38


Niut la Vigorosa colocó la prenda húmeda entre dos tablas de madera con ranuras que servían de prensa. De ese modo, obtendría un soberbio plisado y el escriba de la Tumba podría llevar una camisa de ceremonias digna de su cargo.


Aunque estaba muy trastornado por la conducta de Imuni, Kenhir había recuperado el sueño gracias a los sedantes que le había recetado Clara, y no le faltaba el apetito.

Sin embargo, cuando regresó del consejo restringido en el que habían participado la mujer sabia y los dos jefes de equipo, tenía un aspecto sombrío.

–¿Algún problema? – le preguntó Niut la Vigorosa.

–No, no exactamente… ¿Qué opinabas de Imuni?

–Varias veces os di mi opinión sobre él: cuando se tiene cara de roedor, se roe. Cuando se tiene la voz melosa, se adula, y cuando se adula, se miente. ¡Pero vos nunca escucháis a nadie!

–Te escuchaba, Niut, pero no podía creer que realmente fuese tan malvado…

–Y seguís sin creerlo, porque no podéis imaginar el monstruo que puede crear la unión de la mezquindad y la ambición.

–El consejo ha decidido nombrar un nuevo escriba ayudante.

–¡Eso está bien! A vuestra edad, necesitáis ayuda.

–He propuesto un candidato que ha sido aceptado por unanimidad.

–Mejor así. Para su nombramiento oficial llevaréis una hermosa camisa plisada.

–Antes me gustaría saber tu opinión acerca del candidato.

–¿A qué viene eso, si ya se ha votado?

–Es preciso que el ayudante designado acepte su nombramiento… Bueno, debería decir: la ayudanta.

–¿Una mujer escriba?

–Tú, Niut. Eres un ama de casa y una cocinera excepcional, pero además sabes leer y escribir. Todos conocen tu rigor y tu capacidad de trabajo, y el consejo, como yo mismo, considera que no hay mejor candidato para el cargo.

Niut la Vigorosa examinó la camisa.

–Podría hacerlo mejor, pero necesitaré un tejido más fino. Bueno, manos a la obra: ¿queréis dictarme el texto de hoy para el Diario de la Tumba?


La hija de un escultor del equipo de la izquierda, una hermosa morenita de quince años, estaba llorando.

–¿Qué ocurre? – le preguntó Uabet la Pura.

–Quisiera… Quisiera decíroslo, pero ya no me atrevo… Y además…

–Entra.

La morada de Uabet era preciosa. Estaba decorada con pinturas de múltiples colores que Paneb retocaba cuando un color iba apagándose. Figuras geométricas, pámpanos, hojas de loto y pájaros retozando entre los papiros componían un palacio en miniatura cuya dueña se sentía orgullosa de él.

Uabet hizo que la muchacha se sentara en uno de los almohadones anaranjados que ella misma había bordado.

–¿Querías hablar conmigo?

–Sí… No… Dejad que me vaya, por favor.

–Tranquilízate, pequeña, estoy dispuesta a escucharte, sea lo que sea lo que tengas que decirme.

La morenita levantó los ojos, llenos de lágrimas.

–¿De verdad?

–De verdad.

–¿Tendríais un poco de agua?

La muchacha bebió con avidez, como si acabara de cruzar el desierto.

–¿No… No me reprocharéis nada?

–Te lo prometo.

La morenita cerró las rodillas.

–Con mis amigas, incitamos a los chicos, ayer por la noche, después de la puesta del sol… Bailamos con los pechos desnudos, como de costumbre, pero no nos limitamos a eso… Como habíamos bebido un poco de cerveza fuerte y hacía mucho calor, nos quitamos también los taparrabos para hacer mejor las figuras acrobáticas.

–Y supongo que también los muchachos se quitaron los suyos.

–Cuando finalizó la danza, sí… Pero sólo nos miramos los unos a los otros, riendo, y luego cada cual volvió a su casa. Pero yo no pude…

–¿Por qué?

–Por culpa de vuestro hijo Aperti.

La morenita rompió a llorar.

–¿Te violó?

–Sí y no… Cuando se acercó a mí, no se había puesto el taparrabos, y yo, tampoco… Al principio creí que sólo quería acariciarme, y además es tan apuesto, tan fuerte… Debería haber gritado, resistido, pedido socorro…

–¿Y no lo hiciste?

–No -reconoció la muchacha, avergonzada.

–De modo que hicisteis el amor y ya no eres virgen.

La morenita inclinó la cabeza, nerviosa.

–¿Estás enamorada de Aperti?

–No lo sé… Creo que sí. ¡Pero no me atrevo a decirles nada a mis padres!

–¿Has vuelto a ver a mi hijo?

–¡No, no!


El puño de Aperti alcanzó en el mentón al hijo del carpintero del equipo de la izquierda, que cayó de espaldas.

–¡He ganado! – exclamó el joven atleta de diecinueve años, a quien nadie había vencido aún peleando con los puños.

–La vida no es una lucha -dijo Paneb con gravedad.

El muchacho, sorprendido, no se atrevió a mirar a su padre a la cara.

–Te has convertido en un buen yesero, Aperti. Ya es hora de que vivas en tu propia casa y te cases con la mujer a la que sedujiste y a la que amas.

–Pero… ¡Si no amo a ninguna mujer!

–Claro que sí, ¿no te acuerdas?, una hermosa morenita a la que demostraste tu virilidad.

–¡Sólo nos estábamos divirtiendo!

–Para ella no fue un juego; para ti, tampoco lo es ya. Tú decides, o restauras la pequeña morada que el escriba de la Tumba te concede para que vivas en ella con tu esposa, o abandonas la aldea.


Como todas las noches después de las consultas, Clara se enfrentaba con la soledad. Despierta desde antes de que amaneciera, vivía intensamente los ritos matinales y, luego, se ocupaba de sus pacientes preocupándose, constantemente, de la salud de los habitantes de la aldea. Estaba feliz por haber conseguido que Ched el Salvador no perdiera más vista, y no había tenido que deplorar ninguna enfermedad grave que exigiera el traslado del enfermo a Tebas.

Cuando el último paciente salía de su consulta, debía vivir de nuevo la ausencia de Nefer el Silencioso, consciente de que aquel vacío no se llenaría nunca. A pesar del amor que sentía por la cofradía, deseaba ardientemente reunirse cuanto antes con él, pues la separación le resultaba muy dura.

Al caer la noche, Clara se sentía muy fatigada. No tenía ganas de cenar y sabía que el propio sueño no le procuraría ningún consuelo.

Decidió, pues, subir a la cima, con la esperanza de que la diosa del silencio la aceptara en su seno y le abriera las puertas del más allá.

En el umbral estaba sentada la pequeña Selena, que tenía siete años. La hija de Paneb el Ardiente y Uabet la Pura estrechaba en sus manos tres pequeñas bolsas de tela que contenían granos de uva, dátiles y cebada.

–¿Qué estás haciendo aquí, Selena?

–Yo misma he preparado las dádivas para ofrecerlas en la cima. Te recuerdo que me prometiste que me llevarías. Estoy preparada.

Los ojos de la niña brillaban de emoción. En aquel momento, Clara supo que el destino había elegido a la futura mujer sabia del Lugar de Verdad y que, en adelante, tendría que consagrar buena parte de su tiempo a formarla.

–Concédeme unos instantes.

Cuando Clara apareció de nuevo, iba vestida con una túnica de lino plisada, blanca y rosada, y engalanada con un ancho collar y unos brazaletes de oro. Un aro del mismo metal ceñía su peluca, que estaba coronada por un loto.

–¡Qué hermosa eres, Clara!

–Es para honrar a la diosa. Estoy segura de que apreciará tus ofrendas.

La mujer sabia y la niña empezaron a subir lentamente a la luz del ocaso. Selena sujetaba con fuerza la mano de Clara, sin dejar de mirar hacia la cima.

–Venera a la diosa del silencio, la que mora en lo alto de la montaña -le recomendó la mujer sabia-. A veces adopta un aspecto terrible, pero en ella vive el fuego de la creación. Cuando yo me haya dirigido al Occidente, que ella sea tu guía y tu mirada.

Cuando llegaron a la cima, la cobra real hembra salió de su cueva.

Selena apretó aún con más fuerza la mano de Clara.

–Ponte detrás de mí e imita cada uno de mis movimientos.

La danza ritual de la serpiente y la mujer sabia se celebró en perfecta armonía. Apaciguada por los presentes, la cobra regresó al reino del silencio.

Clara y Selena se sentaron una junto a otra para disfrutar el frescor del crepúsculo.

–Vamos a recorrer juntas las horas de la noche, Selena. Algún día tocarás a la gran serpiente, la encarnación de la diosa, y ella te transmitirá su energía.

La niña no sintió deseos de dormir ni un solo instante. Justo antes de que el sol se levantara, Clara le hizo beber el rocío que exudaba la más alta piedra de la cima, el agua regeneradora que brotaba de las estrellas.

Luego, la mujer y la niña bajaron de nuevo hacia la aldea.

Al lado del sendero estaba Paneb.

La niña corrió hacia su padre, que la tomó en sus brazos, y se durmió en seguida.

Las miradas de la mujer sabia y el maestro de obras se cruzaron; ni el uno ni la otra tuvieron necesidad de pronunciar una sola palabra.

Y, por primera vez, Clara vio llorar al coloso.


39


Todos los encargos del exterior habían sido realizados y entregados, con la consecuente satisfacción del templo de Karnak e, incluso, del viejo visir destituido que había pagado a precio de oro sus dos sarcófagos.


La aldea vivía un período de descanso tras aquel derroche de esfuerzos coronados por el éxito. El calor de finales de mayo era abrumador, y el tiempo pasaba muy lentamente.

Clara permanecía largos ratos al pie de la persea plantada sobre la tumba de Nefer el Silencioso. El árbol crecía a ojos vista y, a través de él, la mujer sabia sentía la presencia tranquilizadora del hombre al que seguía amando con idéntico fervor.

Los artesanos jugaban a los dados, con cinco piedras a las que habían dado unas formas particulares. La primera era una pirámide de base triangular y cuatro caras, símbolo del fuego; la segunda tenía veinte caras formadas por veinte triángulos equiláteros, para evocar el agua; la tercera, de ocho caras, encarnaba el aire, y la cuarta, un cubo con sus seis caras, la tierra. En cuanto a la quinta, con sus doce caras, evocaba la quintaesencia, el universo del que procedían los cuatro elementos.

Nakht el Poderoso se disponía a lanzar cuando el enorme gato de Paneb se plantó ante él, con los pelos del lomo erizados y mostrando las garras.

–¿Qué ocurre, Encantador?

El felino maulló, a modo de respuesta.

–Intenta avisarnos de algún peligro -aventuró Fened la Nariz.

Los artesanos dejaron los dados y siguieron al gato, que caminaba como un cangrejo, con la cola hinchada y los bigotes tiesos.

Encantador los condujo hasta la gran puerta, contra la que se arrojó furiosamente.

–Este animal se ha vuelto loco -dijo Pai el Pedazo de Pan-; voy a buscar a Paneb. Sobre todo, no os acerquéis a él: podría arañaros.

De pronto, llamaron con violentos golpes.

–Es el guardián -advirtió el dibujante.

–¡Ese gato no está tan loco! – comentó Casa la Cuerda-. Avisa al maestro de obras.

En pocos instantes, todos los aldeanos se reunieron ante la gran puerta.

–Dejadme pasar -ordenó Paneb.

Junto al guardián estaba el cartero Uputy.

–Tengo que transmitiros dos mensajes -le dijo al maestro de obras-: el primero es oral; el segundo, escrito. Me han encargado que os anuncie que el alma del faraón Siptah ha emprendido el vuelo para penetrar en el paraíso celestial y unirse con la luz de la que brotó.

Y el cartero añadió, entregando a Paneb un papiro que llevaba el sello de la regente:

–He aquí el mensaje escrito.

Paneb leyó la misiva de la reina, e inmediatamente convocó, muy contrariado, el consejo restringido que estaba formado por la mujer sabia, el escriba de la Tumba y el jefe del equipo de la izquierda.


–Para honrar la memoria de Siptah -reveló el maestro de obras-, la reina nos ordena que ampliemos su tumba.

–Como máximo podemos prolongarla -sugirió Hay.

–Considero que nuestro trabajo está terminado. El tamaño de la tumba respeta las leyes de armonía, al igual que su decoración.

–Se trata de una orden de la regente -recordó Kenhir-; debemos obedecer.

–Siptah ha muerto, su momificación durará setenta días y será inhumado en su morada de eternidad. En tan corto plazo de tiempo, ¿cómo podemos excavar, esculpir y pintar correctamente?

–Los servidores del Lugar de Verdad son capaces de trabajar rápido y bien, empezando por ti -objetó el jefe del equipo de la izquierda.

–No es la capacidad técnica de la cofradía lo que te preocupa -afirmó la mujer sabia-; ¿Por qué razón te rebelas contra esa decisión?

–Porque nos exponemos a una catástrofe. Tocar esa tumba sería un error.

–Sabrás tomar las precauciones necesarias -consideró Kenhir.

–¿No deberíais escribir a la reina para comunicarle nuestro desacuerdo?

–No me parece una buena idea… En Pi-Ramsés, sin duda, ha comenzado la guerra de sucesión y no creo que a Tausert le gustara ser contrariada por la desobediencia del Lugar de Verdad. Por lo que sabemos de su carácter, creo que no cambiará de opinión.

–De todos modos, escribidle y decidle que yo tengo serias reservas con respecto a la ampliación de la tumba de Siptah.

Kenhir comenzaba a sentirse inquieto.

–Sin embargo, ¿aceptas reanudar las obras?

–¿Acaso tengo otra opción?


Inmediatamente después del anuncio oficial de la muerte del rey, la regente había convocado el gran consejo para comunicarle que el ritual de la momificación daba comienzo y que había ordenado al Lugar de Verdad que embelleciera la última morada de Siptah.

Set-Nakht se había extrañado de aquella decisión, ya que podía retrasar la ceremonia de los funerales; pero la reina había mantenido su posición, alegando que el monarca, respetuoso con la ley de Maat durante su corta existencia, bien merecía ese último homenaje.

Set-Nakht regresó a su casa, furioso.

–Vuestro hijo mayor acaba de llegar -le avisó su intendente.

El ministro de Asuntos Exteriores parecía inquieto.

–¡Circulan muchos rumores, padre! ¿Realmente ha muerto el rey Siptah?

–En efecto, nos ha abandonado. ¿Qué noticias me traes?

–Nada bueno, pero tampoco desastroso. A pesar de la actividad de nuestros diplomáticos, no creo que tengan éxito. Egipto es una tentación cada vez más grande para los pueblos ávidos de conquistas.

–Tausert se niega a admitirlo.

–¿Quién sucederá a Siptah?

–La regente puede convertirse en rey… ¡Pero eso sería un desastre para el país!

–¿Debo entender que estáis dispuesto a enfrentaros a ella?

Set-Nakht tardó en responder.

–Aún no lo sé. Es una decisión muy importante… La guerra civil me aterroriza, pues sólo engendra miseria y desolación. ¿Pero cómo evitarla si la reina sigue en sus trece? No es mi porvenir lo que me preocupa, sino el de Egipto. Soy el único capaz de reunir a los oponentes de Tausert para evitar la disolución de nuestros ejércitos.

–La regente ostenta la legitimidad, padre.

–Hasta la inhumación de Siptah, sí. Pero cuando la puerta de su tumba se haya cerrado, será preciso designar un nuevo faraón.

Padre e hijo se miraron largo rato.

–¿Estarás conmigo o contra mí, hijo mío?

–Con vos, padre.


Tausert, que estaba muy afectada por el fallecimiento del joven monarca, había asistido al comienzo del ritual de momificación, confiado a los especialistas del templo de Amón. Ante el sacerdote que llevaba la máscara de Anubis, había afirmado que el monarca se había portado como un hombre justo, que no había cometido faltas graves y que merecía ser reconocido como tal por el tribunal de Osiris.

Durante el consejo de ministros, la reina había notado que algunas miradas críticas se clavaban en ella, como si fuera la responsable de la muerte del faraón. Así pues, se había limitado a hacer unas breves declaraciones, dejando para más tarde la lectura de los informes.

A petición de la reina, sólo el visir se había quedado en la estancia.

–¿Qué piensas de la decisión que he tomado con respecto al embellecimiento de la tumba de Siptah?

–Lo que piensan todos, majestad; deseáis rendir el último homenaje a un monarca por el que sentíais una gran estima.

–Ahora, sé sincero.

–Pues bien… Digamos que algunos consideran ese honor excesivo, teniendo en cuenta que su reinado fue más bien gris, y creen que vuestra intención es ganar tiempo alargando el período de los funerales.

–Pues tienen razón -reconoció Tausert.

–Vuestro ministro de Asuntos Exteriores acaba de regresar a Pi-Ramsés, majestad. Ha acudido de inmediato a casa de su padre, que no deja de recibir dignatarios.

–Set-Nakht ya ni siquiera disimula… ¿Te ha convocado a ti también?

El visir, molesto, no se atrevió a mentir.

–Me ha invitado a cenar, majestad.

–¡Rechaza esa invitación!

–Majestad… No estaría bien crear más tensiones aún. Y, además, tal vez esa entrevista privada tenga un carácter diplomático que podría ser el último. Intentaré convencer a Set-Nakht de que no cometa ninguna imprudencia.

–¿Qué me aconsejas, visir?

–Que penséis sólo en Egipto y en su felicidad, majestad.

Tausert dio la espalda a su primer ministro y se dirigió al jardín de palacio, poblado por los cantos de los pájaros.

¡Qué sola se sentía en aquel día de estío en el que el calor, incluso en el Norte, se anunciaba abrumador! Si el canciller Bay hubiera estado a su lado, habría sabido elaborar una estrategia para impedir que Set-Nakht la perjudicara. Y Paneb el Ardiente, por su parte, no se habría limitado a pronunciar palabras vacías y consejos insípidos.

Pero Bay había muerto y el maestro de obras del Lugar de Verdad ejercía su función sagrada lejos de Pi-Ramsés.

Tausert sólo podía contar consigo misma para tomar una decisión fundamental: renunciar al trono, dejando el campo libre a Set-Nakht, o enfrentarse con su adversario en una lucha sin cuartel.


40


En el cuartel principal de Tebas abundaban los rumores: guerra civil, golpe de estado, muerte violenta de Tausert, ataque libio… Las tropas estaban en estado de alerta, lo cual confirmaba que acababan de producirse graves acontecimientos y que la estabilidad de las Dos Tierras estaba amenazada.


Todos los soldados aguardaban con impaciencia la llegada del general Méhy, que penetró en el gran patio, a media mañana, en un carro tirado por dos caballos. Después de que los oficiales hubieran puesto orden en las filas, se dirigió a los regimientos de élite.

–Soldados, el faraón Siptah ha regresado al sol, y la reina Tausert sigue ejerciendo la regencia hasta que terminen los funerales. Las guarniciones del Norte y las de las fronteras han sido puestas en pie de guerra para disuadir cualquier intento de invasión durante el período de luto, que durará setenta días. Por lo que se refiere a vuestro sueldo, no debéis preocuparos en absoluto. Acabo de entrevistarme con el sumo sacerdote de Amón, que me ha asegurado que el templo de Karnak supliría al gobierno de Pi-Ramsés en caso de que éste faltara a sus deberes para con vosotros. Sabed que disponéis del armamento más moderno y eficaz; gracias a él, gracias a vuestra competencia y a vuestro valor, Tebas está protegida y no tiene que temer el porvenir. Pase lo que pase, esta provincia seguirá siendo próspera. Y tengo el placer de anunciaros que, de mi fortuna personal, os pagaré una prima de entrenamiento intensivo.

Los soldados aclamaron aquella buena noticia. La mentira no le costaba cara a Méhy que, por medio de un truco de prestidigitación contable, transfería ciertos haberes de la ciudad al cuartel, sin tocar sus propios bienes.

Una vez concluida aquella comedia, el general reunió a su estado mayor. Se componía de militares de carrera, a quienes había comprado y enriquecido. Todos lo obedecían ciegamente, tanto más cuanto se vigilaban unos a otros, dispuestos a denunciarse para conservar la confianza de Méhy.

Cada uno de ellos sabía que el menor paso en falso le costaría muy caro.

–No habrá ningún informe de esta reunión -declaró de buenas a primeras el general-. Hoy sólo hay una cosa segura: la guerra civil es inevitable y los dos campos exigirán, antes o después, a las tropas tebanas que tomen partido.

–¿Disponemos de informaciones fiables? – preguntó un oficial superior.

–Escucharemos a uno de nuestros agentes que acaba de llegar de la capital.

El viajero estaba exhausto, pero Méhy no le dio tiempo para descansar.

–¿Quién reina en Pi-Ramsés? – le preguntó.

–La situación es muy compleja, general. La regente sigue ejerciendo el poder y Set-Nakht aún no ha intentado nada contra ella. Pero su hijo mayor ha presentado su dimisión como ministro de Asuntos Exteriores para trabajar con su padre, que está a la cabeza de un poderoso clan. Set-Nakht nunca ha ocultado que no permitiría que Tausert se convirtiera en faraón.

–La reina está aislada, pues, y se verá obligada a retirarse en un breve plazo de tiempo.

–Eso no es tan seguro… Tausert es considerada una administradora excelente, mucho mejor que Set-Nakht, y hay un partido de legitimistas que desean ver cómo la regente asume el poder supremo. Los argumentos de Set-Nakht no los han convencido y no tienen la intención de abandonar a la reina, pues desean evitar un golpe de estado que podría ir seguido de otros muchos. Y su posición parece fortalecerse.

