Aunque estaba muy trastornado por la conducta de Imuni,
Kenhir había recuperado el sueño gracias a los sedantes que le
había recetado Clara, y no le faltaba el apetito.
Sin embargo, cuando regresó del consejo restringido en el que
habían participado la mujer sabia y los dos jefes de equipo, tenía
un aspecto sombrío.
–¿Algún problema? – le preguntó Niut la
Vigorosa.
–No, no exactamente… ¿Qué opinabas de Imuni?
–Varias veces os di mi opinión sobre él: cuando se tiene cara
de roedor, se roe. Cuando se tiene la voz melosa, se adula, y
cuando se adula, se miente. ¡Pero vos nunca escucháis a
nadie!
–Te escuchaba, Niut, pero no podía creer que realmente fuese
tan malvado…
–Y seguís sin creerlo, porque no podéis imaginar el monstruo
que puede crear la unión de la mezquindad y la
ambición.
–El consejo ha decidido nombrar un nuevo escriba
ayudante.
–¡Eso está bien! A vuestra edad, necesitáis
ayuda.
–He propuesto un candidato que ha sido aceptado por
unanimidad.
–Mejor así. Para su nombramiento oficial llevaréis una
hermosa camisa plisada.
–Antes me gustaría saber tu opinión acerca del
candidato.
–¿A qué viene eso, si ya se ha votado?
–Es preciso que el ayudante designado acepte su nombramiento…
Bueno, debería decir: la ayudanta.
–¿Una mujer escriba?
–Tú, Niut. Eres un ama de casa y una cocinera excepcional,
pero además sabes leer y escribir. Todos conocen tu rigor y tu
capacidad de trabajo, y el consejo, como yo mismo, considera que no
hay mejor candidato para el cargo.
Niut la Vigorosa examinó la camisa.
–Podría hacerlo mejor, pero necesitaré un tejido más fino.
Bueno, manos a la obra: ¿queréis dictarme el texto de hoy para el
Diario de la Tumba?
La hija de un escultor del equipo de la izquierda, una
hermosa morenita de quince años, estaba llorando.
–¿Qué ocurre? – le preguntó Uabet la Pura.
–Quisiera… Quisiera decíroslo, pero ya no me atrevo… Y
además…
–Entra.
La morada de Uabet era preciosa. Estaba decorada con pinturas
de múltiples colores que Paneb retocaba cuando un color iba
apagándose. Figuras geométricas, pámpanos, hojas de loto y pájaros
retozando entre los papiros componían un palacio en miniatura cuya
dueña se sentía orgullosa de él.
Uabet hizo que la muchacha se sentara en uno de los
almohadones anaranjados que ella misma había
bordado.
–¿Querías hablar conmigo?
–Sí… No… Dejad que me vaya, por favor.
–Tranquilízate, pequeña, estoy dispuesta a escucharte, sea lo
que sea lo que tengas que decirme.
La morenita levantó los ojos, llenos de
lágrimas.
–¿De verdad?
–De verdad.
–¿Tendríais un poco de agua?
La muchacha bebió con avidez, como si acabara de cruzar el
desierto.
–¿No… No me reprocharéis nada?
–Te lo prometo.
La morenita cerró las rodillas.
–Con mis amigas, incitamos a los chicos, ayer por la noche,
después de la puesta del sol… Bailamos con los pechos desnudos,
como de costumbre, pero no nos limitamos a eso… Como habíamos
bebido un poco de cerveza fuerte y hacía mucho calor, nos quitamos
también los taparrabos para hacer mejor las figuras
acrobáticas.
–Y supongo que también los muchachos se quitaron los
suyos.
–Cuando finalizó la danza, sí… Pero sólo nos miramos los unos
a los otros, riendo, y luego cada cual volvió a su casa. Pero yo no
pude…
–¿Por qué?
–Por culpa de vuestro hijo Aperti.
La morenita rompió a llorar.
–¿Te violó?
–Sí y no… Cuando se acercó a mí, no se había puesto el
taparrabos, y yo, tampoco… Al principio creí que sólo quería
acariciarme, y además es tan apuesto, tan fuerte… Debería haber
gritado, resistido, pedido socorro…
–¿Y no lo hiciste?
–No -reconoció la muchacha, avergonzada.
–De modo que hicisteis el amor y ya no eres
virgen.
La morenita inclinó la cabeza, nerviosa.
–¿Estás enamorada de Aperti?
–No lo sé… Creo que sí. ¡Pero no me atrevo a decirles nada a
mis padres!
–¿Has vuelto a ver a mi hijo?
–¡No, no!
El puño de Aperti alcanzó en el mentón al hijo del carpintero
del equipo de la izquierda, que cayó de espaldas.
–¡He ganado! – exclamó el joven atleta de diecinueve años, a
quien nadie había vencido aún peleando con los
puños.
–La vida no es una lucha -dijo Paneb con
gravedad.
El muchacho, sorprendido, no se atrevió a mirar a su padre a
la cara.
–Te has convertido en un buen yesero, Aperti. Ya es hora de
que vivas en tu propia casa y te cases con la mujer a la que
sedujiste y a la que amas.
–Pero… ¡Si no amo a ninguna mujer!
–Claro que sí, ¿no te acuerdas?, una hermosa morenita a la
que demostraste tu virilidad.
–¡Sólo nos estábamos divirtiendo!
–Para ella no fue un juego; para ti, tampoco lo es ya. Tú
decides, o restauras la pequeña morada que el escriba de la Tumba
te concede para que vivas en ella con tu esposa, o abandonas la
aldea.
Como todas las noches después de las consultas, Clara se
enfrentaba con la soledad. Despierta desde antes de que amaneciera,
vivía intensamente los ritos matinales y, luego, se ocupaba de sus
pacientes preocupándose, constantemente, de la salud de los
habitantes de la aldea. Estaba feliz por haber conseguido que Ched
el Salvador no perdiera más vista, y no había tenido que deplorar
ninguna enfermedad grave que exigiera el traslado del enfermo a
Tebas.
Cuando el último paciente salía de su consulta, debía vivir
de nuevo la ausencia de Nefer el Silencioso, consciente de que
aquel vacío no se llenaría nunca. A pesar del amor que sentía por
la cofradía, deseaba ardientemente reunirse cuanto antes con él,
pues la separación le resultaba muy dura.
Al caer la noche, Clara se sentía muy fatigada. No tenía
ganas de cenar y sabía que el propio sueño no le procuraría ningún
consuelo.
Decidió, pues, subir a la cima, con la esperanza de que la
diosa del silencio la aceptara en su seno y le abriera las puertas
del más allá.
En el umbral estaba sentada la pequeña Selena, que tenía
siete años. La hija de Paneb el Ardiente y Uabet la Pura estrechaba
en sus manos tres pequeñas bolsas de tela que contenían granos de
uva, dátiles y cebada.
–¿Qué estás haciendo aquí, Selena?
–Yo misma he preparado las dádivas para ofrecerlas en la
cima. Te recuerdo que me prometiste que me llevarías. Estoy
preparada.
Los ojos de la niña brillaban de emoción. En aquel momento,
Clara supo que el destino había elegido a la futura mujer sabia del
Lugar de Verdad y que, en adelante, tendría que consagrar buena
parte de su tiempo a formarla.
–Concédeme unos instantes.
Cuando Clara apareció de nuevo, iba vestida con una túnica de
lino plisada, blanca y rosada, y engalanada con un ancho collar y
unos brazaletes de oro. Un aro del mismo metal ceñía su peluca, que
estaba coronada por un loto.
–¡Qué hermosa eres, Clara!
–Es para honrar a la diosa. Estoy segura de que apreciará tus
ofrendas.
La mujer sabia y la niña empezaron a subir lentamente a la
luz del ocaso. Selena sujetaba con fuerza la mano de Clara, sin
dejar de mirar hacia la cima.
–Venera a la diosa del silencio, la que mora en lo alto de la
montaña -le recomendó la mujer sabia-. A veces adopta un aspecto
terrible, pero en ella vive el fuego de la creación. Cuando yo me
haya dirigido al Occidente, que ella sea tu guía y tu
mirada.
Cuando llegaron a la cima, la cobra real hembra salió de su
cueva.
Selena apretó aún con más fuerza la mano de
Clara.
–Ponte detrás de mí e imita cada uno de mis
movimientos.
La danza ritual de la serpiente y la mujer sabia se celebró
en perfecta armonía. Apaciguada por los presentes, la cobra regresó
al reino del silencio.
Clara y Selena se sentaron una junto a otra para disfrutar el
frescor del crepúsculo.
–Vamos a recorrer juntas las horas de la noche, Selena. Algún
día tocarás a la gran serpiente, la encarnación de la diosa, y ella
te transmitirá su energía.
La niña no sintió deseos de dormir ni un solo instante. Justo
antes de que el sol se levantara, Clara le hizo beber el rocío que
exudaba la más alta piedra de la cima, el agua regeneradora que
brotaba de las estrellas.
Luego, la mujer y la niña bajaron de nuevo hacia la
aldea.
Al lado del sendero estaba Paneb.
La niña corrió hacia su padre, que la tomó en sus brazos, y
se durmió en seguida.
Las miradas de la mujer sabia y el maestro de obras se
cruzaron; ni el uno ni la otra tuvieron necesidad de pronunciar una
sola palabra.
Y, por primera vez, Clara vio llorar al
coloso.
La aldea vivía un período de descanso tras aquel derroche de
esfuerzos coronados por el éxito. El calor de finales de mayo era
abrumador, y el tiempo pasaba muy lentamente.
Clara permanecía largos ratos al pie de la persea plantada
sobre la tumba de Nefer el Silencioso. El árbol crecía a ojos vista
y, a través de él, la mujer sabia sentía la presencia
tranquilizadora del hombre al que seguía amando con idéntico
fervor.
Los artesanos jugaban a los dados, con cinco piedras a las
que habían dado unas formas particulares. La primera era una
pirámide de base triangular y cuatro caras, símbolo del fuego; la
segunda tenía veinte caras formadas por veinte triángulos
equiláteros, para evocar el agua; la tercera, de ocho caras,
encarnaba el aire, y la cuarta, un cubo con sus seis caras, la
tierra. En cuanto a la quinta, con sus doce caras, evocaba la
quintaesencia, el universo del que procedían los cuatro
elementos.
Nakht el Poderoso se disponía a lanzar cuando el enorme gato
de Paneb se plantó ante él, con los pelos del lomo erizados y
mostrando las garras.
–¿Qué ocurre, Encantador?
El felino maulló, a modo de respuesta.
–Intenta avisarnos de algún peligro -aventuró Fened la
Nariz.
Los artesanos dejaron los dados y siguieron al gato, que
caminaba como un cangrejo, con la cola hinchada y los bigotes
tiesos.
Encantador los condujo hasta la gran
puerta, contra la que se arrojó furiosamente.
–Este animal se ha vuelto loco -dijo Pai el Pedazo de Pan-;
voy a buscar a Paneb. Sobre todo, no os acerquéis a él: podría
arañaros.
De pronto, llamaron con violentos golpes.
–Es el guardián -advirtió el dibujante.
–¡Ese gato no está tan loco! – comentó Casa la Cuerda-. Avisa
al maestro de obras.
En pocos instantes, todos los aldeanos se reunieron ante la
gran puerta.
–Dejadme pasar -ordenó Paneb.
Junto al guardián estaba el cartero Uputy.
–Tengo que transmitiros dos mensajes -le dijo al maestro de
obras-: el primero es oral; el segundo, escrito. Me han encargado
que os anuncie que el alma del faraón Siptah ha emprendido el vuelo
para penetrar en el paraíso celestial y unirse con la luz de la que
brotó.
Y el cartero añadió, entregando a Paneb un papiro que llevaba
el sello de la regente:
–He aquí el mensaje escrito.
Paneb leyó la misiva de la reina, e inmediatamente convocó,
muy contrariado, el consejo restringido que estaba formado por la
mujer sabia, el escriba de la Tumba y el jefe del equipo de la
izquierda.
–Para honrar la memoria de Siptah -reveló el maestro de
obras-, la reina nos ordena que ampliemos su
tumba.
–Como máximo podemos prolongarla -sugirió
Hay.
–Considero que nuestro trabajo está terminado. El tamaño de
la tumba respeta las leyes de armonía, al igual que su
decoración.
–Se trata de una orden de la regente -recordó Kenhir-;
debemos obedecer.
–Siptah ha muerto, su momificación durará setenta días y será
inhumado en su morada de eternidad. En tan corto plazo de tiempo,
¿cómo podemos excavar, esculpir y pintar
correctamente?
–Los servidores del Lugar de Verdad son capaces de trabajar
rápido y bien, empezando por ti -objetó el jefe del equipo de la
izquierda.
–No es la capacidad técnica de la cofradía lo que te preocupa
-afirmó la mujer sabia-; ¿Por qué razón
te rebelas contra esa decisión?
–Porque nos exponemos a una catástrofe. Tocar esa tumba sería
un error.
–Sabrás tomar las precauciones necesarias -consideró
Kenhir.
–¿No deberíais escribir a la reina para comunicarle nuestro
desacuerdo?
–No me parece una buena idea… En Pi-Ramsés, sin duda, ha
comenzado la guerra de sucesión y no creo que a Tausert le gustara
ser contrariada por la desobediencia del Lugar de Verdad. Por lo
que sabemos de su carácter, creo que no cambiará de
opinión.
–De todos modos, escribidle y decidle que yo tengo serias
reservas con respecto a la ampliación de la tumba de
Siptah.
Kenhir comenzaba a sentirse inquieto.
–Sin embargo, ¿aceptas reanudar las obras?
–¿Acaso tengo otra opción?
Inmediatamente después del anuncio oficial de la muerte del
rey, la regente había convocado el gran consejo para comunicarle
que el ritual de la momificación daba comienzo y que había ordenado
al Lugar de Verdad que embelleciera la última morada de
Siptah.
Set-Nakht se había extrañado de aquella decisión, ya que
podía retrasar la ceremonia de los funerales; pero la reina había
mantenido su posición, alegando que el monarca, respetuoso con la
ley de Maat durante su corta existencia, bien merecía ese último
homenaje.
Set-Nakht regresó a su casa, furioso.
–Vuestro hijo mayor acaba de llegar -le avisó su
intendente.
El ministro de Asuntos Exteriores parecía
inquieto.
–¡Circulan muchos rumores, padre! ¿Realmente ha muerto el rey
Siptah?
–En efecto, nos ha abandonado. ¿Qué noticias me
traes?
–Nada bueno, pero tampoco desastroso. A pesar de la actividad
de nuestros diplomáticos, no creo que tengan éxito. Egipto es una
tentación cada vez más grande para los pueblos ávidos de
conquistas.
–Tausert se niega a admitirlo.
–¿Quién sucederá a Siptah?
–La regente puede convertirse en rey… ¡Pero eso sería un
desastre para el país!
–¿Debo entender que estáis dispuesto a enfrentaros a
ella?
Set-Nakht tardó en responder.
–Aún no lo sé. Es una decisión muy importante… La guerra
civil me aterroriza, pues sólo engendra miseria y desolación. ¿Pero
cómo evitarla si la reina sigue en sus trece? No es mi porvenir lo
que me preocupa, sino el de Egipto. Soy el único capaz de reunir a
los oponentes de Tausert para evitar la disolución de nuestros
ejércitos.
–La regente ostenta la legitimidad, padre.
–Hasta la inhumación de Siptah, sí. Pero cuando la puerta de
su tumba se haya cerrado, será preciso designar un nuevo
faraón.
Padre e hijo se miraron largo rato.
–¿Estarás conmigo o contra mí, hijo mío?
–Con vos, padre.
Tausert, que estaba muy afectada por el fallecimiento del
joven monarca, había asistido al comienzo del ritual de
momificación, confiado a los especialistas del templo de Amón. Ante
el sacerdote que llevaba la máscara de Anubis, había afirmado que
el monarca se había portado como un hombre justo, que no había
cometido faltas graves y que merecía ser reconocido como tal por el
tribunal de Osiris.
Durante el consejo de ministros, la reina había notado que
algunas miradas críticas se clavaban en ella, como si fuera la
responsable de la muerte del faraón. Así pues, se había limitado a
hacer unas breves declaraciones, dejando para más tarde la lectura
de los informes.
A petición de la reina, sólo el visir se había quedado en la
estancia.
–¿Qué piensas de la decisión que he tomado con respecto al
embellecimiento de la tumba de Siptah?
–Lo que piensan todos, majestad; deseáis rendir el último
homenaje a un monarca por el que sentíais una gran
estima.
–Ahora, sé sincero.
–Pues bien… Digamos que algunos consideran ese honor
excesivo, teniendo en cuenta que su reinado fue más bien gris, y
creen que vuestra intención es ganar tiempo alargando el período de
los funerales.
–Pues tienen razón -reconoció Tausert.
–Vuestro ministro de Asuntos Exteriores acaba de regresar a
Pi-Ramsés, majestad. Ha acudido de inmediato a casa de su padre,
que no deja de recibir dignatarios.
–Set-Nakht ya ni siquiera disimula… ¿Te ha convocado a ti
también?
El visir, molesto, no se atrevió a mentir.
–Me ha invitado a cenar, majestad.
–¡Rechaza esa invitación!
–Majestad… No estaría bien crear más tensiones aún. Y,
además, tal vez esa entrevista privada tenga un carácter
diplomático que podría ser el último. Intentaré convencer a
Set-Nakht de que no cometa ninguna imprudencia.
–¿Qué me aconsejas, visir?
–Que penséis sólo en Egipto y en su felicidad,
majestad.
Tausert dio la espalda a su primer ministro y se dirigió al
jardín de palacio, poblado por los cantos de los
pájaros.
¡Qué sola se sentía en aquel día de estío en el que el calor,
incluso en el Norte, se anunciaba abrumador! Si el canciller Bay
hubiera estado a su lado, habría sabido elaborar una estrategia
para impedir que Set-Nakht la perjudicara. Y Paneb el Ardiente, por
su parte, no se habría limitado a pronunciar palabras vacías y
consejos insípidos.
Pero Bay había muerto y el maestro de obras del Lugar de
Verdad ejercía su función sagrada lejos de
Pi-Ramsés.
Tausert sólo podía contar consigo misma para tomar una
decisión fundamental: renunciar al trono, dejando el campo libre a
Set-Nakht, o enfrentarse con su adversario en una lucha sin
cuartel.
Todos los soldados aguardaban con impaciencia la llegada del
general Méhy, que penetró en el gran patio, a media mañana, en un
carro tirado por dos caballos. Después de que los oficiales
hubieran puesto orden en las filas, se dirigió a los regimientos de
élite.
–Soldados, el faraón Siptah ha regresado al sol, y la reina
Tausert sigue ejerciendo la regencia hasta que terminen los
funerales. Las guarniciones del Norte y las de las fronteras han
sido puestas en pie de guerra para disuadir cualquier intento de
invasión durante el período de luto, que durará setenta días. Por
lo que se refiere a vuestro sueldo, no debéis preocuparos en
absoluto. Acabo de entrevistarme con el sumo sacerdote de Amón, que
me ha asegurado que el templo de Karnak supliría al gobierno de
Pi-Ramsés en caso de que éste faltara a sus deberes para con
vosotros. Sabed que disponéis del armamento más moderno y eficaz;
gracias a él, gracias a vuestra competencia y a vuestro valor,
Tebas está protegida y no tiene que temer el porvenir. Pase lo que
pase, esta provincia seguirá siendo próspera. Y tengo el placer de
anunciaros que, de mi fortuna personal, os pagaré una prima de
entrenamiento intensivo.
Los soldados aclamaron aquella buena noticia. La mentira no
le costaba cara a Méhy que, por medio de un truco de
prestidigitación contable, transfería ciertos haberes de la ciudad
al cuartel, sin tocar sus propios bienes.
Una vez concluida aquella comedia, el general reunió a su
estado mayor. Se componía de militares de carrera, a quienes había
comprado y enriquecido. Todos lo obedecían ciegamente, tanto más
cuanto se vigilaban unos a otros, dispuestos a denunciarse para
conservar la confianza de Méhy.
Cada uno de ellos sabía que el menor paso en falso le
costaría muy caro.
–No habrá ningún informe de esta reunión -declaró de buenas a
primeras el general-. Hoy sólo hay una cosa segura: la guerra civil
es inevitable y los dos campos exigirán, antes o después, a las
tropas tebanas que tomen partido.
–¿Disponemos de informaciones fiables? – preguntó un oficial
superior.
–Escucharemos a uno de nuestros agentes que acaba de llegar
de la capital.
El viajero estaba exhausto, pero Méhy no le dio tiempo para
descansar.
–¿Quién reina en Pi-Ramsés? – le preguntó.
–La situación es muy compleja, general. La regente sigue
ejerciendo el poder y Set-Nakht aún no ha intentado nada contra
ella. Pero su hijo mayor ha presentado su dimisión como ministro de
Asuntos Exteriores para trabajar con su padre, que está a la cabeza
de un poderoso clan. Set-Nakht nunca ha ocultado que no permitiría
que Tausert se convirtiera en faraón.
–La reina está aislada, pues, y se verá obligada a retirarse
en un breve plazo de tiempo.
–Eso no es tan seguro… Tausert es considerada una
administradora excelente, mucho mejor que Set-Nakht, y hay un
partido de legitimistas que desean ver cómo la regente asume el
poder supremo. Los argumentos de Set-Nakht no los han convencido y
no tienen la intención de abandonar a la reina, pues desean evitar
un golpe de estado que podría ir seguido de otros muchos. Y su
posición parece fortalecerse.
–¿Y el ejército?
