Una hora antes del inicio de la audiencia preliminar, su
padre expiró. Su hija le había tranquilizado diciéndole que Nefer
no tenía nada que reprocharse y que la justicia acabaría
triunfando.
–Debo encargarme de los funerales -le dijo a
Ardiente.
–No, ve al tribunal; tu marido necesitará que estés junto a
él. Yo me encargaré de todo.
–No puedo aceptarlo, yo…
–Confía en mí, Clara. Tu lugar está junto a tu
marido.
–No sabes a quién dirigirte, tú…
–No te preocupes. Durante una prueba tan atroz es cuando se
reconoce a los verdaderos amigos. Quería salvar a Silencioso
derribando los muros de su prisión, pero es imposible. Sólo tú
puedes apoyarle y yo debo ayudarte. Si tu padre era un hombre
justo, nada tiene que temer del tribunal de Osiris, mientras que tu
marido puede sufrir un infierno por culpa del de los
vivos.
Las palabras del joven coloso eran duras, pero devolvieron el
valor a Clara. No tenía tiempo de compadecerse de sí misma y no le
quedaba más alternativa que seguir luchando, aunque sus armas
fueran irrisorias.
–¿Yo, jurado?
–Mi querido Méhy, vuestra designación ha sido aprobada por el
visir -reveló el alcalde de Tebas-. Era necesario un oficial y he
pensado de inmediato en vos.
–Es una gran responsabilidad.
–Lo sé, lo sé… Pero no será la última. Cuando este molesto
proceso haya terminado, me gustaría confiaros algunas tareas
importantes. Mis administradores envejecen, necesito gente
joven.
–Como ya os dije, estoy a vuestra entera
disposición.
–Perfecto, Méhy. ¿Y… vuestro suegro?
–Su salud se degrada.
–Es muy molesto… ¿Habéis puesto en marcha un sistema de
vigilancia?
–Sí, tal y como convinimos. Todos son hombres de una
discreción ejemplar que sólo intervendrán en caso de absoluta
necesidad.
–¿Qué opina el médico?
–Es una enfermedad que conoce pero que no puede
curar.
–Enojoso, realmente enojoso… Con respecto a la audiencia
preliminar, el visir ha ordenado que se celebre en la orilla oeste,
ante la puerta del templo de millones de años de Seti, el padre de
Ramsés. Aquí, en la orilla este, temía una excesiva afluencia de
curiosos. Un cordón policial impedirá que el público se acerque y
garantizará la serenidad del tribunal de justicia.
Esta modificación de última hora disgustó a Méhy, pero en
nada cambiaría el resultado de los debates. Nefer el Silencioso
sería el chivo expiatorio y arrastraría a la cofradía en su
caída.
La delegación del Lugar de Verdad estaba formada por el viejo
escriba Ramosis, el escriba de la Tumba, Kenhir, y el jefe de
equipo, Neb el Cumplido. Todos los habitantes de la aldea habían
deseado organizarse en procesión para acudir al tribunal, pero
Ramosis había desaconsejado ese alarde, que podía disgustar a los
magistrados y perjudicar al acusado.
–¿No puedes solicitar audiencia a Ramsés? – le preguntó el
jefe de equipo a Ramosis.
–Sería inútil, el faraón debe dejar que la justicia actúe.
Como escriba de Maat, yo garantizo la rectitud de la
cofradía.
–¡Podríamos exigir ver al visir!
–También sería inútil. Ahora, la suerte de Nefer está en
manos del tribunal.
–¿Y si se equivoca?
–Si no hay pruebas o son inconsistentes, Kenhir y yo mismo
exigiremos la absolución.
Neb el Cumplido no compartía el optimismo de Ramosis. Sólo
confiaba en el tribunal del Lugar de Verdad, donde la corrupción no
tenía cabida.
–Estoy convencido de que Nefer es inocente y de que intentan
perjudicarnos -afirmó Kenhir.
–Ramsés el Grande nos protege -repuso Ramosis-. La obra del
Lugar de Verdad es vital para la supervivencia de
Egipto.
–De todos modos, ocurre algo anormal, como si un monstruo
apostado en las tinieblas hubiera decidido salir de ellas para
sembrar el mal.
–Si es así, sabremos resistirlo.
–¡Primero habrá que identificarlo! Si nos ataca por la
espalda, estaremos muertos antes de haber empezado a
combatir.
El decano de los jueces de Tebas declaró abierta la audiencia
preliminar referente al caso de Nefer, servidor del Lugar de
Verdad, acusado de asesinar a un policía perteneciente al equipo
nocturno encargado de vigilar el Valle de los
Reyes.
–Con la protección de Maat y en su nombre -declaró el
decano-, solicito a esta asamblea que considere los hechos y nada
más que los hechos.
Estaban presentes los jurados que tendrían que pronunciar un
veredicto durante el proceso, la delegación del Lugar de Verdad y
Clara, la esposa del acusado, que se mantenía a la izquierda del
decano. Nefer estaba custodiado por dos soldados, armados con un
garrote y un puñal.
Parecía tranquilo, casi indiferente, y cuando su mirada
encontró la de su esposa, sintió que estaba dispuesto a afrontar la
prueba. Con su presencia, ella le transmitía una energía que
fortalecía su serenidad.
–¿Eres Nefer el Silencioso? – preguntó el presidente del
tribunal.
–Sí, soy yo.
–¿Reconoces haber cometido un crimen?
–Soy inocente del crimen del que se me
acusa.
–¿Te atreverías a jurarlo?
–En el nombre del faraón, lo juro.
Un largo silencio sucedió a este juramento, cuya importancia
todos percibieron. Méhy estaba encantado; tras semejante
declaración, Nefer, reconocido como perjuro, no escaparía a la pena
de muerte.
–La acusación tiene la palabra.
El jefe Sobek se adelantó y recordó los hechos. Deploró la
rapidez de su propia investigación y sus apresuradas conclusiones,
y comunicó al tribunal la existencia de la carta anónima, que
acusaba a Nefer. A partir de aquella revelación, había reflexionado
y decidido que, en efecto, Nefer era un culpable plausible, tanto
más cuanto no disponía de coartada alguna para la noche del crimen.
Educado en la aldea de los artesanos, había oído hablar
forzosamente de las riquezas del Valle de los Reyes y había
concebido el insensato proyecto de apoderarse de ellas. Sorprendido
por un guardia cuando intentaba descubrir un itinerario para
penetrar en el dominio prohibido, no había tenido otra alternativa
que matar. Con el espíritu calculador que le caracterizaba, Nefer
se había refugiado luego en la aldea, donde la policía no tenía
derecho a entrar.
–Esta grave acusación sólo se apoya en un documento anónimo
-observó el decano.
–Es evidente que ha sido escrita por un artesano lleno de
remordimientos y que desea que salga a relucir la verdad -respondió
Sobek-. Además, los hechos se encadenan de un modo
implacable.
El decano se dirigió a Nefer.
–¿Dónde estabas la noche del crimen?
–No lo recuerdo.
–¿Por qué regresaste a la aldea?
–Porque escuché la llamada.
El administrador de la orilla oeste pidió la
palabra.
–¡La defensa de Nefer es irrisoria! Este muchacho es un
aventurero dotado de temible sangre fría y capaz de lo peor. Que
comparezca ante un jurado que le condene por asesino y
perjuro.
–No tenemos ninguna prueba concluyente -estimó el
decano.
–Tal vez sí -objetó Sobek-. Uno de mis hombres, que aquella
noche patrullaba por el lugar del crimen, recuerda haber divisado a
un merodeador.
Hicieron comparecer al policía que, impresionado por el
decano y los jurados, tuvo muchas dificultades para expresarse,
pero acabó admitiendo que creía haber reconocido al
acusado.
El decano ya no tenía elección.
–Decido pues…
–Un momento.
–¿Quién osa interrumpirme?
Una mujer de edad avanzada, delgada, con unos magníficos
cabellos blancos, se presentó ante el presidente del
tribunal.
–Nefer el Silencioso es inocente.
–¿Quién eres tú?
–La mujer sabia del Lugar de Verdad.
Al presidente del tribunal le costó encontrar las
palabras.
–¿Cómo… Cómo podéis ser tan rotunda?
–He estado observando a Nefer el Silencioso desde que llegó a
la aldea. No es un criminal.
–Vuestra opinión no es desdeñable -estimó el decano con
prudencia-, pero si pudiéramos tener una prueba…
–¿Si se demostrara que Nefer no podía hallarse en la orilla
oeste la noche del crimen, sería absuelto
definitivamente?
–Claro, pero él mismo es incapaz de recordar el lugar donde
se hallaba en aquel momento.
La mujer sabia se aproximó al muchacho, que admiró la
profundidad y la belleza de su mirada.
–Dame tu mano izquierda.
Nefer se la dio, y ella la estrechó entre las suyas. Un calor
suave e intenso a la vez penetró en la palma del joven, ascendió
por su brazo e invadió su cabeza.
–Cierra los ojos y recuerda.
El alma-pájaro de Nefer emprendió un soberbio viaje, volando
por encima del Nilo y de los barcos impelidos por el viento. Luego
se vio irresistiblemente atraída por un palmeral donde se
acurrucaba una pequeña aldea cercana a Asuán, la Orilla feliz,
donde unos niños jugaban con un pequeño mono
verde.
–Sí -murmuró-, aquella noche dormí en el lindero de esa
aldea, envuelto en mi estera. Estaba fatigado y taciturno,
prisionero de mi vagabundeo, sin apego alguno por el mundo
exterior… Pero estaba allí, en la Orilla feliz, donde brillaba la
luna llena.
Nefer abrió los ojos, la mujer sabia se alejó y se dirigió de
nuevo al presidente del tribunal.
–Pedid al jefe Sobek que se dirija de inmediato al lugar e
interrogue a sus habitantes.
Nefer aguardaba sin impaciencia encerrado en una de las
celdas del quinto fortín. Dada la intervención en su favor de la
mujer sabia, los policías se mostraban especialmente atentos con
él, por miedo a que les afectara un sortilegio. Nefer veía a Clara
todos los días, estaba perfectamente alimentado y podía salir a dar
pequeños paseos por la mañana y al anochecer.
Para tranquilizarle, ella le decía que en la aldea todo iba
bien, pero estaba convencido de que algunos, dudando aún de su
inocencia, debían de hacerle la vida imposible.
Finalmente, al cabo de dos semanas de viaje e investigación,
Sobek abrió la puerta de la celda.
–Eres libre y estás limpio de cualquier sospecha, Nefer.
Varios testigos te vieron en la Orilla feliz la noche del crimen.
Por lo tanto, tú no mataste al policía. Como indemnización por el
perjuicio sufrido, el tribunal te concede un arcón doméstico de
madera, dos taparrabos nuevos y un rollo de papiro de buena
calidad. Por mi parte, te presento mis excusas.
–Sólo hacías tu trabajo.
–Pero nunca me lo perdonarás…
–¿Por qué creíste que era culpable, Sobek?
–Actué dos veces a la ligera: la primera, al suponer que el
policía había sido víctima de un accidente, y luego al pensar que
el autor de la carta anónima me revelaba la identidad del asesino y
me permitía reparar mi error. Si lo deseas, solicitaré mi
revocación.
–Por supuesto que no.
El nubio se puso tenso.
–No estoy acostumbrado a que se apiaden de mi
suerte…
–No es compasión. Cometiste dos graves errores, en efecto, y
sin duda te han enseñado mucho más que todos tus éxitos. Ahora
serás mucho más desconfiado y velarás por la seguridad de la aldea
con mayor lucidez.
Sobek tuvo la sensación de que Nefer el Silencioso estaba
hecho de una madera distinta de la mayoría de los artesanos de la
cofradía. En ningún momento había levantado la voz ni se había
alterado lo más mínimo.
–Sin embargo, todavía tenemos un problema -recordó el
policía-: ¿quién escribió la carta?
–¿Tienes alguna pista?
–Ninguna, pero he hecho el ridículo y soy rencoroso. Se
cometió un crimen, es cierto, y probablemente el asesino sea el
autor del documento. Pero ¿por qué ha intentado
destruirte?
–No tengo la menor idea.
–Tardaré lo que haga falta -prometió Sobek-, pero no dejaré
este enigma sin solucionar.
–¿Puedo regresar a la aldea y reunirme con mi
esposa?
–Eres libre, ya te lo he dicho; pero escúchame un momento:
¿no crees que corres peligro?
–¿Te ocuparás tú de mi protección?
