Una nube de pájaros caía, batiendo las alas con estruendo. Los cazadores blandieron jirones de tela y su agitación bastó para perturbar la bandada de codornices que, en gran número, volaron hacia la red, donde quedaron atrapadas por las patas, sin posibilidad alguna de liberarse.

–¡Menudo festín tenemos en perspectiva! – se alegró Didia cuando Nakht el Poderoso regresó de la aldea.

–La mujer sabia salvará tu buey -anunció a Paneb.


El viento acariciaba el cuerpo desnudo de Turquesa, que estaba tumbada en su terraza, al cálido sol matinal.

Paneb trepó por la escalera como un gato, pero la mujer ya había percibido su presencia.

–Acércate, Paneb.

–Pensé que te encontraría en el oratorio de la diosa del silencio, con las demás sacerdotisas de Hator, para preparar la fiesta.

–Pero has venido aquí.

–Me esperabas, ¿no es cierto?

Turquesa se limitó a sonreír. Y, como siempre, Paneb se inflamó de un irresistible deseo que lo arrastraba hacia aquella mujer soberbia en la que los años no hacían mella alguna. Al contrario, el tiempo la embellecía y añadía a la salvaje hermosura de su juventud un encanto en el que se mezclaba la dulzura y la ternura.

Cuando el coloso se estaba echando sobre ella, Turquesa lo rechazó.

–Te has convertido en el dueño de esta cofradía, Paneb el Ardiente, ¿qué marca piensas imprimirle y qué destino vas a ofrecerle?

Los amantes se desafiaron con la mirada durante largos instantes. Paneb ya no tenía ante él a una mujer enamorada, sino a una criatura del más allá, bella hasta la muerte, pero que no le devolvería su libertad mientras no hubiera respondido.

–Esta cofradía no me pertenece, Turquesa. Yo la elegí, ella me eligió, y sólo el amor que nos une puede permitirme dirigirla. Su destino está grabado desde la eternidad, y no tendrá más sentido que construir la obra y al hombre en el mismo acto y con el mismo aliento. Pero le imprimiré mi marca, es cierto, pues deseo un Lugar de Verdad sin tibieza ni remilgos, un Lugar de Verdad cuyo corazón no deje de latir para encarnar las palabras de los dioses con sabiduría, fuerza y armonía. Fracasaré, claro está, pero nunca voy a renunciar. Y, cuando yo muera, un nuevo maestro de obras intentará conseguirlo.

Turquesa tomó con ternura las manos del coloso.

–Desde mi terraza distingo tu tumba, esa mágica morada donde tu potencia te sobrevivirá. El poder no te ha pervertido, hazme, pues, el amor.


Gracias al encarnizado trabajo de los artesanos del equipo de la derecha, la construcción de la tumba de Paneb avanzaba a una velocidad sorprendente. Userhat el León, el jefe de los escultores, incitaba a sus hermanos a dar lo mejor de sí mismos para perforar el pozo, tallar en la roca la cámara funeraria abovedada, edificar el pilono y las salas accesibles a los vivos, sin olvidarse de la alberca que recordaba la presencia del agua primordial, donde todo nacía y adonde todo regresaba, así como el jardín donde el alma del difunto iría a reposar al ocaso.

Cuando el maestro de obras inspeccionó los trabajos, tras una suave jornada de otoño, encontró el lugar desierto y silencioso.

A la entrada había cuatro poderosas columnas; luego, una vasta terraza que precedía a la capilla coronada por un piramidión muy puntiagudo, cada una de cuyas caras incluía una estela dedicada a las fases del curso del sol. A la izquierda de la puerta, un altar para el culto a los antepasados; a la derecha, una alberca de purificación. Un corredor conducía a una gran sala decorada con bajorrelieves consagrados a los trabajos de los artesanos y al encuentro del ka de Paneb con las divinidades. Éste se transformaba en halcón y en fénix, decía la contraseña a los guardianes de las puertas del más allá, y recorría en barca los paraísos acuáticos.

A través de una estrecha ranura practicada en el muro del fondo, el maestro de obras contempló su estatua, cuya mirada, ligeramente levantada hacia el cielo, descubría otros universos.

Paneb se convertía en otra persona, idéntica y distinta a la vez, a la que ya no afectaban el envejecimiento ni las imperfecciones. Y pensó que Nefer el Silencioso había pasado por una prueba similar.


Al entrar vivo en la muerte, su predecesor se había desprendido de las realidades de este mundo para asumirlas mejor y abrir el camino a sus sucesores. Ahora, habitado por su luminosa presencia, Paneb recibía su herencia de pleno.

Todos los miembros del equipo de la derecha estaban sentados en la última capilla de la morada de eternidad, decorada con admirables pinturas cuyos principales actores eran Isis la hechicera, Osiris el resucitado y Ptah el patrón de los constructores.

Ched el Salvador fue el primero en levantarse, y en seguida fue imitado por sus compañeros. Juntos formaron un círculo en torno al maestro de obras, cuya mirada se demoró en los rosetones, los rombos y las espirales que adornaban lo alto de los muros y el techo, para evocar, en términos geométricos, las etapas del camino iniciático.

–Que puedas respirar siempre el aliento de vida -dijo Userhat el León en nombre de los escultores.

–Los dibujantes te ofrecen el loto del que brota el sol todas las mañanas -dijo Unesh el Chacal.

–Navega eternamente en la barca comunitaria -deseó Nakht el Poderoso, portavoz de los canteros.

La vela que simbolizaba el aliento de vida, el loto, la barca… Todos estaban presentes, pintados en las paredes de aquella morada de eternidad en la que se desplegaba el ser esencial de Paneb el Ardiente.

En el centro del círculo, Paneb sintió la irradiación de la fraternidad, más intensa que el sol de estío.

¿Pero cómo podía olvidar el maestro de obras que, entre las manos que le tendían para transmitirle su energía, había las de un traidor?


El traidor estaba convencido de que, en un momento u otro, la Piedra de Luz sería ocultada en la tumba de Paneb.

Pero las obras concluían sin que el deseado tesoro apareciera.

Didia el Generoso ofreció a Paneb un soberbio sarcófago de acacia, destinado a recibir su cuerpo de luz.

–¡Con una barca de esta calidad -afirmó- atravesarás la eternidad sin problemas!

–No hay prisa -consideró Pai el Pedazo de Pan-; Kenhir ha sacado de su cava dos ánforas de vino rojo que datan del primer año de Sed II, ¡y esperan con impaciencia que las bebamos!

Todos aceptaron la prudente decisión del dibujante, que fue el primero en probar el néctar.

–Alegre y con mucho cuerpo -consideró con las mejillas arreboladas ya-; está a la altura del acontecimiento.

–Honremos a Seti -añadió el orfebre Thuty-, pues he aquí una tela con palmas doradas que yo había previsto para su equipamiento funerario, sin poder concluirla a tiempo. Que sea ahora el velo de cabeza del sarcófago de Paneb.

Los artesanos hicieron un brindis por su jefe y todos levantaron la copa con fervor.

–La decoración de tu tumba será mi última obra -confesó Ched el Salvador a Paneb.

–¿Por qué eres tan pesimista?

–Porque sufro el asalto de un enemigo que tú no conoces: el cansancio del cuerpo. En adelante, me consagraré a terminar los esbozos para tus obras futuras, y nuestro equipo de dibujantes te servirá con fidelidad. Todos sabemos que el rey Siptah está muriéndose y que se anuncia una grave crisis; sólo tú sabrás hacerle frente.

–Ese tipo de cumplidos no entra en tus costumbres.

–Con la edad, me enternezco.

Karo el Huraño, que estaba completamente ebrio, palmeó el hombro de Paneb. Ched lo fulminó con la mirada.

–Haz lo que quieras, pero nunca faltes al respeto al maestro de obras -le recomendó el pintor.

Karo, titubeante, se alejó.

Encantado por los incidentes a los que acababa de asistir, el escriba ayudante Imuni creía cada vez más en su triunfo y en la decadencia de Paneb el Ardiente, pues su expediente iba engrosándose.


31


Set-Nakht trabajaba con paciencia y meticulosidad. Con el mayor secreto, convocaba uno a uno a los ministros de la reina Tausert y los convencía de la incapacidad de la reina para gobernar el país y mandar el ejército en caso de una grave crisis. Algunos lo habían aprobado sin reservas, otros se habían mostrado reticentes, y dos, francamente hostiles; el viejo cortesano no se había desanimado por ello y había proseguido sus consultas hasta convencer a los vacilantes de que se pasaran a su bando, para obtener, por lo menos, la neutralidad de sus adversarios.


Había obtenido el resultado: en el próximo consejo que reuniera el conjunto de los miembros del gobierno, Set-Nakht propondría que adoptasen una moción de censura con respecto a la reina; una primera etapa hacia una paulatina destitución.

El futuro faraón no sentía animosidad alguna contra Tausert; muy al contrario, la admiraba cada día más por su inteligencia y sus aptitudes de estadista. Pero seguía creyendo que no tendría la autoridad suficiente para defender Egipto contra una oleada de invasiones que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores consideraba inevitable. Set-Nakht se consideraba a sí mismo como el único dignatario consciente del terrible peligro que corría el país, por lo que debía actuar en consecuencia.

Su secretario le anunció la visita que esperaba: el tesorero del gran templo de Amón.

Había tenido que andarse con muchos rodeos antes de que el hombre aceptara informar a Set-Nakht sobre el estado de salud del faraón Siptah.

