Teniendo en cuenta diversas indicaciones que databan de años
anteriores y repetidas en los papiros administrativos, el coloso
procedió a la medición completa de las tierras de la aldea ante la
atónita mirada de los escribas del catastro. Todos pensaron que
Paneb cedería a la fatiga, pero llevó a cabo su
tarea.
–Bueno, se ha restablecido la verdad -consideró
Kenhir.
–¡Ni hablar, no estoy de acuerdo! – exclamó el superior del
catastro.
–Utilizad los mismos instrumentos que Paneb y obtendréis los
mismos resultados.
–Me bastan mis valoraciones.
Kenhir miró al alto funcionario con ojos
acerbos.
–Al principio creí que se trataba de uno de esos errores
monumentales que son habituales en la administración… Ahora creo
que sois autor de una malversación.
–¡No sabéis lo que decís!
–Esperabais obtener una victoria fácil, pues ignorabais que
disponíamos de medios para confundiros.
–¡Tengo pruebas de lo que estoy diciendo!
–Mostradlas, pues.
El superior del catastro hizo una señal a uno de sus
subordinados, que mostró de inmediato un pequeño mojón cubierto de
jeroglíficos.
–Lo hemos encontrado al pie del bosquecillo de acacias que
veis allí y, en efecto, delimita vuestro territorio tal como lo
hemos calculado. Estaba enterrado y sujeto por piedras; así pues,
no ha sido desplazado por la crecida. Mis escribas darán testimonio
de ello.
–En primer lugar, no deberíais haberlo desplazado; además, se
trata de una falsificación.
–¡El mojón lleva el nombre del Lugar de
Verdad!
–Es cierto, pero falta la marca específica del artesano que
lo fabricó.
–¡Habrá olvidado ponerla! La prueba será definitiva ante un
tribunal.
–¿Y si confiáramos en el juicio del agrimensor
celestial?
La dulce voz de la mujer sabia hizo que todos los
participantes en el debate se dieran la vuelta.
Aunque nunca antes la había visto, el superior del catastro
supo de inmediato quién era y no sintió el menor deseo de
contrariarla.
–¿Os referís al… dios Thot?
–A su ibis -precisó Clara-, cuyo paso mide un codo y cuya
precisión disipa las discusiones humanas. ¿Aceptaréis, como
nosotros, su juicio?
–Sí, claro está, pero no podemos esperar a que el pájaro baje
del cielo y…
–Que el mensajero de Thot mesure las tierras del Lugar de
Verdad.
Un gran ibis blanco, de majestuoso vuelo, se posó tan cerca
del alto funcionario que éste retrocedió, asustado, tropezó con uno
de sus subordinados y cayó cuan largo era en un charco de
barro.
Entregándose al mismo trabajo agrimensor que Paneb, el pájaro
de Thot confirmó, paso a paso, los límites trazados por el
coloso.
–Es inútil -respondió el escriba de la Tumba-. Lo más
importante es evitar, en el futuro, ese tipo de
incidentes.
–He aquí la copia del plano catastral provisto del sello
real. Lo conservaréis en la aldea y, en adelante, no habrá más
discusiones. ¿Estáis satisfecho con los campesinos que trabajan en
vuestras tierras?
–No tengo ninguna queja.
–¡Me alegro! El malandrín que intentó perjudicaros ha sido
destinado a Palestina, donde pasará largos años expiando sus
faltas, sin esperanza alguna de recuperar un puesto importante.
Egipto no es benévolo con sus funcionarios incompetentes, y así
está bien. Puedo deciros que el faraón Siptah tiene en tan alta
estima el Lugar de Verdad que no toleraría ningún atentado contra
su integridad.
–Los alarmantes rumores sobre su estado de salud no dejan de
crecer.
–Mucho me temo que son ciertos. Pero la reina Tausert es una
excelente administradora que mantiene con mano firme el gobernalle.
Y creo que también ella concede mucho valor a vuestro trabajo.
¿Puedo pediros un favor, Kenhir?
El escriba de la Tumba se puso en guardia.
–Por pedir que no quede.
–El mobiliario de mi villa de la orilla oeste ya no me gusta.
Me gustaría encargar a la cofradía varias sillas de gran calidad,
algunos lechos y arcones para joyas. El precio no
importa.
–Nos venís al pelo, general; estamos en un período tranquilo
en el que los artesanos tienen tiempo de ocuparse en ese tipo de
cosas.
–¡Pues estoy encantado, Kenhir!
Méhy acompañó al escriba de la Tumba hasta el umbral de los
edificios administrativos. Consiguió mostrarse como un hombre
relajado y satisfecho, aunque el correo recibido aquella misma
mañana lo había sacado de sus casillas: el rey acababa de nombrar a
Set-Nakht general en jefe de todos los ejércitos de Egipto, y Méhy
tenía que remitirle lo antes posible un informe completo sobre las
tropas tebanas y su armamento.
Semejante precipitación podía hacer pensar en un ataque al
país, por parte de los libios, de los sirios o de otros pueblos
llegados del norte, y alegraba a Méhy, que sabría aprovechar un
caos en el Bajo Egipto; en cambio, la personalidad de Set-Nakht lo
inquietaba. Era rico, incorruptible, tozudo y trabajador, y había
sido lo bastante influyente como para conseguir que su hijo mayor
fuera nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
Tras haber hablado con Set-Nakht en Pi-Ramsés, Méhy sabía que
sería difícil, imposible incluso, sobornarlo.
Sólo podía esperar que la reina Tausert, apoyada por el
canciller Bay, librara un duro combate y provocara importantes
disturbios en la cima del Estado, que Méhy sabría
aprovechar.
Más que nunca, necesitaba la Piedra de Luz. Y aquel maldito
traidor, a pesar de sus investigaciones, seguía sin descubrir dónde
se ocultaba.
Méhy y Serketa habían atacado a la mujer sabia y a Paneb,
pero ambos habían vencido en sus asaltos.
Sin embargo, no todos los miembros de los equipos dispondrían
de la misma fuerza de carácter. Forzosamente había un eslabón débil
en aquella cadena, eslabón que era necesario romper para
desacreditar a la cofradía.
Méhy regresó a su casa, muy alegre, para hablar con un
sacerdote de Karnak que, en ciertos períodos del año, se ocupaba de
la intendencia. Según el informe que había hecho sobre él, el
hombre estaba divorciado y pagaba una fuerte pensión alimenticia a
su mujer, lo que lo había obligado a endeudarse. A cambio del
pequeño servicio que prestaría al infeliz, el general se
convertiría en su benefactor.
Casa la Cuerda daba forma a un jarrón de alabastro para la
esposa de un escriba real; Fened la Nariz, Unesh el Chacal, Pai el
Pedazo de Pan y Didia el Generoso fabricaban muebles de lujo para
el general Méhy; Karo el Huraño y Nakht el Poderoso reforzaban los
muretes de piedra en el interior de la aldea; Userhat el León
creaba una estatua de ka para la tumba de
Kenhir; Ipuy el Examinador, Renupe el Jovial, Gau el Preciso y Ched
el Salvador restauraban tumbas de artesanos que databan de los
primeros años de la aldea. Thuty el Sabio colocaba hojas de oro en
los cofres destinados a la morada de eternidad de
Siptah.
La vida era agradable, el trabajo alegre, en el Lugar de
Verdad reinaba la felicidad. Deseaban olvidar la interminable
agonía del faraón y el período de inestabilidad que seguiría a su
muerte. Sólo Paneb y el jefe Sobek permanecían alerta. Desde su
punto de vista, esa tranquilidad sería sólo temporal, pues el
asesino de Nefer el Silencioso no renunciaría a hacer
daño.
Cuando Paneb penetró en el taller del orfebre, Thuty pensaba
en su hijo desaparecido, cuya ausencia seguía corroyéndole las
entrañas.
–Trabajo para ti, en el exterior.
–No tengo ganas.
–¿Ni siquiera en Karnak?
Antes de ser iniciado en el Lugar de Verdad, el orfebre había
trabajado para la ciudad santa del dios Amón, donde había cubierto
de oro puertas, estatuas y barcas.
–Karnak es distinto… ¿De qué se trata?
–De una misión temporal y delicada: dorar una puerta interior
del templo de Maat.
–Karnak dispone de excelentes orfebres.
–Todos están ocupados en otras tareas y el intendente tiene
prisa. El tribunal celebrará muy pronto su sesión en ese santuario
y desea que la diosa de la justicia sea honrada convenientemente.
¿Quién podría hacerlo mejor que el orfebre del Lugar de
Verdad?
–Necesito el consentimiento de Kenhir.
–Ya lo he obtenido.
Thuty no podría haber recibido mejor acogida por parte del
intendente, que veló por su comodidad y por su alimentación. El
orfebre rechazó las herramientas que le ofrecieron, pues sólo
utilizaba las suyas, que él mismo había fabricado. Para él, colocar
chapas de oro en los batientes de puertas de un pequeño templo como
el de Maat era un juego de niños; sin embargo, se tomó la tarea con
extremada seriedad.
En menos de una semana, ya había terminado el trabajo y Thuty
añoraba la aldea. Karnak era un lugar grandioso, donde el poder
divino impregnaba cada piedra, pero echaba en falta el espíritu de
la cofradía, incluso el mal carácter de Kenhir.
Mientras Thuty metía las herramientas en su bolsa, el
intendente se extasió al contemplar su obra.
–Es magnífico… ¡Y has terminado mucho antes de lo previsto!
Ahora comprendo por qué te eligió el Lugar de Verdad… ¿Sabes que El
cargo de superior de los orfebres de Karnak estará vacante muy
pronto? Si presentaras tu candidatura, nadie se
opondría.
–El puesto no me interesa.
–Es un hermoso final de carrera.
–Soy artesano, no me dedico a hacer carrera.
–Perdona mi curiosidad, ¿pero cómo logra el Lugar de Verdad
retener a un orfebre con tanto talento como tú?
–Es muy sencillo: se limita a existir. Y yo soy quien todos
los días le da gracias por aceptarme en su seno.
–Antes de marcharte, hazme un favor: comprueba que las chapas
de oro más antiguas estén correctamente fijadas. En caso contrario,
indícalo al taller. Te dejo, debo encargarme de una entrega. Que
los dioses te protejan, Thuty.
Paneb entró en casa de Turquesa, poco después de los ritos
del alba. Ella estaba ungiéndose el cuello con una pomada compuesta
de miel, natrón rojo, leche de burra, semillas de fenugreco y polvo
de alabastro.
El coloso posó las manos en los pechos desnudos de su amante
con delicadeza y le besó la nuca. Turquesa intentó contener su
deseo.
–No te esperaba…
–¿Así es como me quieres?
–¿Y si tuviera que hacer algo urgente?
–¿Para qué sirve esta pomada?
–Para evitar la formación de arrugas.
–No la necesitas, Turquesa, tu no envejeces. Hator ha
ordenado a los años que te olviden.
–¡Se diría que intentas conquistarme!
–Tu intuición me fascina… Déjame proseguir ese delicado
trabajo.
El coloso cogió el bote de alabastro y, con el meñique, tomó
un poco de crema y la extendió suavemente por el delicado ombligo
de su amante.
Turquesa no pudo resistirse.
Se tendió de espaldas, desnuda, y Paneb siguió haciendo que
se estremeciera de placer gracias al oloroso ungüento que dejaba la
piel flexible y suave.
–El bote está vacío -lamentó el coloso.
–Ofréceme entonces otra clase de ungüento.
¿Cómo podía resistirse a aquella invitación? Paneb se tumbó
sobre Turquesa y sus cuerpos se amaron con el inagotable ardor que
marcaba cada uno de sus encuentros.
Turquesa acababa de vestirse, alrededor del cuello se había
puesto un collar cuyo colgante tenía la forma del fruto de la
mandrágora; entonces llamaron nerviosamente a su
puerta.
–¿Quién es?
–Renupe el Jovial… Me envía el escriba de la Tumba, ¡abre en
seguida!
La sacerdotisa de Hator entreabrió la
puerta.
–¿Está Paneb contigo aún?
–Estaba a punto de marcharse.
–Que vaya de inmediato a casa de Kenhir… Ha ocurrido algo
grave.
–Eso pienso yo también -aprobó Hay, el jefe del equipo de la
izquierda.
–Al igual que yo -precisó la mujer sabia.
Kenhir, furioso, arrugó, al enrollarlo, un papiro de mediana
calidad.
–Estoy de acuerdo con vosotros, pero la acusación es firme:
al parecer, Thuty robó dos placas de oro en el templo de Maat, en
Karnak. Como se encontraba en misión oficial, en nombre del Lugar
de Verdad, la honestidad de toda la cofradía ha sido puesta en
entredicho.
–¿Quién lo ha acusado? – preguntó Paneb.
–Un intendente encargado de supervisar los trabajos de
restauración del templo.
–¡Quiero saberlo todo sobre ese tipo!
–El jefe Sobek se está encargando de ello, pero no está
autorizado a investigar en el interior de Karnak. Mucho me temo que
sus investigaciones se vean interrumpidas muy
pronto.
–¿Y si Thuty fuera el traidor y el asesino de Nefer el
Silencioso? – supuso Hay, muy molesto al formular tan atroz
hipótesis.
–¿Por qué se te ha ocurrido esa idea? – preguntó Kenhir,
extrañado.
–Si hace que lo acusen de ese modo, está mancillando el Lugar
de Verdad, a cambio de un juicio clemente o, incluso,
amañado.
–Lo que implicaría complicidades en lo más alto de la
jerarquía de Karnak… ¿Te imaginas la magnitud de la
conspiración?
–Espero equivocarme, Kenhir; ¿pero no ha demostrado el
traidor su capacidad para hacer daño y actuar en la
sombra?
–Debo encontrarme con el sumo sacerdote de Karnak -anunció
Kenhir-; juntos decidiremos el procedimiento que debemos
seguir.
–Ante todo -decidió Paneb-, asegurémonos de la inocencia de
Thuty.
–¿Quién se encargará de la investigación?
–Yo, como jefe del equipo de la derecha. Y os juro que, si es
culpable, hablará.
Paneb creyó que el orfebre, que tenía la sensibilidad a flor
de piel, iba a estallar en sollozos.
–¿Yo, un ladrón? ¿Cómo puede haber alguien tan miserable que
se atreva a acusarme de hurto?
–¿Conocías a ese intendente?
–No, era la primera vez que lo veía.
–¿Y no te pareció turbio?
–Turbio, no; condescendiente, sí. Incluso me propuso que me
presentara como candidato a orfebre en jefe de Karnak, pero mi
respuesta lo decepcionó.
–Te acusa de haber robado dos placas de oro
antiguas.
–Las comprobé todas, porque él me lo pidió, y cuando abandoné
el templo no faltaba ninguna.
–¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
Thuty puso ojos de perro apaleado.
–Por desgracia, nadie.
–Debo registrar tu casa.
El orfebre se llevó la mano a la garganta, como si se
estuviera asfixiando.
–¿Crees que soy culpable?
–No, pero es preciso proporcionar al tribunal que te juzgue
pruebas irrefutables. Yo declararé que un registro en toda regla no
ha dado resultado alguno.
Thuty se acurrucó contra una pared.
–¡Registra, Paneb, registra todo lo que
quieras!
El escriba de la Tumba puso su sello en el informe redactado
por el jefe del equipo de la derecha, y lanzó un suspiro de
alivio.
–Por fortuna, no encontraste nada.
–Thuty está deshecho, la mujer sabia lo está
atendiendo.
–¿Qué te dijo?
–Cayó en una trampa.
–¡Y nosotros con él! La cofradía está al borde del abismo,
Paneb.
–La justicia reconocerá nuestra inocencia.
–No seamos demasiado optimistas… Mientras no haya hablado pon
el sumo sacerdote de Amón, temeré lo peor. Le he escrito diciéndole
que llevábamos a cabo nuestra propia investigación y espero su
respuesta. Si rechaza una entrevista, nuestra suerte estará
echada.
–¡Ni hablar! – objetó el coloso-. Yo mismo iré a buscar a ese
intendente y lograré que confiese.
–¡Sobre todo, no cometas ninguna estupidez! – ordenó Kenhir-.
Que Maat nos proteja.
Kenhir no esperó mucho tiempo la respuesta del sumo sacerdote
y ésta le sorprendió: el poderoso personaje deseaba hablar con el
escriba de la Tumba en el puesto de control del
Ramesseum.
Ambos hombres habían elegido la sobriedad: taparrabos a la
antigua y túnica de lino ordinaria. El sumo sacerdote de Amón y
Kenhir se encerraron en el despacho del jefe de puesto, al abrigo
de oídos indiscretos.
–Hacía mucho tiempo que no había venido a la orilla oeste
-advirtió el jefe de la jerarquía de Karnak-, y me habría gustado
que el corto viaje se produjese en circunstancias menos dramáticas.
¿Cómo va tu salud, Kenhir?
–Cada día peor, pero el trabajo me permite olvidarme de
ello.
–He oído decir que una joven esposa se desvivía por
ti…
–Es una excelente ama de casa, aunque demasiado aficionada a
la limpieza… La considero como mi hija y heredará todos mis bienes.
Pero tú, sumo sacerdote, resistes mejor que yo el desgaste de los
años.
–Sólo aparentemente, amigo mío; muy pronto me retiraré a una
de las pequeñas moradas cercanas al lago sagrado para dejar paso a
un sacerdote más joven, si el rey me lo permite.
–¿Qué rey imparte directrices en Karnak, Siptah o
Tausert?
–Tausert decide, Siptah todavía firma los decretos. No temo a
la reina; desde que estuvo aquí, y gracias a la intervención de los
servidores del Lugar de Verdad, no considera a Tebas como una
enemiga potencial. Debe saber que mi jerarquía y yo mismo somos
conscientes de lo que os debemos.
–Pero hoy, uno de los servidores del Lugar de Verdad es
acusado de robo y, más aun, en el templo de Maat, nuestra soberana
y nuestra guía, ¡y toda la cofradía será considerada
culpable!
–En efecto, ésa es la realidad -confirmó el sumo
sacerdote.
–¿Qué tipo de hombre es el intendente que ha acusado al
orfebre Thuty?
–Un administrador próximo al alcalde. Trabaja dos o tres
veces al año en Karnak, vela por el mantenimiento de los edificios
y su comportamiento ha sido siempre intachable. Cuando Thuty se
marchó, inspeccionó el templo y comprobó que faltaban dos placas de
oro, muy finas, que datan de la decimoctava dinastía. Llamó en
seguida a los miembros del servicio de seguridad y levantó un acta.
Sólo una persona trabajaba en el santuario, una sola persona pudo
robar las placas: el orfebre del Lugar de Verdad.
–Hemos registrado su casa y no hemos encontrado
nada.
–Eso no es suficiente para demostrar su inocencia -estimó el
sumo sacerdote.
–El tribunal del Lugar de Verdad juzgará a
Thuty.
–El robo fue cometido en Karnak, Kenhir, y será el tribunal
de Karnak el que juzgue al acusado en el templo de Maat, el mismo
lugar donde perpetró su fechoría.
–Con una considerable resonancia en detrimento nuestro, claro
está, sobre todo si se solicita la pena de muerte.
–En un caso tan grave, así será. Tal vez habría una
solución…
–Te escucho.
–Deja que los investigadores de Karnak entren en el Lugar de
Verdad y registren todas las moradas de la aldea. Si no descubren
las placas de oro, tal vez Thuty sea absuelto.
Kenhir frunció el ceño.
–¡Eso es imposible! Supondría violar por primera vez una de
nuestras reglas fundamentales. Luego, por no importa qué pretexto,
todos los dignatarios exigirían el libre acceso a la aldea. Y debo
dar preferencia a la colmena con respecto a la
abeja.
–Tienes razón amigo mío; en tu lugar,
yo haría lo mismo. Pero así condenas a Thuty y arruinas la
reputación de la cofradía.
–Dale al jefe Sobek la posibilidad de investigar a ese
intendente y permite que lo interrogue.
–Mientras éste siga residiendo en el templo, está fuera del
alcance de un policía que, además, no está autorizado a trabajar en
mi territorio. Por otra parte, esa gestión sin duda irritaría al
jurado ante el que deberá comparecer Thuty; se acusaría al Lugar de
Verdad de haber iniciado una maniobra de distracción para intentar
absolver a uno de los suyos.
–Una trampa soberbia -masculló Kenhir.
–Lo único que puedes hacer es inculpar a Thuty y expulsarlo
de la aldea -preconizó el sumo sacerdote.
–¡Pero es inocente! Abandonar a uno de los nuestros sería una
cobardía imperdonable.
–Me gusta oírte hablar así, Kenhir.
–Ese intendente ha sido comprado por alguien que busca
nuestra destrucción -afirmó el escriba de la
Tumba.
–¿Quién está tan loco como para atacar así al Lugar de
Verdad? – preguntó el sumo sacerdote, extrañado.
–Lo ignoro, pero acabaremos sabiéndolo.
–Sin duda será demasiado tarde para Thuty,
Kenhir.
–Puesto que los humanos no podrán pronunciarse de modo
equitativo, ¿por qué no recurrir a los dioses?
–Piensas en consultar el oráculo de Amenhotep I… pero eso no
salvará a Thuty, porque los hechos se han producido en
Karnak.
–Lo sé. ¿Recuerdas que soy un especialista en
sueños?
–Comienzo a comprender… ¡Deseas intentar la prueba de la
aparición en sueños para obtener el nombre del
culpable!
–Eso es.
–Es muy peligroso, Kenhir, y sin ninguna garantía de
resultados.