–Está muy dividido, general. Algunos oficiales desean, junto
con Set-Nakht, lanzar una ofensiva en Siria-Palestina y en Asia
para acabar con las veleidades de nuestros enemigos; pero otros son
favorables a Tausert, que es partidaria de reforzar nuestras líneas
de defensa.
–Dicho de otro modo, el resultado del enfrentamiento entre
Tausert y Set-Nakht es incierto.
–Suponiendo que haya enfrentamiento…
–¿Qué quieres decir?
–Set-Nakht tiene dudas sobre si provocar una guerra civil, y
Tausert se cree demasiado débil para obtener la victoria. El uno y
la otra se miran como fieras que defienden su territorio, sin saber
quién atacará primero.
–¿Por quién apostarías tú?
–Hoy, por nadie, general.
–¿Qué piensan de mí en Pi-Ramsés?
–Se os considera un hombre poderoso, honesto y respetuoso de
la legalidad. Todos conocen el valor de las tropas tebanas y
aprecian vuestro modo de administrar la provincia. Sea como sea, el
próximo faraón no reinará sin vuestro apoyo.
Una bocanada de satisfacción invadió al general, pero el
reconocimiento de sus cualidades no le bastaba. En un clima tan
turbulento, tenía que imponerse como último
recurso.
–Regresa de inmediato a Pi-Ramsés -le ordenó a su agente-, y
pon en marcha un sistema de correo rápido y confidencial que me
informe, día a día, de la evolución de los
acontecimientos.
Una vez más, Serketa fingió sentir placer, aplastada por el
peso de su marido que, desde hacía unos meses, había engordado
considerablemente.
Aunque Méhy fuese un amante deplorable, sabía que era capaz
de barrer los obstáculos que aún lo separaban del poder absoluto.
Ya encontraría consuelo con verdaderos machos cabríos, tomando
precauciones para que el general, tan imbuido de su propia
virilidad, no sospechara nada.
Satisfecho, Méhy se tumbó de espaldas.
–Estoy preocupado, dulzura mía.
Serketa acarició sus pies regordetes, de los que él se sentía
muy orgulloso.
–¿No puedes aprovecharte de la situación de desconcierto que
se está viviendo en el país?
–Eso creía antes de la llegada de mi informador… ¿Pero a
quién puedo conceder, oficialmente, mi apoyo?
–¡A Set-Nakht, claro está!
–No es tan evidente…
–¿Por qué?
–Porque Tausert y Set-Nakht son dos depredadores, tan temible
es el uno como el otro. Creí que la reina, a la muerte de Siptah,
ya no tendría fuerzas para luchar, pero me equivoqué: exige que
amplíen la tumba del rey difunto. Dicho de otro modo, piensa
prolongar el luto oficial de setenta días para reforzar sus
alianzas con algunos dignatarios influyentes, tanto civiles como
militares, e intentar vencer a Set-Nakht. Si nos ponemos de su
parte y ella triunfa, Tausert nos hará pagar muy caro nuestro
error. En el mejor de los casos, me jubilará; en el peor, hará que
me condenen por alta traición. Pero nada demuestra que vaya a
vencer a Set-Nakht… Desde hace años, ese hombre se está preparando
para lanzarse al asalto decisivo y apoderarse del trono, y estoy
seguro de que no renunciará en el último momento. Como la reina,
tampoco él podría prescindir de Tebas y de mi apoyo. Así que, ¿qué
bando debo elegir?
–De momento, ninguno -preconizó Serketa-. Es cierto que
Tausert y Set-Nakht ya no mantienen contacto directo, por lo que
debes asegurarles, a ambos, tu más absoluta fidelidad. El último
enfrentamiento tendrá lugar en Pi-Ramsés, no aquí. Por lo que
sabemos, el propio vencedor saldrá de él muy debilitado. Entonces,
atacaremos nosotros.
–Quieres decir que…
–Sí, será preciso partir hacia el Norte con el grueso de las
tropas tebanas y hacer que te coronen faraón. Aparecerás como el
reconciliador cuya autoridad nadie va a discutir.
Méhy sintió vértigo.
–¿Realmente crees…?
–Se acerca la hora, mi tierno amor, Tausert es sólo una
mujer; Set-Nakht, un anciano… Las circunstancias nunca nos han sido
tan favorables.
El general abandonó la cama de un salto y golpeó la almohada
con el puño.
–¿Quién es el único que aún se atraviesa en mi
camino?
–¡El Lugar de Verdad! Gracias a él, Tausert puede prolongar
la duración de los funerales… De lo contrario, Set-Nakht la habría
echado sin dificultades. ¿Tienes alguna noticia de nuestro
aliado?
–Según la última carta, está seguro de que la Piedra de Luz
se oculta en el templo principal de la cofradía.
–¿Y a qué espera para apoderarse de ella?
–Es el lugar más vigilado de la aldea, después de la cámara
fuerte. Seguramente hay bloques de piedra móviles en las paredes
del santuario.
–Una especie de cripta…
–Subterránea o en una pared.
Méhy se sirvió una copa de vino.
–Esta vez nos estamos acercando, lo presiento… ¿Tiene un plan
nuestro aliado?
–Debe ser prudente. Paneb ha intentado hacerlo caer en una
trampa de nuevo, y sólo su desconfianza le ha permitido escapar de
ella.
–Si tuviéramos la Piedra de Luz, Tausert y Set-Nakht no
serían más que unos peleles.
Serketa abrazó a su
marido.
–Un poco más de paciencia, leoncito mío… Hasta hoy, no hemos
cometido ningún error y tu prestigio ha ido en
aumento.
Méhy agarró a su esposa del pelo.
–¿También tú quieres el poder?
–Sólo por medio de ti, amor mío.
Serketa era más temible que un escorpión, pero era una mujer
como ella lo que necesitaba el futuro dueño del
país.
Por ello perdía el sueño y el apetito, y su esposa había
intentado convencerlo varias veces de que renunciara a aquel
proyecto tan peligroso. Y aquella noche, volvía a
hacerlo.
–Aun sabiendo dónde ha ocultado la piedra el maestro de
obras, tampoco podrías alcanzarla. ¿Por qué empecinarte,
entonces?
–¡Porque no tenemos porvenir alguno en esta aldea! En el
exterior nos espera una gran fortuna; pero debemos cumplir con
nuestra parte del trato.
–¡Si te descubren, el tribunal será implacable
contigo!
–No debes tener miedo; comprende que, por fin, estamos
llegando a nuestro objetivo. En vez de ir con los demás al Valle de
los Reyes, fingiré que estoy enfermo. No, no es una buena idea…
Clara lo descubriría. Ponme un alimento nocivo en la comida. Tengo
que estar realmente enfermo.
–¿Y crees que dejarán el templo sin vigilancia? Si eres el
único artesano del equipo de la derecha que se queda en la aldea y
se produce el menor incidente, inmediatamente sospecharán de
ti.
–Tienes razón… Debo pensar en algo mejor.
Su mujer, despechada, le sirvió unas habas demasiado
cocidas.
–Acabo de enterarme de una extraña noticia -declaró-, pero no
sé si te servirá de algo.
–Cuéntame.
–La esposa del orfebre del equipo de la izquierda me ha
dicho, exigiéndome que guardara el secreto, que el maestro de obras
ha encargado a su marido una oca de oro.
–Una oca… ¿Estás segura de haberlo entendido
bien?
–¡Claro que sí! Al restaurar la tumba de una hija de Ramsés
en el Valle de los Reyes, un escultor descubrió que esa pieza del
mobiliario fúnebre se había estropeado, y Paneb ha decidido
fabricar otra.
–Una oca de oro… Una oca guardiana lo bastante grande para
ocultar la Piedra de Luz… y no aquí, en la aldea, sino en el Valle
de las Reinas. ¿Puedes enterarte de algo acerca de esa
tumba?
–La esposa del orfebre del equipo de la izquierda es tan
pretenciosa como charlatana… No será difícil.
En la corte no se hablaba de otra cosa: la reina Tausert
había admitido que no daría la talla frente a Set-Nakht y su hijo
mayor. Durante varios días seguidos, la regente se había
entrevistado con las más altas autoridades civiles y militares, y
había escuchado sus consejos.
Así, durante la convocatoria de un consejo excepcional al que
fue invitado el propio Set-Nakht, éste ya no tenía la menor duda de
cómo iba a acabar el conflicto que lo enfrentaba a la viuda de Seti
II.
–Tausert añade la lucidez a la inteligencia -le confió a su
hijo.
–¿Me acompañas?
–Desde mi dimisión, ya no ocupo ningún cargo oficial. Es
inútil provocar a la reina.
–¡Cuánta diplomacia has aprendido! Pídeme la silla de
manos.
El reumatismo que sufría el viejo cortesano prácticamente le
impedía caminar, y no se hacía demasiadas ilusiones sobre la
duración de su reinado, que se limitaría a una vigorosa
intervención militar en Siria-Palestina, antes de que su hijo mayor
lo sucediese.
Cuando Set-Nakht llegó a palacio, los saludos que le
dirigieron fueron más efusivos que de ordinario. Los cortesanos
reconocían en él al nuevo dueño de Egipto y se felicitaban por esa
tranquila cesión del poder.
La reina hizo su aparición, llevaba una túnica dorada y la
corona roja, y Set-Nakht no pudo evitar admirarla una vez más.
¡Cuántos hombres debían de haberse enamorado de ella, sin conseguir
romper su juramento de fidelidad a su marido
difunto!
Tausert se sentó en el trono.
–Hace veinte días que empezó la momificación del rey Siptah
-declaró-. Aunque estemos en un período de luto, es preciso seguir
gobernando. Por eso me he visto obligada a tomar una decisión
esencial para el porvenir del país.
«La regente habría podido esperar a que finalizara la
momificación para retirarse -pensó Set-Nakht-. Pero tal vez sea
mejor así. Cuando se conozca el nombre del futuro faraón, los
ánimos se calmarán y Egipto quedará reforzado.»
–He elegido un nuevo visir -prosiguió la
reina.
Si un rayo hubiera caído en la sala del trono, no habría
causado más estragos que aquellas simples palabras. Al nombrar a un
nuevo primer ministro, la regente estaba dando a entender sus
intenciones de convertirse en faraón.
Set-Nakht lo tuvo claro: ¡iba a nombrarlo a él, para tenerlo
controlado! Pero, de ese modo, Tausert estaba cometiendo un grave
error. Él se negaría rotundamente, lo que demostraría a la regente
que no le tenía ningún miedo.
–Que el visir Hori se acerque a prestar juramento en nombre
del faraón y ante la Regla de Maat -exigió la
reina.
Hori, uno de los sacerdotes del templo de Amón que había
iniciado al joven Siptah en la lectura de los textos sagrados, fue
introducido en la sala del trono.
Tausert levantó una pluma de oro, símbolo de Maat, y el nuevo
visir juró que cumpliría sin desfallecer su función «amarga como la
hiel», según la expresión de los sabios.
Dos ritualistas lo revistieron con una pesada túnica
almidonada y le pusieron al cuello un collar adornado con dos
colgantes, el uno en forma de corazón y el otro representando a la
diosa Maat.
La cólera de Set-Nakht había sido digna del dios cuyo nombre
llevaba. En su villa tebana había estallado una tremenda
tormenta.
El viejo dignatario estaba rojo de indignación y casi le
faltaba el aliento.
–¡Puesto que quiere guerra, la va a tener! ¿Se imagina esa
regente que voy a doblegarme ante ella? ¡Ese visir fantoche no va a
darme órdenes a mí!
–Os recomiendo prudencia, padre.
Esa advertencia dejó atónito a Set-Nakht.
–¿Acaso piensas aliarte con Tausert?
–Simplemente he recabado informaciones sobre el visir Hori.
Por un lado, debería gustaros: es íntegro, trabajador, carece de
ambición, es riguroso y poco influenciable; por el otro, su
nombramiento significa que la elección de la reina ha sido juiciosa
y que su nuevo primer ministro no será un hombre de paja ni una
marioneta. Ya se ha instalado en el despacho del canciller Bay para
estudiar los decretos que la regente piensa
adoptar.
Set-Nakht hizo una mueca.
–¡Sólo es una torpe maniobra para intentar
impresionarnos!
–No lo creo, padre; Tausert quiere convertirse en faraón y
está haciendo lo necesario para conseguirlo.
–Lo necesario… ¡Si sólo es un pequeño visir sin
experiencia!
–Un hombre nuevo al que los compromisos y las relaciones
privilegiadas con algún clan no le supondrán ningún tipo de
problema.
Set-Nakht apreciaba el análisis de su hijo
mayor.
–¡A Hori le quedan menos de cincuenta días para lograr
imponerse! Sea cual sea su talento, no lo logrará.
–Sabéis muy bien que Tausert escurrirá el bulto alegando que
la nueva tumba aún no está lista y que la fecha de los funerales
dependerá de su conclusión.
–¡El Lugar de Verdad debe darse prisa, pues!
–No tenemos influencia alguna sobre él,
padre.
–¿Quién la tiene?
–La propia Tausert, como regenta y sustituía del
faraón.
–¿No hay algún representante del Estado en esa
cofradía?
–El escriba de la Tumba.
–¿Y quién es el titular del cargo?
–Kenhir, un anciano que vive en la aldea desde hace muchos
años y no tolera ninguna intromisión de la administración en sus
prerrogativas.
–¡Estás muy bien informado, hijo mío!
–Hace mucho tiempo que me intereso por el Lugar de Verdad.
Sin él, nuestros reyes sólo tendrían una existencia terrenal;
gracias a las moradas de eternidad creadas por los artesanos,
siguen brillando más allá de la muerte. Al intentar utilizar la
cofradía en su provecho, Tausert está llevando a cabo una hábil
maniobra contra la que no podemos rebelarnos.
–El hombre fuerte de Tebas es el general Méhy… A tu entender,
¿cuál será su actitud?
–Siempre ha obedecido al poder legítimo.
–¡Así pues, será fiel a Tausert!
–Es probable, padre.
Set-Nakht se sintió muy cansado de pronto.
–Todo lo que he construido me parece ahora tan frágil… No
subestimé a esa reina, pero de repente me parece mucho más temible
de lo que imaginaba. Jamás reacciona como yo espero que lo
haga.
–Precisamente porque es una verdadera reina.
–¿De modo que tú también la admiras…?
–¿Y quién no siente un profundo respeto hacia esa mujer
excepcional?
–Entonces, estamos vencidos.
–De ningún modo.
–¿Qué esperas, pues?
–Hemos definido una línea de conducta, sigámosla. No deseamos
derribar a la reina Tausert, sino salvar Egipto de un peligro muy
real. Ese deseo no debe cambiar; si no nos equivocamos, saldremos
victoriosos.
De pronto, los años le pesaron menos a Set-Nakht: las
palabras de su hijo le devolvían las esperanzas en el
futuro.
–Tausert se equivoca, está poniendo en peligro a nuestro
país. Por eso debemos quitarla de en medio.
–Te has limitado a hacer lo mínimo -observó
Paneb.
–¡Dado el poco tiempo de que disponía, no está tan
mal!
–Tendrás que enyesar de nuevo la parte alta de los muros,
reparar la puerta de entrada y reformar la cocina. Debes hacer
feliz a tu mujer, comenzando por ofrecerle una hermosa
casa.
La morenita ordenaba la ropa, canturreando.
–No tenía intenciones de casarme…
–Ahora ya lo has hecho, y debes ser un marido
responsable.
–Precisamente no deseo ser yesero durante toda mi
vida.
–Ah, caramba… ¿Y qué deseas?
–Eres el maestro de obras y yo soy tu hijo. Nómbrame ayudante
del jefe de equipo.
–¿Algo más?
–¡Sabré dirigir a los obreros tan bien como
tú!
–Son obreros, es cierto, pero sobre todo son artesanos y, más
aún, servidores del Lugar de Verdad que han escuchado su llamada.
Por eso no les gusta que los dirija alguien
cualquiera.
–¡Yo no soy alguien cualquiera!
–¿Sabes trazar un plano, construir, dibujar y
pintar?
–¡A cada cual su especialidad! Yo he nacido para
mandar.
–Para mandar en este lugar necesitas, antes, haber obedecido
mucho y haber percibido el sentido de la obra. Estás muy lejos de
eso aún, hijo mío.
–¡Aquí todo el mundo me tiene miedo! ¿No es bastante con
eso?
–Sería preferible que todo el mundo te amara y te respetara.
Empieza por dejar esta casa en perfecto estado; luego, ya
veremos.
Mientras el maestro de obras se alejaba, Aperti miró con
desdén su modesta vivienda, amueblada con dos esteras, tres cofres
para guardar los objetos, una artesa de trigo y algunas jarras para
aceite. Su esposa estaba limpiando marmitas y escudillas antes de
preparar la comida.
¡Aperti no quería llevar una vida tan mediocre! Ya empezaba a
hartarse de la morenita, y miraba de reojo a la hija de un cantero
del equipo de la izquierda, a la que pensaba contratar como
asistenta, sin olvidar a dos mujeres casadas que, cuando iban a
buscar agua, se exhibían por delante de él con sus soberbios pechos
para atraer su mirada.
Aperti había decidido divertirse y gozar de la vida. Y no iba
a ser su padre, cuya relación con Turquesa era conocida por todo el
mundo, quien le daría lecciones de moral.
–¿Qué te parece comer, querido? – preguntó la
morenita.
–Almuerza tú sola. Yo voy a pasear.
Paneb la emprendió con el sello provisional que cerraba la
puerta de la tumba del rey Siptah. Durante todo el recorrido entre
la aldea y el Valle de los Reyes no había dicho una sola palabra. Y
como Ched el Salvador había evitado hacer cualquier observación
irónica, la atmósfera que se respiraba era muy
tensa.
El maestro de obras echó un vistazo a lo alto de los
acantilados, donde se apostaban los policías de
Sobek.
–¿Qué temes? – preguntó Unesh el Chacal.
–Nada en concreto.
–Esta noche he tenido una pesadilla, pero no he hablado de
ella con Kenhir… De lo contrario, habría intentado interpretarla
durante horas y horas. Yo tampoco estoy tranquilo.
El frágil sello de barro seco se resistía.
–Deberíamos renunciar -sugirió Karo el Huraño, que buscaba
signos de la presencia del mal de ojo.
–¡Está cediendo! – advirtió Nakht.
–El maestro de obras es el que debe entrar primero -recordó
Pai el Pedazo de Pan-, pero en primer lugar será necesario
iluminarlo.
Encendieron una decena de antorchas.
Nada parecía haber turbado la paz de la tumba. Las esculturas
brillaban, las pinturas vivían, los jeroglíficos
hablaban.
–El rey Siptah debería estar contento con su eternidad
-consideró Ched el Salvador-. Ciertamente será mucho más agradable
que su vida terrenal. ¿Vamos a ello?
Paneb fue el primero en introducirse en el corredor de bajada
y se demoró en cada detalle, como si temiera que se hubiese
producido algún deterioro.
Pero la decoración simbólica estaba intacta.
–Es imposible ampliarla -consideró Ched-. Sería preciso
destruir la obra, separar sus paredes y empezarla de nuevo. Eso
nunca se ha hecho en el Valle de los Reyes.
–Sólo nos queda, pues, prolongar la tumba más allá de sus
límites actuales -concluyó Fened la Nariz.
–La armonía se romperá, las proporciones no serán exactas
-objetó Gau el Preciso.
–Todos somos conscientes de ello -concretó Karo el Huraño-,
¡pero una orden del faraón no se puede discutir!
–Sólo es una orden de la regente -recordó Casa la
Cuerda.
–Es la reina de Egipto, y su palabra, para nosotros, tiene
fuerza de ley -intervino Thuty el Sabio.
Fened la Nariz tanteó la pared del fondo durante más de una
hora.
–¿Qué piensas? – preguntó el maestro de
obras.
–Hicimos bien deteniéndonos aquí. Excavar más habría sido un
error. O la roca nos reserva sorpresas desagradables o hay un pozo
funerario abandonado, y caeremos en un agujero. Desde mi punto de
vista, es imposible obedecer la orden de la reina.
El maestro de obras se enfrentaba con el escriba de la Tumba
y su ayudante.
–No puedo escribir a la regente y decirle que te niegas a
ampliar la tumba de Siptah -dijo Kenhir, enojado.
–No se trata de una negativa, sino de una dificultad técnica
insuperable.
–Tausert no aceptará nunca que un maestro de obras del Lugar
de Verdad se exprese en esos términos. Las dificultades están
hechas para ser superadas.
–En ciertos casos, hay que saber inclinarse ante la
materia.
–¡Ése no es tu estilo, Paneb!
–Fened la Nariz nunca se ha equivocado.
El argumento turbó al anciano escriba.
–Su intervención te conviene, puesto que no querías modificar
el equilibrio de esta tumba.
–Me convenga o no, así es. Si perforamos el muro del fondo,
dañaré la morada de eternidad del rey Siptah, y no creo que sea ésa
la voluntad de la reina.
Kenhir hizo un gesto de hastío.
–Temo que nos veamos empantanados en las marismas de la
política… La reina necesita tiempo para reforzar su clan y
contrarrestar a Set-Nakht, por lo que exige unas obras
suplementarias que prolonguen el período de luto.
–Dicho de otro modo, nos está utilizando.
–¿Y por qué no? – intervino Niut la Vigorosa-. Su causa es
justa, ¡seamos sus aliados! Todas las mujeres que reinaron en el
país fueron excelentes soberanas. Tausert le es fiel a su marido
difunto, trabaja por la paz y su gestión es excelente. ¿Por qué
tomar partido por un viejo cortesano ambicioso? ¡El tal Set-Nakht
es misógino, eso es todo!
Aunque el análisis de su ayudante le pareciese demasiado
rápido, Kenhir evitó enfrentarse a ella.
–Debo hablar con la reina -declaró el maestro de
obras.