–No estoy autorizado a entrar en la aldea.
–¿Qué puedo temer allí dentro?
–Supón que el autor del anónimo sea un miembro de la
cofradía… Tratará de perjudicarte, aniquilarte, incluso. Y en la
propia aldea será donde corras mayor peligro.
–Sigue con tus investigaciones, Sobek, y encuentra al demonio
que se oculta en las tinieblas.
El nubio sintió que el artesano no se tomaba en serio sus
advertencias, pero no le retuvo, muy satisfecho al ver que no
presentaba contra él una denuncia que habría puesto fin a su
carrera. Apenas salió Nefer del fortín cuando un perro negro se
arrojó sobre él con tal ardor que estuvo a punto de tirarle al
suelo. Tras haberle puesto las patas en los hombros y lamido las
mejillas, Negrote inició una enloquecida
carrera alrededor de su dueño y, con la lengua fuera, se detuvo
para que le acariciara.
Clara se acercó a su marido, que la tomó en sus
brazos.
-Negrote quería ser el primero en
celebrar tu liberación… ¡Qué felicidad estar de nuevo
contigo!
–Durante esta prueba, sólo he pensado en ti. Veía tu rostro,
hacía desaparecer la angustia y los muros de la celda. Si no
hubieras estado presente en la audiencia, me habría
derrumbado.
–Te ha salvado la mujer sabia.
–No, me has salvado tú. En cuanto te vi, supe que las
mentiras no me afectarían.
–Mi padre ha muerto -dijo ella-. Ardiente se encargó de los
funerales para que yo pudiera acudir a la audiencia. El muchacho
tiene un corazón de oro.
–¿Has vuelto a ver a la mujer sabia?
–No, y me han aconsejado que no la moleste. Ya era hora de
que volvieras.
–Te dejaban de lado, ¿no es cierto?
–Ya no recuerdo nada… Nuestra vida en la aldea comienza
hoy.
Clara tenía razón. Ahora, Nefer sabía que la felicidad era, a
la vez, frágil como las alas de una mariposa y robusta como el
granito, siempre que se saboreara cada instante como si se tratara
de un milagro.
La pareja se dirigió hacia la puerta principal acompañada por
Negrote.
–Lamento no haber podido asistir a los funerales de tu
padre.
–Te admiraba mucho y espero haberle apaciguado antes de la
gran partida. Le prometí que se haría justicia, y así ha
sido.
–¿No tendrás poderes extraordinarios?
–No, tu amor me ayudó a no perder las
fuerzas.
El guardián los saludó efusivamente.
–¡Celebro volver a verte, Nefer! Mi colega y yo siempre
supimos que eras inocente. Al parecer, en la aldea se prepara una
fiesta… ¡Que os divirtáis!
La puerta se abrió, Nefer y Clara entraron en su nueva
patria.
Todos los artesanos se habían agrupado a la entrada de la
calle principal para recibir a la pareja y darle un abrazo, con los
dos jefes de equipo a la cabeza. El reencuentro fue alegre, y
vaciaron algunas ánforas de cerveza dulce, alabando el mérito de la
mujer sabia.
–Como Nefer ya ha regresado -dijo Neb el Cumplido-, ha
llegado la hora de proceder a la iniciación de
Ardiente.
–¿Qué ocurre?
–Tu amigo Nefer ha sido liberado y dos artesanos vienen a
buscarte.
Ardiente, que había dormido dos horas tras una jornada de
intenso trabajo en la forja, se levantó de un
brinco.
–¿Lo has pensado bien? – preguntó Obed.
–¡Ha llegado el momento de mi iniciación!
El herrero no insistió. Sin embargo, estaba convencido de que
el joven coloso corría hacia su perdición.
–¿Adonde vamos? – preguntó Ardiente.
Los dos artesanos mostraban un rostro
hostil.
–La primera de las virtudes es el silencio -respondió uno de
ellos-. Síguenos, si lo deseas.
La noche había caído, ninguna luz brillaba en la aldea ni en
los alrededores. Con paso seguro, como si conocieran el terreno a
la perfección, los dos artesanos condujeron a Ardiente hasta el
umbral de una capilla de la necrópolis excavada en la colina que se
levantaba en el flanco oeste de la aldea.
El postulante pareció querer echarse atrás. ¡No buscaba la
muerte, sino una nueva vida! Aunque sintió deseos de hacer un
montón de preguntas, consiguió dominarse.
Los dos artesanos se apartaron y desaparecieron en las
tinieblas, dejando a Ardiente solo ante la puerta de madera dorada,
que estaba enmarcada por unas jambas de calcáreo y coronada por una
pequeña pirámide.
¿Cuánto tiempo tendría que esperar aún? Si la cofradía creía
que le haría perder la paciencia, se equivocaba. Ahora que se
hallaba ante la primera puerta, Ardiente ya no soltaría la
presa.
Estaba dispuesto a combatir con cualquier adversario, pero el
que apareció de entre las tinieblas le puso la piel de gallina:
¡tenía, en un cuerpo de hombre, una cabeza de chacal con un largo
hocico y las orejas puntiagudas! En la mano izquierda, el monstruo
llevaba un cetro cuya extremidad superior era el rostro de un
cánido dispuesto a morder.
El hombre con cabeza de chacal se detuvo a menos de un metro
de Ardiente y le tendió la mano derecha.
No iba a ser un monstruo, por muy terrorífico que fuera, el
que se atravesara en su camino; de modo que Ardiente no vaciló, aun
recordando los cuentos que afirmaban que el chacal nocturno sólo se
aparecía a los muertos.
–Anubis te conducirá ante el secreto -dijo la extraña
criatura-. Pero si tienes miedo, no sigas
adelante.
–Seas quien seas, cumple tu misión.
–Esta puerta sólo se abrirá si pronuncias las palabras de
poder.
El hombre con cabeza de chacal soltó la mano de Ardiente, que
se preguntó qué conducta debía adoptar. ¡No conocía aquellas
palabras! ¿Tenía que derribar la puerta a puñetazos para saber qué
había al otro lado?
Antes de que tomara una decisión radical, Anubis reapareció
llevando una pata de bovino hecha de alabastro.
–Preséntala en la puerta -ordenó a Ardiente-. Sólo ella posee
la palabra de poder, la de la ofrenda.
El joven coloso levantó la escultura.
Lentamente, la puerta se abrió. Apareció un hombre con cabeza
de halcón, vestido con un corpiño de oro y con una estatuilla de
madera roja que representaba un personaje decapitado, cuyos pies
apuntaban al cielo.
–Procura no caminar cabeza abajo, Ardiente, de lo contrario,
la perderías. Sólo la rectitud te evitará esa triste suerte. Ahora,
cruza el umbral.
Ardiente penetró en una pequeña capilla decorada con escenas
que mostraban a algunos miembros de la cofradía presentando
ofrendas a las divinidades. Del centro de la estancia salía una
escalera que se perdía en las entrañas de la
colina.
–Ve hasta el centro de la Tierra -ordenó el hombre con cabeza
de halcón-, abre la gran jarra que allí se encuentra y bebe su agua
pura para que no te consuma el fuego. Te hará descubrir la energía
de la creación.
Ardiente bajó por la escalera, peldaño a peldaño, lentamente,
para acostumbrarse a la oscuridad.
Desembocaba en una cripta donde se había depositado una gran
jarra. Ardiente la levantó cogiéndola por las asas. El agua que
contenía era fresca y con un suave sabor a anís.
El joven sintió que un nuevo vigor le animaba, como en los
benditos tiempos de la inundación, cuando estaba autorizado a beber
el agua de la crecida.
El hombre con cabeza de chacal y su compañero con cabeza de
halcón bajaron también hasta la cripta y, con unas antorchas,
iluminaron un bloque de plata y una cubeta del mismo metal que
estaba llena de agua. La utilizaron para lavar los pies de
Ardiente. Después se colocaron a uno y otro lado del postulante y
derramaron el líquido purificador sobre su cabeza, sus hombros y
sus manos.
–Naces a una nueva vida, y vas a recorrer el océano de las
energías -le dijeron.
Al fondo de la cripta había un pasadizo que conducía a un
panteón ocupado por un sarcófago en forma de pez, el mismo que
había devorado el sexo de Osiris cuando las partes del cuerpo del
dios asesinado habían sido arrojadas al Nilo. Los dos ritualistas
levantaron la tapa e indicaron por signos a Ardiente que se
tendiera en el interior del enorme pez con incrustaciones de
lapislázuli.
Y entonces Ardiente vivió su primera metamorfosis,
percibiendo que no era sólo un hombre sino que pertenecía a la
creación entera y se vinculaba, así, a todas las fuerzas de la
existencia. Gracias al pez de luz, se creyó capaz por unos instantes de remontarse hasta la
fuente de la vida.
Pero el chacal y el halcón le arrancaron de su meditación
para hacerle regresar a la superficie, salir de la capilla y entrar
en otra, mucho más vasta, donde se habían colocado en rectángulo
cuatro antorchas. A sus pies había cuatro barreños de arcilla
mezclada con incienso, que estaban llenos de leche de becerra
blanca.
Varios artesanos estaban presentes. El jefe de equipo, Neb el
Cumplido, tomó la palabra.
–Sí, aún lo deseo -respondió Ardiente.
–Deberás estar atento a las tareas que te sean confiadas
-dijo Neb el Cumplido-, y no deberás mostrarte nunca negligente.
Busca lo que es justo, sé coherente, transmite lo que hayas
recibido encarnándolo en la materia sin traicionar el espíritu. Que
el misterio de la obra permanezca oculto aun siendo revelado; sé
discreto y preserva el secreto. Acude al templo si eres llamado,
haz ofrendas a los dioses, al faraón y a los antepasados, participa
en las procesiones, las fiestas y los funerales de tus hermanos,
cotiza en nuestro fondo de solidaridad, sométete a las decisiones
de nuestro tribunal y no toleres malevolencia alguna. No te
presentes en el templo si has actuado contra Maat o si tu espíritu
es impuro. No aumentes de peso ni de talla, no dañes el ojo de luz,
no seas codicioso. ¿Estás dispuesto a jurar sobre la piedra que
respetarás nuestra regla?
–Estoy dispuesto.
Nefer el Silencioso se adelantó para desvelar una piedra
tallada en forma de cubo, de la que parecía brotar una suave
luz.
–Por tu vida y la del faraón, ¿te comprometes a respetar los
deberes que acabo de enunciar?
–Me comprometo a ello -afirmó Ardiente.
–Hoy te conviertes en servidor del Lugar de Verdad, nativo de
la Tumba, y recibes tu nuevo nombre: Paneb -declaró el jefe de
equipo-. Que sea tan imperecedero como las estrellas del cielo, que
no se olvide en toda la eternidad y que preserve tu poder día y
noche. Que las divinidades te concedan la fuerza de la propia
verdad.
Nefer inscribió el nuevo nombre de Ardiente en su hombro
derecho con un fino pincel mojado en tinta roja. En la mano
izquierda llevaba un bastón con cabeza de carnero, encarnación del
dios Amón.
–Tú, que te conviertes en artesano -continuó el jefe de
equipo-, deberás saber responder siempre a la llamada, trabajar
para tener acceso a las fórmulas de Thot, resolver sus dificultades
y dominar su secreto. Sólo así podrás acceder al paraje de
luz.
Paneb el Ardiente fue ungido con óleos perfumados y
ungüentos; luego le pusieron una túnica blanca y unas sandalias del
mismo color. Nefer trazó simbólicamente la imagen de Maat en su
lengua para que nunca más pronunciara palabras
desviadas.
El jefe de equipo volvió a cubrir la piedra y apagó las
cuatro antorchas hundiéndolas en los barreños de leche. Luego, los
artesanos salieron de la capilla para contemplar las
estrellas.
–¿Pasaste tú por los mismos ritos? – le preguntó Paneb a su
amigo.
–Exactamente por los mismos.
–¿Y tu esposa?
–Ella también, al igual que las demás mujeres que viven en la
aldea. Todas pertenecen a la cofradía de las sacerdotisas de Hator,
pero la mayoría de ellas no superan el primer
escalón.
–¿Hay varios?
–Probablemente…
–¿Y entre los artesanos también?
–Claro está, pero lo esencial es que formamos un equipo. Sea
cual sea nuestra función, todos navegamos en el mismo barco y cada
uno desempeña un papel preciso.
–¿Cuál será el mío?
–Primeramente, hacerte útil.