Ante el asombro general, el joven rey se resistía a la muerte, y poseía una energía que se extinguía al ocaso y renacía al amanecer, tras haber dirigido el ritual del despertar de la potencia divina en el santuario. Durante el resto de la jornada permanecía acostado, se alimentaba poco pero seguía leyendo las obras de lo sabios del Imperio Antiguo sin dejar de consultar el informe de síntesis que le transmitía el palacio real. Y siempre estaba satisfecho de recibir a la reina, en quien tenía una total confianza.

El tesorero se inclinó ante Set-Nakht.

–Una noticia importante, señor: el faraón Siptah no ha abandonado su alcoba esta mañana. El sumo sacerdote de Amón ha celebrado en su lugar el ritual y el médico personal del rey cree que está agonizando.

–¿Hipótesis o certeza?

–La ausencia del monarca no permite albergar duda alguna sobre la gravedad de su estado.

Set-Nakht despidió al tesorero. Lo que acababa de saber, menos de una hora antes del gran consejo, fortalecía más aún su posición.


Los ministros, atónitos, entraron en una de las grandes salas de audiencia del palacio real ante la atenta mirada de los soldados de la guardia personal del faraón.

–¿Por qué no nos reunimos en la sala del consejo? – preguntó Set-Nakht, descontento.

–Órdenes de la regente -respondió un oficial.

El viejo cortesano vaciló en cruzar el umbral. ¿Y si Tausert hubiese decidido que suprimieran a todos sus oponentes? No, era imposible. Sólo los tiranos actuaban de ese modo, y la reina se sometía, como sus súbditos, a la ley de Maat. Nunca se atrevería a recurrir a la violencia y al crimen para gobernar.

Set-Nakht penetró a su vez en la vasta estancia, iluminada por unas ventanas altas y estrechas. Varios ministros le consultaron con la mirada; su calma los tranquilizó.

Todos permanecieron de pie hasta que entró la regente, vestida con una larga túnica de color turquesa. Una fina diadema y unos pendientes de oro realzaban la nobleza de sus rasgos.

Cuando Tausert se sentó en un austero trono de madera dorada, ya había reconquistado el corazón de varios dignatarios que pensaban en traicionarla en beneficio de Set-Nakht.

–He querido reuniros en este marco solemne para hacer balance de las tareas que os he confiado. En caso de fracaso, serán nombrados otros responsables. Servir a Egipto es un hecho glorioso; quien no lo comprenda así, no merece indulgencia alguna.

–Todos lo hemos comprendido, majestad -declaró Set-Nakht-, y no encontraréis entre nosotros perezosos ni irresponsables. Y antes de examinar el estado del país, ¿podemos conocer el del faraón legítimo?

–Durante la última hora de la noche, el rey Siptah ha sido víctima de un malestar que ha estado a punto de acabar con su vida. Por esta razón no ha podido celebrar el ritual de la mañana. Acaba de recuperar el conocimiento y su alma permanece unida a su cuerpo. Le he hablado de esta audiencia excepcional, cuyos resultados espera. Comencemos por la exposición del ministro de Agricultura.

El interpelado desenrolló un papiro y, provincia por provincia, detalló las cantidades de cereal recogido, comparándolas con las del año anterior.

Los comentarios de Tausert fueron precisos y cortantes. Hizo hincapié en los puntos débiles del informe, exigió que se comprobaran ciertas cifras, de las que dudaba, y propuso mejoras para la administración de ciertas provincias. Luego, la regente demostró idéntica competencia en los demás sectores de la administración.

Ya sólo quedaba la política exterior.

–Puesto que el ministro de Asuntos Exteriores está ausente, ¿puede Set-Nakht hablarnos de los peligros que nos amenazan?

El viejo cortesano se levantó.

–Según los últimos informes procedentes de Asia, que están en posesión de Su Majestad, naturalmente, debemos esperar profundos trastornos que modifiquen nuestras alianzas y nos valgan nuevos y poderosos enemigos. Egipto aparece, más que nunca, como un país próspero que debe conquistarse, y los invasores no dejarán de lanzarse al corredor sirio-palestino. Quienes me trataran de pesimista se equivocarían gravemente; sólo describo la realidad, pues la amenaza está muy lejos de ser ilusoria.

–Vuestros consejos han sido escuchados, Set-Nakht, y nuestro sistema de defensa se refuerza cada día más.

–Cada uno de vuestros súbditos os lo agradecerá, majestad, ¿pero no sería conveniente ir más allá y, siguiendo el ejemplo de gloriosos faraones, lanzar un ataque preventivo?

–¿Contra quién y de qué magnitud? La situación es demasiado incierta para lanzarnos a una aventura de semejante calibre. Gracias a vos y a vuestro hijo, nuestra red de espionaje se ha reconstruido y nos proporciona los datos necesarios. Según las actuales informaciones, hay que dar preferencia al aspecto defensivo.

Set-Nakht esperaba que algunos ministros acudieran en su ayuda, pero la autoridad y los argumentos de Tausert los habían convencido a todos.

El anciano cortesano, derrotado, ya sólo podía inclinarse ante la reina.

Mientras sus colegas abandonaban la sala de audiencia, Set-Nakht se aproximó a Tausert.

–Felicidades, majestad; he quedado deslumbrado, como los demás. Nadie podría discutir vuestra aptitud para gobernar las Dos Tierras.

–Y en ese caso, ¿por qué intentáis poner a mis ministros en mi contra?

¡Los tibios habían hablado! Sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies, Set-Nakht tuvo, sin embargo, el valor de dar la cara.

–Siempre por la misma razón, majestad: Egipto entrará forzosamente en conflicto con pueblos decididos a conquistarlo, y vos seréis incapaz de poneros a la cabeza de nuestros ejércitos. Además, vos rechazáis la única política posible.

–Que nuestras opiniones diverjan y que expreséis la vuestra no me duele; pero me debéis obediencia y conspirar contra mí significa debilitar Egipto. No lo olvidéis, Set-Nakht.

Más subyugado de lo que deseaba admitir por la personalidad de la reina, el viejo cortesano comprendió que estaba formulando una última advertencia.

Y tras saludarle, se retiró.

Fatigada por el duro combate que acababa de librar, Tausert no tuvo, sin embargo, posibilidad de descansar, pues su secretario particular la abordó antes de que llegara a sus aposentos.

–¡Una mala noticia, majestad!

–¿El rey Siptah?

–No, no, un correo procedente de Tebas.

–¿Disturbios en la provincia?

–No, tranquilizaos, pero hay un grave escándalo en perspectiva… El visir de Tebas ha recibido un expediente que compromete al maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el Ardiente.

–¿Hasta qué punto… lo compromete?

–Lo acusan de toda clase de exacciones. Si los hechos se comprueban, y puesto que se refieren en parte al Valle de los Reyes, habrá que detener a Paneb y juzgarlo. Sin duda recibirá una pesada condena y podemos temer que la cofradía se rebele y abandone el trabajo. El acontecimiento desbordaría la región tebana y sembraría el caos en todo el país, la importancia del Lugar de Verdad…

–La conozco -recordó la reina, irritada-. ¿Quién es el autor del expediente que acusa a Paneb?

–Es un documento anónimo.

–¡En ese caso, no lo tendremos en cuenta!

–Sería deseable, majestad, pero el documento ha pasado por varias manos antes de llegar al visir del Sur, y mucho me temo que no pueda garantizarse su confidencialidad. Si no actuamos, empezarán a circular rumores, se acusará de inercia al poder judicial y vuestra reputación quedará manchada.

El rey Siptah, moribundo; Set-Nakht, dispuesto a apoderarse del trono; el Lugar de Verdad, al borde del abismo… Los peligros se hacían tan acuciantes que Tausert, por un instante, sintió ganas de abandonar su fardo. Pero nunca podrían acusarla de deserción.

–¿Me es fiel ese visir?

–Es un personaje gris que ha hecho toda su carrera en la administración de los graneros, antes de ser nombrado para el cargo por recomendación del general Méhy y con la aprobación del canciller Bay.

–Que haga una investigación rápida y discreta sobre Paneb el Ardiente y que los resultados me sean comunicados sin dilación.


–Tu hígado no está bien -estimó la mujer sabia.

–¿Estáis segura de eso? – se extrañó Renupe el Jovial-. Mi régimen alimenticio es de lo más razonable.

–En ese caso, no es el responsable de tus trastornos. No creo que mi medicación pueda ser efectiva.

El artesano perdió su alegría.

–¿Tengo que ir a consultar con un especialista de la orilla este?

–El único médico capaz de curarte eres tú mismo.

–No comprendo…

–Ignoras que el hígado es la sede de Maat. No sufres por una afección física, sino por falta de verdad. ¿No te corroerá alguna mentira, Renupe?

El Jovial frunció el ceño.

–No, claro que no… Bueno, no del todo. Pero es tan difícil de decir…

–¿Acaso has ocultado un hecho grave? – preguntó Clara con dulzura.

–¡Un recuerdo, un simple recuerdo que me obsesiona desde hace varias semanas! Es tan horrible… Si hablo, denuncio a un colega y me comporto como un chivato.

La mujer sabia permaneció imperturbable.

–Que tu corazón te dicte la decisión que debas tomar, Renupe.

El artesano inspiró profundamente.