–¿Y el ejército?

–Está muy dividido, general. Algunos oficiales desean, junto con Set-Nakht, lanzar una ofensiva en Siria-Palestina y en Asia para acabar con las veleidades de nuestros enemigos; pero otros son favorables a Tausert, que es partidaria de reforzar nuestras líneas de defensa.

–Dicho de otro modo, el resultado del enfrentamiento entre Tausert y Set-Nakht es incierto.

–Suponiendo que haya enfrentamiento…

–¿Qué quieres decir?

–Set-Nakht tiene dudas sobre si provocar una guerra civil, y Tausert se cree demasiado débil para obtener la victoria. El uno y la otra se miran como fieras que defienden su territorio, sin saber quién atacará primero.

–¿Por quién apostarías tú?

–Hoy, por nadie, general.

–¿Qué piensan de mí en Pi-Ramsés?

–Se os considera un hombre poderoso, honesto y respetuoso de la legalidad. Todos conocen el valor de las tropas tebanas y aprecian vuestro modo de administrar la provincia. Sea como sea, el próximo faraón no reinará sin vuestro apoyo.

Una bocanada de satisfacción invadió al general, pero el reconocimiento de sus cualidades no le bastaba. En un clima tan turbulento, tenía que imponerse como último recurso.

–Regresa de inmediato a Pi-Ramsés -le ordenó a su agente-, y pon en marcha un sistema de correo rápido y confidencial que me informe, día a día, de la evolución de los acontecimientos.


Una vez más, Serketa fingió sentir placer, aplastada por el peso de su marido que, desde hacía unos meses, había engordado considerablemente.

Aunque Méhy fuese un amante deplorable, sabía que era capaz de barrer los obstáculos que aún lo separaban del poder absoluto. Ya encontraría consuelo con verdaderos machos cabríos, tomando precauciones para que el general, tan imbuido de su propia virilidad, no sospechara nada.

Satisfecho, Méhy se tumbó de espaldas.

–Estoy preocupado, dulzura mía.

Serketa acarició sus pies regordetes, de los que él se sentía muy orgulloso.

–¿No puedes aprovecharte de la situación de desconcierto que se está viviendo en el país?

–Eso creía antes de la llegada de mi informador… ¿Pero a quién puedo conceder, oficialmente, mi apoyo?

–¡A Set-Nakht, claro está!

–No es tan evidente…

–¿Por qué?

–Porque Tausert y Set-Nakht son dos depredadores, tan temible es el uno como el otro. Creí que la reina, a la muerte de Siptah, ya no tendría fuerzas para luchar, pero me equivoqué: exige que amplíen la tumba del rey difunto. Dicho de otro modo, piensa prolongar el luto oficial de setenta días para reforzar sus alianzas con algunos dignatarios influyentes, tanto civiles como militares, e intentar vencer a Set-Nakht. Si nos ponemos de su parte y ella triunfa, Tausert nos hará pagar muy caro nuestro error. En el mejor de los casos, me jubilará; en el peor, hará que me condenen por alta traición. Pero nada demuestra que vaya a vencer a Set-Nakht… Desde hace años, ese hombre se está preparando para lanzarse al asalto decisivo y apoderarse del trono, y estoy seguro de que no renunciará en el último momento. Como la reina, tampoco él podría prescindir de Tebas y de mi apoyo. Así que, ¿qué bando debo elegir?

–De momento, ninguno -preconizó Serketa-. Es cierto que Tausert y Set-Nakht ya no mantienen contacto directo, por lo que debes asegurarles, a ambos, tu más absoluta fidelidad. El último enfrentamiento tendrá lugar en Pi-Ramsés, no aquí. Por lo que sabemos, el propio vencedor saldrá de él muy debilitado. Entonces, atacaremos nosotros.

–Quieres decir que…

–Sí, será preciso partir hacia el Norte con el grueso de las tropas tebanas y hacer que te coronen faraón. Aparecerás como el reconciliador cuya autoridad nadie va a discutir.

Méhy sintió vértigo.

–¿Realmente crees…?

–Se acerca la hora, mi tierno amor, Tausert es sólo una mujer; Set-Nakht, un anciano… Las circunstancias nunca nos han sido tan favorables.

El general abandonó la cama de un salto y golpeó la almohada con el puño.

–¿Quién es el único que aún se atraviesa en mi camino?

–¡El Lugar de Verdad! Gracias a él, Tausert puede prolongar la duración de los funerales… De lo contrario, Set-Nakht la habría echado sin dificultades. ¿Tienes alguna noticia de nuestro aliado?

–Según la última carta, está seguro de que la Piedra de Luz se oculta en el templo principal de la cofradía.

–¿Y a qué espera para apoderarse de ella?

–Es el lugar más vigilado de la aldea, después de la cámara fuerte. Seguramente hay bloques de piedra móviles en las paredes del santuario.

–Una especie de cripta…

–Subterránea o en una pared.

Méhy se sirvió una copa de vino.

–Esta vez nos estamos acercando, lo presiento… ¿Tiene un plan nuestro aliado?

–Debe ser prudente. Paneb ha intentado hacerlo caer en una trampa de nuevo, y sólo su desconfianza le ha permitido escapar de ella.

–Si tuviéramos la Piedra de Luz, Tausert y Set-Nakht no serían más que unos peleles.

Serketa abrazó a su marido.

–Un poco más de paciencia, leoncito mío… Hasta hoy, no hemos cometido ningún error y tu prestigio ha ido en aumento.

Méhy agarró a su esposa del pelo.

–¿También tú quieres el poder?

–Sólo por medio de ti, amor mío.

Serketa era más temible que un escorpión, pero era una mujer como ella lo que necesitaba el futuro dueño del país.


41


¿Cómo podía penetrar en el templo de Hator y de Maat sin que nadie lo viera y disponer de suficiente tiempo para descubrir el escondrijo de la Piedra de Luz? Ésa era la pregunta que obsesionaba al traidor y para la que no hallaba respuesta.


Por ello perdía el sueño y el apetito, y su esposa había intentado convencerlo varias veces de que renunciara a aquel proyecto tan peligroso. Y aquella noche, volvía a hacerlo.

–Aun sabiendo dónde ha ocultado la piedra el maestro de obras, tampoco podrías alcanzarla. ¿Por qué empecinarte, entonces?

–¡Porque no tenemos porvenir alguno en esta aldea! En el exterior nos espera una gran fortuna; pero debemos cumplir con nuestra parte del trato.

–¡Si te descubren, el tribunal será implacable contigo!

–No debes tener miedo; comprende que, por fin, estamos llegando a nuestro objetivo. En vez de ir con los demás al Valle de los Reyes, fingiré que estoy enfermo. No, no es una buena idea… Clara lo descubriría. Ponme un alimento nocivo en la comida. Tengo que estar realmente enfermo.

–¿Y crees que dejarán el templo sin vigilancia? Si eres el único artesano del equipo de la derecha que se queda en la aldea y se produce el menor incidente, inmediatamente sospecharán de ti.

–Tienes razón… Debo pensar en algo mejor.

Su mujer, despechada, le sirvió unas habas demasiado cocidas.

–Acabo de enterarme de una extraña noticia -declaró-, pero no sé si te servirá de algo.

–Cuéntame.

–La esposa del orfebre del equipo de la izquierda me ha dicho, exigiéndome que guardara el secreto, que el maestro de obras ha encargado a su marido una oca de oro.

–Una oca… ¿Estás segura de haberlo entendido bien?

–¡Claro que sí! Al restaurar la tumba de una hija de Ramsés en el Valle de los Reyes, un escultor descubrió que esa pieza del mobiliario fúnebre se había estropeado, y Paneb ha decidido fabricar otra.

–Una oca de oro… Una oca guardiana lo bastante grande para ocultar la Piedra de Luz… y no aquí, en la aldea, sino en el Valle de las Reinas. ¿Puedes enterarte de algo acerca de esa tumba?

–La esposa del orfebre del equipo de la izquierda es tan pretenciosa como charlatana… No será difícil.


En la corte no se hablaba de otra cosa: la reina Tausert había admitido que no daría la talla frente a Set-Nakht y su hijo mayor. Durante varios días seguidos, la regente se había entrevistado con las más altas autoridades civiles y militares, y había escuchado sus consejos.

Así, durante la convocatoria de un consejo excepcional al que fue invitado el propio Set-Nakht, éste ya no tenía la menor duda de cómo iba a acabar el conflicto que lo enfrentaba a la viuda de Seti II.

–Tausert añade la lucidez a la inteligencia -le confió a su hijo.

–¿Me acompañas?

–Desde mi dimisión, ya no ocupo ningún cargo oficial. Es inútil provocar a la reina.

–¡Cuánta diplomacia has aprendido! Pídeme la silla de manos.

El reumatismo que sufría el viejo cortesano prácticamente le impedía caminar, y no se hacía demasiadas ilusiones sobre la duración de su reinado, que se limitaría a una vigorosa intervención militar en Siria-Palestina, antes de que su hijo mayor lo sucediese.

Cuando Set-Nakht llegó a palacio, los saludos que le dirigieron fueron más efusivos que de ordinario. Los cortesanos reconocían en él al nuevo dueño de Egipto y se felicitaban por esa tranquila cesión del poder.

La reina hizo su aparición, llevaba una túnica dorada y la corona roja, y Set-Nakht no pudo evitar admirarla una vez más. ¡Cuántos hombres debían de haberse enamorado de ella, sin conseguir romper su juramento de fidelidad a su marido difunto!

Tausert se sentó en el trono.

–Hace veinte días que empezó la momificación del rey Siptah -declaró-. Aunque estemos en un período de luto, es preciso seguir gobernando. Por eso me he visto obligada a tomar una decisión esencial para el porvenir del país.

«La regente habría podido esperar a que finalizara la momificación para retirarse -pensó Set-Nakht-. Pero tal vez sea mejor así. Cuando se conozca el nombre del futuro faraón, los ánimos se calmarán y Egipto quedará reforzado.»

–He elegido un nuevo visir -prosiguió la reina.

Si un rayo hubiera caído en la sala del trono, no habría causado más estragos que aquellas simples palabras. Al nombrar a un nuevo primer ministro, la regente estaba dando a entender sus intenciones de convertirse en faraón.

Set-Nakht lo tuvo claro: ¡iba a nombrarlo a él, para tenerlo controlado! Pero, de ese modo, Tausert estaba cometiendo un grave error. Él se negaría rotundamente, lo que demostraría a la regente que no le tenía ningún miedo.

–Que el visir Hori se acerque a prestar juramento en nombre del faraón y ante la Regla de Maat -exigió la reina.

Hori, uno de los sacerdotes del templo de Amón que había iniciado al joven Siptah en la lectura de los textos sagrados, fue introducido en la sala del trono.

Tausert levantó una pluma de oro, símbolo de Maat, y el nuevo visir juró que cumpliría sin desfallecer su función «amarga como la hiel», según la expresión de los sabios.

Dos ritualistas lo revistieron con una pesada túnica almidonada y le pusieron al cuello un collar adornado con dos colgantes, el uno en forma de corazón y el otro representando a la diosa Maat.


La cólera de Set-Nakht había sido digna del dios cuyo nombre llevaba. En su villa tebana había estallado una tremenda tormenta.

El viejo dignatario estaba rojo de indignación y casi le faltaba el aliento.

–¡Puesto que quiere guerra, la va a tener! ¿Se imagina esa regente que voy a doblegarme ante ella? ¡Ese visir fantoche no va a darme órdenes a mí!

–Os recomiendo prudencia, padre.

Esa advertencia dejó atónito a Set-Nakht.

–¿Acaso piensas aliarte con Tausert?

–Simplemente he recabado informaciones sobre el visir Hori. Por un lado, debería gustaros: es íntegro, trabajador, carece de ambición, es riguroso y poco influenciable; por el otro, su nombramiento significa que la elección de la reina ha sido juiciosa y que su nuevo primer ministro no será un hombre de paja ni una marioneta. Ya se ha instalado en el despacho del canciller Bay para estudiar los decretos que la regente piensa adoptar.

Set-Nakht hizo una mueca.

–¡Sólo es una torpe maniobra para intentar impresionarnos!

–No lo creo, padre; Tausert quiere convertirse en faraón y está haciendo lo necesario para conseguirlo.

–Lo necesario… ¡Si sólo es un pequeño visir sin experiencia!

–Un hombre nuevo al que los compromisos y las relaciones privilegiadas con algún clan no le supondrán ningún tipo de problema.

Set-Nakht apreciaba el análisis de su hijo mayor.

–¡A Hori le quedan menos de cincuenta días para lograr imponerse! Sea cual sea su talento, no lo logrará.

–Sabéis muy bien que Tausert escurrirá el bulto alegando que la nueva tumba aún no está lista y que la fecha de los funerales dependerá de su conclusión.

–¡El Lugar de Verdad debe darse prisa, pues!

–No tenemos influencia alguna sobre él, padre.

–¿Quién la tiene?

–La propia Tausert, como regenta y sustituía del faraón.

–¿No hay algún representante del Estado en esa cofradía?

–El escriba de la Tumba.

–¿Y quién es el titular del cargo?

–Kenhir, un anciano que vive en la aldea desde hace muchos años y no tolera ninguna intromisión de la administración en sus prerrogativas.

–¡Estás muy bien informado, hijo mío!

–Hace mucho tiempo que me intereso por el Lugar de Verdad. Sin él, nuestros reyes sólo tendrían una existencia terrenal; gracias a las moradas de eternidad creadas por los artesanos, siguen brillando más allá de la muerte. Al intentar utilizar la cofradía en su provecho, Tausert está llevando a cabo una hábil maniobra contra la que no podemos rebelarnos.

–El hombre fuerte de Tebas es el general Méhy… A tu entender, ¿cuál será su actitud?

–Siempre ha obedecido al poder legítimo.

–¡Así pues, será fiel a Tausert!

–Es probable, padre.

Set-Nakht se sintió muy cansado de pronto.

–Todo lo que he construido me parece ahora tan frágil… No subestimé a esa reina, pero de repente me parece mucho más temible de lo que imaginaba. Jamás reacciona como yo espero que lo haga.

–Precisamente porque es una verdadera reina.

–¿De modo que tú también la admiras…?

–¿Y quién no siente un profundo respeto hacia esa mujer excepcional?

–Entonces, estamos vencidos.

–De ningún modo.

–¿Qué esperas, pues?

–Hemos definido una línea de conducta, sigámosla. No deseamos derribar a la reina Tausert, sino salvar Egipto de un peligro muy real. Ese deseo no debe cambiar; si no nos equivocamos, saldremos victoriosos.

De pronto, los años le pesaron menos a Set-Nakht: las palabras de su hijo le devolvían las esperanzas en el futuro.

–Tausert se equivoca, está poniendo en peligro a nuestro país. Por eso debemos quitarla de en medio.


42


–¿Estás satisfecho? – preguntó Aperti a su padre, mostrándole la pequeña casa de Imuni que le había sido atribuida por el escriba de la Tumba y que él había arreglado un poco.


–Te has limitado a hacer lo mínimo -observó Paneb.

–¡Dado el poco tiempo de que disponía, no está tan mal!

–Tendrás que enyesar de nuevo la parte alta de los muros, reparar la puerta de entrada y reformar la cocina. Debes hacer feliz a tu mujer, comenzando por ofrecerle una hermosa casa.

La morenita ordenaba la ropa, canturreando.

–No tenía intenciones de casarme…

–Ahora ya lo has hecho, y debes ser un marido responsable.

–Precisamente no deseo ser yesero durante toda mi vida.

–Ah, caramba… ¿Y qué deseas?

–Eres el maestro de obras y yo soy tu hijo. Nómbrame ayudante del jefe de equipo.

–¿Algo más?

–¡Sabré dirigir a los obreros tan bien como tú!

–Son obreros, es cierto, pero sobre todo son artesanos y, más aún, servidores del Lugar de Verdad que han escuchado su llamada. Por eso no les gusta que los dirija alguien cualquiera.

–¡Yo no soy alguien cualquiera!

–¿Sabes trazar un plano, construir, dibujar y pintar?

–¡A cada cual su especialidad! Yo he nacido para mandar.

–Para mandar en este lugar necesitas, antes, haber obedecido mucho y haber percibido el sentido de la obra. Estás muy lejos de eso aún, hijo mío.

–¡Aquí todo el mundo me tiene miedo! ¿No es bastante con eso?

–Sería preferible que todo el mundo te amara y te respetara. Empieza por dejar esta casa en perfecto estado; luego, ya veremos.

Mientras el maestro de obras se alejaba, Aperti miró con desdén su modesta vivienda, amueblada con dos esteras, tres cofres para guardar los objetos, una artesa de trigo y algunas jarras para aceite. Su esposa estaba limpiando marmitas y escudillas antes de preparar la comida.

¡Aperti no quería llevar una vida tan mediocre! Ya empezaba a hartarse de la morenita, y miraba de reojo a la hija de un cantero del equipo de la izquierda, a la que pensaba contratar como asistenta, sin olvidar a dos mujeres casadas que, cuando iban a buscar agua, se exhibían por delante de él con sus soberbios pechos para atraer su mirada.

Aperti había decidido divertirse y gozar de la vida. Y no iba a ser su padre, cuya relación con Turquesa era conocida por todo el mundo, quien le daría lecciones de moral.

–¿Qué te parece comer, querido? – preguntó la morenita.

–Almuerza tú sola. Yo voy a pasear.


Paneb la emprendió con el sello provisional que cerraba la puerta de la tumba del rey Siptah. Durante todo el recorrido entre la aldea y el Valle de los Reyes no había dicho una sola palabra. Y como Ched el Salvador había evitado hacer cualquier observación irónica, la atmósfera que se respiraba era muy tensa.

El maestro de obras echó un vistazo a lo alto de los acantilados, donde se apostaban los policías de Sobek.

–¿Qué temes? – preguntó Unesh el Chacal.

–Nada en concreto.

–Esta noche he tenido una pesadilla, pero no he hablado de ella con Kenhir… De lo contrario, habría intentado interpretarla durante horas y horas. Yo tampoco estoy tranquilo.

El frágil sello de barro seco se resistía.

–Deberíamos renunciar -sugirió Karo el Huraño, que buscaba signos de la presencia del mal de ojo.

–¡Está cediendo! – advirtió Nakht.

–El maestro de obras es el que debe entrar primero -recordó Pai el Pedazo de Pan-, pero en primer lugar será necesario iluminarlo.

Encendieron una decena de antorchas.

Nada parecía haber turbado la paz de la tumba. Las esculturas brillaban, las pinturas vivían, los jeroglíficos hablaban.

–El rey Siptah debería estar contento con su eternidad -consideró Ched el Salvador-. Ciertamente será mucho más agradable que su vida terrenal. ¿Vamos a ello?

Paneb fue el primero en introducirse en el corredor de bajada y se demoró en cada detalle, como si temiera que se hubiese producido algún deterioro.

Pero la decoración simbólica estaba intacta.

–Es imposible ampliarla -consideró Ched-. Sería preciso destruir la obra, separar sus paredes y empezarla de nuevo. Eso nunca se ha hecho en el Valle de los Reyes.

–Sólo nos queda, pues, prolongar la tumba más allá de sus límites actuales -concluyó Fened la Nariz.

–La armonía se romperá, las proporciones no serán exactas -objetó Gau el Preciso.

–Todos somos conscientes de ello -concretó Karo el Huraño-, ¡pero una orden del faraón no se puede discutir!

–Sólo es una orden de la regente -recordó Casa la Cuerda.

–Es la reina de Egipto, y su palabra, para nosotros, tiene fuerza de ley -intervino Thuty el Sabio.

Fened la Nariz tanteó la pared del fondo durante más de una hora.

–¿Qué piensas? – preguntó el maestro de obras.

–Hicimos bien deteniéndonos aquí. Excavar más habría sido un error. O la roca nos reserva sorpresas desagradables o hay un pozo funerario abandonado, y caeremos en un agujero. Desde mi punto de vista, es imposible obedecer la orden de la reina.


El maestro de obras se enfrentaba con el escriba de la Tumba y su ayudante.

–No puedo escribir a la regente y decirle que te niegas a ampliar la tumba de Siptah -dijo Kenhir, enojado.

–No se trata de una negativa, sino de una dificultad técnica insuperable.

–Tausert no aceptará nunca que un maestro de obras del Lugar de Verdad se exprese en esos términos. Las dificultades están hechas para ser superadas.

–En ciertos casos, hay que saber inclinarse ante la materia.

–¡Ése no es tu estilo, Paneb!

–Fened la Nariz nunca se ha equivocado.

El argumento turbó al anciano escriba.

–Su intervención te conviene, puesto que no querías modificar el equilibrio de esta tumba.

–Me convenga o no, así es. Si perforamos el muro del fondo, dañaré la morada de eternidad del rey Siptah, y no creo que sea ésa la voluntad de la reina.

Kenhir hizo un gesto de hastío.

–Temo que nos veamos empantanados en las marismas de la política… La reina necesita tiempo para reforzar su clan y contrarrestar a Set-Nakht, por lo que exige unas obras suplementarias que prolonguen el período de luto.

–Dicho de otro modo, nos está utilizando.

–¿Y por qué no? – intervino Niut la Vigorosa-. Su causa es justa, ¡seamos sus aliados! Todas las mujeres que reinaron en el país fueron excelentes soberanas. Tausert le es fiel a su marido difunto, trabaja por la paz y su gestión es excelente. ¿Por qué tomar partido por un viejo cortesano ambicioso? ¡El tal Set-Nakht es misógino, eso es todo!

Aunque el análisis de su ayudante le pareciese demasiado rápido, Kenhir evitó enfrentarse a ella.