–A mi edad, ya no tengo nada que temer.
–Dada tu competencia en este campo, el tribunal no te
aceptará como cobaya. Ni tampoco aceptará a la mujer sabia, cuya
capacidad de videncia es conocida. No obstante, si te empeñas en
seguir adelante, busca un candidato al que no le importe poner en
peligro su vida.
Uabet la Pura abrazó a su marido; era
hermosa como un loto azul, e iba delicadamente
perfumada.
–Soy el jefe del equipo de la derecha y debo salvar a Thuty
de la trampa en la que ha caído.
–¡Tú no eres el responsable de esta situación! Y si mueres
durante esta prueba, la cofradía pagará las
consecuencias.
–Si no nos defendemos, su reputación quedará destruida y la
aldea no sobrevivirá mucho tiempo.
–¡No quiero perderte, Paneb!
El coloso estrechó en sus brazos a su esposa, tan esbelta y
tan frágil.
–Uabet, ocupas un rango elevado en la jerarquía de las
sacerdotisas de Hator. Como yo, debes pensar prioritariamente en el
Lugar de Verdad.
–¡Es demasiado peligroso!
–¿Por qué me consideras vencido de antemano?
–Nadie te obliga a hacerlo -afirmó Nakht el Poderoso-; y si
renuncias, nadie te lo reprochará.
–Bien dicho -aprobó Pai el Pedazo de Pan.
–¿Estáis todos de acuerdo? – preguntó Paneb mirando a los
artesanos del equipo de la derecha, que estaban reunidos ante su
puerta.
–Sí -confirmó Gau el Preciso.
–No veo a Ched el Salvador.
–¡Oh, Ched! – exclamó Karo el Huraño-, ¡siempre igual! No ha
dicho nada, pero forzosamente está de acuerdo con
nosotros.
–De todos modos, me gustaría oír su opinión.
–Está trabajando en el taller.
Gracias al tratamiento descubierto por Clara tras múltiples
experimentos, los ojos de Ched se habían salvado; pero su energía
se debilitaba y había dejado la parte fundamental del trabajo para
su discípulo Paneb, que se había convertido en su patrón. Salvador
se limitaba a perfeccionar algunos detalles y reavivar un color,
aquí o allá, con notable precisión. Se entregaba al mantenimiento
de las tumbas antiguas, como si el trato con los antepasados de la
cofradía le interesara más que el de los vivos.
–Ah, Paneb… Me han dicho que te marchas a
Karnak.
–No me has dado tu opinión.
–¿Qué importancia tendría? Cuando tomas una decisión, es
definitiva.
–¿No estás de acuerdo con lo que voy a hacer, no es
cierto?
–¿Qué riesgo corres, en el fondo? Caer en una emboscada
tendida por los sacerdotes de Amón o volverte loco durante la
prueba de la aparición… No vale la pena privarse de
ello.
–¿Y si lo consigo?
–Ése es el auténtico Paneb, ¡genio y figura! Cuando el camino
no existe, tú lo trazas. Y hasta hoy no te has equivocado de
dirección. Pero si privas al Lugar de Verdad de uno de los mayores
pintores que haya conocido, no te lo perdonaré en la
vida.
Paneb y la mujer sabia se recogieron largo rato en uno de los
oratorios de la cofradía dedicado a la diosa del silencio, la
soberana de la cima. La meditación ofreció al coloso nuevas
fuerzas, que se prometió no malgastar antes de enfrentarse con las
tinieblas.
Cuando Clara y Paneb salieron del oratorio, el sol empezaba a
ponerse.
–Muy pronto será el momento del hotep
-dijo ella-, la paz del poniente que Nefer llevaba en su nombre
secreto. Le he implorado para que te acompañe y te dé
fuerzas.
–Si tú me dices que no corra ese riesgo, te haré
caso.
–Nunca me recuperaré de la desaparición de Nefer; si tú
murieras también, ya no tendría hijo y ni siquiera el profundo gozo
de la cofradía dilataría mi corazón. Pero me es imposible pensar
sólo en mí misma. La condena de Thuty traería consigo la del Lugar
de Verdad, y sólo tú puedes salvarlo. Cuando entres en la cámara de
los sueños, sobre todo no hagas el vacío en tu espíritu, pero
piensa sólo en Thuty. Contempla fijamente su rostro, exige la
verdad, y sólo la verdad. Luz y tinieblas librarán un terrorífico
combate en tu interior, pero preocúpate sólo por el orfebre. Esta
noche subiré a la cima e invocaré a la diosa para que te nutra con
su fuego.
La mujer sabia y el jefe del equipo de la derecha se dieron
un abrazo, luego él se dirigió a la puerta principal, ante la que
se habían reunido todos los aldeanos.
Nadie pronunció una sola palabra y Paneb se alejó por el
camino de salida, pasando por el Ramesseum.
–¿Tu nombre? – preguntó el sacerdote que llevaba la cabeza
afeitada.
–Paneb, servidor del Lugar de Verdad.
–¿Tienes plena conciencia del peligro que
corres?
–No estoy aquí para charlar.
–Tu vida está en juego, Paneb.
–No, está en juego la de mi cofradía.
–Tras la purificación, cruzarás esta puerta. Al otro lado,
estarás obligado a llegar hasta el final de la
prueba.
El jefe del equipo de la derecha tendió las manos, con las
palmas vueltas hacia el cielo, para que el ritualista las
purificase con el agua procedente del lago sagrado. Luego, el
sacerdote le lavó los pies, y Paneb se puso unas sandalias blancas
en el umbral del templo que llevaba el nombre de «Ramsés que
escucha las plegarias», construido al oriente de Karnak. Allí se
levantaba un gran obelisco en el que se encarnaba, cada mañana, el
primer rayo de luz saludado por cuatro babuinos de piedra, cuyas
aclamaciones sólo eran oídas por los dioses.
Paneb siguió a otro sacerdote con la cabeza afeitada hasta
una sala de columnas cuyo suelo de plata evocaba las aguas
primordiales donde había nacido la vida.
Se detuvo frente a una pequeña puerta ante la que estaba el
sumo sacerdote de Karnak.
–Mi amigo Kenhir me ha hablado mucho de ti, Paneb. Se te
considera un buen líder y un excelente pintor. Nefer el Silencioso,
tu padre espiritual, estaría orgulloso de ti. Pero tal vez te diría
que la conjunción de talentos como los tuyos es tan rara y tan
valiosa para la cofradía del Lugar de Verdad que sería una lástima
ponerlos en peligro en semejante prueba.
–Había creído entender que ya no era tiempo de
charlas.
–Tampoco me han mentido sobre tu carácter… Excepcionalmente,
deseo concederte una última oportunidad para que lo pienses antes
de penetrar en la cámara de incubación.
–Estoy aquí para que Thuty sea absuelto.
El sumo sacerdote se apartó.
–Que tu cuerpo se duerma si el cansancio lo abruma, pero no
tu espíritu. De lo contrario, estarás perdido para siempre. Que
alcances al dios, Paneb, y recuerdes tus visiones.
El coloso descubrió una pequeña estancia recién lavada con
agua y natrón. En el centro, un pedestal en el que descansaba una
barca de acacia. En la barca ardía un candil de una sola mecha,
parecido a los que utilizaban los artesanos en las tumbas; no
desprendía humo.
La puerta volvió a cerrarse.
Paneb se sentó con las piernas cruzadas y se concentró en la
llama sin dejar de pensar en su hermano Thuty que, gracias a los
remedios de la mujer sabia, dormía apaciblemente.
De pronto, la mecha se retorció y el fuego danzó, como si
intentara escapar del control de Paneb. El pintor se acercó a ella
y, con las manos, sin temor a quemarse, consiguió apaciguarla para
formar un espejo rojizo en el que descubrió el rostro del
orfebre.
–Cuéntame, Thuty, cuéntamelo todo…
Paneb tuvo la sensación de que su cuerpo estaba ardiendo,
pero prescindió de ello, pues una escena se inscribía en el círculo
de fuego.
El orfebre recorría el templo de Maat y se demoraba en cada
una de las placas de oro que había en el muro. Una de ellas llamaba
especialmente su atención.
–No, Thuty, no… ¡Tú no hiciste eso!
Tras haber comprobado que estaba bien fijada, el orfebre se
alejó. Y salió del templo, llevando al hombro la bolsa que contenía
sus herramientas.
La llama lamió la frente de Paneb, que ni siquiera hizo el
ademán de retroceder, pues otro personaje aparecía en el círculo:
el intendente que Thuty le había descrito detalladamente. Tras
haber mirado hacia atrás repetidas veces, para comprobar que nadie
lo observaba, el intendente arrancó una placa de oro con la ayuda
de un fino cincel de cobre. Una segunda placa corrió la misma
suerte, y el ladrón abandonó el lugar.
Una bruma invadió los ojos de Paneb y sintió deseos de
dormir. Resistirse le exigía un esfuerzo tan intenso que su cuerpo
se cubrió de sudor.
–¿Dónde están… las placas de oro? – preguntó con voz
entrecortada.
El rostro de chacal de Anubis apareció en el centro de la
llama.
–Duerme, Paneb, duerme… Y encontrarás respuesta a todas tus
preguntas.
–Ayúdame, Thuty… ¡Lucha conmigo, hermano!
Los rasgos del orfebre reemplazaron los del dios, luego se
sucedieron unas imágenes confusas: el Nilo, embarcaciones, un
muelle, mujeres sentadas, cestos llenos de
vituallas.
–¡El mercado! – aulló Paneb.
Intentó levantarse para empujar la puerta, pero estaba
paralizado.
La llama se apagó, sumiendo la estancia en la más absoluta
oscuridad. El coloso intentó resistirse al terrible sueño que lo
invadía.
Cuando sus ojos se cerraban, la puerta se
abrió.
En su mochila de cuero llevaba las dos placas de oro
envueltas en papiros.
Aún tenía que pasar el puesto de guardia
principal.
–¿Ha terminado tu servicio? – le preguntó el jefe del
puesto.
–Volveré dentro de unos meses.
–Mala cosa lo de ese robo…
–Afortunadamente, es algo que ocurre muy raramente. Y,
además, el culpable ha sido detenido.
–Abre tu bolsa.
Con las manos húmedas, el intendente hizo lo que el guardia
le ordenaba.
–¿Qué llevas ahí?
–Lo de siempre, las listas de las reparaciones efectuadas y
de las que tendré que encargarme cuando regrese. Es sólo una copia,
claro está; esta mañana he entregado el original a mi
superior.
–¿Sigues trabajando en el ayuntamiento?
–De momento, sí.
–Bueno, hasta la próxima.
Serketa llevaba su disfraz de campesina que tanto le
divertía. Se había instalado entre las vendedoras de frutas y
legumbres, con las que había charlado de trivialidades antes de la
llegada de una clientela numerosa y decidida a discutir los
precios. Varias siervas de sus amigas tebanas le habían dirigido
miradas de desdén, y Serketa había conversado incluso con una rica
terrateniente, tan avara que hacía personalmente sus
compras.
Siguiendo el ejemplo de sus colegas, la esposa del general se
mostraba unas veces conciliadora, otras intransigente, y no vendía
demasiadas mercancías para no exasperar a la
concurrencia.
El intendente apareció nervioso e incómodo, y se abrió paso
con dificultad por entre la muchedumbre de ociosos para acercarse a
las vendedoras.
Como estaba previsto, los higos de Serketa estaban dispuestos
en tres cestos de un color verde chillón. El intendente no podía
equivocarse de interlocutora.
De pronto, todos los sentidos de Serketa se pusieron en
alerta.
Por lo general, dos babuinos policías vigilaban el mercado y
saltaban sobre las pantorrillas de los descuideros. Hoy había
cuatro, y varios guardias provistos de bastones los
acompañaban.
O el intendente había hablado o lo habían seguido. De
cualquier modo, Serketa corría el riesgo de ser atrapada en la
nasa.
El hombre se detuvo ante los cestos verdes.
–¿Vendes sandías?
–Sólo higos bien maduros -respondió ella de acuerdo con la
contraseña convenida-. Prueba éste.
El intendente degustó el fruto.
–Llévate una caja a cambio de tus papiros -murmuró ella-. La
policía nos vigila.
–La policía, pero…
–Hazlo en seguida.
El intendente obedeció, satisfecho de librarse de su
fardo.
–El lingote está escondido en el fondo de la caja -precisó
Serketa-. Cómprale alguna fruta a mi vecina y sigue haciendo tus
compras. Sobre todo, mantén la cabeza fría.
Con un nudo en la garganta y las manos temblorosas, el
intendente regateó el precio de la uva. Cuando volvió la cabeza
para ver si su cómplice seguía allí, su vista se nubló. Un chorro
de ácido le abrasó el estómago, su corazón se lanzó a todo galope y
ya no consiguió recuperar el aliento.
Al ver que su cliente se sentía mal, la vendedora se
levantó.
–¿No se encuentra bien?
–Yo… Ella me ha…
Con los ojos en blanco, el intendente se derrumbó sobre un
montón de cebollas.
–¡Socorro! – aulló la mujer.
Los policías acudieron en seguida; el jefe Sobek los
apartó.
–Está muerto -comprobó.
El pánico se apoderó del mercado, pero los babuinos de
amenazadores colmillos restablecieron la calma.
–¿Dónde se ha metido tu vecina? – preguntó
Sobek.
–¿La vendedora de higos? No lo sé… Nunca antes la había visto
y ha desaparecido tras haber hablado con el hombre que acaba de
morir.
–¿Le ha comprado fruta?
–La que estaba en esa caja volcada.
Sobek la examinó. Sólo contenía higos.
–¿Cómo ha pagado?
–Con papiros, creo.
El policía inspeccionó el lugar donde estaba sentada la
asesina. Allí encontró los papiros y, en su interior, las dos finas
placas de oro que habían sido robadas del templo de Maat. Por temor
a los babuinos, la falsa vendedora no se había atrevido a
llevárselas.
–¿Cómo se encuentra? – preguntó Kenhir a Uabet la
Pura.
–A pesar de lo que ha pasado esta noche -respondió ella con
una sonrisa maliciosa-, me parece que está en plena
forma.
–Bueno, bueno… ¿Puedo verlo?
El rostro de la hermosa rubia se contrajo.
–¿Espero que no habrá malas noticias?
–¡Al contrario!
–Entrad, entonces.
Paneb jugaba con la pequeña Selena, para la que había
fabricado una muñeca articulada y pintada, que representaba a una
sacerdotisa de Hator haciendo ofrenda de un espejo. La niña
manejaba los brazos con delicadeza ante la atenta mirada de su
padre.
–Perfecto, querida… También puede caminar,
¿sabes?
Admirada y concentrada, Selena siguió los movimientos de la
muñeca como si le fuera la vida en ello.
–¿Yo también seré una sacerdotisa?
–¿Te gustaría tener un hermoso espejo como
éste?
–Pero no sólo eso.
–¿Y qué más?
–Quiero conocer el secreto de la montaña y sólo una
sacerdotisa de Hator puede pedírselo a la diosa. Se lo he
preguntado a mamá, pero se niega a decírmelo.
–Es normal, Selena.
–¿Tampoco tú quieres contarme el secreto?
–Yo soy un artesano, no una sacerdotisa.
Esas palabras sumieron a la niña en la perplejidad, de la que
no tardó en salir.
–¡De todos modos podrías llevarme a la cima! Eres tan fuerte
que no temes a ningún demonio.
–Ten un poco de paciencia.
El escriba de la Tumba tosió.
–Siento interrumpiros, pero acabo de saber que el tribunal de
Karnak ha absuelto a Thuty. El sumo sacerdote ha invitado a nuestro
orfebre a concluir la decoración del pequeño templo de Maat y le
entregará el equivalente de las dos placas de oro en ungüentos y
vestiduras.
–¿Cómo se encuentra?
–Mucho mejor. La mujer sabia piensa que volverá al trabajo en
los próximos días. Saber que ha sido absuelto de toda acusación ha
devuelto a Thuty las ganas de vivir. ¿Y tú cómo te
sientes?
–No me gustaría tener que repetir la experiencia -reconoció
el coloso, tomando a la niña en brazos-. Cuando el sueño me dominó,
creí que la visión del mercado que había tenido no serviría para
nada. Luego apareció un rayo de luz y, poco a poco, recuperé el uso
de mis miembros sin dejar nunca de pensar en Thuty… Tal vez la
fraternidad sea más fuerte que la muerte…
Kenhir tosió de nuevo para disimular su
emoción.
–El intendente tenía muchas deudas -reveló-; ésta es la razón
por la que robó las dos placas de oro, con la certidumbre de que
podría cambiarlas en el mercado. Por desgracia, la intervención de
la policía resultó demasiado evidente y su cómplice, una vendedora
de higos, consiguió huir abandonando el botín.
–¿Una vendedora de higos? – preguntó Paneb,
extrañado.
–Sí, una campesina de la que no se ha dado ninguna
descripción concreta.
–¡Eso es intolerable!
–Según el jefe Sobek, sólo se trataba de una intermediaria
cuya misión consistía en recoger las placas de oro, sin duda, para
fundirlas.
–Dicho de otro modo, existe una pandilla cuyo objetivo
consiste en destruir el Lugar de Verdad. Y uno de nosotros, un
hombre que se afirma hermano nuestro, forma parte de
ella.
La niña se acurrucó contra su padre.
–¿Significa eso que las tinieblas se comerán la luz? –
preguntó, inquieta.
–Significa que lucharemos para que la obra prosiga y la
traición acabe por asfixiar al traidor.
–Nunca se retrasa -murmuró el responsable de los canales-. A
Su Majestad no va a gustarle…
La reina intercambió algunas palabras con su ministro de
Finanzas, y luego se dirigió a la asamblea.
–¿Alguno de vosotros sabe dónde está e!
canciller?
Nadie respondió.
–Que el chambelán vaya a los aposentos de Bay mientras nos
ponemos a trabajar. Comencemos por el informe del responsable de
los canales.
El chambelán salió de la sala del consejo y corrió hacia el
despacho del canciller.
Vacío.
Quedaba su alcoba, cuya puerta estaba cerrada. El chambelán
llamó.
Al no obtener respuesta, se atrevió a empujarla. El cerrojo
no estaba echado.
–¿Canciller…, estáis ahí?
Bay yacía en un charco de sangre, a los pies de su
lecho.
Cuando el canciller abrió los ojos, creyó haber llegado a las
campiñas paradisíacas del otro mundo. Un perfume de loto mezclado
con jazmín encantaba su nariz y el maravilloso rostro de la reina
Tausert se inclinaba hacia él.
–¿Bay… puedes hablar?
–¿No… no estoy muerto?
–Varios médicos se están ocupando de ti. ¿Qué ha
ocurrido?
–¡Ya recuerdo! Un acceso de tos más fuerte que los demás… y
luego sangre, un chorro de sangre, y me he desmayado… ¡Pero ahora
lo recuerdo! ¡El gran consejo, he faltado al gran
consejo!
Bay intentó levantarse.
–Debes permanecer tumbado, canciller. Es una
orden.
–Bien, majestad, bien… ¿Qué tal han ido los
debates?
–Hemos tomado buenas decisiones.
–Mejor así… ¡Pero todavía queda tanto por hacer!
Tranquilizaos, sólo sufro una fatiga pasajera. Mañana mismo estaré
de pie.
–Tienes derecho a hacer reposo.
–¿Es otra orden, majestad?
–Claro está.
–Siento mucho lo de mi ausencia en el gran consejo… No
volverá a repetirse.
–Hemos seguido tus directrices, el Tesoro está
satisfecho.
–Majestad, quisiera deciros…
La voz del canciller apenas era perceptible. La reina le
cogió la mano.
–Majestad… Cuidad de Egipto.
Durante largos minutos, Tausert permaneció inmóvil. Un médico
se aproximó.
–Majestad, el canciller ha muerto.
–No, doctor, por fin descansa.
El rey Siptah, caminando cada vez con mayor dificultad a
causa de su cojera, salió de la austera alcoba que ocupaba en el
templo de Amón para ir al encuentro de la reina.
Tausert quedó impresionada por el envejecimiento del joven
monarca, cuyo rostro, a pesar del sufrimiento, expresaba una
serenidad real.
–¿Deseabais verme, majestad? – preguntó
Siptah.
–Traigo malas noticias.
–Me gustaría dar un paseo por el gran patio al aire libre… Ya
hace varios días que no veo el sol. Gracias a mi bastón, aún puedo
andar.
Con un valor digno de admiración, el monarca consiguió
olvidar los dolores que lo corroían desde hacía varios meses para
salir del templo cubierto y respirar al aire
libre.
–¡Qué espléndido es el cielo! Allí viven las almas de los
reyes… ¿Habéis dicho que había malas noticias?
–El canciller Bay ha fallecido.
Siptah se dobló como si le hubieran pegado un puñetazo en el
estómago.
–Bay, mi amigo y mi benefactor… Se ha deslomado
trabajando.
–Su momia descansará en el Valle de los Reyes, cerca de
vuestra morada de eternidad.
–Bay emprenderá un magnífico viaje. Estoy seguro de que me
recibirá en el Valle.
El rey se sentó en un banco de piedra.
–¡Soy un monarca patético! Vos me habláis de Egipto y yo sólo
pienso en mí.
–Será imposible reemplazar a Bay. Ocupaba un puesto especial
que había moldeado para sí mismo, a costa de constantes esfuerzos,
y todos los miembros del gobierno lo respetaban. Ahora, nos hemos
quedados solos, vos y yo, frente a ellos y a los
cortesanos.