–Eso no podrá ser -repuso Kenhir-. En las actuales
circunstancias, no puede abandonar Pi-Ramsés, donde la situación
debe evolucionar hora tras hora.
–Pues tendré que ir yo allí. Salgo de inmediato hacia la
capital para exponerle los hechos a Tausert.
El entrenamiento de los cuerpos de élite del ejército tebano
proseguía a buen ritmo. La mayoría de los militares de carrera
estaban encantados de abandonar su aburrimiento habitual, y los
jóvenes reclutas descubrían, con asombro, las nuevas armas que
habían sido puestas a su disposición.
La presencia de Méhy dinamizaba a los más lentos y el general
no vacilaba en utilizar el arco y la espada para demostrar que no
le tenía miedo a nadie. Prestaba especial atención a sus carros,
que eran los mejores del país, y se alegraba cada día más de estar
a la cabeza de una fuerza de tanta magnitud.
Según las informaciones procedentes de la capital, el destino
no había elegido aún al vencedor. El nombramiento del visir Hori
había sido un golpe magistral, y muchos cortesanos todavía
vacilaban entre Tausert y Set-Nakht, al igual que la mayoría de los
oficiales superiores.
–General, un portero de la brigada fluvial desearía hablar
con vos -le advirtió su ayuda de campo.
–Que se acerque.
El policía era un cuarentón bronceado y seguro de sí
mismo.
–General, nos ordenasteis que os indicáramos cualquier
movimiento sospechoso en el río. Acaba de producirse uno: el
escriba de la Tumba está fletando una embarcación
rápida.
–¿Hacia dónde?
–Hacia Pi-Ramsés.
–¿Y se ha marchado él mismo?
–No, un coloso que me sacaba, por lo menos, dos
cabezas.
El maestro de obras iba a la capital… ¿Pero por qué razón?
Era evidente que Tausert lo había mandado llamar para confiarle un
papel importante en su gobierno.
Méhy tenía que intervenir cuanto antes.
Al regresar a su casa, Aperti pensaba aún en su amante cuando
su joven esposa le sonrió.
–Te he preparado un buen almuerzo.
–Come tú sola.
–¡Te aseguro que es excelente, querido! Pruébalo, al
menos.
–Debo salir.
–¿Adonde vas?
–Es la fiesta de los bateleros, en Tebas. Participo en la
justa y saldré vencedor.
–¿Me llevas?
–¡De ningún modo! El papel de un ama de casa es encargarse de
las tareas domésticas.
–Aperti, yo…
La abofeteó.
–Deja de molestarme. Me horrorizan las mujeres
charlatanas.
Aperti, de pie en la proa de un barco, con una larga y pesada
pértiga en la mano, se enfrentaba a su cuarto adversario; había
herido gravemente a los tres anteriores.
¡Dos victorias más y sería el héroe de la fiesta! Y aquel
tipo enclenque con quien se enfrentaba no le impediría alcanzar su
objetivo.
Cuando las embarcaciones impelidas por catorce remeros se
cruzaron, Aperti lanzó un grito de rabia, apuntando a la cabeza de
su enemigo.
Éste lo esquivó con gran rapidez; la pértiga le rozó la sien
pero, con la suya, consiguió tocar el vientre del joven
coloso.
Aperti perdió el equilibrio y cayó al agua ante la gran
satisfacción de la concurrencia.
A pesar del dolor, nadó hasta la ribera, donde dos muchachas
lo ayudaron a ponerse en pie.
–Soy enfermera -dijo la más hermosa-. Deja que te examine la
herida.
–Con mucho gusto…
–¿De dónde vienes?
–Mi nombre es Aperti y soy ayudante de un jefe de equipo del
Lugar de Verdad.
–¿La aldea secreta de los artesanos?
–Exacto.
–¿Entonces conoces todos sus misterios?
–Todos.
–¿Y los demás artesanos son tan fuertes como
tú?
–Yo soy su campeón. Nadie me ha vencido aún.
–Salvo ese batelero flacucho…
–¡Ha utilizado la astucia, el arma de los cobardes! Si se
cruza en mi camino, lo haré mil pedazos.
–Veamos esa herida…
Cuando la enfermera se inclinó, Aperti le cogió un pecho con
la mano derecha y, con la izquierda, reservó el mismo tratamiento a
su amiga.
–¡Ya basta, muchacho! Las dos estamos
casadas.
–En ese caso…
Aperti se dejó conducir hasta una improvisada cabana que se
levantaba en la ribera. Se tendió en una estera, mirando al
cielo.
–Me duele mucho… ¿Es grave?
–¡El golpe ha sido fuerte y ha provocado un soberbio
hematoma! Atenuaré el dolor con hierbas. Pero tendrás que ir a ver
a un médico.
–Pensaré en ello… ¿No bastaría con un buen
masaje?
–Mi amiga te ayudará.
Cada una de las dos mujeres se encargó de un hombro. Y sin
poder resistir lo que a él le parecían caricias, Aperti las abrazó
a las dos.
–¡Basta ya! – protestó la enfermera.
–Tú me deseas, yo te deseo… ¡No nos compliquemos la
vida!
La amiga, furiosa, intentó resistirse. Él la apartó de un
revés.
–A cada cual su turno, pequeña; luego me encargaré de
ti.
Aperti desgarró la túnica de la enfermera y dejó al
descubierto sus pechos redondos, más bien pequeños pero muy
apetitosos.
–¡Déjame, bruto, no quiero!
–Claro que quieres.
Cuando el violador se tendió sobre su víctima, la amiga pidió
socorro.
Aperti debería haberla hecho callar, pero estaba demasiado
cautivado por el cuerpo arrobador de la enfermera, que se debatía
en vano.
Y cuando se disponía a abusar de ella, varios bateleros
entraron en la cabana y se lanzaron sobre el
muchacho.
Durante toda la travesía, Paneb había permanecido en
silencio, pensando en el viaje que había realizado en compañía de
Nefer cuando el maestro de obras le descubrió las tres pirámides de
la altiplanicie de Gizeh.
Hoy, solo en la cima de su jerarquía, partía a enfrentarse
con la regente en un mundo cuyas leyes ignoraba.
Gracias a una fuerte corriente y a la habilidad de los
marineros, que habían aceptado navegar de noche, el recorrido se
había realizado en un tiempo récord, menos de seis
días.
En el embarcadero de Pi-Ramsés, unos soldados se habían
opuesto a su desembarco.
–Soy Paneb el Ardiente, maestro de obras del Lugar de
Verdad.
–Vuestra llegada no ha sido anunciada -se extrañó el oficial
que mandaba el destacamento.
–Deseo ver urgentemente a la reina Tausert.
–Voy a avisarla… Entretanto, permaneceréis en este
barco.
De la soberbia capital construida por Ramsés el Grande, Paneb
sólo había visto el gran canal flanqueado por hermosos jardines y
el puerto, donde atracaban algunos navíos de guerra. Había una gran
agitación, las patrullas recorrían los muelles y las callejas
adyacentes.
El maestro de obras se preguntó si el viaje no se saldaría en
un lamentable fracaso. Tausert, que estaba comprometida en una
feroz batalla por su propia supervivencia, tal vez no tuviera
tiempo de recibirlo y escucharlo.
Paneb, inquieto, se recluyó en su camarote para comer, pero
la carne seca le pareció insulsa, y el vino tinto, agrio. Regresó,
pues, a la cubierta que los marineros limpiaban con grandes cubos
de agua. El capitán discutía con un colega al pie de la
pasarela.
Cuando volvió a bordo, el coloso se dirigió a
él.
–¿Se sabe lo que pasa en la ciudad?
–Todo está tranquilo, pero hay soldados por todas
partes.
–¿Sigue siendo regente la reina Tausert?
–Así es. Acaba de celebrar un ritual para apaciguar a la
diosa Sejmet, como si quisiera demostrar su capacidad para rechazar
el desorden.
–¿Se ha doblegado Set-Nakht?
–No, y sus partidarios siguen siendo numerosos y decididos.
Si queréis saber mi opinión, haced igual que yo y limitaos a contar
los golpes. Yo voy a dormir.
Al negarse a ampliar la tumba de Siptah, tal vez el maestro
de obras del Lugar de Verdad cambiara el destino de Egipto. Pero el
oficio tenía sus exigencias, y debía ser el primero en
defenderlas.
El sol comenzó a ponerse.
Tendido en su estera de viaje, Paneb pensó de nuevo en Nefer
el Silencioso. En semejantes circunstancias, él no habría cedido un
ápice. Ni las amenazas ni las falsas promesas lo habrían hecho
desviarse del camino de Maat.
Él, su hijo espiritual, se juró respetar el ejemplo del
padre.
Cuando se estaba quedando dormido, llamaron a la puerta de su
camarote.
–Unos soldados preguntan por vos -dijo la voz pastosa del
capitán.
Paneb abrió.
–¿Quién los envía?
–La regente.
Aunque era más fuerte que Imuni, el oficial que se encargó
del maestro de obras tenía la misma cara de hurón que el ex escriba
ayudante.
–Démonos prisa -exigió con voz quebrada-. La regente está
impaciente por veros.
El oficial marchaba en cabeza, dos soldados flanqueaban a
Paneb y otros dos iban detrás de él.
–Se diría que soy un prisionero -observó el maestro de
obras.
–Simples medidas de seguridad.
–¿Está lejos de aquí el palacio?
–No demasiado, si caminamos deprisa.
Aunque no conocía la capital, a Paneb le intrigó aquel
recorrido, de calleja en calleja, hacia un barrio cada vez menos
habitado. De pronto vio unas casas en construcción y se
detuvo.
–Me he hecho daño… Sin duda, ha sido una esquirla de
piedra.
El coloso fingió sentarse para examinar su pie derecho, pero
de repente se levantó con tal furia que los dos soldados de
retaguardia no tuvieron tiempo de reaccionar cuando los agarró por
los cabellos para, violentamente, golpear sus cabezas entre sí.
Atontados, se derrumbaron, soltando su garrote.
El oficial intentó golpear con el suyo la nuca de Paneb pero,
de una patada, éste le hundió el tacón en el bajo vientre, antes de
dar un salto hacia un lado para esquivar el asalto de los dos
últimos soldados, que golpearon el vacío. Con el canto de la mano,
el coloso hirió al primero antes de fracturar las costillas del
segundo de un codazo.
–¿Quién os ha enviado? – preguntó Paneb al falso oficial, que
se retorcía de dolor.
–Somos… mercenarios…
Era evidente que aquel malandrín no permitiría al maestro de
obras llegar hasta el comanditario.
–¿Por dónde se va a palacio?
–Toma por la segunda calleja, a la izquierda… Luego dirígete
hacia el norte…
El coloso, indiferente a los gemidos de los vencidos,
reemprendió la marcha a grandes pasos.
–Mi nombre es Paneb el Ardiente, soy el maestro de obras del
Lugar de Verdad y deseo ver urgentemente a la reina
Tausert.
Si el artesano no hubiera mencionado la misteriosa cofradía,
de la que hasta el más ignorante de los militares había oído
hablar, el guardia le habría hecho pasar un mal
rato.
Llegó un oficial.
Paneb dijo de nuevo su nombre y su título.
–¿Realmente sois quien decís?
–Lo juro por el faraón.
–Avisaré a la secretaría de Su Majestad.
–Tenéis que avisarla a ella, y en seguida.
–¡Imposible! Debéis esperar una audiencia oficial
y…
–Creedme, no tengo tiempo para esperar.
El oficial observó un brillo extraño en los ojos del coloso
que casi nada tenía de humano.
–Esperad aquí… Voy a intentarlo.
Los soldados respiraron aliviados. También ellos habían
advertido que el coloso intentaría pasar por la fuerza y que sus
puños serían demoledores.
Paneb se sentó tranquilamente en el suelo con las piernas
cruzadas. Las picas fueron levantándose, una tras
otra.
Transcurrió más de una hora sin que el coloso manifestase el
menor signo de impaciencia. Luego apareció un escriba acompañado
por cuatro guardias de élite armados de cortas
espadas.
El maestro de obras se levantó.
–Tened la bondad de seguirme. Su Majestad acepta
recibiros.
Los soldados, pasmados, se rindieron ante la evidencia: el
poder mágico del Lugar de Verdad no era una
leyenda.
Mientras subía por una escalinata monumental y, luego,
recorría un largo pasillo, Paneb pensó cómo se hubiera comportado
Nefer el Silencioso al dirigirse a una soberana: directo al grano y
sin andarse con rodeos. Pero él tenía una serenidad que no era la
principal cualidad del Ardiente.
El alto techo de la sala de audiencias estaba sostenido por
dos columnas de pórfiro, y los muros estaban decorados con palmas y
espirales de un suave azul.
La reina estaba sentada en un sitial de madera de ébano,
cuyas patas tenían la forma de garras de león. Iba vestida con una
austera túnica de color pardo; sus cabellos, sujetos en un moño
asegurado por agujas de oro, dejaban al descubierto su hermoso
rostro ovalado. Un ligero maquillaje ponía de relieve la delicadeza
de sus rasgos, que hacían de Tausert la mujer más hermosa de
Egipto.
Paneb se inclinó ante la soberana,
subyugado.
–¿Por qué habéis hecho un viaje tan largo sin haber hecho
antes una petición oficial de audiencia, maestro de
obras?
–Porque la orden que me disteis no tiene en cuenta las
realidades del terreno, majestad.
–¡Sed más claro!
–La morada de eternidad del faraón Siptah está lista para
recibir su cuerpo de luz. Como la regla exige, parecerá inconclusa,
pero no hay modo de ampliarla o prolongarla, pues la roca no es
segura. Estamos prácticamente convencidos de que provocaríamos una
catástrofe.
–¿«Prácticamente», dices?… ¿Por qué esa
reserva?
–Por simple prudencia. Fened la Nariz y yo mismo no tenemos
ninguna duda: no debe seguir excavándose. Quería transmitiros esta
información personalmente para que siguiera siendo
confidencial.
La reina se levantó y se apoyó con gracia en una
columna.
–Te lo agradezco, Paneb; ¿pero has evaluado correctamente el
alcance de una orden que proviene de la cima del
Estado?
–Soy consciente de que el faraón es el jefe supremo de la
cofradía y que le debo obediencia.
–Tal vez consideres que las decisiones de una regente no son
dignas de ser tenidas en cuenta…
–De ningún modo, majestad; y por eso he querido defender mi
causa en Pi-Ramsés donde, en cuanto he llegado, han intentado
asesinarme.
Tausert quedó estupefacta.
–¿Quién se ha atrevido?
–Una pandilla de mercenarios, pero ignoro el nombre del
comanditario.
–Set-Nakht, sin duda… Durante tu estancia en la capital
residirás en palacio y dos soldados custodiarán tu alcoba. Debes
comprender que necesito tiempo, Paneb, y que el único medio de
obtenerlo consiste en prolongar el período de luto. Y el único modo
de lograrlo es reanudar las obras en la tumba de Siptah. Si te
niegas, me estás condenando a muerte.
–Majestad…
–Los setenta días de momificación no me bastan. Necesito
muchos más.
–Destruir la obra realizada sería una falta
imperdonable.
–No te pido que la destruyas ni que construyas otra tumba. La
tarea exigiría demasiado tiempo y debo permanecer en los límites
que mis adversarios pueden aceptar.
–¿Cuáles son, majestad?
–Cien días como máximo. Si tomas las precauciones necesarias,
lo conseguirás.
–Estamos seguros de que daremos con un pozo funerario y que
provocaremos graves desperfectos en la tumba, por no hablar de la
ruptura de la armonía que tales trabajos provocarían. El cuerpo de
luz del rey Siptah ya no se encontraría en el crisol alquímico que
ha sido concebido especialmente para él, y su supervivencia se
volvería incierta.
La reina cerró los ojos por unos instantes.
–No podías haber encontrado un argumento mejor, maestro de
obras. Sentía un profundo afecto por el difunto faraón y no haré
nada que pueda perjudicarlo. Así pues, retiro mi orden; el visir
Hori te escribirá para confirmar esta decisión.
Tausert contempló al coloso.
–¿El Lugar de Verdad siempre sale vencedor de los combates
que libra, no es cierto? Tendría que ofrecerme un poco de su
fuerza…
–Pensaba proponéroslo, majestad.
La regente se sintió intrigada.
–Aunque sea imposible modificar la arquitectura y la
decoración de la tumba de Siptah, ¿por qué no jugar con el
mobiliario fúnebre? Encargadnos lechos, tronos, jarrones y otros
objetos de primera calidad que no tendremos tiempo de fabricar
durante los cuarenta días que nos separan del fin de la
momificación. Sin mentiros y sin traicionar el espíritu de la
cofradía, os responderé que necesitamos un plazo suplementario, un
plazo de tres meses, por lo menos.
–La idea es tentadora, Paneb. Pero Set-Nakht sabe que el
equipamiento funerario de Siptah ya está listo y sabe lo
competentes que son los miembros de la cofradía. Realizar algunas
piezas más no os llevaría tanto tiempo.
La reina estaba en lo cierto.
Volvió a sentarse, circunspecta.
–Gracias a la Piedra de Luz, podéis fabricar oro, ¿no es
cierto?
El maestro de obras tardó en responder.
–En ciertas condiciones…
–He aquí, pues, lo que anunciaré a la corte: se realizarán
unos últimos retoques en la tumba de Siptah, y se crearán varios
objetos excepcionales, en especial cetros, coronas y una gran
capilla de oro. La cantidad necesaria se sacará del Tesoro y será
entregada, en cuanto sea posible, a la aldea en un barco
especial.
–En ese caso, no hace falta proceder a una fabricación
alquímica.
–Al contrario, maestro de obras. Exigiré un montón de oro
para provocar, así, la reacción de Set-Nakht. Protestará
airadamente, afirmando que el Tesoro muy pronto tendrá que
financiar los gastos de guerra y que no debe malgastar sus
riquezas. Tras la discusión, admitiré que tiene razón, sin
renunciar por ello a mis exigencias en cuanto al equipamiento
funerario de Siptah. Entonces habremos llegado a un callejón sin
salida.
–Y tendréis que revelarle que la cofradía puede fabricar oro,
aunque necesitará mucho tiempo para ello.
–Así es, Set-Nakht comprenderá que el Lugar de Verdad posee
la facultad de producir oro. ¿Pero aceptáis vos que yo desvele ese
secreto?
–Si os convertís en faraón y seguís protegiendo la aldea,
¿por qué no?
–Ni siquiera aplicando esta estrategia estoy segura de
vencer.
–Os agradezco vuestra sinceridad, majestad.
–¿Qué decidís, pues?
–Me pedís que embellezca el equipamiento funerario del faraón
difunto, y yo no tengo razón alguna para negarme.
Tausert disimuló su emoción.
Y de nuevo pensó que Paneb era un estadista de gran
envergadura.
–Majestad… ¿Cuál será vuestra suerte si
fracasáis?
–Lo ignoro, pero tampoco me preocupa. Sólo deseo evitar que
una guerra destruya el país entero. No tengo otro motivo para
luchar por el poder.
Paneb supo que la reina Tausert era sincera, y en aquel
momento le pareció tremendamente frágil.
Si la hubiera tomado en sus brazos, ella no se habría
resistido. Pero era la reina de Egipto y la regente de las Dos
Tierras, y él, el maestro de obras del Lugar de
Verdad.
Lo que debían construir juntos era más importante que una
pasión momentánea sin futuro alguno, puesto que él nunca
abandonaría a la cofradía.
Un oficial de la guardia de élite se dirigió a
él.
–El visir Hori quiere veros.
–¿El visir? Pero si mi barco me espera y…
–¡Seguidme!
El tono del oficial era imperioso. Sin duda, la reina Tausert
le había ordenado a su primer ministro que proporcionara ciertos
detalles al maestro de obras.
Hori era un personaje austero y frío, que no se deshacía en
cumplidos y fórmulas de cortesía. En cuanto recibió su
nombramiento, el nuevo visir se puso a estudiar el conjunto de los
expedientes confiados por la reina. Se entrevistaba, cara a cara,
con cada ministro, incluido Set-Nakht, para conocer los problemas
específicos en todos los ámbitos de la vida de
Egipto.
–¿Sois el maestro de obras del Lugar de Verdad, Paneb el
Ardiente?
–Así es.
–¿Os consideráis responsable de los artesanos que están a
vuestras órdenes?
La pregunta del visir le cayó a Paneb como un jarro de agua
fría.
–¿Cómo os atrevéis a dudarlo?
–¿Cómo no dudar de un jefe que nombra a un bandido para
ocupar un cargo importante?
El coloso estaba estupefacto.
–A un bandido… ¿Pero de quién estáis
hablando?
–Las autoridades judiciales rebanas me han hecho llegar un
expediente referente a los delitos cometidos por un artesano de
vuestra cofradía durante la fiesta de los bateleros. El perillán
secuestró a dos mujeres, las apaleó e intentó violarlas. Ha
reconocido estar casado y engañar a su joven mujer con las esposas
de sus colegas. Dado que pertenece al Lugar de Verdad y al papel
que la regente pretende hacer desempeñar a vuestra cofradía, deseo
una detallada y discreta instrucción, tanto más cuanto el culpable
es uno de vuestros principales ayudantes.
–¿Cuál es su nombre? – exigió Paneb,
consternado.
–Es ayudante de un jefe de equipo y se llama
Aperti.
El coloso creyó que el palacio real se derrumbaba sobre sus
hombros.
–Aperti es el nombre de mi hijo -reveló-. No es ayudante de
jefe de equipo, sino un simple yesero.
El visir Hori no se inmutó lo más mínimo.