–Debo hablar con la reina -declaró el maestro de obras.

–Eso no podrá ser -repuso Kenhir-. En las actuales circunstancias, no puede abandonar Pi-Ramsés, donde la situación debe evolucionar hora tras hora.

–Pues tendré que ir yo allí. Salgo de inmediato hacia la capital para exponerle los hechos a Tausert.


El entrenamiento de los cuerpos de élite del ejército tebano proseguía a buen ritmo. La mayoría de los militares de carrera estaban encantados de abandonar su aburrimiento habitual, y los jóvenes reclutas descubrían, con asombro, las nuevas armas que habían sido puestas a su disposición.

La presencia de Méhy dinamizaba a los más lentos y el general no vacilaba en utilizar el arco y la espada para demostrar que no le tenía miedo a nadie. Prestaba especial atención a sus carros, que eran los mejores del país, y se alegraba cada día más de estar a la cabeza de una fuerza de tanta magnitud.

Según las informaciones procedentes de la capital, el destino no había elegido aún al vencedor. El nombramiento del visir Hori había sido un golpe magistral, y muchos cortesanos todavía vacilaban entre Tausert y Set-Nakht, al igual que la mayoría de los oficiales superiores.

–General, un portero de la brigada fluvial desearía hablar con vos -le advirtió su ayuda de campo.

–Que se acerque.

El policía era un cuarentón bronceado y seguro de sí mismo.

–General, nos ordenasteis que os indicáramos cualquier movimiento sospechoso en el río. Acaba de producirse uno: el escriba de la Tumba está fletando una embarcación rápida.

–¿Hacia dónde?

–Hacia Pi-Ramsés.

–¿Y se ha marchado él mismo?

–No, un coloso que me sacaba, por lo menos, dos cabezas.

El maestro de obras iba a la capital… ¿Pero por qué razón? Era evidente que Tausert lo había mandado llamar para confiarle un papel importante en su gobierno.

Méhy tenía que intervenir cuanto antes.


43


Finalmente, la esposa de un dibujante del equipo de la izquierda había cedido a los encantos de Aperti. Hacía calor, estaba barriendo ante su puerta, con los pechos desnudos y los cabellos sueltos, y él había pasado por la calleja desierta. Sus miradas, llenas de deseo, se habían encontrado. Ella se había quitado el taparrabos de cañas que llevaba durante las tareas domésticas, y él la había abrazado.


Al regresar a su casa, Aperti pensaba aún en su amante cuando su joven esposa le sonrió.

–Te he preparado un buen almuerzo.

–Come tú sola.

–¡Te aseguro que es excelente, querido! Pruébalo, al menos.

–Debo salir.

–¿Adonde vas?

–Es la fiesta de los bateleros, en Tebas. Participo en la justa y saldré vencedor.

–¿Me llevas?

–¡De ningún modo! El papel de un ama de casa es encargarse de las tareas domésticas.

–Aperti, yo…

La abofeteó.

–Deja de molestarme. Me horrorizan las mujeres charlatanas.


Aperti, de pie en la proa de un barco, con una larga y pesada pértiga en la mano, se enfrentaba a su cuarto adversario; había herido gravemente a los tres anteriores.

¡Dos victorias más y sería el héroe de la fiesta! Y aquel tipo enclenque con quien se enfrentaba no le impediría alcanzar su objetivo.

Cuando las embarcaciones impelidas por catorce remeros se cruzaron, Aperti lanzó un grito de rabia, apuntando a la cabeza de su enemigo.

Éste lo esquivó con gran rapidez; la pértiga le rozó la sien pero, con la suya, consiguió tocar el vientre del joven coloso.

Aperti perdió el equilibrio y cayó al agua ante la gran satisfacción de la concurrencia.

A pesar del dolor, nadó hasta la ribera, donde dos muchachas lo ayudaron a ponerse en pie.

–Soy enfermera -dijo la más hermosa-. Deja que te examine la herida.

–Con mucho gusto…

–¿De dónde vienes?

–Mi nombre es Aperti y soy ayudante de un jefe de equipo del Lugar de Verdad.

–¿La aldea secreta de los artesanos?

–Exacto.

–¿Entonces conoces todos sus misterios?

–Todos.

–¿Y los demás artesanos son tan fuertes como tú?

–Yo soy su campeón. Nadie me ha vencido aún.

–Salvo ese batelero flacucho…

–¡Ha utilizado la astucia, el arma de los cobardes! Si se cruza en mi camino, lo haré mil pedazos.

–Veamos esa herida…

Cuando la enfermera se inclinó, Aperti le cogió un pecho con la mano derecha y, con la izquierda, reservó el mismo tratamiento a su amiga.

–¡Ya basta, muchacho! Las dos estamos casadas.

–En ese caso…

Aperti se dejó conducir hasta una improvisada cabana que se levantaba en la ribera. Se tendió en una estera, mirando al cielo.

–Me duele mucho… ¿Es grave?

–¡El golpe ha sido fuerte y ha provocado un soberbio hematoma! Atenuaré el dolor con hierbas. Pero tendrás que ir a ver a un médico.

–Pensaré en ello… ¿No bastaría con un buen masaje?

–Mi amiga te ayudará.

Cada una de las dos mujeres se encargó de un hombro. Y sin poder resistir lo que a él le parecían caricias, Aperti las abrazó a las dos.

–¡Basta ya! – protestó la enfermera.

–Tú me deseas, yo te deseo… ¡No nos compliquemos la vida!

La amiga, furiosa, intentó resistirse. Él la apartó de un revés.

–A cada cual su turno, pequeña; luego me encargaré de ti.

Aperti desgarró la túnica de la enfermera y dejó al descubierto sus pechos redondos, más bien pequeños pero muy apetitosos.

–¡Déjame, bruto, no quiero!

–Claro que quieres.

Cuando el violador se tendió sobre su víctima, la amiga pidió socorro.

Aperti debería haberla hecho callar, pero estaba demasiado cautivado por el cuerpo arrobador de la enfermera, que se debatía en vano.

Y cuando se disponía a abusar de ella, varios bateleros entraron en la cabana y se lanzaron sobre el muchacho.


Durante toda la travesía, Paneb había permanecido en silencio, pensando en el viaje que había realizado en compañía de Nefer cuando el maestro de obras le descubrió las tres pirámides de la altiplanicie de Gizeh.

Hoy, solo en la cima de su jerarquía, partía a enfrentarse con la regente en un mundo cuyas leyes ignoraba.

Gracias a una fuerte corriente y a la habilidad de los marineros, que habían aceptado navegar de noche, el recorrido se había realizado en un tiempo récord, menos de seis días.

En el embarcadero de Pi-Ramsés, unos soldados se habían opuesto a su desembarco.

–Soy Paneb el Ardiente, maestro de obras del Lugar de Verdad.

–Vuestra llegada no ha sido anunciada -se extrañó el oficial que mandaba el destacamento.

–Deseo ver urgentemente a la reina Tausert.

–Voy a avisarla… Entretanto, permaneceréis en este barco.

De la soberbia capital construida por Ramsés el Grande, Paneb sólo había visto el gran canal flanqueado por hermosos jardines y el puerto, donde atracaban algunos navíos de guerra. Había una gran agitación, las patrullas recorrían los muelles y las callejas adyacentes.

El maestro de obras se preguntó si el viaje no se saldaría en un lamentable fracaso. Tausert, que estaba comprometida en una feroz batalla por su propia supervivencia, tal vez no tuviera tiempo de recibirlo y escucharlo.

Paneb, inquieto, se recluyó en su camarote para comer, pero la carne seca le pareció insulsa, y el vino tinto, agrio. Regresó, pues, a la cubierta que los marineros limpiaban con grandes cubos de agua. El capitán discutía con un colega al pie de la pasarela.

Cuando volvió a bordo, el coloso se dirigió a él.

–¿Se sabe lo que pasa en la ciudad?

–Todo está tranquilo, pero hay soldados por todas partes.

–¿Sigue siendo regente la reina Tausert?

–Así es. Acaba de celebrar un ritual para apaciguar a la diosa Sejmet, como si quisiera demostrar su capacidad para rechazar el desorden.

–¿Se ha doblegado Set-Nakht?

–No, y sus partidarios siguen siendo numerosos y decididos. Si queréis saber mi opinión, haced igual que yo y limitaos a contar los golpes. Yo voy a dormir.

Al negarse a ampliar la tumba de Siptah, tal vez el maestro de obras del Lugar de Verdad cambiara el destino de Egipto. Pero el oficio tenía sus exigencias, y debía ser el primero en defenderlas.

El sol comenzó a ponerse.

Tendido en su estera de viaje, Paneb pensó de nuevo en Nefer el Silencioso. En semejantes circunstancias, él no habría cedido un ápice. Ni las amenazas ni las falsas promesas lo habrían hecho desviarse del camino de Maat.

Él, su hijo espiritual, se juró respetar el ejemplo del padre.

Cuando se estaba quedando dormido, llamaron a la puerta de su camarote.

–Unos soldados preguntan por vos -dijo la voz pastosa del capitán.

Paneb abrió.

–¿Quién los envía?

–La regente.

Aunque era más fuerte que Imuni, el oficial que se encargó del maestro de obras tenía la misma cara de hurón que el ex escriba ayudante.

–Démonos prisa -exigió con voz quebrada-. La regente está impaciente por veros.

El oficial marchaba en cabeza, dos soldados flanqueaban a Paneb y otros dos iban detrás de él.

–Se diría que soy un prisionero -observó el maestro de obras.

–Simples medidas de seguridad.

–¿Está lejos de aquí el palacio?

–No demasiado, si caminamos deprisa.

Aunque no conocía la capital, a Paneb le intrigó aquel recorrido, de calleja en calleja, hacia un barrio cada vez menos habitado. De pronto vio unas casas en construcción y se detuvo.

–Me he hecho daño… Sin duda, ha sido una esquirla de piedra.

El coloso fingió sentarse para examinar su pie derecho, pero de repente se levantó con tal furia que los dos soldados de retaguardia no tuvieron tiempo de reaccionar cuando los agarró por los cabellos para, violentamente, golpear sus cabezas entre sí. Atontados, se derrumbaron, soltando su garrote.

El oficial intentó golpear con el suyo la nuca de Paneb pero, de una patada, éste le hundió el tacón en el bajo vientre, antes de dar un salto hacia un lado para esquivar el asalto de los dos últimos soldados, que golpearon el vacío. Con el canto de la mano, el coloso hirió al primero antes de fracturar las costillas del segundo de un codazo.

–¿Quién os ha enviado? – preguntó Paneb al falso oficial, que se retorcía de dolor.

–Somos… mercenarios…

Era evidente que aquel malandrín no permitiría al maestro de obras llegar hasta el comanditario.

–¿Por dónde se va a palacio?

–Toma por la segunda calleja, a la izquierda… Luego dirígete hacia el norte…

El coloso, indiferente a los gemidos de los vencidos, reemprendió la marcha a grandes pasos.


44


En cuanto vio que el coloso se acercaba, el guardia de la primera puerta del recinto del palacio supo que tendría problemas. De modo que dirigió su pica hacia el vientre del visitante, pidiendo ayuda a otros soldados.


–Mi nombre es Paneb el Ardiente, soy el maestro de obras del Lugar de Verdad y deseo ver urgentemente a la reina Tausert.

Si el artesano no hubiera mencionado la misteriosa cofradía, de la que hasta el más ignorante de los militares había oído hablar, el guardia le habría hecho pasar un mal rato.

Llegó un oficial.

Paneb dijo de nuevo su nombre y su título.

–¿Realmente sois quien decís?

–Lo juro por el faraón.

–Avisaré a la secretaría de Su Majestad.

–Tenéis que avisarla a ella, y en seguida.

–¡Imposible! Debéis esperar una audiencia oficial y…

–Creedme, no tengo tiempo para esperar.

El oficial observó un brillo extraño en los ojos del coloso que casi nada tenía de humano.

–Esperad aquí… Voy a intentarlo.

Los soldados respiraron aliviados. También ellos habían advertido que el coloso intentaría pasar por la fuerza y que sus puños serían demoledores.

Paneb se sentó tranquilamente en el suelo con las piernas cruzadas. Las picas fueron levantándose, una tras otra.

Transcurrió más de una hora sin que el coloso manifestase el menor signo de impaciencia. Luego apareció un escriba acompañado por cuatro guardias de élite armados de cortas espadas.

El maestro de obras se levantó.

–Tened la bondad de seguirme. Su Majestad acepta recibiros.

Los soldados, pasmados, se rindieron ante la evidencia: el poder mágico del Lugar de Verdad no era una leyenda.

Mientras subía por una escalinata monumental y, luego, recorría un largo pasillo, Paneb pensó cómo se hubiera comportado Nefer el Silencioso al dirigirse a una soberana: directo al grano y sin andarse con rodeos. Pero él tenía una serenidad que no era la principal cualidad del Ardiente.

El alto techo de la sala de audiencias estaba sostenido por dos columnas de pórfiro, y los muros estaban decorados con palmas y espirales de un suave azul.

La reina estaba sentada en un sitial de madera de ébano, cuyas patas tenían la forma de garras de león. Iba vestida con una austera túnica de color pardo; sus cabellos, sujetos en un moño asegurado por agujas de oro, dejaban al descubierto su hermoso rostro ovalado. Un ligero maquillaje ponía de relieve la delicadeza de sus rasgos, que hacían de Tausert la mujer más hermosa de Egipto.

Paneb se inclinó ante la soberana, subyugado.

–¿Por qué habéis hecho un viaje tan largo sin haber hecho antes una petición oficial de audiencia, maestro de obras?

–Porque la orden que me disteis no tiene en cuenta las realidades del terreno, majestad.

–¡Sed más claro!

–La morada de eternidad del faraón Siptah está lista para recibir su cuerpo de luz. Como la regla exige, parecerá inconclusa, pero no hay modo de ampliarla o prolongarla, pues la roca no es segura. Estamos prácticamente convencidos de que provocaríamos una catástrofe.

–¿«Prácticamente», dices?… ¿Por qué esa reserva?

–Por simple prudencia. Fened la Nariz y yo mismo no tenemos ninguna duda: no debe seguir excavándose. Quería transmitiros esta información personalmente para que siguiera siendo confidencial.

La reina se levantó y se apoyó con gracia en una columna.

–Te lo agradezco, Paneb; ¿pero has evaluado correctamente el alcance de una orden que proviene de la cima del Estado?

–Soy consciente de que el faraón es el jefe supremo de la cofradía y que le debo obediencia.

–Tal vez consideres que las decisiones de una regente no son dignas de ser tenidas en cuenta…

–De ningún modo, majestad; y por eso he querido defender mi causa en Pi-Ramsés donde, en cuanto he llegado, han intentado asesinarme.

Tausert quedó estupefacta.

–¿Quién se ha atrevido?

–Una pandilla de mercenarios, pero ignoro el nombre del comanditario.

–Set-Nakht, sin duda… Durante tu estancia en la capital residirás en palacio y dos soldados custodiarán tu alcoba. Debes comprender que necesito tiempo, Paneb, y que el único medio de obtenerlo consiste en prolongar el período de luto. Y el único modo de lograrlo es reanudar las obras en la tumba de Siptah. Si te niegas, me estás condenando a muerte.

–Majestad…

–Los setenta días de momificación no me bastan. Necesito muchos más.

–Destruir la obra realizada sería una falta imperdonable.

–No te pido que la destruyas ni que construyas otra tumba. La tarea exigiría demasiado tiempo y debo permanecer en los límites que mis adversarios pueden aceptar.

–¿Cuáles son, majestad?

–Cien días como máximo. Si tomas las precauciones necesarias, lo conseguirás.

–Estamos seguros de que daremos con un pozo funerario y que provocaremos graves desperfectos en la tumba, por no hablar de la ruptura de la armonía que tales trabajos provocarían. El cuerpo de luz del rey Siptah ya no se encontraría en el crisol alquímico que ha sido concebido especialmente para él, y su supervivencia se volvería incierta.

La reina cerró los ojos por unos instantes.

–No podías haber encontrado un argumento mejor, maestro de obras. Sentía un profundo afecto por el difunto faraón y no haré nada que pueda perjudicarlo. Así pues, retiro mi orden; el visir Hori te escribirá para confirmar esta decisión.

Tausert contempló al coloso.

–¿El Lugar de Verdad siempre sale vencedor de los combates que libra, no es cierto? Tendría que ofrecerme un poco de su fuerza…

–Pensaba proponéroslo, majestad.

La regente se sintió intrigada.

–Aunque sea imposible modificar la arquitectura y la decoración de la tumba de Siptah, ¿por qué no jugar con el mobiliario fúnebre? Encargadnos lechos, tronos, jarrones y otros objetos de primera calidad que no tendremos tiempo de fabricar durante los cuarenta días que nos separan del fin de la momificación. Sin mentiros y sin traicionar el espíritu de la cofradía, os responderé que necesitamos un plazo suplementario, un plazo de tres meses, por lo menos.

–La idea es tentadora, Paneb. Pero Set-Nakht sabe que el equipamiento funerario de Siptah ya está listo y sabe lo competentes que son los miembros de la cofradía. Realizar algunas piezas más no os llevaría tanto tiempo.

La reina estaba en lo cierto.

Volvió a sentarse, circunspecta.

–Gracias a la Piedra de Luz, podéis fabricar oro, ¿no es cierto?

El maestro de obras tardó en responder.

–En ciertas condiciones…

–He aquí, pues, lo que anunciaré a la corte: se realizarán unos últimos retoques en la tumba de Siptah, y se crearán varios objetos excepcionales, en especial cetros, coronas y una gran capilla de oro. La cantidad necesaria se sacará del Tesoro y será entregada, en cuanto sea posible, a la aldea en un barco especial.

–En ese caso, no hace falta proceder a una fabricación alquímica.

–Al contrario, maestro de obras. Exigiré un montón de oro para provocar, así, la reacción de Set-Nakht. Protestará airadamente, afirmando que el Tesoro muy pronto tendrá que financiar los gastos de guerra y que no debe malgastar sus riquezas. Tras la discusión, admitiré que tiene razón, sin renunciar por ello a mis exigencias en cuanto al equipamiento funerario de Siptah. Entonces habremos llegado a un callejón sin salida.

–Y tendréis que revelarle que la cofradía puede fabricar oro, aunque necesitará mucho tiempo para ello.

–Así es, Set-Nakht comprenderá que el Lugar de Verdad posee la facultad de producir oro. ¿Pero aceptáis vos que yo desvele ese secreto?

–Si os convertís en faraón y seguís protegiendo la aldea, ¿por qué no?

–Ni siquiera aplicando esta estrategia estoy segura de vencer.

–Os agradezco vuestra sinceridad, majestad.

–¿Qué decidís, pues?

–Me pedís que embellezca el equipamiento funerario del faraón difunto, y yo no tengo razón alguna para negarme.

Tausert disimuló su emoción.

Y de nuevo pensó que Paneb era un estadista de gran envergadura.

–Majestad… ¿Cuál será vuestra suerte si fracasáis?

–Lo ignoro, pero tampoco me preocupa. Sólo deseo evitar que una guerra destruya el país entero. No tengo otro motivo para luchar por el poder.

Paneb supo que la reina Tausert era sincera, y en aquel momento le pareció tremendamente frágil.

Si la hubiera tomado en sus brazos, ella no se habría resistido. Pero era la reina de Egipto y la regente de las Dos Tierras, y él, el maestro de obras del Lugar de Verdad.

Lo que debían construir juntos era más importante que una pasión momentánea sin futuro alguno, puesto que él nunca abandonaría a la cofradía.


45


La embarcación rápida de Paneb había sufrido una grave avería que los astilleros habían fardado una eternidad en reparar. Había tenido que permanecer varios días en Pi-Ramsés, pero ahora, por fin, ya estaba a punto de zarpar hacia Tebas.


Un oficial de la guardia de élite se dirigió a él.

–El visir Hori quiere veros.

–¿El visir? Pero si mi barco me espera y…

–¡Seguidme!

El tono del oficial era imperioso. Sin duda, la reina Tausert le había ordenado a su primer ministro que proporcionara ciertos detalles al maestro de obras.

Hori era un personaje austero y frío, que no se deshacía en cumplidos y fórmulas de cortesía. En cuanto recibió su nombramiento, el nuevo visir se puso a estudiar el conjunto de los expedientes confiados por la reina. Se entrevistaba, cara a cara, con cada ministro, incluido Set-Nakht, para conocer los problemas específicos en todos los ámbitos de la vida de Egipto.

–¿Sois el maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el Ardiente?

–Así es.

–¿Os consideráis responsable de los artesanos que están a vuestras órdenes?

La pregunta del visir le cayó a Paneb como un jarro de agua fría.

–¿Cómo os atrevéis a dudarlo?

–¿Cómo no dudar de un jefe que nombra a un bandido para ocupar un cargo importante?

El coloso estaba estupefacto.

–A un bandido… ¿Pero de quién estáis hablando?

–Las autoridades judiciales rebanas me han hecho llegar un expediente referente a los delitos cometidos por un artesano de vuestra cofradía durante la fiesta de los bateleros. El perillán secuestró a dos mujeres, las apaleó e intentó violarlas. Ha reconocido estar casado y engañar a su joven mujer con las esposas de sus colegas. Dado que pertenece al Lugar de Verdad y al papel que la regente pretende hacer desempeñar a vuestra cofradía, deseo una detallada y discreta instrucción, tanto más cuanto el culpable es uno de vuestros principales ayudantes.

–¿Cuál es su nombre? – exigió Paneb, consternado.

–Es ayudante de un jefe de equipo y se llama Aperti.