–Soy incapaz de ayudaros, Tausert; vos estáis aún más aislada
de lo que creíais. Todo lo que puedo ofreceros es mi apoyo
incondicional ante los buitres que ambicionan el trono. Firmaré los
decretos que vos adoptéis, pues sé que para vos sólo cuenta el
bienestar de nuestro país.
La reina se inclinó ante el faraón.
Tausert entró en una inmensa pajarera donde vivían aves
multicolores que habían sido ofrecidas a palacio por los
exploradores del gran Sur. La propia reina llenó de grano los
comederos y vertió agua fresca en los recipientes. Una abubilla de
cresta negra y amarilla se posó en su hombro y la observó,
inclinando la cabeza.
–¿Deseas la libertad? – le preguntó la reina mostrándole la
puerta abierta de par en par.
La abubilla emprendió el vuelo, se detuvo durante unos
instantes y, luego, regresó al fondo de la
pajarera.
–Yo tampoco consigo escapar -murmuró la reina al ver cómo se
acercaba, en una actitud más decidida aún que de ordinario, el
pétreo Set-Nakht.
–¿Me concedéis una entrevista privada, majestad, o debo
solicitar una audiencia oficial?
–Supongo que no habéis venido hasta aquí por una nimiedad,
así que, adelante.
–Esos pájaros hacen mucho ruido… Vayamos al
quiosco.
En el quiosco había sombra y, además, estaba aislado; ningún
jardinero escucharía la conversación.
La reina y Set-Nakht se sentaron frente a frente, a uno y
otro lado de una mesita en la que había una cesta con
uva.
–Con la muerte de Bay, majestad, perdéis al hombre que
conseguía anular las facciones.
–Soy perfectamente consciente de ello.
–A mi entender, nadie está en condiciones de
reemplazarlo.
–Tenéis razón.
–¿Pensáis asistir a sus funerales?
–Tendrán lugar en Tebas, y me es imposible abandonar
Pi-Ramsés.
–Me satisface oíros decir eso.
–¿Habríais intentado impedirme que partiera?
–Os quedáis, ¿no es así? No hace falta plantearse eso, pues.
En la actual situación, cualquier otra actitud hubiera sido una
falta grave. Todos sabemos que el rey Siptah se está muriendo, y
sin duda os ha confiado la responsabilidad de reinar en su lugar.
Si el faraón se hubiera marchado al extranjero, os habría encargado
que gobernarais. No sois la primera regente de las Dos Tierras, y
actualmente encarnáis la estabilidad que necesitan, a condición de
que no os alejéis de la capital. Así pues, mi hijo mayor y yo mismo
os obedeceremos en todo momento.
–Agradezco sinceramente vuestro apoyo -apostilló la reina con
una leve sonrisa.
–Pero quería deciros una vez más que esa obediencia tiene
límites. A la muerte de Siptah, la regente tendrá que apartarse del
trono.
–¿Para entregárselo a quién?
–A un hombre experimentado que restaure por fin el poder
faraónico en todo su esplendor. Hemos sufrido reinados de
inquietante debilidad, durante los últimos años, y una mujer no
podrá poner fin a ese tipo de cosas.
–¿Y por qué vos os creéis capaz de ello?
–Porque tengo la firme voluntad de hacerlo.
–¿Incluso a costa de una guerra civil,
Set-Nakht?
–Eso sería hacerles el juego a nuestros enemigos y condenar a
muerte a Egipto. Cuando llegue el momento, majestad, retiraos y
dejadme hacer a mí.
A los aldeanos no les gustó demasiado saber que los miembros
del tribunal del Lugar de Verdad habían sido convocados. ¿A qué
nueva prueba deberían hacer frente? No podía tratarse del asunto
Thuty, pues ya estaba resuelto, y nadie había oído hablar de un
conflicto reciente entre dos artesanos.
Corrieron múltiples rumores, entre los que se encontraban la
condena de la esposa de Pai el Pedazo de Pan por abuso de golosinas
hasta la de Karo el Huraño por exceso de blasfemias, pero ninguno
pareció fundado.
–Sin duda tiene relación con la muerte del canciller Bay
-estimó Unesh el Chacal-; ¡las autoridades han decidido reducir las
entregas!
–Yo estoy convencido de que los artesanos de Karnak están
celosos y quieren impedirnos que trabajemos para el exterior
-afirmó Nakht el Poderoso.
–Sea lo que sea -anunció Fened la Nariz-, no nos dejaremos
manipular.
Ante la sorpresa general, la sesión del tribunal fue de corta
duración; Kenhir se negó a hacer cualquier declaración y la aldea
siguió a la expectativa.
–¿Tan grave es? – preguntó Niut la Vigorosa.
–Hemos tomado decisiones fundamentales para el porvenir de la
cofradía -respondió el escriba de la Tumba-, y espero que no nos
hayamos equivocado.
Extraños funerales en el Valle de los Reyes, en favor de un
hombre que no había sido faraón y que el faraón reinante, incapaz
de viajar, no había honrado con su presencia. Los dignatarios
tebanos, desconfiados, habían preferido abstenerse, dejando a los
artesanos el cuidado de ocuparse de la momia de
Bay.
Paneb cerró la puerta de la tumba, sobre la que colocó el
sello del Lugar de Verdad.
–Ni siquiera ha venido la reina Tausert…
–No puede abandonar la capital -consideró Hay-. Imagínate por
lo que estará pasando sin el apoyo del canciller…
–Éste es el momento de demostrar si es capaz de
reinar.
–Según las informaciones recabadas por Kenhir, la posición de
la reina se debilita día tras día. Siptah es su última muralla; a
su muerte, un clan guerrero tomará el poder.
–Un clan para el que nuestra cofradía no contará
demasiado.
–Probablemente -reconoció Hay.
Los artesanos abandonaban lentamente el Valle de los Reyes.
Pasaron por el collado, no sin haber admirado, una vez más, la cima
de Occidente y las colinas abrasadas por el sol, a cuyo abrigo
descansaban los reyes y las reinas, así como sus fieles
servidores.
Cuando Paneb iba a franquear la puerta de la aldea, el
escriba de la Tumba le cerró el paso con su
bastón.
–¡Lo siento, no regresas a tu casa!
–¿Por qué razón?
–Tu comportamiento nos ha decidido.
–¿Decidido… a qué?
–El tribunal del Lugar de Verdad te ha designado maestro de
obras de la cofradía. Serás el encargado de proseguir la obra de
Nefer el Silencioso.
El coloso, atónito, permaneció mudo.
–Para cumplir esa función y tener acceso a los más altos
misterios -prosiguió Kenhir-, debes vivir una nueva iniciación.
Confía en la mano que te guía.
Sin más explicaciones, el escriba de la Tumba volvió la
espalda a Paneb.
–Sígueme -le ordenó Hay, que se dirigió al camino de salida
que flanqueaba el Ramesseum.
Paneb creyó que la ceremonia se desarrollaría en el interior
del templo de millones de años de Ramsés el Grande, pero el jefe
del equipo de la izquierda prosiguió su ruta hasta el
embarcadero.
–¿Pasamos a la orilla este?
–Sí, pero no con la barcaza habitual.
Los dos hombres siguieron caminando por la ribera hasta un
lugar aislado donde los esperaba una embarcación. Divisaron al
gobernalle, un curioso marino que tenía la cabeza afeitada y dos
ojos pintados en la nuca, como si fuera capaz de ver tras de sí.
–¿Tenéis con qué pagar? – preguntó.
–El precio del pasaje es la Encada de los dioses que contiene
y revela la unidad -respondió Hay, mostrando sus diez
dedos.
La travesía se efectuó en silencio hasta el embarcadero de
Karnak, que estaba completamente vacío. La ciudad santa estaba
sumida en el silencio.
–Aquí se abre el ojo del señor del universo -declaró Hay-, y
este santuario es el lugar donde se expresa su corazón. Aquí se
reconstituye lo que estaba disperso.
Tras haber flanqueado el recinto, Hay condujo a Paneb hasta
el templo del Oriente.
El coloso pareció reticente.
–¿Debo enfrentarme de nuevo a la cámara de los
sueños?
–¿Te echarías atrás si tuvieras que hacerlo?
Paneb miró al frente.
–Contempla la colina primordial, la isla nacida del océano de
los orígenes durante la primera vez -le indicó Hay-. Contiene la
energía luminosa que permite vivir a la piedra y edificar a la mano
de los constructores. El sol se levanta cada mañana sobre ella,
ilumina a los que vagan por las tinieblas, y el camino se hace más
seguro bajo sus pasos.
Paneb avanzó y la puerta del templo se
abrió.
–Ya no tienes ataduras -anunció la voz grave de un
sacerdote-. Las puertas del cielo se abren para ti, todo te es
ofrecido, todo te pertenece. Entras como halcón; saldrás como
fénix. Que la estrella matutina te ilumine el camino y te permita
contemplar al señor de la vida.
Paneb siguió a un ritualista que acompasaba su marcha,
golpeando el suelo con un largo bastón de madera dorada y pasó ante
unos colosos de Ramsés antes de venerar el obelisco cuyo piramidión
de oro reflejaba la luz del sol.
–Has llegado al lugar de origen del aliento de Ra, rico en
milagros para salvar a quien afronta el vacío. Aliméntate con su
fulgor y penetra en el taller divino.
El pintor no fue introducido en la cámara de los sueños, sino
en una pequeña sala donde dos sacerdotes, que llevaban máscaras de
ibis y de halcón, lo purificaron antes de conducirlo al santuario
de Tutmosis III, «aquellos cuyos monumentos brillan de luz»
(4).
Allí eran iniciados los sumos sacerdotes de Karnak, allí
también los maestros de obras recibían la iluminación necesaria
para que el espíritu y la mano estuvieran indisolublemente
unidos.
–Para orientar la obra debes entrar en la luz y ver como ella
ve -dijo la máscara de halcón-. ¿Qué solicitas este día en el que
el sol brilla en el corazón de la noche?
–Vengo hacia ti, soberano del espacio sagrado, pues he
practicado la Regla de Maat. Permíteme formar parte de quienes
pertenecen a tu séquito y conocer tu fulgor, tanto en el cielo como
en la tierra.
–Para acceder al estado de ser luminoso, transforma en eterno
lo perecedero, ensambla los materiales que formarán un cuerpo nuevo
e inalterable, sé el artesano que da la vida. Tu mano conocerá los
designios de Dios y tu boca pronunciará las fórmulas de
transfiguración. Te desplazarás entonces como una estrella en el
vientre de tu madre, el cielo; brillarás como el oro y llevarás a
cabo la obra. Y recuerda que Maat es luz fecundadora para quien la
practica.
Paneb avanzó por el interior de una vasta sala con pilares
decorados con admirables pinturas que representaban al faraón en
comunión con las divinidades. De los cálidos matices emanaba una
claridad que conmovió al coloso.
–La luz está en el cielo; el poderío, en la tierra -declaró
el sumo sacerdote, ofreciéndole a Paneb una estatuilla de oro de
Amón, de un codo de altura-. Si eres capaz,
completa la obra iniciada por tu predecesor, Nefer el
Silencioso.
El sumo sacerdote desapareció y dejó a Ardiente solo ante el
dios.
Paneb no disponía de ninguna herramienta, y consideró que la
escultura era tan perfecta que no podía modificar ninguno de sus
aspectos. Nefer había logrado una belleza tal que se le dilató el
corazón.
Entonces el coloso se inclinó ante la frágil estatuilla y
veneró la potencia de la que era portadora.
En los pilares, las representaciones del faraón parecieron
animarse; las ofrendas, multiplicarse y concentrarse en un solo
rayo que penetró en la cabeza de la estatuilla.
Y ésta se dislocó para que apareciese una piedra parecida a
la Piedra de Luz que el Lugar de Verdad utilizaba para otorgar su
plena eficacia a sus obras.
Paneb comprendió que los elementos que componían un material
podían disociarse y ensamblarse de otro modo, y que los artesanos
eran capaces de llevar a cabo esas transmutaciones, siempre que
supieran utilizar la piedra.
La razón le hubiera ordenado cerrar los ojos y taparse la
cara para no ver un resplandor tan intenso que iluminaba el templo
entero; pero el pintor prefirió disfrutar con todo su ser de
aquella energía procedente de las profundidades del
universo.
–Llévala -dijo la voz del sumo sacerdote de Amón-, y tendrás
la luz en tus manos.
El coloso levantó la piedra, pesada y ligera al mismo
tiempo.
–El iniciado es una piedra en bruto -afirmó el pontífice-.
Cuando penetra en el templo se afina como el material nacido en el
vientre de la montaña y que asciende de las profundidades para
salir a la luz e integrarse a la Piedra de Luz. Has visto el
secreto, Paneb, y ahora debes construirlo y transmitirlo. Aquí, en
este templo, tus predecesores edificaron el paraje de luz donde se
consuman los ritos; en el Lugar de Verdad, la presencia de los
antepasados, almas luminosas, mantienen la eficacia de la piedra de
los orígenes. Y tú, maestro de obras, debes preservar la coherencia
de la cofradía.
Una profunda paz, parecida a la que dispensaba el poniente al
cabo de una jornada de trabajo, se apoderó del santuario. Pero
Paneb sintió que, para él, aún no había llegado la hora de
disfrutar de aquella felicidad.
Cuando salió del edificio, un inmenso pájaro azul, un fénix
procedente del Oriente, volaba hacia el Lugar de
Verdad.
Los artesanos se habían encargado de la carne; las mujeres,
de los demás platos. Habían sacado las marmitas de serpentina y la
preciosa vajilla ofrecida por los faraones, es decir, copas y
platos de alabastro, y cubiletes de oro en los que se servían los
excepcionales caldos que Kenhir había sacado de su
cava.
Userhat el León blandió el bastón con cabeza de carnero,
símbolo del dios Amón, al que se dirigían las reclamaciones, y
nadie tomó la palabra.
–No hay hermano para quien está sordo a la voz de Maat y no
hay día de fiesta para el ávido -recordó el escriba de la Tumba-.
Tenemos la suerte de vivir un período de armonía y de que esté a la
cabeza de la cofradía Paneb el Ardiente, que proseguirá la obra y
nos defenderá de nuestros enemigos. Tengamos, todos juntos, un día
feliz.
Todos juntos quería decir todos juntos. Por eso, el perro
Negrote, a la cabeza del clan compuesto por
Bestia Fea, la oca guardiana, el mono
verde, e incluso Encantador, el enorme gato
de Paneb, tuvieron derecho, como sus compañeros, a disfrutar de los
mismos alimentos que los humanos. Como excepción, Viento del Norte, el asno del coloso, fue autorizado
a penetrar en la aldea para participar, también, de la
fiesta.
Sus grandes orejas quedaron encantadas por el concierto que
ofrecían tres sacerdotisas de Hator. Una tocaba un doble oboe,
formado por dos tubos largos y delgados hechos con cañas; otra, un
clarinete y una arpa cimbrada esculpida en el tronco de una acacia.
La arpista no era otra que Turquesa, cuya belleza y atavío
levantaron ciertas observaciones acerbas por parte de las amas de
casa menos favorecidas por la naturaleza; pero la tañedora sólo se
preocupaba de su instrumento y, con los ojos cerrados, dejaba
correr los dedos por las siete cuerdas.
–No pareces muy alegre -le dijo a Paneb Renupe el Jovial,
cuya panza amenazaba con estallar.
–Sólo los inconscientes se alegran con las responsabilidades
-afirmó Unesh el Chacal.
–Bien dicho -confirmó Gau el Preciso, cuya larga nariz
comenzaba a enrojecer.
–Mañana ya veremos -propuso Didia el Generoso-; de momento,
honremos esos alimentos y esas ánforas de vino
añejo.
Casa la Cuerda hubiera aprobado, de buena gana, al
carpintero, pero ya no distinguía lo que le rodeaba y no conseguía
articular ni una sola palabra.
Kenhir, forzado a permanecer relativamente sobrio por las
furibundas miradas que le lanzaba Niut la Vigorosa, advirtió que
las sacerdotisas de Hator no sólo bebían agua. Sin duda, la mujer
sabia tendría mucho trabajo para aliviar los dolores de estómago y
sanear los hígados empapados.
A lo largo de toda la velada, Paneb había permanecido
ausente, como si la fiesta no le concerniese.
–Piensas en Nefer, ¿no es cierto? – le preguntó
Clara.
–Él debería haber presidido este banquete, no yo. Vi su obra
maestra en Karnak, y es tan perfecta que no puedo retocarle
nada.
–Él pronunció las mismas palabras en la misma situación. Y
sólo pensaba en retirarse a su taller para estar solo con los
instrumentos y los materiales.
–Dicho de otro modo, es imposible renunciar a una misión que
te confía el Lugar de Verdad.
–Eso es lo que tu padre espiritual había comprendido, en
efecto. ¿Pero acaso cada cual no es libre de elegir su
destino?
–Un solo deseo me ha animado siempre:
pertenecer a esta cofradía, pintar el fuego de la vida, alcanzar la
luz inmutable… ¡Pero nunca había pensado en
dirigiría!
–Tampoco Nefer… En nuestro camino, cuando nos alejamos del
poder es cuando nos lo entregan. Y entonces se mesura su
peso.
Pocas veces hubo una fiesta tan alegre en el Lugar de Verdad.
La aldea tenía de nuevo un maestro de obras, y las preocupaciones
se disipaban.
Vaciada la última ánfora, se distribuyeron antorchas a los
comensales, con las que se iluminó el Lugar de Verdad, que brilló
durante largo rato en la noche estrellada.
Uabet la Pura había utilizado su concha para afeites,
perfecta imitación de una caracola del Nilo tallada en alabastro,
para maquillarse ligeramente. Se había puesto su más hermosa
túnica, de un verde suave, y por fin estaba lista. Selena, en
cambio, empezaba a impacientarse.
–¿Vamos, mamá?
Uabet echó una última ojeada a la casa para asegurarse de que
ya no quedaba nada.
Los artesanos estaban transportando el mobiliario hasta la
nueva morada del maestro de obras, que era casi tan grande como la
del escriba de la Tumba. Uabet debía indicarles el emplazamiento de
cada mueble y dar a la servidumbre las directrices indispensables.
Muchachos y muchachas de la aldea se habían apresurado a entrar al
servicio de la esposa de Paneb, que se había quedado con cinco de
ellos insistiendo en sus exigencias, comenzando por una estricta
higiene.
–¿Dónde está Paneb? – le preguntó a Nakht el Poderoso, que
llevaba un arcón de madera lleno de ropa.
–En el templo, para la entrega de las
herramientas.
–¡Sobre todo, ten mucho cuidado! Es mi arcón más
hermoso.
Uabet estaba, al mismo tiempo, enojada y encantada. Desde su
primer encuentro había advertido que Paneb tenía madera de jefe y
se felicitaba por su éxito, debido a su valor y su talento. En el
amor que sentía por el coloso se mezclaba una profunda admiración,
y no tenía más preocupación que ser una esposa digna de
él.
–¿Dónde pongo los cestos de costura? – preguntó Karo el
Huraño.
–Sígueme.
Selena ya había tomado posesión de su alcoba, donde jugaba
con la muñeca. Aperti, sin embargo, había preferido entrenarse a
luchar con sus compañeros. Su madre no se había opuesto a ello,
temerosa de que si se quedaba en casa podría romper cualquiera de
los objetos frágiles.
Uabet estaba contenta de la actitud de Turquesa, ya que
durante el banquete su hermana de espíritu no había dirigido la
palabra a Paneb ni una sola vez, dejando el proscenio para la
esposa legítima. Uabet había temido que el nombramiento de su
marido comportara exigencias por parte de la soberbia pelirroja,
pero ésta había sabido ponerse en su lugar.
–¡Qué hermosa casa! – exclamó Pai el Pedazo de Pan-. Qué
feliz debes de ser, Uabet… Tú supiste darte cuenta: Ardiente no es
un hombre como los demás.
–He aquí el codo del maestro de obras -dijo la mujer sabia,
confiando a Paneb el instrumento de oro en el que se habían grabado
divisiones en palmos y pulgadas-. Es un codo real, sacralizado por
cuatro dioses, Horus al Oriente, Osiris al Occidente, Ptah al Norte
y Amón al Mediodía. En todas tus obras invocarás esos ángulos de la
creación y encarnarás esos pilares. Gracias al codo que nos legó
Thot, el dueño del universo, respirarás el soplo del origen. Por el
codo actuarás como un ser útil, eficaz, poderoso, de voz justa y
portador de vida.
Luego, la mujer sabia entregó a Paneb su codo de trabajo, de
madera de ébano, en el que se había grabado una invocación a Osiris
y a Anubis.
–Te servirá para hacer que vivan las proporciones ajustadas,
pero la medida que imprimirás en tus construcciones será tu propio
brazo. Así se unirán el codo eterno y su
encarnación.
La mujer sabia ofreció luego al maestro de obras las otras
tres herramientas fundamentales de su función, la escuadra, uno de
cuyos nombres era «la estrella» y que correspondía al triángulo
3/4/5, el nivel y la plomada, los dos últimos marcados por un peso
en forma de vaso sellado, el jeroglífico del
corazón.
–Que Ptah, el maestro de los constructores, haga eficaces
esos instrumentos. Con ellos reconstituirás el ojo reuniendo sus
partes dispersas, y verás lo que debe ser visto, tanto en lo
visible como en lo invisible, tanto en lo aparente como en lo
oculto. Para lograrlo, tu primer deber consiste en preparar tu
morada de eternidad, allí donde vas a vivir fuera del
tiempo.