–Dada la gravedad de los hechos, no podemos echar tierra
sobre el asunto, tanto menos cuanto la detención de vuestro hijo se
produjo fuera del territorio del Lugar de Verdad. Queda claro, sin
embargo, que la responsabilidad de éste no queda
comprometida.
–¿No debería comparecer ante nuestro
tribunal?
–Tenéis derecho a exigirlo, en efecto, pero no os lo
aconsejo. Buscando circunstancias atenuantes, no haríais más que
retrasar el procedimiento, pero el caso acabaría llegando hasta mi
tribunal. Y, sobre todo, no contéis con mi
indulgencia.
–Sea o no mi hijo, Aperti es un artesano y debe ser juzgado
por quienes lo formaron.
Hori se levantó.
–Hacéis mal desafiándome, maestro de obras.
–Sencillamente, respeto nuestra ley.
En cuanto se anunció la embarcación rápida a bordo de la que
debía viajar Paneb, que había escapado a los mercenarios pagados
por uno de sus agentes en Pi-Ramsés, el general Méhy abandonó el
cuartel principal de Tebas y acudió al embarcadero, ansioso por ver
aparecer a un maestro de obras dotado de nuevos poderes. Tal vez la
regente le hubiera concedido, incluso, algunos
adjuntos.
Pero Paneb bajó solo por la pasarela, y no tenía el aspecto
alegre de un dignatario al que acababan de conceder honores
inesperados.
–¿Habéis tenido un buen viaje?
–¿Podéis acompañarme hasta la prisión? Tal vez necesite
vuestra ayuda.
–A la prisión… ¿Por qué?
–Porque debo sacar de allí a mi hijo para llevarlo a la
aldea, donde será juzgado.
–Sin duda se trata de un malentendido que se disipará de
inmediato…
–Fue él quien provocó disturbios durante la fiesta de los
bateleros.
–Ah… el caso es serio, pues el incidente hizo mucho ruido. Me
hubiera gustado ayudaros, pero…
–El visir Hori ya está al corriente.
Méhy adoptó un aire desolado.
–Espero que vuestro hijo comprenda que actuó mal y que
corrija su comportamiento.
Los dos hombres se acercaron a la prisión, y finalmente Méhy
se atrevió a hacerle la pregunta que le quemaba la lengua desde
hacía mucho rato.
–¿Habéis visto a la regente?
–Tuve ese honor.
–¿Cómo se encuentra Su Majestad?
–Gobierna.
–Me tranquilizáis, Paneb.
El maestro de obras no parecía tener el menor interés por los
asuntos del Estado, por lo que Méhy llegó a la conclusión de que su
viaje había resultado un fracaso. Sin duda había presentado, en
balde, una petición a la regente referente al Lugar de
Verdad.
El general, aliviado, se dirigió con soberbia al director de
la prisión y le ordenó que le entregara al prisionero Aperti para
transferirlo al Lugar de Verdad. La presencia del maestro de obras
tranquilizó al funcionario.
El hijo de Paneb fue sacado de su celda. No parecía en
absoluto afectado por la detención.
–¡Por fin has llegado, padre! Comenzaba a
impacientarme.
–La policía te llevará a la aldea. Quédate en tu casa y,
sobre todo, no salgas de ella bajo ningún
concepto.
–Sabes que no he hecho nada grave y…
–Obedece.
Por el tono de su padre, Aperti sintió que sería mejor dejar
la discusión para más tarde.
–Necesito el expediente completo de la acusación -dijo Paneb
al general.
El maestro de obras expuso los resultados de su entrevista
con Tausert a la mujer sabia, al escriba de la Tumba y al jefe del
equipo de la izquierda.
–Tomé una decisión sin consultaros -reconoció-, pero tenía
que responder a la reina.
–Has actuado bien -consideró Kenhir-; ella gobierna el país y
la reconocemos como nuestra soberana.
Hay se sentía inquieto.
–¿Podremos fabricar la cantidad necesaria de
oro?
–No será fácil -admitió la mujer sabia-; el proceso es
complejo y si fuéramos demasiado deprisa
fracasaríamos.
–¡No perdamos más tiempo, pues!
–Primero hay que convocar al tribunal -decidió
Paneb.
–He leído el expediente referente a tu hijo -dijo Kenhir-.
Aperti no tiene excusa, lo que ha hecho es
imperdonable.
–De todos modos, pertenece a la cofradía -recordó el jefe del
equipo de la izquierda-, y es un buen yesero. ¿Quién no ha cometido
alguna tontería en su juventud?
–No se trata de una tontería -recordó el escriba de la
Tumba-, sino de adulterio, agresión e intento de violación. Aperti
está poseído por una violencia brutal y se burla de nuestra regla
de vida. Varias esposas de artesanos lo han denunciado ya. Tal vez
algunas lo incitaran, pero la mayoría fueron importunadas,
maltratadas incluso, por ese gamberro.
Paneb no puso objeción alguna.
–Mañana por la mañana convocaremos al
tribunal.
Uabet la Pura lloraba desconsoladamente.
–¿Por qué… Por qué ha actuado de ese modo? Su esposa lo
adora, está dispuesta a todo para hacerlo feliz y él maltrata a las
mujeres casadas. Oh, Paneb… ¡Nuestro hijo es un
demonio!
La frágil Uabet se refugió en los brazos del
coloso.
–Los dioses te infligen dolorosas heridas -le dijo-, pero te
han concedido a Selena, que tal vez sea nuestra futura mujer
sabia.
–Tienes razón… La pequeña es tan luminosa como
Clara.
–Ya es la hora, Uabet.
–Prefiero quedarme aquí.
Paneb se dirigió hacia el pilono del templo de Hator y de
Maat, ante el que se habían reunido los aldeanos. Aperti estaba
flanqueado por Nakht el Poderoso y Karo el Huraño.
–Como maestro de obras del Lugar de Verdad, me corresponde
presidir el tribunal, pero el acusado es mi hijo y se me podría
acusar de parcialidad. Por la pluma de la diosa Maat, juro que no
será así. No obstante, me gustaría saber si alguno de vosotros me
rechaza.
Nadie dijo nada.
–Que el escriba de la Tumba tenga la bondad de leer el acta
de acusación.
Lentamente, Kenhir enumeró las fechorías de Aperti y detalló
las denuncias presentadas contra él. El joven sonreía, seguro de
que el tribunal de la aldea pronunciaría una pena mucho más leve
que el de Tebas-este, y que saldría vencedor de la larga querella
jurídica que estaba a punto de comenzar. Su calidad de miembro de
la cofradía le confería una especie de impunidad con respecto al
mundo exterior.
–Que el acusado se defienda -ordenó Paneb.
–¡Sólo son chismes de hembras en celo! – protestó Aperti, con
sorna-. Sólo tuvieron lo que estaban buscando, ¿no? ¡No hay que
darle tantas vueltas!
–¿El acusado reconoce los hechos?
–¡Ya lo creo que sí! Todas ellas tuvieron su placer. A las
mujeres les gustan los verdaderos machos, y yo tengo la suerte de
serlo.
Entre los presentes se hizo un doloroso silencio
escandalizados por la arrogancia de Aperti.
–He aquí el castigo que propongo -declaró el maestro de
obras-: hijo de Uabet la Pura y de Paneb el Ardiente, el yesero
Aperti, que ha sido reconocido culpable de agresiones graves contra
las personas y de violación de la Regla de Maat, ya no es digno de
pertenecer a nuestra cofradía. Por consiguiente, debe ser expulsado
del Lugar de Verdad. Su esposa obtendrá el divorcio que solicita, y
lo pronunciamos a expensas de su marido. Aperti no cruzará nunca
más la puerta de la aldea, y su nombre será tachado del Diario de
la Tumba, como si nunca hubiera existido. Ningún artesano lo
reconocerá como miembro del equipo. Finalmente, su padre y su madre
reniegan de él y ya no tiene derecho a la calidad de
hijo.
–¡La cantidad de oro que exigís es demasiado importante,
majestad!
–¿Acaso os negáis a honrar la memoria del faraón
Siptah?
–Claro que no, pero debemos reservar nuestras riquezas para
financiar unos gastos de guerra que muchos, comenzando por mí,
creemos inevitable.
–Los últimos trabajos en la tumba de nuestro rey difunto
pronto habrán terminado -reveló Tausert-, y su mobiliario fúnebre
será digno de un gran rey. Pero quiero que disponga de cetros y
coronas de oro, así como de una gran capilla del mismo metal en la
que se hayan inscrito las fórmulas de resurrección. Pensad en mi
propuesta; volveremos a hablar de ello en el próximo
consejo.
La regente se levantó.
–Quiero veros en privado, Set-Nakht.
El anciano dignatario siguió a la reina hasta una pequeña
sala de audiencias, al abrigo de oídos
indiscretos.
–Majestad, me opongo formalmente a que salga oro de nuestras
reservas.
–¿Estáis dispuesto a impedir por la fuerza el acceso al
Tesoro?
–Majestad…
–Semejante insubordinación os llevaría a la
cárcel.
–¡Mis partidarios reaccionarían con violencia! Y vos no
deseáis una guerra civil, ¿verdad?
–Lo admito.
–¡Renunciad, entonces! De momento, Egipto debe preservar la
integridad de sus reservas de oro.
–Lo admito también. ¿Aceptáis, sin embargo, que el
equipamiento de eternidad de Siptah se haga como yo he
dicho?
–En principio lo acepto, pero…
–No tocaré el Tesoro -prometió la reina-, pero los objetos de
oro serán realizados de todos modos. ¿Tengo vuestra
aprobación?
–¿Y cómo pensáis conseguirlo?
–Pediré al Lugar de Verdad que haga lo
necesario.
La mirada de Set-Nakht se ensombreció.
–¿Pensáis entregarle oro en secreto?
–Sabéis perfectamente que eso es imposible.
–¡Entonces creéis en la leyenda! ¿Realmente la cofradía es
capaz de fabricar oro?
–Me atrevo a esperarlo.
–En realidad, majestad, creo que sólo estáis intentando ganar
tiempo.
–Intento conseguir que la morada de eternidad de Siptah sea
tan eficaz y potente como debe serlo, según nuestros ritos y
nuestros símbolos. Si no estáis de acuerdo con este deber, que
nuestros antepasados consideraron esencial, proclamadlo ante el
gran consejo.
–¿Cuánto tiempo necesitará el maestro de
obras?
–Eso debe decirlo él.
–¡Me lo dirá, majestad, no lo dudéis!
La mujer sabia atendía a Uabet la Pura, que sufría una grave
depresión. Aunque el mejor remedio era la presencia de la pequeña
Selena, que se encargaba de su madre corno una experimentada
asistenta, siguiendo al pie de la letra las prescripciones de
Clara.
–¿Dónde está tu padre? – preguntó Uabet cuando por fin
decidió hablar.
–Papá está trabajando -respondió la niña-. La mujer sabia ha
dicho que cuando empezaras a hablar, comenzarías a
curarte.
–Curarme… ¿Cómo puedo curarme? ¡Tu hermano se ha
marchado!
–No, ha sido expulsado de la aldea porque cometió algunos
crímenes.
Uabet no había tenido el valor de explicar a Selena que la
decisión equivalía a una condena a muerte. Como Aperti ya no era
miembro de la cofradía, sería juzgado por violación como un
criminal cualquiera, y sería castigado con la pena
capital.
Uabet nunca hubiera pensado que su marido fuese tan severo.
Pero también era el maestro de obras y había elegido el camino de
su cargo y no el de padre… ¿Cómo podía admitirlo la madre de
Aperti? Paneb no era el único responsable, porque el tribunal
debería haber moderado la sentencia, pero ninguno de sus miembros
había encontrado circunstancias atenuantes. Y puesto que Aperti
había abandonado la aldea insultando a los artesanos y a las
mujeres que había seducido, nadie había lamentado la severidad de
la condena.
Un monstruo… Sí, Aperti era un monstruo, pero seguía siendo
su hijo y ella no perdonaría a Paneb que lo hubiese enviado directo
a la muerte. Si el coloso hubiera defendido la causa de su hijo,
los jurados lo habrían escuchado.
–Tienes que comer un poco de puré de habas, mamá… Lo he
preparado yo.
Uabet sonrió.
–No tengo hambre, querida.
–Haz un esfuerzo… Dime, ¿lo harás?
La enferma asintió.
–¡Tú ya eres una hechicera!
Por fin hacía una noche oscura, gracias a la luna nueva y a
algunas nubes. El traidor salió de la aldea provisto de un cincel,
pasando por la necrópolis para evitar a Bestia
Fea que, según su costumbre, debía dormitar junto a la gran
puerta de entrada.
Era el momento ideal para llegar al Valle de las Reinas antes
de la distribución de las tareas que Paneb anunciaría a la mañana
siguiente. La expulsión de Aperti había alegrado y apenado, al
mismo tiempo, a los aldeanos. Alegrado porque aquel muchacho «de
malos instintos», de acuerdo con la expresión de Niut la Vigorosa,
habría terminado perjudicando gravemente a la cofradía; apenado,
porque Paneb y su esposa habían sufrido el dolor en sus propias
carnes. Pero todos habían apreciado el rigor del maestro de obras,
que había sabido olvidar que Aperti era su hijo para salvaguardar
el Lugar de Verdad.
«Quienes creían que Paneb el Ardiente sería un maestro de
obras débil y manipulable se equivocaron mucho -pensó el traidor-;
nada ni nadie lo harán desviarse de su camino, y para mí será un
enemigo implacable.»
El traidor tomó el sendero que pasaba junto al santuario de
Ptah, el patrón de los constructores, y de la diosa del silencio;
luego se dirigió hacia el extremo meridional de la necrópolis
tebana que ocupaba el Valle de las Reinas.
Estaba custodiada por policías que vigilaban el conjunto de
las moradas de eternidad, donde residían reinas, hijas de rey y
príncipes. Pero el traidor conocía el lugar donde se apostaban y
los evitaría sin dificultades.
Penetró con precaución en el villorrio donde se alojaban los
artesanos cuando trabajaban en el paraje durante mucho tiempo.
Medía 700 m2 y se componía de pequeñas
casas de piedra seca y talleres de pintura y de escultura. El
traidor temía que uno o dos artesanos del equipo de la izquierda
hubieran decidido dormir allí, pero el lugar estaba
desierto.
Gracias a las informaciones que había obtenido su esposa,
conocía el emplazamiento de la pequeña tumba de princesa donde se
había depositado la oca de oro que contenía la Piedra de Luz. El
camino estaba libre, pero, sin embargo, avanzó lentamente, como una
fiera al acecho.
Y su prudencia, una vez más, evitó que lo
sorprendieran.
En un lugar poco común, no lejos de la tumba, había un
guardia dormido.
¿Qué hacer? Liquidar al policía era una opción… Pero si éste
se resistía, si alertaba a sus compañeros, el traidor no tendría
escapatoria.
Mientras pensaba en otra solución, la suerte le sonrió. El
guardia se desperezó, escupió y fue a apostarse más lejos. Esta
vez, el camino parecía estar libre.
¿Y si se trataba de una nueva trampa? Tal vez el policía sólo
había fingido alejarse para que el traidor cayera en sus
redes.
Tras haber descrito algunos círculos en torno a su objetivo,
se tranquilizó.
No percibió nada anormal, por lo que rompió el sello de barro
seco y empujó la puerta de madera ligera que, al finalizar los
trabajos de restauración, sería sustituida por otra de acacia
maciza.
Como esperaba, la oca de oro había sido depositada muy cerca
de la entrada.
Era una pieza magnífica, cincelada con tanta perfección que
el animal parecía estar vivo.
Por un instante, el artesano lamentó tener que estropear
aquella obra maestra, pero estaba obligado a hacerlo. Y con la
ayuda del cincel, quitó la cabeza de la oca.
En su interior había una especie de paquete.
El traidor perforó el vientre de la escultura para extraer la
riqueza oculta.
Cortó sin dificultades el cordel de lino y dejó al
descubierto unas finas placas de oro, plata y cobre, símbolos de
los metales celestiales destinados a favorecer la vida luminosa de
la resucitada, a quien la oca debía custodiar y conducir hacia el
cielo.
¡Un pequeño tesoro digno de interés, ciertamente, pero no la
Piedra de Luz!
Otra esperanza que se esfumaba… El traidor había hecho mal
siguiendo aquella pista. La piedra sólo podía ocultarse en el
templo de Hator y de Maat.
Desdeñando aquel decepcionante botín, salió de la tumba, cuya
puerta volvió a cerrar. Tuvo que superar su decepción y mantener la
cabeza fría para abandonar el Valle de las Reinas sin ser
descubierto.
–Alguien penetró en la tumba de una princesa, puesto que el
sello ha sido roto.
El maestro de obras había sido avisado y acudió en seguida al
lugar, en compañía del jefe del equipo de la izquierda. Juntos,
comprobaron los desperfectos.
–¡Qué extraño ladrón! – se asombró Hay-. Ha despanzurrado la
oca para saber lo que contenía, pero no se ha llevado las placas de
metal.
–No le interesaban porque buscaba la Piedra de
Luz.
–¿Aquí, en esta tumba de princesa?
–Ha debido de suponer que la oca guardiana contenía el más
importante de nuestros tesoros.
–¿Algún miembro de tu equipo ha dormido en el villorrio, la
pasada noche?
–No, que yo sepa, pero me aseguraré.
Hay hizo comparecer a todos los artesanos del equipo de la
izquierda ante el jefe Sobek y el maestro de obras, que los
interrogaron sin miramientos. Sus testimonios, al igual que la
investigación llevada a cabo en el interior de la aldea,
desembocaron en una certeza: la noche del robo, el villorrio del
Valle de las Reinas estaba completamente vacío.
–Mis hombres han cometido una terrible negligencia -deploró
Sobek-, y yo soy responsable de ello.
–Deja ya de castigarte -recomendó Paneb-. El traidor siguió
una falsa pista porque creyó que habíamos sacado la Piedra de Luz
de la aldea. Ahora que ha descubierto que no, seguirá
investigando.
–Los policías apostados en el Valle de las Reinas no eran los
mejores, lo reconozco, pero, a fin de cuentas, tampoco son unos
novatos.
–El traidor es astuto y desconfiado -recordó el maestro de
obras-. ¿Te das cuenta de que se nos escapa desde hace muchos años
y de que yo hablo con él todos los días y no sé quién
es?
–¿Cómo un hombre, por muy hábil que sea, ha evitado cometer
el más mínimo error durante tanto tiempo? Sólo puede tratarse de un
demonio surgido del infierno que ha penetrado en el cuerpo de un
artesano.
–No estás equivocado.
El policía nubio se quedó perplejo.
–¿También tú lo crees?
–Los humanos somos capaces de cometer cualquier vileza, pero
ésta supera los límites conocidos. El Lugar de Verdad lo inició, lo
educó, lo alimentó, le ofreció la visión de los misterios, le
permitió conocer la fraternidad… ¡Y él sólo intenta destruirlo!
Tienes razón, Sobek: sólo un demonio tiene el corazón tan
podrido.
El guardián de la puerta principal de la aldea se inclinó
ante el maestro de obras.
–El escriba de la Tumba os está esperando en su
casa.
Ni un ama de casa conversaba en el umbral de su puerta, ni un
chiquillo jugaba…
La puerta de la casa de Kenhir estaba abierta. Niut la
Vigorosa había abandonado su escoba y sus cepillos y estaba sentada
en un taburete.
–En su despacho -murmuró.
Kenhir estaba postrado en su sillón.
–Tu hijo, Paneb… El cartero nos ha traído una copia de la
condena: cadena perpetua; ha sido condenado a realizar trabajos
forzados en una mina de cobre del Sinaí. Ya sabes lo que significa
eso… Ha recurrido al tribunal del visir, pero Hori no modificará la
pena. En nuestro país, la violación es un crimen severamente
castigado.
Paneb permaneció inmóvil durante largo rato.
–Ya no es miembro de la cofradía, así que no tenemos medio
alguno de defenderlo.
–Vos lo sabíais, Kenhir, como todos los que aprobaron el
castigo que propuse.
–Nunca te reprocho nada, pero era muy joven, podría haber
cambiado con la edad…
–Sabéis muy bien que no.
Kenhir bajó la mirada.
–Es cierto… Pero en el futuro corres el peligro de quedarte
solo.
–¿Acaso no es ése el destino de un maestro de
obras?
–Ya no tienes hijo, Paneb, pero te acercas a tu padre
espiritual.
–Después del almuerzo reuniré a los dos equipos en el templo
para concretar sus futuras tareas.
La fortaleza del coloso fascinaba al viejo escriba; Paneb el
Ardiente había dominado numerosos fuegos para ponerlos al servicio
de la obra. Años atrás, Kenhir había presentido en aquel joven
fogoso a un ser excepcional, y no se había equivocado; y Nefer el
Silencioso, a pesar de las apariencias y todo lo que oponía y
diferenciaba a ambos hombres, tampoco había errado al elegirlo como
sucesor.
En el suelo de la primera estancia había unos granos de
arena. Apenas se veían, pero Uabet la Pura, por lo general,
limpiaba tan bien la casa que Paneb lo advirtió en seguida. Desde
su boda, nunca había cometido semejante descuido.
–¿Estás ahí?
Uabet salió de su alcoba, vestida de sacerdotisa de Hator,
delgada y frágil.
–¿Vas a una ceremonia?
–No, Paneb. He pedido a la mujer sabia que me nombre
guardiana de los oratorios.
–¿No será una tarea demasiado dura para una madre de
familia?
–Mi hijo ha desaparecido, mi hija vive en casa de Clara,
donde se inicia en el arte de curar… Abandono esta casa y te
abandono a ti también, Paneb.
–¿Quieres… divorciarte?
–Te he amado a mi modo, tanto como podía amar. Pero has
condenado a Aperti y no puedo perdonártelo ni seguir siendo tu
esposa. Si me quedara a tu lado, acabaría
odiándote.