El coloso creyó que el palacio real se derrumbaba sobre sus hombros.

–Aperti es el nombre de mi hijo -reveló-. No es ayudante de jefe de equipo, sino un simple yesero.

El visir Hori no se inmutó lo más mínimo.

–Dada la gravedad de los hechos, no podemos echar tierra sobre el asunto, tanto menos cuanto la detención de vuestro hijo se produjo fuera del territorio del Lugar de Verdad. Queda claro, sin embargo, que la responsabilidad de éste no queda comprometida.

–¿No debería comparecer ante nuestro tribunal?

–Tenéis derecho a exigirlo, en efecto, pero no os lo aconsejo. Buscando circunstancias atenuantes, no haríais más que retrasar el procedimiento, pero el caso acabaría llegando hasta mi tribunal. Y, sobre todo, no contéis con mi indulgencia.

–Sea o no mi hijo, Aperti es un artesano y debe ser juzgado por quienes lo formaron.

Hori se levantó.

–Hacéis mal desafiándome, maestro de obras.

–Sencillamente, respeto nuestra ley.


En cuanto se anunció la embarcación rápida a bordo de la que debía viajar Paneb, que había escapado a los mercenarios pagados por uno de sus agentes en Pi-Ramsés, el general Méhy abandonó el cuartel principal de Tebas y acudió al embarcadero, ansioso por ver aparecer a un maestro de obras dotado de nuevos poderes. Tal vez la regente le hubiera concedido, incluso, algunos adjuntos.

Pero Paneb bajó solo por la pasarela, y no tenía el aspecto alegre de un dignatario al que acababan de conceder honores inesperados.

–¿Habéis tenido un buen viaje?

–¿Podéis acompañarme hasta la prisión? Tal vez necesite vuestra ayuda.

–A la prisión… ¿Por qué?

–Porque debo sacar de allí a mi hijo para llevarlo a la aldea, donde será juzgado.

–Sin duda se trata de un malentendido que se disipará de inmediato…

–Fue él quien provocó disturbios durante la fiesta de los bateleros.

–Ah… el caso es serio, pues el incidente hizo mucho ruido. Me hubiera gustado ayudaros, pero…

–El visir Hori ya está al corriente.

Méhy adoptó un aire desolado.

–Espero que vuestro hijo comprenda que actuó mal y que corrija su comportamiento.

Los dos hombres se acercaron a la prisión, y finalmente Méhy se atrevió a hacerle la pregunta que le quemaba la lengua desde hacía mucho rato.

–¿Habéis visto a la regente?

–Tuve ese honor.

–¿Cómo se encuentra Su Majestad?

–Gobierna.

–Me tranquilizáis, Paneb.

El maestro de obras no parecía tener el menor interés por los asuntos del Estado, por lo que Méhy llegó a la conclusión de que su viaje había resultado un fracaso. Sin duda había presentado, en balde, una petición a la regente referente al Lugar de Verdad.

El general, aliviado, se dirigió con soberbia al director de la prisión y le ordenó que le entregara al prisionero Aperti para transferirlo al Lugar de Verdad. La presencia del maestro de obras tranquilizó al funcionario.

El hijo de Paneb fue sacado de su celda. No parecía en absoluto afectado por la detención.

–¡Por fin has llegado, padre! Comenzaba a impacientarme.

–La policía te llevará a la aldea. Quédate en tu casa y, sobre todo, no salgas de ella bajo ningún concepto.

–Sabes que no he hecho nada grave y…

–Obedece.

Por el tono de su padre, Aperti sintió que sería mejor dejar la discusión para más tarde.

–Necesito el expediente completo de la acusación -dijo Paneb al general.


El maestro de obras expuso los resultados de su entrevista con Tausert a la mujer sabia, al escriba de la Tumba y al jefe del equipo de la izquierda.

–Tomé una decisión sin consultaros -reconoció-, pero tenía que responder a la reina.

–Has actuado bien -consideró Kenhir-; ella gobierna el país y la reconocemos como nuestra soberana.

Hay se sentía inquieto.

–¿Podremos fabricar la cantidad necesaria de oro?

–No será fácil -admitió la mujer sabia-; el proceso es complejo y si fuéramos demasiado deprisa fracasaríamos.

–¡No perdamos más tiempo, pues!

–Primero hay que convocar al tribunal -decidió Paneb.

–He leído el expediente referente a tu hijo -dijo Kenhir-. Aperti no tiene excusa, lo que ha hecho es imperdonable.

–De todos modos, pertenece a la cofradía -recordó el jefe del equipo de la izquierda-, y es un buen yesero. ¿Quién no ha cometido alguna tontería en su juventud?

–No se trata de una tontería -recordó el escriba de la Tumba-, sino de adulterio, agresión e intento de violación. Aperti está poseído por una violencia brutal y se burla de nuestra regla de vida. Varias esposas de artesanos lo han denunciado ya. Tal vez algunas lo incitaran, pero la mayoría fueron importunadas, maltratadas incluso, por ese gamberro.

Paneb no puso objeción alguna.

–Mañana por la mañana convocaremos al tribunal.

Uabet la Pura lloraba desconsoladamente.

–¿Por qué… Por qué ha actuado de ese modo? Su esposa lo adora, está dispuesta a todo para hacerlo feliz y él maltrata a las mujeres casadas. Oh, Paneb… ¡Nuestro hijo es un demonio!

La frágil Uabet se refugió en los brazos del coloso.

–Los dioses te infligen dolorosas heridas -le dijo-, pero te han concedido a Selena, que tal vez sea nuestra futura mujer sabia.

–Tienes razón… La pequeña es tan luminosa como Clara.

–Ya es la hora, Uabet.

–Prefiero quedarme aquí.

Paneb se dirigió hacia el pilono del templo de Hator y de Maat, ante el que se habían reunido los aldeanos. Aperti estaba flanqueado por Nakht el Poderoso y Karo el Huraño.

–Como maestro de obras del Lugar de Verdad, me corresponde presidir el tribunal, pero el acusado es mi hijo y se me podría acusar de parcialidad. Por la pluma de la diosa Maat, juro que no será así. No obstante, me gustaría saber si alguno de vosotros me rechaza.

Nadie dijo nada.

–Que el escriba de la Tumba tenga la bondad de leer el acta de acusación.

Lentamente, Kenhir enumeró las fechorías de Aperti y detalló las denuncias presentadas contra él. El joven sonreía, seguro de que el tribunal de la aldea pronunciaría una pena mucho más leve que el de Tebas-este, y que saldría vencedor de la larga querella jurídica que estaba a punto de comenzar. Su calidad de miembro de la cofradía le confería una especie de impunidad con respecto al mundo exterior.

–Que el acusado se defienda -ordenó Paneb.

–¡Sólo son chismes de hembras en celo! – protestó Aperti, con sorna-. Sólo tuvieron lo que estaban buscando, ¿no? ¡No hay que darle tantas vueltas!

–¿El acusado reconoce los hechos?

–¡Ya lo creo que sí! Todas ellas tuvieron su placer. A las mujeres les gustan los verdaderos machos, y yo tengo la suerte de serlo.

Entre los presentes se hizo un doloroso silencio escandalizados por la arrogancia de Aperti.

–He aquí el castigo que propongo -declaró el maestro de obras-: hijo de Uabet la Pura y de Paneb el Ardiente, el yesero Aperti, que ha sido reconocido culpable de agresiones graves contra las personas y de violación de la Regla de Maat, ya no es digno de pertenecer a nuestra cofradía. Por consiguiente, debe ser expulsado del Lugar de Verdad. Su esposa obtendrá el divorcio que solicita, y lo pronunciamos a expensas de su marido. Aperti no cruzará nunca más la puerta de la aldea, y su nombre será tachado del Diario de la Tumba, como si nunca hubiera existido. Ningún artesano lo reconocerá como miembro del equipo. Finalmente, su padre y su madre reniegan de él y ya no tiene derecho a la calidad de hijo.


46


El gran consejo escuchó con asombro la proposición de la regente. Set-Nakht fue el primero en reaccionar:


–¡La cantidad de oro que exigís es demasiado importante, majestad!

–¿Acaso os negáis a honrar la memoria del faraón Siptah?

–Claro que no, pero debemos reservar nuestras riquezas para financiar unos gastos de guerra que muchos, comenzando por mí, creemos inevitable.

–Los últimos trabajos en la tumba de nuestro rey difunto pronto habrán terminado -reveló Tausert-, y su mobiliario fúnebre será digno de un gran rey. Pero quiero que disponga de cetros y coronas de oro, así como de una gran capilla del mismo metal en la que se hayan inscrito las fórmulas de resurrección. Pensad en mi propuesta; volveremos a hablar de ello en el próximo consejo.

La regente se levantó.

–Quiero veros en privado, Set-Nakht.

El anciano dignatario siguió a la reina hasta una pequeña sala de audiencias, al abrigo de oídos indiscretos.

–Majestad, me opongo formalmente a que salga oro de nuestras reservas.

–¿Estáis dispuesto a impedir por la fuerza el acceso al Tesoro?

–Majestad…

–Semejante insubordinación os llevaría a la cárcel.

–¡Mis partidarios reaccionarían con violencia! Y vos no deseáis una guerra civil, ¿verdad?

–Lo admito.

–¡Renunciad, entonces! De momento, Egipto debe preservar la integridad de sus reservas de oro.

–Lo admito también. ¿Aceptáis, sin embargo, que el equipamiento de eternidad de Siptah se haga como yo he dicho?

–En principio lo acepto, pero…

–No tocaré el Tesoro -prometió la reina-, pero los objetos de oro serán realizados de todos modos. ¿Tengo vuestra aprobación?

–¿Y cómo pensáis conseguirlo?

–Pediré al Lugar de Verdad que haga lo necesario.

La mirada de Set-Nakht se ensombreció.

–¿Pensáis entregarle oro en secreto?

–Sabéis perfectamente que eso es imposible.

–¡Entonces creéis en la leyenda! ¿Realmente la cofradía es capaz de fabricar oro?

–Me atrevo a esperarlo.

–En realidad, majestad, creo que sólo estáis intentando ganar tiempo.

–Intento conseguir que la morada de eternidad de Siptah sea tan eficaz y potente como debe serlo, según nuestros ritos y nuestros símbolos. Si no estáis de acuerdo con este deber, que nuestros antepasados consideraron esencial, proclamadlo ante el gran consejo.

–¿Cuánto tiempo necesitará el maestro de obras?

–Eso debe decirlo él.

–¡Me lo dirá, majestad, no lo dudéis!


La mujer sabia atendía a Uabet la Pura, que sufría una grave depresión. Aunque el mejor remedio era la presencia de la pequeña Selena, que se encargaba de su madre corno una experimentada asistenta, siguiendo al pie de la letra las prescripciones de Clara.

–¿Dónde está tu padre? – preguntó Uabet cuando por fin decidió hablar.

–Papá está trabajando -respondió la niña-. La mujer sabia ha dicho que cuando empezaras a hablar, comenzarías a curarte.

–Curarme… ¿Cómo puedo curarme? ¡Tu hermano se ha marchado!

–No, ha sido expulsado de la aldea porque cometió algunos crímenes.

Uabet no había tenido el valor de explicar a Selena que la decisión equivalía a una condena a muerte. Como Aperti ya no era miembro de la cofradía, sería juzgado por violación como un criminal cualquiera, y sería castigado con la pena capital.

Uabet nunca hubiera pensado que su marido fuese tan severo. Pero también era el maestro de obras y había elegido el camino de su cargo y no el de padre… ¿Cómo podía admitirlo la madre de Aperti? Paneb no era el único responsable, porque el tribunal debería haber moderado la sentencia, pero ninguno de sus miembros había encontrado circunstancias atenuantes. Y puesto que Aperti había abandonado la aldea insultando a los artesanos y a las mujeres que había seducido, nadie había lamentado la severidad de la condena.

Un monstruo… Sí, Aperti era un monstruo, pero seguía siendo su hijo y ella no perdonaría a Paneb que lo hubiese enviado directo a la muerte. Si el coloso hubiera defendido la causa de su hijo, los jurados lo habrían escuchado.

–Tienes que comer un poco de puré de habas, mamá… Lo he preparado yo.

Uabet sonrió.

–No tengo hambre, querida.

–Haz un esfuerzo… Dime, ¿lo harás?

La enferma asintió.

–¡Tú ya eres una hechicera!


Por fin hacía una noche oscura, gracias a la luna nueva y a algunas nubes. El traidor salió de la aldea provisto de un cincel, pasando por la necrópolis para evitar a Bestia Fea que, según su costumbre, debía dormitar junto a la gran puerta de entrada.

Era el momento ideal para llegar al Valle de las Reinas antes de la distribución de las tareas que Paneb anunciaría a la mañana siguiente. La expulsión de Aperti había alegrado y apenado, al mismo tiempo, a los aldeanos. Alegrado porque aquel muchacho «de malos instintos», de acuerdo con la expresión de Niut la Vigorosa, habría terminado perjudicando gravemente a la cofradía; apenado, porque Paneb y su esposa habían sufrido el dolor en sus propias carnes. Pero todos habían apreciado el rigor del maestro de obras, que había sabido olvidar que Aperti era su hijo para salvaguardar el Lugar de Verdad.

«Quienes creían que Paneb el Ardiente sería un maestro de obras débil y manipulable se equivocaron mucho -pensó el traidor-; nada ni nadie lo harán desviarse de su camino, y para mí será un enemigo implacable.»

El traidor tomó el sendero que pasaba junto al santuario de Ptah, el patrón de los constructores, y de la diosa del silencio; luego se dirigió hacia el extremo meridional de la necrópolis tebana que ocupaba el Valle de las Reinas.

Estaba custodiada por policías que vigilaban el conjunto de las moradas de eternidad, donde residían reinas, hijas de rey y príncipes. Pero el traidor conocía el lugar donde se apostaban y los evitaría sin dificultades.

Penetró con precaución en el villorrio donde se alojaban los artesanos cuando trabajaban en el paraje durante mucho tiempo. Medía 700 m2 y se componía de pequeñas casas de piedra seca y talleres de pintura y de escultura. El traidor temía que uno o dos artesanos del equipo de la izquierda hubieran decidido dormir allí, pero el lugar estaba desierto.

Gracias a las informaciones que había obtenido su esposa, conocía el emplazamiento de la pequeña tumba de princesa donde se había depositado la oca de oro que contenía la Piedra de Luz. El camino estaba libre, pero, sin embargo, avanzó lentamente, como una fiera al acecho.

Y su prudencia, una vez más, evitó que lo sorprendieran.

En un lugar poco común, no lejos de la tumba, había un guardia dormido.

¿Qué hacer? Liquidar al policía era una opción… Pero si éste se resistía, si alertaba a sus compañeros, el traidor no tendría escapatoria.

Mientras pensaba en otra solución, la suerte le sonrió. El guardia se desperezó, escupió y fue a apostarse más lejos. Esta vez, el camino parecía estar libre.

¿Y si se trataba de una nueva trampa? Tal vez el policía sólo había fingido alejarse para que el traidor cayera en sus redes.

Tras haber descrito algunos círculos en torno a su objetivo, se tranquilizó.

No percibió nada anormal, por lo que rompió el sello de barro seco y empujó la puerta de madera ligera que, al finalizar los trabajos de restauración, sería sustituida por otra de acacia maciza.

Como esperaba, la oca de oro había sido depositada muy cerca de la entrada.

Era una pieza magnífica, cincelada con tanta perfección que el animal parecía estar vivo.

Por un instante, el artesano lamentó tener que estropear aquella obra maestra, pero estaba obligado a hacerlo. Y con la ayuda del cincel, quitó la cabeza de la oca.

En su interior había una especie de paquete.

El traidor perforó el vientre de la escultura para extraer la riqueza oculta.

Cortó sin dificultades el cordel de lino y dejó al descubierto unas finas placas de oro, plata y cobre, símbolos de los metales celestiales destinados a favorecer la vida luminosa de la resucitada, a quien la oca debía custodiar y conducir hacia el cielo.

¡Un pequeño tesoro digno de interés, ciertamente, pero no la Piedra de Luz!

Otra esperanza que se esfumaba… El traidor había hecho mal siguiendo aquella pista. La piedra sólo podía ocultarse en el templo de Hator y de Maat.

Desdeñando aquel decepcionante botín, salió de la tumba, cuya puerta volvió a cerrar. Tuvo que superar su decepción y mantener la cabeza fría para abandonar el Valle de las Reinas sin ser descubierto.


47


–¿Un robo en el Valle de las Reinas? – se extrañó Kenhir, a quien el jefe Sobek recibía en su modesto despacho del quinto fortín.


–Alguien penetró en la tumba de una princesa, puesto que el sello ha sido roto.

El maestro de obras había sido avisado y acudió en seguida al lugar, en compañía del jefe del equipo de la izquierda. Juntos, comprobaron los desperfectos.

–¡Qué extraño ladrón! – se asombró Hay-. Ha despanzurrado la oca para saber lo que contenía, pero no se ha llevado las placas de metal.

–No le interesaban porque buscaba la Piedra de Luz.

–¿Aquí, en esta tumba de princesa?

–Ha debido de suponer que la oca guardiana contenía el más importante de nuestros tesoros.

–¿Algún miembro de tu equipo ha dormido en el villorrio, la pasada noche?

–No, que yo sepa, pero me aseguraré.


Hay hizo comparecer a todos los artesanos del equipo de la izquierda ante el jefe Sobek y el maestro de obras, que los interrogaron sin miramientos. Sus testimonios, al igual que la investigación llevada a cabo en el interior de la aldea, desembocaron en una certeza: la noche del robo, el villorrio del Valle de las Reinas estaba completamente vacío.

–Mis hombres han cometido una terrible negligencia -deploró Sobek-, y yo soy responsable de ello.

–Deja ya de castigarte -recomendó Paneb-. El traidor siguió una falsa pista porque creyó que habíamos sacado la Piedra de Luz de la aldea. Ahora que ha descubierto que no, seguirá investigando.

–Los policías apostados en el Valle de las Reinas no eran los mejores, lo reconozco, pero, a fin de cuentas, tampoco son unos novatos.

–El traidor es astuto y desconfiado -recordó el maestro de obras-. ¿Te das cuenta de que se nos escapa desde hace muchos años y de que yo hablo con él todos los días y no sé quién es?

–¿Cómo un hombre, por muy hábil que sea, ha evitado cometer el más mínimo error durante tanto tiempo? Sólo puede tratarse de un demonio surgido del infierno que ha penetrado en el cuerpo de un artesano.

–No estás equivocado.

El policía nubio se quedó perplejo.

–¿También tú lo crees?

–Los humanos somos capaces de cometer cualquier vileza, pero ésta supera los límites conocidos. El Lugar de Verdad lo inició, lo educó, lo alimentó, le ofreció la visión de los misterios, le permitió conocer la fraternidad… ¡Y él sólo intenta destruirlo! Tienes razón, Sobek: sólo un demonio tiene el corazón tan podrido.


El guardián de la puerta principal de la aldea se inclinó ante el maestro de obras.

–El escriba de la Tumba os está esperando en su casa.

Ni un ama de casa conversaba en el umbral de su puerta, ni un chiquillo jugaba…

La puerta de la casa de Kenhir estaba abierta. Niut la Vigorosa había abandonado su escoba y sus cepillos y estaba sentada en un taburete.

–En su despacho -murmuró.

Kenhir estaba postrado en su sillón.

–Tu hijo, Paneb… El cartero nos ha traído una copia de la condena: cadena perpetua; ha sido condenado a realizar trabajos forzados en una mina de cobre del Sinaí. Ya sabes lo que significa eso… Ha recurrido al tribunal del visir, pero Hori no modificará la pena. En nuestro país, la violación es un crimen severamente castigado.

Paneb permaneció inmóvil durante largo rato.

–Ya no es miembro de la cofradía, así que no tenemos medio alguno de defenderlo.

–Vos lo sabíais, Kenhir, como todos los que aprobaron el castigo que propuse.

–Nunca te reprocho nada, pero era muy joven, podría haber cambiado con la edad…

–Sabéis muy bien que no.

Kenhir bajó la mirada.

–Es cierto… Pero en el futuro corres el peligro de quedarte solo.

–¿Acaso no es ése el destino de un maestro de obras?

–Ya no tienes hijo, Paneb, pero te acercas a tu padre espiritual.

–Después del almuerzo reuniré a los dos equipos en el templo para concretar sus futuras tareas.

La fortaleza del coloso fascinaba al viejo escriba; Paneb el Ardiente había dominado numerosos fuegos para ponerlos al servicio de la obra. Años atrás, Kenhir había presentido en aquel joven fogoso a un ser excepcional, y no se había equivocado; y Nefer el Silencioso, a pesar de las apariencias y todo lo que oponía y diferenciaba a ambos hombres, tampoco había errado al elegirlo como sucesor.


En el suelo de la primera estancia había unos granos de arena. Apenas se veían, pero Uabet la Pura, por lo general, limpiaba tan bien la casa que Paneb lo advirtió en seguida. Desde su boda, nunca había cometido semejante descuido.

–¿Estás ahí?

Uabet salió de su alcoba, vestida de sacerdotisa de Hator, delgada y frágil.

–¿Vas a una ceremonia?

–No, Paneb. He pedido a la mujer sabia que me nombre guardiana de los oratorios.

–¿No será una tarea demasiado dura para una madre de familia?

–Mi hijo ha desaparecido, mi hija vive en casa de Clara, donde se inicia en el arte de curar… Abandono esta casa y te abandono a ti también, Paneb.

–¿Quieres… divorciarte?