La mujer sabia se aproximó al coloso y le ciñó la cintura con
el delantal de oro que había llevado Nefer el
Silencioso.
–Actúa con rectitud, Paneb, sé coherente y tranquilo, ten un
carácter firme capaz de soportar tanto la desgracia como la
felicidad, un corazón atento y una lengua capaz de decidir. Has vivido los grandes misterios,
por lo que ahora eres capaz, de practicar
el rito del despertar de la potencia creadora y oficiar en el
santuario del templo, allí donde todas las mañanas se realiza el
trabajo primordial, la resurrección de la luz que da vida a todo lo
que existe.
Paneb tuvo la sensación de que decenas de enormes piedras le
caían sobre los hombros, pero no se doblegó bajo su peso; él, el
hijo de un campesino que tan sólo había deseado ser dibujante para
satisfacer su pasión.
El maestro de obras penetró en el santuario del templo
principal del Lugar de Verdad guiado por la mujer sabia y, como su
padre espiritual antes que él, recorrió los dos caminos, el de
Maat, la regla eterna del universo, y el de Hator, el amor creador,
para darse cuenta de que, en realidad, ambos formaban un solo
camino.
–¡Estúpida! – aulló Serketa abofeteándola-. ¡Vas a quemarme
la piel!
La joven negra, cuya belleza provocaba ataques de envidia a
las amigas de su dueña, contuvo las lágrimas. Aunque mal pagada y
tratada con insoportable brutalidad, conservaba, sin embargo, ese
primer empleo en una villa lujosa, lejos de su aldea natal. Había
decidido no seguir siendo una campesina y disfrutar de los placeres
de Tebas; y no estaba dispuesta a permitir que su odiosa patrona la
desalentara.
–Os presento mis excusas.
Serketa se encogió de hombros.
–Tráeme mis varitas de maquillaje.
Serketa temía que la edad hiciera mella en su cuerpo, por lo
que consumía cada vez más productos de belleza: afeites verde y
negro para los ojos, ocre rojo para los labios, polvos y cremas
suaves para la cara, tintes regeneradores y aceites para el pelo.
Su cuarto de baño estaba, pues, lleno de frascos, a cual más
costoso, y, como florón, tenía una redoma para perfume de un
cristal completamente transparente.
–Mi desayuno -exigió.
La nubia mimaba a su patrona, ávida de nata y de mantequilla
mezclada con fenugreco y alcaravea; untada en pan caliente,
contribuía a aumentar sus redondeces, pero Serketa no podía
resistirse a la tentación.
Méhy irrumpió en los aposentos privados de su mujer, con una
soberbia túnica plisada.
–Fuera -le ordenó a la nubia, que salió
corriendo.
–¿Ya estás listo, querido? – se extrañó
Serketa.
–He reunido a mis oficiales superiores para dar los últimos
toques al informe que Set-Nakht ha exigido.
–¡Nada molesto, espero!
–Un simple trabajo administrativo. Lo que cuenta es el
enfrentamiento entre ese viejo cortesano y la reina
Tausert.
–¿Por quién apuestas?
–Por los dos. Espero que se destruyan
mutuamente.
Serketa se colgó del cuello de su marido.
–¡Si supieras qué excitada estaba en el mercado! Con aquellos
policías imbéciles tan cerca de mí, ¿lo imaginas?
–Te arriesgas demasiado, amor mío.
–¡No, no, mi tierno león! Nunca me cogerán. Presiento la
presencia del peligro mejor que un animal salvaje.
–De todos modos, la policía comprendió que había una mujer
implicada en el asunto.
–No saben nada, salvo que una red bien organizada actúa en
las sombras.
–¿Tienes noticias del traidor?
–Paneb ha sido nombrado maestro de obras del Lugar de Verdad.
Antes o después utilizará, pues, la piedra; por eso nuestro aliado
no le quita los ojos de encima. Ha tenido una idea para turbar el
buen funcionamiento de la cofradía y el inicio del reinado de
Paneb.
–Pues yo tengo otra que va en la misma dirección… ¡No debemos
dejar descansar al coloso! Está muy lejos de ser tan comedido como
Nefer el Silencioso, por lo que acabará estallando como una piedra
que se quiebra a golpes de mazo.
Por primera vez, Paneb presidía el tribunal de la aldea para
hacer balance de las condiciones de trabajo y responder a las
inquietudes de algunos artesanos.
Karo el Huraño atacó en el punto esencial:
–Corre el rumor de que quieres incrementar el ritmo de
trabajo.
–No es exactamente así -repuso Paneb-: ocho días en las
obras, de las ocho a las doce y de las cuatro a las seis, dos días
de descanso, sin contar las fiestas y las vacaciones especiales.
Ésta es la tradición de la aldea y no tengo la intención de
modificarla. En caso de urgencia, intentaré hacerle frente con Hay
y un mínimo de voluntarios cuyas horas suplementarias serán
generosamente pagadas.
–¡Hablemos de la paga! – intervino Unesh el Chacal-. Se dice
que tienes la intención de reducir los salarios.
–Eso tampoco es cierto. La distribución se llevará a cabo
siempre el veintiocho de cada mes: cinco sacos de espelta y dos de
cebada para el escriba de la Tumba, el jefe del equipo de la
izquierda y yo mismo, cuatro de espelta y uno de cebada por
artesano, como salario mínimo.
–Uno en vez de medio… ¿Nos aumentas el
salario?
–Kenhir ha recibido la conformidad de la
administración.
–¿No significará eso que el resto de las raciones se verán
reducidas? – preguntó Renupe el jovial,
preocupado.
–Todos los días, pan, legumbres frescas, leche, cerveza y,
por lo menos, trescientos gramos de pescado por
persona.
–¿Y cada diez días sal, jabón, aceites y
ungüentos?
–Claro está.
–Entonces -exclamó Userhat el León-, ¡no cambia
nada!
–¿Por qué modificar lo que nos conviene a
todos?
–Para serte franco -reconoció Nakht el Poderoso, molesto-,
habíamos apostado a que intentarías cambiar las
costumbres…
–La rutina me parece peligrosa, tanto para la mano como para
el espíritu; pero numerosas costumbres constructivas nos fueron
legadas por los antepasados y forman parte de los tesoros que yo
pretendo preservar, con vuestra ayuda.
La calma de su discurso sorprendió a los
artesanos.
–Yo he ganado la apuesta -advirtió, irónico, Ched el
Salvador-; nadie creía que Paneb iba a ser, realmente, el sucesor
de Nefer el Silencioso. Un maestro de obras sólo tiene una palabra,
por lo que podéis dormir tranquilos.
Set-Nakht leía el último informe enviado por su hijo mayor,
que surcaba Siria-Palestina para poner allí en marcha una red de
informadores serios, capaces de avisar a la capital al menor
incidente.
–La reina Tausert solicita hablar con vos -le advirtió su
intendente.
–¿La reina, aquí, en mi casa?
El intendente asintió con la cabeza.
Estupefacto, Set-Nakht salió de su despacho y se apresuró a
ir al encuentro de Tausert, que estaba confortablemente instalada
en una silla de mano.
–Majestad, no pensaba yo que…
–¿Me prometisteis obediencia?
–Sí, en las circunstancias actuales y en tanto
que…
–¿Soléis faltar a vuestra palabra?
Set-Nakht se sintió insultado.
–¡Nunca, majestad! Y puedo encontrar decenas de testimonios
que os lo confirmarán.
–En ese caso, ¿por qué no me comunicasteis las últimas
noticias sobre Siria-Palestina?
–El informe lo redactó mi hijo mayor y…
–En primer lugar, es ministro de Asuntos Exteriores. El
faraón y yo misma debemos conocer su trabajo, y guardarlo en
secreto, si es necesario, incluso ante vos.
Set-Nakht tuvo que admitir que la reina tenía
razón.
–¡Pero el rey Siptah es incapaz de apreciar la importancia de
este documento!
–Desengañaos. Todas las mañanas acudo a su cabecera y le
comunico las informaciones esenciales para que me dé la sabia
opinión de un hombre desprendido del mundo. Yo, Set-Nakht, respeto
mis compromisos.
El viejo cortesano, ofendido, se inclinó ante
Tausert.
–Os entrego de inmediato el informe del ministro de Asuntos
Exteriores, majestad.
–Puesto que ya lo habéis leído -dijo la reina, esbozando una
sonrisa-, ponedme al corriente.
Sensible a esta prueba de confianza, Set-Nakht no le ocultó
nada.
–Siria-Palestina está en calma, pero numerosos grupos se
forman aquí y allá, protestando contra el protectorado egipcio que
asegura, sin embargo, la prosperidad de la región. Sólo se trata de
disturbios menores y habituales, que la policía local sabrá
sofocar. En cambio, la situación en Asia sigue siendo inquietante;
hay reinos que se derrumban, dinastías guerreras que toman el poder
y nadie puede saber qué saldrá de ese avispero. En cualquier caso,
nada bueno para Egipto, que sigue siendo, por excelencia, el país
que debe conquistarse.
–¿Qué proponéis?
–Ejercer una constante vigilancia sobre el corredor de
invasión del noreste, mantener guarniciones poderosamente armadas y
bien pagadas, consolidar los fortines que forman nuestra primera
línea de defensa, construir nuevos barcos de guerra y ordenar a los
arsenales de Pi-Ramsés que proporcionen más
material.
–¿Y la amenaza libia?
–Es conveniente tomarla muy en serio. Los clanes aún están
divididos, pero bastará con un jefe de guerra más inquieto que los
demás para que se lancen a la conquista del Delta, si la agresión
llega por el este.
–¿Tenemos bastantes agentes infiltrados?
–Lamentablemente, no; y su cabeza es muy peligrosa. Muchos
voluntarios ya han perdido ahí la vida. Según la información que
hemos recibido, muy pronto las tribus libias estarán armadas hasta
los dientes.
–¿Habéis establecido ya el estado concreto de nuestras
fuerzas?
–Los generales me han respondido con rapidez y precisión,
creo que sabremos defendernos. Pero ya conocéis mi posición: mejor
sería atacar de modo preventivo.
–Pero no es la mía, Set-Nakht. ¿Y el ejército
tebano?
–El general Méhy dispone de numerosas tropas bien entrenadas.
Gracias a él, el Alto Egipto y el gran Sur están bajo
control.
–¿Cuándo regresará a Pi-Ramsés el ministro de Asuntos
Exteriores?
–No antes de varios meses, majestad, pues quiere supervisarlo
todo él mismo.
–En adelante, que mande directamente sus informes al
faraón.
Por segunda vez, Set-Nakht se inclinó ante la reina
Tausert.
–Tienes una salud excelente -concluyó Clara, una vez
finalizado su examen.
–Pues no duermo nada -confesó el policía.
–Dada la calidad de tu sangre, consigues descansar con los
ojos abiertos. Los medicamentos no lograrán expulsar los
pensamientos que te obsesionan.
–Me encargo de la seguridad de la aldea, pero un asesino
sigue acechando con toda impunidad. Estoy seguro de que es el mismo
hombre que acabó con uno de mis guardias y con Nefer el Silencioso,
y esa maldita sombra es uno de los artesanos del equipo de la
derecha.
–¿Por qué estás tan seguro?
–Mi olfato, me lo dice mi olfato… ¡Y estoy que trino al no
tener ninguna pista seria!
–No desesperes, Sobek.
–¿Sos… sospecháis vos de alguien?
La mujer sabia levantó la vista.
–Simplemente sé que tienes razón y que el traidor se ha
envuelto en tantas tinieblas que ningún pensamiento, sea cual sea
su fuerza, puede hoy atravesarlas. Pero esta situación no durará
siempre…
–¡Durante años y años no ha dado un solo paso en falso! ¿Por
qué iba a bajar la guardia ahora?
–Existe una vanidad del mal, Sobek, y aquel a quien buscamos
acabará por sucumbir a ella.
–¡Ni siquiera hemos sido capaces de identificar a la
campesina! Decenas de interrogatorios para nada, descripciones a
cual más fantasiosa, pero ni un solo indicio… Y, en los campos, ni
siquiera un rumor que nos dé una pequeña pista. Se diría que esa
vendedora de higos nunca ha existido.
–Sin duda es la conclusión correcta.
Sobek se contrajo.
–¿Se trata, acaso… de una criatura maléfica del más
allá?
–No, pero probablemente no sea una
campesina.
–Un disfraz… ¿Estáis pensando en eso?
–¿Qué mejor manera de pasar desapercibida? Si se tratara de
una verdadera vendedora de higos que viviera en una aldea vecina,
habrías encontrado su rastro.
–Un disfraz… Pero no puedo poner a un policía detrás de cada
mujer para descubrir a nuestra sospechosa. ¿Y quién se oculta así?
¿Una ciudadana, una extranjera?
El policía, perplejo, se sentía, sin embargo, satisfecho de
haber encontrado una pista, aunque fuera muy
sutil.
Los ecos de una violenta disputa turbaron sus
reflexiones.
–Se diría que la llegada de los productos frescos crea
problemas… ¿Puedo marcharme ya?
–La consulta ha terminado -dijo Clara-. Si deseas una
infusión de hierbas tranquilizadoras, te la recetaré; ¿pero vas a
bebértela?
–Gracias por todo… ¡Ya me encuentro mejor y me toca
restablecer el orden!
Sobek descubrió una disputa entre aldeanas y pescaderos, a
cuya cabeza batallaba Nia, hirsuto y mal hablado. Pese a su
robustez, tendía a retroceder ante los asaltos de Niut la Vigorosa,
que blandía el mango de una escoba con la clara intención de
apalear al auxiliar.
El gran nubio se interpuso.
–¡Eh!, ¿qué ocurre aquí?
–¡Nia es un bandido! – exclamó la esposa del escriba de la
Tumba.
–¡He entregado mis pescados, como de
costumbre!
–¡Hablemos de tus pescados! ¡No hay mújoles, ni carpas, ni
tilapias! ¡Y mira la perca que te has atrevido a
traernos!
De un cesto de mimbre, la Vigorosa sacó un pescado de ojos
empañados, agallas despegadas y olor sospechoso.
–¿Llamas pescado fresco a ese desecho? ¡Reconoce que intentas
envenenarnos!
–Entrego lo que me han dicho que entregue… y, además, tenéis
pescado seco en abundancia.
Niut abrió otro cesto y lo empujó con el pie para derramar el
contenido por el suelo.
–¡Mal preparado e incomible! ¿A quién pretendes tomarle el
pelo?
–Yo soy tan sólo un auxiliar y cumplo
órdenes.
–¿Órdenes de quién? – preguntó Paneb, que acababa de llegar
al lugar.
El pescadero Nia se ocultó detrás de sus
empleados.
–¡No me toques! – suplicó, temiendo la cólera del coloso,
pues anteriormente ya la había sufrido.
–Contesta a mi pregunta y todo irá bien.
–Ordenes de la administración.
–Llévate esta mercancía en mal estado, Nia, y entréganos hoy
mismo pescado fresco y seco de primera calidad. Soy yo quien da las
órdenes. Y no pierdas el tiempo por el camino o iré a
buscarte.
Los pescaderos, cargados con sus cestos, abandonaron la zona
de los auxiliares. Pero Paneb no tuvo tiempo de cruzar de nuevo la
puerta de la aldea, pues la esposa de Pai el Pedazo de Pan salió
por ella, furibunda.
–¡Los sacos de grano no contienen la cantidad
habitual!
–¿Estás segura de eso?
–¡Tengo buen ojo, créeme! Puedes comprobarlo tú
mismo.
El maestro de obras confió la tarea a Gau el Preciso, que
utilizó la medida oficial de la aldea.
–Falta un décimo de la cantidad habitual -advirtió-. Quienes
han llenado los sacos han utilizado otra medida.
–Iré inmediatamente a la administración central -decidió
Paneb-. Que me acompañe Nakht el Poderoso.
Aunque gozaba de una excelente condición física, a Nakht le
costaba mucho seguir los pasos del coloso. De muy mal humor, éste
parecía aún más escultórico que antes de su
nombramiento.
–Lo siento por ti, Paneb… Con todos estos problemas, el
comienzo de tu mandato no está siendo muy
agradable.
–Los problemas forman parte del oficio.
–Pero esto ya es demasiado… Si alguien intentara perjudicarte
y desanimarte, no podría hacerlo mejor.
–¿En quién estás pensando?
–En nadie en concreto… Desde que eres jefe de equipo, la
competencia entre nosotros ha terminado. Y estoy convencido de que
el tribunal estuvo muy acertado al nombrarte maestro de
obras.
–Tal vez tú merecieras más ese título.
–¿Yo? ¡De ningún modo! Me gusta esta cofradía y mi trabajo,
me siento feliz en esta aldea y conozco mis límites. Dirigir no es
mi fuerte. No sólo no te envidio sino que, además, te compadezco.
Todas las molestias, pequeñas y grandes, son ahora para
ti.
Como de costumbre, los guardias de los edificios de la
administración central se mostraron desconfiados.
–El maestro de obras del Lugar de Verdad desea ver al general
Méhy -dijo Paneb con tranquilidad-. Y es muy
urgente.
Un oficial corrió hasta los establos, donde Méhy examinaba
los caballos que acababa de adquirir para tirar de su carro de
combate.
–No me gustan -estimó-. Palafrenero, entrégaselos a un auriga
novato y obtén para mí unos animales fuertes.
El administrador principal de la orilla oeste se dirigió
hacia los dos artesanos, tranquilamente.
–No me habían avisado de vuestra visita.
–A mí no me habían avisado de que entregarían a la aldea
pescado podrido y sacos de grano sin la cantidad adecuada -repuso
Paneb.
Méhy pareció sorprendido.
–¿Estáis seguro, maestro de obras? Porque así debo llamaros,
¿no es cierto?
–Del todo cierto. Se trata de un grave error de vuestra
administración, por lo que exijo una reparación
inmediata.
–¿Queréis seguirme hasta mi despacho?
Méhy consultó unas tablillas de madera.
–Veamos… Según el último informe de la intendencia, Nia ha
efectuado las entregas de pescado, y los sacos de grano han sido
librados puntualmente por la panadería del
Ramesseum.
–Pescado podrido y una insuficiente cantidad de grano
-recordó Paneb-. Es evidente que se ha cambiado la
medida.
El general esbozó una sonrisa burlona.
–Decidme, Paneb… ¿Realmente dirigís vos el Lugar de
Verdad?
–¿A qué viene esa pregunta?
–Mi administración no es en absoluto responsable de vuestras
preocupaciones y, además, parecéis ignorar lo que ocurre en vuestra
propia aldea.
El coloso sintió que la sangre le hervía en las
venas.
–¡Explicaos, Méhy!
–Mis servicios recibieron una orden por escrito, que llevaba
el sello del Lugar de Verdad. Indicaba al pescadero que os
entregara sus provisiones en ese estado, y al responsable de los
silos del Ramesseum que modificara la medida y el contenido de los
sacos. Naturalmente, la orden ha sido ejecutada.
–Mostradme ese documento.
–Con mucho gusto.
La tablilla de madera era auténtica.
Junto al sello del Lugar de Verdad se veía otro: el del
artesano que había dado aquella orden en vez del maestro de
obras.
–No nos precipitemos -recomendó Paneb.
–¡Aquí, en esta tablilla, está su marca
personal!
–De momento, sólo podemos acusarlo de abuso de
autoridad.
–¿Acaso no ves que ha intentado desacreditarte para ocupar tu
puesto y obtener el beneficio de sus crímenes? Hay que convocar
inmediatamente el tribunal.
–Interroguemos primero al sospechoso -propuso la mujer
sabia.
–¿No basta con esta prueba?
–Voy a buscarlo -decidió Paneb.
Clara estaba serena; Kenhir, impaciente.
Cuando el maestro de obras regresó con el artesano sospechoso
de haber cometido las peores fechorías, el escriba de la Tumba se
levantó y clavó la mirada en sus ojos.
–Userhat el León, ¿qué debes decir en tu
defensa?
El jefe escultor pareció atónito.
–Mi defensa… ¿Pero de qué se me acusa?
–¿Tu marca personal es la cabeza y el pecho del
león?
Kenhir mostró a Userhat la tablilla de madera con
frialdad.
–Sí, es la mía.
El acusado leyó rápidamente el texto.
–¡Yo nunca he escrito nada semejante! ¿De dónde ha salido
este documento?
–¡Como si no lo supieras!
–¡Pues claro que no lo sé! – se enojó el jefe escultor, de
impresionante torso-. ¡Y no permito que nadie dude de mi
palabra!
–El general Méhy me lo ha entregado -reveló
Paneb.
–No frecuento las oficinas de la administración. ¿Acaso no es
éste el papel del escriba de la Tumba y los jefes de
equipo?
–Méhy recibió la tablilla por correo.
La turbación de Userhat duró sólo un
instante.
–Es evidente que alguien ha imitado mi
sello.
–¿Puedes probarlo? – preguntó Kenhir,
acerbo.
–En primer lugar, está mi palabra de servidor del Lugar de
Verdad. Si es necesario, juraré ante Maat y el tribunal que no
escribí esta tablilla. Luego, cuando imprimo mi marca personal, lo
hago siempre en la piedra y nunca en la madera. Los escultores os
lo confirmarán. ¿Necesitáis algo más?
Kenhir hizo una mueca.
–Es suficiente -consideró Paneb.
–Alguien ha intentado desacreditarnos, a ti y a mí -advirtió
Userhat el León.
Cuando el escultor en jefe hubo salido, con la cabeza alta,
el escriba de la Tumba dio rienda suelta a su
descontento.