–¿Lo has pensado bien?
–¿No te parecen explícitas mis palabras?
El coloso conocía lo suficiente a su mujer para saber que no
se echaría atrás.
–Hazme un favor, Uabet: que el divorcio se pronuncie a
expensas mías.
–Será mejor que se aplique la justicia. Puesto que soy yo
quien se va, conserva esta casa, que es digna del maestro de obras
de la cofradía. Yo viviré en la que ocupaba Aperti. Su esposa ha
regresado a Tebas, el Estado le pagará una pensión. En adelante, me
encargaré de cuidar los oratorios de la aldea y prepararé las
ofrendas. ¿Puede haber una vida mejor?
–Uabet…
–No me toques, Paneb. Mi vestido de ceremonia es nuevo y no
soportaría que se arrugase.
Tras un vano intento de conciliación, Kenhir sentenció el
divorcio en un clima sereno y digno. Al maestro de obras se le
atribuyó una sirvienta que limpiaba su casa y era, también, capaz
de cocinar; Uabet la Pura decidió arreglárselas sola. Su ex marido
se comprometió a entregarle la mitad de su salario y algunas rentas
de sus campos. La divorciada se quedaba en la aldea, por lo que
todos podrían comprobar que no le faltaba de nada.
Quedaba por decidir la suerte de Selena, que fue llamada ante
el jurado.
–¿Con quién prefieres vivir -le preguntó Kenhir con su más
cálida voz-, con tu padre o con tu madre?
La niña reflexionó durante largo rato.
–Ahora tengo tres casas: la de papá, la de mamá y la de
Clara. Tengo suerte, ¿no? Prefiero conservar las
tres.
Ni Paneb ni Uabet formularon objeción
alguna.
–Probémoslo -aceptó Kenhir-. Si se presentan dificultades, el
tribunal se reunirá de nuevo.
–Para empezar, ayudaré a mamá a arreglar sus cosas. Luego,
ayudaré a Clara a lavar las redomas.
Selena se alejó con Uabet.
–Esta pequeña es una caja de sorpresas -afirmó Kenhir-; no se
parece a ninguna otra niña.
–Y no podéis imaginar cómo le gusta reír -dijo Clara-; pero
cuando aprende, presta tanta atención que la enseñanza circula por
todo su ser y llega hasta su corazón. Sin dejar de ser una niña, es
ya más sensata que la mayoría de los adultos.
–Así pues, será tu sucesora -afirmó Paneb.
–Si los dioses lo quieren… ¿Y tú cómo lo
llevas?
–Estoy bien. Tal vez hice mal en no contarle a Uabet qué
posición iba a adoptar en el proceso de Aperti, pero sabía que no
íbamos a estar de acuerdo. Sin mí, y más cerca de las sacerdotisas
de Hator, alcanzará la felicidad.
Clara sintió que la fuerza interior del coloso no había
disminuido. Al contrario, el drama que afrontaba le obligaba a
vivir su cargo con mayor intensidad aún.
La mujer sabia y el maestro de obras caminaron lentamente
hacia el templo.
–Cuanto más capacidad tiene un hombre, decían los Antiguos,
peores son las pruebas con las que debe enfrentarse… ¡Debo de tener
muchísimas cualidades!
–El camino de un maestro de obras es, a la vez, vasto como el
universo y estrecho como el sendero de su propia existencia. Según
el lugar en el que se posa tu mirada, sientes que las cosas marchan
bien o que se acumulan los fracasos.
–Dicho de otro modo, no me das ni un solo segundo para
compadecerme por mi suerte.
–Por una parte, es un ejercicio para el que no tienes talento
alguno; por la otra, debes dirigir los trabajos de una cofradía que
desempeña un importante papel en el mantenimiento de la armonía en
nuestra tierra. ¿Sería razonable dudar entre ambas
opciones?
El coloso besó con respeto las manos de la madre de la
cofradía.
–La reina Tausert nos ordenó que preparáramos la morada de
eternidad del faraón Siptah y su equipamiento para la ceremonia de
los funerales. El equipo de la derecha partirá mañana hacia el
Valle de los Reyes para examinar a fondo la tumba, y el equipo de
la izquierda fabricará los objetos que estén incluidos en la lista
que les proporcione Hay.
–Necesitaremos poco tiempo -estimó Karo el
Huraño.
–El material funerario de Siptah está completo -añadió el
carpintero del equipo de la izquierda.
–Os he dado la versión oficial que se comunicó a la corte de
Pi-Ramsés -precisó el maestro de obras-; en realidad, el trabajo
que deberéis hacer es más delicado. Tenemos que fabricar cetros,
coronas y una capilla cubierta de jeroglíficos.
–¿Con qué materiales? – preguntó Gau el
Preciso.
–Con oro.
–¡Con oro! – repitió Thuty el Sabio, desconcertado-; ¿pero
quién va a proporcionárnoslo?
–Lo produciremos nosotros mismos -afirmó la mujer sabia-,
siempre que obtengamos la ayuda necesaria de nuestro antepasado
fundador, Amenhotep I. Sin él, sería un fracaso.
El traidor estaba exultante.
Para hacer oro, el maestro de obras tendría que sacar la
Piedra de Luz de su escondrijo y trabajar en un taller especial
custodiado por algunos artesanos. Y sin duda él sería uno de
ellos.
En ese caso, sólo tendría que librarse de uno o dos colegas
para apoderarse del tesoro.
Amenhotep I era honrado en varias fiestas, la más importante
de las cuales daba origen a una procesión y un memorable
banquete.
Pero la que la aldea se disponía a celebrar era de naturaleza
muy distinta, puesto que cada aldeano era invitado a recogerse ante
la estatua del antepasado fundador. ¿Acaso no era el juez supremo
y, de acuerdo con la inscripción grabada en el zócalo de su
estatua, «aquel que sabía cómo ver»?
Cuando la mujer sabia se presentó ante la efigie, los
artesanos contuvieron el aliento. De la reacción del antepasado a
la muda plegaria de la madre de la cofradía dependería su porvenir
inmediato: o iniciar el proceso de fabricación del oro alquímico, o
comunicar a la regente que el Lugar de Verdad renunciaba a ello y,
de ese modo, dejar el campo libre a Set-Nakht.
Fuera cual fuese el deseo de Paneb, no podía prescindir de
esta consulta.
Clara permaneció largo rato meditando, como si expusiera al
fundador los motivos de aquella entrevista.
Cuando la mujer sabia ya iba a retirarse, la estatua no había
dado signo alguno de aprobación, y Paneb pensaba ya en la angustia
de Tausert cuando le comunicara que a la cofradía le era imposible
satisfacer sus deseos.
Pero en el preciso instante en que Clara se inclinaba
respetuosamente, la cabeza del antepasado también se inclinó, de
atrás hacia adelante, para dar su consentimiento.
El vigía que observaba la pista que llevaba a la aldea, desde
lo alto del primer fortín, se tragó de un bocado un trozo de
torta.
–¡Corre a avisar al jefe! – gritó, despertando a su colega-.
¡Hay por lo menos cien soldados!
–¿Y vas a plantarles cara tú solo?
–Bueno… no. Correré contigo.
–¿Abandonamos el fortín?
–¡No podemos defenderlo los dos solos!
A los policías no les faltaba valor, pero la gravedad de la
situación exigía la presencia de Sobek, y de nada serviría dejarse
matar.
Por desgracia, aquel asalto tenía lugar durante el único día
de descanso desde hacía más de un mes, y había menos oficiales de
guardia; pero, afortunadamente, el jefe Sobek se encontraba en el
segundo fortín, donde examinaba el estado de los muros de
ladrillo.
–¡Jefe, jefe, un verdadero ejército, con
carros!
–Colocad unos bloques en la pista.
Los policías se apresuraron a hacerlo, y Sobek se plantó ante
la modesta barrera.
Al ver al atleta negro, el carro de cabeza redujo la marcha y
luego se detuvo a menos de un metro. Por su casco y su coraza, el
nubio reconoció a Méhy.
–¿Adonde pensáis ir, general?
–He recibido órdenes de llevar al maestro de obras a
Tebas.
–¿Ordenes de quién?
–De Set-Nakht en persona.
–No lo conozco.
–¿Me estás tomando el pelo, Sobek?
–Sólo recibo órdenes del faraón, del maestro de obras y del
escriba de la Tumba.
–Sabes muy bien que tus policías no dan la talla ante mis
soldados.
–Eso ya lo veremos.
–¡No olvides que yo también cumplo órdenes!
–Si Set-Nakht quiere hablar con el maestro de obras, que
acuda a la zona de los auxiliares. Y si el maestro de obras acepta
recibirlo, todo irá bien.
–¿Es ésa tu última palabra?
–Si atacáis, Méhy, nos defenderemos.
Instalado en la lujosa villa de Méhy, Set-Nakht no soportaba
la cháchara de Serketa y no era sensible a sus encantos. Se había
aislado, pues, en un despacho que daba al jardín.
–El general acaba de regresar -lo avisó el
intendente.
El anciano cortesano se dirigió al
vestíbulo de acogida, nervioso.
–¿Habéis vuelto solo, general?
–Como había supuesto, el jefe Sobek no se ha impresionado lo
más mínimo ante el despliegue de fuerzas.
–¿Habéis retrocedido, pues?
–Si hubiera atacado, los arqueros de Sobek habrían disparado
contra mis hombres, y se hubieran producido numerosas muertes. Una
catástrofe para vuestra reputación…
Set-Nakht se tranquilizó.
–Tenéis razón, general… ¡Pero ese Lugar de Verdad parece una
fortaleza inexpugnable!
–Ésa ha sido la voluntad de los faraones desde su
creación.
–De todos modos, el maestro de obras no osará negarse a
recibirme.
–El jefe Sobek sugiere que acudáis a la zona de los
auxiliares; tal vez Paneb se reúna allí con vos.
Méhy advirtió que el viejo cortesano se sentía profundamente
humillado y que haría pagar cara su arrogancia a la
cofradía.
–Sois administrador principal de la orilla oeste, Méhy; ¿no
tenéis poder sobre el Lugar de Verdad?
–Mi papel consiste, simplemente, en protegerlo de las
agresiones exteriores. Por eso está tan seguro de sí mismo el jefe
Sobek. Sabe muy bien que mis soldados no atacarán.
–¿Aunque el faraón lo ordenase?
–Eso sería distinto -reconoció el general.
–La diplomacia no es tu fuerte -le dijo a Paneb el escriba de
la Tumba-, será mejor hablar con Set-Nakht. Pase lo que pase, y
aunque Tausert acceda al poder supremo, seguirá siendo un hombre
influyente. Debes pensar siempre en la salvaguarda de la cofradía,
aunque algunas gestiones no te gusten demasiado. Yo me encargaré de
las formas llevando personalmente tu invitación a
Set-Nakht.
–De acuerdo, Kenhir.
El escriba de la Tumba se sintió aliviado. Paneb no sólo no
había sucumbido bajo el peso de su divorcio, sino que, además,
había mejorado aceptando, sin protestar, las obligaciones de su
cargo.
–Set-Nakht es un viejo cortesano, hábil y astuto; te tenderá
algunas trampas. Sobre todo, no hables demasiado.
–Puedes contar conmigo.
Ante la feroz expresión del rostro de Ardiente, Kenhir se
preguntó si aquella entrevista sería muy oportuna; pero ofender más
aún a Set-Nakht lo convertiría en un enemigo
irreductible.
–¡Prométeme ser mesurado, Paneb!
–Diré algunas verdades sencillas y no hablaré demasiado… Esa
será mi línea de conducta.
–¿Corremos el riesgo de que nos ataquen? – preguntó Fened la
Nariz a Paneb cuando se cruzaron en la calle principal de la
aldea.
–Estás muy preocupado…
El cantero, que estaba recuperando peso, ya que tras su
divorcio había adelgazado mucho, se tomó muy mal la observación del
maestro de obras.
–¡Todos tenemos familia y todos tememos la violencia de un
hombre ambicioso como Set-Nakht!
–También yo estoy preocupado -insistió Pai el Pedazo de Pan-;
¿por qué desea forzar la puerta de la aldea el rival de la reina
Tausert?
–Para conocer nuestros secretos.
–Mándalo a Pi-Ramsés -aconsejó Karo el
Huraño.
–Al contrario, negociemos -recomendó Renupe el
Jovial.
–Sé firme y claro -exigió Gau el Preciso.
–Ese tipo no tiene nada que hacer en nuestra casa -decidió
Nakht el Poderoso-. Que el jefe Sobek aplique las
consignas.
–Hablaré con Set-Nakht -indicó el maestro de
obras.
–Excelente iniciativa -aprobó Ched el Salvador-; estoy
convencido de que no vas a decepcionarlo.
Estaba ocupada en un bordado, y vivía su trabajo con pasión.
Sus dedos, largos y finos, parecían incansables; su postura evocaba
la de una bailarina que al terminar un movimiento, ya estaba
dispuesta a esbozar el siguiente. Fuera cual fuese su tarea, le
confería gracia y belleza.
–Turquesa.
La soberbia pelirroja levantó la cabeza.
–¡Paneb! ¿No debías entrevistarte con
Set-Nakht?
–No ha llegado todavía.
Turquesa dejó la tela y las agujas.
–Mi respuesta es no, Paneb.
–¡Pero si no te he hecho ninguna pregunta!
–¿Ahora no irás a decirme que no deseabas hablarme de tu
nueva situación de hombre libre? No me importa que estés divorciado
o no. Un voto es un voto: nunca me casaré.
–Yo esperaba que…
–¿Cuándo renunciarás a esa esperanza?
–¿Qué te parece la decisión de Uabet?
–Uabet la Pura es sacerdotisa de Hator y se encarga del
mantenimiento de los oratorios. Lo demás no me
concierne.
–¿Y qué te parece mi decisión por lo que se refiere a mi
hijo?
–Sólo me interesa la actitud del maestro de obras. Y la
cofradía la consideró justa.
El coloso tomó, fogosamente, a Turquesa en sus
brazos.
–¿No tienes una cita muy importante?
–Sí, contigo.
Por orden de Beken, el alfarero, los auxiliares habían
evacuado la zona donde estaban trabajando. Sólo Obed había sido
autorizado a permanecer en su forja, siempre que no saliese de
ella. Sobek y una decena de policías nubios vigilaban el
lugar.
A Set-Nakht le extrañó la ausencia del maestro de
obras.
–No estoy acostumbrado a esperar -le dijo al escriba de la
Tumba.
–Paneb ya no tardará.
–¡Deberíais avisarlo de mi presencia!
Kenhir inclinó la cabeza y se dirigió lentamente hacia la
gran puerta. El guardián lo saludó, empujó uno de los batientes
para dejarlo pasar y, luego, volvió a cerrar.
Aunque no fuese miedoso, Set-Nakht se sintió de pronto muy
solo y en absoluto tranquilizado por la presencia de aquellos
policías negros de mirada hostil. Estaba convencido de que, si
algunos artesanos lo agredían, el jefe Sobek no movería un
dedo.
Si intentaba huir o, sencillamente, solicitaba que lo dejaran
regresar a los locales de la administración, haría el ridículo.
Luego pensó que tal vez Tausert había previsto su reacción y que
había organizado una emboscada de la que no saldría vivo. El
anciano dignatario intentó tranquilizarse pensando en la ley de
Maat que la regente debía respetar… ¿Pero por qué no aparecía el
maestro de obras? Cuantos más minutos pasaban, más evidente le
parecía, a Set-Nakht, que por orden de la regente la cofradía iba a
eliminar al último adversario que impedía tomar el poder a una
mujer ambiciosa.
Por lo menos moriría de pie y miraría de frente a quien
tuviera la cobardía de golpearlo.
Cuando la gran puerta se abrió, sin embargo, no pudo evitar
un estremecimiento.
Paneb el Ardiente, de quien nunca hubiera pensado que fuera
tan colosal, se acercó a él. El maestro de obras iba vestido, sólo,
con un taparrabos de cuero, como un obrero, y parecía tan
indestructible como una montaña. Set-Nakht comprendió por qué los
rumores afirmaban que era capaz, por sí solo, de acabar con una
decena de adversarios.
Paneb, que aún estaba bajo el hechizo de Turquesa, con la que
acababa de hacer el amor, miró de arriba abajo a su interlocutor,
visiblemente incómodo.
–¿Deseabais verme?
Set-Nakht se repuso muy pronto.
–Vuestro recibimiento no es demasiado caluroso, maestro de
obras.
–Como debéis saber, la cofradía está sobrecargada de trabajo,
y no tengo tiempo para consagrarme a las entrevistas. Decidme lo
que queréis e intentaré satisfaceros.
–Puesto que no deseáis andaros con tapujos… La regente os dio
la orden de fabricar varios objetos de oro, pero no se os entregará
la menor onza del precioso metal, pues nuestras reservas deben
permanecer intactas, en previsión de un eventual conflicto. Si
queréis obedecer a la reina Tausert, debéis producir ese oro
vosotros mismos.
–Obedeceré a la regente.
–¿La leyenda es una realidad, entonces?
–En ciertas circunstancias, sí.
–¿Cuáles?
–Ése es el secreto del Lugar de Verdad.
–¿Y si el faraón en persona os ordenara producir oro sin
cesar, para alimentar el tesoro?
–Le explicaría que es imposible. Sólo trabajamos para moldear
la eternidad del alma real.
Set-Nakht no despreció en absoluto las revelaciones del
maestro de obras. Muy pocas personas habían tenido ocasión de
oírlas.
–Habríais podido mentir, Paneb.
–Ése no es mi carácter.
–¡Seguid diciendo la verdad, pues! ¿Cuánto tiempo
necesitaréis para dejar listo el equipamiento funerario del rey
Siptah?
–Unos tres meses.
–¡Es mucho tiempo!
–La capilla de oro es una obra compleja, y el grabado de los
jeroglíficos exige muchísima precisión; así pues, es imposible
trabajar con prisas.
–Habéis tomado partido por la regente, maestro de obras, y
podríais lamentarlo.
–¿Quién puede reprochar al Lugar de Verdad que cumpla con sus
funciones y a sus artesanos que hagan su oficio?
–¿No existe medio alguno de satisfacer ese encargo con mayor
rapidez?
–Ninguno.
–Pensadlo mejor, Paneb.
–Sólo tengo una idea en la cabeza: realizar objetos de
eternidad para dar al faraón su plena capacidad de acción en el
otro mundo.
–¿Habéis comprendido que yo no soy un conspirador como los
demás? Los manejos de Tausert no me impedirán subir al trono de
Egipto y salvar el país. Y cuando lo haya hecho, os
destrozaré.
Unesh el Chacal limpiaba nerviosamente una
paleta.
–Eso me da mala espina.
–No es la primera vez que el Lugar de Verdad fabrica oro
-repuso Gau el Preciso, que trabajaba en el esbozo de la capilla
destinada al rey Siptah.
–De acuerdo -reconoció Pai el Pedazo de Pan-, pero, de todos
modos, estamos entre el martillo y el yunque. ¿Y quién va a ser
aplastado?
–El maestro de obras sabe adonde va -afirmó
Gau.
–¿Y si no lo supiera? – se preocupó Unesh.
Nakht el Poderoso entró en el taller de los
dibujantes.
–¡La entrevista ha terminado!
Los tres dibujantes siguieron al cantero hasta la morada del
escriba de la Tumba, ante la que se habían reunido otros
artesanos.
–Paneb está hablando con Kenhir -indicó Thuty el
Sabio.
–No es una buena señal -consideró Casa la Cuerda-; Set-Nakht
debe de haberle dado un ultimátum a Paneb.
–Simple nerviosismo de un conquistador de pacotilla -observó
Ched el Salvador.
–¡De ningún modo! – objetó Karo el Huraño-. Un hombre cuyo
nombre está marcado por el dios Set forzosamente es
peligroso.
–Su furia se desvanecerá ante nuestro maestro de obras
-prometió Ipuy el Examinador-. Él es quien posee la auténtica
fuerza de Set.
–La puerta de la aldea está cerrada para los profanos y
seguirá estándolo -confirmó Didia el Generoso-, y sin duda no será
un anciano cortesano el que consiga derribarla.
–Si lo hubiera tenido ante mí -precisó Userhat el León-, le
habría cortado la cabeza para hacerla menos pretenciosa. ¿Pero
quién se cree que es ese quisquilloso?
–¿Acaso crees que la reina Tausert estará de nuestra parte? –
preguntó Casa, con agresividad.
–¡Es la regente, y punto!
–Como Casa, yo tampoco me fío de ella -reveló Fened la Nariz
con aspecto sombrío.
–Eso es lo que yo pienso -repitió Unesh el Chacal-: todo esto
me da mala espina.
El maestro de obras salió de la casa de Kenhir, y los
artesanos lo rodearon.
–¿Qué quería Set-Nakht? – preguntó Pai el Pedazo de Pan con
impaciencia.
–Sólo quería conocer nuestros secretos y obtener nuestra
obediencia absoluta.
–¿No habrás… No habrás cedido? – interrogó Ipuy el
Examinador, intranquilo.
–¿A ti qué te parece?
Nakht el Poderoso lució una amplia sonrisa.
–¿Puedo darle un abrazo al maestro de obras?
–Nada podría alentarme más a preservar nuestra
libertad.
Todos imitaron a Nakht, compartiendo así una fraternidad que,
más allá de las vicisitudes de lo cotidiano, unía a los artesanos
como las piedras de una pirámide.
–¿Has previsto un taller especial para la fabricación del
oro? – preguntó Unesh el Chacal.
–Dispondremos una Morada del Oro en el
templo.
–¿Y quién la custodiará? – preguntó Casa la
Cuerda.