–Mucho antes del nombramiento de Nefer como maestro de obras, discutíamos sobre la capacidad de unos y otros para dirigir la cofradía. El Silencioso obtenía casi la unanimidad, a excepción de Unesh el Chacal, indeciso, y de Gau el Preciso, que me hizo algunas confidencias. Se consideraba digno de mandar el equipo con Ched el Salvador. ¡Os dais cuenta! Gau está amargado y no me atrevo a imaginar qué revancha ha querido tomarse…


En la sala de columnas del templo reinaba una profunda paz.

–¿Por qué me habéis convocado aquí? – preguntó Gau el Preciso, ante Clara y Paneb.

–Porque Maat reina en este lugar -respondió la mujer sabia-, y ninguna mentira podría pronunciarse aquí, so pena de ver el alma de su autor condenada a la segunda muerte. ¿Deseabas ocupar el puesto de maestro de obras, Gau, en lugar de Nefer el Silencioso?

El dibujante se tomó largo rato para reflexionar.

–Es cierto, sentía ese deseo… En aquel momento, sólo Ched el Salvador me parecía apto para orientar a la cofradía, pero él rechazaba ese cargo, y Nefer no tenía la experiencia necesaria. Me equivoqué… Me equivoqué gravemente…

–¿Detestaste a Nefer hasta el punto de…?

–Nunca detesté a Nefer. Lo subestimé, lo envidié y, luego, lo admiré… como la mayoría de nosotros, por otra parte. Pero yo no oculto mis opiniones. Y no importa si me perjudican: prefiero merecer mi apodo de «Preciso».

–He aquí un collar de oro destinado a la estatua de Maat -declaró la mujer sabia-. ¿Tus manos son lo bastante puras para colocarlo ante su capilla?

Gau no vaciló ni un solo instante.

–¡Mirad mis manos! – exigió con voz alterada por la indignación-. Son las de un servidor del Lugar de Verdad y aceptarán todas las tareas que éste les confiera.

El dibujante llevó a cabo el rito.

Clara y Paneb, aliviados, permanecían, sin embargo, turbados. ¿Por qué Renupe había tardado tanto tiempo en contarlo?


32


El jefe Sobek contemplaba, circunspecto, el trabajo de los auxiliares mientras se rascaba la cicatriz que tenía bajo el ojo izquierdo. Por primera vez desde hacía muchos años, se había levantado tarde y había escuchado sin prestar mucho interés los informes de sus vigías, que no habían advertido nada anormal durante la noche.


Nada anormal… ¡Sólo una serie de asesinatos cuyos autores seguían impunes!

El maestro de obras penetró en su pequeño despacho del quinto fortín, y el jefe Sobek mantuvo la cabeza gacha.

–¿Te encuentras mal?

–Me pregunto si todavía sirvo para algo -reconoció el policía nubio-. Soy incapaz de identificar a un criminal, mi balance es desastroso. O me sustituyes en mi cargo o dimito.

–Salgamos de este reducto y caminemos por la colina. Necesitas respirar aire puro.

El alto nubio aceptó, mascullando.

Era casi tan corpulento como Paneb, pero, sin embargo, parecía abatido y envejecido. Obligándolo a caminar a buen ritmo, Ardiente consiguió que recuperara el ánimo.

–Cómo me gusta este lugar -murmuró Sobek-. El sol le infunde otra vida a este desierto, muy distinta a la del Valle. Aquí no hay trampas ni falsas apariencias. Es preciso afrontar la realidad en todo su salvajismo y no temer a las serpientes ni a los escorpiones. Pero, de todos modos, una sombra ha conseguido enmascarar la luz y yo soy incapaz de disiparla.

–¿Has vigilado las idas y venidas de Userhat el León?

–Claro que sí, al igual que las de los demás, pero no he obtenido resultado alguno.

Sobek se sentó en una piedra ardiente.

–Acabo preguntándome si no será un demonio el que se divierte adoptando una forma humana para atacar a sus víctimas y no dejar rastro… Que la mujer sabia utilice la magia y que otro policía se ocupe del caso. Yo he fracasado.

Paneb recogió algo de arena y dejó que resbalara entre sus dedos.

–Tu trabajo consiste en encargarte de la seguridad de la aldea y de sus habitantes. Considero que la has cumplido.

–¿Con esa sombra asesina que se burla de nosotros?

–La cofradía ha incubado una serpiente en su seno, le toca librarse de ella con tu ayuda.

–Creo que te equivocas al confiar en mí, Paneb.

–No será mi primero ni mi último error. Infunde confianza a tus hombres, Sobek, y convéncete de que aún no hemos perdido el combate.


Paneb ocupó el sitial de maestro de obras donde anteriormente se había sentado Nefer el Silencioso, cerró los ojos e imploró a su padre celestial que lo ayudara a dirigir la cofradía.

En el local de la cofradía estaban presentes los miembros del equipo de la derecha y Hay, el jefe del equipo de la izquierda, cuyos artesanos trabajaban en la reparación de las tumbas del Valle de las Reinas.

Tras el ritual de purificación, Paneb había hecho una emotiva llamada a los antepasados, y todos habían advertido que la función de maestro de obras comenzaba a apoderarse del coloso.


Los servidores del Lugar de Verdad, que ocupaban los asientos empotrados en banquetas de piedra, estaban inquietos. Por la expresión de preocupación de Paneb, sabían que las noticias no eran buenas.

–De momento, no tenemos ningún trabajo pendiente en el Valle de los Reyes -declaró el maestro de obras-. A juzgar por su estado de salud, la muerte del rey Siptah se anuncia inminente, pero los meses pasan y, en realidad, el escriba de la Tumba no dispone de ninguna información seria. Por eso he decidido aceptar varios encargos del exterior para preservar el buen nombre de la cofradía y demostrar su habilidad en los más diversos campos.

–¿No vas a aumentar el ritmo de trabajo? – preguntó Karo el Huraño, preocupado.

–Nuestro reglamento será respetado y obtendréis primas sustanciosas si respondéis a mi llamada.

–¿Quién las pagará? – preguntó Unesh el Chacal, dubitativo.

–Los comanditarios, y serán atribuidas íntegramente a quienes respeten los plazos.

–¿Realmente es necesario conceder tanta importancia al exterior? – protestó Gau el Preciso-. Varios oratorios de la aldea necesitan una buena reparación, al igual que ciertas tumbas.

–Pienso destinar al equipo de la izquierda a esas tareas, con el permiso de su jefe.

Hay asintió con la cabeza, en señal de aprobación.

–Si lo comprendo bien -dijo Ched el Salvador con una irónica sonrisa-, nos estás poniendo a prueba.

–¿Qué prueba? – se inquietó Pai el Pedazo de Pan.

–El maestro de obras teme que nos sumamos en la vanidad y en la rutina -intervino Ched.

–Basta de charla -interrumpió Casa la Cuerda-; ¿cuáles son esos famosos encargos del exterior?

–Una serie de trampas -precisó Paneb.

Un pesado silencio siguió a sus palabras.

–¿Te burlas de nosotros? – preguntó Unesh el Chacal.

–Como es evidente, el poder central esta siendo víctima de convulsiones cuya naturaleza y gravedad ignoramos. Si se derrumba, la propia supervivencia del Lugar de Verdad se verá amenazada. Mi deber es preservarlo, aun en caso de disturbios. Esos encargos no han llegado porque sí; el exterior quiere saber si, al margen de la construcción de las moradas de eternidad, servimos para algo. Por eso nos están desafiando, y nosotros vamos a aceptar ese desafío.

–¿Y si somos incapaces de afrontarlo? – se preocupó Gau el Preciso.

–No hay razón para dudar de nosotros mismos -afirmó Userhat el León-. Además, poseemos la Piedra de Luz: cada vez que se le ha sometido una cuestión vital, ha sabido responder iluminando nuestro camino.

–Dicho de otro modo, todos somos voluntarios, puesto que sólo podemos conseguirlo en equipo -concluyó Thuty el Sabio.

Nadie discutió el argumento.

–Bueno -intervino Fened la Nariz-, ¿qué debemos hacer?

–En primer lugar, un gran número de exvotos para los templos de la región tebana -repuso el maestro de obras-. Habrá que trabajar pequeños fragmentos de calcáreo, muy finos, y esculpirlos en forma de plaquetas que se depositarán en los oratorios o se insertarán en las paredes de las capillas. Debemos elegir el tema del grabado.

–El dios Ptah, patrón de los constructores, protegido por las alas de la diosa Maat -propuso Ipuy el Examinador-, Sólo ella puede dar el soplo de vida al gran arquitecto que todos los días recrea un universo armonioso.

–Podríamos buscar algo más sencillo -objetó Renupe el Jovial.

–La propuesta de Ipuy me parece excelente -consideró Paneb-; transmite a la perfección el ideal del Lugar de Verdad.

–Naturalmente, nuestra labor no se limitará a eso -aventuró Karo el Huraño.

–Naturalmente -aprobó el maestro de obras con una amplia sonrisa-. También deberemos proporcionar a Karnak estatuas y estelas, sin olvidar algunos ejemplares del Libro de salir a la luz, con muchos dibujos que ilustren las transformaciones del alma.

–¿Qué capítulos habrá que reproducir? – preguntó Gau el Preciso.

–Los que elijamos. Pero hay algo mucho más difícil…

Todas las miradas convergieron en el maestro de obras.

–La administración central nos exige jarrones de loza, de un azul perfecto, para adornar los aposentos reales.