–¿A los demás?
–Útil a la obra y, por añadidura, a los miembros de la
cofradía.
–¿Cuál es realmente esa obra, Nefer?
–La construcción de la tumba real y todo lo que implica.
Gracias a ella, lo invisible está presente en la Tierra y el
proceso de resurrección se lleva a cabo. Pero nos queda mucho por
aprender antes de participar plenamente en la
obra.
–¡Por fin podré dibujar y pintar!
–Lo más urgente, para ti, es aprender a leer y a escribir con
los niños de la aldea.
–¡Ya no soy un chiquillo! – protestó Paneb.
–La escritura es la base de tu arte y no tienes tiempo que
perder. Kenhir es un profesor severo, puntilloso a veces, pero
forma bien a sus alumnos.
–Si hay que pasar por ahí… ¿Conoces el significado de mi
nuevo nombre?
–Paneb significa «el maestro». Te lo ha atribuido el jefe de
equipo Neb el Cumplido para fijarte un objetivo imposible de
alcanzar. Está convencido de que no renunciarás a convertirte en
maestro y de que irás quemando tu energía a medida que vayas
fracasando. Algún día acabarás serenándote.
–¡Pues el jefe de equipo se llevará una gran decepción! Sí,
me convertiré en un maestro en mi oficio y mereceré mi nombre. Ha
creído que iba a doblegarme con esa pesada carga, sin embargo, me
está ofreciendo un fuego que sólo se extinguirá con mi
muerte.
En el exterior del recinto, los auxiliares realizaban sus
tareas. Descargaban los asnos y entregaban el agua necesaria para
las abluciones matinales.
El sol se levantaba sobre el Lugar de Verdad, el territorio
donde Paneb el Ardiente viviría la aventura con la que tanto había
soñado.
¡Por fin iba a descubrir la aldea que tan bien protegida
estaba tras sus altos muros! Otros, menos elevados, se levantaban
sobre un basamento de grandes bloques, para detener los torrentes
de lodo y guijarros provocados por las tormentas, tan raras como
violentas.
La aldea ocupaba todo el espacio del pequeño valle desértico,
un antiguo lecho de torrente flanqueado por colinas que tapaban la
vista y protegían la sagrada aglomeración de la mirada de los
curiosos. Estaba situada a quinientos metros del límite de las más
fuertes crecidas, que, por tanto, no la amenazaban. A igual
distancia del templo de millones de años de Ramsés el Grande y de
la colina santa de Djemé, donde dormitaban los dioses primordiales,
«la ciudad», como a veces la llamaban los artesanos, parecía un
lugar alejado del mundo, aislado del valle del Nilo. Al oeste, el
acantilado líbico; al sur, un espolón rocoso contra el que se
adosaba el templo principal; hacia el norte, la salida del valle y
la suave pendiente hacia los cultivos.
Se habían dispuesto dos necrópolis, a uno y otro lado de la
aldea. La del este estaba concebida en tres rellanos: el inferior
para los niños, el de en medio para los adolescentes, y el superior
para los adultos. La del oeste, dispuesta también en peldaños,
estaba de cara al sol y albergaba las más hermosas
capillas.
Aquí, la vida, la muerte y la eternidad estaban estrechamente
unidas en una armonía natural y sobrenatural a la vez. En el
territorio de la aldea había también santuarios, capillas de
cofradía, oratorios, cisternas, graneros y demás edificios sagrados
o profanos.
–Ven, te llevaré a tu casa -le dijo Nefer a
Paneb.
–Quieres decir que… ¿tengo una casa?
–Una casita de soltero… ¡Sobre todo no esperes ninguna
maravilla!
–¿Tú también tienes una?
–Tuve más suerte que tú, pues se halla en mejor estado. Nadie
puede elegir: el escriba de la Tumba nos atribuye un domicilio, y
el jefe de equipo, un lugar en la capilla de la cofradía, donde nos
reunimos.
–¿Quién la dirige realmente?
–El escriba de la Tumba, Kenhir, y los dos jefes de equipo,
de tripulación debería decir, porque nuestra cofradía es comparable
a un barco. Neb el Cumplido reina a estribor, el lado derecho, y
Kaha, a babor, el lado izquierdo. Tú y yo hemos sido destinados,
como aprendices, en el equipo del lado derecho. Debemos respeto a
los compañeros y a los expertos que viven aquí desde hace muchos
años y que han tenido acceso a las fórmulas de
conocimiento.
–¿Cuántos somos?
–Actualmente treinta y dos artesanos. Dieciséis en el equipo
de la derecha y dieciséis en el de la izquierda. Antaño hubo más,
hasta cincuenta. Pero muchos han muerto y otros han emigrado hacia
otros horizontes, y el faraón prefiere un equipo restringido y
coherente. ¡Tu admisión, al igual que la mía, es un milagro! Como
aprendices, debemos guardar silencio para intentar convertirnos en
«los que han escuchado la llamada».
–¿A qué gremio has sido destinado?
–Al de los canteros, cuya misión es saber utilizar el gran
cincel, capaz de cortar la roca más dura, pero también esculpir
finamente con la pequeña azuela.
–¿Te dejaron elegir?
–No tengo dotes para el dibujo -repuso Nefer-, y siempre me
ha gustado tratar con la piedra.
–¡Lo mío es el dibujo y nada más!
–¿Y si el jefe de equipo te confía otras
tareas?
El joven coloso no disimuló su descontento.
–¡Tengo un objetivo y nadie me apartará de
él!
–Neb el Cumplido no es un hombre fácil -advirtió Nefer-. No
le gusta que se discutan sus órdenes. Eres el último aprendiz y
tendrás que acatar su voluntad.
–¡Tú eres mi amigo y sabes que eso es imposible! Por muy jefe
de equipo que sea, no me da ningún miedo y tendrá que explicarme lo
que espera de mí. En Egipto no hay esclavos y yo no voy a ser el
primero.
Nefer no quiso echar más leña al fuego. Los primeros pasos de
Paneb iban a ser difíciles.
Ardiente fue descubriendo con curiosidad la aldea, que estaba
atravesada por una calle principal, de norte a sur, y un segundo
eje perpendicular, de menor importancia. En el interior del recinto
había setenta casas blancas, donde vivían los miembros de la
cofradía y sus familias, así como el escriba de la Tumba. Al norte
estaba la parte más antigua habitada, que databa de la época de
Tutmosis I.
Ambos amigos pasaron ante la hermosa morada de Ramosis, que
había acogido a su sucesor e hijo espiritual, Kenhir, que disponía
de una sala con columnas para recibir a los artesanos y de un
despacho perfectamente equipado.
Paneb sintió que la mirada de sus colegas del equipo de la
derecha, que estaban descansando, se posaba en él. Una decena de
niños, entre los cuatro y los doce años, los siguieron charlando y
riendo.
La calle principal desembocaba en una especie de encrucijada,
y los dos hombres se dirigieron hacia la derecha; luego regresaron
al eje para llegar al extremo sur de la aldea, donde se hallaba la
casa que iba a ser de Paneb el Ardiente.
Éste la contempló largo rato.
–¡Pero si es una ruina!
–La casa no se encuentra en muy buen estado -reconoció
Nefer-, pero tiene la inestimable ventaja de que ha sido construida
en la aldea.
Sin embargo, sus palabras no calmaron la cólera de
Paneb.
–Quiero ver inmediatamente al escriba de la
Tumba.
Sin preocuparse por las consecuencias de su gestión, el joven
coloso recorrió rápidamente la calle y entró en la sala de
audiencias de Kenhir. Estaba sentado en una estera, desenrollando
un papiro.
–¿Me habéis atribuido vos ese cuchitril
inhabitable?
El escriba de la Tumba no levantó los ojos y siguió
leyendo.
–¿Eres el aprendiz Paneb?
–Sí, soy yo, y exijo un alojamiento en
condiciones.
–Aquí, chiquillo, un aprendiz no tiene derecho a exigir nada.
Escucha y obedece. Visto tu carácter, te costará mucho conseguirlo
y tu jefe de equipo no tardará en solicitar tu exclusión. Yo seré
el primero que le dé la razón.
–¿Acaso no debo ser tratado como los demás artesanos? ¡Ellos
disponen de un alojamiento adecuado!
–Aquí no eres nadie, de momento. La cofradía te ha iniciado
en tus primeros deberes, pero ¿qué has comprendido de la ceremonia?
Ni siquiera has pasado un día en la aldea y ya quieres ser
instalado como un notable. ¿Quién te has creído que eres? Tal vez
pensabas que, por tu cara bonita, recibirías una soberbia morada,
lujosamente amueblada, con una bodega llena de buenos vinos… ¿No
sabías que los demás aprendices construyeron o repararon su casa,
sin gemir ni protestar? Poder disponer de un techo bajo el que
dormir es una extraña suerte con la que sueñan centenares de
infelices candidatos. ¡Y tú te atreves a quejarte! Además de
vanidoso, te comportas como un tonto.
Kenhir siguió desenrollando el papiro con cuidado mientras
echaba una ojeada a las cifras inscritas.
Paneb echaba chispas, sentía deseos de agarrar al escriba,
arrojarlo fuera de su cubil y saquear su material.
–¿Todavía estás ahí, aprendiz? Lo mejor que puedes hacer es
convertir tu casa en una morada habitable, pues nadie va a
ayudarte. En una cofradía como la nuestra no hay lugar para el que
no sea autónomo.
Paneb dio media vuelta, Kenhir respiró tranquilo. ¿Qué habría
hecho el escriba si el joven coloso hubiera cedido a su
cólera?
Los peldaños de la pequeña escalera de piedra que llevaba de
la calle hasta el umbral de la primera estancia estaban
desgastados. A excepción de las hiladas inferiores de piedra, que
habían resistido, el resto de la obra, de ladrillo seco, debía
reconstruirse. Además, las vigas del techo habían sufrido tanto que
habría que cambiarlas. Era evidente que la casa no había sido
habitada desde hacía muchos años, por lo que, primeramente, había
que limpiarla de arriba abajo.
El discurso del escriba de la Tumba había complacido a Paneb
el Ardiente, que acababa de tomar conciencia de que aquella ruina
era su primera casa. De pronto, le pareció más hermosa que un
palacio.
–Estoy dispuesto a ayudarte -le dijo Nefer.
–Según Kenhir, está prohibido.
–Existe la costumbre, es cierto, pero por encima de todo está
la amistad.
–Respetaré la costumbre y me encargaré yo solo de la
restauración.
–Algunos aspectos técnicos podrían pasarte por
alto.
–Quizá cometa algunos errores, pero será mi obra. En cambio,
si me invitaras a comer no lo rechazaría.
–¿Acaso has supuesto que Clara se había olvidado de
ti?
La fachada de la morada atribuida a Nefer engañaba, puesto
que su interior exigía una completa restauración. Apenas había
tenido tiempo de disponer una pequeña cocina, en la que Clara
preparaba buey hervido y lentejas con comino. El humo salía por un
agujero redondo que había sido practicado en el techo. Paneb quedó
impresionado, de nuevo, por la extraordinaria belleza de la joven,
cuya luminosa sonrisa obligaba a los más ariscos a mostrarse
amables.
–Aunque todavía no tengamos sillas, ¡sé bienvenido a nuestra
casa! Estoy segura de que te ha entusiasmado tu magnífica
propiedad.
Paneb soltó una carcajada.
–¡Me conoces bien, Clara! Ayer dormía al sereno; hoy corro el
riesgo de morir aplastado por el peso de unos viejos ladrillos que
caerán sobre mi esqueleto. Pero bueno, aquí estoy, con vosotros… ¡Y
me muero de hambre!
Paneb el Ardiente disfrutó de la mejor comida de su corta
vida. El pan era crujiente, la carne sabrosa, tiernas las lentejas
y la cerveza suave. Un queso de cabra completaba el
festín.
–Mañana por la mañana irás a buscar tus raciones -dijo
Clara.
–¿Se come así todos los días?
–En las fiestas se come mucho mejor.
–Ahora comprendo por qué es tan difícil entrar en esta
cofradía. Alojamiento gratuito, alimento en abundancia, un oficio
apasionante… He descubierto el paraíso en la
tierra.
–De todos modos, tienes que ser prudente -recomendó Nefer-;
es muy difícil entrar, pero muy fácil salir. Si tu jefe de equipo
está descontento contigo, Kenhir no te apoyará. Y ambos obtendrían
tu despido inmediato.
–¿Cómo te llevas con Neb el Cumplido?