–Vosotros ya tendréis bastante trabajo, por eso confío la
tarea a Negrote, Bestia Fea y a las
sacerdotisas de Hator.
El maestro de obras no sólo se había saltado las costumbres
de la aldea, al no elegir a los guardianes que debían custodiar la
Morada del Oro entre los artesanos, sino que además los había
encerrado en sus casas para que veneraran a los antepasados, la
mañana en la que se iniciaba la obra alquímica.
Aquel lujo de precauciones impedía al traidor acercarse a la
Piedra de Luz. Por lo menos, había cuatro sacerdotisas de Hator
ante el pilono y otras tantas que impedían el acceso al templo
cubierto.
–Espero que no estés pensando en cometer una insensatez -le
dijo su esposa.
–De momento, el tesoro está fuera de mi alcance; trabajaré
como los demás.
–El maestro de obras es tan desconfiado que nunca podrás
apoderarte de la piedra.
–Te equivocas, mujer. En primer lugar, tal vez Paneb no
consiga producir la cantidad de oro necesaria y, en ese caso, no
seguirá siendo maestro de obras; luego, suponiendo que la reina
quede satisfecha con su trabajo, su atención se relajará
forzosamente y se reducirán las medidas de
seguridad.
–¿Pero cuándo renunciarás, por fin?
–Ya he ido demasiado lejos… ¡Y sé dónde se oculta la piedra!
Lo conseguiremos, te lo prometo.
–Tengo miedo… ¿Tal vez Paneb acabe descubriendo que el
traidor eres tú?
–Cuando sepa quién soy, será demasiado tarde, tanto para él
como para la cofradía.
–Set-Nakht ha regresado de Tebas -anunció el visir Hori a la
reina Tausert-. Según unos informadores dignos de confianza, está
muy descontento. Su gestión ha terminado en fracaso y el maestro de
obras mantiene sus compromisos para con vos.
–No lo dudaba.
–Yo sí, majestad. Me pusisteis en ese cargo para que dudara
de todo el mundo.
–Y, sin embargo, habéis conocido a Paneb.
–Mis impresiones no deben ser tenidas en cuenta. En la feroz
batalla que os opone a un cortesano tan hábil como Set-Nakht, los
cambios de alianza pueden producirse en cualquier
momento.
–Te veo muy pesimista, Hori.
–Sólo soy realista, majestad.
–¿Acaso hemos perdido terreno en los últimos
días?
–Más bien lo hemos ganado.
–Y en ese caso, ¿por qué mostrarse tan
pesimista?
–Porque, aunque salgáis victoriosa, seréis
vencida.
A Tausert le gustaba la sinceridad de Hori. Se felicitaba por
haber elegido a un hombre del templo, desprendido de las realidades
mundanas, para que no se deshiciera en halagos.
–¿Qué quieres decir?
–He estudiado las personalidades de la corte y a los íntimos
de Set-Nakht. Su hijo mayor está muy por encima del lote, y sólo él
tiene la talla de un estadista. Ahora bien, apoya la acción de su
padre que, sin duda, es consciente de las cualidades de su
hijo.
–¿Realmente crees que voy a doblegarme sin
más?
–Todos los días lucho para disminuir la influencia del clan
de Set-Nakht, majestad, y los resultados están muy lejos de ser
malos. Pero estoy convencido de que el hijo será mucho más temible
que el padre. Deshaceros de él sólo os proporcionará satisfacción
personal, pero no un verdadero triunfo.
Las previsiones del visir Hori turbaron a la
regente.
–¿Qué me aconsejas?
–Que perseveréis, si creéis estar en lo cierto, pero teniendo
en cuenta la realidad y recordando que, sean cuales sean las
circunstancias, lo más importante es el bienestar de
Egipto.
La puerta del templo cubierto se había cerrado tras la
entrada de la mujer sabia y el maestro de obras, una vez que éste
hubo sacado la Piedra de Luz de su escondrijo y el escriba de la
Tumba le hubo confiado el Libro de la
consumación de la obra, que había caído del cielo por una
ventana del espacio y había sido recogido en la biblioteca de la
cofradía. Aquella obra contenía las fórmulas que disipaban las
fuerzas negativas, así como los procesos de construcción de los
templos que los Antiguos habían concebido.
Clara había llevado redomas, botes y jarras. Varias antorchas
iluminaban la sala donde ambos oficiantes intentarían crear el oro
alquímico. La mujer sabia llevaba una larga túnica roja, y Paneb un
taparrabos blanco. Recorrió la sala con lentos pasos, deteniéndose
en cada punto cardinal. Así hacía presentes los cuatro orientes por
los que pasaban cuatro tipos de luz: naciente al este, poderosa al
sur, consumada al oeste, secreta al norte.
En el centro, la piedra.
–Tú, que no puedes ser esclavizada -dijo la mujer sabia-, tú
que eres lo indomable que ninguna mano puede grabar ni hender,
danos tu luz.
La piedra adoptó un color verde claro y, del conjunto de sus
caras, emanó una suave claridad. La obra podía dar
comienzo.
–Prepara el lecho de Osiris -le ordenó la mujer sabia al
maestro de obras.
Paneb utilizó cinco cruces egipcias, las «llaves de vida», y
diez cetros con la cabeza de Set para formar el lecho sobre el que
depositó un molde que contenía granos de cebada, un molde que era
el cuerpo de Osiris.
–Abramos ahora el cofre misterioso.
Colocándose a uno y otro lado de la piedra, la mujer sabia y
el maestro de obras levantaron su parte superior, como si de una
tapa se tratara.
–Conozco la luz que está en el interior -afirmó Clara-,
conozco su nombre secreto, sé que es a la vez el Verbo y el
acto.
–He visto el cofre del conocimiento -prosiguió Paneb-, sé
que: contiene las partes del cuerpo
despedazado de Osiris que es, a la vez, Egipto y el universo. Sólo
la luz los reúne.
De la piedra, sacó un recipiente sellado.
–He aquí las linfas de Osiris, el líquido misterioso que da
origen a la crecida y a todas las formas de energía. Gracias a él,
la materia puede transmutarse en espíritu. Moldeemos la piedra
divina.
De los recipientes que había llevado la mujer sabia, Paneb
consiguió extraer pequeñas cantidades de oro, plata, cobre, hierro,
estaño, plomo, zafiro, esmeralda, topacio, hematites, cornalina,
lapislázuli, jaspe rojo, turquesa y demás sustancias preciosas y
las machacó antes de verterlas en el caldero que contenía asfalto y
resina de acacia. Veinticuatro minerales, correspondientes a las
doce horas del día y las doce horas de la noche, se unieron por
efecto del fuego, al tiempo que desprendían sus cualidades
esenciales.
–Ahora estás al abrigo de la muerte súbita -le dijo la mujer
sabia al molde de Osiris-. El cielo no se derrumbará, la tierra no
se hundirá.
Comenzó la larga y delicada regulación del fuego que unas
veces había que atizar y otras que disminuir. Al finalizar el
primer día, Clara añadió a la materia obtenida el extracto de
estoraque; luego, al día siguiente, Paneb la tamizó y la dejó
descansar durante dos días. Cuando la devolvió al caldero, la
completó con resina de terebinto y aromas; luego majó la mixtura y
la escurrió en un lienzo antes de reanudar la
cocción.
Al finalizar el séptimo día, un ojo de Horus apareció en la
superficie del magma que ocupaba el caldero.
–Estamos en el buen camino -advirtió Clara con alivio-. Ahora
tenemos que disociar esta materia para obtener, por un lado, un
polvo muy fino y, por el otro, un ungüento resinoso. Sólo las
linfas de Osiris nos asegurarán el éxito de la
operación.
Clara rompió el sello del recipiente y derramó unas gotas de
un líquido plateado en el caldero. Casi de inmediato, el magma se
dividió en dos. Paneb recogió el polvo que flotaba y dejó el
ungüento en el fondo.
–Extiéndelo por el molde.
El polvo era muy oloroso y de una increíble finura. El
maestro de obras tuvo la sensación de actuar como un sembrador que
esparcía una nueva forma de vida.
La mujer sabia colocó un nuevo sello en el recipiente y
volvió a introducirlo en la piedra, cuya parte superior volvió a
cerrar.
El fulgor verde desapareció para dar paso a un brillo de un
rojo intenso. Por un instante, la viuda de Nefer el Silencioso
vaciló.
–¡Clara!
La mujer sabia recuperó el equilibrio.
–Prosigamos.
En el caldero, Paneb recogió un ungüento negro, «la piedra
divina», que se utilizaría exclusivamente en la Morada del Oro para
ungir las estatuas más preciosas y conferirles un poder
indestructible. Al primer nacimiento, dado por la mano del
escultor, se añadiría el segundo, el del ungüento en el que se
ocultaba la luz de la transmutación.
Pero aquel largo trabajo sería inútil y la piedra divina no
sería eficaz mientras no tuviera éxito la última fase de la
obra.
–Dejemos pasar la noche, Clara, y aprovechémoslo para
dormir.
–Imposible, el menor instante de descuido puede resultar
fatal.
La mujer sabia extendió las manos sobre la cabeza de
Osiris.
–Las partes de tu cuerpo representan las fuerzas secretas del
universo; reunidas, le dan vida. Que el alfarero añada el agua
original, que triture la materia prima y que el cielo dé a luz el
oro del resucitado.
El maestro de obras actuó.
–Que nazca el espíritu fulgurante -prosiguió la mujer sabia-;
Osiris es vida, uno y múltiple, que se consume la Gran
Obra.
Clara y Paneb ya no tenían posibilidad alguna de intervenir.
Tras haber seguido al pie de la letra las prescripciones de los
Antiguos, debían esperar el veredicto de la propia
materia.
En silencio, imploraron a Nefer el Silencioso, que había
vivido en su carne y su espíritu el proceso de transmutación que
ellos intentaban reproducir.
Osiris permanecía inerte.
Cuando Paneb ya temía el fracaso, un primer tallo de oro
brotó del corazón de Osiris, seguido muy pronto por otros dos que
brotaban de sus ojos.
Y el cuerpo entero resucitó.
La cabellera del dios se transformó en turquesa, la parte
alta de la cabeza en lapislázuli, los huesos en plata y la piel en
oro.
–Fabricar oro lleva su tiempo -respondió Casa la Cuerda-. Me
toca jugar a mí.
–Has vuelto a perder -advirtió Gau el
Preciso.
–¡Realmente no es mi noche!
–Ayer tampoco lo era, también perdiste. Y nos debes una
cena.
–¿Habéis visto a Unesh el Chacal? – preguntó Userhat el
León-. Hace un buen rato que lo estoy buscando.
–Se ha marchado en dirección al templo -respondió
Karo.
–¡Ése siempre tan curioso! Si piensa que sabrá algo antes que
los demás… En fin, soñar es gratis.
–No hay modo de sobornar a las sacerdotisas de Hator -deploró
Ched el Salvador, que se limitaba a observar a los jugadores-. Se
diría que mi poder de seducción ha desaparecido.
–Yo no me preocupo en absoluto -aseguró Renupe el Jovial-. La
mujer sabia y el maestro de obras sabrán estar a la
altura.
–Tal vez no baste -se angustió Pai el Pedazo de Pan-. ¡Nunca
se puede esclavizar a la materia prima! Y como es libre de actuar a
su guisa, nada demuestra que el oro vaya a fabricarse en el plazo
previsto.
–Haz como los que no juegan -aconsejó Ched-:
duerme.
–¡Me dan miedo las pesadillas!
–¿No querrá decir eso que no tienes la conciencia
tranquila?
–Pero… ¿Qué tiene que ver eso?
–Deja ya de pincharlo, Ched -recomendó
Userhat.
–¿También tú estás ansioso?
–Ansioso e irritable.
–¡Caramba! – intervino Karo-; ¿de qué sirve que os pongáis
tan nerviosos?
Ched silbó una melodía lánguida, Userhat se encogió de
hombros y sirvió más bebida.
Tanto los que eran más tranquilos como los más inquietos
estaban al borde del ataque de nervios. Se iniciaba una nueva noche
y la puerta del templo cubierto seguía cerrada.
La esposa del traidor lo despertó.
–¡Han salido, ve a ver, pronto!
El traidor se incorporó trabajosamente, saliendo de un sueño
en el que se había visto coronado de oro y manejando los cetros del
faraón.
–¿De quién estás hablando?
–¡De la mujer sabia y del maestro de obras!
Ya completamente despierto, se vistió a toda prisa y salió de
su casa. Otros artesanos y varias sacerdotisas de Hator ya se
habían reunido ante el pilono que custodiaba Turquesa, ayudada por
Negro te y Bestia
Fea.
–¿Realmente han terminado ya? – preguntó una voz de
mujer.
–La obra se ha consumado al alba.
–¿Significa eso… que se ha producido el oro?
–Ellos mismos os lo dirán.
La puerta del pilono se abrió y por ella aparecieron Clara y
Paneb. La mujer sabia estaba visiblemente agotada y el rostro del
coloso mostraba algunas huellas de fatiga.
–¿Lo habéis conseguido? – preguntó Fened la
Nariz.
–Los antepasados nos han sido favorables -respondió
Clara.
Durante unas grandes maniobras celebradas bajo el mando de
Méhy, los carros se habían lanzado a toda velocidad, sin intentar
evitar a los infantes.
Se habían producido varios heridos e, incluso, un muerto,
pero era necesario entrenar a las tropas ante la amenaza de un
posible conflicto.
Méhy, satisfecho al haber comprobado la competencia de sus
cuerpos de élite y la calidad de su material sobre el terreno,
regresó a su casa a todo galope. Le gustaba agotar a sus caballos
hasta que sacaban el corazón por la boca; sólo eran animales, y
únicamente los viejos sabios de Egipto creían que una bestia
encarnaba una fuerza divina.
En cuanto el general puso pie en tierra, su intendente corrió
hacia él.
–Señor, vuestra esposa…
El criado estaba temblando.
–¿Qué pasa con mi esposa?
–Se ha vuelto loca y ha empezado a destrozar muchos objetos
valiosos… Nadie se ha atrevido a impedírselo y yo…
–¿Dónde está?
–En sus aposentos.
Méhy anduvo sobre restos de cerámica y recipientes que se
hacían cada vez más numerosos a medida que se acercaba a la alcoba
de Serketa. Los aullidos que de ella brotaban eran los de una mujer
en plena crisis de histeria.
La esposa del general mancillaba con ungüentos de alto precio
los muros decorados con delicadas pinturas. Daba brincos como un
saltamontes y ni siquiera advirtió la presencia de su
marido.
Méhy la agarró del pelo y la abofeteó con tanta violencia que
le abrió el pómulo izquierdo.
La sangre que manchaba su túnica asustó a
Serketa.
–¿Pero qué… Quién se ha atrevido…? Tú, Méhy, ¿eres
tú?
El general la agarró por los hombros y la sacudió hasta que
su mirada volvió a ser normal.
–¡Ya basta, Serketa!
–Basta… -repitió ella con una voz de niña que ha sido pillada
haciendo una travesura; luego se derrumbó sobre unos
almohadones.
–¿Por qué has hecho esto?
–No lo sé… ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Una carta… Una carta de
nuestro aliado en el Lugar de Verdad. Me comunica que el maestro de
obras y la mujer sabia han conseguido fabricar oro. Son
omnipotentes, dulce amor mío, no podemos hacer nada contra
ellos…
–¡Al contrario, son noticias excelentes! Ahora sabemos a
ciencia cierta qué es capaz de hacer esa
cofradía. Sus secretos nos son más indispensables que
nunca.
–Tengo miedo, Méhy… Unos seres que llevan a cabo semejantes
prodigios nos lacerarán como a los grifos del
desierto.
–¡Basta de tonterías, Serketa! Tómate una infusión de flores
de adormidera y vuelve en ti de una vez. Pero antes lávate y
cambiare de vestido.
La esposa del general obedeció y se refugió en su cuarto de
baño.
Méhy se preguntaba cómo iba a tomar esa nueva curva,
especialmente peligrosa. La cofradía, pues, satisfaría los deseos
de la regente, que se enorgullecería de ese éxito y se reafirmaría
como una mujer de poder. Pero aquel éxito pasajero no intimidaría a
Set-Nakht ni a su hijo mayor, demasiado comprometidos en la
conquista del trono. Inclinarse ahora ante Tausert supondría firmar
su sentencia de muerte.
La guerra civil era inevitable.
¿Pero de qué lado debía estar para poder destruir con más
facilidad al vencedor?
–Ya estoy mejor, amor mío, mucho mejor…
Serketa parecía de nuevo dueña de sí misma. Llevaba una
túnica nueva, perfumada, y se había puesto un ungüento en la herida
de la mejilla.
–No me gusta demasiado que te desanimes de ese modo, palomita
mía.
–Tienes razón -dijo ella, melindrosa-; me he puesto nerviosa.
Puedes contar conmigo para combatir a esa cofradía hasta destruirla
por completo.
Tras haber pasado la mañana en compañía de la pequeña Selena,
que ponía mucho interés en aprender el arte de curar, Clara se
había recogido bajo la persea que estaba plantada en el jardín
funerario de Nefer el Silencioso. El árbol había crecido muchísimo,
y proporcionaba una agradable sombra. Allí, la mujer sabia sentía
la presencia de su marido, que vivía en los paraísos celestiales.
Las hojas de la persea, en forma de corazón, relucían bajo el sol
que hacía resplandecer, también, las blancas fachadas de las casas
de la aldea.
Las aldeanas iban a buscar agua en grandes jarras y
aprovechaban para hacerse confidencias, los niños jugaban con
pelotas de trapo, y los artesanos trabajaban en sus respectivos
talleres. La vida discurría como el Nilo, apacible, soleada y
majestuosa. El espíritu del maestro de obras desaparecido
impregnaba todos los gestos de ambos equipos, y la barca
comunitaria seguía navegando por el río que, año tras año, recogía
las lágrimas de Isis para formar su crecida y depositar en las
riberas la tierra negra donde la vida resucitaba.
¿Por qué Clara sobrevivía tanto tiempo a Nefer el Silencioso,
salvo para atestiguar que ninguna catástrofe, por grave que fuese,
ponía en peligro el Lugar de Verdad? Ya no tenía acceso a aquella
felicidad cotidiana pero, sin embargo, seguía siendo su
fiadora.
Negrote le lamió la mano y la
contempló con sus ojos de color avellana, risueños y
confiados.
–¿Tienes hambre?
Y el perro se relamió con su suave lengua
rosa.
Clara se dirigió hacia la cocina, donde su sierva estaba
cocinando codornices, cuyo olorcillo había despertado, desde hacía
mucho rato, el olfato del perro. Luego las servía sobre unos
garbanzos y las acompañaba con chicharrones, y hacían las delicias
del paladar más exigente.
–¡Una urgencia! – la avisó la esposa de Karo el Huraño-. La
hija de mi vecina se ha hecho un corte en el pie.
–Dale de comer a Negrote -le pidió
Clara a la cocinera.
–¿Y cuándo almorzaréis vos?
–Cuando pueda -respondió la mujer sabia,
sonriendo.
Sí, la vida proseguía.
Desde su entrada en funciones, el visir había adelgazado
mucho y su tez se había apergaminado. Trabajaba noche y día,
siguiendo los pasos del canciller Bay, examinaba a fondo cada
expediente y servía a la reina con absoluta fidelidad, ante la
desesperación de los adversarios de Tausert.
–Exijo ver a la reina.
El visir se arrellanó en su sillón, manteniendo la espalda
erguida.
–No sois el único.
–No finjáis ignorar quién soy y por qué estoy
aquí.
–No lo ignoro, en efecto.
–¿Y, sin embargo, os atreveríais a cerrarme el
paso?
–Mi trabajo consiste en proteger a la reina.
–La regente no podrá ocultarse detrás de vos, visir Hori.
Para ella ha llegado la hora de rendir cuentas.
–¿No os parecen exorbitantes vuestras
pretensiones?
–Mi paciencia se ha terminado y ahora quiero respuestas
claras. Despedirme sólo agravaría la situación.
El visir se levantó.
–Os acompañaré, pues, hasta Su Majestad.
–Os lo agradezco mucho, visir Hori; cuando sea faraón
necesitaré un hombre como vos para dirigir mi
gobierno.
–Estoy a las órdenes de la reina Tausert; si ella tiene que
abandonar el poder, volveré al templo de Amón sin lamentarlo lo más
mínimo.
El visir condujo a Set-Nakht hasta la soberbia alberca que
ocupaba el centro del jardín del palacio real.
La reina Tausert estaba sentada a la sombra de un sicómoro
que la protegía del sol. Parecía absorta en el estudio de una
estrategia que le permitiera vencer en una partida de senté (6) contra un adversario
invisible.
–Majestad -dijo el visir-, Set-Nakht desea
hablaros.
–Que se coloque ante mí y que juegue.
El viejo dignatario obedeció, y Hori se
esfumó.
Transcurrieron largos minutos.
–Sólo veo tres jugadas posibles -concluyó Set-Nakht-; pero
ninguna me salvará de una rápida derrota.
–Eso pienso yo también -declaró la reina.
Su adversario no se dejó deslumbrar por la belleza y la
elegancia de la reina.
–El rey Siptah murió hace ciento sesenta y cinco días,
majestad, y su momificación sólo duró setenta, de acuerdo con la
tradición. Obtuvisteis un plazo de tiempo suplementario para
ofrecerle un espléndido equipo funerario, con la esperanza de que
el Lugar de Verdad fuera capaz de producir el oro destinado a la
fabricación de las obras maestras. Pues bien, ¿cómo están las cosas
al día de hoy?
–¿Os negáis a mover una pieza?
–Esta entrevista no es un juego, majestad. Necesito
respuestas claras.