–Es necesario hablar con Sobek de este incidente, para que
vigile de muy cerca las idas y venidas de Userhat el
León.
El maestro de obras asintió, pensativo.
Aquella mañana, Kenhir había despertado antes que Niut la
Vigorosa, que debía fumigar completamente su casa, incluyendo el
despacho. Kenhir, resignado, había preferido salir de casa sin
lavarse el pelo para ir a contemplar su tumba, iluminada por los
rayos del sol naciente.
Estaba tallada en una roca bastante pobre, al extremo del
cementerio en terraza, e incluía una capilla austera pero provista
de una hornacina donde el escriba de la Tumba, eternamente joven,
era representado ante Osiris, Hator e Isis. Aquel fabuloso
privilegio le hacía olvidar que su Clave de los
Sueños aún no estaba terminada.
Contemplando el puntiagudo piramidión que dominaba su morada
de eternidad, de acuerdo con la tradición arquitectónica reservada
a los miembros importantes de la cofradía, el viejo escriba pensó
que su mejor obra era el Diario de la Tumba, donde había relatado
los grandes y pequeños acontecimientos que habían marcado la
existencia del Lugar de Verdad.
La luz animó, uno tras otro, los piramidiones, haciendo
revivir las estelas de cimbrado frontón en algunos tragaluces;
mostraban a los difuntos adorando de rodillas la barca solar,
rodeada de cinocéfalos que aclamaban el nacimiento del día. Muy
pronto, Kenhir se reuniría con los antepasados, esperando ser
juzgado por los vivos sin excesiva severidad.
–¿Ya os habéis levantado, Kenhir?
La poderosa voz del maestro de obras hizo dar un respingo al
anciano.
–Con la edad se duerme menos… Y querría saborear cada una de
las mañanas que me quedan aún en esta aldea, donde tantas alegrías
he vivido.
–¿Deseáis que decore vuestra morada de
eternidad?
–Para mí todo está dispuesto desde hace ya tiempo; tendrías
que ocuparte, más bien, de la tuya. La tumba de un maestro de obras
debe hacer honor a su rango.
–Entendido… Pero debo enviar un equipo al Valle de los Reyes
para que desbrocen los alrededores de las tumbas
reales.
–Excelente idea, Paneb. Me siento demasiado cansado para ir
allí… Imuni me sustituirá.
El maestro de obras sonrió.
–Algo de ejercicio le sentará bien al pequeño escriba. A
fuerza de permanecer encerrado con sus papiros, corre el riesgo de
momificarse antes de tiempo.
El escriba ayudante Imuni, soltero empedernido, y temiendo a
las mujeres más que a una enfermedad enviada por la diosa leona
Sejmet, se encargaba personalmente de su modesta casa del barrio
oeste, situada junto a la del jefe del equipo de la izquierda. Dada
su posición, habría tenido derecho a varias horas de limpieza por
un módico precio, pero el pequeño bigotudo con cara de ratón
prefería guardarse el salario íntegro.
Desde hacía algunos meses, Imuni sufría acidez de estómago,
cuya causa conocía muy bien: Kenhir parecía inmortal y Paneb se
había convertido en el jefe de la cofradía. La situación no podía
ser peor y, limpiando sus pinceles quince veces al día y rascando
su paleta hasta desgastarla, no hallaría una solución para
convertirse en escriba de la Tumba y hacer pasar por el aro a
Paneb.
¿Por qué el viejo Kenhir no se jubilaba después de haber
designado a su ayudante como sucesor? Imuni realizaba su tarea a la
perfección, llevaba la contabilidad sin fallo alguno y no se
permitía la menor trampa. Gracias a él, la administración de la
cofradía funcionaba a las mil maravillas. Y puesto que sabía
observar a unos y otros sin que lo advirtieran, había aprendido
mucho sobre las técnicas de los artesanos. Algún día, no sólo sería
capaz de ser escriba de la Tumba, sino
también superior de los dos equipos. Claro que para ello era
preciso librarse legalmente de Paneb, que se opondría siempre a sus
legítimas ambiciones.
Llamaron violentamente a su puerta, e Imuni soltó el pincel,
sobresaltado.
–¡En marcha! – ordenó Nakht el Poderoso.
El pequeño escriba abrió.
–¿En marcha hacia dónde?
–Hacia el Valle de los Reyes, operación
limpieza.
–Pero el escriba de la Tumba es quien debe…
–Kenhir está cansado, tú lo sustituirás. Nosotros ya estamos
listos y no nos gusta esperar.
Imuni recogió precipitadamente el material necesario y corrió
tras el reducido equipo que partía hacia el Valle.
–¿Seguro…? ¿No es el corazón? – preguntó Pai el Pedazo de
Pan, angustiado.
–Completamente seguro -respondió la mujer sabia-. Su voz es
clara, la energía que emite circula sin dificultades por los
canales de tu cuerpo.
–¡De todos modos, tuve palpitaciones!
–Un síntoma alarmante, lo reconozco, pero nada grave. Tan
sólo un exceso de nerviosismo.
–¿Y… va a repetirse?
–Todo depende de ti, Pai; supongo que te enojaste mucho, y
los efectos de esa cólera aún no se han disipado.
El dibujante se miró los dedos de los pies.
–Algo de cierto hay en ello…
–¿Por qué esa falta de control?
–Por culpa de mi mujer… Se queja de las dificultades de la
vida en la aldea, sobre todo de la vigilancia que sobre nosotros
ejercen Sobek y sus policías.
–¿Tiene ganas de marcharse?
–Más o menos… Yo puse las cosas en su sitio, el tono fue
subiendo y di un puñetazo en nuestro arcón para la
ropa.
–Si tu esposa realmente siente deseos de abandonar el Lugar
de Verdad, es muy libre de hacerlo -recordó Clara-, y tus cóleras
no podrán retenerla.
–Lo sé -concedió Pai-, pero la razón de esa discusión no era
tan seria… De hecho, mi mujer me reprochaba que bebía demasiado con
los demás dibujantes y que no me ocupaba de las reformas que había
que hacer en nuestra casa… Hace más de un año que le prometo una
cocina nueva, pero hay que celebrar tantas fiestas y organizar
tantos banquetes…
La mujer sabia sonrió.
–Cuando un artesano funda una familia, ¿no debe asegurarse de
su felicidad?
–¿Y si hago lo que debo hacer, mi corazón funcionará
mejor?
–Sin duda alguna.
Pese al esfuerzo físico, Imuni se sentía orgulloso de
sustituir al escriba de la Tumba y supervisar, solo, la actividad
de los artesanos… Allanar los alrededores de las tumbas reales y
transportar fuera del Valle de los Reyes los restos de piedra que
los llenaban no era un trabajo fácil; pero el equipo compuesto por
Casa la Cuerda, Fened la Nariz, Karo el Huraño, Nakht el Poderoso y
Didia el Generoso no carecía de energía. Los demás artesanos del
equipo de la derecha estaban destinados a la construcción de la
tumba de Paneb y los cinco hombres tenían prisa por concluir su
tarea y poder reunirse con ellos.
–Ese majadero me saca de quicio -le dijo Casa a Fened-. Si
hiciéramos caer un bloque sobre su pie, nos dejaría
tranquilos.
–No le hagas caso.
–Cuando voy a orinar, lo anota en su tablilla. Kenhir no es
divertido pero, al menos, sabe que hay unos límites que no deben
sobrepasarse.
–Imuni es inofensivo -consideró Karo el Huraño-.
Naturalmente, siempre que no intente intervenir en nuestro modo de
trabajar.
–Detesta a nuestro maestro de obras -precisó
Didia.
–¿Crees que es capaz de hacerle daño? – preguntó
Nakht.
El carpintero inclinó la cabeza.
–No divaguemos -recomendó Fened-. Ese pequeño bigotudo nunca
se atreverá a emprenderla con nuestro coloso. Todo lo que Imuni
ambiciona es el cargo de escriba de la Tumba. Y apuesto lo que
queráis a que el viejo Kenhir le hace una de sus jugarretas para
impedírselo.
–Le atribuyes a Kenhir muy malas intenciones -juzgó Casa la
Cuerda pasándose la mano por sus cabellos negros.
Imuni se aproximó al grupo.
–¿Cuándo pensáis terminar? – preguntó con voz
untuosa.
–Antes de lo previsto, si nos echas una mano -respondió
Didia.
–¡Ése no es mi trabajo! – protestó el
escriba.
–Terminaremos cuando hayamos terminado -replicó Nakht en voz
baja.
–La temperatura es bastante agradable, podríais ir más
deprisa.
Nakht el Poderoso plantó cara al escriba
ayudante.
–Tu trabajo es vigilar, no aconsejar… ¿Estamos de
acuerdo?
Imuni retrocedió un paso, los artesanos le volvieron la
espalda y siguieron llenando serones con restos de calcáreo, que
utilizaban para consolidar los muretes de protección que impedirían
a los eventuales torrentes de lodo dañar las puertas de las tumbas
reales.
Acabaron por los aledaños de la sepultura del faraón
Merenptah, donde Fened descubrió algunos hermosos bloques de
calcáreo que, una vez retocados, merecían ser utilizados de
nuevo.
–¿Y si le diéramos una sorpresa a nuestro maestro de obras? –
propuso a sus compañeros.
Todos asintieron.
–De todos modos, es muy pesado para transportarlo -observó
Casa la Cuerda.
–No somos alfeñiques -decidió Nakht.
Cuando salieron del Valle, llevando su carga, ninguno se
percató de la sarcástica sonrisa de Imuni.
–Tienes que venir en seguida -le dijo al coloso-. Según el
jefe de los auxiliares, uno de tus bueyes está enfermo y las
codornices no tardarán en atacar tu campo. Si no tomas medidas,
devastarán toda tu cosecha.
La cosecha suponía un buen complemento para ciertas familias
de la aldea, por lo que Paneb se tomó en serio el asunto y acudió
inmediatamente a casa de Kenhir, que sentía un fuerte dolor en el
codo y se veía obligado a dictar a Imuni el Diario de la
Tumba.
–Debo salir de la aldea con dos hombres del equipo de la
derecha, por lo menos -anunció, explicándole la
situación.
El viejo escriba hizo una mueca.
–Sabes muy bien que está prohibido emplear artesanos del
Lugar de Verdad en tareas de ese tipo.
–No se trata de un trabajo, sino sólo de que me echen una
mano para colocar las redes que protejan el trigo y atrapen el
máximo de codornices, que nos comeremos asadas.
Kenhir masculló una vaga aprobación, que le bastó al maestro
de obras, sin advertir el rictus satisfecho de
Imuni.
–¿Y qué podíamos hacer nosotros? – protestó uno de los cinco
campesinos que estaban al servicio de Paneb-. Os hemos avisado con
rapidez, ¡y eso ya es bastante!
Paneb, que iba acompañado por Nakht el Poderoso y Didia el
Generoso, prefirió no responder para examinar al buey, que
respiraba con dificultad.
–Llévalo hasta la zona de los auxiliares -le ordenó el coloso
a Nakht-, y pide a la mujer sabia que lo cuide. Luego vuelve en
seguida.
Algunos centinelas habían anunciado a las autoridades tebanas
los primeros ataques de las codornices, tan numerosas que
oscurecían el sol antes de caer sobre los cultivos. De modo que
Paneb, Didia y los campesinos desplegaron una red de prietas
mallas, tendiéndola entre unas estacas profundamente hundidas en el
suelo. Para evitar lastimarse los pies, llevaban unas vastas
sandalias de papiro.
–¡Ahí llegan! – aulló uno de los campesinos.
Una nube de pájaros caía, batiendo las alas con estruendo.
Los cazadores blandieron jirones de tela y su agitación bastó para
perturbar la bandada de codornices que, en gran número, volaron
hacia la red, donde quedaron atrapadas por las patas, sin
posibilidad alguna de liberarse.
–¡Menudo festín tenemos en perspectiva! – se alegró Didia
cuando Nakht el Poderoso regresó de la aldea.
–La mujer sabia salvará tu buey -anunció a
Paneb.
El viento acariciaba el cuerpo desnudo de Turquesa, que
estaba tumbada en su terraza, al cálido sol
matinal.
Paneb trepó por la escalera como un gato, pero la mujer ya
había percibido su presencia.
–Acércate, Paneb.
–Pensé que te encontraría en el oratorio de la diosa del
silencio, con las demás sacerdotisas de Hator, para preparar la
fiesta.
–Pero has venido aquí.
–Me esperabas, ¿no es cierto?
Turquesa se limitó a sonreír. Y, como siempre, Paneb se
inflamó de un irresistible deseo que lo arrastraba hacia aquella
mujer soberbia en la que los años no hacían mella alguna. Al
contrario, el tiempo la embellecía y añadía a la salvaje hermosura
de su juventud un encanto en el que se mezclaba la dulzura y la
ternura.
Cuando el coloso se estaba echando sobre ella, Turquesa lo
rechazó.
–Te has convertido en el dueño de esta cofradía, Paneb el
Ardiente, ¿qué marca piensas imprimirle y qué destino vas a
ofrecerle?
Los amantes se desafiaron con la mirada durante largos
instantes. Paneb ya no tenía ante él a una mujer enamorada, sino a
una criatura del más allá, bella hasta la muerte, pero que no le
devolvería su libertad mientras no hubiera
respondido.
–Esta cofradía no me pertenece, Turquesa. Yo la elegí, ella
me eligió, y sólo el amor que nos une puede permitirme dirigirla.
Su destino está grabado desde la eternidad, y no tendrá más sentido
que construir la obra y al hombre en el mismo acto y con el mismo
aliento. Pero le imprimiré mi marca, es cierto, pues deseo un Lugar
de Verdad sin tibieza ni remilgos, un Lugar de Verdad cuyo corazón
no deje de latir para encarnar las palabras de los dioses con
sabiduría, fuerza y armonía. Fracasaré, claro está, pero nunca voy
a renunciar. Y, cuando yo muera, un nuevo maestro de obras
intentará conseguirlo.
Turquesa tomó con ternura las manos del
coloso.
–Desde mi terraza distingo tu tumba, esa mágica morada donde
tu potencia te sobrevivirá. El poder no te ha pervertido, hazme,
pues, el amor.
Gracias al encarnizado trabajo de los artesanos del equipo de
la derecha, la construcción de la tumba de Paneb avanzaba a una
velocidad sorprendente. Userhat el León, el jefe de los escultores,
incitaba a sus hermanos a dar lo mejor de sí mismos para perforar
el pozo, tallar en la roca la cámara funeraria abovedada, edificar
el pilono y las salas accesibles a los vivos, sin olvidarse de la
alberca que recordaba la presencia del agua primordial, donde todo
nacía y adonde todo regresaba, así como el jardín donde el alma del
difunto iría a reposar al ocaso.
Cuando el maestro de obras inspeccionó los trabajos, tras una
suave jornada de otoño, encontró el lugar desierto y
silencioso.
A la entrada había cuatro poderosas columnas; luego, una
vasta terraza que precedía a la capilla coronada por un piramidión
muy puntiagudo, cada una de cuyas caras incluía una estela dedicada
a las fases del curso del sol. A la izquierda de la puerta, un
altar para el culto a los antepasados; a la derecha, una alberca de
purificación. Un corredor conducía a una gran sala decorada con
bajorrelieves consagrados a los trabajos de los artesanos y al
encuentro del ka de Paneb con las
divinidades. Éste se transformaba en halcón y en fénix, decía la
contraseña a los guardianes de las puertas del más allá, y recorría
en barca los paraísos acuáticos.
A través de una estrecha ranura practicada en el muro del
fondo, el maestro de obras contempló su estatua, cuya mirada,
ligeramente levantada hacia el cielo, descubría otros
universos.
Paneb se convertía en otra persona, idéntica y distinta a la
vez, a la que ya no afectaban el envejecimiento ni las
imperfecciones. Y pensó que Nefer el Silencioso había pasado por
una prueba similar.
Al entrar vivo en la muerte, su predecesor se había
desprendido de las realidades de este mundo para asumirlas mejor y
abrir el camino a sus sucesores. Ahora, habitado por su luminosa
presencia, Paneb recibía su herencia de pleno.
Todos los miembros del equipo de la derecha estaban sentados
en la última capilla de la morada de eternidad, decorada con
admirables pinturas cuyos principales actores eran Isis la
hechicera, Osiris el resucitado y Ptah el patrón de los
constructores.
Ched el Salvador fue el primero en levantarse, y en seguida
fue imitado por sus compañeros. Juntos formaron un círculo en torno
al maestro de obras, cuya mirada se demoró en los rosetones, los
rombos y las espirales que adornaban lo alto de los muros y el
techo, para evocar, en términos geométricos, las etapas del camino
iniciático.
–Que puedas respirar siempre el aliento de vida -dijo Userhat
el León en nombre de los escultores.
–Los dibujantes te ofrecen el loto del que brota el sol todas
las mañanas -dijo Unesh el Chacal.
–Navega eternamente en la barca comunitaria -deseó Nakht el
Poderoso, portavoz de los canteros.
La vela que simbolizaba el aliento de vida, el loto, la
barca… Todos estaban presentes, pintados en las paredes de aquella
morada de eternidad en la que se desplegaba el ser esencial de
Paneb el Ardiente.
En el centro del círculo, Paneb sintió la irradiación de la
fraternidad, más intensa que el sol de estío.
¿Pero cómo podía olvidar el maestro de obras que, entre las
manos que le tendían para transmitirle su energía, había las de un
traidor?
El traidor estaba convencido de que, en un momento u otro, la
Piedra de Luz sería ocultada en la tumba de Paneb.
Pero las obras concluían sin que el deseado tesoro
apareciera.
Didia el Generoso ofreció a Paneb un soberbio sarcófago de
acacia, destinado a recibir su cuerpo de luz.
–¡Con una barca de esta calidad -afirmó- atravesarás la
eternidad sin problemas!
–No hay prisa -consideró Pai el Pedazo de Pan-; Kenhir ha
sacado de su cava dos ánforas de vino rojo que datan del primer año
de Sed II, ¡y esperan con impaciencia que las
bebamos!
Todos aceptaron la prudente decisión del dibujante, que fue
el primero en probar el néctar.
–Alegre y con mucho cuerpo -consideró con las mejillas
arreboladas ya-; está a la altura del
acontecimiento.
–Honremos a Seti -añadió el orfebre Thuty-, pues he aquí una
tela con palmas doradas que yo había previsto para su equipamiento
funerario, sin poder concluirla a tiempo. Que sea ahora el velo de
cabeza del sarcófago de
Paneb.
Los artesanos hicieron un brindis por su jefe y todos
levantaron la copa con fervor.
–La decoración de tu tumba será mi última obra -confesó Ched
el Salvador a Paneb.
–¿Por qué eres tan pesimista?
–Porque sufro el asalto de un enemigo que tú no conoces: el
cansancio del cuerpo. En adelante, me consagraré a terminar los
esbozos para tus obras futuras, y nuestro equipo de dibujantes te
servirá con fidelidad. Todos sabemos que el rey Siptah está
muriéndose y que se anuncia una grave crisis; sólo tú sabrás
hacerle frente.
–Ese tipo de cumplidos no entra en tus
costumbres.
–Con la edad, me enternezco.
Karo el Huraño, que estaba completamente ebrio, palmeó el
hombro de Paneb. Ched lo fulminó con la mirada.
–Haz lo que quieras, pero nunca faltes al respeto al maestro
de obras -le recomendó el pintor.
Karo, titubeante, se alejó.
Encantado por los incidentes a los que acababa de asistir, el
escriba ayudante Imuni creía cada vez más en su triunfo y en la
decadencia de Paneb el Ardiente, pues su expediente iba
engrosándose.
Había obtenido el resultado: en el próximo consejo que
reuniera el conjunto de los miembros del gobierno, Set-Nakht
propondría que adoptasen una moción de censura con respecto a la
reina; una primera etapa hacia una paulatina
destitución.
El futuro faraón no sentía animosidad alguna contra Tausert;
muy al contrario, la admiraba cada día más por su inteligencia y
sus aptitudes de estadista. Pero seguía creyendo que no tendría la
autoridad suficiente para defender Egipto contra una oleada de
invasiones que el nuevo ministro de Asuntos Exteriores consideraba
inevitable. Set-Nakht se consideraba a sí mismo como el único
dignatario consciente del terrible peligro que corría el país, por
lo que debía actuar en consecuencia.
Su secretario le anunció la visita que esperaba: el tesorero
del gran templo de Amón.
Había tenido que andarse con muchos rodeos antes de que el
hombre aceptara informar a Set-Nakht sobre el estado de salud del
faraón Siptah.
Ante el asombro general, el joven rey se resistía a la
muerte, y poseía una energía que se extinguía al ocaso y renacía al
amanecer, tras haber dirigido el ritual del despertar de la
potencia divina en el santuario. Durante el resto de la jornada
permanecía acostado, se alimentaba poco pero seguía leyendo las
obras de lo sabios del Imperio Antiguo sin dejar de consultar el
informe de síntesis que le transmitía el palacio real. Y siempre
estaba satisfecho de recibir a la reina, en quien tenía una total
confianza.
El tesorero se inclinó ante Set-Nakht.
–Una noticia importante, señor: el faraón Siptah no ha
abandonado su alcoba esta mañana. El sumo sacerdote de Amón ha
celebrado en su lugar el ritual y el médico personal del rey cree
que está agonizando.
–¿Hipótesis o certeza?
–La ausencia del monarca no permite albergar duda alguna
sobre la gravedad de su estado.