–Te he amado a mi modo, tanto como podía amar. Pero has condenado a Aperti y no puedo perdonártelo ni seguir siendo tu esposa. Si me quedara a tu lado, acabaría odiándote.

–¿Lo has pensado bien?

–¿No te parecen explícitas mis palabras?

El coloso conocía lo suficiente a su mujer para saber que no se echaría atrás.

–Hazme un favor, Uabet: que el divorcio se pronuncie a expensas mías.

–Será mejor que se aplique la justicia. Puesto que soy yo quien se va, conserva esta casa, que es digna del maestro de obras de la cofradía. Yo viviré en la que ocupaba Aperti. Su esposa ha regresado a Tebas, el Estado le pagará una pensión. En adelante, me encargaré de cuidar los oratorios de la aldea y prepararé las ofrendas. ¿Puede haber una vida mejor?

–Uabet…

–No me toques, Paneb. Mi vestido de ceremonia es nuevo y no soportaría que se arrugase.


Tras un vano intento de conciliación, Kenhir sentenció el divorcio en un clima sereno y digno. Al maestro de obras se le atribuyó una sirvienta que limpiaba su casa y era, también, capaz de cocinar; Uabet la Pura decidió arreglárselas sola. Su ex marido se comprometió a entregarle la mitad de su salario y algunas rentas de sus campos. La divorciada se quedaba en la aldea, por lo que todos podrían comprobar que no le faltaba de nada.

Quedaba por decidir la suerte de Selena, que fue llamada ante el jurado.

–¿Con quién prefieres vivir -le preguntó Kenhir con su más cálida voz-, con tu padre o con tu madre?

La niña reflexionó durante largo rato.

–Ahora tengo tres casas: la de papá, la de mamá y la de Clara. Tengo suerte, ¿no? Prefiero conservar las tres.

Ni Paneb ni Uabet formularon objeción alguna.

–Probémoslo -aceptó Kenhir-. Si se presentan dificultades, el tribunal se reunirá de nuevo.

–Para empezar, ayudaré a mamá a arreglar sus cosas. Luego, ayudaré a Clara a lavar las redomas.

Selena se alejó con Uabet.

–Esta pequeña es una caja de sorpresas -afirmó Kenhir-; no se parece a ninguna otra niña.

–Y no podéis imaginar cómo le gusta reír -dijo Clara-; pero cuando aprende, presta tanta atención que la enseñanza circula por todo su ser y llega hasta su corazón. Sin dejar de ser una niña, es ya más sensata que la mayoría de los adultos.

–Así pues, será tu sucesora -afirmó Paneb.

–Si los dioses lo quieren… ¿Y tú cómo lo llevas?

–Estoy bien. Tal vez hice mal en no contarle a Uabet qué posición iba a adoptar en el proceso de Aperti, pero sabía que no íbamos a estar de acuerdo. Sin mí, y más cerca de las sacerdotisas de Hator, alcanzará la felicidad.

Clara sintió que la fuerza interior del coloso no había disminuido. Al contrario, el drama que afrontaba le obligaba a vivir su cargo con mayor intensidad aún.

La mujer sabia y el maestro de obras caminaron lentamente hacia el templo.

–Cuanto más capacidad tiene un hombre, decían los Antiguos, peores son las pruebas con las que debe enfrentarse… ¡Debo de tener muchísimas cualidades!

–El camino de un maestro de obras es, a la vez, vasto como el universo y estrecho como el sendero de su propia existencia. Según el lugar en el que se posa tu mirada, sientes que las cosas marchan bien o que se acumulan los fracasos.

–Dicho de otro modo, no me das ni un solo segundo para compadecerme por mi suerte.

–Por una parte, es un ejercicio para el que no tienes talento alguno; por la otra, debes dirigir los trabajos de una cofradía que desempeña un importante papel en el mantenimiento de la armonía en nuestra tierra. ¿Sería razonable dudar entre ambas opciones?

El coloso besó con respeto las manos de la madre de la cofradía.


48


Tras los duros golpes que el maestro de obras había recibido, algunos artesanos esperaban verlo decaído o voluble. Pero su voz seguía siendo tan potente y su aspecto tan imperioso como antes.


–La reina Tausert nos ordenó que preparáramos la morada de eternidad del faraón Siptah y su equipamiento para la ceremonia de los funerales. El equipo de la derecha partirá mañana hacia el Valle de los Reyes para examinar a fondo la tumba, y el equipo de la izquierda fabricará los objetos que estén incluidos en la lista que les proporcione Hay.

–Necesitaremos poco tiempo -estimó Karo el Huraño.

–El material funerario de Siptah está completo -añadió el carpintero del equipo de la izquierda.

–Os he dado la versión oficial que se comunicó a la corte de Pi-Ramsés -precisó el maestro de obras-; en realidad, el trabajo que deberéis hacer es más delicado. Tenemos que fabricar cetros, coronas y una capilla cubierta de jeroglíficos.

–¿Con qué materiales? – preguntó Gau el Preciso.

–Con oro.

–¡Con oro! – repitió Thuty el Sabio, desconcertado-; ¿pero quién va a proporcionárnoslo?

–Lo produciremos nosotros mismos -afirmó la mujer sabia-, siempre que obtengamos la ayuda necesaria de nuestro antepasado fundador, Amenhotep I. Sin él, sería un fracaso.

El traidor estaba exultante.

Para hacer oro, el maestro de obras tendría que sacar la Piedra de Luz de su escondrijo y trabajar en un taller especial custodiado por algunos artesanos. Y sin duda él sería uno de ellos.

En ese caso, sólo tendría que librarse de uno o dos colegas para apoderarse del tesoro.

Amenhotep I era honrado en varias fiestas, la más importante de las cuales daba origen a una procesión y un memorable banquete.

Pero la que la aldea se disponía a celebrar era de naturaleza muy distinta, puesto que cada aldeano era invitado a recogerse ante la estatua del antepasado fundador. ¿Acaso no era el juez supremo y, de acuerdo con la inscripción grabada en el zócalo de su estatua, «aquel que sabía cómo ver»?

Cuando la mujer sabia se presentó ante la efigie, los artesanos contuvieron el aliento. De la reacción del antepasado a la muda plegaria de la madre de la cofradía dependería su porvenir inmediato: o iniciar el proceso de fabricación del oro alquímico, o comunicar a la regente que el Lugar de Verdad renunciaba a ello y, de ese modo, dejar el campo libre a Set-Nakht.

Fuera cual fuese el deseo de Paneb, no podía prescindir de esta consulta.

Clara permaneció largo rato meditando, como si expusiera al fundador los motivos de aquella entrevista.

Cuando la mujer sabia ya iba a retirarse, la estatua no había dado signo alguno de aprobación, y Paneb pensaba ya en la angustia de Tausert cuando le comunicara que a la cofradía le era imposible satisfacer sus deseos.

Pero en el preciso instante en que Clara se inclinaba respetuosamente, la cabeza del antepasado también se inclinó, de atrás hacia adelante, para dar su consentimiento.


El vigía que observaba la pista que llevaba a la aldea, desde lo alto del primer fortín, se tragó de un bocado un trozo de torta.

–¡Corre a avisar al jefe! – gritó, despertando a su colega-. ¡Hay por lo menos cien soldados!

–¿Y vas a plantarles cara tú solo?

–Bueno… no. Correré contigo.

–¿Abandonamos el fortín?

–¡No podemos defenderlo los dos solos!

A los policías no les faltaba valor, pero la gravedad de la situación exigía la presencia de Sobek, y de nada serviría dejarse matar.

Por desgracia, aquel asalto tenía lugar durante el único día de descanso desde hacía más de un mes, y había menos oficiales de guardia; pero, afortunadamente, el jefe Sobek se encontraba en el segundo fortín, donde examinaba el estado de los muros de ladrillo.

–¡Jefe, jefe, un verdadero ejército, con carros!

–Colocad unos bloques en la pista.

Los policías se apresuraron a hacerlo, y Sobek se plantó ante la modesta barrera.

Al ver al atleta negro, el carro de cabeza redujo la marcha y luego se detuvo a menos de un metro. Por su casco y su coraza, el nubio reconoció a Méhy.

–¿Adonde pensáis ir, general?

–He recibido órdenes de llevar al maestro de obras a Tebas.

–¿Ordenes de quién?

–De Set-Nakht en persona.

–No lo conozco.

–¿Me estás tomando el pelo, Sobek?

–Sólo recibo órdenes del faraón, del maestro de obras y del escriba de la Tumba.

–Sabes muy bien que tus policías no dan la talla ante mis soldados.

–Eso ya lo veremos.

–¡No olvides que yo también cumplo órdenes!

–Si Set-Nakht quiere hablar con el maestro de obras, que acuda a la zona de los auxiliares. Y si el maestro de obras acepta recibirlo, todo irá bien.

–¿Es ésa tu última palabra?

–Si atacáis, Méhy, nos defenderemos.


Instalado en la lujosa villa de Méhy, Set-Nakht no soportaba la cháchara de Serketa y no era sensible a sus encantos. Se había aislado, pues, en un despacho que daba al jardín.

–El general acaba de regresar -lo avisó el intendente.

El anciano cortesano se dirigió al vestíbulo de acogida, nervioso.

–¿Habéis vuelto solo, general?

–Como había supuesto, el jefe Sobek no se ha impresionado lo más mínimo ante el despliegue de fuerzas.

–¿Habéis retrocedido, pues?

–Si hubiera atacado, los arqueros de Sobek habrían disparado contra mis hombres, y se hubieran producido numerosas muertes. Una catástrofe para vuestra reputación…

Set-Nakht se tranquilizó.

–Tenéis razón, general… ¡Pero ese Lugar de Verdad parece una fortaleza inexpugnable!

–Ésa ha sido la voluntad de los faraones desde su creación.

–De todos modos, el maestro de obras no osará negarse a recibirme.

–El jefe Sobek sugiere que acudáis a la zona de los auxiliares; tal vez Paneb se reúna allí con vos.

Méhy advirtió que el viejo cortesano se sentía profundamente humillado y que haría pagar cara su arrogancia a la cofradía.

–Sois administrador principal de la orilla oeste, Méhy; ¿no tenéis poder sobre el Lugar de Verdad?

–Mi papel consiste, simplemente, en protegerlo de las agresiones exteriores. Por eso está tan seguro de sí mismo el jefe Sobek. Sabe muy bien que mis soldados no atacarán.

–¿Aunque el faraón lo ordenase?

–Eso sería distinto -reconoció el general.


–La diplomacia no es tu fuerte -le dijo a Paneb el escriba de la Tumba-, será mejor hablar con Set-Nakht. Pase lo que pase, y aunque Tausert acceda al poder supremo, seguirá siendo un hombre influyente. Debes pensar siempre en la salvaguarda de la cofradía, aunque algunas gestiones no te gusten demasiado. Yo me encargaré de las formas llevando personalmente tu invitación a Set-Nakht.

–De acuerdo, Kenhir.

El escriba de la Tumba se sintió aliviado. Paneb no sólo no había sucumbido bajo el peso de su divorcio, sino que, además, había mejorado aceptando, sin protestar, las obligaciones de su cargo.

–Set-Nakht es un viejo cortesano, hábil y astuto; te tenderá algunas trampas. Sobre todo, no hables demasiado.

–Puedes contar conmigo.

Ante la feroz expresión del rostro de Ardiente, Kenhir se preguntó si aquella entrevista sería muy oportuna; pero ofender más aún a Set-Nakht lo convertiría en un enemigo irreductible.

–¡Prométeme ser mesurado, Paneb!

–Diré algunas verdades sencillas y no hablaré demasiado… Esa será mi línea de conducta.


–¿Corremos el riesgo de que nos ataquen? – preguntó Fened la Nariz a Paneb cuando se cruzaron en la calle principal de la aldea.

–Estás muy preocupado…

El cantero, que estaba recuperando peso, ya que tras su divorcio había adelgazado mucho, se tomó muy mal la observación del maestro de obras.

–¡Todos tenemos familia y todos tememos la violencia de un hombre ambicioso como Set-Nakht!

–También yo estoy preocupado -insistió Pai el Pedazo de Pan-; ¿por qué desea forzar la puerta de la aldea el rival de la reina Tausert?

–Para conocer nuestros secretos.

–Mándalo a Pi-Ramsés -aconsejó Karo el Huraño.

–Al contrario, negociemos -recomendó Renupe el Jovial.

–Sé firme y claro -exigió Gau el Preciso.

–Ese tipo no tiene nada que hacer en nuestra casa -decidió Nakht el Poderoso-. Que el jefe Sobek aplique las consignas.

–Hablaré con Set-Nakht -indicó el maestro de obras.

–Excelente iniciativa -aprobó Ched el Salvador-; estoy convencido de que no vas a decepcionarlo.


49


Turquesa estaba radiante.


Estaba ocupada en un bordado, y vivía su trabajo con pasión. Sus dedos, largos y finos, parecían incansables; su postura evocaba la de una bailarina que al terminar un movimiento, ya estaba dispuesta a esbozar el siguiente. Fuera cual fuese su tarea, le confería gracia y belleza.

–Turquesa.

La soberbia pelirroja levantó la cabeza.

–¡Paneb! ¿No debías entrevistarte con Set-Nakht?

–No ha llegado todavía.

Turquesa dejó la tela y las agujas.

–Mi respuesta es no, Paneb.

–¡Pero si no te he hecho ninguna pregunta!

–¿Ahora no irás a decirme que no deseabas hablarme de tu nueva situación de hombre libre? No me importa que estés divorciado o no. Un voto es un voto: nunca me casaré.

–Yo esperaba que…

–¿Cuándo renunciarás a esa esperanza?

–¿Qué te parece la decisión de Uabet?

–Uabet la Pura es sacerdotisa de Hator y se encarga del mantenimiento de los oratorios. Lo demás no me concierne.

–¿Y qué te parece mi decisión por lo que se refiere a mi hijo?

–Sólo me interesa la actitud del maestro de obras. Y la cofradía la consideró justa.

El coloso tomó, fogosamente, a Turquesa en sus brazos.

–¿No tienes una cita muy importante?

–Sí, contigo.


Por orden de Beken, el alfarero, los auxiliares habían evacuado la zona donde estaban trabajando. Sólo Obed había sido autorizado a permanecer en su forja, siempre que no saliese de ella. Sobek y una decena de policías nubios vigilaban el lugar.

A Set-Nakht le extrañó la ausencia del maestro de obras.

–No estoy acostumbrado a esperar -le dijo al escriba de la Tumba.

–Paneb ya no tardará.

–¡Deberíais avisarlo de mi presencia!

Kenhir inclinó la cabeza y se dirigió lentamente hacia la gran puerta. El guardián lo saludó, empujó uno de los batientes para dejarlo pasar y, luego, volvió a cerrar.

Aunque no fuese miedoso, Set-Nakht se sintió de pronto muy solo y en absoluto tranquilizado por la presencia de aquellos policías negros de mirada hostil. Estaba convencido de que, si algunos artesanos lo agredían, el jefe Sobek no movería un dedo.

Si intentaba huir o, sencillamente, solicitaba que lo dejaran regresar a los locales de la administración, haría el ridículo. Luego pensó que tal vez Tausert había previsto su reacción y que había organizado una emboscada de la que no saldría vivo. El anciano dignatario intentó tranquilizarse pensando en la ley de Maat que la regente debía respetar… ¿Pero por qué no aparecía el maestro de obras? Cuantos más minutos pasaban, más evidente le parecía, a Set-Nakht, que por orden de la regente la cofradía iba a eliminar al último adversario que impedía tomar el poder a una mujer ambiciosa.

Por lo menos moriría de pie y miraría de frente a quien tuviera la cobardía de golpearlo.

Cuando la gran puerta se abrió, sin embargo, no pudo evitar un estremecimiento.

Paneb el Ardiente, de quien nunca hubiera pensado que fuera tan colosal, se acercó a él. El maestro de obras iba vestido, sólo, con un taparrabos de cuero, como un obrero, y parecía tan indestructible como una montaña. Set-Nakht comprendió por qué los rumores afirmaban que era capaz, por sí solo, de acabar con una decena de adversarios.

Paneb, que aún estaba bajo el hechizo de Turquesa, con la que acababa de hacer el amor, miró de arriba abajo a su interlocutor, visiblemente incómodo.

–¿Deseabais verme?

Set-Nakht se repuso muy pronto.

–Vuestro recibimiento no es demasiado caluroso, maestro de obras.

–Como debéis saber, la cofradía está sobrecargada de trabajo, y no tengo tiempo para consagrarme a las entrevistas. Decidme lo que queréis e intentaré satisfaceros.

–Puesto que no deseáis andaros con tapujos… La regente os dio la orden de fabricar varios objetos de oro, pero no se os entregará la menor onza del precioso metal, pues nuestras reservas deben permanecer intactas, en previsión de un eventual conflicto. Si queréis obedecer a la reina Tausert, debéis producir ese oro vosotros mismos.

–Obedeceré a la regente.

–¿La leyenda es una realidad, entonces?

–En ciertas circunstancias, sí.

–¿Cuáles?

–Ése es el secreto del Lugar de Verdad.

–¿Y si el faraón en persona os ordenara producir oro sin cesar, para alimentar el tesoro?

–Le explicaría que es imposible. Sólo trabajamos para moldear la eternidad del alma real.

Set-Nakht no despreció en absoluto las revelaciones del maestro de obras. Muy pocas personas habían tenido ocasión de oírlas.

–Habríais podido mentir, Paneb.

–Ése no es mi carácter.

–¡Seguid diciendo la verdad, pues! ¿Cuánto tiempo necesitaréis para dejar listo el equipamiento funerario del rey Siptah?

–Unos tres meses.

–¡Es mucho tiempo!

–La capilla de oro es una obra compleja, y el grabado de los jeroglíficos exige muchísima precisión; así pues, es imposible trabajar con prisas.

–Habéis tomado partido por la regente, maestro de obras, y podríais lamentarlo.

–¿Quién puede reprochar al Lugar de Verdad que cumpla con sus funciones y a sus artesanos que hagan su oficio?

–¿No existe medio alguno de satisfacer ese encargo con mayor rapidez?

–Ninguno.

–Pensadlo mejor, Paneb.

–Sólo tengo una idea en la cabeza: realizar objetos de eternidad para dar al faraón su plena capacidad de acción en el otro mundo.

–¿Habéis comprendido que yo no soy un conspirador como los demás? Los manejos de Tausert no me impedirán subir al trono de Egipto y salvar el país. Y cuando lo haya hecho, os destrozaré.


Unesh el Chacal limpiaba nerviosamente una paleta.

–Eso me da mala espina.

–No es la primera vez que el Lugar de Verdad fabrica oro -repuso Gau el Preciso, que trabajaba en el esbozo de la capilla destinada al rey Siptah.

–De acuerdo -reconoció Pai el Pedazo de Pan-, pero, de todos modos, estamos entre el martillo y el yunque. ¿Y quién va a ser aplastado?

–El maestro de obras sabe adonde va -afirmó Gau.

–¿Y si no lo supiera? – se preocupó Unesh.

Nakht el Poderoso entró en el taller de los dibujantes.

–¡La entrevista ha terminado!

Los tres dibujantes siguieron al cantero hasta la morada del escriba de la Tumba, ante la que se habían reunido otros artesanos.

–Paneb está hablando con Kenhir -indicó Thuty el Sabio.

–No es una buena señal -consideró Casa la Cuerda-; Set-Nakht debe de haberle dado un ultimátum a Paneb.

–Simple nerviosismo de un conquistador de pacotilla -observó Ched el Salvador.

–¡De ningún modo! – objetó Karo el Huraño-. Un hombre cuyo nombre está marcado por el dios Set forzosamente es peligroso.

–Su furia se desvanecerá ante nuestro maestro de obras -prometió Ipuy el Examinador-. Él es quien posee la auténtica fuerza de Set.

–La puerta de la aldea está cerrada para los profanos y seguirá estándolo -confirmó Didia el Generoso-, y sin duda no será un anciano cortesano el que consiga derribarla.

–Si lo hubiera tenido ante mí -precisó Userhat el León-, le habría cortado la cabeza para hacerla menos pretenciosa. ¿Pero quién se cree que es ese quisquilloso?

–¿Acaso crees que la reina Tausert estará de nuestra parte? – preguntó Casa, con agresividad.

–¡Es la regente, y punto!

–Como Casa, yo tampoco me fío de ella -reveló Fened la Nariz con aspecto sombrío.

–Eso es lo que yo pienso -repitió Unesh el Chacal-: todo esto me da mala espina.

El maestro de obras salió de la casa de Kenhir, y los artesanos lo rodearon.

–¿Qué quería Set-Nakht? – preguntó Pai el Pedazo de Pan con impaciencia.

–Sólo quería conocer nuestros secretos y obtener nuestra obediencia absoluta.

–¿No habrás… No habrás cedido? – interrogó Ipuy el Examinador, intranquilo.

–¿A ti qué te parece?

Nakht el Poderoso lució una amplia sonrisa.

–¿Puedo darle un abrazo al maestro de obras?

–Nada podría alentarme más a preservar nuestra libertad.

Todos imitaron a Nakht, compartiendo así una fraternidad que, más allá de las vicisitudes de lo cotidiano, unía a los artesanos como las piedras de una pirámide.

–¿Has previsto un taller especial para la fabricación del oro? – preguntó Unesh el Chacal.

–Dispondremos una Morada del Oro en el templo.

–¿Y quién la custodiará? – preguntó Casa la Cuerda.

–Vosotros ya tendréis bastante trabajo, por eso confío la tarea a Negrote, Bestia Fea y a las sacerdotisas de Hator.


50


El traidor estaba que trinaba.