–Precisamente acabo de recibir una del escriba de la Tumba:
la capilla de oro dedicada a Siptah ya está
terminada.
La reina avanzó un peón.
–¿Significa eso… que por fin habéis fijado la fecha de los
funerales?
–¿Por qué retrasarlos si ya está todo listo?
–¿Tendríais la bondad de decirme cuándo será,
majestad?
–Dentro de diez días.
Set-Nakht detuvo el ataque de Tausert, inclinándose sobre el
tablero.
–Cuando la puerta de la tumba se haya cerrado, habrá
terminado el período de regencia. Y tendréis que anunciar al pueblo
el nombre del nuevo faraón.
–Estoy de acuerdo -admitió la reina, que rompió la última
defensa del anciano dignatario.
–¿Renunciáis al poder, majestad?
–¿Sería eso razonable? Mi difunto marido concibió un
ambicioso programa de construcciones y de renovación de los
edificios sagrados, y pretendo llevarlo a cabo para honrar su
memoria.
Set-Nakht se levantó, atónito.
–¡De modo que habéis decidido provocar una guerra
civil!
–¿Quién ha dicho eso? Terminemos la partida.
–La tenía perdida de antemano, puesto que vos habíais
colocado las piezas. Pero la conquista del trono es un juego mucho
más cruel, y vos no sois la única que fija las
reglas.
–Es cierto, y ahora soy consciente de ello gracias a los
consejos de mi visir, que evita que cometa un trágico
error.
Set-Nakht aceptó volver a sentarse.
–¿Renunciáis… entonces?
–A juzgar por las convicciones que nos habitan, ni vos ni yo
podemos renunciar.
–¡Elegís, pues, el enfrentamiento!
–¿No estaréis obsesionado por el deseo de luchar? Existen
muchos otros caminos para evitar que actitudes inconciliables
desemboquen en un conflicto devastador.
–No os comprendo…
–Mañana parto hacia Tebas para presidir los funerales de
Siptah. Mi reinado se iniciará cuando finalice la ceremonia… y el
vuestro también.
Set-Nakht se quedó boquiabierto.
–¿Habrá entonces… dos monarcas?
–¿Acaso el ser del faraón no estuvo siempre formado por una
pareja real? Al convertirme en rey, aunque sea mujer, podría
gobernar sola, como Hatsepsut; pero no me siento con fuerza
suficiente para hacerlo. Por eso os propongo un reinado común. Si
vuestro único objetivo es la felicidad de Egipto, no os
negaréis.
–¿Tendremos que decidirlo todo… juntos?
–Yo residiré en Tebas; vos, en Pi-Ramsés. Yo me encargaré de
edificar; vos, de garantizar la seguridad del país. Y si tuviéramos
que entrar en guerra, sería necesaria mi
conformidad.
–¡No me la daríais nunca!
–Sí, si vuestros argumentos fueran decisivos, Set-Nakht. Y
cuento con vuestra honestidad para que no disfracéis la
realidad.
–Qué extraña solución…
–Pensemos sólo en el bienestar de las Dos
Tierras.
–¿Y el reconocimiento de vuestra debilidad no debería
incitarme a rechazar vuestra proposición?
–Como yo, tampoco vos sois capaz de reinar solo. Encarno una
forma de legitimidad que vos no podéis pisotear.
Set-Nakht se levantó y contempló la alberca, en la que
florecían los lotos azules.
–Me gustaría creer en la paz al igual que vos, majestad, pero
los acontecimientos no me lo permiten.
–Tal vez os equivocáis… Los pesimistas no siempre tienen
razón. ¿Cuándo me daréis una respuesta?
–Antes de que partáis hacia Tebas.
Cuando el anciano dignatario se alejó, Tausert hizo un último
movimiento victorioso que puso fin a la partida.
Negrote jugaba a la pelota con la
pequeña Selena. Era muy intuitivo, y siempre adivinaba la dirección
en la que la niña iba a lanzarla; desplegaba sus largas patas antes
incluso de que la pequeña hubiera terminado su
gesto.
Encantador, el enorme gato de Paneb,
contemplaba la escena, prudentemente instalado en una terraza, en
compañía de un pequeño mono verde que pocas veces permanecía quieto
más de unos segundos. Bestia Fea, la oca
guardiana, dormía a la sombra de un tejadillo, esperando la mezcla
de granos de cebada y de espelta que pronto le serviría Uabet la
Pura.
Observando al perro, Selena aprendía a descubrir el mundo del
instinto. Negrote le enseñaba el movimiento
adecuado en el momento adecuado, así como la pureza del gesto; así,
alimentaba su sensibilidad y percibía aún mejor las enseñanzas de
la mujer sabia.
De pronto, las orejas del perro se irguieron y salió a toda
velocidad hacia la puerta principal de la aldea.
Al verlo pasar, la esposa de Userhat el León comprendió de
inmediato que estaba a punto de producirse un acontecimiento
importante. Negrote no solía derrochar en
vano su energía.
El escultor en jefe fue avisado, y salió de su casa y previno
a sus colegas. En pocos minutos se armó un gran revuelo en el Lugar
de Verdad. Incluso el escriba de la Tumba salió de su despacho,
donde estaba redactando una nueva página de su Clave de los Sueños.
–¿A qué viene este alboroto? – se extrañó.
-Negrote ha corrido hacia la gran
puerta -respondió Renupe el Jovial.
–¿Y me molestáis por causa de un perro?
–¡El poder central tiene que responder a vuestra carta! –
recordó Ipuy el Examinador-. Estamos seguros de que Negrote ha presentido la llegada del
cartero.
–Volved a casa y…
–¡El cartero! – gritó Nakht el Poderoso-. ¡Todos a la gran
puerta!
–Si los perros comienzan a dictar la ley… -masculló
Kenhir.
Uputy entregó al escriba de la Tumba un papiro
sellado.
–Correo procedente del palacio real de Pi-Ramsés
-anunció.
Los artesanos se apartaron para dejar pasar a
Paneb.
–Leed -le pidió el maestro de obras a
Kenhir.
Con mano segura aún, el anciano escriba rompió el
sello.
–La reina Tausert estará muy pronto con nosotros para dirigir
los funerales del faraón Siptah. Que todo esté listo para la
ceremonia.
Méhy, corroído por la incertidumbre, había ido a cazar al
desierto del oeste. Matar a sus presas le calmaba los nervios y le
devolvía la lucidez que tanto necesitaría durante su encuentro con
la regente. Como responsable de su seguridad, intentaría sonsacarle
su última decisión, y entonces tendría que tomar partido, a su
favor o contra ella.
Si se convertía en un fiel servidor de Set-Nakht, por algún
tiempo al menos, le entregaría a la regente, preferentemente
muerta, para que no pudiera irse de la lengua. En cambio, si se
enrolaba en el bando de Tausert, tendría que convencerla de que
lanzase una ofensiva relámpago contra su enemigo, utilizando las
armas de que disponía.
Méhy aún no estaba satisfecho después de haber atravesado con
sus flechas varias liebres, un corzo y dos gacelas. Dueño de la
vida y de la muerte, el general fulminaba con su omnipotencia
aterrorizadas criaturas que no conseguían escapar de
él.
Entonces lo descubrió: un magnífico zorro del desierto,
provisto de una soberbia cola de color blanco y anaranjado. La
pequeña fiera, sintiéndose descubierta, se refugió bajo una piedra
plana, al pie de un montículo de arena.
Méhy sonrió.
Creyendo que estaba a cubierto, el zorro se había condenado a
muerte. Al general no le costaría en absoluto desplazar la piedra,
ampliar el cubil y alcanzar a su víctima en las profundidades de su
antro. Y le atravesaría el cuello antes de rematarlo con el
puñal.
Pero un detalle insólito le llamó la atención: una pluma de
avestruz rota.
Aquella estúpida ave no era rara en aquellos parajes, pero la
pluma tenía una particularidad: estaba pintada de vivos
colores.
El general excavó en la arena, y encontró los restos de un
fuego de campamento.
Sólo los libios solían llevar ese tipo de emblema, sujeto en
sus cabelleras, cuando partían a guerrear.
Exploradores procedentes de Libia se habían atrevido a
acercarse tanto a Tebas… Méhy debería haber acudido inmediatamente
al cuartel principal para iniciar una operación de peinado, pero
tal y como estaba la situación en el país, pensó que podría hacer
algo mejor. Pese al odio que sentía por Egipto, un libio se vendía
siempre al mejor postor; añadir algunos mercenarios sin fe ni ley a
su panoplia de guerreros aumentaría las posibilidades de victoria
de Méhy. Ciertamente, tomar contacto con aquellos combatientes, a
menudo ebrios o drogados, iba a ser especialmente delicado; pero el
general ya tenía un plan para evitar cualquier problema si
fracasaba en su intento.
Quedaba el zorro, que debía de pensar que su mediocre
artimaña le había salvado la vida.
Pero se equivocaba.
Méhy levantó la piedra, ensanchó el orificio del cubil, en el
que penetró con violencia la luz del día.
La pequeña fiera contempló a su asesino desde el fondo de su
escondrijo.
Méhy ya había visto antes aquella mirada. Estaba preñada de
una dignidad y un valor más fuertes que el miedo. Pero el cazador
era insensible a ella.
El general disparó, pero la flecha se clavó en la tierra, en
el lugar que unos segundos antes ocupaba el zorro.
Méhy, estupefacto, advirtió que el animal había excavado otro
túnel, más profundo, donde se había refugiado tras haberse
arriesgado a desafiar a su depredador.
El general, furioso, partió su arco.
–¡Ahí viene! – exclamó el centinela nubio.
Desde primeras horas de la mañana, no apartaba los ojos de la
pista que conducía al Lugar de Verdad.
Desde lo alto del primer fortín, agitó los brazos para avisar
a su colega del segundo fortín, que haría lo mismo con el
siguiente, y así sucesivamente hasta el quinto.
El jefe Sobek salió de su despacho vestido de gala. El día
anterior lo había peinado el peluquero; iba recién afeitado y
perfumado, con el torso cruzado por un tahalí y la corta espada al
cinto; se dirigió hacia la soberana.
Méhy había querido conducir personalmente el carro de
Tausert, pero la regente se había mostrado altanera, y el general
seguía sin conocer cuáles eran sus intenciones.
–Bienvenida al territorio del Lugar de Verdad, majestad
-declaró Sobek, inclinándose.
Soldados y policías se sentían fascinados por la prestancia
de la reina, que llevaba una larga túnica de un verde claro y un
collar y unos brazaletes de oro que brillaban al
sol.
–Dadas las circunstancias, debo acompañar a Su Majestad para
garantizar su seguridad -afirmó Méhy.
–Hasta la zona de los auxiliares, de acuerdo; pero sólo vos,
no vuestras tropas. Aquí yo me encargo de la seguridad de nuestros
huéspedes. Y ni vos ni yo penetraremos en el interior de la
aldea.
–Jefe Sobek, este reglamento no puede…
–Es el del Lugar de Verdad, general, y todos debemos
respetarlo -recordó la reina.
Méhy se vio obligado a obedecer.
Los policías nubios contemplaron, hechizados, a la soberana
mientras caminaba lentamente hacia la gran puerta de la
aldea.
–Podéis volver a vuestro carro -le dijo Sobek a
Méhy.
–Pero si debo…
–¡El reglamento, general, recordad el reglamento! Su Majestad
acaba de subrayar la necesidad de respetarlo. Ella es la reina de
esta aldea, así que, ¿qué riesgo puede correr?
–¡Ni siquiera sé cuánto tiempo piensa permanecer aquí la
regente!
–¿Qué importancia tiene eso? Vos y yo somos servidores de la
Corona. Cuando Su Majestad decida abandonar el Lugar de Verdad, os
lo haré saber.
Todos los aldeanos se habían reunido para formar un pasillo
de honor, y los niños más jóvenes habían ofrecido un ramo de flores
de loto a la reina, en cuanto dio sus primeros pasos por la calle
principal.
Los artesanos se habían puesto el taparrabos de ceremonia, e
incluso Kenhir, gracias a los atentos cuidados de Niut la Vigorosa,
mostraba una extraña elegancia.
El escriba de la Tumba, el maestro de obras y el jefe del
equipo de la izquierda se inclinaron ante la
regente.
–Majestad -dijo Kenhir-, esta aldea es la
vuestra.
–Residiré en el palacio de Ramsés el Grande hasta que
finalicen los funerales -anunció Tausert-. ¿Estáis preparados para
celebrar la ceremonia?
–Los sarcófagos ya han sido bajados a la morada de eternidad
del faraón Siptah -respondió Paneb-. La capilla de oro está
terminada, y el equipamiento funerario del difunto, a vuestra
disposición.
–De modo que realmente lo habéis conseguido…
–Los dioses nos han sido favorables, majestad, y hemos
respetado las enseñanzas de los Antiguos al actuar en la Morada del
Oro.
–La momia de Siptah será llevada mañana mismo al Valle de los
Reyes. Los dos equipos de artesanos, y sólo ellos, participarán en
el ritual y depositarán en la tumba los objetos que han
fabricado.
Aquella decisión preocupó a la pequeña comunidad. ¿Acaso no
significaba que Tausert había perdido todo poder y que su último
refugio sería el Lugar de Verdad?
–Cuando acaben los funerales seré coronada faraón en Karnak
-reveló con serenidad-, como «Amada por la diosa Mut» e «Hija de la
luz divina»; al mismo tiempo, en Pi-Ramsés, también Set-Nakht será
coronado. Al aceptar mi proposición de compartir la corona, ha
evitado sumir a las Dos Tierras en el caos.
Kenhir estaba atónito. ¿Cómo iba a sobrevivir Egipto en
aquellas condiciones?
–Mi decisión tal vez os sorprenda -prosiguió Tausert-, pero
preservar la paz era lo más importante. Set-Nakht me ha demostrado
que se preocupaba más por la felicidad de nuestro país que por su
ambición personal. Al sellar el pacto, dio su palabra de no actuar
sin mi conformidad. Hemos pasado de ser enemigos a ser aliados, por
el interés supremo del reino.
La grandeza de espíritu de la reina conmovía a Paneb. Por el
tono de su voz advirtió que ya se había desprendido de los
imperativos materiales del poder, para contemplar otros horizontes.
Pero seguía siendo la guardiana inflexible del ideal faraónico y
tal vez lograra, por sí sola, cercenar las pulsiones de un monarca
que corría el riesgo de colocar su reinado bajo la peligrosa
protección del dios Set.
–¿Deseáis una infusión, majestad? – preguntó
Kenhir.
–Más tarde… Primero deseo recogerme en el
templo.
Dos sacerdotisas, precedidas por Negrote, acompañaron a la reina mientras Niut la
Vigorosa se precipitaba hacia el pequeño palacio de Ramsés para
asegurarse de que ni una mota de polvo mancillara el lugar y de que
los aposentos estuvieran llenos de flores.
En el umbral del templo cubierto estaba Clara, superiora de
las sacerdotisas de Hator.
–La morada de la diosa esperaba vuestra llegada,
majestad.
–Vos y yo somos viudas, y fieles al único hombre al que hemos
amado, cuyo recuerdo no nos abandona ni un solo instante. Aquí, y
en ninguna otra parte, percibí el verdadero sentido del amor: una
total comunión de espíritu con el camino de Maat. Y el Lugar de
Verdad vive ese momento de gracia todos los días. Ramsés el Grande
tenía razón: nada es más importante que preservar su
existencia.
–Pongo este templo en manos de su verdadera superiora -dijo
Clara.
–Sois la mujer sabia y seguiréis celebrando los ritos. Tan
sólo me gustaría pediros algo: contemplar la Piedra de
Luz.
–La veréis esta misma noche, majestad.
–Por fin he obtenido la respuesta a la pregunta que me
obsesionaba desde hacía tanto tiempo: ¿por qué no lograbais
encontrar un emplazamiento para mi tumba en el Valle de las Reinas?
Porque, desde nuestro primer encuentro, sabíais que la cofradía,
antes o después, tendría que excavar y decorar la morada de
eternidad del faraón Tausert en el Valle de los Reyes. Y ese
momento ya ha llegado.
–Siento mucho importunaros tan pronto, majestad, pero debemos
examinar juntos muchos expedientes para que yo pueda adoptar
medidas concretas.
A Set-Nakht no le asustaba el trabajo. Abandonó, pues, su
abundante desayuno para sentarse ante el primer
ministro.
–Tengo excelentes noticias -prosiguió Hori-. Tebas ha
celebrado con entusiasmo la coronación del faraón Tausert, que se
instaló en palacio tras los funerales del rey Siptah. Aquí tengo el
programa de las grandes obras que se deben realizar, especialmente
las del Delta que, sin duda, vos supervisaréis con mucha
atención.
–Creía que ibais a dimitir si yo tomaba la cabeza del
Estado…
–Como os prometí, majestad, sigo siendo fiel a la reina
Tausert. También ella se encarga de gobernar las Dos Tierras y
sigo, pues, sirviéndola… sin dejar de recordaros vuestros
compromisos.
Si el rey se hubiera entregado al furor de Set, de buena gana
hubiera aplastado al insolente visir. Set-Nakht no confiaba en
nadie, salvo en su primogénito. El tal Hori era honesto e
intransigente, y Set-Nakht había pensado en varios cortesanos para
sustituirlo, pero ninguno sería capaz de
realizar su trabajo con tanta competencia.
Una vez más, Tausert había acertado al nombrar a aquel visir
y al presentir que Set-Nakht no iba a despedirlo.
–Tengo la sensación de que debemos trabajar
juntos…
–Me alegro mucho, majestad. Voy, pues, a exponeros varios
problemas, a escuchar vuestras soluciones y a solicitar la opinión
de la reina-faraón Tausert que, sin duda alguna, buscará siempre un
terreno de entendimiento. Con un mínimo de buena voluntad y mucha
paciencia, tendríamos que obtener excelentes
resultados.
–¿Cómo os encontráis, padre mío?
–Estoy agotado y encantado -respondió Set-Nakht a su hijo
mayor-. Agotado porque el visir Hori no me deja un solo día de
descanso. Encantado, porque me escucha con atención y no se opone
sistemáticamente a mis decisiones. Sin embargo…
–Sin embargo, él es los ojos y los oídos de Tausert en la
capital y os impide actuar a vuestra guisa.
–No es posible decirlo más claro, hijo mío.
–Y como esta situación os incomoda, habéis pensado consultar
conmigo para que yo os dé una solución.
–¿Acaso me lees el pensamiento?
–Conozco vuestro carácter y sé que compartir el poder no os
conviene en absoluto.
–¿Ya quién le convendría?
–¿Cuál es vuestra solución?
–¿Acaso no la imaginas?
–Me temo que sí, padre. Destituir a Hori y sustituirlo por un
hombre de paja sería un grave error. Ese visir es un hombre
respetado y respetable cuya gestión no es criticada por
nadie.
–¡Es la sombra gris de Tausert!
–Y qué importa eso si habéis establecido con ella un pacto y
respetaréis vuestra palabra. El acuerdo es un buen acuerdo, padre;
no intentéis romperlo.
Set-Nakht respiró, aliviado.
El consejo de su primogénito era exactamente el que estaba
esperando y lo nombraría, pues, como estaba previsto, comandante en
jefe de los ejércitos egipcios.
El banquete ofrecido por Méhy en honor de Tausert, que
acababa de instalarse en el palacio situado junto a Karnak, había
deslumbrado incluso a los más hastiados. La reina-faraón sólo había
asistido a los festejos durante unos minutos, el tiempo necesario
para recibir el homenaje de los dignatarios tebanos, pero su breve
aparición había bastado para seducirlos hasta convertirlos en unos
partidarios incondicionales.
–¡Qué mujer! – dijo el alcalde al general-, ¡y qué
inteligencia política! No me sorprenderá en absoluto que Tausert
consiga reducir progresivamente las prerrogativas de Set-Nakht y
reconquistar el conjunto del territorio.
–¿No habréis sucumbido a los encantos de nuestra
soberana?
–¿Y quién no? Un faraón que establece su residencia en Tebas,
¡qué honor para nuestra ciudad! Pi-Ramsés pierde, así, un poco de
su soberbia. Pero tenéis mala cara, Méhy…
–Sólo estoy algo cansado.
–¡Tendríais que descansar más! El mando de nuestras tropas,
la administración de la orilla oeste, vuestra incesante labor para
mantener la prosperidad de nuestra provincia… Tanta abnegación por
el bien público os valen la admiración general, pero deberíais
pensar un poco en vos mismo.
–Tranquilizaos, estoy bien.
–No temáis: los notables se deshacen en elogios hacia vos, y
la reina os confirmará en vuestras funciones. Yo mismo he elogiado
vuestras cualidades de estadista.
–Os lo agradezco.
–¡Era lo mínimo que podía hacer, Méhy! Escuchad mi consejo y
cuidaos.
El general esbozó una crispada sonrisa. En cuanto el alcalde
se alejó para verter su chorro de melosas palabras en otros oídos,
Méhy abandonó la sala de recepción, donde la embriaguez se había
apoderado de la mayoría de los invitados. Tras unas jornadas de
angustia, los ricos tebanos podían relajarse por fin. Como Tausert
les había prometido, el nuevo régimen no modificaría las jerarquías
vigentes.
Méhy, que estaba hecho un manojo de nervios, bebió un trago
de licor de dátiles que le abrasó la garganta. El cansancio… Le
importaba un pimiento cuando sentía que estaba atrapado, como una
de sus presas, por las que no sentía compasión alguna. Hasta el
momento, había sido el dueño indiscutible de la región, pero ahora
debía someterse a la voluntad de la reina-faraón, que evidentemente
no tenía intención de cederle ni una onza de soberanía. Cuando
terminaron los funerales de Siptah, Tausert había abandonado el
Lugar de Verdad para instalarse en la orilla este donde, en la gran
sala de audiencias del palacio que antaño había usado Ramsés el
Grande, había convocado a las diez personalidades tebanas más
influyentes, a cuya cabeza figuraba Méhy.