–Es un hombre rudo, autoritario, que no tolera el más mínimo
error en el trabajo. Para serte sincero, no te aprecia demasiado y
no te permitirá ningún fallo.
–¿Es posible pasar al otro equipo?
–No te aconsejo que hagas esta gestión. Los jefes de equipo
se disgustarían mucho, y Kaha sería más intransigente aún que Neb
el Cumplido.
–De acuerdo, lucharé, entonces.
–¿Por qué contemplas las relaciones jerárquicas como una
guerra? – quiso saber Clara.
La pregunta sorprendió a Ardiente.
–Hay que pelear constantemente por todo, tanto aquí como en
otra parte. El jefe de equipo intentará doblegarme, pero no lo
conseguirá.
–¿Y si su intención fuera la de formarte para realizar obras
importantes?
–Soy joven, Clara, pero no me queda ilusión alguna. Entre los
seres sólo hay relaciones de fuerza.
–¿Te olvidas del amor?
Paneb clavó los ojos en el plato.
–Nefer y tú sois una pareja excepcional, pero no podéis
servir de modelo. Eres sacerdotisa de Hator, ¿no es
cierto?
–Desde mi iniciación -dijo la joven- acudo cada día a su
oratorio y preparo las ofrendas que deben depositarse en los
altares, en el templo y en las capillas de las tumbas, así como en
cada casa. La vida es distinta en la aldea. Hay parejas, solteros,
niños, pero nuestras moradas son también santuarios y no existen
más sacerdotes y más sacerdotisas que los propios artesanos y sus
esposas. En nuestras respectivas funciones, lo cotidiano no está
separado de lo sacro, y por esta razón he tenido la impresión de
sentir que uno de los secretos corazones de Egipto palpitaba al
abrigo de los muros de esta aldea. Se nos propone experimentar el
misterio, degustar su sabor, escuchar su música, y este destino nos
pertenece.
–Siempre que los jefes de equipo lo deseen…
–Hace poco tiempo que vivo aquí -añadió Clara-, pero ya sé
que la perseverancia es una virtud esencial para percibir las leyes
invisibles del Lugar de Verdad. La aldea es una madre generosa que
da sin medida, pero ¿está nuestro corazón lo bastante abierto como
para recibir?
Las palabras de la joven conmovieron a Paneb el Ardiente.
Desgarraron un velo que oscurecía su mirada y que la propia
iniciación había dejado intacto. Aunque hubiera escuchado la
llamada, no imaginaba que aquella modesta aldea fuera un mundo tan
vasto y que albergase tantos tesoros cuya verdadera naturaleza aún
se le escapaba.
–¿Dormirás aquí esta noche? – preguntó
Nefer.
–No, debo ocuparme de mi casa. De lo contrario, Clara y tú os
avergonzaríais de mí.
–Insisto en que puedes contar con mi ayuda.
–Si no lo consigo solo, seré yo quien me avergüence de mi
mediocridad. Reconozco que a veces me comporto como un idiota; pero
he comprendido que adecentar ese cuchitril será mi primera
prueba.
El nombramiento del nuevo comandante en jefe había sido bien
recibido, tanto en la cima como en la base, y Méhy alimentaba su
excelente reputación invitando a cenar cada noche a un notable de
Tebas, cuyo expediente había estudiado cuidadosamente para poder
halagarle con la máxima eficacia. Cada uno de sus huéspedes se
marchaba con la seguridad de que era un ser excepcional, y el
comandante, un hombre abnegado y digno de elogios.
Además, Serketa desempeñaba a la perfección su papel de una
encantadora ama de casa, lo bastante superficial como para no
aburrir, y capaz de jugar a ser una niña para suavizar a unos altos
funcionarios coriáceos pero engolosinados por sus arrumacos. Ante
las sirvientas, sin embargo, Serketa se mostraba como una patrona
agresiva y sin corazón.
Méhy y Serketa se habían convertido en la pareja de moda, y
quienes sobresalían en Tebas aguardaban con impaciencia ser
invitados a su mesa. Sin embargo, el comandante tenía mucho cuidado
en no hacer sombra alguna al alcalde de Tebas, que aún era lo
bastante poderoso y artero como para acabar con él. Cuando se
encontraban, Méhy jugaba a hacerse el modesto y sólo demostraba
unas ambiciones razonables y limitadas. Por lo demás, no tenía
intención alguna de quitarle el puesto al edil, que estaba
demasiado empantanado en las querellas de clanes. Era mejor
manipularle dejando que se exhibiera en el proscenio. Un poder
duradero sólo se conquistaba con una vasta zona de sombra,
atribuyendo la responsabilidad de los fracasos a los imbéciles que
creían detentarlo. Como de costumbre, el banquete había sido un
éxito. El escriba principal de los graneros y su esposa, una rica
tebana fea y pretenciosa, se habían atiborrado de carne y de
golosinas. Se habían hartado también de beber vino blanco de los
oasis, que se les había subido a la cabeza y había hecho que
hablaran más de la cuenta. Méhy había obtenido así algunas
informaciones confidenciales sobre la gestión de la existencia de
granos que sabría utilizar cuando llegara la
ocasión.
–¡Por fin se han marchado! – le dijo el comandante a su
esposa, estrechándola brutalmente contra sí-. Éstos han sido los
más penosos de toda la semana, pero los tenemos en el
bote.
–Querido, tengo que darte una gran noticia.
–¿Esperas un hijo mío?
–Lo has adivinado.
–Un hijo… ¡Voy a tener un hijo! ¿Te has hecho las pruebas de
orina?
–Todavía no. ¿Te decepcionaría si se tratara de una
niña?
–Pues sí… ¡Pero estoy seguro de que me darás un
hijo!
De pronto, el entusiasmo de Méhy se esfumó y su rostro se
ensombreció.
–Me hubiera gustado tanto que tu padre compartiera nuestra
alegría… Cada vez está peor. He tenido que modificar sus últimos
informes, estaban llenos de aberraciones. ¿Le ha prescrito algún
tratamiento su médico?
–Por recomendación mía, no se atreve a hablar con mi padre de
su enfermedad que, por otra parte, es incapaz de combatir. Se
limita a cuidarle el corazón, pues considera que está muy débil.
Tiene prohibidas las emociones fuertes.
–Tengo miedo, Serketa. Tengo miedo de que cometa alguna
locura que arruine nuestros esfuerzos, tanto más cuanto vamos a
tener un heredero. Debemos pensar en su porvenir, amor
mío.
–Tranquilízate, he hablado con un jurista y le he expuesto
nuestro problema, instándole a mantenerlo en secreto, claro
está.
–¿Qué le parece?
–Ya hemos tomado cierto número de disposiciones legales para
impedir que mi padre dilapide mi fortuna en el caso de que pierda
por completo la cabeza, pero eso no es suficiente. Sólo un caso de
locura declarada me permitiría ser la única administradora de
nuestros bienes.
–¿Mantendrías nuestro contrato de separación de
bienes?
–Mientras no tuviéramos herederos, ésa era la mejor solución.
Pero ahora es distinto… Formamos una pareja excelente, espero un
hijo tuyo y eres un buen administrador. En cuanto mi padre
desaparezca o sea considerado irresponsable, anularé ese contrato y
lo compartiremos todo.
Méhy besó ávidamente a Serketa.
–¡Eres maravillosa! Tendremos muchos hijos
juntos…
Serketa había analizado la situación durante largo tiempo. Su
padre envejecía, utilizaba métodos caducos y carecía del dinamismo
necesario para enriquecerse más. Méhy era el nuevo dueño del juego.
Trapacero, mentiroso, cruel y hábil, no dejaba de progresar y de
ganar terreno. ¿Qué importaba tener hijos
con él o con cualquier otro?
Serketa no los educaría, y Méhy tendría ante las narices la
prueba de su potencia viril, a la que daba una extrema
importancia.
En caso de divorcio, Serketa conservaría, por lo menos, un
tercio de la fortuna y sabría demandar judicialmente a su ex marido
para recuperar el resto. La anulación del contrato de separación de
bienes le convencería de la ciega confianza que su mujer tenía en
él, y bajaría la guardia. Ver cómo Méhy crecía y crecía, recoger
los frutos de sus chanchullos y, luego, devorarlo como haría una
mantis religiosa… Serketa no se aburriría en absoluto con la
perspectiva de tan excitante porvenir.
–Cada día ruego a los dioses para que tu padre se cure
-confesó el comandante-. No podría soportar que le ocurriera una
desgracia.
–Lo sé, amor mío, lo sé. Sin embargo, yo estaré a tu lado y
juntos afrontaremos los acontecimientos tal y como
vengan.
El comandante Méhy había invitado a sus más cercanos
subordinados y a algunos notables a una cacería en la inundada
espesura de papiros, al norte de Tebas. Abry, el administrador
principal de la orilla oeste, estaba muerto de miedo. Sabía que el
lugar podía resultar peligroso y que sus posibilidades de
sobrevivir serían escasas. Un hipopótamo furioso podía volcar
fácilmente una barca, los cocodrilos se lanzaban contra su presa
con temible rapidez, y no faltaban las serpientes de
agua.
El alto funcionario se había situado junto a Méhy, que había
aplastado ya el cráneo de un ánade con una lanza. Matar aves le
procuraba un intenso placer y presumía de una habilidad difícil de
igualar.
–Podríamos hablar en otra parte -advirtió
Abry.
–Desconfío de vuestros colaboradores y de vuestra esposa
-repuso Méhy-. Desde que Nefer fue absuelto, el Lugar de Verdad ha
recuperado todo su esplendor. Atacarlo parece
peligroso.
–¡Eso mismo pienso yo! Por eso os propongo que renunciemos y
nos limitemos a nuestras actividades oficiales.
–Ni hablar, amigo.
–Pero ¿por qué empecinarse?
–Admirad este lugar, Abry. La naturaleza se expresa aquí con
todo su salvajismo, con una sola ley: matar o morir. Sólo el más
fuerte sobrevive.
–La práctica de Maat consiste, precisamente, en luchar contra
esta ley.
–¡Maat no es eterna! – exclamó Méhy arrojando una lanza
contra un martín pescador.
Falló por unos pocos centímetros.
–Me he alterado y he perdido precisión -deploró-. En la caza,
la sangre fría es la mejor arma. ¿Queréis probar?
–No, soy incapaz de hacerlo.
–Debemos seguir adelante, Abry. Vos me ayudaréis. Este
pequeño fracaso judicial no me ha hecho cambiar de opinión. Tengo
buenas razones para creer en nuestro éxito.
–¡El Lugar de Verdad es más inexpugnable que una fortaleza de
Nubia!
–Ninguna fortaleza es inexpugnable, basta con poner en
práctica la estrategia adecuada. Hoy, la cofradía se cree al abrigo
de cualquier ataque y prosigue sus trabajos con la más absoluta
tranquilidad. Ése es su punto débil.
Una jineta saltó de una umbrela de papiro a otra, para
escapar de los cazadores, mientras unos patos daban la alarma
lanzando asustados gritos.
–Paciencia, una sistemática batida y ninguno de ellos
escapará.
–¿Ésa será vuestra estrategia contra el Lugar de
Verdad?
–En parte, sí. Añadiré algunos ingredientes más. ¿Qué habéis
sabido de nuevo?
–Nada, desde la entrada de Nefer el Silencioso y Paneb el
Ardiente en la cofradía.
–Paneb, «el maestro»… ¡Hermoso destino le han fijado sus
colegas!
–No creo que el nombre sea realmente
importante.
–No conocéis a los artesanos, Abry. Yo estoy seguro de que no
dejan nada al azar y de que debemos tener en cuenta el menor
indicio. ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia que os
avise en cuanto un miembro de la cofradía salga de la aldea para ir
de viaje?
–Lo he hecho, pero de momento no ha dado resultado
alguno.
–Avisadme inmediatamente cuando eso ocurra.
–Se hace tarde… ¿No deberíamos regresar a la
ciudad?
–No he matado suficientes aves todavía.
Como cada mañana, el escriba de la Tumba, Kenhir, estaba de
muy mal humor. A menudo delegaba el trabajo de educador al mejor
dibujante de la cofradía, que entonces adoptaba el título de
«escriba», pero desde la llegada de Paneb, Kenhir daba su clase
personalmente, para desesperación de los muchachos, abrumados de
trabajo y reprimendas.