Casa la Cuerda emitió un silbido de desaprobación.

–¿Podremos fabricarlos?

–Creo que sí -respondió Thuty-, pero tendremos que consultar los archivos de nuestros maestros loceros.

–Mi iniciador era uno de ellos -recordó Hay-, y no he olvidado nada de sus enseñanzas; pero necesitaré ayuda si la cantidad de jarrones exigida es importante.

–Lo es -afirmó Paneb-. Mañana mismo abriremos un taller consagrado a su fabricación.

–¿Tenemos bastante arena que contenga una gran proporción de cuarzo? – preguntó el jefe del equipo de la izquierda.

–No -repuso el orfebre Thuty-, pero sé dónde encontrarla.

–Eso no es todo -prosiguió Paneb.

–¡Pero nos están exigiendo demasiado! – protestó Casa la Cuerda.

–El visir del Sur nos ha hecho, personalmente, un encargo urgente.

–¿Ese viejo perillán? – se extrañó Fened la Nariz-. Se limita a sacarse de encima los asuntos en curso, a la espera de que lo sustituyan en su cargo. ¡Y nunca ha puesto los pies en la aldea!

–El visir necesita dos grandes sarcófagos de madera.

–Los carpinteros de Karnak pueden procurárselos -estimó Didia el Generoso.

–Pero nos lo ha pedido a nosotros. Tú los harás, carpintero.

–Bueno, tal vez sea mejor dejar de discutir, beber un buen trago y ponerse manos a la obra.

La proposición del carpintero ganó por unanimidad.

A invitación del maestro de obras, los artesanos unieron las manos para sentir la energía que circulaba por el equipo.

Cuando la puerta del local de la cofradía se cerró, Paneb permaneció solo bajo el cielo estrellado.

–No te alejes de mí, Nefer, y que tu silencio se haga palabra. Escucho tu voz, vivo con tu vida, mi mano prolonga tu mano y te continúo.


33


Kenhir había consultado los archivos de los loceros de la decimoctava dinastía, autores de un incalculable número de obras maestras, pero había quedado muy decepcionado.


Los primeros jarrones salidos del nuevo taller parecían, sin embargo, soberbios, de un azul fulgurante, ¡pero qué mediocre era aquel resultado ante el modelo, sacado de la cámara fuerte, que Paneb tenía en las manos!

–¿Se ha molido suficientemente la arena que contenía el cuarzo? – preguntó.

–Dos veces -repuso Hay-. Como fundente, añadí sosa y cenizas vegetales, de acuerdo con la técnica que me enseñaron. Los componentes se aglomeraron bien en una masa sólida y porosa a la vez, calenté y apliqué el vidriado. Pero si lo comparamos con el modelo de referencia, el color parece apagado.

–¿Qué temperatura alcanza?

–No menos de novecientos grados. La variamos, pero ésta es la que da mejores resultados.

–Nos falta algún elemento… Volveré con la mujer sabia.

Clara asistió al procedimiento de fabricación de los jarrones. Y su veredicto fue indiscutible.

–Falta un elemento esencial, en efecto. Dejadme sola con el maestro de obras.

Paneb echó el cerrojo de la puerta del taller y abrió un gran saco lleno de arena… al menos hasta la mitad. Debajo estaba la Piedra de Luz.

–¿Nadie te vio sacarla de su escondrijo?

–Fui a buscarla en plena noche, acompañado por Negrote y Bestia Fea. Nadie que me siguiera habría escapado a su vigilancia.

–Cualquier ceramista sería capaz de obtener el azul que nosotros hemos obtenido; el de nuestros antepasados era de otra naturaleza. Por consiguiente, sólo puede proceder de la Piedra de Luz. A cada etapa de la fabricación, la piedra irradiará los materiales.

Paneb amasó cuidadosamente una pasta, utilizando la arena con una gran proporción de cuarzo que él mismo había machacado, añadió cenizas y sosa, le dio una forma sencilla, envolviéndola en una capa de pasta de color más apagado que la utilizada por Hay, luego la calentó.

A medida que aumentaba la temperatura, la luz que emanaba de la piedra se hacía más intensa. Clara y Paneb asistieron, maravillados, a la eclosión de un azul de extraordinaria pureza que revistió el conjunto del jarrón al modo de una túnica preciosa.

Concluido el trabajo, el fulgor disminuyó y la piedra pareció casi inerte.

En una copa de amplios bordes, colocada junto al jarrón, se habían depositado algunos pigmentos.

–Azul cobalto -comprobó la mujer sabia-. Los papiros hablaban de él, pero creía que no existía. Es el que ofrece este color inimitable (5).



El traidor estaba seguro de ello: la mujer sabia y el maestro de obras se habían encerrado en el taller para utilizar la Piedra de Luz sin que los vieran y los oyeran. Y puesto que había entrado en aquel local, forzosamente debería salir de él, llevada por Paneb. Tenía que estar allí en el momento adecuado para seguir al coloso hasta el escondrijo.

Con los demás artesanos del equipo de la derecha, el traidor vio cómo la mujer sabia aparecía en el umbral del taller; les mostró un jarrón azul de ancho cuello.

Durante unos instantes, todos se quedaron sin aliento. El azul era a la vez intenso y suave, animado por una luz sobrenatural.

–¡Lo habéis conseguido! – exclamó Thuty, maravillado.

–Disponemos de suficientes pigmentos para fabricar numerosos jarrones y algunos amuletos -indicó Paneb-. La colección será digna de nuestros antepasados.

–Esto se merece un banquete -consideró Pai el Pedazo de Pan-; os serviré unas brochetas y unos filetes de perca.

–Preparadlo todo -aceptó Paneb-; yo ordenaré las cosas y apagaré los hornos.

El traidor estaba obligado a ayudar a sus compañeros, pero éstos tuvieron la buena idea de disponer mesas y sillas no lejos del taller, cuya puerta no perdió de vista.


En cuanto hubo terminado la comida, Paneb se encerró de nuevo en el taller.

En vez de regresar a su casa, como sus colegas, el traidor se había ocultado en una casa sin ocupar y, desde la terraza, había seguido observando el local, donde se hallaba la Piedra de Luz.

La espera le pareció interminable, pero de buen augurio. Paneb dejaba que la noche avanzara, para estar seguro de que la aldea entera estuviera durmiendo cuando él devolviese la piedra a su escondrijo.

Una nube cubrió el delgado creciente del segundo día de la nueva luna, y la puerta del taller se abrió.

Con un saco al hombro, Paneb miró a su alrededor.

Un saco que contenía arena… ¡Ésa era la artimaña que el maestro de obras había utilizado para traer la piedra! Sin ella no habría podido obtener el azul de los antepasados. Ésta lograba iluminar cualquier materia, llevándola a su punto de perfección.

Al asesinar a Nefer el Silencioso, el traidor había matado en él cualquier emoción. Por sus venas corría una sangre helada que le concedía el dominio de sus impulsos. Bajó, pues, la escalera sin precipitación, para seguirlo a una distancia prudente, ocultándose en la esquina de una casa y, luego, tras una tinaja de agua.

Paneb caminaba lentamente hacia el templo, a causa del peso.

El templo… ¡El escondrijo ideal! Durante el día se celebraban allí ritos, se quemaban perfumes, se limpiaban los objetos rituales… Y por la noche, la potencia divina descansaba tras la puerta sellada del naos. Ni un solo aldeano podía imaginar que un artesano se atreviera a quebrar el sello y violar aquel lugar sagrado, en el que el traidor ya había pensado.

Paneb franqueó el pilono, atravesó el patio al aire libre y penetró en el edificio.

Agazapado tras una estela, el traidor aguardó a que volviera a salir. Probablemente, el maestro de obras habría fabricado unas piedras móviles que bastaba con hacer girar para descubrir el lugar donde se ocultaba el tesoro de la cofradía. El traidor cayó en la cuenta de que ni Bestia Fea ni Negrote patrullaban por los alrededores. Aquello significaba que el coloso había dejado en su casa a la oca y al perro, y que le tendía una trampa.

Paneb abandonó por fin el templo sin su fardo, y el traidor volvió a su domicilio pegado a los muros. Apenas hubo cerrado la puerta cuando oyó que Bestia Fea graznaba y Negrote ladraba.

Paneb se llevaría una desilusión, pues la presa se le escapaba una vez más… Pero el traidor, en cambio, estaba rebosante de felicidad: ahora ya sabía que la Piedra de Luz estaba oculta en el templo de Maat y de Hator.


A Kenhir le dolía el codo, por lo que había aceptado que Niut la Vigorosa le frotara el pelo. Gracias a los masajes de Clara, el viejo escriba podía redactar por su cuenta, al menos, el Diario de la Tumba sin la ayuda de Imuni que, en aquellos últimos días, se había mostrado demasiado halagador con su superior, como si esperara una recompensa.

Imuni no había captado en absoluto el espíritu de la cofradía, y se comportaba como un escriba deseoso de hacer carrera, sin sentir la magnitud de la aventura a la que estaba asociado.

Kenhir sabía perfectamente qué era lo único que ambicionaba Imuni: convertirse en escriba de la Tumba e imponer su autoridad a los dos equipos de artesanos. Aquella especie de hurón no carecía de habilidad, y no había que subestimarlo.

–Voy al templo -le dijo Kenhir a Niut.

–¡No seáis insensato! Deberíais descansar.

–Esta mañana me siento mejor.