El discurso había sido breve y claro: la reina-faraón
pretendía supervisar todos los sectores de actividad, incluido el
ejército. Méhy se había visto obligado a permitir que inspeccionara
de inmediato el cuartel principal, donde la reina había hablado con
los oficiales superiores antes de presenciar unas maniobras de los
carros y la infantería.
El general, profundamente humillado, tuvo que comportarse
como un leal servidor de Su Majestad que, en adelante, sería la
única que diera unas órdenes que Méhy tendría que acatar sin
discusión.
–¿Piensas en esa maldita reina, dulce amor mío? – murmuró
Serketa, acariciándole la mejilla.
–No tardará en meter las narices en los archivos del Tesoro y
controlar mis actividades… Al menor tropiezo, las babosas como el
alcalde no vacilarán ni un instante en llenarme de
babas.
–Siempre que yo les dé tiempo, tierno león
mío.
–¡No hagas nada sin mi permiso! – ordenó el
general.
–¿No deberíamos pensar en acabar con esa
tigresa?
Méhy tomó a su esposa por la cintura y la estrechó contra
sí.
–Tal vez, palomita mía, tal vez… Pero cuando yo lo decida.
¿Está claro?
–¿No sería mejor hacerlo lo antes posible?
–Espero que la ofensiva de Tausert sólo sea un farol para
deslumbrar a los cortesanos, y que muy pronto se limitará a llevar
una vida tranquila que yo me esforzaré en procurarle. ¿Por qué no
va a concederme su confianza, como los demás?
–Porque es faraón y, además, una mujer de poder. Desconfía de
ella, es una adversaria temible.
Méhy se tomó muy en serio la advertencia de
Serketa.
–Si es necesario, intervendremos antes de que pueda
comprender cómo me aprovecho de Tebas.
Serketa estaba encantada, y ya imaginaba el delicioso momento
en el que tendría el placer de asesinar a un
faraón.
–¿Ha llegado Daktair?
–Te está esperando en tu despacho.
Aquel hombrecillo gordo y barbudo no podía estarse quieto.
Cuando vio aparecer a Méhy, dio rienda suelta a su
cólera.
–¡Por fin! ¿Por qué no he sido invitado a esa recepción y por
qué me han hecho entrar con la cabeza encapuchada?
–Porque esta entrevista debe ser secreta.
La animosidad de Daktair cesó de pronto. La actitud de Méhy
significaba que el general había decidido recuperar la
iniciativa.
–¿Acaso necesitáis mis servicios? – preguntó el sabio, con
voz almibarada.
–Descubrí un campamento libio en el desierto del
oeste.
Daktair palideció.
–¡Libio! ¿Acaso piensan… atacar Tebas?
–Se trata tan sólo de exploradores, pero hacía mucho tiempo
que no se atrevían a acercarse tanto.
–Supongo que habréis enviado un destacamento para
interceptarlos.
–Tausert me crea muchos problemas y tal vez necesite nuevos
aliados.
–¡Aliados libios…! ¡Pero si son los eternos enemigos de
Egipto!
–Todo depende de las circunstancias, mi querido Daktair.
Partirás con algunos policías del desierto que conocen
perfectamente la región e interceptaréis a los
exploradores.
–¡Los policías los matarán!
–Mis órdenes serán estrictas y tú te encargarás de velar por
su escrupulosa ejecución: primero interrogarlos, y luego
entregarles un mensaje de mi parte.
El sabio quedó estupefacto.
–Dicho de otro modo… ¡Liberaremos a unos prisioneros libios!
Los policías no lo aceptarán nunca.
–Las órdenes son las órdenes… Y también tú tendrás las
tuyas.
El general reveló a Daktair lo que esperaba de
él.
–El riesgo es enorme…
–No tienes elección, amigo mío.
La gélida mirada de Méhy disuadió al sabio de
protestar.
–Consíguelo, Daktair. De lo contrario, estarás
acabado.
Ningún profano habría podido descifrar las indicaciones en
codos y las plantillas de proporciones que utilizaba el arquitecto
para dar vida al templo. Los primeros bloques, que habían sido
encargados a las canteras en cuanto se anunció la coronación de
Tausert, llegaban a la obra, tallados de forma irregular para que
su poder no se perdiera durante el ensamblado, pues la simetría
hubiera engendrado la uniformidad y la muerte. Fueron colocados
sobre narrias y balancines de gran tamaño, que facilitarían el
transporte y ¡a colocación, y fueron examinados uno a uno. El
maestro de obras rechazó tres de ellos.
–¿Has preparado el mortero? – preguntó Paneb a
Hay.
–Hemos elegido un excelente yeso que ha reaccionado muy bien
a la cocción, y nuestras junturas horizontales serán de poco
grosor. Las pruebas de lubrificante para el deslizamiento de los
troncos han sido satisfactorias.
Hay posó la mano, amorosamente, en una de las piedras
destinadas a la primera hilada.
–Ese gres vibra de un modo armonioso -estimó-; construiremos
gruesos muros sin olvidar darles el fruto que asegure la
circulación de la savia mineral.
Paneb excavó personalmente la primera cola de milano gracias
a la que dos bloques se unirían para siempre. Hay la llenó con un
trozo de rama de acacia, luego repartió el trabajo entre los
artesanos del equipo de la izquierda y cada cual puso su marca en
las piedras que trabajaría.
Cuando Paneb oyó que los artesanos silbaban los primeros
compases de la canción que celebraba la belleza de la obra, supo
que los trabajos se desarrollarían sin incidentes.
Los guardias del palacio real parecían casi enclenques al
lado del maestro de obras del Lugar de Verdad. Su capitán se hizo,
pues, acompañar por seis hombres para conducir al coloso hasta el
gran despacho donde Tausert había trabajado durante toda la mañana
en compañía de los responsables de la irrigación.
La reina-faraón disipó su fatiga perfumándose y bebiendo una
copa de leche fresca con cilantro antes de recibir a
Paneb.
–La construcción de vuestro templo de millones de años ha
empezado, majestad. La entrega de los últimos bloques de gres se
realizará antes del fin de semana, y podréis consagrar el naos en
menos de dos meses. A partir de ese instante, el santuario estará
en actividad y los ritualistas oficiarán allí, cada mañana, en
vuestro nombre.
–¡Excelentes noticias, maestro de obras!
–Queda por emprender lo más difícil,
majestad.
–Te refieres a mi morada de eternidad… ¿Qué emplazamiento me
propones?
Paneb sintió cierta aprensión al desvelar su proyecto, por
miedo a decepcionar a la soberana.
Y Tausert no podía confesarle que ella misma era presa de la
inquietud. ¿En qué lugar del Valle deseaba la cofradía abrir el
crisol alquímico en el que resucitaría su alma de
faraón?
–¿No sería preferible que lo descubrierais en el propio
paraje, majestad?
Los guardias nubios se apartaron ante Tausert y el maestro de
obras, que penetraron en silencio en el Valle de los Reyes,
sobrevolado por una pareja de halcones peregrinos. El calor era
intenso, los acantilados brillaban con una luz
cegadora.
Paneb, que iba delante de la soberana, pasó junto a la tumba
de Ramsés el Grande, dejó a su derecha la de su hijo Merenptah y a
su izquierda la de Amenmés, antes de tomar el sendero que llevaba
hacia el sur y bifurcar, luego, hacia el oeste.
El maestro de obras no se detuvo ante la morada de eternidad
de Siptah, situada casi enfrente de la del canciller Bay.
Prosiguiendo hacia el sur, se paró un poco antes de llegar a la
tumba del primero de los Tutmosis, en cuyas proximidades se había
excavado la de Seti II.
–He aquí el emplazamiento elegido por la mujer sabia -declaró
Paneb-. Según Fened la Nariz y yo mismo, es
excelente.
–El centro de un triángulo cuya base está formada por Bay y
Siptah y cuyo vértice es ocupado por mi esposo difunto… ¿Es ésa la
razón por la que lo habéis elegido?
–La roca es pura y responde bien al cincel. Excavaremos a
gran profundidad sin demasiadas dificultades.
Tausert tocó el acantilado.
–¡Será aquí, pues!
–Si place a vuestra majestad.
–El lugar es magnífico, Paneb.
El maestro de obras sintió que Tausert necesitaba meditar, a
solas, ante aquella roca no violada aún, donde su alma residiría
por toda la eternidad. Se apartó, pues, para contemplarla, inmóvil
bajo el sol e indiferente a sus dentelladas. Y el maestro de obras
supo que la reina-faraón y él habían nacido de un mismo
fuego.
El tiempo se detuvo, el espíritu del Valle de los Reyes
penetró en el corazón de Tausert e hizo de una mujer y una reina un
faraón de Egipto.
–Paneb…
El coloso se aproximó.
–¿Cuándo iniciarás los trabajos?
–Sólo esperaba vuestra conformidad.
–Muéstrame el plan previsto.
El maestro de obras lo trazó en la arena. Aquel simple gesto
le recordó su adolescencia y su insaciable deseo de dibujar la vida
y sus secretos.
–Pero… ¡Has previsto una tumba inmensa!
–No sólo inmensa, también decorada con pinturas
inéditas.
–¿No será un trabajo demasiado ambicioso?
–La cofradía está formada por artesanos lo bastante expertos
para llevarlo a cabo.
El soberbio rostro de Tausert se
ensombreció.
–No creo que el destino me conceda un largo reinado… y estoy
impaciente por ir junto a Seti.
Paneb, conmovido, no consiguió pronunciar unas palabras
insípidas que la soberana ni siquiera hubiera
escuchado.
–Majestad…
–Te escucho, maestro de obras.
–La cofradía dará lo mejor de sí misma, y yo pintaré día y
noche. Trabajaremos sin cesar para realizar este
proyecto.
Tausert sonrió con gravedad.
–Confío en ti, Paneb.
Al coloso le hubiera gustado pronunciar otras palabras, pero
los dioses no se lo permitían. Todo lo que podría obtener de
aquella mujer sublime sería esa mirada de pureza más ardiente que
las brasas.
Méhy y Serketa organizaban banquete tras banquete, para poder
entrevistarse en privado con los principales notables de la
provincia tebana. El general había advertido que su prestigio
seguía intacto, aunque nadie discutiera la autoridad de la
reina-faraón.
Pero Tausert no tardaría en identificar a los miembros de la
red de Méhy y en comprender cómo los utilizaba para mantener su
dominio sobre la ciudad del dios Amón. A cambio de su fidelidad,
éstos habían exigido más privilegios, y el general se había visto
obligado a concedérselos.
Mientras él se hacía mala sangre, Serketa desplegaba sus
encantos ante el guardián de los archivos del Tesoro, un
funcionario obtuso y venal, aficionado a las mujeres hermosas e
inaccesibles. La esposa del general era demasiado exuberante para
su gusto, pero de buena gana dejaba que sus ojos se posaran en sus
apetitosas curvas. Y cuando Serketa adoptaba su tono de niña boba,
él sentía que lo dominaban extrañas pulsiones.
–¿Habéis probado ese vino blanco, querido amigo? – preguntó
Méhy, acercándose a la pareja.
–Me temo que ya he bebido demasiado…
–Ni hablar, hay que saber gozar de los placeres de la vida
-afirmó el general, sirviendo generosamente a su
huésped.
–Nuestro amigo es encantador -susurró Serketa-. ¡Y es tan
divertido!
–Me halagáis, dama Serketa.
–Para seros franca, muchos altos funcionarios no son
precisamente demasiado ocurrentes. Vos sois tan distinto… Estoy
convencida de que mi marido no tardará en obtener un ascenso para
vos.
–Excelente idea -aprobó el general-. ¿Qué os parecería un
puesto de subdirector en la administración central de la orilla
oeste?
El guardián de los archivos se quedó gratamente
sorprendido.
–Sería… Es…
–Con una remuneración doble, claro está.
–No sé yo si sabré estar a la altura…
–No os preocupéis por eso. Sólo hay que cumplir una pequeña
condición: sacar de los archivos los papiros contables que hay en
esta lista y traérmelos mañana por la mañana.
El funcionario dio un respingo.
–No puedo hacer eso, yo…
Serketa se colgó de su brazo.
–Sois tan amable, ¿no haríais eso por
nosotros?
–Me debéis vuestro puesto -recordó Méhy-, y me deberéis
vuestro ascenso. ¿Puedo contar con vos, sí o no?
La gélida mirada del general petrificó al guardián de los
archivos.
–Sí, sí… Claro que podéis.
A pesar del fresco matinal, el hombre sudaba
profusamente.
–Siéntate -le dijo el general, cerrando la
puerta.
–No hace falta… Os lo he traído todo.
–Muéstramelo.
El funcionario abrió un cesto cuadrado, del que sacó cinco
papiros que Méhy examinó uno a uno. Si hubieran caído en manos de
Tausert, habría podido comprender que, desde hacía varios años, el
general desviaba fondos públicos en su propio beneficio.
Ciertamente, había que poseer profundos conocimientos de
contabilidad y tener el olfato de un perro de caza, pero sería
mejor no correr ningún riesgo.
–He borrado el número de estos papiros de la lista general
-añadió el guardián de los archivos, al que le temblaban las
manos-. Ahora es como si nunca hubieran existido.
–Perfecto, amigo mío.
–¿Y… mi nuevo cargo?
–El mes que viene apoyaré tu candidatura y entrarás en
funciones poco después. Permíteme que te envíe unos vasos cretenses
de colores que te encantarán.
–¡Es demasiado, realmente demasiado!
–Nunca es demasiado para los amigos. No dudes de que has
tomado la decisión adecuada.
Gracias a su nuevo salario, el ex guardián de los archivos
del Tesoro cambiaría primero de casa y, luego, emprendería la
conquista de una mujer agradable que no sabría resistirse a sus
atractivos.
Había estudiado demasiados documentos contables, y el
funcionario ya no creía en los sentimientos, pero tenía plena
confianza en el irresistible poder de las cifras.
Contempló con desdén su casita de dos pisos, en el arrabal
norte de Tebas. ¿Cómo era posible que él, que era apto para tan
altas funciones, pudiera haberse conformado, durante tanto tiempo,
con tan poco? ¡Y aquel minúsculo jardín, poblado por dos viejas
palmeras, no era realmente digno de un hombre de su
condición!
Muy pronto descansaría a la sombra de los magníficos árboles
plantados a orillas de su estanque privado.
Una mujer que agachaba humildemente la cabeza se presentó
ante él.
–Unos valiosos vasos… ¿Son para vos?
–¡Claro que sí! Deja en seguida tu cesto en esa
mesita.
Impaciente por descubrir el pequeño tesoro que Méhy le
regalaba, el funcionario desató el cordel y levantó la
tapa.
Enfurecida por la larga reclusión, una víbora negra dio un
salto para morder a su víctima en el cuello.
El infeliz se llevó las manos a la herida,
aterrorizado.
–¡Un médico, pronto!
–Es inútil -afirmó Serketa, a quien el funcionario apenas
reconoció, pues iba muy bien maquillada-. En menos de tres minutos
estarás muerto.
–¡Ayudadme, os lo suplico!
–El general sabía que no lograrías dominar tu lengua… Te dejo
con la víbora. Yo me llevaré los vasos.
Serketa escapó del funcionario, cuyos desordenados
movimientos sólo consiguieron precipitar la difusión del veneno en
su sangre.
Mientras asistía a la rápida agonía, la asesina pensó que,
gracias a la desaparición de los documentos comprometedores, el
general ya estaba a salvo; pero Tausert proseguiría su
investigación y acabaría dándose cuenta de
que Méhy reinaba sobre Tebas por medio de la corrupción y las
amenazas.
Antes de que atacase a su marido, Serketa ya habría acabado
con ella.
Reunidos en su local, recién pintado, los artesanos del
equipo de la derecha habían escuchado con atención el breve
discurso de Paneb el Ardiente.
Karo el Huraño, indignado, se expresó con
vehemencia.
–¿No nos habías prometido que respetarías los horarios de
trabajo habituales y que no suprimirías ningún día de descanso? ¡Y
ahora nos exiges que realicemos trabajos forzados para que
terminemos lo antes posible la morada de eternidad de
Tausert!
–No reniego de mis compromisos -aceptó el maestro de obras-,
y no tengo la intención de contrariar vuestra
voluntad.
–Si nos negamos, no podrás excavar y decorar la tumba tú solo
-supuso Pai el Pedazo de Pan.
–Pues será necesario, si ninguno de vosotros acepta
esforzarse un poco más de lo habitual.
–¿Cuáles son las verdaderas razones de tu actitud? – preguntó
Ched el Salvador, esbozando una irónica sonrisa.
–Puesto que estamos hablando protegidos por el sello del
secreto, sabed que el reinado de Tausert puede ser breve y que ella
espera excelencia y rapidez de nuestra cofradía, que le den, a la
vez, un templo de millones de años y una morada de
eternidad.
–¿Y por qué construirla tan vasta? – preguntó Gau el
Preciso-. La tumba del primero de los Ramsés, que ocupó el trono
durante menos de dos años, es pequeña aunque
espléndida.
–Las dimensiones de las tumbas reales no dependen de la
longitud de los reinados -repuso Paneb-. Tras tantos años de
experiencia, todos sois expertos en vuestro oficio, y sois capaces
de llevar a cabo una obra de ese tamaño.
–¿De dónde sacas tus informaciones? – inquirió Unesh el
Chacal.
–Es un simple presentimiento de la propia
Tausert.
–¿Y qué dice la mujer sabia? – preguntó Fened la
Nariz.
–Nada.
–Mala señal -advirtió Ipuy el Examinador.
–¡El proyecto del maestro de obras me parece exaltante! –
declaró Nakht el Poderoso-. Hemos trabajado mucho para el exterior
durante los últimos meses y ya es hora de que nos consagremos a lo
esencial.
–¿Acaso lo más divertido no es intentar lo imposible? –
sugirió Ched el Salvador-. Disponer de un largo plazo de tiempo
para crear una tumba como la de Siptah no nos permitió recurrir a
nuestras reservas y exigir de nuestras manos lo que no habían dado
aún. No tengo la energía ni la salud de Paneb, pero participaré en
la aventura tan intensamente como mis fuerzas me lo
permitan.
–Seremos dos, por lo menos -precisó Didia el Generoso, con
calma.
–Basta ya de cháchara -interrumpió Thuty el Sabio-: ¿quién se
opone al maestro de obras?
–¡Bah! – exclamó Karo el Huraño-. Aquí nunca hay modo de
discutir… En vez de estar perdiendo el tiempo, sería mejor que nos
dispusiéramos a partir hacia el Valle de los
Reyes.
Serketa había dormido hasta mediodía, colmada por el
asesinato que acababa de cometer. Pero su beatitud había
desaparecido brutalmente cuando, al contemplarse en un espejo,
había descubierto, horrorizada, una pequeña arruga en la comisura
de los labios.
Inmediatamente llamó a su camarera y a su peluquera,
profiriendo estridentes gritos, para que le llevaran cremas y
ungüentos.
–¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que esta monstruosidad me
desfigure el rostro! ¡Y llamad de inmediato a mi
médico!
Una vez maquillada, Serketa se sintió algo aliviada. Su
intendente le dirigió la palabra con deferencia.
–Un visitante os está esperando desde primeras horas de la
mañana, dama Serketa.
–¿Cómo se llama?
–Se ha negado a decírmelo. He intentado despedirle pero dice
que debe entregaros un mensaje importante. Y en esas
circunstancias, sólo vuestra decisión…
–¿Cómo es?
–Talla mediana, grueso, cabeza redonda, pelo
negro…
–Instálalo en el quiosco y dile que voy en
seguida.
El intendente no se había atrevido a decirle que el
visitante, de aspecto vulgar, se parecía mucho al general Méhy.
Serketa, sin embargo, estaba convencida de que se trataba de
Tran-Bel, el pequeño mercader de muebles que bailaba al son que
ella tocaba.
La esposa del general comprobó su maquillaje antes de
reunirse con un huésped tan inesperado como
indeseable.
Lamentablemente, se trataba en efecto
del mercader, con su falsa sonrisa y sus aires
hipócritas.
–¿Qué mosca te ha picado, Tran-Bel? ¡No te autoricé a venir a
molestarme a mi casa!
–Perdonad mi insolencia, dama Serketa, pero era urgente.
Espero que nadie pueda oírnos.
–Nadie.
–En Tebas circulan innumerables rumores… Es difícil discernir
lo cierto de lo falso, pero no cabe duda de que la reina Tausert se
comporta como un verdadero faraón y que la posición de vuestro
marido se ve por ello… debilitada. Ahora bien, vos y yo estamos muy
unidos.
–¿De dónde sacas tú eso?
–Recordadlo, dama Serketa… Uno de los artesanos del Lugar de
Verdad es uno de vuestros íntimos amigos, y yo conozco a ese
artesano. ¿No valdría mucho oro una información como ésa, si se la
vendiera a Tausert?
De los ojos de Serketa salieron chispas.
–¡Oh, ya sé lo que estáis pensando! Sobre todo, no lo
intentéis, pues he tomado mis precauciones. Además, tengo confianza
en vos y estoy convencido de que el general Méhy tiene un gran
porvenir.
«El bueno de Tran-Bel resulta molesto y, si desapareciese, ni
mi marido ni yo lo íbamos a lamentar.» -¿Qué
quieres?
–Primero, el precio de mi silencio; luego, ser socio de uno
de vuestros negocios. Uno de los mejores, claro
está.
Serketa contempló durante largo rato al
mercader.
–De acuerdo -decidió finalmente.