–¡Apenas conocéis el alfabeto y lo dibujáis muy mal! Por lo
que se refiere a los jeroglíficos que valen por dos sonidos, hemos
de comenzar de nuevo, y no hablo ya del aspecto de vuestras aves,
en especial la lechuza y el pájaro que aletea sacando la lengua.
¿Cómo enseñar a quien no desea escuchar? Serían necesarios cientos
de bastonazos para que os prestarais a escuchar.
Paneb el Ardiente intervino.
–Puesto que soy el alumno de más edad, soy el responsable de
los errores de la clase. Tengo la espalda lo bastante ancha para
recibir todos estos bastonazos.
–Bueno, bueno… Más tarde hablaremos de eso. Sentaos con las
piernas cruzadas, mojad la punta de vuestras cañas en tinta negra
diluida y escribid en vuestros ostraca las
letras-madre.
Los ostraca eran pequeños fragmentos de calcáreo, muy
abundante en los alrededores de la aldea. Algunos, más valiosos,
procedían de las excavaciones de las tumbas. Servían de borrador
para los escolares y los aprendices de dibujantes, a quienes no se
consideraba dignos de utilizar el papiro, ni siquiera usado o de
inferior calidad.
Aquel rudimentario material maravillaba a Paneb. ¡Por fin
tenía un soporte y un instrumento para practicar su arte! Y le
complacía trazar cada jeroglífico con una
precisión y una elegancia que sorprendían a Kenhir. El joven coloso
aprendía muy de prisa, e incluso parecía que su mano conocía los
signos desde siempre.
Kenhir examinó los ostraca y advirtió que las muchachas
estaban, decididamente, mejor dotadas que los
chicos.
–¡Sólo sois palos torcidos, que no sirven para nada! Dicen
los sabios que un carpintero puede enderezar esos miserables palos
y hacer con ellos bastones para los dignatarios. ¡Yo soy ese
carpintero! Sea cual sea vuestro destino, saldréis de esta escuela
sabiendo leer y escribir.
Y siguieron con sus ejercicios hasta la hora de
comer.
–Mañana dibujaremos los peces -anunció Kenhir-. Ahora id a
comer y comportaos correctamente en la mesa. El camino de la
sabiduría comienza por la cortesía y el respeto a los demás. Paneb,
tú quédate.
Los alumnos se dispersaron parloteando.
–¿Tienes hambre?
–Sí.
–Yo también, pero hay algo más urgente.
Kenhir entregó a Paneb un gran fragmento de calcáreo,
ligeramente pulido, y un verdadero pincel de escriba. Puso a sus
pies un cubilete lleno de una tinta muy negra. El joven quedó
entusiasmado.
–¡Es… es magnífico! Nunca me atrevería a dibujar
ahí…
–¿Acaso tienes miedo?
El insulto sulfuró a Paneb que, sin embargo, consiguió
dominarse.
–Dibuja cinco veces los dos signos que forman tu nombre: PA;
el pato que emprende el vuelo, y NEB, el cesto apto para recibir
las ofrendas y que se convierte, pues, en dueño de lo que
contiene.
Paneb lo hizo sin precipitarse. Su mano no tembló y los dos
signos aparecieron bien formados.
–Está bien, ¿no?
–No eres tú quien debe decirlo. ¿Comprendes por qué te han
dado ese nombre?
–Porque nunca debo dejar de emprender el vuelo hacia el cielo
y la calidad de mi maestría dependerá de lo que haya percibido y
recibido.
–La maestría… ¡Aún estás muy lejos de ella! – gruñó Kenhir-.
Dibuja un ojo, una cabeza vista de frente, otra de perfil,
cabellos, un chacal y una barca.
Paneb tardó mucho tiempo, como si viviera interiormente cada
signo antes de trazarlo con una seguridad de ejecución pasmosa en
un aprendiz.
–Bórralo todo raspando el calcáreo.
¿Cómo un espíritu animado por el ardor de Set conseguía
mostrarse tan paciente y meticuloso?, se preguntaba
Kenhir.
Aquel mocetón resultaba un auténtico misterio para
él.
–Ya está.
–Copia el texto de este papiro.
Kenhir desenrolló un soberbio documento cuya caligrafía,
pequeña y puntiaguda, no era fácil de reproducir.
–¿Debo dibujarlo igual o interpretarlo a mi
manera?
–Como quieras.
Paneb eligió la segunda opción.
Había realizado un trabajo perfecto, y la legibilidad del
texto había aumentado de un modo notable. Sin duda alguna, el
muchacho tenía mano de escriba, ya que su trabajo aunaba la
claridad y la rapidez.
Kenhir sintió cierta irritación, puesto que su escritura se
había vuelto casi ilegible después de pasar todos los días trazando
signos.
–Léeme ese texto.
–«Si el acto de escuchar continuamente penetra en quien
escucha, el que escucha se convierte en el que oye. Cuando la
escucha es buena, la palabra es buena. Aquel a quien Dios ama es
aquel que oye; el que no oye es odiado por Dios. Aquel a quien le
gusta oír realiza lo que se dice. El ignorante que no escucha, nada
realizará. Considera el conocimiento como la ignorancia, lo útil
como lo perjudicial, hace todo lo detestable, vive de lo que da
muerte. No pongas una cosa en lugar de otra, intenta deshacerte de
las trabas, haz caso de lo que dice quien conoce los
ritos.»
–Sabes leer, Paneb, y no tropiezas con las palabras. Pero
¿comprendes lo que estás leyendo?
–Supongo que no habéis elegido ese texto al azar…
¿Consideráis que no escucho bastante vuestras
enseñanzas?
–Ya hablaremos más tarde… Ve a comer. Y no te lleves el
fragmento de calcáreo, no te pertenece.
Paneb se alejó y Kenhir regresó a casa de Ramosis, donde se
había instalado. La aldeana a quien había contratado como cocinera
había preparado una ensalada, espárragos y riñones de
ternera.
–Perdonad el retraso -dijo Kenhir-; mi clase ha durado más de
lo previsto.
–Mi esposa está enferma -reveló Ramosis-; no comerá con
nosotros.
–¿Es grave?
–Estoy esperando el diagnóstico de la mujer sabia. Y tú,
¿consigues domesticar a Paneb?
–Es un muchacho notable y me gustaría hacer de él un
escriba.
–Sabes que su vocación es otra.
–Paneb será un pintor excepcional si acepta las exigencias de
la ciencia de Thot. Pero ¿tendrá paciencia para aprender y superar
cada una de las etapas?
–Sientes debilidad por él, ¿no es cierto?
–Le anima una fuerza que la cofradía necesita. Nadie puede
imaginar las obras que lleva dentro.
–Confío en ti, Kenhir; tú y el jefe de equipo, Neb el
Cumplido, sabréis hacerle madurar.
–Debemos prever numerosos choques e, incluso, fracasos… Paneb
el Ardiente es exigente, excesivo y violento, y está siempre
dispuesto a rebelarse. El fuego sedaño que le habita es tan
poderoso que tal vez no logremos controlarlo.
–¿Sabe leer y escribir?
–Tanto como vos y como yo. Ha aprendido en menos de un año,
cuando a la mayoría de la gente les cuesta diez.
–¿Cómo se comporta con los niños?
–Como un perfecto hermano mayor. Los protege, los
tranquiliza, y nunca se niega a jugar con ellos. Su autoridad es
natural y no necesita levantar la voz para que le obedezcan. Lo
peor es que ayuda a los gandules a hacer sus deberes, sin tener en
cuenta mis advertencias. Habría que castigarle, amenazarle con la
expulsión, quizá…
–Recuerda la regla de los enseñantes, de quienes introducen a
los futuros escribas: «Ser un profesor paciente y de dulces
palabras, ganarse el respeto de los alumnos despertando su
sensibilidad, educar suscitando amor». Sigue formando al joven
coloso, Kenhir; combate sin debilidad sus imperfecciones, no
toleres ninguno de sus extravíos y desvélale, poco a poco, lo que
es admirable e imperecedero.
¿Cómo podía escuchar esos consejos cuando le abrumaba el peso
de las responsabilidades? Tebas sólo era la tercera ciudad del
país, pero rebosaba riquezas, y el visir exigía una administración
clara y eficaz. A veces, Mosis tenía ganas de retirarse al campo en
compañía de su hija, Serketa, y disfrutar allí de los placeres de
la jardinería que ya no tenía tiempo de practicar.
¡Y ahora Serketa acababa de anunciarle el nacimiento de un
hijo! ¡Qué maravillosa noticia y qué buena pareja formaba con Méhy!
Mosis tendría una vejez feliz, rodeado de varios nietos a los que
enseñaría contabilidad y administración, esperando que fueran tan
capaces como su padre, para el que las cifras no tenían ya secreto
alguno. La agilidad mental de Méhy estaba tan desarrollada que
preocupaba a Mosis; ¿no corría el riesgo de hacerle indiferente a
lo que no se refiriera a su carrera?
Pensándolo bien, Mosis debía desconfiar del nuevo comandante
en jefe de las fuerzas tebanas. Aunque a veces jugara a ser
modesto, especialmente con el alcalde, era puro cálculo. Había
muchos hombres de esta clase; pero Méhy añadía la crueldad a la
ambición, e ignoraba la piedad. Aunque llevara una gran máscara,
Mosis sabría descubrirle, y temía encontrarse con un arribista que
se habría casado con la dulce y frágil Serketa sólo para apoderarse
de su fortuna. A él le tocaba cuidar de ella y convencerla de que,
sobre todo, no debía modificar el contrato de separación de bienes
y de que debía pensar en la protección de sus
hijos.
Su última entrevista con el alcalde de Tebas, un viejo amigo,
había turbado a Mosis. El edil le había parecido distante, casi
suspicaz, y sólo había hablado de sus proyectos inmediatos con
ambigüedad, como si se dirigiera a un extraño. Mosis sospechaba que
su yerno había intervenido de un modo sutil para desacreditarle y
presentarse como su inevitable sucesor; si era así, Méhy se estaba
convirtiendo en un temible competidor y en un manipulador de la
peor condición, a quien debía impedirle que causara
daños.
El intendente de Mosis anunció a su patrón que había llegado
la pareja a quien había invitado a comer.
Serketa parecía pimpante, y Méhy, muy seguro de sí
mismo.
–¿Cómo estás, querida hija?
–¡Mi salud es excelente! ¿Y la tuya, adorado
padre?
–No tengo tiempo para ocuparme de ella; el visir exige la
situación contable de la provincia de Tebas para la semana que
viene y, como cada año, me faltan informes.
–Si puedo ayudaros… -ofreció Méhy.
–No será necesario, mis técnicos harán horas
extras.
Por primera vez, Méhy sintió cierta desconfianza, hostilidad
incluso, en la actitud de su suegro. ¿Era Mosis más lúcido de lo
que había supuesto?
–Por fin un momento de tranquilidad -apreció Serketa-. Esta
noche cenamos con el superior de los rebaños de Amón, un personaje
aburridísimo que sólo habla de vacas y bueyes. ¿No podrías hacer
algo para que le sustituyeran por alguien menos
tedioso?
Acechando la reacción de su yerno, Mosis no había escuchado a
su hija. Serketa inmediatamente tuvo la certeza de que su padre era
víctima de una de aquellas horrendas ausencias descubiertas por
Méhy.
–¿Me oyes, padre?
–Sí… Quiero decir, no. Perdona, ¿qué decías?
–No tiene importancia.
–Todos alaban la eficacia de vuestros equipos -dijo Méhy,
condescendiente-. Sin embargo, si algún día me necesitáis, contad
conmigo.
–Voy a ver lo que ha preparado tu cocinero -anunció Serketa,
turbada.
–¡Excelente idea! Méhy y yo te esperaremos tomando un vaso de
vino bajo la parra.
El lugar era encantador y de buena gana se hubiera sumido en
una perezosa meditación, pero el comandante ya no podía permitirse
perder tiempo.
–Querido suegro, tengo que comunicaros una información
confidencial.
–¿Me concierne a mí… directamente?
–Concierne muy directamente a vuestro cargo. Sin duda sabéis
que varios comerciantes sirios se instalaron en Tebas, a principios
de año.
–En efecto, se les concedió la autorización. Nadie se ha
quejado de su comportamiento y pagan sus impuestos religiosamente,
que son debidamente contabilizados en la recaudación de la
provincia.
–Sí, pero sólo en apariencia… La realidad es muy
distinta.
–¿Qué has descubierto?
–Durante una misión de vigilancia, un almacén cerrado intrigó
a uno de mis hombres, quien hizo una discreta investigación.