–Empezaré a preparar el almuerzo… No os retraséis.

A Kenhir le encantaba el pichón asado con especias que preparaba la joven, por lo que seguro que regresaría a tiempo. Niut la Vigorosa estaba considerada la mejor cocinera de la aldea, y constantemente estaba perfeccionando recetas que excitaban la gula de Kenhir.

El viejo escriba tomó por la calle principal, y respondió, refunfuñando, a los saludos de las aldeanas.

El maestro de obras estaba colocando una nueva piedra de umbral.

–¿El traidor ha caído en la trampa? – preguntó Kenhir.

–Por desgracia, no.

–¡Es increíble! Se diría que alguien lo mantiene informado de nuestras intenciones.

–Esperemos que simplemente tenga mucho olfato. La ausencia de la oca y el perro debió de intrigarle.

–¿Conseguiremos atrapar algún día a ese demonio?

–Nuestra estrategia no es tan mala.

–¡Pero sigue libre e impune!

–¿Acaso es posible ser libre cuando se es esclavo de la propia avidez? Está obsesionado con la Piedra de Luz, sólo piensa en apoderarse de ella. Sigamos aplicando nuestro plan.

–Habría preferido que ese monstruo estuviese enjaulado esta misma noche.

–¿Acaso no fuisteis vos, Kenhir, quien me enseñó a tener paciencia?


34


Didia el Generoso había escuadrado dos troncos de sicómoro muy seco con el hacha, y luego los había cortado en forma de tablas con la sierra. Los había cepillado con una hachuela de mango largo, y luego había usado una broca de arco para practicar los agujeros destinados a las clavijas.


Cuando Paneb entró en el taller del carpintero, los dos sarcófagos del visir ya tenían muy buen aspecto.

–¿Alguna dificultad? – preguntó el maestro de obras.

–Ninguna. Si estás de acuerdo, le pondré una tapa deslizante algo abombada. Todos los ensamblajes se efectuarán con clavijas de madera y utilizaré unos tacos de cedro para asegurar la unión de la tapa con el receptáculo.

Paneb advirtió el perfecto ajuste de las tablas de las paredes en los pilares de esquina y la calidad de las espigas, en forma de media cola de milano, fijadas con lengüetas. Algunas junturas, que determinaban el encaje del marco de base con el marco superior, estaban en ángulo oculto.

–¿Qué dirías de un rostro osírico en madera de acacia?

–Me parece una idea excelente -consideró Paneb-. En la tapa pintaré al visir como Osiris, rodeado por las diosas Isis y Neftis; al pie, Anubis, tendido sobre la capilla de momificación.

–¡Qué suerte tiene ese visir! Me pregunto si merece semejante regalo.

–No te preocupes, pagará su precio con creces.

–Un hermoso sarcófago puede costar, aproximadamente, una camisa, un saco de espelta, una puerta de madera, cuatro esteras, una cama y tres botes de grasa. ¡Imagínate entonces esos dos!

–Obtendremos algo mucho mejor, tanto más cuanto tú estás en la cima de tu arte.

–¡No digas eso, da mala suerte!

–Perdóname, Didia, pero esos dos sarcófagos son verdaderas obras maestras.

–Siempre se puede mejorar algún detalle, lo sabes tan bien como yo… En eso estriba la nobleza del oficio, en ese misterio que une la mano y el espíritu en un acto de amor. Velar para que se consume es el primer deber de un maestro de obras; y, afortunadamente, lo has comprendido.

–¿Tienes sospechas sobre la identidad del traidor?

–Ni siquiera puedo concebir que exista uno -confesó Didia.


Imuni entregó el papiro al escriba de la Tumba.

–Correo urgente procedente del despacho del visir.

Kenhir rompió el sello.

–Convoca al maestro de obras pasado mañana… ¿Pero quién se cree que es ese viejo inútil?

–Como expresión de la voluntad del faraón, el visir está en su derecho -observó Imuni con voz untuosa.

–Es cierto -reconoció Kenhir-, pero yo puedo oponerme solicitando la intervención del rey.

–Su Majestad reside en Pi-Ramsés… En el tiempo necesario para avisarlo, el visir podría obligar al maestro de obras a comparecer ante él.

–¡Y yo ordenaré a Sobek que rechace a sus esbirros!

–Más valdría evitar una desastrosa confrontación -susurró Imuni.

–Ve a buscar a Paneb.


El maestro de obras se mostró imperturbable.

–Nuestro visir está impaciente por ver terminados sus dos sarcófagos -estimó-. Le explicaré que todavía no están listos y que cualquier precipitación perjudicaría su calidad. Para tranquilizarlo, le entregaré uno de los jarrones destinados al palacio real.

–Tengo ganas de acompañarte -dijo Kenhir.

–No es necesario, no debéis fatigaros inútilmente.

–Escucha lo que te diga esa alimaña, Paneb, y no pierdas los estribos. Sobre todo, ni una sola palabra de más. Si te abruma con sus trapacerías administrativas, yo las resolveré.

–Tranquilizaos, seré muy prudente.


El caballo de Méhy recorrió en un tiempo récord la distancia que separaba los edificios de la administración de la villa del general. El portero apenas tuvo tiempo de tirarse de cabeza a un bosquecillo de tamariscos para evitar ser atropellado, y una sierva, aterrorizada, dejó caer dos jarras de leche, que se rompieron en el suelo.

Méhy bajó del caballo de un salto y corrió hacia el cuarto de baño de Serketa, donde una peluquera estaba depilando a su esposa.

–Traigo excelentes noticias -anunció, radiante.

–Ya casi he terminado de sufrir, amor mío. Haz que te sirvan vino fresco, yo voy en seguida.

Conociendo las exigencias de su dueño, el intendente le sirvió un excelente caldo de los oasis y unos filetes de perca en salsa picante.

Méhy acababa de devorar ese tentempié y de vaciar la primera ánfora cuando apareció su esposa, apenas cubierta por un velo que no ocultaba sus opulentas formas.

–¿Acaso no soy tu niña deliciosa?

–¡Ven aquí!

Méhy manoseó las nalgas de Serketa con su habitual rudeza, y luego la obligó a sentarse en sus rodillas.

–Muy pronto nos libraremos de Paneb el Ardiente -anunció.

–¿Acaso has decidido acabar con él?

–El visir de Tebas se encargará de eso, y del modo más legal que existe. Ese viejo inútil, al que yo hice nombrar, acaba de recibir un expediente que incluye graves acusaciones contra el maestro de obras del Lugar de Verdad.

–¿Eso es cosa del traidor?

–Si fuera así, ha trabajado bien. Las acusaciones están formuladas a la manera de un escriba, los hechos son precisos y detallados. Paneb no tiene posibilidad alguna de salir impune del despacho del visir.

–¿De modo que te ha enseñado el expediente?

–¡Ese imbécil no me oculta nada! Por primera vez, va a resultarnos útil. Y ni siquiera he necesitado incentivarlo, pues el caso es muy sencillo. Basta con aplicar la ley y el Lugar de Verdad quedará destruido. Primero Nefer el Silencioso, y después Paneb el Ardiente… Kenhir es ya muy mayor para resistir la tormenta que arrasará la cofradía. O el traidor consigue ponerse a su cabeza o la disolveré. Tanto en un caso como en otro, la Piedra de Luz nos pertenecerá por fin. Y, con ella, el poder absoluto.

Serketa no se mostró muy entusiasmada.

–Paneb ha debido de preparar su defensa.

–¡No está al corriente de nada! Sin duda cree que el visir lo ha convocado para hablar de su encargo de sarcófagos.

–Ardiente se olerá la trampa, y no irá.

–En ese caso, el visir recurrirá a la fuerza. Y la fuerza es mi ejército.

–La cofradía se defenderá.

–No dará la talla.

Serketa saltó de las rodillas de su marido y recorrió la estancia con nerviosismo.

–Un enfrentamiento directo sería perjudicial para ti… Te acusarían de violento, tu reputación de administrador prudente y mesurado quedaría destruida. Es preciso evitar semejante catástrofe.

–Todavía no hemos llegado ahí, tierna paloma. Paneb no tiene ningún motivo para desconfiar, acudirá a casa del visir y será encarcelado.


Bajo la influencia de Méhy, a quien debía su nombramiento, el viejo visir del Sur había adoptado la misma actitud que el alcalde de la ciudad: ninguna iniciativa, obediencia absoluta a las directrices del general y administración de los asuntos en curso recurriendo a él a la menor dificultad.

Siguiendo esta línea de conducta, el dignatario se aseguraba una vida sin problemas y se entregaba a los placeres en su confortable residencia oficial, a orillas del Nilo.

En una ciudad tan segura como Tebas, donde la delincuencia era prácticamente inexistente, Méhy se había ganado una reputación de general íntegro, capaz de hacer prevalecer el orden en cualquier circunstancia, para mayor satisfacción de la población. De modo que el visir no había convocado, desde hacía mucho tiempo, al tribunal supremo, donde se juzgaba a los asesinos y a los culpables de delitos graves.

Cuando había recibido el expediente anónimo que acusaba al maestro de obras del Lugar de Verdad, el viejo cortesano había perdido los nervios. Y, naturalmente, su primer acto reflejo había sido mostrárselo al general.

Méhy le había aconsejado que aplicara la ley, tras haber avisado al poder central por correo oficial.