Set-Nakht despidió al tesorero. Lo que acababa de saber,
menos de una hora antes del gran consejo, fortalecía más aún su
posición.
Los ministros, atónitos, entraron en una de las grandes salas
de audiencia del palacio real ante la atenta mirada de los soldados
de la guardia personal del faraón.
–¿Por qué no nos reunimos en la sala del consejo? – preguntó
Set-Nakht, descontento.
–Órdenes de la regente -respondió un
oficial.
El viejo cortesano vaciló en cruzar el umbral. ¿Y si Tausert
hubiese decidido que suprimieran a todos sus oponentes? No, era
imposible. Sólo los tiranos actuaban de ese modo, y la reina se
sometía, como sus súbditos, a la ley de Maat. Nunca se atrevería a
recurrir a la violencia y al crimen para gobernar.
Set-Nakht penetró a su vez en la vasta estancia, iluminada
por unas ventanas altas y estrechas. Varios ministros le
consultaron con la mirada; su calma los
tranquilizó.
Todos permanecieron de pie hasta que entró la regente,
vestida con una larga túnica de color turquesa. Una fina diadema y
unos pendientes de oro realzaban la nobleza de sus
rasgos.
Cuando Tausert se sentó en un austero trono de madera dorada,
ya había reconquistado el corazón de varios dignatarios que
pensaban en traicionarla en beneficio de
Set-Nakht.
–He querido reuniros en este marco solemne para hacer balance
de las tareas que os he confiado. En caso de fracaso, serán
nombrados otros responsables. Servir a Egipto es un hecho glorioso;
quien no lo comprenda así, no merece indulgencia
alguna.
–Todos lo hemos comprendido, majestad -declaró Set-Nakht-, y
no encontraréis entre nosotros perezosos ni irresponsables. Y antes
de examinar el estado del país, ¿podemos conocer el del faraón
legítimo?
–Durante la última hora de la noche, el rey Siptah ha sido
víctima de un malestar que ha estado a punto de acabar con su vida.
Por esta razón no ha podido celebrar el ritual de la mañana. Acaba
de recuperar el conocimiento y su alma permanece unida a su cuerpo.
Le he hablado de esta audiencia excepcional, cuyos resultados
espera. Comencemos por la exposición del ministro de
Agricultura.
El interpelado desenrolló un papiro y, provincia por
provincia, detalló las cantidades de cereal recogido, comparándolas
con las del año anterior.
Los comentarios de Tausert fueron precisos y cortantes. Hizo
hincapié en los puntos débiles del informe, exigió que se
comprobaran ciertas cifras, de las que dudaba, y propuso mejoras
para la administración de ciertas provincias. Luego, la regente
demostró idéntica competencia en los demás sectores de la
administración.
Ya sólo quedaba la política exterior.
–Puesto que el ministro de Asuntos Exteriores está ausente,
¿puede Set-Nakht hablarnos de los peligros que nos
amenazan?
El viejo cortesano se levantó.
–Según los últimos informes procedentes de Asia, que están en
posesión de Su Majestad, naturalmente, debemos esperar profundos
trastornos que modifiquen nuestras alianzas y nos valgan nuevos y
poderosos enemigos. Egipto aparece, más que nunca, como un país
próspero que debe conquistarse, y los invasores no dejarán de
lanzarse al corredor sirio-palestino. Quienes me trataran de
pesimista se equivocarían gravemente; sólo describo la realidad,
pues la amenaza está muy lejos de ser ilusoria.
–Vuestros consejos han sido escuchados, Set-Nakht, y nuestro
sistema de defensa se refuerza cada día más.
–Cada uno de vuestros súbditos os lo agradecerá, majestad,
¿pero no sería conveniente ir más allá y, siguiendo el ejemplo de
gloriosos faraones, lanzar un ataque preventivo?
–¿Contra quién y de qué magnitud? La situación es demasiado
incierta para lanzarnos a una aventura de semejante calibre.
Gracias a vos y a vuestro hijo, nuestra red de espionaje se ha
reconstruido y nos proporciona los datos necesarios. Según las
actuales informaciones, hay que dar preferencia al aspecto
defensivo.
Set-Nakht esperaba que algunos ministros acudieran en su
ayuda, pero la autoridad y los argumentos de Tausert los habían
convencido a todos.
El anciano cortesano, derrotado, ya sólo podía inclinarse
ante la reina.
Mientras sus colegas abandonaban la sala de audiencia,
Set-Nakht se aproximó a Tausert.
–Felicidades, majestad; he quedado deslumbrado, como los
demás. Nadie podría discutir vuestra aptitud para gobernar las Dos
Tierras.
–Y en ese caso, ¿por qué intentáis poner a mis ministros en
mi contra?
¡Los tibios habían hablado! Sintiendo que el suelo se abría
bajo sus pies, Set-Nakht tuvo, sin embargo, el valor de dar la
cara.
–Siempre por la misma razón, majestad: Egipto entrará
forzosamente en conflicto con pueblos decididos a conquistarlo, y
vos seréis incapaz de poneros a la cabeza de nuestros ejércitos.
Además, vos rechazáis la única política posible.
–Que nuestras opiniones diverjan y que expreséis la vuestra
no me duele; pero me debéis obediencia y conspirar contra mí
significa debilitar Egipto. No lo olvidéis,
Set-Nakht.
Más subyugado de lo que deseaba admitir por la personalidad
de la reina, el viejo cortesano comprendió que estaba formulando
una última advertencia.
Y tras saludarle, se retiró.
Fatigada por el duro combate que acababa de librar, Tausert
no tuvo, sin embargo, posibilidad de descansar, pues su secretario
particular la abordó antes de que llegara a sus
aposentos.
–¡Una mala noticia, majestad!
–¿El rey Siptah?
–No, no, un correo procedente de Tebas.
–¿Disturbios en la provincia?
–No, tranquilizaos, pero hay un grave escándalo en
perspectiva… El visir de Tebas ha recibido un expediente que
compromete al maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el
Ardiente.
–¿Hasta qué punto… lo compromete?
–Lo acusan de toda clase de exacciones. Si los hechos se
comprueban, y puesto que se refieren en parte al Valle de los
Reyes, habrá que detener a Paneb y juzgarlo. Sin duda recibirá una
pesada condena y podemos temer que la cofradía se rebele y abandone
el trabajo. El acontecimiento desbordaría la región tebana y
sembraría el caos en todo el país, la importancia del Lugar de
Verdad…
–La conozco -recordó la reina, irritada-. ¿Quién es el autor
del expediente que acusa a Paneb?
–Es un documento anónimo.
–¡En ese caso, no lo tendremos en cuenta!
–Sería deseable, majestad, pero el documento ha pasado por
varias manos antes de llegar al visir del Sur, y mucho me temo que
no pueda garantizarse su confidencialidad. Si no actuamos,
empezarán a circular rumores, se acusará de inercia al poder
judicial y vuestra reputación quedará manchada.
El rey Siptah, moribundo; Set-Nakht, dispuesto a apoderarse
del trono; el Lugar de Verdad, al borde del abismo… Los peligros se
hacían tan acuciantes que Tausert, por un instante, sintió ganas de
abandonar su fardo. Pero nunca podrían acusarla de
deserción.
–¿Me es fiel ese visir?
–Es un personaje gris que ha hecho toda su carrera en la
administración de los graneros, antes de ser nombrado para el cargo
por recomendación del general Méhy y con la aprobación del
canciller Bay.
–Que haga una investigación rápida y discreta sobre Paneb el
Ardiente y que los resultados me sean comunicados sin
dilación.
–Tu hígado no está bien -estimó la mujer
sabia.
–¿Estáis segura de eso? – se extrañó Renupe el Jovial-. Mi
régimen alimenticio es de lo más razonable.
–En ese caso, no es el responsable de tus trastornos. No creo
que mi medicación pueda ser efectiva.
El artesano perdió su alegría.
–¿Tengo que ir a consultar con un especialista de la orilla
este?
–El único médico capaz de curarte eres tú
mismo.
–No comprendo…
–Ignoras que el hígado es la sede de Maat. No sufres por una
afección física, sino por falta de verdad. ¿No te corroerá alguna
mentira, Renupe?
El Jovial frunció el ceño.
–No, claro que no… Bueno, no del todo. Pero es tan difícil de
decir…
–¿Acaso has ocultado un hecho grave? – preguntó Clara con
dulzura.
–¡Un recuerdo, un simple recuerdo que me obsesiona desde hace
varias semanas! Es tan horrible… Si hablo, denuncio a un colega y
me comporto como un chivato.
La mujer sabia permaneció imperturbable.
–Que tu corazón te dicte la decisión que debas tomar,
Renupe.
El artesano inspiró profundamente.
–Mucho antes del nombramiento de Nefer como maestro de obras,
discutíamos sobre la capacidad de unos y otros para dirigir la
cofradía. El Silencioso obtenía casi la unanimidad, a excepción de
Unesh el Chacal, indeciso, y de Gau el Preciso, que me hizo algunas
confidencias. Se consideraba digno de mandar el equipo con Ched el
Salvador. ¡Os dais cuenta! Gau está amargado y no me atrevo a
imaginar qué revancha ha querido tomarse…
En la sala de columnas del templo reinaba una profunda
paz.
–¿Por qué me habéis convocado aquí? – preguntó Gau el
Preciso, ante Clara y Paneb.
–Porque Maat reina en este lugar -respondió la mujer sabia-,
y ninguna mentira podría pronunciarse aquí, so pena de ver el alma
de su autor condenada a la segunda muerte. ¿Deseabas ocupar el
puesto de maestro de obras, Gau, en lugar de Nefer el
Silencioso?
El dibujante se tomó largo rato para
reflexionar.
–Es cierto, sentía ese deseo… En aquel momento, sólo Ched el
Salvador me parecía apto para orientar a la cofradía, pero él
rechazaba ese cargo, y Nefer no tenía la experiencia necesaria. Me
equivoqué… Me equivoqué gravemente…
–¿Detestaste a Nefer hasta el punto de…?
–Nunca detesté a Nefer. Lo subestimé, lo envidié y, luego, lo
admiré… como la mayoría de nosotros, por otra parte. Pero yo no
oculto mis opiniones. Y no importa si me perjudican: prefiero
merecer mi apodo de «Preciso».
–He aquí un collar de oro destinado a la estatua de Maat
-declaró la mujer sabia-. ¿Tus manos son lo bastante puras para
colocarlo ante su capilla?
Gau no vaciló ni un solo instante.
–¡Mirad mis manos! – exigió con voz alterada por la
indignación-. Son las de un servidor del Lugar de Verdad y
aceptarán todas las tareas que éste les confiera.
El dibujante llevó a cabo el rito.
Clara y Paneb, aliviados, permanecían, sin embargo, turbados.
¿Por qué Renupe había tardado tanto tiempo en
contarlo?
Nada anormal… ¡Sólo una serie de asesinatos cuyos autores
seguían impunes!
El maestro de obras penetró en su pequeño despacho del quinto
fortín, y el jefe Sobek mantuvo la cabeza gacha.
–¿Te encuentras mal?
–Me pregunto si todavía sirvo para algo -reconoció el policía
nubio-. Soy incapaz de identificar a un criminal, mi balance es
desastroso. O me sustituyes en mi cargo o dimito.
–Salgamos de este reducto y caminemos por la colina.
Necesitas respirar aire puro.
El alto nubio aceptó, mascullando.
Era casi tan corpulento como Paneb, pero, sin embargo,
parecía abatido y envejecido. Obligándolo a caminar a buen ritmo,
Ardiente consiguió que recuperara el ánimo.
–Cómo me gusta este lugar -murmuró Sobek-. El sol le infunde
otra vida a este desierto, muy distinta a la del Valle. Aquí no hay
trampas ni falsas apariencias. Es preciso afrontar la realidad en
todo su salvajismo y no temer a las serpientes ni a los
escorpiones. Pero, de todos modos, una sombra ha conseguido
enmascarar la luz y yo soy incapaz de disiparla.
–¿Has vigilado las idas y venidas de Userhat el
León?
–Claro que sí, al igual que las de los demás, pero no he
obtenido resultado alguno.
Sobek se sentó en una piedra ardiente.
–Acabo preguntándome si no será un demonio el que se divierte
adoptando una forma humana para atacar a sus víctimas y no dejar
rastro… Que la mujer sabia utilice la magia y que otro policía se
ocupe del caso. Yo he fracasado.
Paneb recogió algo de arena y dejó que resbalara entre sus
dedos.
–Tu trabajo consiste en encargarte de la seguridad de la
aldea y de sus habitantes. Considero que la has
cumplido.
–¿Con esa sombra asesina que se burla de
nosotros?
–La cofradía ha incubado una serpiente en su seno, le toca
librarse de ella con tu ayuda.
–Creo que te equivocas al confiar en mí,
Paneb.
–No será mi primero ni mi último error. Infunde confianza a
tus hombres, Sobek, y convéncete de que aún no hemos perdido el
combate.
Paneb ocupó el sitial de maestro de obras donde anteriormente
se había sentado Nefer el Silencioso, cerró los ojos e imploró a su
padre celestial que lo ayudara a dirigir la
cofradía.
En el local de la cofradía estaban presentes los miembros del
equipo de la derecha y Hay, el jefe del equipo de la izquierda,
cuyos artesanos trabajaban en la reparación de las tumbas del Valle
de las Reinas.
Tras el ritual de purificación, Paneb había hecho una emotiva
llamada a los antepasados, y todos habían advertido que la función
de maestro de obras comenzaba a apoderarse del
coloso.
Los servidores del Lugar de Verdad, que ocupaban los asientos
empotrados en banquetas de piedra, estaban inquietos. Por la
expresión de preocupación de Paneb, sabían que las noticias no eran
buenas.
–De momento, no tenemos ningún trabajo pendiente en el Valle
de los Reyes -declaró el maestro de obras-. A juzgar por su estado
de salud, la muerte del rey Siptah se anuncia inminente, pero los
meses pasan y, en realidad, el escriba de la Tumba no dispone de
ninguna información seria. Por eso he decidido aceptar varios
encargos del exterior para preservar el buen nombre de la cofradía
y demostrar su habilidad en los más diversos
campos.
–¿No vas a aumentar el ritmo de trabajo? – preguntó Karo el
Huraño, preocupado.
–Nuestro reglamento será respetado y obtendréis primas
sustanciosas si respondéis a mi llamada.
–¿Quién las pagará? – preguntó Unesh el Chacal,
dubitativo.
–Los comanditarios, y serán atribuidas íntegramente a quienes
respeten los plazos.
–¿Realmente es necesario conceder tanta importancia al
exterior? – protestó Gau el Preciso-. Varios oratorios de la aldea
necesitan una buena reparación, al igual que ciertas
tumbas.
–Pienso destinar al equipo de la izquierda a esas tareas, con
el permiso de su jefe.
Hay asintió con la cabeza, en señal de
aprobación.
–Si lo comprendo bien -dijo Ched el Salvador con una irónica
sonrisa-, nos estás poniendo a prueba.
–¿Qué prueba? – se inquietó Pai el Pedazo de
Pan.
–El maestro de obras teme que nos sumamos en la vanidad y en
la rutina -intervino Ched.
–Basta de charla -interrumpió Casa la Cuerda-; ¿cuáles son
esos famosos encargos del exterior?
–Una serie de trampas -precisó Paneb.
Un pesado silencio siguió a sus palabras.
–¿Te burlas de nosotros? – preguntó Unesh el
Chacal.
–Como es evidente, el poder central esta siendo víctima de
convulsiones cuya naturaleza y gravedad ignoramos. Si se derrumba,
la propia supervivencia del Lugar de Verdad se verá amenazada. Mi
deber es preservarlo, aun en caso de disturbios. Esos encargos no
han llegado porque sí; el exterior quiere saber si, al margen de la
construcción de las moradas de eternidad, servimos para algo. Por
eso nos están desafiando, y nosotros vamos a aceptar ese
desafío.
–¿Y si somos incapaces de afrontarlo? – se preocupó Gau el
Preciso.
–No hay razón para dudar de nosotros mismos -afirmó Userhat
el León-. Además, poseemos la Piedra de Luz: cada vez que se le ha
sometido una cuestión vital, ha sabido responder iluminando nuestro
camino.
–Dicho de otro modo, todos somos voluntarios, puesto que sólo
podemos conseguirlo en equipo -concluyó Thuty el
Sabio.
Nadie discutió el argumento.
–Bueno -intervino Fened la Nariz-, ¿qué debemos
hacer?
–En primer lugar, un gran número de exvotos para los templos
de la región tebana -repuso el maestro de obras-. Habrá que
trabajar pequeños fragmentos de calcáreo, muy finos, y esculpirlos
en forma de plaquetas que se depositarán en los oratorios o se
insertarán en las paredes de las capillas. Debemos elegir el tema
del grabado.
–El dios Ptah, patrón de los constructores, protegido por las
alas de la diosa Maat -propuso Ipuy el Examinador-, Sólo ella puede
dar el soplo de vida al gran arquitecto que todos los días recrea
un universo armonioso.
–Podríamos buscar algo más sencillo -objetó Renupe el
Jovial.
–La propuesta de Ipuy me parece excelente -consideró Paneb-;
transmite a la perfección el ideal del Lugar de
Verdad.
–Naturalmente, nuestra labor no se limitará a eso -aventuró
Karo el Huraño.
–Naturalmente -aprobó el maestro de obras con una amplia
sonrisa-. También deberemos proporcionar a Karnak estatuas y
estelas, sin olvidar algunos ejemplares del Libro de salir a la luz, con muchos dibujos que
ilustren las transformaciones del alma.
–¿Qué capítulos habrá que reproducir? – preguntó Gau el
Preciso.
–Los que elijamos. Pero hay algo mucho más
difícil…
Todas las miradas convergieron en el maestro de
obras.
–La administración central nos exige jarrones de loza, de un
azul perfecto, para adornar los aposentos reales.
Casa la Cuerda emitió un silbido de
desaprobación.
–¿Podremos fabricarlos?
–Creo que sí -respondió Thuty-, pero tendremos que consultar
los archivos de nuestros maestros loceros.
–Mi iniciador era uno de ellos -recordó Hay-, y no he
olvidado nada de sus enseñanzas; pero necesitaré ayuda si la
cantidad de jarrones exigida es importante.
–Lo es -afirmó Paneb-. Mañana mismo abriremos un taller
consagrado a su fabricación.
–¿Tenemos bastante arena que contenga una gran proporción de
cuarzo? – preguntó el jefe del equipo de la
izquierda.
–No -repuso el orfebre Thuty-, pero sé dónde
encontrarla.
–Eso no es todo -prosiguió Paneb.
–¡Pero nos están exigiendo demasiado! – protestó Casa la
Cuerda.
–El visir del Sur nos ha hecho, personalmente, un encargo
urgente.
–¿Ese viejo perillán? – se extrañó Fened la Nariz-. Se limita
a sacarse de encima los asuntos en curso, a la espera de que lo
sustituyan en su cargo. ¡Y nunca ha puesto los pies en la
aldea!
–El visir necesita dos grandes sarcófagos de
madera.
–Los carpinteros de Karnak pueden procurárselos -estimó Didia
el Generoso.
–Pero nos lo ha pedido a nosotros. Tú los harás,
carpintero.
–Bueno, tal vez sea mejor dejar de discutir, beber un buen
trago y ponerse manos a la obra.
La proposición del carpintero ganó por
unanimidad.
A invitación del maestro de obras, los artesanos unieron las
manos para sentir la energía que circulaba por el
equipo.
Cuando la puerta del local de la cofradía se cerró, Paneb
permaneció solo bajo el cielo estrellado.
–No te alejes de mí, Nefer, y que tu silencio se haga
palabra. Escucho tu voz, vivo con tu vida, mi mano prolonga tu mano
y te continúo.
Los primeros jarrones salidos del nuevo taller parecían, sin
embargo, soberbios, de un azul fulgurante, ¡pero qué mediocre era
aquel resultado ante el modelo, sacado de la cámara fuerte, que
Paneb tenía en las manos!
–¿Se ha molido suficientemente la arena que contenía el
cuarzo? – preguntó.
–Dos veces -repuso Hay-. Como fundente, añadí sosa y cenizas
vegetales, de acuerdo con la técnica que me enseñaron. Los
componentes se aglomeraron bien en una masa sólida y porosa a la
vez, calenté y apliqué el vidriado. Pero si lo comparamos con el
modelo de referencia, el color parece apagado.
–¿Qué temperatura alcanza?
–No menos de novecientos grados. La variamos, pero ésta es la
que da mejores resultados.
–Nos falta algún elemento… Volveré con la mujer
sabia.
Clara asistió al procedimiento de fabricación de los
jarrones. Y su veredicto fue indiscutible.
–Falta un elemento esencial, en efecto. Dejadme sola con el
maestro de obras.
Paneb echó el cerrojo de la puerta del taller y abrió un gran
saco lleno de arena… al menos hasta la mitad. Debajo estaba la
Piedra de Luz.
–¿Nadie te vio sacarla de su escondrijo?
–Fui a buscarla en plena noche, acompañado por Negrote y Bestia Fea. Nadie
que me siguiera habría escapado a su vigilancia.
–Cualquier ceramista sería capaz de obtener el azul que
nosotros hemos obtenido; el de nuestros antepasados era de otra
naturaleza. Por consiguiente, sólo puede proceder de la Piedra de
Luz. A cada etapa de la fabricación, la piedra irradiará los
materiales.