Entonces descubrió que los sirios han organizado un tráfico de
grano con algunos campesinos de la orilla oeste.
–¿Tienes pruebas de ello?
–La más evidente de todas: su contabilidad oculta, que
guardan en el almacén.
–¿Te apoderaste de ella?
–Deseaba reservaros este privilegio.
La comida había sido corta. Serketa había regresado a su casa
para organizar el banquete de la noche, Méhy y Mosis se habían
dirigido al barrio de los almacenes. Mosis estaba cada vez más
nervioso ante la idea de terminar con un tráfico de aquella
importancia.
El comandante pareció dudar.
–¿No reconoces el lugar?
–Sí, es el edificio que está enfrente de la calleja, pero no
me fío. Estos sirios podrían ser peligrosos.
–¿Acaso están dentro?
–Voy a comprobarlo.
–¡Es muy peligroso, Méhy! ¿Olvidas que eres el marido de mi
hija y el padre de mi futuro nieto? Ve a buscar
soldados.
–De acuerdo, pero no os mováis de aquí.
Mosis miraba el almacén que su yerno le había designado. El
control de los granos era, sin embargo, uno de los más rigurosos, y
el tesorero principal de Tebas no comprendía cómo los sirios habían
conseguido burlarlo. El examen de la contabilidad oculta
demostraría, sin duda, la existencia de complicidades, y las
sanciones serían severas.
El lugar estaba desierto, el almacén parecía abandonado. Un
perfecto escondrijo para unos documentos
comprometedores.
La curiosidad y la impaciencia se apoderaron de Mosis. Como
Méhy tardaba en regresar, decidió explorar el
paraje.
Nadie. Con el corazón palpitante, empujó la puerta del
almacén que ni siquiera estaba cerrada. Un rayo de luz que entraba
por una alta ventana iluminaba un cofre lleno de papiros. Cuando
estaba desenrollando el primero, Mosis tuvo un
sobresalto.
Una muchacha muy joven avanzaba hacia él.
–¿Quién eres tú?
Ella agitó sus cabellos, desgarró sus ropas y se arañó el
busto y los brazos con las uñas.
–Pero… ¡Estás loca!
–¡Socorro -aulló-, me violan!
Mosis la agarró por los hombros.
–¡Cállate, mentirosa!
Los gritos de auxilio de la joven se hicieron más
fuertes.
La puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados
empuñando la espada.
–¡Suelta a la niña, miserable!
Aterrorizado, Mosis se volvió hacia los hombres
armados.
–Os equivocáis… Yo… Ella…
Un violento dolor en el pecho le impidió a Mosis proseguir.
Se llevó las manos al corazón, abrió la boca de par en par para
aspirar el aire que le faltaba y, luego, cayó al
suelo.
La joven se vistió a toda prisa y huyó por una abertura que
estaba oculta en la pared del fondo.
Entonces entró Méhy.
–¿Qué ocurre aquí?
–El tesorero principal ha intentado violar a una niña,
comandante. Ella se ha marchado y él… Creo que ha
muerto.
Méhy se inclinó sobre el cadáver. Como esperaba, el corazón
de su suegro había cedido.
–El infeliz nos ha abandonado… ¿Habéis presenciado la
escena?
–Por los aullidos de la chiquilla, era imposible equivocarse.
Como nos ordenasteis intervenir si se producía un
incidente…
–Habéis hecho bien, pero debéis olvidar esta tragedia. Quiero
que mi suegro tenga unos buenos funerales y que su reputación no
quede manchada. No habrá informe alguno, no habéis visto ni oído
nada. A cambio de vuestra obediencia, recibiréis telas y
vino.
Los dos soldados inclinaron la cabeza
en señal de asentimiento.
La pequeña siria a la que Méhy había pagado para representar
aquella comedia regresaría aquel mismo día a su país con un buen
peculio. Gracias a la muerte de Mosis, el comandante se convertía
en uno de los hombres más ricos de Tebas.
La labor oficial sólo cubría la mitad del año, pero la
cofradía no lo sentía como una penosa obligación; los miembros de
los equipos de la derecha y la izquierda eran conscientes de que
estaban participando en una aventura excepcional, en una obra que
el propio faraón consideraba prioritaria.
Nefer compartía esos sentimientos, pero estaba viviendo
momentos difíciles. Su integración en el equipo de la derecha
chocaba con la mentalidad de clan de sus colegas, que seguían
observándole con desconfianza. Como cantero, estaba en contacto
directo con sus homólogos, Fened, llamado «la nariz» porque siempre
intuía lo que era justo, Casa la Cuerda, especializado en el
desplazamiento y la sirga de los materiales, Nakht el Poderoso y
Karo el Huraño. Por lo que se refiere a los tres escultores, el
pintor, los tres dibujantes, el carpintero y el orfebre, le
dirigían pocas veces la palabra, y cuando lo hacían era sólo para
decir banalidades.
Puesto que el equipo de la izquierda se dirigía al trabajo
cuando el de la derecha descansaba y viceversa, no se trataban
demasiado. Sus dos jefes, Neb el Cumplido y Kaha, tenían cada cual
su método y su modo de gobernar, sin que les opusiera espíritu de
competición alguno.
Cada tarde, Nefer limpiaba las herramientas, las contaba y
las llevaba al escriba de la Tumba, que las guardaba en la cámara
de seguridad de la aldea para distribuirlas de nuevo a la mañana
siguiente. Todas las herramientas pertenecían al faraón, y ningún
artesano tenía derecho a apropiarse de ellas. En cambio, los
servidores del Lugar de Verdad eran invitados a fabricar sus
propias herramientas, que se utilizaban para construir objetos para
el exterior.
Nefer había usado el pico de piedra, que pesaba tres kilos y
estaba tallado en punta; era lo bastante fuerte como para atacar
las más duras rocas. A menudo era el último en la cantera del Valle
de los Nobles, donde el equipo de la derecha preparaba una morada
de eternidad destinada a un escriba real.
Observando a sus colegas, Silencioso había aprendido a
manejar el mazo y el cincel de corta hoja biselada, cuya eficacia
aumentaba con la ayuda de un arco que hacía girar rápidamente el
instrumento para practicar agujeros. Con la mano izquierda,
mantenía el cincel en su sitio con un casquete, en el que se había
practicado una cavidad donde encajaba el mango de madera. Tras
muchos intentos fallidos, había conseguido utilizar ambas
herramientas como si fueran instrumentos de música; notaba sus
vibraciones como una melodía y no hacía ningún esfuerzo
inútil.
No había sido fácil dominar el cuchillo de hoja afilada por
sus tres lados, el punzón de mango corto y punta cuadrada y la
azuela de cobre para los acabados, pero Nefer se había mostrado
paciente y finalmente lo había conseguido.
Karo el Huraño le apostrofó.
–Comprueba que el bloque que acabo de nivelar se ajuste
correctamente al muro que estamos levantando.
La tarea era ardua, sólo un cantero experimentado podía
hacerlo. Karo el Huraño no debería haber confiado en un aprendiz,
pero Nefer no protestó e intentó recordar el modo en que había
procedido, el día anterior, el jefe de equipo. Utilizó, pues, tres
bastones de ajuste de doce centímetros de longitud que tenían un
orificio en bisel en uno de sus extremos. Tras haber comprobado que
eran perfectamente iguales, los colocó verticalmente en la
superficie que debía verificar y tendió un cordel entre dos de
ellos; el tercer bastón le servía de punto de orientación.
Insatisfecho con el resultado, Nefer utilizó un rascador de
calcáreo para limar las asperezas.
–¿Por qué pierdes el tiempo? – preguntó Karo el Huraño,
visiblemente enfadado.
–Me has confiado un trabajo, y yo lo estoy
haciendo.
–Sólo te he pedido que comprobaras algo y te has pasado de la
raya.
–¿Tenía que limitarme al mínimo? He descubierto unas
imperfecciones e intento remediarlas. El bloque estará
correctamente nivelado y entrará en la
construcción.
–¡Es mi bloque, no el tuyo!
Nefer dejó las herramientas y se enfrentó a Karo, un hombre
achaparrado, de brazos cortos y musculosos. Unas espesas cejas y
una nariz cuadrada le daban un aire agresivo a su
rostro.
–Tienes más experiencia que yo, Karo, pero eso no te autoriza
a mancillar la obra que estamos haciendo. Este bloque no es tuyo ni
mío, sino de la morada de eternidad al que está
destinado.
–¡Basta de sermones! Abandona la cantera y déjame mi
bloque.
–Ya basta, Karo. Soy un miembro de este equipo y no seguiré
soportando este tipo de vejaciones.
–Si nuestro comportamiento te disgusta, regresa al
exterior.
–Me importa un bledo tu actitud, sólo me interesa esta
piedra. Te he demostrado que sabía nivelarla y acoplarla en el
muro. ¿Qué más quieres?
Karo el Huraño cogió un cincel y se mostró
amenazador.
–En la aldea no te necesitamos.
–La aldea es mi vida.
–Deberías tener miedo, Nefer… Créeme, no llegarás muy
lejos.
–Suelta el cincel. Para tu información, Karo, ningún miedo me
impedirá respetar mi juramento.
Ambos hombres se desafiaron largo rato con la mirada. Karo
dejó el útil sobre la piedra.
–¿De modo que nada te asusta?
–Me gusta mi oficio y me mostraré digno de la confianza que
me ha otorgado la cofradía, sean cuales sean las circunstancias y
los antagonismos.
–Te cedo el bloque… Termínalo tú.
El artesano se alejó, Nefer limó las últimas asperezas de la
piedra sin preocuparse por lo tarde que era. Sus gestos eran suaves
como la luz del ocaso.
–¿No crees que ya es hora de regresar a casa? – preguntó el
jefe de equipo.
–Casi he terminado.
–¿Problemas con Karo?
–En absoluto. Él tiene su carácter y yo el mío; si hacemos el
esfuerzo necesario, nuestras relaciones mejorarán. Pase lo que
pase, el trabajo no se resentirá.
–Ven conmigo, Nefer.
Neb el Cumplido llevó al aprendiz hasta un cobertizo, donde
se almacenaban distintas clases de piedras.
–¿Qué te parece ésta?
–Un gres mediano, lo bastante blando para ser trabajado con
cinceles de bronce, aunque demasiado poroso. No procede de la mejor
cantera, la del Gebel Silsileh, y no merece entrar en un monumento
real.
–Tienes razón, Nefer, la cantera es esencial: Asuán para el
granito rosado, Hatnub para el alabastro, Tura para el calcáreo, el
Gebel el-Ahmar para la cuarcita. El Lugar de Verdad no tolera
carencia alguna en este campo y deberá mantener siempre el mismo
nivel de exigencia. Visitarás cada una de esas canteras y grabarás
en tu memoria su nivel de explotación. ¿Has pensado en el origen de
la piedra?
–Creo que las piedras son engendradas en el mundo subterráneo
y crecen en el vientre de las montañas, pero también nacen en el
espacio luminoso, puesto que algunas han caído del cielo. Un bloque
parece inmóvil y, sin embargo, la mano del cantero sabe que está
vivo y que lleva en él la huella de unas metamorfosis que nuestros
ojos no saben ver, porque el tiempo del mineral no es el del
hombre. La piedra es el testigo de mutaciones que sobrepasan
nuestra existencia; al percibirlas, ¿no seremos nosotros los
testigos de la eternidad?
–¿Te gusta este granito?
–Es una maravilla… Se dejará pulir perfectamente y perdurará
a lo largo de los siglos.
–¿Te gustaría ser escultor?
–Aprender a tallar la piedra puede ocupar toda una vida, pero
la escultura me atrae.
–El jefe escultor Userhat considera que no necesita a nadie y
te costará mucho convencerle para que te instruya. Pero si la
piedra te habla, tal vez ella te abra el camino.
–Escucho la piedra y sólo la piedra.
Neb el Cumplido fingió abandonar la cantera pero, desde un
montículo, observó al joven. Al día siguiente hablaría con su
colega Kaha del necesario ascenso de Nefer el Silencioso en la
jerarquía del Lugar de Verdad.
Las mujeres iniciadas no estaban distribuidas en dos equipos,
como los hombres. Clara se sentía bien en la parte baja de la
jerarquía, y cumplía alegremente la tarea que le habían confiado.
Sin embargo, las aldeanas del Lugar de Verdad sólo intercambiaban
con ella palabras insignificantes y le hacían sentir que aún era
una extranjera, a la que no concedían confianza
alguna.