El anciano esperaba que el maestro de obras no respondería a su convocatoria, pues le habían dicho que Paneb el Ardiente tenía un carácter muy irascible.

En caso de insubordinación, al general le tocaría intervenir por la fuerza. Y él, el visir, quedaría libre de cualquier responsabilidad.

–¿Hay solicitantes esta mañana? – preguntó a su secretario, un escriba flaco y pálido.

–Nada importante, vuestros ayudantes se encargarán de ello.

–¿Algún asunto urgente?

–Tebas está en calma total. Gracias a los babuinos policías, no debemos lamentar ningún robo en los mercados.

Se presentó un centinela.

–Paneb el Ardiente, maestro de obras del Lugar de Verdad, desea ver al visir.


35


El vejestorio tragó saliva con dificultad. Le habían descrito al maestro de obras como un personaje violento y vengativo, capaz de acabar, él solo, con nueve adversarios.


–¿Está todo listo?

–Tranquilizaos, estaréis seguro -le prometió su secretario.

–Bueno, bueno… Que pase, pues.

Al ver aparecer al coloso, el visir se sintió de pronto más débil y más viejo. Se encogió en su asiento y procuró evitar la mirada de Ardiente, tan intensa como una llama.

–Vuestros dos sarcófagos aún no están terminados del todo -le anunció Paneb-, pero ya puedo aseguraros que se tratará de unas piezas excepcionales. Los demás encargos se están concluyendo; he aquí una muestra de nuestro trabajo.

El maestro de obras dio un paso hacia el alto magistrado, portando el jarrón azul como si se tratara de una ofrenda.

–¡No os acerquéis!

Paneb, sorprendido, se detuvo.

–Estáis arrestado -dijo el visir con voz temblorosa.

Mientras, una decena de guardias penetraba en el despacho para rodear al detenido, dirigiendo sus lanzas hacia él.

–¡Se trata de un malentendido!

–Sois un peligroso criminal, y tengo un testimonio definitivo. Al menor movimiento sospechoso, cargarán contra vos.

Los soldados que amenazaban a Paneb no eran alfeñiques y habían aprovechado el factor sorpresa. El coloso estaba rodeado.

–¿Puedo saber al menos de qué se me acusa?

–¡Lo sabréis muy pronto! Llevad a ese criminal a la cárcel.

Un soldado le puso unas esposas de madera, otro le ató los tobillos, mientras la punta de las hojas se hendían en su cuello, su pecho y sus riñones.

Méhy se apoderó de su arco, lo tensó como si quisiera quebrarlo y apuntó a un halcón peregrino que había cometido la imprudencia de sobrevolar su villa, trazando grandes círculos en el cielo. Ningún cazador atacaba a esa ave rapaz, encarnación de Horus, el protector de la realeza, pero al general le importaban un comino esas viejas supersticiones.

Un grito de espanto turbó a Méhy, que soltó la flecha demasiado pronto.

La aguda visión de la rapaz le permitió descubrir el peligro de muerte y se apartó en el último instante, ascendiendo hacia el sol con un poderoso aleteo.

Al volverse, Méhy vio a la sirvienta nubia, a quien Serketa ya había castigado. Se había puesto de rodillas y estaba lloriqueando.

–¡Perdonadme, señor, pero he tenido miedo por el pájaro!

El general la abofeteó, y la muchacha se derrumbó en la arenosa avenida por la violencia del golpe.

–Pequeña idiota, me has hecho fallar el tiro. Desaparece de mi vista y no vuelvas a molestarme, de lo contrario…

La hermosa negra se levantó y huyó corriendo. Méhy la habría violado de buena gana, pero no se fiaba de Serketa. Si la engañaba, ella acabaría enterándose y no se lo perdonaría nunca. En vísperas de una gran victoria, no era el momento de cometer una estupidez. Cuando su esposa estuviera demasiado gorda y vieja y fuera incapaz de ayudarlo, sería la hora de decidir.

–¿Todavía nada? – preguntó Méhy a su intendente.

–El correo habitual, pero aún nada del despacho del visir.

Un caballo se acercaba al galope.

Méhy corrió hacia la entrada de su villa. En efecto, era un enviado del visir que traía un mensaje urgente. Al general le encantó el principio de la misiva: Paneb había sido detenido y encarcelado.

Pero el resto le inquietó: un visitante de alta alcurnia acababa de llegar a Tebas.

Méhy no sabía cómo interpretar aquel inesperado acontecimiento.


Caía la tarde, y Paneb no había regresado aún.

–¿No tenéis hambre? – preguntó Niut la Vigorosa a Kenhir, que ni siquiera había tocado un apetitoso mújol asado, acompañado de lentejas.

–Algo no marcha bien.

–Seguramente, el visir habrá invitado al maestro de obras a cenar.

–Paneb nos lo habría comunicado…

Niut estaba tan inquieta como el escriba de la Tumba y no intentó retenerlo cuando se levantó para coger su bastón. Antes de salir, ella le puso una capa por encima de los hombros.

–El viento es fresco, no vayáis a resfriaros.

Kenhir se dirigió al quinto fortín.

–¿Sobek está aquí? – le preguntó al policía nubio que estaba de guardia.

–No, ha cogido el carro de servicio para acudir al embarcadero.

También el nubio se había alarmado hasta el punto de partir en busca de noticias.

–Dame un taburete; lo esperaré aquí.

–No tengo nada que sea muy cómodo…

–No importa.

Paneb había caído en una trampa. ¿Pero quién se la había tendido? Probablemente no había sido aquel viejo visir imbécil el que había osado meterse con el maestro de obras del Lugar de Verdad. La orden debía de proceder del verdadero señor de Tebas, el general Méhy.

Pero, como administrador principal de la orilla oeste, estaba encargado de la protección de la cofradía. Además, no tenía razón alguna para atacarla.

Por encima de Méhy, ya sólo quedaba el dueño supremo de la cofradía, el faraón de Egipto.

Evidentemente, no podía tratarse del infeliz Siptah; la responsabilidad de semejante iniciativa sólo podía tener que ver, pues, con la reina Tausert. Kenhir se estremeció.

Si su razonamiento era correcto, la regente había firmado la condena de muerte de la cofradía, por un motivo que él ignoraba.

En primer lugar, haciendo que el visir detuviese al maestro de obras, luego…

–¡Sobek regresa! – avisó el policía.

El nubio detuvo bruscamente su carro, acarició al caballo y se plantó ante el escriba de la Tumba.

–Paneb está encarcelado en palacio -reveló.

–¿Por qué motivo?

–Se han formulado numerosas acusaciones contra él, pero ignoro su naturaleza.

–¿Quién ha sido?

–También lo ignoro. Al parecer el visir ha recibido un informe detallado que no deja duda alguna sobre la culpabilidad de Paneb.

–El traidor, claro está… Pediré audiencia al visir.


La osamenta del viejo escriba apenas soportó las sacudidas del camino, pero Kenhir olvidó sus dolores para pensar sólo en el maestro de obras. Tendría que convencer al visir de que se trataba de una falsa acusación y de que Paneb tenía que quedar libre inmediatamente.

Sobek despertó a un barquero que, de mala gana, aceptó cruzar el Nilo cuando la noche ya había caído. El imperioso tono del nubio y su corpulencia lo disuadieron de discutir demasiado.


Los aposentos del visir estaban junto al palacio real de Karnak, y fue necesaria la fuerza de convicción del escriba de la Tumba para convencer al responsable de la seguridad de que despertara al alto dignatario.

El visir, que había sido cogido por sorpresa, aceptó recibir a Kenhir en la antecámara donde, por lo general, esperaban sus visitantes. Prefería no retrasar el inevitable enfrentamiento entre ambos, pues temía el escándalo que causaría aquel viejo escriba gruñón.

–¿Está encerrado aquí nuestro maestro de obras?

–En efecto.

–¿De qué se lo acusa?

–No tengo por qué decíroslo.

–¡Naturalmente que sí! Como escriba de la Tumba, tengo derecho a tener acceso a todos los documentos oficiales que se refieran a la cofradía.

–Se trata de un caso excepcional…

–¡Y es decir poco!

La cólera de Kenhir impresionó al visir, pero ya no tenía posibilidades de retroceder.

–A caso excepcional, procedimiento excepcional -afirmó con voz temblorosa.

–Por muy visir que seáis, y precisamente porque lo sois, debéis respetar la ley de Maat.

–Escuchadme, Kenhir…

–Contadme qué dice el expediente de acusación y liberad en seguida al maestro de obras del Lugar de Verdad.

–Eso es imposible.

–Escribiré inmediatamente a Su Majestad para denunciar vuestro comportamiento y exigir vuestra destitución.

–Tenéis derecho a hacerlo, Kenhir.

–Mejor haríais satisfaciendo mis exigencias.

–Es imposible, os lo repito.

–Si queréis guerra, la vais a tener.


Paneb habría podido derribar la puerta de la pequeña estancia, enfrentarse con los guardias e intentar salir de palacio. Pero eso era ilegal y su función se lo impedía. Además, deseaba conocer los motivos de su arresto y saber quién intentaba destruir la cofradía por medio de las acusaciones presentadas contra él.

Así pues, se había tumbado en un sumario lecho para pasar una noche apacible y disponerse a comparecer ante un tribunal donde podría expresarse libremente, mientras Kenhir libraba una encarnizada lucha para conseguir su libertad. Egipto era un país donde se respetaba la ley de Maat, comenzando por el visir, que era su garante.