El maestro de obras no sólo se había saltado las costumbres de la aldea, al no elegir a los guardianes que debían custodiar la Morada del Oro entre los artesanos, sino que además los había encerrado en sus casas para que veneraran a los antepasados, la mañana en la que se iniciaba la obra alquímica.

Aquel lujo de precauciones impedía al traidor acercarse a la Piedra de Luz. Por lo menos, había cuatro sacerdotisas de Hator ante el pilono y otras tantas que impedían el acceso al templo cubierto.

–Espero que no estés pensando en cometer una insensatez -le dijo su esposa.

–De momento, el tesoro está fuera de mi alcance; trabajaré como los demás.

–El maestro de obras es tan desconfiado que nunca podrás apoderarte de la piedra.

–Te equivocas, mujer. En primer lugar, tal vez Paneb no consiga producir la cantidad de oro necesaria y, en ese caso, no seguirá siendo maestro de obras; luego, suponiendo que la reina quede satisfecha con su trabajo, su atención se relajará forzosamente y se reducirán las medidas de seguridad.

–¿Pero cuándo renunciarás, por fin?

–Ya he ido demasiado lejos… ¡Y sé dónde se oculta la piedra! Lo conseguiremos, te lo prometo.

–Tengo miedo… ¿Tal vez Paneb acabe descubriendo que el traidor eres tú?

–Cuando sepa quién soy, será demasiado tarde, tanto para él como para la cofradía.

–Set-Nakht ha regresado de Tebas -anunció el visir Hori a la reina Tausert-. Según unos informadores dignos de confianza, está muy descontento. Su gestión ha terminado en fracaso y el maestro de obras mantiene sus compromisos para con vos.

–No lo dudaba.

–Yo sí, majestad. Me pusisteis en ese cargo para que dudara de todo el mundo.

–Y, sin embargo, habéis conocido a Paneb.

–Mis impresiones no deben ser tenidas en cuenta. En la feroz batalla que os opone a un cortesano tan hábil como Set-Nakht, los cambios de alianza pueden producirse en cualquier momento.

–Te veo muy pesimista, Hori.

–Sólo soy realista, majestad.

–¿Acaso hemos perdido terreno en los últimos días?

–Más bien lo hemos ganado.

–Y en ese caso, ¿por qué mostrarse tan pesimista?

–Porque, aunque salgáis victoriosa, seréis vencida.

A Tausert le gustaba la sinceridad de Hori. Se felicitaba por haber elegido a un hombre del templo, desprendido de las realidades mundanas, para que no se deshiciera en halagos.

–¿Qué quieres decir?

–He estudiado las personalidades de la corte y a los íntimos de Set-Nakht. Su hijo mayor está muy por encima del lote, y sólo él tiene la talla de un estadista. Ahora bien, apoya la acción de su padre que, sin duda, es consciente de las cualidades de su hijo.

–¿Realmente crees que voy a doblegarme sin más?

–Todos los días lucho para disminuir la influencia del clan de Set-Nakht, majestad, y los resultados están muy lejos de ser malos. Pero estoy convencido de que el hijo será mucho más temible que el padre. Deshaceros de él sólo os proporcionará satisfacción personal, pero no un verdadero triunfo.

Las previsiones del visir Hori turbaron a la regente.

–¿Qué me aconsejas?

–Que perseveréis, si creéis estar en lo cierto, pero teniendo en cuenta la realidad y recordando que, sean cuales sean las circunstancias, lo más importante es el bienestar de Egipto.

La puerta del templo cubierto se había cerrado tras la entrada de la mujer sabia y el maestro de obras, una vez que éste hubo sacado la Piedra de Luz de su escondrijo y el escriba de la Tumba le hubo confiado el Libro de la consumación de la obra, que había caído del cielo por una ventana del espacio y había sido recogido en la biblioteca de la cofradía. Aquella obra contenía las fórmulas que disipaban las fuerzas negativas, así como los procesos de construcción de los templos que los Antiguos habían concebido.

Clara había llevado redomas, botes y jarras. Varias antorchas iluminaban la sala donde ambos oficiantes intentarían crear el oro alquímico. La mujer sabia llevaba una larga túnica roja, y Paneb un taparrabos blanco. Recorrió la sala con lentos pasos, deteniéndose en cada punto cardinal. Así hacía presentes los cuatro orientes por los que pasaban cuatro tipos de luz: naciente al este, poderosa al sur, consumada al oeste, secreta al norte.

En el centro, la piedra.

–Tú, que no puedes ser esclavizada -dijo la mujer sabia-, tú que eres lo indomable que ninguna mano puede grabar ni hender, danos tu luz.

La piedra adoptó un color verde claro y, del conjunto de sus caras, emanó una suave claridad. La obra podía dar comienzo.

–Prepara el lecho de Osiris -le ordenó la mujer sabia al maestro de obras.

Paneb utilizó cinco cruces egipcias, las «llaves de vida», y diez cetros con la cabeza de Set para formar el lecho sobre el que depositó un molde que contenía granos de cebada, un molde que era el cuerpo de Osiris.

–Abramos ahora el cofre misterioso.

Colocándose a uno y otro lado de la piedra, la mujer sabia y el maestro de obras levantaron su parte superior, como si de una tapa se tratara.

–Conozco la luz que está en el interior -afirmó Clara-, conozco su nombre secreto, sé que es a la vez el Verbo y el acto.

–He visto el cofre del conocimiento -prosiguió Paneb-, sé que: contiene las partes del cuerpo despedazado de Osiris que es, a la vez, Egipto y el universo. Sólo la luz los reúne.

De la piedra, sacó un recipiente sellado.

–He aquí las linfas de Osiris, el líquido misterioso que da origen a la crecida y a todas las formas de energía. Gracias a él, la materia puede transmutarse en espíritu. Moldeemos la piedra divina.

De los recipientes que había llevado la mujer sabia, Paneb consiguió extraer pequeñas cantidades de oro, plata, cobre, hierro, estaño, plomo, zafiro, esmeralda, topacio, hematites, cornalina, lapislázuli, jaspe rojo, turquesa y demás sustancias preciosas y las machacó antes de verterlas en el caldero que contenía asfalto y resina de acacia. Veinticuatro minerales, correspondientes a las doce horas del día y las doce horas de la noche, se unieron por efecto del fuego, al tiempo que desprendían sus cualidades esenciales.

–Ahora estás al abrigo de la muerte súbita -le dijo la mujer sabia al molde de Osiris-. El cielo no se derrumbará, la tierra no se hundirá.

Comenzó la larga y delicada regulación del fuego que unas veces había que atizar y otras que disminuir. Al finalizar el primer día, Clara añadió a la materia obtenida el extracto de estoraque; luego, al día siguiente, Paneb la tamizó y la dejó descansar durante dos días. Cuando la devolvió al caldero, la completó con resina de terebinto y aromas; luego majó la mixtura y la escurrió en un lienzo antes de reanudar la cocción.

Al finalizar el séptimo día, un ojo de Horus apareció en la superficie del magma que ocupaba el caldero.

–Estamos en el buen camino -advirtió Clara con alivio-. Ahora tenemos que disociar esta materia para obtener, por un lado, un polvo muy fino y, por el otro, un ungüento resinoso. Sólo las linfas de Osiris nos asegurarán el éxito de la operación.

Clara rompió el sello del recipiente y derramó unas gotas de un líquido plateado en el caldero. Casi de inmediato, el magma se dividió en dos. Paneb recogió el polvo que flotaba y dejó el ungüento en el fondo.

–Extiéndelo por el molde.

El polvo era muy oloroso y de una increíble finura. El maestro de obras tuvo la sensación de actuar como un sembrador que esparcía una nueva forma de vida.

La mujer sabia colocó un nuevo sello en el recipiente y volvió a introducirlo en la piedra, cuya parte superior volvió a cerrar.

El fulgor verde desapareció para dar paso a un brillo de un rojo intenso. Por un instante, la viuda de Nefer el Silencioso vaciló.

–¡Clara!

La mujer sabia recuperó el equilibrio.

–Prosigamos.

En el caldero, Paneb recogió un ungüento negro, «la piedra divina», que se utilizaría exclusivamente en la Morada del Oro para ungir las estatuas más preciosas y conferirles un poder indestructible. Al primer nacimiento, dado por la mano del escultor, se añadiría el segundo, el del ungüento en el que se ocultaba la luz de la transmutación.

Pero aquel largo trabajo sería inútil y la piedra divina no sería eficaz mientras no tuviera éxito la última fase de la obra.

–Dejemos pasar la noche, Clara, y aprovechémoslo para dormir.

–Imposible, el menor instante de descuido puede resultar fatal.

La mujer sabia extendió las manos sobre la cabeza de Osiris.

–Las partes de tu cuerpo representan las fuerzas secretas del universo; reunidas, le dan vida. Que el alfarero añada el agua original, que triture la materia prima y que el cielo dé a luz el oro del resucitado.

El maestro de obras actuó.

–Que nazca el espíritu fulgurante -prosiguió la mujer sabia-; Osiris es vida, uno y múltiple, que se consume la Gran Obra.

Clara y Paneb ya no tenían posibilidad alguna de intervenir. Tras haber seguido al pie de la letra las prescripciones de los Antiguos, debían esperar el veredicto de la propia materia.

En silencio, imploraron a Nefer el Silencioso, que había vivido en su carne y su espíritu el proceso de transmutación que ellos intentaban reproducir.

Osiris permanecía inerte.

Cuando Paneb ya temía el fracaso, un primer tallo de oro brotó del corazón de Osiris, seguido muy pronto por otros dos que brotaban de sus ojos.

Y el cuerpo entero resucitó.

La cabellera del dios se transformó en turquesa, la parte alta de la cabeza en lapislázuli, los huesos en plata y la piel en oro.


51


–Ya está tardando demasiado -estimó Karo el Huraño, lanzando los dados.


–Fabricar oro lleva su tiempo -respondió Casa la Cuerda-. Me toca jugar a mí.

–Has vuelto a perder -advirtió Gau el Preciso.

–¡Realmente no es mi noche!

–Ayer tampoco lo era, también perdiste. Y nos debes una cena.

–¿Habéis visto a Unesh el Chacal? – preguntó Userhat el León-. Hace un buen rato que lo estoy buscando.

–Se ha marchado en dirección al templo -respondió Karo.

–¡Ése siempre tan curioso! Si piensa que sabrá algo antes que los demás… En fin, soñar es gratis.

–No hay modo de sobornar a las sacerdotisas de Hator -deploró Ched el Salvador, que se limitaba a observar a los jugadores-. Se diría que mi poder de seducción ha desaparecido.

–Yo no me preocupo en absoluto -aseguró Renupe el Jovial-. La mujer sabia y el maestro de obras sabrán estar a la altura.

–Tal vez no baste -se angustió Pai el Pedazo de Pan-. ¡Nunca se puede esclavizar a la materia prima! Y como es libre de actuar a su guisa, nada demuestra que el oro vaya a fabricarse en el plazo previsto.

–Haz como los que no juegan -aconsejó Ched-: duerme.

–¡Me dan miedo las pesadillas!

–¿No querrá decir eso que no tienes la conciencia tranquila?

–Pero… ¿Qué tiene que ver eso?

–Deja ya de pincharlo, Ched -recomendó Userhat.

–¿También tú estás ansioso?

–Ansioso e irritable.

–¡Caramba! – intervino Karo-; ¿de qué sirve que os pongáis tan nerviosos?

Ched silbó una melodía lánguida, Userhat se encogió de hombros y sirvió más bebida.

Tanto los que eran más tranquilos como los más inquietos estaban al borde del ataque de nervios. Se iniciaba una nueva noche y la puerta del templo cubierto seguía cerrada.


La esposa del traidor lo despertó.

–¡Han salido, ve a ver, pronto!

El traidor se incorporó trabajosamente, saliendo de un sueño en el que se había visto coronado de oro y manejando los cetros del faraón.

–¿De quién estás hablando?

–¡De la mujer sabia y del maestro de obras!

Ya completamente despierto, se vistió a toda prisa y salió de su casa. Otros artesanos y varias sacerdotisas de Hator ya se habían reunido ante el pilono que custodiaba Turquesa, ayudada por Negro te y Bestia Fea.

–¿Realmente han terminado ya? – preguntó una voz de mujer.

–La obra se ha consumado al alba.

–¿Significa eso… que se ha producido el oro?

–Ellos mismos os lo dirán.

La puerta del pilono se abrió y por ella aparecieron Clara y Paneb. La mujer sabia estaba visiblemente agotada y el rostro del coloso mostraba algunas huellas de fatiga.

–¿Lo habéis conseguido? – preguntó Fened la Nariz.

–Los antepasados nos han sido favorables -respondió Clara.


Durante unas grandes maniobras celebradas bajo el mando de Méhy, los carros se habían lanzado a toda velocidad, sin intentar evitar a los infantes.

Se habían producido varios heridos e, incluso, un muerto, pero era necesario entrenar a las tropas ante la amenaza de un posible conflicto.

Méhy, satisfecho al haber comprobado la competencia de sus cuerpos de élite y la calidad de su material sobre el terreno, regresó a su casa a todo galope. Le gustaba agotar a sus caballos hasta que sacaban el corazón por la boca; sólo eran animales, y únicamente los viejos sabios de Egipto creían que una bestia encarnaba una fuerza divina.

En cuanto el general puso pie en tierra, su intendente corrió hacia él.

–Señor, vuestra esposa…

El criado estaba temblando.

–¿Qué pasa con mi esposa?

–Se ha vuelto loca y ha empezado a destrozar muchos objetos valiosos… Nadie se ha atrevido a impedírselo y yo…

–¿Dónde está?

–En sus aposentos.


Méhy anduvo sobre restos de cerámica y recipientes que se hacían cada vez más numerosos a medida que se acercaba a la alcoba de Serketa. Los aullidos que de ella brotaban eran los de una mujer en plena crisis de histeria.

La esposa del general mancillaba con ungüentos de alto precio los muros decorados con delicadas pinturas. Daba brincos como un saltamontes y ni siquiera advirtió la presencia de su marido.

Méhy la agarró del pelo y la abofeteó con tanta violencia que le abrió el pómulo izquierdo.

La sangre que manchaba su túnica asustó a Serketa.

–¿Pero qué… Quién se ha atrevido…? Tú, Méhy, ¿eres tú?

El general la agarró por los hombros y la sacudió hasta que su mirada volvió a ser normal.

–¡Ya basta, Serketa!

–Basta… -repitió ella con una voz de niña que ha sido pillada haciendo una travesura; luego se derrumbó sobre unos almohadones.

–¿Por qué has hecho esto?

–No lo sé… ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Una carta… Una carta de nuestro aliado en el Lugar de Verdad. Me comunica que el maestro de obras y la mujer sabia han conseguido fabricar oro. Son omnipotentes, dulce amor mío, no podemos hacer nada contra ellos…

–¡Al contrario, son noticias excelentes! Ahora sabemos a ciencia cierta qué es capaz de hacer esa cofradía. Sus secretos nos son más indispensables que nunca.

–Tengo miedo, Méhy… Unos seres que llevan a cabo semejantes prodigios nos lacerarán como a los grifos del desierto.

–¡Basta de tonterías, Serketa! Tómate una infusión de flores de adormidera y vuelve en ti de una vez. Pero antes lávate y cambiare de vestido.

La esposa del general obedeció y se refugió en su cuarto de baño.

Méhy se preguntaba cómo iba a tomar esa nueva curva, especialmente peligrosa. La cofradía, pues, satisfaría los deseos de la regente, que se enorgullecería de ese éxito y se reafirmaría como una mujer de poder. Pero aquel éxito pasajero no intimidaría a Set-Nakht ni a su hijo mayor, demasiado comprometidos en la conquista del trono. Inclinarse ahora ante Tausert supondría firmar su sentencia de muerte.

La guerra civil era inevitable.

¿Pero de qué lado debía estar para poder destruir con más facilidad al vencedor?

–Ya estoy mejor, amor mío, mucho mejor…

Serketa parecía de nuevo dueña de sí misma. Llevaba una túnica nueva, perfumada, y se había puesto un ungüento en la herida de la mejilla.

–No me gusta demasiado que te desanimes de ese modo, palomita mía.

–Tienes razón -dijo ella, melindrosa-; me he puesto nerviosa. Puedes contar conmigo para combatir a esa cofradía hasta destruirla por completo.


Tras haber pasado la mañana en compañía de la pequeña Selena, que ponía mucho interés en aprender el arte de curar, Clara se había recogido bajo la persea que estaba plantada en el jardín funerario de Nefer el Silencioso. El árbol había crecido muchísimo, y proporcionaba una agradable sombra. Allí, la mujer sabia sentía la presencia de su marido, que vivía en los paraísos celestiales. Las hojas de la persea, en forma de corazón, relucían bajo el sol que hacía resplandecer, también, las blancas fachadas de las casas de la aldea.

Las aldeanas iban a buscar agua en grandes jarras y aprovechaban para hacerse confidencias, los niños jugaban con pelotas de trapo, y los artesanos trabajaban en sus respectivos talleres. La vida discurría como el Nilo, apacible, soleada y majestuosa. El espíritu del maestro de obras desaparecido impregnaba todos los gestos de ambos equipos, y la barca comunitaria seguía navegando por el río que, año tras año, recogía las lágrimas de Isis para formar su crecida y depositar en las riberas la tierra negra donde la vida resucitaba.

¿Por qué Clara sobrevivía tanto tiempo a Nefer el Silencioso, salvo para atestiguar que ninguna catástrofe, por grave que fuese, ponía en peligro el Lugar de Verdad? Ya no tenía acceso a aquella felicidad cotidiana pero, sin embargo, seguía siendo su fiadora.

Negrote le lamió la mano y la contempló con sus ojos de color avellana, risueños y confiados.

–¿Tienes hambre?

Y el perro se relamió con su suave lengua rosa.

Clara se dirigió hacia la cocina, donde su sierva estaba cocinando codornices, cuyo olorcillo había despertado, desde hacía mucho rato, el olfato del perro. Luego las servía sobre unos garbanzos y las acompañaba con chicharrones, y hacían las delicias del paladar más exigente.

–¡Una urgencia! – la avisó la esposa de Karo el Huraño-. La hija de mi vecina se ha hecho un corte en el pie.

–Dale de comer a Negrote -le pidió Clara a la cocinera.

–¿Y cuándo almorzaréis vos?

–Cuando pueda -respondió la mujer sabia, sonriendo.

Sí, la vida proseguía.


52


–Sentaos, Set-Nakht, y sed breve, os lo ruego -dijo Hori-. Tengo una mañana muy apretada.


Desde su entrada en funciones, el visir había adelgazado mucho y su tez se había apergaminado. Trabajaba noche y día, siguiendo los pasos del canciller Bay, examinaba a fondo cada expediente y servía a la reina con absoluta fidelidad, ante la desesperación de los adversarios de Tausert.

–Exijo ver a la reina.

El visir se arrellanó en su sillón, manteniendo la espalda erguida.

–No sois el único.

–No finjáis ignorar quién soy y por qué estoy aquí.

–No lo ignoro, en efecto.

–¿Y, sin embargo, os atreveríais a cerrarme el paso?

–Mi trabajo consiste en proteger a la reina.

–La regente no podrá ocultarse detrás de vos, visir Hori. Para ella ha llegado la hora de rendir cuentas.

–¿No os parecen exorbitantes vuestras pretensiones?

–Mi paciencia se ha terminado y ahora quiero respuestas claras. Despedirme sólo agravaría la situación.

El visir se levantó.

–Os acompañaré, pues, hasta Su Majestad.

–Os lo agradezco mucho, visir Hori; cuando sea faraón necesitaré un hombre como vos para dirigir mi gobierno.

–Estoy a las órdenes de la reina Tausert; si ella tiene que abandonar el poder, volveré al templo de Amón sin lamentarlo lo más mínimo.

El visir condujo a Set-Nakht hasta la soberbia alberca que ocupaba el centro del jardín del palacio real.

La reina Tausert estaba sentada a la sombra de un sicómoro que la protegía del sol. Parecía absorta en el estudio de una estrategia que le permitiera vencer en una partida de senté (6) contra un adversario invisible.

–Majestad -dijo el visir-, Set-Nakht desea hablaros.

–Que se coloque ante mí y que juegue.

El viejo dignatario obedeció, y Hori se esfumó.

Transcurrieron largos minutos.

–Sólo veo tres jugadas posibles -concluyó Set-Nakht-; pero ninguna me salvará de una rápida derrota.

–Eso pienso yo también -declaró la reina.

Su adversario no se dejó deslumbrar por la belleza y la elegancia de la reina.

–El rey Siptah murió hace ciento sesenta y cinco días, majestad, y su momificación sólo duró setenta, de acuerdo con la tradición. Obtuvisteis un plazo de tiempo suplementario para ofrecerle un espléndido equipo funerario, con la esperanza de que el Lugar de Verdad fuera capaz de producir el oro destinado a la fabricación de las obras maestras. Pues bien, ¿cómo están las cosas al día de hoy?

–¿Os negáis a mover una pieza?

–Esta entrevista no es un juego, majestad. Necesito respuestas claras.

–Precisamente acabo de recibir una del escriba de la Tumba: la capilla de oro dedicada a Siptah ya está terminada.

La reina avanzó un peón.

–¿Significa eso… que por fin habéis fijado la fecha de los funerales?

–¿Por qué retrasarlos si ya está todo listo?

–¿Tendríais la bondad de decirme cuándo será, majestad?

–Dentro de diez días.

Set-Nakht detuvo el ataque de Tausert, inclinándose sobre el tablero.