Al llegar la noche, Nefer y Clara hablaban de sus respectivas
experiencias y consideraban del todo normal la actitud de los
artesanos y sus esposas. Aquella aldea no se parecía a ninguna
otra, y sería necesario librar un largo combate para ser admitidos
sin reticencias.
Al celebrar a Hator, la diosa de las estrellas que hacía
circular por el universo la potencia amorosa, la única capaz de
unir entre sí todos los elementos de la vida, las sacerdotisas del
Lugar de Verdad contribuían a mantener la armonía invisible, sin la
que ninguna creación visible, correspondiendo a las leyes
celestiales, habría sido posible. A la cofradía, al igual que a los
ritualistas de todos los templos de Egipto, comenzando por el
propio faraón, le tocaba mantener día a día esa sutil energía para
asegurar al resto de la población la protección de los dioses y la
presencia de Maat en la tierra.
Clara era feliz de poder participar en esa gran obra, tanto
más perceptible cuanto la aldea le había consagrado su
existencia.
La puerta de la morada de Casa la Cuerda estaba cerrada.
Habitualmente, por la mañana, su esposa limpiaba el umbral y la
primera estancia de la casa, y ella misma tomaba el ramo de manos
de Clara.
Preocupada, la muchacha llamó. Le abrió una mujer
morena.
–Mi marido está enfermo -dijo malhumorada, como si Clara
fuera responsable de ello-. No sé cuándo vendrá la mujer sabia,
porque está cuidando a la esposa del escriba
Ramosis.
–Tal vez yo pueda ayudaros…
–¿Tenéis nociones de medicina?
–Algunas.
La esposa de Casa la Cuerda vaciló.
–Os lo advierto: si no curáis a mi marido, diré a todo el
mundo que sólo sois una pretenciosa.
–Y haréis bien.
La tranquilidad de Clara desarmó a la morena, que la dejó
pasar.
Casa estaba tendido en un banco de piedra, con una almohada
bajo la nuca. Tenía un rostro cuadrado, de tamaño medio, con los
cabellos muy negros, los ojos marrones y enormes
pantorrillas.
–¿Qué os duele?
–El vientre… me arde.
Clara examinó al paciente como le había enseñado Neferet, la
médica-jefe, teniendo en cuenta la tez, el olor del cuerpo, el
aliento y, sobre todo, palpando el abdomen y tomándole el
pulso.
–¿Es grave? – se inquietó Casa.
–No lo creo, pues ningún demonio os amenaza. Sufrís del
estómago como consecuencia de una indigestión. Durante unos días,
comeréis miel, pan seco tostado, apio e higos, y beberéis cerveza
muy dulce en muy poca cantidad, pero varias veces al día. El dolor
desaparecerá paulatinamente.
El artesano ya se sentía mejor.
–Prepárame todo eso -le pidió a su mujer-, y no olvides
avisar al escriba de la Tumba de que no iré a trabajar
hoy.
La morena miró a Clara con suspicacia.
–¿Deseáis que ponga las flores en vuestro
altar?
–Yo misma lo haré. Ahora marchaos, tengo mucho
trabajo.
–Que Hator os proteja y cure a vuestro
marido.
Clara pensaba seguir distribuyendo las flores, pero se detuvo
de repente. A un metro de ella, en medio de la calle principal,
estaba la mujer sabia, de impresionante melena blanca y ojos
inquisidores.
–¿Quién te enseñó a curar?
–La médica-jefe Neferet.
Una ligera sonrisa animó el severo rostro de la mujer
sabia.
–Neferet… de modo que la conociste.
–Ella me educó.
–¿Por qué no te hiciste médica?
–Porque Neferet me predijo que me aguardaba otro destino, y
la escuché.
–¿Sabes combatir las enfermedades más
graves?
–Algunas.
–Ven conmigo.
La morada de la mujer sabia, cubierta de malvarrosas, se
hallaba junto a la de Ramosis. Pasmadas, las vecinas vieron cómo
Clara entraba en la casa de la mujer sabia que, desde hacía veinte
años, no había abierto su puerta a nadie.
La muchacha descubrió una gran estancia que olía a
madreselvas. En unos anaqueles había potes y jarros que contenían
sustancias medicinales. A lo largo de las paredes, arcenes llenos
de papiros.
–Trabajé mucho tiempo con el médico Pahery, autor de un
tratado sobre los trastornos del recto y el ano -reveló la mujer
sabia-. Impuso a los aldeanos una estricta higiene cotidiana, la
regla básica para evitar la mayoría de las enfermedades. Disponemos
de la cantidad de agua necesaria, y es el primero de nuestros
remedios. Sé intransigente en ese punto y combate la suciedad sin
descanso; los remedios más potentes serán inútiles si no hay
higiene. ¿Te dan miedo los escorpiones?
–Un poco, pero Nefer me enseñó que su veneno contiene
sustancias beneficiosas contra muchos trastornos.
–Lo mismo ocurre con las serpientes. Te llevaré al desierto
para capturar las más temibles especies y fabricar nuestros propios
productos. Un buen médico es «el que domina los escorpiones», pues
este animal es capaz de apartar los malos espíritus y atraer las
energías positivas que el facultativo fija en los amuletos. Tratar
el cuerpo sutil es tan importante como curar el cuerpo aparente.
¿Conoces la primera de las fórmulas de curación?
–Soy la sacerdotisa pura de la leona Sejmet, experta en sus
deberes, la que posa la mano en el enfermo, unas manos sabias en el
arte de diagnosticar.
–Muéstrame lo que sabes hacer.
Clara puso la mano sobre la cabeza de la mujer sabia, en la
nuca, en las manos, los brazos, el corazón y las piernas. De este
modo escuchaba las palabras del corazón en cada canal de
energía.
–Sólo sufrís afecciones benignas -concluyó.
Le tocó entonces a la mujer sabia imponer las manos a Clara,
que sintió de inmediato un intenso calor.
–Tengo más energía que tú y voy a borrar cualquier rastro de
fatiga en tu organismo. En cuanto te debilites, ven a verme y te
devolveré la fuerza que te falte.
La sesión de magnetismo duró más de media hora. Clara tuvo la
impresión de que por sus venas corría una sangre
regenerada.
–Neferet debió de enseñarte el uso de las plantas medicinales
y los productos tóxicos.
–Pasé jornadas enteras en su laboratorio y sus enseñanzas
están grabadas en mi memoria.
–Tendrás acceso a mis cofres que contienen simples; por lo
demás, he aquí los potes con filtro que utilizo.
La mujer sabia mostró a Clara unos recipientes divididos en
dos por un filtro; en la parte de arriba estaban las drogas
sólidas, en la de abajo, las líquidas.
–Al calentarlos se produce vapor, que disuelve los sólidos,
que entonces se mezclan con los líquidos -explicó-. En algunos
casos, no hay que calentar, sino machacar los sólidos en agua, con
un mortero, y verter la solución obtenida en una vasija. ¿Deseas
que te enseñe mi ciencia?
El rostro de Clara se iluminó.
–¿Cómo podría agradecéroslo…?
–Trabajando duro y poniéndote al servicio de la cofradía.
Debes saber que los jefes de equipo no permiten que un obrero
enfermo trabaje, y que éste es libre de hacerse cuidar en la aldea
o en el exterior. En este último caso, solicita al médico una nota
de honorarios y el escriba de la Tumba cubre sus gastos. No debes
imponer nunca tu opinión, y debes dejar que cada cual sea
responsable de su elección.
–¿Debo entender… que voy a ser vuestra
ayudante?
–Sólo los superiores de la cofradía conocen mi edad. Hoy,
Clara, te confío este pequeño secreto: la semana próxima cumpliré
cien años. Según los sabios, me queda algún tiempo para meditar y
consagrarme exclusivamente a Maat. Como has aceptado ayudarme, tal
vez lo consiga.
–Cien años… ¡Es increíble!
–Esta aldea alberga tesoros inestimables. Uno de ellos
consiste en saber que el espíritu no está irremediablemente
condenado a la decadencia. Se puede combatir el envejecimiento
practicando una ciencia que consiste en regenerarlo. Pruébalo y tal
vez volvamos a hablar de ello algún día.
Kenhir seguía sorprendiéndose ante el atractivo contraste
entre la potencia física del muchacho y la refinada ejecución de
sus dibujos. Con una infinita paciencia, que su carácter arrebatado
y violento no permitía suponer, podía desplegar el talento de un
miniaturista. Puesto que Paneb ignoraba la fatiga y nunca
abandonaba antes de haber dado plena satisfacción a su instructor,
Kenhir había solicitado una bebida reconstituyente a la mujer sabia
para no sucumbir ante su alumno.
Aquella mañana, Kenhir no había propuesto ninguna prueba
nueva a Paneb, que se había limitado a trazar rápidamente más de
seiscientos jeroglíficos, del más sencillo al más
complejo.
–¿Estás contento con tu vida en la aldea? – preguntó el
escriba de la Tumba.
–Estoy aquí para aprender y aprendo.
–Al parecer no mantienes mucho contacto con los demás
miembros de tu equipo…
–Me paso el día en la escuela, por la noche preparo los
ejercicios del día siguiente, y destino mi tiempo libre a
reconstruir mi casa. Para distraerme, me divierto dibujando
retratos en pedazos de calcáreo que recojo en el desierto. Así
pues, no me queda mucho tiempo para charlar con los
demás.
–Retratos… ¿Retratos de quién?
–De vos y de los demás alumnos. Me parecen bastante
divertidos, pero los destruyo cuando están
terminados.
–Mejor así… La primera fase de tu educación ha terminado,
Paneb. El jefe de equipo te reclama y no puedo mentirle afirmando
que no estás preparado. Ahora, tú debes elegir.
–¿Elegir qué?
–Ser escriba en Tebas o dibujante en el Lugar de Verdad. Si
optas por la primera solución, te recomendaré a unos colegas y
serás contratado en la administración. Sé que te costará aceptar
los reglamentos, pero eso no será nada comparado con la brillante
carrera que te espera. Tendrás una vivienda oficial y te
enriquecerás año tras año, los servidores te harán la vida más
fácil y la gente se inclinará ante ti. Con tu capacidad de trabajo
y tu extraordinaria memoria, ocuparás un cargo de gran
responsabilidad. En cambio, tu porvenir como dibujante se anuncia
bastante oscuro, pues tus colegas no sienten deseo alguno de
ayudarte, sino muy al contrario. Se conocen desde hace tiempo y
miran con recelo a cualquier novicio que los retrase en las
obras.
–Pertenecemos a la misma comunidad, ¿no?
–Así es, pero son aguerridos profesionales y hombres rudos a
quienes te será difícil ablandar. A mi entender, sean cuales sean
tus esfuerzos y tus dotes, te rechazarán y seguirás siendo un
simple obrero, decepcionado al haber perdido una hermosa carrera de
escriba.
–¿Tan crueles son mis colegas?
–Representas una amenaza para ellos. Se
defenderán.
–No es una actitud muy fraternal…
–Los servidores del Lugar de Verdad son sólo hombres,
Paneb.
–Al oír vuestras palabras, parece como si mi destino ya
estuviera escrito.
–Si sigues el camino de la razón, no lo
lamentarás.
–Hay un detalle que me intriga, profesor… ¿Por qué un erudito
de vuestro talento aceptó el cargo de escriba de la Tumba en vez de
convertirse en un alto dignatario tebano? El Lugar de Verdad debe
de poseer algunos encantos para haberos atraído…
Kenhir enmudeció.
–No os preocupéis por mí: afrontaré a los dibujantes y les
demostraré que mi lugar está entre ellos.
De acuerdo con el jefe de equipo, Neb el Cumplido, Kenhir
había intentado desalentar al muchacho. Y le satisfacía haber
fracasado.
Paneb tuvo la sensación de salir de un largo sueño mientras
recorría la calle principal de la aldea. Desde su admisión en la
cofradía, sólo había tenido dos objetivos: aprender a dibujar los
jeroglíficos y hacer habitable su casa.
Saber leer y escribir le daba una formidable sensación de
poder. Cada vez que dibujaba una pantera, un halcón o un toro,
tenía la impresión de que adquiría algunas de las cualidades del
animal; la escritura hacía vivir lo abstracto, la lectura ofrecía
las enseñanzas de los sabios.