Pero su despertar fue brutal: dos puntas de lanza pincharon la espalda del coloso.

–Síguenos -ordenó un guardia.

Paneb fue conducido hasta una pequeña sala con dos columnas que no se parecía nada a un tribunal.

Sentado en una silla baja, con un papiro desenrollado sobre las rodillas, el visir no se atrevía a mirar a los ojos al prisionero.

–Paneb el Ardiente, ha llegado la hora de que respondáis de vuestros crímenes.


36


–¿Se trata de una entrevista privada o de una audiencia oficial? – preguntó el maestro de obras.


–Yo dirijo la instrucción como me parece -respondió el viejo visir-, y os ordeno que respondáis a las acusaciones que se os hacen.

–¿Quién es el acusador?

–No tenéis por qué saberlo.

–La ley os obliga a darme su nombre. Si os negáis, el procedimiento, sea cual sea, será nulo de pleno derecho.

El visir pareció turbado.

–De hecho, se trata de un documento… anónimo.

–Por tanto, no tiene ningún valor jurídico.

–Los hechos que se os imputan son tan graves que eso no tiene ninguna importancia.

–Ni hablar. O me proporcionáis ese nombre o salgo ahora mismo de esta estancia.

–El documento es anónimo y no tengo medio alguno de identificar a su autor. ¿Aceptáis, sin embargo, conocer los delitos que se os imputan?

–Tengo la conciencia tranquila, así que, ¿por qué no?

El visir carraspeó, aclarándose la voz.

–Comencemos por el menos grave, aunque se trata de una falta imperdonable: hicisteis que un artesano de la cofradía curara a vuestro buey y obligasteis a dos servidores del Lugar de Verdad a que trabajaran en vuestro campo, lo cual está terminantemente prohibido.

–Esa acusación no tiene ningún fundamento: dos artesanos me ayudaron, en efecto, pero por su propia voluntad y sin retribución alguna. Os bastará con preguntárselo para conocer la verdad, y los cinco campesinos que trabajan para mí de un modo absolutamente legal confirmarán mis declaraciones.

–Bueno… Pero hay algo más delicado. Estáis acusado de seducir a varias mujeres casadas y de sembrar el desorden en las familias de la aldea.

El coloso soltó una carcajada.

–¿Y qué mujeres se han quejado de ello?

–El documento no da esa clase de detalles… ¿Negáis los hechos?

–Mi esposa declarará en mi favor y os explicará que mi comportamiento no compromete en modo alguno la armonía de la aldea.

–Bueno, bueno… Pasemos a lo siguiente: tenéis un pico que sólo lo utilizáis vos; eso es contrario al reglamento.

–El escriba de la Tumba os dirá que ese pico es de mi propiedad, todo el mundo lo sabe, y que está marcado con un sello tan particular que no puede confundirse con ningún otro. En consecuencia, la herramienta no debe ser restituida, después de su uso, al tesoro de la cofradía.

–¡Esa excepción debería haberse comunicado a la administración!

–Se consignó en el Diario de la Tumba, que Kenhir tiene a vuestra disposición.

–Perfecto, perfecto… ¡Pero robasteis un lecho en una tumba de la aldea!

–Si hubiera sido así -repuso Paneb-, habría sido juzgado y condenado por el tribunal de la cofradía. Nunca se ha cometido ningún robo en las moradas de eternidad de nuestros antepasados, pues velan por nosotros y los veneramos cada día. Oficialmente me ofrecieron un lecho con la anuencia del escriba de la Tumba, y el don fue inscrito en el Diario.

–Vayamos a las acusaciones más graves, castigadas con la pena de muerte.

Paneb abrió los ojos de par en par.

–¿Estáis hablando en serio?

–Los hechos son muy graves: ¡violación de sepulturas en el Valle de los Reyes!

Esta vez el coloso perdió la calma.

–¿Os habéis vuelto loco?

–¡Un poco de respeto! – imploró el visir con un nudo en la garganta-; mi papel consiste en establecer la verdad y…

–¡Explicaos, entonces!

Sin atreverse todavía a mirar al coloso a los ojos, el viejo visir hundió la nariz en el papiro.

–Robasteis una preciosa tela de la tumba del faraón Seti II y, para celebrar esa hazaña, os emborrachasteis encima de su sarcófago.

–Es cierto.

El visir levantó un poco la cabeza.

–¿Re… reconocéis los hechos?

–Reconozco que me emborraché. Por lo demás, el delator ha inventado un montón de mentiras. La tela en cuestión no se hallaba en la tumba de Seti II, y el sarcófago, junto al que mis compañeros y yo probamos un excelente vino, no era el suyo. En todos estos puntos dispongo de testigos que desbaratarán tan grotescas e infamantes afirmaciones.

–¿Realmente tenéis testigos?

–Todos declararán bajo juramento ante el tribunal de la aldea, presidido por el escriba de la Tumba y, luego, ante vos, si así lo exigís. Y la tela y el sarcófago serán puestos a vuestra disposición.

–Bueno, bueno… Pero aún queda un punto de excepcional gravedad.

–Os escucho.

El coloso había recuperado la calma, por lo que el visir se mostró más seguro de sí mismo.

–Unos bloques pertenecientes a la tumba del faraón Merenptah fueron llevados del Valle de los Reyes hasta la aldea y han servido para construir cuatro columnas de vuestra propia morada de eternidad.

–Es cierto -reconoció Paneb.

–De modo que vos, el maestro de obras del Lugar de Verdad, degradasteis la tumba de un rey que habíais excavado y decorado.

–Eso es falso.

–Pero… ¡Si acabáis de admitir vuestro delito!

–No hay delito alguno, pues los bloques en cuestión son material de recuperación. Solicité a un pequeño equipo que retirara el material sobrante del Valle de los Reyes, limpiándolo de los restos amontonados en el lugar de nuestros trabajos. Este equipo trajo a la aldea unas piedras que podían servir para la construcción de mi tumba, pues mis compañeros decidieron hacerme tan magnífico regalo.

–¿También ellos están dispuestos a declarar?

–Sin duda alguna.

El viejo visir enrolló el papiro.

–Habéis reducido a la nada las acusaciones, maestro de obras.

–¿Algo más que reprocharme?

–¿No habéis tenido bastante con todas estas acusaciones?

–Si lo entiendo bien, renunciáis a cualquier juicio.

–Vuestras explicaciones me han convencido… Pero tal vez un juez supremo tenga una opinión distinta de la mía.

En aquel momento apareció la reina Tausert.

El visir y el maestro de obras se levantaron de inmediato para saludar a la soberana.

–Lo he oído todo -dijo ella-, y he llegado a las mismas conclusiones que el visir. El maestro de obras ha sabido disipar las dudas y dar razones que desbaratan ese expediente anónimo, obra de un odioso calumniador.

El anciano se retiró, haciendo una reverencia.

Paneb contemplaba a la regente, cuya belleza igualaba casi la de Turquesa. La misma altiva nobleza, la misma finura de rasgos, la misma lucidez en la mirada, pero, sin embargo, más soledad y sufrimiento.

Tausert estaba sorprendida por el poderío de Ardiente y por la energía que emanaba de su persona. Pensó, por un instante, que sería un faraón digno de los más grandes y que un hombre de su temple sabría dirigir el país.

–Tu culpabilidad habría provocado una crisis tan grave que mi regencia hubiera peligrado -declaró la reina.

–Soy inocente, majestad, y la reputación del Lugar de Verdad, como la vuestra, sigue intacta.

–He preferido asegurarme personalmente, pues circulaban alarmantes rumores sobre ti y no estaba segura de la imparcialidad del visir del Sur, que mañana mismo será relevado de su cargo. Ese viejo cortesano no habría sido capaz de distinguir la verdad de la mentira, y no deseo que este tipo de incidentes se repitan.

–Perdonad mi atrevimiento, majestad, ¿pero por qué no escucháis a los testigos, que disiparían cualquier sombra de duda?

La reina esbozó una deslumbrante sonrisa.

–Porque confío en ti, Paneb. ¿Sabes lo que es eso?

–¿No debería estar excluida la confianza cuando se dirige una cofradía o un país?

–Es lo que recomiendan varios grandes faraones, en efecto… Pero yo sólo soy una regente y tengo la debilidad de creer. Al ejercer el poder, he aprendido a conocer a las personas y tengo la certeza de que eres incapaz de mentir.

Ardiente, conmovido, no encontró palabras para responderle.

–Alguien intenta destruirte, maestro de obras, y debes averiguar quién es.

–Eso ya está hecho, majestad. Y os pido el favor de juzgarlo de acuerdo con las leyes de nuestra cofradía.

–Te recuerdo que el castigo supremo es competencia del tribunal del visir.

–Tranquilizaos, el calumniador saldrá vivo del nuestro… En fin, si puede llamarse «vida» al destino que le espera.

–Actúa de acuerdo con la Regla de Maat, maestro de obras.

–¿Nos honraréis con vuestra visita, majestad?

–Debo regresar inmediatamente a Pi-Ramsés. La salud del rey Siptah empeora día tras día… Que todo esté dispuesto para sus funerales.

–Me comprometo a ello, majestad.


37


Paneb, en su calidad de maestro de obras del Lugar de Verdad, presidía el tribunal, que se había reunido ante el pilono del templo de Maat y de Hator.


Formaban parte del jurado la mujer sabia, el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la izquierda, Ched el Salvador y dos sacerdotisas de Hator. Todos los aldeanos asistían a una audiencia que se anunciaba excepcional.