Paneb amasó cuidadosamente una pasta, utilizando la arena con
una gran proporción de cuarzo que él mismo había machacado, añadió
cenizas y sosa, le dio una forma sencilla, envolviéndola en una
capa de pasta de color más apagado que la utilizada por Hay, luego
la calentó.
A medida que aumentaba la temperatura, la luz que emanaba de
la piedra se hacía más intensa. Clara y Paneb asistieron,
maravillados, a la eclosión de un azul de extraordinaria pureza que
revistió el conjunto del jarrón al modo de una túnica
preciosa.
Concluido el trabajo, el fulgor disminuyó y la piedra pareció
casi inerte.
En una copa de amplios bordes, colocada junto al jarrón, se
habían depositado algunos pigmentos.
El traidor estaba seguro de ello: la mujer sabia y el maestro
de obras se habían encerrado en el taller para utilizar la Piedra
de Luz sin que los vieran y los oyeran. Y puesto que había entrado
en aquel local, forzosamente debería salir de él, llevada por
Paneb. Tenía que estar allí en el momento adecuado para seguir al
coloso hasta el escondrijo.
Con los demás artesanos del equipo de la derecha, el traidor
vio cómo la mujer sabia aparecía en el umbral del taller; les
mostró un jarrón azul de ancho cuello.
Durante unos instantes, todos se quedaron sin aliento. El
azul era a la vez intenso y suave, animado por una luz
sobrenatural.
–¡Lo habéis conseguido! – exclamó Thuty,
maravillado.
–Disponemos de suficientes pigmentos para fabricar numerosos
jarrones y algunos amuletos -indicó Paneb-. La colección será digna
de nuestros antepasados.
–Esto se merece un banquete -consideró Pai el Pedazo de Pan-;
os serviré unas brochetas y unos filetes de perca.
–Preparadlo todo -aceptó Paneb-; yo ordenaré las cosas y
apagaré los hornos.
El traidor estaba obligado a ayudar a sus compañeros, pero
éstos tuvieron la buena idea de disponer mesas y sillas no lejos
del taller, cuya puerta no perdió de vista.
En cuanto hubo terminado la comida, Paneb se encerró de nuevo
en el taller.
En vez de regresar a su casa, como sus colegas, el traidor se
había ocultado en una casa sin ocupar y, desde la terraza, había
seguido observando el local, donde se hallaba la Piedra de
Luz.
La espera le pareció interminable, pero de buen augurio.
Paneb dejaba que la noche avanzara, para estar seguro de que la
aldea entera estuviera durmiendo cuando él devolviese la piedra a
su escondrijo.
Una nube cubrió el delgado creciente del segundo día de la
nueva luna, y la puerta del taller se abrió.
Con un saco al hombro, Paneb miró a su
alrededor.
Un saco que contenía arena… ¡Ésa era la artimaña que el
maestro de obras había utilizado para traer la piedra! Sin ella no
habría podido obtener el azul de los antepasados. Ésta lograba
iluminar cualquier materia, llevándola a su punto de
perfección.
Al asesinar a Nefer el Silencioso, el traidor había matado en
él cualquier emoción. Por sus venas corría una sangre helada que le
concedía el dominio de sus impulsos. Bajó, pues, la escalera sin
precipitación, para seguirlo a una distancia prudente, ocultándose
en la esquina de una casa y, luego, tras una tinaja de
agua.
Paneb caminaba lentamente hacia el templo, a causa del
peso.
El templo… ¡El escondrijo ideal! Durante el día se celebraban
allí ritos, se quemaban perfumes, se limpiaban los objetos
rituales… Y por la noche, la potencia divina descansaba tras la
puerta sellada del naos. Ni un solo aldeano podía imaginar que un
artesano se atreviera a quebrar el sello y violar aquel lugar
sagrado, en el que el traidor ya había pensado.
Paneb franqueó el pilono, atravesó el patio al aire libre y
penetró en el edificio.
Agazapado tras una estela, el traidor aguardó a que volviera
a salir. Probablemente, el maestro de obras habría fabricado unas
piedras móviles que bastaba con hacer girar para descubrir el lugar
donde se ocultaba el tesoro de la cofradía. El traidor cayó en la
cuenta de que ni Bestia Fea ni Negrote patrullaban por los alrededores. Aquello
significaba que el coloso había dejado en su casa a la oca y al
perro, y que le tendía una trampa.
Paneb abandonó por fin el templo sin su fardo, y el traidor
volvió a su domicilio pegado a los muros. Apenas hubo cerrado la
puerta cuando oyó que Bestia Fea graznaba y
Negrote ladraba.
Paneb se llevaría una desilusión, pues la presa se le
escapaba una vez más… Pero el traidor, en cambio, estaba rebosante
de felicidad: ahora ya sabía que la Piedra de Luz estaba oculta en
el templo de Maat y de Hator.
A Kenhir le dolía el codo, por lo que había aceptado que Niut
la Vigorosa le frotara el pelo. Gracias a los masajes de Clara, el
viejo escriba podía redactar por su cuenta, al menos, el Diario de
la Tumba sin la ayuda de Imuni que, en aquellos últimos días, se
había mostrado demasiado halagador con su superior, como si
esperara una recompensa.
Imuni no había captado en absoluto el espíritu de la
cofradía, y se comportaba como un escriba deseoso de hacer carrera,
sin sentir la magnitud de la aventura a la que estaba
asociado.
Kenhir sabía perfectamente qué era lo único que ambicionaba
Imuni: convertirse en escriba de la Tumba e imponer su autoridad a
los dos equipos de artesanos. Aquella especie de hurón no carecía
de habilidad, y no había que subestimarlo.
–Voy al templo -le dijo Kenhir a Niut.
–¡No seáis insensato! Deberíais descansar.
–Esta mañana me siento mejor.
–Empezaré a preparar el almuerzo… No os
retraséis.
A Kenhir le encantaba el pichón asado con especias que
preparaba la joven, por lo que seguro que regresaría a tiempo. Niut
la Vigorosa estaba considerada la mejor cocinera de la aldea, y
constantemente estaba perfeccionando recetas que excitaban la gula
de Kenhir.
El viejo escriba tomó por la calle principal, y respondió,
refunfuñando, a los saludos de las aldeanas.
El maestro de obras estaba colocando una nueva piedra de
umbral.
–¿El traidor ha caído en la trampa? – preguntó
Kenhir.
–Por desgracia, no.
–¡Es increíble! Se diría que alguien lo mantiene informado de
nuestras intenciones.
–Esperemos que simplemente tenga mucho olfato. La ausencia de
la oca y el perro debió de intrigarle.
–¿Conseguiremos atrapar algún día a ese
demonio?
–Nuestra estrategia no es tan mala.
–¡Pero sigue libre e impune!
–¿Acaso es posible ser libre cuando se es esclavo de la
propia avidez? Está obsesionado con la Piedra de Luz, sólo piensa
en apoderarse de ella. Sigamos aplicando nuestro
plan.
–Habría preferido que ese monstruo estuviese enjaulado esta
misma noche.
–¿Acaso no fuisteis vos, Kenhir, quien me enseñó a tener
paciencia?
Cuando Paneb entró en el taller del carpintero, los dos
sarcófagos del visir ya tenían muy buen aspecto.
–¿Alguna dificultad? – preguntó el maestro de
obras.
–Ninguna. Si estás de acuerdo, le pondré una tapa deslizante
algo abombada. Todos los ensamblajes se efectuarán con clavijas de
madera y utilizaré unos tacos de cedro para asegurar la unión de la
tapa con el receptáculo.
Paneb advirtió el perfecto ajuste de las tablas de las
paredes en los pilares de esquina y la calidad de las espigas, en
forma de media cola de milano, fijadas con lengüetas. Algunas
junturas, que determinaban el encaje del marco de base con el marco
superior, estaban en ángulo oculto.
–¿Qué dirías de un rostro osírico en madera de
acacia?
–Me parece una idea excelente -consideró Paneb-. En la tapa
pintaré al visir como Osiris, rodeado por las diosas Isis y Neftis;
al pie, Anubis, tendido sobre la capilla de
momificación.
–¡Qué suerte tiene ese visir! Me pregunto si merece semejante
regalo.
–No te preocupes, pagará su precio con
creces.
–Un hermoso sarcófago puede costar, aproximadamente, una
camisa, un saco de espelta, una puerta de madera, cuatro esteras,
una cama y tres botes de grasa. ¡Imagínate entonces esos
dos!
–Obtendremos algo mucho mejor, tanto más cuanto tú estás en
la cima de tu arte.
–¡No digas eso, da mala suerte!
–Perdóname, Didia, pero esos dos sarcófagos son verdaderas
obras maestras.
–Siempre se puede mejorar algún detalle, lo sabes tan bien
como yo… En eso estriba la nobleza del oficio, en ese misterio que
une la mano y el espíritu en un acto de amor. Velar para que se
consume es el primer deber de un maestro de obras; y,
afortunadamente, lo has comprendido.
–¿Tienes sospechas sobre la identidad del
traidor?
–Ni siquiera puedo concebir que exista uno -confesó
Didia.
Imuni entregó el papiro al escriba de la
Tumba.
–Correo urgente procedente del despacho del
visir.
Kenhir rompió el sello.
–Convoca al maestro de obras pasado mañana… ¿Pero quién se
cree que es ese viejo inútil?
–Como expresión de la voluntad del faraón, el visir está en
su derecho -observó Imuni con voz untuosa.
–Es cierto -reconoció Kenhir-, pero yo puedo oponerme
solicitando la intervención del rey.
–Su Majestad reside en Pi-Ramsés… En el tiempo necesario para
avisarlo, el visir podría obligar al maestro de obras a comparecer
ante él.
–¡Y yo ordenaré a Sobek que rechace a sus
esbirros!
–Más valdría evitar una desastrosa confrontación -susurró
Imuni.
–Ve a buscar a Paneb.
El maestro de obras se mostró imperturbable.
–Nuestro visir está impaciente por ver terminados sus dos
sarcófagos -estimó-. Le explicaré que todavía no están listos y que
cualquier precipitación perjudicaría su calidad. Para
tranquilizarlo, le entregaré uno de los jarrones destinados al
palacio real.
–Tengo ganas de acompañarte -dijo Kenhir.
–No es necesario, no debéis fatigaros
inútilmente.
–Escucha lo que te diga esa alimaña, Paneb, y no pierdas los
estribos. Sobre todo, ni una sola palabra de más. Si te abruma con
sus trapacerías administrativas, yo las resolveré.
–Tranquilizaos, seré muy prudente.
El caballo de Méhy recorrió en un tiempo récord la distancia
que separaba los edificios de la administración de la villa del
general. El portero apenas tuvo tiempo de tirarse de cabeza a un
bosquecillo de tamariscos para evitar ser atropellado, y una
sierva, aterrorizada, dejó caer dos jarras de leche, que se
rompieron en el suelo.
Méhy bajó del caballo de un salto y corrió hacia el cuarto de
baño de Serketa, donde una peluquera estaba depilando a su
esposa.
–Traigo excelentes noticias -anunció,
radiante.
–Ya casi he terminado de sufrir, amor mío. Haz que te sirvan
vino fresco, yo voy en seguida.
Conociendo las exigencias de su dueño, el intendente le
sirvió un excelente caldo de los oasis y unos filetes de perca en
salsa picante.
Méhy acababa de devorar ese tentempié y de vaciar la primera
ánfora cuando apareció su esposa, apenas cubierta por un velo que
no ocultaba sus opulentas formas.
–¿Acaso no soy tu niña deliciosa?
–¡Ven aquí!
Méhy manoseó las nalgas de Serketa con su habitual rudeza, y
luego la obligó a sentarse en sus rodillas.
–Muy pronto nos libraremos de Paneb el Ardiente
-anunció.
–¿Acaso has decidido acabar con él?
–El visir de Tebas se encargará de eso, y del modo más legal
que existe. Ese viejo inútil, al que yo hice nombrar, acaba de
recibir un expediente que incluye graves acusaciones contra el
maestro de obras del Lugar de Verdad.
–¿Eso es cosa del traidor?
–Si fuera así, ha trabajado bien. Las acusaciones están
formuladas a la manera de un escriba, los hechos son precisos y
detallados. Paneb no tiene posibilidad alguna de salir impune del
despacho del visir.
–¿De modo que te ha enseñado el expediente?
–¡Ese imbécil no me oculta nada! Por primera vez, va a
resultarnos útil. Y ni siquiera he necesitado incentivarlo, pues el
caso es muy sencillo. Basta con aplicar la ley y el Lugar de Verdad
quedará destruido. Primero Nefer el Silencioso, y después Paneb el
Ardiente… Kenhir es ya muy mayor para resistir la tormenta que
arrasará la cofradía. O el traidor consigue ponerse a su cabeza o
la disolveré. Tanto en un caso como en otro, la Piedra de Luz nos
pertenecerá por fin. Y, con ella, el poder
absoluto.
Serketa no se mostró muy entusiasmada.
–Paneb ha debido de preparar su defensa.
–¡No está al corriente de nada! Sin duda cree que el visir lo
ha convocado para hablar de su encargo de
sarcófagos.
–Ardiente se olerá la trampa, y no irá.
–En ese caso, el visir recurrirá a la fuerza. Y la fuerza es
mi ejército.
–La cofradía se defenderá.
–No dará la talla.
Serketa saltó de las rodillas de su marido y recorrió la
estancia con nerviosismo.
–Un enfrentamiento directo sería perjudicial para ti… Te
acusarían de violento, tu reputación de administrador prudente y
mesurado quedaría destruida. Es preciso evitar semejante
catástrofe.
–Todavía no hemos llegado ahí, tierna paloma. Paneb no tiene
ningún motivo para desconfiar, acudirá a casa del visir y será
encarcelado.
Bajo la influencia de Méhy, a quien debía su nombramiento, el
viejo visir del Sur había adoptado la misma actitud que el alcalde
de la ciudad: ninguna iniciativa, obediencia absoluta a las
directrices del general y administración de los asuntos en curso
recurriendo a él a la menor dificultad.
Siguiendo esta línea de conducta, el dignatario se aseguraba
una vida sin problemas y se entregaba a los placeres en su
confortable residencia oficial, a orillas del
Nilo.
En una ciudad tan segura como Tebas, donde la delincuencia
era prácticamente inexistente, Méhy se había ganado una reputación
de general íntegro, capaz de hacer prevalecer el orden en cualquier
circunstancia, para mayor satisfacción de la población. De modo que
el visir no había convocado, desde hacía mucho tiempo, al tribunal
supremo, donde se juzgaba a los asesinos y a los culpables de
delitos graves.
Cuando había recibido el expediente anónimo que acusaba al
maestro de obras del Lugar de Verdad, el viejo cortesano había
perdido los nervios. Y, naturalmente, su primer acto reflejo había
sido mostrárselo al general.
Méhy le había aconsejado que aplicara la ley, tras haber
avisado al poder central por correo oficial.
El anciano esperaba que el maestro de obras no respondería a
su convocatoria, pues le habían dicho que Paneb el Ardiente tenía
un carácter muy irascible.
En caso de insubordinación, al general le tocaría intervenir
por la fuerza. Y él, el visir, quedaría libre de cualquier
responsabilidad.
–¿Hay solicitantes esta mañana? – preguntó a su secretario,
un escriba flaco y pálido.
–Nada importante, vuestros ayudantes se encargarán de
ello.
–¿Algún asunto urgente?
–Tebas está en calma total. Gracias a los babuinos policías,
no debemos lamentar ningún robo en los mercados.
Se presentó un centinela.
–Paneb el Ardiente, maestro de obras del Lugar de Verdad,
desea ver al visir.
–¿Está todo listo?
–Tranquilizaos, estaréis seguro -le prometió su
secretario.
–Bueno, bueno… Que pase, pues.
Al ver aparecer al coloso, el visir se sintió de pronto más
débil y más viejo. Se encogió en su asiento y procuró evitar la
mirada de Ardiente, tan intensa como una llama.
–Vuestros dos sarcófagos aún no están terminados del todo -le
anunció Paneb-, pero ya puedo aseguraros que se tratará de unas
piezas excepcionales. Los demás encargos se están concluyendo; he
aquí una muestra de nuestro trabajo.
El maestro de obras dio un paso hacia el alto magistrado,
portando el jarrón azul como si se tratara de una
ofrenda.
–¡No os acerquéis!
Paneb, sorprendido, se detuvo.
–Estáis arrestado -dijo el visir con voz
temblorosa.
Mientras, una decena de guardias penetraba en el despacho
para rodear al detenido, dirigiendo sus lanzas hacia
él.
–¡Se trata de un malentendido!
–Sois un peligroso criminal, y tengo un testimonio
definitivo. Al menor movimiento sospechoso, cargarán contra
vos.
Los soldados que amenazaban a Paneb no eran alfeñiques y
habían aprovechado el factor sorpresa. El coloso estaba
rodeado.
–¿Puedo saber al menos de qué se me acusa?
–¡Lo sabréis muy pronto! Llevad a ese criminal a la
cárcel.
Un soldado le puso unas esposas de madera, otro le ató los
tobillos, mientras la punta de las hojas se hendían en su cuello,
su pecho y sus riñones.
Méhy se apoderó de su arco, lo tensó como si quisiera
quebrarlo y apuntó a un halcón peregrino que había cometido la
imprudencia de sobrevolar su villa, trazando grandes círculos en el
cielo. Ningún cazador atacaba a esa ave rapaz, encarnación de
Horus, el protector de la realeza, pero al general le importaban un
comino esas viejas supersticiones.
Un grito de espanto turbó a Méhy, que soltó la flecha
demasiado pronto.
La aguda visión de la rapaz le permitió descubrir el peligro
de muerte y se apartó en el último instante, ascendiendo hacia el
sol con un poderoso aleteo.
Al volverse, Méhy vio a la sirvienta nubia, a quien Serketa
ya había castigado. Se había puesto de rodillas y estaba
lloriqueando.
–¡Perdonadme, señor, pero he tenido miedo por el
pájaro!
El general la abofeteó, y la muchacha se derrumbó en la
arenosa avenida por la violencia del golpe.
–Pequeña idiota, me has hecho fallar el tiro. Desaparece de
mi vista y no vuelvas a molestarme, de lo
contrario…
La hermosa negra se levantó y huyó corriendo. Méhy la habría
violado de buena gana, pero no se fiaba de Serketa. Si la engañaba,
ella acabaría enterándose y no se lo perdonaría nunca. En vísperas
de una gran victoria, no era el momento de cometer una estupidez.
Cuando su esposa estuviera demasiado gorda y vieja y fuera incapaz
de ayudarlo, sería la hora de decidir.
–¿Todavía nada? – preguntó Méhy a su
intendente.
–El correo habitual, pero aún nada del despacho del
visir.
Un caballo se acercaba al galope.
Méhy corrió hacia la entrada de su villa. En efecto, era un
enviado del visir que traía un mensaje urgente. Al general le
encantó el principio de la misiva: Paneb había sido detenido y
encarcelado.
Pero el resto le inquietó: un visitante de alta alcurnia
acababa de llegar a Tebas.
Méhy no sabía cómo interpretar aquel inesperado
acontecimiento.
Caía la tarde, y Paneb no había regresado
aún.
–¿No tenéis hambre? – preguntó Niut la Vigorosa a Kenhir, que
ni siquiera había tocado un apetitoso mújol asado, acompañado de
lentejas.
–Algo no marcha bien.
–Seguramente, el visir habrá invitado al maestro de obras a
cenar.
–Paneb nos lo habría comunicado…
Niut estaba tan inquieta como el escriba de la Tumba y no
intentó retenerlo cuando se levantó para coger su bastón. Antes de
salir, ella le puso una capa por encima de los
hombros.
–El viento es fresco, no vayáis a
resfriaros.
Kenhir se dirigió al quinto fortín.
–¿Sobek está aquí? – le preguntó al policía nubio que estaba
de guardia.
–No, ha cogido el carro de servicio para acudir al
embarcadero.
También el nubio se había alarmado hasta el punto de partir
en busca de noticias.
–Dame un taburete; lo esperaré aquí.
–No tengo nada que sea muy cómodo…
–No importa.
Paneb había caído en una trampa. ¿Pero quién se la había
tendido? Probablemente no había sido aquel viejo visir imbécil el
que había osado meterse con el maestro de obras del Lugar de
Verdad. La orden debía de proceder del verdadero señor de Tebas, el
general Méhy.
Pero, como administrador principal de la orilla oeste, estaba
encargado de la protección de la cofradía. Además, no tenía razón
alguna para atacarla.
Por encima de Méhy, ya sólo quedaba el dueño supremo de la
cofradía, el faraón de Egipto.
Evidentemente, no podía tratarse del infeliz Siptah; la
responsabilidad de semejante iniciativa sólo podía tener que ver,
pues, con la reina Tausert. Kenhir se estremeció.
Si su razonamiento era correcto, la regente había firmado la
condena de muerte de la cofradía, por un motivo que él
ignoraba.
En primer lugar, haciendo que el visir detuviese al maestro
de obras, luego…
–¡Sobek regresa! – avisó el policía.
El nubio detuvo bruscamente su carro, acarició al caballo y
se plantó ante el escriba de la Tumba.
–Paneb está encarcelado en palacio
-reveló.
–¿Por qué motivo?
–Se han formulado numerosas acusaciones contra él, pero
ignoro su naturaleza.
–¿Quién ha sido?
–También lo ignoro. Al parecer el visir ha recibido un
informe detallado que no deja duda alguna sobre la culpabilidad de
Paneb.
–El traidor, claro está… Pediré audiencia al
visir.