–Cuando la puerta de la tumba se haya cerrado, habrá terminado el período de regencia. Y tendréis que anunciar al pueblo el nombre del nuevo faraón.

–Estoy de acuerdo -admitió la reina, que rompió la última defensa del anciano dignatario.

–¿Renunciáis al poder, majestad?

–¿Sería eso razonable? Mi difunto marido concibió un ambicioso programa de construcciones y de renovación de los edificios sagrados, y pretendo llevarlo a cabo para honrar su memoria.

Set-Nakht se levantó, atónito.

–¡De modo que habéis decidido provocar una guerra civil!

–¿Quién ha dicho eso? Terminemos la partida.

–La tenía perdida de antemano, puesto que vos habíais colocado las piezas. Pero la conquista del trono es un juego mucho más cruel, y vos no sois la única que fija las reglas.

–Es cierto, y ahora soy consciente de ello gracias a los consejos de mi visir, que evita que cometa un trágico error.

Set-Nakht aceptó volver a sentarse.

–¿Renunciáis… entonces?

–A juzgar por las convicciones que nos habitan, ni vos ni yo podemos renunciar.

–¡Elegís, pues, el enfrentamiento!

–¿No estaréis obsesionado por el deseo de luchar? Existen muchos otros caminos para evitar que actitudes inconciliables desemboquen en un conflicto devastador.

–No os comprendo…

–Mañana parto hacia Tebas para presidir los funerales de Siptah. Mi reinado se iniciará cuando finalice la ceremonia… y el vuestro también.

Set-Nakht se quedó boquiabierto.

–¿Habrá entonces… dos monarcas?

–¿Acaso el ser del faraón no estuvo siempre formado por una pareja real? Al convertirme en rey, aunque sea mujer, podría gobernar sola, como Hatsepsut; pero no me siento con fuerza suficiente para hacerlo. Por eso os propongo un reinado común. Si vuestro único objetivo es la felicidad de Egipto, no os negaréis.

–¿Tendremos que decidirlo todo… juntos?

–Yo residiré en Tebas; vos, en Pi-Ramsés. Yo me encargaré de edificar; vos, de garantizar la seguridad del país. Y si tuviéramos que entrar en guerra, sería necesaria mi conformidad.

–¡No me la daríais nunca!

–Sí, si vuestros argumentos fueran decisivos, Set-Nakht. Y cuento con vuestra honestidad para que no disfracéis la realidad.

–Qué extraña solución…

–Pensemos sólo en el bienestar de las Dos Tierras.

–¿Y el reconocimiento de vuestra debilidad no debería incitarme a rechazar vuestra proposición?

–Como yo, tampoco vos sois capaz de reinar solo. Encarno una forma de legitimidad que vos no podéis pisotear.

Set-Nakht se levantó y contempló la alberca, en la que florecían los lotos azules.

–Me gustaría creer en la paz al igual que vos, majestad, pero los acontecimientos no me lo permiten.

–Tal vez os equivocáis… Los pesimistas no siempre tienen razón. ¿Cuándo me daréis una respuesta?

–Antes de que partáis hacia Tebas.

Cuando el anciano dignatario se alejó, Tausert hizo un último movimiento victorioso que puso fin a la partida.


Negrote jugaba a la pelota con la pequeña Selena. Era muy intuitivo, y siempre adivinaba la dirección en la que la niña iba a lanzarla; desplegaba sus largas patas antes incluso de que la pequeña hubiera terminado su gesto.

Encantador, el enorme gato de Paneb, contemplaba la escena, prudentemente instalado en una terraza, en compañía de un pequeño mono verde que pocas veces permanecía quieto más de unos segundos. Bestia Fea, la oca guardiana, dormía a la sombra de un tejadillo, esperando la mezcla de granos de cebada y de espelta que pronto le serviría Uabet la Pura.

Observando al perro, Selena aprendía a descubrir el mundo del instinto. Negrote le enseñaba el movimiento adecuado en el momento adecuado, así como la pureza del gesto; así, alimentaba su sensibilidad y percibía aún mejor las enseñanzas de la mujer sabia.

De pronto, las orejas del perro se irguieron y salió a toda velocidad hacia la puerta principal de la aldea.

Al verlo pasar, la esposa de Userhat el León comprendió de inmediato que estaba a punto de producirse un acontecimiento importante. Negrote no solía derrochar en vano su energía.

El escultor en jefe fue avisado, y salió de su casa y previno a sus colegas. En pocos minutos se armó un gran revuelo en el Lugar de Verdad. Incluso el escriba de la Tumba salió de su despacho, donde estaba redactando una nueva página de su Clave de los Sueños.

–¿A qué viene este alboroto? – se extrañó.

-Negrote ha corrido hacia la gran puerta -respondió Renupe el Jovial.

–¿Y me molestáis por causa de un perro?

–¡El poder central tiene que responder a vuestra carta! – recordó Ipuy el Examinador-. Estamos seguros de que Negrote ha presentido la llegada del cartero.

–Volved a casa y…

–¡El cartero! – gritó Nakht el Poderoso-. ¡Todos a la gran puerta!

–Si los perros comienzan a dictar la ley… -masculló Kenhir.

Uputy entregó al escriba de la Tumba un papiro sellado.

–Correo procedente del palacio real de Pi-Ramsés -anunció.

Los artesanos se apartaron para dejar pasar a Paneb.

–Leed -le pidió el maestro de obras a Kenhir.

Con mano segura aún, el anciano escriba rompió el sello.

–La reina Tausert estará muy pronto con nosotros para dirigir los funerales del faraón Siptah. Que todo esté listo para la ceremonia.


53


Méhy, que había sido avisado de la llegada de la regente, había puesto sus tropas en estado de alerta. ¿Recibiría el general a una reina que ya no lo era o al nuevo faraón? Sus informadores de Pi-Ramsés no habían podido responderle a esa pregunta. Sólo sabían que Set-Nakht y Tausert se habían entrevistado durante largo rato, a solas, antes de que la regente partiera hacia Tebas. Pero no se había filtrado ninguna información, y sería preciso aguardar las declaraciones de Tausert, al finalizar los funerales del rey Siptah, para saber si había renunciado al trono o si se disponía a provocar una guerra civil.


Méhy, corroído por la incertidumbre, había ido a cazar al desierto del oeste. Matar a sus presas le calmaba los nervios y le devolvía la lucidez que tanto necesitaría durante su encuentro con la regente. Como responsable de su seguridad, intentaría sonsacarle su última decisión, y entonces tendría que tomar partido, a su favor o contra ella.

Si se convertía en un fiel servidor de Set-Nakht, por algún tiempo al menos, le entregaría a la regente, preferentemente muerta, para que no pudiera irse de la lengua. En cambio, si se enrolaba en el bando de Tausert, tendría que convencerla de que lanzase una ofensiva relámpago contra su enemigo, utilizando las armas de que disponía.

Méhy aún no estaba satisfecho después de haber atravesado con sus flechas varias liebres, un corzo y dos gacelas. Dueño de la vida y de la muerte, el general fulminaba con su omnipotencia aterrorizadas criaturas que no conseguían escapar de él.

Entonces lo descubrió: un magnífico zorro del desierto, provisto de una soberbia cola de color blanco y anaranjado. La pequeña fiera, sintiéndose descubierta, se refugió bajo una piedra plana, al pie de un montículo de arena.

Méhy sonrió.

Creyendo que estaba a cubierto, el zorro se había condenado a muerte. Al general no le costaría en absoluto desplazar la piedra, ampliar el cubil y alcanzar a su víctima en las profundidades de su antro. Y le atravesaría el cuello antes de rematarlo con el puñal.

Pero un detalle insólito le llamó la atención: una pluma de avestruz rota.

Aquella estúpida ave no era rara en aquellos parajes, pero la pluma tenía una particularidad: estaba pintada de vivos colores.

El general excavó en la arena, y encontró los restos de un fuego de campamento.

Sólo los libios solían llevar ese tipo de emblema, sujeto en sus cabelleras, cuando partían a guerrear.

Exploradores procedentes de Libia se habían atrevido a acercarse tanto a Tebas… Méhy debería haber acudido inmediatamente al cuartel principal para iniciar una operación de peinado, pero tal y como estaba la situación en el país, pensó que podría hacer algo mejor. Pese al odio que sentía por Egipto, un libio se vendía siempre al mejor postor; añadir algunos mercenarios sin fe ni ley a su panoplia de guerreros aumentaría las posibilidades de victoria de Méhy. Ciertamente, tomar contacto con aquellos combatientes, a menudo ebrios o drogados, iba a ser especialmente delicado; pero el general ya tenía un plan para evitar cualquier problema si fracasaba en su intento.

Quedaba el zorro, que debía de pensar que su mediocre artimaña le había salvado la vida.

Pero se equivocaba.

Méhy levantó la piedra, ensanchó el orificio del cubil, en el que penetró con violencia la luz del día.

La pequeña fiera contempló a su asesino desde el fondo de su escondrijo.

Méhy ya había visto antes aquella mirada. Estaba preñada de una dignidad y un valor más fuertes que el miedo. Pero el cazador era insensible a ella.

El general disparó, pero la flecha se clavó en la tierra, en el lugar que unos segundos antes ocupaba el zorro.

Méhy, estupefacto, advirtió que el animal había excavado otro túnel, más profundo, donde se había refugiado tras haberse arriesgado a desafiar a su depredador.

El general, furioso, partió su arco.


–¡Ahí viene! – exclamó el centinela nubio.

Desde primeras horas de la mañana, no apartaba los ojos de la pista que conducía al Lugar de Verdad.

Desde lo alto del primer fortín, agitó los brazos para avisar a su colega del segundo fortín, que haría lo mismo con el siguiente, y así sucesivamente hasta el quinto.

El jefe Sobek salió de su despacho vestido de gala. El día anterior lo había peinado el peluquero; iba recién afeitado y perfumado, con el torso cruzado por un tahalí y la corta espada al cinto; se dirigió hacia la soberana.

Méhy había querido conducir personalmente el carro de Tausert, pero la regente se había mostrado altanera, y el general seguía sin conocer cuáles eran sus intenciones.

–Bienvenida al territorio del Lugar de Verdad, majestad -declaró Sobek, inclinándose.

Soldados y policías se sentían fascinados por la prestancia de la reina, que llevaba una larga túnica de un verde claro y un collar y unos brazaletes de oro que brillaban al sol.

–Dadas las circunstancias, debo acompañar a Su Majestad para garantizar su seguridad -afirmó Méhy.

–Hasta la zona de los auxiliares, de acuerdo; pero sólo vos, no vuestras tropas. Aquí yo me encargo de la seguridad de nuestros huéspedes. Y ni vos ni yo penetraremos en el interior de la aldea.

–Jefe Sobek, este reglamento no puede…

–Es el del Lugar de Verdad, general, y todos debemos respetarlo -recordó la reina.

Méhy se vio obligado a obedecer.

Los policías nubios contemplaron, hechizados, a la soberana mientras caminaba lentamente hacia la gran puerta de la aldea.

–Podéis volver a vuestro carro -le dijo Sobek a Méhy.

–Pero si debo…

–¡El reglamento, general, recordad el reglamento! Su Majestad acaba de subrayar la necesidad de respetarlo. Ella es la reina de esta aldea, así que, ¿qué riesgo puede correr?

–¡Ni siquiera sé cuánto tiempo piensa permanecer aquí la regente!

–¿Qué importancia tiene eso? Vos y yo somos servidores de la Corona. Cuando Su Majestad decida abandonar el Lugar de Verdad, os lo haré saber.


Todos los aldeanos se habían reunido para formar un pasillo de honor, y los niños más jóvenes habían ofrecido un ramo de flores de loto a la reina, en cuanto dio sus primeros pasos por la calle principal.

Los artesanos se habían puesto el taparrabos de ceremonia, e incluso Kenhir, gracias a los atentos cuidados de Niut la Vigorosa, mostraba una extraña elegancia.

El escriba de la Tumba, el maestro de obras y el jefe del equipo de la izquierda se inclinaron ante la regente.

–Majestad -dijo Kenhir-, esta aldea es la vuestra.

–Residiré en el palacio de Ramsés el Grande hasta que finalicen los funerales -anunció Tausert-. ¿Estáis preparados para celebrar la ceremonia?

–Los sarcófagos ya han sido bajados a la morada de eternidad del faraón Siptah -respondió Paneb-. La capilla de oro está terminada, y el equipamiento funerario del difunto, a vuestra disposición.

–De modo que realmente lo habéis conseguido…

–Los dioses nos han sido favorables, majestad, y hemos respetado las enseñanzas de los Antiguos al actuar en la Morada del Oro.

–La momia de Siptah será llevada mañana mismo al Valle de los Reyes. Los dos equipos de artesanos, y sólo ellos, participarán en el ritual y depositarán en la tumba los objetos que han fabricado.

Aquella decisión preocupó a la pequeña comunidad. ¿Acaso no significaba que Tausert había perdido todo poder y que su último refugio sería el Lugar de Verdad?

–Cuando acaben los funerales seré coronada faraón en Karnak -reveló con serenidad-, como «Amada por la diosa Mut» e «Hija de la luz divina»; al mismo tiempo, en Pi-Ramsés, también Set-Nakht será coronado. Al aceptar mi proposición de compartir la corona, ha evitado sumir a las Dos Tierras en el caos.

Kenhir estaba atónito. ¿Cómo iba a sobrevivir Egipto en aquellas condiciones?

–Mi decisión tal vez os sorprenda -prosiguió Tausert-, pero preservar la paz era lo más importante. Set-Nakht me ha demostrado que se preocupaba más por la felicidad de nuestro país que por su ambición personal. Al sellar el pacto, dio su palabra de no actuar sin mi conformidad. Hemos pasado de ser enemigos a ser aliados, por el interés supremo del reino.

La grandeza de espíritu de la reina conmovía a Paneb. Por el tono de su voz advirtió que ya se había desprendido de los imperativos materiales del poder, para contemplar otros horizontes. Pero seguía siendo la guardiana inflexible del ideal faraónico y tal vez lograra, por sí sola, cercenar las pulsiones de un monarca que corría el riesgo de colocar su reinado bajo la peligrosa protección del dios Set.

–¿Deseáis una infusión, majestad? – preguntó Kenhir.

–Más tarde… Primero deseo recogerme en el templo.

Dos sacerdotisas, precedidas por Negrote, acompañaron a la reina mientras Niut la Vigorosa se precipitaba hacia el pequeño palacio de Ramsés para asegurarse de que ni una mota de polvo mancillara el lugar y de que los aposentos estuvieran llenos de flores.

En el umbral del templo cubierto estaba Clara, superiora de las sacerdotisas de Hator.

–La morada de la diosa esperaba vuestra llegada, majestad.

–Vos y yo somos viudas, y fieles al único hombre al que hemos amado, cuyo recuerdo no nos abandona ni un solo instante. Aquí, y en ninguna otra parte, percibí el verdadero sentido del amor: una total comunión de espíritu con el camino de Maat. Y el Lugar de Verdad vive ese momento de gracia todos los días. Ramsés el Grande tenía razón: nada es más importante que preservar su existencia.

–Pongo este templo en manos de su verdadera superiora -dijo Clara.

–Sois la mujer sabia y seguiréis celebrando los ritos. Tan sólo me gustaría pediros algo: contemplar la Piedra de Luz.

–La veréis esta misma noche, majestad.

–Por fin he obtenido la respuesta a la pregunta que me obsesionaba desde hacía tanto tiempo: ¿por qué no lograbais encontrar un emplazamiento para mi tumba en el Valle de las Reinas? Porque, desde nuestro primer encuentro, sabíais que la cofradía, antes o después, tendría que excavar y decorar la morada de eternidad del faraón Tausert en el Valle de los Reyes. Y ese momento ya ha llegado.


54


Tras un mes de regocijo, Pi-Ramsés, aturdida aún por los festejos de la coronación de Set-Nakht, volvía poco a poco a la vida cotidiana. Así pues, al nuevo faraón no le sorprendió ver cómo el visir Hori entraba en sus aposentos privados, poco después del amanecer.


–Siento mucho importunaros tan pronto, majestad, pero debemos examinar juntos muchos expedientes para que yo pueda adoptar medidas concretas.

A Set-Nakht no le asustaba el trabajo. Abandonó, pues, su abundante desayuno para sentarse ante el primer ministro.

–Tengo excelentes noticias -prosiguió Hori-. Tebas ha celebrado con entusiasmo la coronación del faraón Tausert, que se instaló en palacio tras los funerales del rey Siptah. Aquí tengo el programa de las grandes obras que se deben realizar, especialmente las del Delta que, sin duda, vos supervisaréis con mucha atención.

–Creía que ibais a dimitir si yo tomaba la cabeza del Estado…

–Como os prometí, majestad, sigo siendo fiel a la reina Tausert. También ella se encarga de gobernar las Dos Tierras y sigo, pues, sirviéndola… sin dejar de recordaros vuestros compromisos.

Si el rey se hubiera entregado al furor de Set, de buena gana hubiera aplastado al insolente visir. Set-Nakht no confiaba en nadie, salvo en su primogénito. El tal Hori era honesto e intransigente, y Set-Nakht había pensado en varios cortesanos para sustituirlo, pero ninguno sería capaz de realizar su trabajo con tanta competencia.

Una vez más, Tausert había acertado al nombrar a aquel visir y al presentir que Set-Nakht no iba a despedirlo.

–Tengo la sensación de que debemos trabajar juntos…

–Me alegro mucho, majestad. Voy, pues, a exponeros varios problemas, a escuchar vuestras soluciones y a solicitar la opinión de la reina-faraón Tausert que, sin duda alguna, buscará siempre un terreno de entendimiento. Con un mínimo de buena voluntad y mucha paciencia, tendríamos que obtener excelentes resultados.


–¿Cómo os encontráis, padre mío?

–Estoy agotado y encantado -respondió Set-Nakht a su hijo mayor-. Agotado porque el visir Hori no me deja un solo día de descanso. Encantado, porque me escucha con atención y no se opone sistemáticamente a mis decisiones. Sin embargo…

–Sin embargo, él es los ojos y los oídos de Tausert en la capital y os impide actuar a vuestra guisa.

–No es posible decirlo más claro, hijo mío.

–Y como esta situación os incomoda, habéis pensado consultar conmigo para que yo os dé una solución.

–¿Acaso me lees el pensamiento?

–Conozco vuestro carácter y sé que compartir el poder no os conviene en absoluto.

–¿Ya quién le convendría?

–¿Cuál es vuestra solución?

–¿Acaso no la imaginas?

–Me temo que sí, padre. Destituir a Hori y sustituirlo por un hombre de paja sería un grave error. Ese visir es un hombre respetado y respetable cuya gestión no es criticada por nadie.

–¡Es la sombra gris de Tausert!

–Y qué importa eso si habéis establecido con ella un pacto y respetaréis vuestra palabra. El acuerdo es un buen acuerdo, padre; no intentéis romperlo.

Set-Nakht respiró, aliviado.

El consejo de su primogénito era exactamente el que estaba esperando y lo nombraría, pues, como estaba previsto, comandante en jefe de los ejércitos egipcios.


El banquete ofrecido por Méhy en honor de Tausert, que acababa de instalarse en el palacio situado junto a Karnak, había deslumbrado incluso a los más hastiados. La reina-faraón sólo había asistido a los festejos durante unos minutos, el tiempo necesario para recibir el homenaje de los dignatarios tebanos, pero su breve aparición había bastado para seducirlos hasta convertirlos en unos partidarios incondicionales.

–¡Qué mujer! – dijo el alcalde al general-, ¡y qué inteligencia política! No me sorprenderá en absoluto que Tausert consiga reducir progresivamente las prerrogativas de Set-Nakht y reconquistar el conjunto del territorio.

–¿No habréis sucumbido a los encantos de nuestra soberana?

–¿Y quién no? Un faraón que establece su residencia en Tebas, ¡qué honor para nuestra ciudad! Pi-Ramsés pierde, así, un poco de su soberbia. Pero tenéis mala cara, Méhy…

–Sólo estoy algo cansado.

–¡Tendríais que descansar más! El mando de nuestras tropas, la administración de la orilla oeste, vuestra incesante labor para mantener la prosperidad de nuestra provincia… Tanta abnegación por el bien público os valen la admiración general, pero deberíais pensar un poco en vos mismo.

–Tranquilizaos, estoy bien.

–No temáis: los notables se deshacen en elogios hacia vos, y la reina os confirmará en vuestras funciones. Yo mismo he elogiado vuestras cualidades de estadista.

–Os lo agradezco.

–¡Era lo mínimo que podía hacer, Méhy! Escuchad mi consejo y cuidaos.

El general esbozó una crispada sonrisa. En cuanto el alcalde se alejó para verter su chorro de melosas palabras en otros oídos, Méhy abandonó la sala de recepción, donde la embriaguez se había apoderado de la mayoría de los invitados. Tras unas jornadas de angustia, los ricos tebanos podían relajarse por fin. Como Tausert les había prometido, el nuevo régimen no modificaría las jerarquías vigentes.

Méhy, que estaba hecho un manojo de nervios, bebió un trago de licor de dátiles que le abrasó la garganta. El cansancio… Le importaba un pimiento cuando sentía que estaba atrapado, como una de sus presas, por las que no sentía compasión alguna. Hasta el momento, había sido el dueño indiscutible de la región, pero ahora debía someterse a la voluntad de la reina-faraón, que evidentemente no tenía intención de cederle ni una onza de soberanía. Cuando terminaron los funerales de Siptah, Tausert había abandonado el Lugar de Verdad para instalarse en la orilla este donde, en la gran sala de audiencias del palacio que antaño había usado Ramsés el Grande, había convocado a las diez personalidades tebanas más influyentes, a cuya cabeza figuraba Méhy.