Desde su regreso, Paneb no había hecho ninguna declaración oficial y menudeaban las conjeturas sobre los motivos de su arresto.

Se hizo un profundo silencio cuando el maestro de obras tomó la palabra.

–Diversas acusaciones falsas fueron formuladas contra mí por un habitante de la aldea que ni siquiera tuvo el valor de firmar el documento que entregó al visir. Fui encarcelado como un vulgar ladrón, pero tuve la posibilidad de defenderme gracias a la intervención de la reina Tausert, y demostré mi inocencia. Había que identificar al delator, el hombre que intentaba asentar su dominio sobre la aldea a costa de cometer una fechoría tras otra, el hombre que siempre me ha detestado y cuyo único alimento es la ambición.

Un murmullo de desaprobación recorrió la asamblea.

–¡Debemos denunciar esa basura de inmediato! – exigió Nakht el Poderoso.

Se dejó libre un acceso al tribunal, pero nadie se presentó.

Fened la Nariz se dirigió al maestro de obras.

–¿Sabes quién es el culpable?

–Sus propias acusaciones lo han delatado. Sólo él podía formularlas y disfrazar la realidad con tanto odio y mezquindad.

Los artesanos se miraron unos a otros, pero ninguno lograba creer que uno de sus compañeros se hubiera comportado de un modo tan mezquino.

Paneb el Ardiente se dirigió a Imuni, que se ocultaba detrás de Didia el Generoso.

–Al menos ten el valor de confesar -le recomendó.

El pequeño escriba de mirada falsa y rostro de roedor intentó retroceder, pero Karo el Huraño y Casa la Cuerda lo agarraron, uno por cada lado.

–No comprendo -farfulló Imuni, en el tono meloso que siempre había exasperado a Kenhir-. He hecho mi trabajo correctamente y…

–Acércate -ordenó el maestro de obras.

El escriba ayudante obedeció. Ante Paneb, la mujer sabia y el escriba de la Tumba fingió, primero, humildad.

–Tal vez haya cometido algún error, aunque mi intención no era hacer daño… Determinadas circunstancias me hicieron ver en Paneb unas faltas que no había cometido.

–¿Fuiste tú el que envió el expediente al visir? – preguntó el maestro de obras.

–Me sentí obligado a informarle de ciertos incidentes…

–¿Sin mi autorización? – atronó Kenhir.

–No… No deseaba importunaros.

–¿A quién crees que le estás tomando el pelo, Imuni? ¡Has traicionado mi confianza, has calumniado al maestro de obras y te has convertido en el enemigo de toda la aldea!

El pequeño bigotudo cambió de actitud y dio rienda suelta a su cólera.

–¡Nunca os habéis percatado de mis cualidades y mis derechos! – eructó-. Yo debería ocupar, desde hace mucho tiempo, el cargo de escriba de la Tumba, ¡soy el más cualificado de todos vosotros! ¿Por qué os negáis a admitirlo?

Paneb miró a Imuni directamente a los ojos.

–¿Fuiste tú el asesino de Nefer el Silencioso?

–No, no… claro que no… ¡Juro que soy inocente!

Paneb advirtió que el escriba le tenía demasiado miedo para mentir.

–¡Aplastemos a ese engendro! – propuso Karo el Huraño.

–Calma -exigió el maestro de obras-. Estamos en un tribunal.

Kenhir estaba hundido. Nunca le había gustado el carácter de su ayudante, ¿pero cómo podía imaginar que la envidia y el odio devorarían su alma?

–La traición de Imuni es un hecho probado -consideró Hay, que fue vivamente aprobado por los demás miembros de la cofradía.

–El castigo se impone, pues, por sí solo -concluyó Paneb-: será excluido definitivamente de la aldea.

Los jurados dieron su aprobación.

Imuni se había puesto muy pálido.

–¡No… no tenéis derecho a hacer eso!

–No volverás a cruzar la puerta del Lugar de Verdad -anunció Paneb-, y ni siquiera serás admitido en la zona de los auxiliares. Presentaremos una denuncia contra ti ante el visir, por injuria a un magistrado y acusación calumniosa. Adiós, Imuni.

Casa la Cuerda y Karo el Huraño agarraron al pequeño bigotudo por el cuello de la túnica y, seguidos por los demás artesanos, lo arrastraron a lo largo de la calle principal.

Imuni temió ser apaleado, pero los dos canteros se limitaron a llevarlo hasta el umbral de la gran puerta, que abrió Renupe el Jovial.

El equipo de la derecha y el equipo de la izquierda se dispusieron en dos filas.

–¡Márchate, engendro! – ordenó Userhat el León.

Imuni vaciló.

–¡No sabéis lo que os perdéis! Yo habría…

Fened la Nariz agarró una piedra y la lanzó a las nalgas del pequeño escriba, que aulló de dolor.

–¡Lárgate o te lapido!

Imuni puso pies en polvorosa y abandonó el Lugar de Verdad, abucheado por ambos equipos.


El banquete organizado por Méhy y Serketa en su villa de la orilla oeste sería uno de los mejores del año. El administrador principal debía honrar, así, el nombramiento del nuevo visir elegido por la reina Tausert, un oscuro sacerdote de Karnak.

Al alto magistrado no le habían gustado demasiado las evoluciones de las bailarinas desnudas, que jugaban con el velo rosado que colgaba de su collar y flotaba a su alrededor. Ni siquiera se había emborrachado, pese a la calidad de los grandes caldos, y había abandonado la recepción mucho antes de que ésta concluyera.

Sin dejar de sonreír a sus huéspedes y de compartir sus confidencias, Serketa había remachado el mensaje que debía transmitir: Méhy y ella formaban una pareja feliz y generosa, todos sus deseos habían sido colmados por el destino y no tenían más ambición que servir a su país. ¿Acaso la buena salud de que gozaba la economía tebana no demostraba la capacidad como administrador de su esposo, hombre honesto por excelencia?

Durante una breve entrevista con Tausert, antes de que embarcara hacia Pi-Ramsés, Méhy había aprobado fervientemente la sustitución del viejo visir que, por otra parte, él mismo pensaba proponer, y se había felicitado por la rápida rehabilitación de Paneb el Ardiente, un notable maestro de obras, pese a su carácter demasiado abrupto a veces. Y, naturalmente, el general había asegurado a la reina que podía contar con su apoyo incondicional.

Gracias a varios apartes con los dignatarios de la provincia, Méhy había comprobado que su reputación y su influencia seguían intactas.

Cuando los invitados se hubieron marchado, Serketa hizo que la sierva nubia le diera un masaje en los pies.

–Todavía debemos hablar con un huésped -le dijo Méhy.

–Basta de bobos por hoy, querido mío.

–Éste debería interesarte más que los demás.

–Qué emocionante… ¿Quién es?

El general hizo entrar a un pequeño escriba con cara de hurón y mirada falsa.

–Te presento a Imuni, ex ayudante del escriba de la Tumba.

Serketa adoptó un aire afligido.

–Habéis sido víctima de una terrible injusticia, ¿no es así? – susurró.

–Sí, por desgracia, así es, y no sé cómo defenderme.

–¿Y si nos contarais detalladamente lo que ha sucedido? – sugirió Méhy-. Como protector del Lugar de Verdad, debo recoger el máximo de informaciones para evitar cometer errores.

Imuni no se hizo de rogar. El general y su esposa lo escucharon con atención.

–Os consideráis expoliado, pues -concluyó Méhy-, cuando os sentís capaz de dirigir la cofradía.

–¡Me habéis entendido perfectamente, general!

–Vuestra situación es delicada, muy delicada… Paneb ha sido absuelto, vuestras acusaciones se consideraron infundadas y el nuevo visir no está dispuesto a abrir nuevamente el caso. Sin embargo…

La mirada del pequeño escriba brilló de ambición.

–Sin embargo -prosiguió Méhy-, soy un hombre enamorado de la justicia y vuestra sinceridad me conmueve. De momento, vuestra carrera ha quedado destrozada y no puedo oponerme al tribunal de la cofradía. Pero si me contáis todo lo que sabéis sobre el Lugar de Verdad, comprenderé mejor ese doloroso asunto y tal vez pueda ayudaros.

Imuni alisó con el dedo índice los pelos de su bigote.

–La información de esa clase es tan confidencial que resulta muy cara…

–Todo tiene su precio, es cierto; pero sólo me la venderéis a mí. Pues si resultarais demasiado charlatán, el visir ordenaría que fuerais detenido por alta traición. Es decir, que nadie debe saber nada de lo que hablemos aquí. A cambio de vuestra amistad, os instalaré en una villa del Egipto Medio, de cuya administración os encargaréis, a la espera de un período más favorable.

Imuni habló durante largo rato, feliz de haber encontrado un aliado tan poderoso que le ofrecía el porvenir con el que siempre había soñado: expulsar a Paneb y convertirse en el patrón de la cofradía. Sólo necesitaría paciencia, y eso al escriba no le faltaba.

Serketa no se enteró de nada nuevo sobre la aldea y su funcionamiento, pero apreció el rencor del pequeño escriba, que sería un divertido juguete en manos de su marido. Y se alegró sobre todo por la ingenuidad de los miembros de la cofradía, que estaban convencidos de que, con la expulsión de Imuni, por fin se habían librado del traidor.

Pero no sabían que el traidor era otro…