La osamenta del viejo escriba apenas soportó las sacudidas
del camino, pero Kenhir olvidó sus dolores para pensar sólo en el
maestro de obras. Tendría que convencer al visir de que se trataba
de una falsa acusación y de que Paneb tenía que quedar libre
inmediatamente.
Sobek despertó a un barquero que, de mala gana, aceptó cruzar
el Nilo cuando la noche ya había caído. El imperioso tono del nubio
y su corpulencia lo disuadieron de discutir
demasiado.
Los aposentos del visir estaban junto al palacio real de
Karnak, y fue necesaria la fuerza de convicción del escriba de la
Tumba para convencer al responsable de la seguridad de que
despertara al alto dignatario.
El visir, que había sido cogido por sorpresa, aceptó recibir
a Kenhir en la antecámara donde, por lo general, esperaban sus
visitantes. Prefería no retrasar el inevitable enfrentamiento entre
ambos, pues temía el escándalo que causaría aquel viejo escriba
gruñón.
–¿Está encerrado aquí nuestro maestro de
obras?
–En efecto.
–¿De qué se lo acusa?
–No tengo por qué decíroslo.
–¡Naturalmente que sí! Como escriba de la Tumba, tengo
derecho a tener acceso a todos los documentos oficiales que se
refieran a la cofradía.
–Se trata de un caso excepcional…
–¡Y es decir poco!
La cólera de Kenhir impresionó al visir, pero ya no tenía
posibilidades de retroceder.
–A caso excepcional, procedimiento excepcional -afirmó con
voz temblorosa.
–Por muy visir que seáis, y precisamente porque lo sois,
debéis respetar la ley de Maat.
–Escuchadme, Kenhir…
–Contadme qué dice el expediente de acusación y liberad en
seguida al maestro de obras del Lugar de Verdad.
–Eso es imposible.
–Escribiré inmediatamente a Su Majestad para denunciar
vuestro comportamiento y exigir vuestra
destitución.
–Tenéis derecho a hacerlo, Kenhir.
–Mejor haríais satisfaciendo mis exigencias.
–Es imposible, os lo repito.
–Si queréis guerra, la vais a tener.
Paneb habría podido derribar la puerta de la pequeña
estancia, enfrentarse con los guardias e intentar salir de palacio.
Pero eso era ilegal y su función se lo impedía. Además, deseaba
conocer los motivos de su arresto y saber quién intentaba destruir
la cofradía por medio de las acusaciones presentadas contra
él.
Así pues, se había tumbado en un sumario lecho para pasar una
noche apacible y disponerse a comparecer ante un tribunal donde
podría expresarse libremente, mientras Kenhir libraba una
encarnizada lucha para conseguir su libertad. Egipto era un país
donde se respetaba la ley de Maat, comenzando por el visir, que era
su garante.
Pero su despertar fue brutal: dos puntas de lanza pincharon
la espalda del coloso.
–Síguenos -ordenó un guardia.
Paneb fue conducido hasta una pequeña sala con dos columnas
que no se parecía nada a un tribunal.
Sentado en una silla baja, con un papiro desenrollado sobre
las rodillas, el visir no se atrevía a mirar a los ojos al
prisionero.
–Paneb el Ardiente, ha llegado la hora de que respondáis de
vuestros crímenes.
–Yo dirijo la instrucción como me parece -respondió el viejo
visir-, y os ordeno que respondáis a las acusaciones que se os
hacen.
–¿Quién es el acusador?
–No tenéis por qué saberlo.
–La ley os obliga a darme su nombre. Si os negáis, el
procedimiento, sea cual sea, será nulo de pleno
derecho.
El visir pareció turbado.
–De hecho, se trata de un documento…
anónimo.
–Por tanto, no tiene ningún valor jurídico.
–Los hechos que se os imputan son tan graves que eso no tiene
ninguna importancia.
–Ni hablar. O me proporcionáis ese nombre o salgo ahora mismo
de esta estancia.
–El documento es anónimo y no tengo medio alguno de
identificar a su autor. ¿Aceptáis, sin embargo, conocer los delitos
que se os imputan?
–Tengo la conciencia tranquila, así que, ¿por qué
no?
El visir carraspeó, aclarándose la voz.
–Comencemos por el menos grave, aunque se trata de una falta
imperdonable: hicisteis que un artesano de la cofradía curara a
vuestro buey y obligasteis a dos servidores del Lugar de Verdad a
que trabajaran en vuestro campo, lo cual está terminantemente
prohibido.
–Esa acusación no tiene ningún fundamento: dos artesanos me
ayudaron, en efecto, pero por su propia voluntad y sin retribución
alguna. Os bastará con preguntárselo para conocer la verdad, y los
cinco campesinos que trabajan para mí de un modo absolutamente
legal confirmarán mis declaraciones.
–Bueno… Pero hay algo más delicado. Estáis acusado de seducir
a varias mujeres casadas y de sembrar el desorden en las familias
de la aldea.
El coloso soltó una carcajada.
–¿Y qué mujeres se han quejado de ello?
–El documento no da esa clase de detalles… ¿Negáis los
hechos?
–Mi esposa declarará en mi favor y os explicará que mi
comportamiento no compromete en modo alguno la armonía de la
aldea.
–Bueno, bueno… Pasemos a lo siguiente: tenéis un pico que
sólo lo utilizáis vos; eso es contrario al
reglamento.
–El escriba de la Tumba os dirá que ese pico es de mi
propiedad, todo el mundo lo sabe, y que está marcado con un sello
tan particular que no puede confundirse con ningún otro. En
consecuencia, la herramienta no debe ser restituida, después de su
uso, al tesoro de la cofradía.
–¡Esa excepción debería haberse comunicado a la
administración!
–Se consignó en el Diario de la Tumba, que Kenhir tiene a
vuestra disposición.
–Perfecto, perfecto… ¡Pero robasteis un lecho en una tumba de
la aldea!
–Si hubiera sido así -repuso Paneb-, habría sido juzgado y
condenado por el tribunal de la cofradía. Nunca se ha cometido
ningún robo en las moradas de eternidad de nuestros antepasados,
pues velan por nosotros y los veneramos cada día. Oficialmente me
ofrecieron un lecho con la anuencia del escriba de la Tumba, y el
don fue inscrito en el Diario.
–Vayamos a las acusaciones más graves, castigadas con la pena
de muerte.
Paneb abrió los ojos de par en par.
–¿Estáis hablando en serio?
–Los hechos son muy graves: ¡violación de sepulturas en el
Valle de los Reyes!
Esta vez el coloso perdió la calma.
–¿Os habéis vuelto loco?
–¡Un poco de respeto! – imploró el visir con un nudo en la
garganta-; mi papel consiste en establecer la verdad
y…
–¡Explicaos, entonces!
Sin atreverse todavía a mirar al coloso a los ojos, el viejo
visir hundió la nariz en el papiro.
–Robasteis una preciosa tela de la tumba del faraón Seti II
y, para celebrar esa hazaña, os emborrachasteis encima de su
sarcófago.
–Es cierto.
El visir levantó un poco la cabeza.
–¿Re… reconocéis los hechos?
–Reconozco que me emborraché. Por lo demás, el delator ha
inventado un montón de mentiras. La tela en cuestión no se hallaba
en la tumba de Seti II, y el sarcófago, junto al que mis compañeros
y yo probamos un excelente vino, no era el suyo. En todos estos
puntos dispongo de testigos que desbaratarán tan grotescas e
infamantes afirmaciones.
–¿Realmente tenéis testigos?
–Todos declararán bajo juramento ante el tribunal de la
aldea, presidido por el escriba de la Tumba y, luego, ante vos, si
así lo exigís. Y la tela y el sarcófago serán puestos a vuestra
disposición.
–Bueno, bueno… Pero aún queda un punto de excepcional
gravedad.
–Os escucho.
El coloso había recuperado la calma, por lo que el visir se
mostró más seguro de sí mismo.
–Unos bloques pertenecientes a la tumba del faraón Merenptah
fueron llevados del Valle de los Reyes hasta la aldea y han servido
para construir cuatro columnas de vuestra propia morada de
eternidad.
–Es cierto -reconoció Paneb.
–De modo que vos, el maestro de obras del Lugar de Verdad,
degradasteis la tumba de un rey que habíais excavado y
decorado.
–Eso es falso.
–Pero… ¡Si acabáis de admitir vuestro
delito!
–No hay delito alguno, pues los bloques en cuestión son
material de recuperación. Solicité a un pequeño equipo que retirara
el material sobrante del Valle de los Reyes, limpiándolo de los
restos amontonados en el lugar de nuestros trabajos. Este equipo
trajo a la aldea unas piedras que podían servir para la
construcción de mi tumba, pues mis compañeros decidieron hacerme
tan magnífico regalo.
–¿También ellos están dispuestos a declarar?
–Sin duda alguna.
El viejo visir enrolló el papiro.
–Habéis reducido a la nada las acusaciones, maestro de
obras.
–¿Algo más que reprocharme?
–¿No habéis tenido bastante con todas estas
acusaciones?
–Si lo entiendo bien, renunciáis a cualquier
juicio.
–Vuestras explicaciones me han convencido… Pero tal vez un
juez supremo tenga una opinión distinta de la mía.
En aquel momento apareció la reina Tausert.
El visir y el maestro de obras se levantaron de inmediato
para saludar a la soberana.
–Lo he oído todo -dijo ella-, y he llegado a las mismas
conclusiones que el visir. El maestro de obras ha sabido disipar
las dudas y dar razones que desbaratan ese expediente anónimo, obra
de un odioso calumniador.
El anciano se retiró, haciendo una
reverencia.
Paneb contemplaba a la regente, cuya belleza igualaba casi la
de Turquesa. La misma altiva nobleza, la misma finura de rasgos, la
misma lucidez en la mirada, pero, sin embargo, más soledad y
sufrimiento.
Tausert estaba sorprendida por el poderío de Ardiente y por
la energía que emanaba de su persona. Pensó, por un instante, que
sería un faraón digno de los más grandes y que un hombre de su
temple sabría dirigir el país.
–Tu culpabilidad habría provocado una crisis tan grave que mi
regencia hubiera peligrado -declaró la reina.
–Soy inocente, majestad, y la reputación del Lugar de Verdad,
como la vuestra, sigue intacta.
–He preferido asegurarme personalmente, pues circulaban
alarmantes rumores sobre ti y no estaba segura de la imparcialidad
del visir del Sur, que mañana mismo será relevado de su cargo. Ese
viejo cortesano no habría sido capaz de distinguir la verdad de la
mentira, y no deseo que este tipo de incidentes se
repitan.
–Perdonad mi atrevimiento, majestad, ¿pero por qué no
escucháis a los testigos, que disiparían cualquier sombra de
duda?
La reina esbozó una deslumbrante sonrisa.
–Porque confío en ti, Paneb. ¿Sabes lo que es
eso?
–¿No debería estar excluida la confianza cuando se dirige una
cofradía o un país?
–Es lo que recomiendan varios grandes faraones, en efecto…
Pero yo sólo soy una regente y tengo la debilidad de creer. Al
ejercer el poder, he aprendido a conocer a las personas y tengo la
certeza de que eres incapaz de mentir.
Ardiente, conmovido, no encontró palabras para
responderle.
–Alguien intenta destruirte, maestro de obras, y debes
averiguar quién es.
–Eso ya está hecho, majestad. Y os pido el favor de juzgarlo
de acuerdo con las leyes de nuestra cofradía.
–Te recuerdo que el castigo supremo es competencia del
tribunal del visir.
–Tranquilizaos, el calumniador saldrá vivo del nuestro… En
fin, si puede llamarse «vida» al destino que le
espera.
–Actúa de acuerdo con la Regla de Maat, maestro de
obras.
–¿Nos honraréis con vuestra visita,
majestad?
–Debo regresar inmediatamente a Pi-Ramsés. La salud del rey
Siptah empeora día tras día… Que todo esté dispuesto para sus
funerales.
–Me comprometo a ello, majestad.
Formaban parte del jurado la mujer sabia, el escriba de la
Tumba, el jefe del equipo de la izquierda, Ched el Salvador y dos
sacerdotisas de Hator. Todos los aldeanos asistían a una audiencia
que se anunciaba excepcional.
Desde su regreso, Paneb no había hecho ninguna declaración
oficial y menudeaban las conjeturas sobre los motivos de su
arresto.
Se hizo un profundo silencio cuando el maestro de obras tomó
la palabra.
–Diversas acusaciones falsas fueron formuladas contra mí por
un habitante de la aldea que ni siquiera tuvo el valor de firmar el
documento que entregó al visir. Fui encarcelado como un vulgar
ladrón, pero tuve la posibilidad de defenderme gracias a la
intervención de la reina Tausert, y demostré mi inocencia. Había
que identificar al delator, el hombre que intentaba asentar su
dominio sobre la aldea a costa de cometer una fechoría tras otra,
el hombre que siempre me ha detestado y cuyo único alimento es la
ambición.
Un murmullo de desaprobación recorrió la
asamblea.
–¡Debemos denunciar esa basura de inmediato! – exigió Nakht
el Poderoso.
Se dejó libre un acceso al tribunal, pero nadie se
presentó.
Fened la Nariz se dirigió al maestro de
obras.
–¿Sabes quién es el culpable?
–Sus propias acusaciones lo han delatado. Sólo él podía
formularlas y disfrazar la realidad con tanto odio y
mezquindad.
Los artesanos se miraron unos a otros, pero ninguno lograba
creer que uno de sus compañeros se hubiera comportado de un modo
tan mezquino.
Paneb el Ardiente se dirigió a Imuni, que se ocultaba detrás
de Didia el Generoso.
–Al menos ten el valor de confesar -le
recomendó.
El pequeño escriba de mirada falsa y rostro de roedor intentó
retroceder, pero Karo el Huraño y Casa la Cuerda lo agarraron, uno
por cada lado.
–No comprendo -farfulló Imuni, en el tono meloso que siempre
había exasperado a Kenhir-. He hecho mi trabajo correctamente
y…
–Acércate -ordenó el maestro de obras.
El escriba ayudante obedeció. Ante Paneb, la mujer sabia y el
escriba de la Tumba fingió, primero, humildad.
–Tal vez haya cometido algún error, aunque mi intención no
era hacer daño… Determinadas circunstancias me hicieron ver en
Paneb unas faltas que no había cometido.
–¿Fuiste tú el que envió el expediente al visir? – preguntó
el maestro de obras.
–Me sentí obligado a informarle de ciertos
incidentes…
–¿Sin mi autorización? – atronó Kenhir.
–No… No deseaba importunaros.
–¿A quién crees que le estás tomando el pelo, Imuni? ¡Has
traicionado mi confianza, has calumniado al maestro de obras y te
has convertido en el enemigo de toda la aldea!
El pequeño bigotudo cambió de actitud y dio rienda suelta a
su cólera.
–¡Nunca os habéis percatado de mis cualidades y mis derechos!
– eructó-. Yo debería ocupar, desde hace mucho tiempo, el cargo de
escriba de la Tumba, ¡soy el más cualificado de todos vosotros!
¿Por qué os negáis a admitirlo?
Paneb miró a Imuni directamente a los ojos.
–¿Fuiste tú el asesino de Nefer el
Silencioso?
–No, no… claro que no… ¡Juro que soy
inocente!
Paneb advirtió que el escriba le tenía demasiado miedo para
mentir.
–¡Aplastemos a ese engendro! – propuso Karo el
Huraño.
–Calma -exigió el maestro de obras-. Estamos en un
tribunal.
Kenhir estaba hundido. Nunca le había gustado el carácter de
su ayudante, ¿pero cómo podía imaginar que la envidia y el odio
devorarían su alma?
–La traición de Imuni es un hecho probado -consideró Hay, que
fue vivamente aprobado por los demás miembros de la
cofradía.
–El castigo se impone, pues, por sí solo -concluyó Paneb-:
será excluido definitivamente de la aldea.
Los jurados dieron su aprobación.
Imuni se había puesto muy pálido.
–¡No… no tenéis derecho a hacer eso!
–No volverás a cruzar la puerta del Lugar de Verdad -anunció
Paneb-, y ni siquiera serás admitido en la zona de los auxiliares.
Presentaremos una denuncia contra ti ante el visir, por injuria a
un magistrado y acusación calumniosa. Adiós,
Imuni.
Casa la Cuerda y Karo el Huraño agarraron al pequeño bigotudo
por el cuello de la túnica y, seguidos por los demás artesanos, lo
arrastraron a lo largo de la calle principal.
Imuni temió ser apaleado, pero los dos canteros se limitaron
a llevarlo hasta el umbral de la gran puerta, que abrió Renupe el
Jovial.
El equipo de la derecha y el equipo de la izquierda se
dispusieron en dos filas.
–¡Márchate, engendro! – ordenó Userhat el
León.
Imuni vaciló.
–¡No sabéis lo que os perdéis! Yo habría…
Fened la Nariz agarró una piedra y la lanzó a las nalgas del
pequeño escriba, que aulló de dolor.
–¡Lárgate o te lapido!
Imuni puso pies en polvorosa y abandonó el Lugar de Verdad,
abucheado por ambos equipos.
El banquete organizado por Méhy y Serketa en su villa de la
orilla oeste sería uno de los mejores del año. El administrador
principal debía honrar, así, el nombramiento del nuevo visir
elegido por la reina Tausert, un oscuro sacerdote de
Karnak.
Al alto magistrado no le habían gustado demasiado las
evoluciones de las bailarinas desnudas, que jugaban con el velo
rosado que colgaba de su collar y flotaba a su alrededor. Ni
siquiera se había emborrachado, pese a la calidad de los grandes
caldos, y había abandonado la recepción mucho antes de que ésta
concluyera.
Sin dejar de sonreír a sus huéspedes y de compartir sus
confidencias, Serketa había remachado el mensaje que debía
transmitir: Méhy y ella formaban una pareja feliz y generosa, todos
sus deseos habían sido colmados por el destino y no tenían más
ambición que servir a su país. ¿Acaso la buena salud de que gozaba
la economía tebana no demostraba la capacidad como administrador de
su esposo, hombre honesto por excelencia?
Durante una breve entrevista con Tausert, antes de que
embarcara hacia Pi-Ramsés, Méhy había aprobado fervientemente la
sustitución del viejo visir que, por otra parte, él mismo pensaba
proponer, y se había felicitado por la rápida rehabilitación de
Paneb el Ardiente, un notable maestro de obras, pese a su carácter
demasiado abrupto a veces. Y, naturalmente, el general había
asegurado a la reina que podía contar con su apoyo
incondicional.
Gracias a varios apartes con los dignatarios de la provincia,
Méhy había comprobado que su reputación y su influencia seguían
intactas.
Cuando los invitados se hubieron marchado, Serketa hizo que
la sierva nubia le diera un masaje en los pies.
–Todavía debemos hablar con un huésped -le dijo
Méhy.
–Basta de bobos por hoy, querido mío.
–Éste debería interesarte más que los demás.
–Qué emocionante… ¿Quién es?
El general hizo entrar a un pequeño escriba con cara de hurón
y mirada falsa.
–Te presento a Imuni, ex ayudante del escriba de la
Tumba.
Serketa adoptó un aire afligido.
–Habéis sido víctima de una terrible injusticia, ¿no es así?
– susurró.
–Sí, por desgracia, así es, y no sé cómo
defenderme.
–¿Y si nos contarais detalladamente lo que ha sucedido? –
sugirió Méhy-. Como protector del Lugar de Verdad, debo recoger el
máximo de informaciones para evitar cometer
errores.
Imuni no se hizo de rogar. El general y su esposa lo
escucharon con atención.
–Os consideráis expoliado, pues -concluyó Méhy-, cuando os
sentís capaz de dirigir la cofradía.
–¡Me habéis entendido perfectamente,
general!
–Vuestra situación es delicada, muy delicada… Paneb ha sido
absuelto, vuestras acusaciones se consideraron infundadas y el
nuevo visir no está dispuesto a abrir nuevamente el caso. Sin
embargo…
La mirada del pequeño escriba brilló de
ambición.
–Sin embargo -prosiguió Méhy-, soy un hombre enamorado de la
justicia y vuestra sinceridad me conmueve. De momento, vuestra
carrera ha quedado destrozada y no puedo oponerme al tribunal de la
cofradía. Pero si me contáis todo lo que sabéis sobre el Lugar de
Verdad, comprenderé mejor ese doloroso asunto y tal vez pueda
ayudaros.
Imuni alisó con el dedo índice los pelos de su
bigote.
–La información de esa clase es tan confidencial que resulta
muy cara…
–Todo tiene su precio, es cierto; pero sólo me la venderéis a
mí. Pues si resultarais demasiado charlatán, el visir ordenaría que
fuerais detenido por alta traición. Es decir, que nadie debe saber
nada de lo que hablemos aquí. A cambio de vuestra amistad, os
instalaré en una villa del Egipto Medio, de cuya administración os
encargaréis, a la espera de un período más
favorable.
Imuni habló durante largo rato, feliz de haber encontrado un
aliado tan poderoso que le ofrecía el porvenir con el que siempre
había soñado: expulsar a Paneb y convertirse en el patrón de la
cofradía. Sólo necesitaría paciencia, y eso al escriba no le
faltaba.
Serketa no se enteró de nada nuevo sobre la aldea y su
funcionamiento, pero apreció el rencor del pequeño escriba, que
sería un divertido juguete en manos de su marido. Y se alegró sobre
todo por la ingenuidad de los miembros de la cofradía, que estaban
convencidos de que, con la expulsión de Imuni, por fin se habían
librado del traidor.
Pero no sabían que el traidor era otro…