El discurso había sido breve y claro: la reina-faraón pretendía supervisar todos los sectores de actividad, incluido el ejército. Méhy se había visto obligado a permitir que inspeccionara de inmediato el cuartel principal, donde la reina había hablado con los oficiales superiores antes de presenciar unas maniobras de los carros y la infantería.

El general, profundamente humillado, tuvo que comportarse como un leal servidor de Su Majestad que, en adelante, sería la única que diera unas órdenes que Méhy tendría que acatar sin discusión.

–¿Piensas en esa maldita reina, dulce amor mío? – murmuró Serketa, acariciándole la mejilla.

–No tardará en meter las narices en los archivos del Tesoro y controlar mis actividades… Al menor tropiezo, las babosas como el alcalde no vacilarán ni un instante en llenarme de babas.

–Siempre que yo les dé tiempo, tierno león mío.

–¡No hagas nada sin mi permiso! – ordenó el general.

–¿No deberíamos pensar en acabar con esa tigresa?

Méhy tomó a su esposa por la cintura y la estrechó contra sí.

–Tal vez, palomita mía, tal vez… Pero cuando yo lo decida. ¿Está claro?

–¿No sería mejor hacerlo lo antes posible?

–Espero que la ofensiva de Tausert sólo sea un farol para deslumbrar a los cortesanos, y que muy pronto se limitará a llevar una vida tranquila que yo me esforzaré en procurarle. ¿Por qué no va a concederme su confianza, como los demás?

–Porque es faraón y, además, una mujer de poder. Desconfía de ella, es una adversaria temible.

Méhy se tomó muy en serio la advertencia de Serketa.

–Si es necesario, intervendremos antes de que pueda comprender cómo me aprovecho de Tebas.

Serketa estaba encantada, y ya imaginaba el delicioso momento en el que tendría el placer de asesinar a un faraón.

–¿Ha llegado Daktair?

–Te está esperando en tu despacho.

Aquel hombrecillo gordo y barbudo no podía estarse quieto. Cuando vio aparecer a Méhy, dio rienda suelta a su cólera.

–¡Por fin! ¿Por qué no he sido invitado a esa recepción y por qué me han hecho entrar con la cabeza encapuchada?

–Porque esta entrevista debe ser secreta.

La animosidad de Daktair cesó de pronto. La actitud de Méhy significaba que el general había decidido recuperar la iniciativa.

–¿Acaso necesitáis mis servicios? – preguntó el sabio, con voz almibarada.

–Descubrí un campamento libio en el desierto del oeste.

Daktair palideció.

–¡Libio! ¿Acaso piensan… atacar Tebas?

–Se trata tan sólo de exploradores, pero hacía mucho tiempo que no se atrevían a acercarse tanto.

–Supongo que habréis enviado un destacamento para interceptarlos.

–Tausert me crea muchos problemas y tal vez necesite nuevos aliados.

–¡Aliados libios…! ¡Pero si son los eternos enemigos de Egipto!

–Todo depende de las circunstancias, mi querido Daktair. Partirás con algunos policías del desierto que conocen perfectamente la región e interceptaréis a los exploradores.

–¡Los policías los matarán!

–Mis órdenes serán estrictas y tú te encargarás de velar por su escrupulosa ejecución: primero interrogarlos, y luego entregarles un mensaje de mi parte.

El sabio quedó estupefacto.

–Dicho de otro modo… ¡Liberaremos a unos prisioneros libios! Los policías no lo aceptarán nunca.

–Las órdenes son las órdenes… Y también tú tendrás las tuyas.

El general reveló a Daktair lo que esperaba de él.

–El riesgo es enorme…

–No tienes elección, amigo mío.

La gélida mirada de Méhy disuadió al sabio de protestar.

–Consíguelo, Daktair. De lo contrario, estarás acabado.


55


Paneb había propuesto a Tausert construir su templo de millones de años entre el de Merenptah y el de Tutmosis IV. La reina-faraón había estado de acuerdo, por lo que el maestro de obras dibujó de inmediato un plano en un rollo de cuero, antes de exponérselo a Hay, jefe del equipo de la izquierda, encargado de construir el edificio con la mayor rapidez. Él era quien procuraría a la soberana la energía necesaria para reinar y combatir las fuerzas del mal.


Ningún profano habría podido descifrar las indicaciones en codos y las plantillas de proporciones que utilizaba el arquitecto para dar vida al templo. Los primeros bloques, que habían sido encargados a las canteras en cuanto se anunció la coronación de Tausert, llegaban a la obra, tallados de forma irregular para que su poder no se perdiera durante el ensamblado, pues la simetría hubiera engendrado la uniformidad y la muerte. Fueron colocados sobre narrias y balancines de gran tamaño, que facilitarían el transporte y ¡a colocación, y fueron examinados uno a uno. El maestro de obras rechazó tres de ellos.

–¿Has preparado el mortero? – preguntó Paneb a Hay.

–Hemos elegido un excelente yeso que ha reaccionado muy bien a la cocción, y nuestras junturas horizontales serán de poco grosor. Las pruebas de lubrificante para el deslizamiento de los troncos han sido satisfactorias.

Hay posó la mano, amorosamente, en una de las piedras destinadas a la primera hilada.

–Ese gres vibra de un modo armonioso -estimó-; construiremos gruesos muros sin olvidar darles el fruto que asegure la circulación de la savia mineral.

Paneb excavó personalmente la primera cola de milano gracias a la que dos bloques se unirían para siempre. Hay la llenó con un trozo de rama de acacia, luego repartió el trabajo entre los artesanos del equipo de la izquierda y cada cual puso su marca en las piedras que trabajaría.

Cuando Paneb oyó que los artesanos silbaban los primeros compases de la canción que celebraba la belleza de la obra, supo que los trabajos se desarrollarían sin incidentes.


Los guardias del palacio real parecían casi enclenques al lado del maestro de obras del Lugar de Verdad. Su capitán se hizo, pues, acompañar por seis hombres para conducir al coloso hasta el gran despacho donde Tausert había trabajado durante toda la mañana en compañía de los responsables de la irrigación.

La reina-faraón disipó su fatiga perfumándose y bebiendo una copa de leche fresca con cilantro antes de recibir a Paneb.

–La construcción de vuestro templo de millones de años ha empezado, majestad. La entrega de los últimos bloques de gres se realizará antes del fin de semana, y podréis consagrar el naos en menos de dos meses. A partir de ese instante, el santuario estará en actividad y los ritualistas oficiarán allí, cada mañana, en vuestro nombre.

–¡Excelentes noticias, maestro de obras!

–Queda por emprender lo más difícil, majestad.

–Te refieres a mi morada de eternidad… ¿Qué emplazamiento me propones?

Paneb sintió cierta aprensión al desvelar su proyecto, por miedo a decepcionar a la soberana.

Y Tausert no podía confesarle que ella misma era presa de la inquietud. ¿En qué lugar del Valle deseaba la cofradía abrir el crisol alquímico en el que resucitaría su alma de faraón?

–¿No sería preferible que lo descubrierais en el propio paraje, majestad?


Los guardias nubios se apartaron ante Tausert y el maestro de obras, que penetraron en silencio en el Valle de los Reyes, sobrevolado por una pareja de halcones peregrinos. El calor era intenso, los acantilados brillaban con una luz cegadora.

Paneb, que iba delante de la soberana, pasó junto a la tumba de Ramsés el Grande, dejó a su derecha la de su hijo Merenptah y a su izquierda la de Amenmés, antes de tomar el sendero que llevaba hacia el sur y bifurcar, luego, hacia el oeste.

El maestro de obras no se detuvo ante la morada de eternidad de Siptah, situada casi enfrente de la del canciller Bay. Prosiguiendo hacia el sur, se paró un poco antes de llegar a la tumba del primero de los Tutmosis, en cuyas proximidades se había excavado la de Seti II.

–He aquí el emplazamiento elegido por la mujer sabia -declaró Paneb-. Según Fened la Nariz y yo mismo, es excelente.

–El centro de un triángulo cuya base está formada por Bay y Siptah y cuyo vértice es ocupado por mi esposo difunto… ¿Es ésa la razón por la que lo habéis elegido?

–La roca es pura y responde bien al cincel. Excavaremos a gran profundidad sin demasiadas dificultades.

Tausert tocó el acantilado.

–¡Será aquí, pues!

–Si place a vuestra majestad.

–El lugar es magnífico, Paneb.

El maestro de obras sintió que Tausert necesitaba meditar, a solas, ante aquella roca no violada aún, donde su alma residiría por toda la eternidad. Se apartó, pues, para contemplarla, inmóvil bajo el sol e indiferente a sus dentelladas. Y el maestro de obras supo que la reina-faraón y él habían nacido de un mismo fuego.

El tiempo se detuvo, el espíritu del Valle de los Reyes penetró en el corazón de Tausert e hizo de una mujer y una reina un faraón de Egipto.

–Paneb…

El coloso se aproximó.

–¿Cuándo iniciarás los trabajos?

–Sólo esperaba vuestra conformidad.

–Muéstrame el plan previsto.

El maestro de obras lo trazó en la arena. Aquel simple gesto le recordó su adolescencia y su insaciable deseo de dibujar la vida y sus secretos.

–Pero… ¡Has previsto una tumba inmensa!

–No sólo inmensa, también decorada con pinturas inéditas.

–¿No será un trabajo demasiado ambicioso?

–La cofradía está formada por artesanos lo bastante expertos para llevarlo a cabo.

El soberbio rostro de Tausert se ensombreció.

–No creo que el destino me conceda un largo reinado… y estoy impaciente por ir junto a Seti.

Paneb, conmovido, no consiguió pronunciar unas palabras insípidas que la soberana ni siquiera hubiera escuchado.

–Majestad…

–Te escucho, maestro de obras.

–La cofradía dará lo mejor de sí misma, y yo pintaré día y noche. Trabajaremos sin cesar para realizar este proyecto.

Tausert sonrió con gravedad.

–Confío en ti, Paneb.

Al coloso le hubiera gustado pronunciar otras palabras, pero los dioses no se lo permitían. Todo lo que podría obtener de aquella mujer sublime sería esa mirada de pureza más ardiente que las brasas.


Méhy y Serketa organizaban banquete tras banquete, para poder entrevistarse en privado con los principales notables de la provincia tebana. El general había advertido que su prestigio seguía intacto, aunque nadie discutiera la autoridad de la reina-faraón.

Pero Tausert no tardaría en identificar a los miembros de la red de Méhy y en comprender cómo los utilizaba para mantener su dominio sobre la ciudad del dios Amón. A cambio de su fidelidad, éstos habían exigido más privilegios, y el general se había visto obligado a concedérselos.

Mientras él se hacía mala sangre, Serketa desplegaba sus encantos ante el guardián de los archivos del Tesoro, un funcionario obtuso y venal, aficionado a las mujeres hermosas e inaccesibles. La esposa del general era demasiado exuberante para su gusto, pero de buena gana dejaba que sus ojos se posaran en sus apetitosas curvas. Y cuando Serketa adoptaba su tono de niña boba, él sentía que lo dominaban extrañas pulsiones.

–¿Habéis probado ese vino blanco, querido amigo? – preguntó Méhy, acercándose a la pareja.

–Me temo que ya he bebido demasiado…

–Ni hablar, hay que saber gozar de los placeres de la vida -afirmó el general, sirviendo generosamente a su huésped.

–Nuestro amigo es encantador -susurró Serketa-. ¡Y es tan divertido!

–Me halagáis, dama Serketa.

–Para seros franca, muchos altos funcionarios no son precisamente demasiado ocurrentes. Vos sois tan distinto… Estoy convencida de que mi marido no tardará en obtener un ascenso para vos.

–Excelente idea -aprobó el general-. ¿Qué os parecería un puesto de subdirector en la administración central de la orilla oeste?

El guardián de los archivos se quedó gratamente sorprendido.

–Sería… Es…

–Con una remuneración doble, claro está.

–No sé yo si sabré estar a la altura…

–No os preocupéis por eso. Sólo hay que cumplir una pequeña condición: sacar de los archivos los papiros contables que hay en esta lista y traérmelos mañana por la mañana.

El funcionario dio un respingo.

–No puedo hacer eso, yo…

Serketa se colgó de su brazo.

–Sois tan amable, ¿no haríais eso por nosotros?

–Me debéis vuestro puesto -recordó Méhy-, y me deberéis vuestro ascenso. ¿Puedo contar con vos, sí o no?

La gélida mirada del general petrificó al guardián de los archivos.

–Sí, sí… Claro que podéis.


56


El funcionario se había asustado tanto que estaba entre los primeros visitantes que solicitaban ser recibido por el administrador principal de la orilla oeste. Para evitar que quienes lo rodeaban se dieran cuenta de que tenía prisa por hablar con el guardián de los archivos, Méhy lo había hecho pasar en tercer lugar.


A pesar del fresco matinal, el hombre sudaba profusamente.

–Siéntate -le dijo el general, cerrando la puerta.

–No hace falta… Os lo he traído todo.

–Muéstramelo.

El funcionario abrió un cesto cuadrado, del que sacó cinco papiros que Méhy examinó uno a uno. Si hubieran caído en manos de Tausert, habría podido comprender que, desde hacía varios años, el general desviaba fondos públicos en su propio beneficio. Ciertamente, había que poseer profundos conocimientos de contabilidad y tener el olfato de un perro de caza, pero sería mejor no correr ningún riesgo.

–He borrado el número de estos papiros de la lista general -añadió el guardián de los archivos, al que le temblaban las manos-. Ahora es como si nunca hubieran existido.

–Perfecto, amigo mío.

–¿Y… mi nuevo cargo?

–El mes que viene apoyaré tu candidatura y entrarás en funciones poco después. Permíteme que te envíe unos vasos cretenses de colores que te encantarán.

–¡Es demasiado, realmente demasiado!

–Nunca es demasiado para los amigos. No dudes de que has tomado la decisión adecuada.

Gracias a su nuevo salario, el ex guardián de los archivos del Tesoro cambiaría primero de casa y, luego, emprendería la conquista de una mujer agradable que no sabría resistirse a sus atractivos.

Había estudiado demasiados documentos contables, y el funcionario ya no creía en los sentimientos, pero tenía plena confianza en el irresistible poder de las cifras.

Contempló con desdén su casita de dos pisos, en el arrabal norte de Tebas. ¿Cómo era posible que él, que era apto para tan altas funciones, pudiera haberse conformado, durante tanto tiempo, con tan poco? ¡Y aquel minúsculo jardín, poblado por dos viejas palmeras, no era realmente digno de un hombre de su condición!

Muy pronto descansaría a la sombra de los magníficos árboles plantados a orillas de su estanque privado.

Una mujer que agachaba humildemente la cabeza se presentó ante él.

–Unos valiosos vasos… ¿Son para vos?

–¡Claro que sí! Deja en seguida tu cesto en esa mesita.

Impaciente por descubrir el pequeño tesoro que Méhy le regalaba, el funcionario desató el cordel y levantó la tapa.

Enfurecida por la larga reclusión, una víbora negra dio un salto para morder a su víctima en el cuello.

El infeliz se llevó las manos a la herida, aterrorizado.

–¡Un médico, pronto!

–Es inútil -afirmó Serketa, a quien el funcionario apenas reconoció, pues iba muy bien maquillada-. En menos de tres minutos estarás muerto.

–¡Ayudadme, os lo suplico!

–El general sabía que no lograrías dominar tu lengua… Te dejo con la víbora. Yo me llevaré los vasos.

Serketa escapó del funcionario, cuyos desordenados movimientos sólo consiguieron precipitar la difusión del veneno en su sangre.

Mientras asistía a la rápida agonía, la asesina pensó que, gracias a la desaparición de los documentos comprometedores, el general ya estaba a salvo; pero Tausert proseguiría su investigación y acabaría dándose cuenta de que Méhy reinaba sobre Tebas por medio de la corrupción y las amenazas.

Antes de que atacase a su marido, Serketa ya habría acabado con ella.

Reunidos en su local, recién pintado, los artesanos del equipo de la derecha habían escuchado con atención el breve discurso de Paneb el Ardiente.

Karo el Huraño, indignado, se expresó con vehemencia.

–¿No nos habías prometido que respetarías los horarios de trabajo habituales y que no suprimirías ningún día de descanso? ¡Y ahora nos exiges que realicemos trabajos forzados para que terminemos lo antes posible la morada de eternidad de Tausert!

–No reniego de mis compromisos -aceptó el maestro de obras-, y no tengo la intención de contrariar vuestra voluntad.

–Si nos negamos, no podrás excavar y decorar la tumba tú solo -supuso Pai el Pedazo de Pan.

–Pues será necesario, si ninguno de vosotros acepta esforzarse un poco más de lo habitual.

–¿Cuáles son las verdaderas razones de tu actitud? – preguntó Ched el Salvador, esbozando una irónica sonrisa.

–Puesto que estamos hablando protegidos por el sello del secreto, sabed que el reinado de Tausert puede ser breve y que ella espera excelencia y rapidez de nuestra cofradía, que le den, a la vez, un templo de millones de años y una morada de eternidad.

–¿Y por qué construirla tan vasta? – preguntó Gau el Preciso-. La tumba del primero de los Ramsés, que ocupó el trono durante menos de dos años, es pequeña aunque espléndida.

–Las dimensiones de las tumbas reales no dependen de la longitud de los reinados -repuso Paneb-. Tras tantos años de experiencia, todos sois expertos en vuestro oficio, y sois capaces de llevar a cabo una obra de ese tamaño.

–¿De dónde sacas tus informaciones? – inquirió Unesh el Chacal.

–Es un simple presentimiento de la propia Tausert.

–¿Y qué dice la mujer sabia? – preguntó Fened la Nariz.

–Nada.

–Mala señal -advirtió Ipuy el Examinador.

–¡El proyecto del maestro de obras me parece exaltante! – declaró Nakht el Poderoso-. Hemos trabajado mucho para el exterior durante los últimos meses y ya es hora de que nos consagremos a lo esencial.

–¿Acaso lo más divertido no es intentar lo imposible? – sugirió Ched el Salvador-. Disponer de un largo plazo de tiempo para crear una tumba como la de Siptah no nos permitió recurrir a nuestras reservas y exigir de nuestras manos lo que no habían dado aún. No tengo la energía ni la salud de Paneb, pero participaré en la aventura tan intensamente como mis fuerzas me lo permitan.

–Seremos dos, por lo menos -precisó Didia el Generoso, con calma.

–Basta ya de cháchara -interrumpió Thuty el Sabio-: ¿quién se opone al maestro de obras?

–¡Bah! – exclamó Karo el Huraño-. Aquí nunca hay modo de discutir… En vez de estar perdiendo el tiempo, sería mejor que nos dispusiéramos a partir hacia el Valle de los Reyes.


Serketa había dormido hasta mediodía, colmada por el asesinato que acababa de cometer. Pero su beatitud había desaparecido brutalmente cuando, al contemplarse en un espejo, había descubierto, horrorizada, una pequeña arruga en la comisura de los labios.

Inmediatamente llamó a su camarera y a su peluquera, profiriendo estridentes gritos, para que le llevaran cremas y ungüentos.

–¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que esta monstruosidad me desfigure el rostro! ¡Y llamad de inmediato a mi médico!

Una vez maquillada, Serketa se sintió algo aliviada. Su intendente le dirigió la palabra con deferencia.

–Un visitante os está esperando desde primeras horas de la mañana, dama Serketa.

–¿Cómo se llama?

–Se ha negado a decírmelo. He intentado despedirle pero dice que debe entregaros un mensaje importante. Y en esas circunstancias, sólo vuestra decisión…

–¿Cómo es?

–Talla mediana, grueso, cabeza redonda, pelo negro…

–Instálalo en el quiosco y dile que voy en seguida.

El intendente no se había atrevido a decirle que el visitante, de aspecto vulgar, se parecía mucho al general Méhy. Serketa, sin embargo, estaba convencida de que se trataba de Tran-Bel, el pequeño mercader de muebles que bailaba al son que ella tocaba.

La esposa del general comprobó su maquillaje antes de reunirse con un huésped tan inesperado como indeseable.

Lamentablemente, se trataba en efecto del mercader, con su falsa sonrisa y sus aires hipócritas.

–¿Qué mosca te ha picado, Tran-Bel? ¡No te autoricé a venir a molestarme a mi casa!

–Perdonad mi insolencia, dama Serketa, pero era urgente. Espero que nadie pueda oírnos.

–Nadie.

–En Tebas circulan innumerables rumores… Es difícil discernir lo cierto de lo falso, pero no cabe duda de que la reina Tausert se comporta como un verdadero faraón y que la posición de vuestro marido se ve por ello… debilitada. Ahora bien, vos y yo estamos muy unidos.

–¿De dónde sacas tú eso?

–Recordadlo, dama Serketa… Uno de los artesanos del Lugar de Verdad es uno de vuestros íntimos amigos, y yo conozco a ese artesano. ¿No valdría mucho oro una información como ésa, si se la vendiera a Tausert?

De los ojos de Serketa salieron chispas.

–¡Oh, ya sé lo que estáis pensando! Sobre todo, no lo intentéis, pues he tomado mis precauciones. Además, tengo confianza en vos y estoy convencido de que el general Méhy tiene un gran porvenir.

«El bueno de Tran-Bel resulta molesto y, si desapareciese, ni mi marido ni yo lo íbamos a lamentar.» -¿Qué quieres?

–Primero, el precio de mi silencio; luego, ser socio de uno de vuestros negocios. Uno de los mejores, claro está.

Serketa contempló durante largo rato al mercader.

–De acuerdo -decidió finalmente.