Los dos años que llevaba en la aldea habían transcurrido como
un sueño. Paneb sólo había tratado con Nefer y Clara, con quienes
únicamente hablaba de jeroglíficos, y había pasado la mayor parte
de su tiempo junto a Kenhir, en la escuela con los demás alumnos o
en clases particulares. Ahora, la estrategia de su profesor era
evidente: el escriba de la Tumba había intentado formar a otro
escriba para enviarlo al exterior.
Paneb sabría extraer las enseñanzas de ese silencioso combate
que no se había librado con los puños sino con la cabeza. Kenhir
había intentado hechizarle, jugar con su vocación, desviándola y
mostrándole el fulgor de las innumerables ventajas de las que
gozaba un burócrata.
Kenhir había fracasado. Sin desviarse de su camino, Paneb se
había apoderado de su saber y ahora dominaba los signos de poder
indispensables para un dibujante del Lugar de Verdad. Su magia era
tan intensa que había absorbido su energía y su atención, hasta el
punto de hacerle olvidar la más hermosa creación de los dioses: las
mujeres.
Desde que había empezado a trabajar, Paneb no las había
mirado ni una sola vez. Clara no contaba, ya que, además de ser muy
distinta de las demás, era la esposa de Nefer. La consideraba como
una hermana mayor que le transmitía tranquilidad y le daba buenos
consejos.
¿Cómo había podido prescindir de las mujeres durante tanto
tiempo? ¡La magia del artero Kenhir debía de ser muy eficaz! En el
futuro desconfiaría del retorcido personaje, uno de los tres jefes
de la cofradía. Kenhir había hecho que cayera en sus redes y le
había privado del amor.
Era día de descanso para el equipo de la derecha. Algunos
artesanos dormían, otros arreglaban su casa, otros fabricaban
muebles para venderlos a algunos compradores del exterior. Hasta
entonces, todos habían ignorado a Paneb, que se lo había pagado con
la misma moneda. Pronto se enfrentaría con los dibujantes pero,
ahora, mientras la mañana estaba tocando a su fin, se dedicaba a
mirar a las mujeres de la aldea y a seducirlas.
En vez de regresar a casa rápidamente para ocuparse de su
morada, avanzaba con lentitud por la calle principal y miraba a
cualquier mujer que pasara por su lado. Antes de entrar en la
aldea, Paneb había creído que el Lugar de Verdad era un austero
paraje donde las esposas de los artesanos estaban todo el día
encerradas en casa o en ¡os oratorios; pero, como en los demás
pueblos de Egipto, la mayoría de las mujeres trabajaban y
deambulaban por las calles con los pechos desnudos, y Paneb
devoraba con la mirada los jóvenes senos. Por desgracia, ellas no
disfrutaron en absoluto del jueguecito; unas le lanzaron iracundas
miradas, y otras entraron, furibundas, en sus
casas.
La caza no se anunciaba fácil, pero el joven coloso no dudaba
de su éxito. Tras aquel abominable período de abstinencia, no se
andaría con remilgos, y aceptaría la compañía de una vieja
experimentada o de una joven principiante.
Creyó haber encontrado su presa cuando una rubia más bien
pequeña, que estaba para comérsela, le observó con ternura. Pero
Paneb avanzó hacia ella con demasiada rapidez, y ella, asustada,
corrió hacia su casa y cerró de un portazo.
–Se diría que asustas a las chicas -murmuró una voz
afrutada.
Paneb se giró y vio a una soberbia pelirroja, de unos veinte
años, que llevaba un vestido verde con tirantes que dejaba ver los
senos desnudos. Tenía un pecho suntuoso y cada una de sus formas
encendía el deseo.
–Mi nombre es Paneb.
–Yo me llamo Turquesa y estoy soltera.
A él no le importaba que estuviera casada o no. Lo esencial
era que fuese una mujer.
–¿Deseas charlar un poco?
–Pues no. Me muero de ganas de hacer el amor
contigo.
Turquesa sonrió.
–Eres un verdadero coloso…
–¡Y tú eres preciosa! Creo que sintonizaremos a las mil
maravillas y tanto el uno como el otro obtendremos el mismo
placer.
–¿Crees que es modo de hablar con las
mujeres?
–Ya hemos hablado bastante.
Escaló los pocos peldaños que llevaban hasta la entrada de la
casita de Turquesa, la estrechó entre sus brazos y le dio un fogoso
beso. Puesto que ella no se resistía, la arrastró hacia el
interior, donde reinaba una suave penumbra, y le arrancó la frágil
vestidura.
El ambarino perfume de la muchacha, su piel blanca y su modo
de acurrucarse contra él le enloquecieron. Ella respondió a cada
una de sus iniciativas y partieron, juntos, hacia un maravilloso
viaje, el descubrimiento de sus cuerpos.
–¡Bien mereces tu nombre, Paneb el Ardiente!
–Nunca había conocido a una mujer tan
excitante…
–¿Acaso has conocido a muchas?
–En el campo, las muchachas no se andan con
remilgos.
–Los sentimientos no parecen interesarte.
–Los sentimientos son buenos para los viejos. La mujer
necesita un hombre; el hombre, una mujer… ¿Por qué complicarlo
todo?
–¿Eso es lo que opina tu amigo Nefer?
–¿Le conoces?
–Le he visto con su mujer, Clara.
–Su caso es distinto. Su amor es un milagro que los unirá
hasta la muerte, pero no los envidio. Ya no conocerá a otra mujer,
¡te das cuenta! Pensándolo bien, es una especie de
maldición.
Paneb se incorporó y se apoyó en los codos.
–Eres realmente preciosa… ¿Por qué no te has
casado?
–Porque prefiero mi libertad, como tú.
–Eso debe dar mucho que hablar en la aldea.
–Sí y no. Soy hija de un cantero del equipo de la izquierda
que quedó viudo muy joven. Fui educada por unos y otros hasta que
mi padre murió, hace tres años. Decidí quedarme aquí, en mi aldea,
y convertirme en sacerdotisa de Hator. ¿No es acaso la diosa del
amor, de todos los amores?
–¿Tienes muchos amantes?
–Eso no es asunto tuyo.
–Tienes razón, no me importa. Ahora, tu único amante soy
yo.
–Te equivocas, Paneb. Soy una mujer libre y no me ataré a
ningún hombre. Tal vez nunca vuelva a acostarme
contigo.
–¡Estás loca!
Intentó tumbarse sobre ella, pero Turquesa le
esquivó.
–Sal de mi casa -ordenó.
–Podría tomarte por la fuerza.
–Serías expulsado de la aldea esta misma noche y condenado a
una larga pena de cárcel. Vete, Paneb.
Cariacontecido, el joven coloso se marchó. ¡Qué complicadas
eran las mujeres, sobre todo cuando se negaban a someterse! Había
perdido a Turquesa, pero ya encontraría a otra. Ahora que había
saciado sus ansias sexuales por algún tiempo, Paneb sólo se
preocuparía de terminar su casa.
Como las demás moradas del Lugar de Verdad, le había sido
atribuida oficialmente por el visir, y su modesta superficie de
cincuenta metros cuadrados tenía en cuenta su situación de soltero.
Las parejas gozaban, por término medio, de ochenta metros
cuadrados, y las parejas con hijos, de ciento veinte. Las fachadas,
que medían tres metros por siete, daban a la arteria principal,
eran estrechas y en ellas se abría una puerta pequeña hacia la que
bajaba un tramo de escaleras.
La construcción descansaba en un zócalo de piedra, de un
metro de altura, sobre el que se habían edificado muros de ladrillo
crudo cubiertos de un revoque y numerosas capas de encalado. La
casa de Paneb, sin embargo, carecía de estos acabados, y no era, ni
mucho menos, tan sólida como las más antiguas viviendas de la
aldea, construidas directamente sobre la roca.
Aunque no ayudaba a su amigo, ya que éste prefería trabajar
solo, Nefer le había dado algunos consejos para que no cometiera
grandes errores. Así, Paneb se había deslomado para hacer unos
muros exteriores muy gruesos, y había separado las habitaciones con
tabiques interiores, menos gruesos y de ladrillos unidos por un
sencillo mortero de tierra. Esos tabiques soportaban los techos y
la terraza. La estructura estaba formada por troncos de palmera,
apenas escuadrados y apretados unos contra otros; colocarlos
correctamente no había sido cosa fácil pero Paneb lo había
conseguido, gracias a su fuerza y a las precisas indicaciones de
Nefer.
La disposición de las ventanas había requerido toda su
atención, pues debía asegurar la buena circulación del aire para
mantener el calor en invierno y el fresco en verano. Tras un primer
fracaso, que le había obligado a repetir parte de la estructura y a
hacer más gruesos todavía los muros exteriores, Paneb había
obtenido un resultado satisfactorio.
Como las demás casas de la aldea, la suya tenía tres pisos y
disponía de una cocina, dos sótanos, tres habitaciones, algunas
comodidades y una tenaza. Pero el conjunto
estaba vacío y desnudo, y no contaba con nada para adornarlo. Paneb
sólo disponía de una sencilla estera, no tenía pinturas ni
ornamentos que dieran un poco de vida al reducto.
A Paneb se le ocurrían mil ideas, pero no era capaz de
concretarlas, y sólo le interesaba la perfección. De momento, se
limitaba a las flores entregadas cotidianamente a las sacerdotisas
de Hator y que Clara se encargaba de distribuir a los habitantes de
la aldea para que las depositaran en un altar, en ofrenda a la
diosa.
Había llegado el momento de aprender nuevas técnicas que
permitieran a Paneb embellecer su casa y convertirla en la más
deslumbrante del Lugar de Verdad.
Entonces, Ardiente vio que se acercaba un
hombre.
Era más bajo que Paneb, aunque aproximadamente tenía la misma
planta y caminaba golpeando pesadamente el suelo, como si tuviera
dificultades para desplazar su masa muscular.
–¿Vienes a verme?
–¿Eres Paneb el Ardiente?
–¿Cómo te llamas?
–Nakht el Poderoso, cantero.
–Hermoso apodo… ¿Qué hazañas has realizado para
merecerlo?
–Aunque comenzaras hoy a levantar bloques y no te detuvieras
un solo segundo hasta cumplir los cien años, no manejarías tantos
como yo.
–No pienso ser cantero, sino dibujante y
pintor.
–La cofradía tiene en sus filas a un pintor excepcional y
tres experimentados dibujantes. Son los que decoran la morada de
eternidad de Ramsés el Grande, las de los miembros de la familia
real y las de los nobles. ¿De qué podría servirles un mastuerzo
como tú?
–He sido iniciado como ellos y pertenezco a la misma
cofradía.
–Confundes la teoría con la práctica, muchacho. Ciertamente,
has tenido la suerte de ser admitido entre nosotros, pero ¿cuánto
tiempo vas a quedarte?
–Tanto como me plazca.
–¿Te crees dueño de tu
destino?
–En nuestro camino hay puertas. Unos las miran, otros llaman
a ellas con la esperanza de que alguien les abra. Yo las
derribo.
–Entretanto, deberás obedecerme.
–¿Cuáles son tus órdenes, Nakht?
–Hay que restaurar una pared de mi casa y no tengo ganas de
esforzarme. Como ya tienes experiencia, encárgate tú de
ello.
–Se trata de tu casa, no de la mía. Resuelve tú mismo el
problema.
–Has sido contratado para servir, muchacho.
–Servir en la obra, sí, pero no a explotadores de tu
clase.
–Eres demasiado insolente para mí… Mereces un severo castigo
que te devuelva al buen camino.
El adversario tenía un aspecto temible, pero no asustaba a
Paneb, convencido de que iba a ser más rápido tanto en la defensa
como en el ataque.
–No te confíes, Nakht, vas a recibir un buen
golpe.
–Acércate, fanfarrón, acércate…
–¿Lo has pensado bien? En tu lugar, yo regresaría a casa para
que mi esposa me mimara. Si te encuentra cubierto de heridas, te
abandonará.
Harto, Nakht el Poderoso intentó hundir su puño en el vientre
de Paneb. Pero éste dio un salto hacia un lado y alcanzó a su
adversario en el costado izquierdo. Paneb le rompió una costilla y
le arrancó un aullido de dolor.
–¡Basta! – ordenó Nefer, que llegaba
corriendo.
Le traía a su amigo un pastel de higos que había preparado
Clara, y descubría un lamentable espectáculo.
Paneb le obedeció y bajó la guardia.
En cambio, Nakht el Poderoso embistió a su adversario con la
cabeza.
Nefer el Silencioso descubrió una especie de templete al que
se accedía por un porche. El jefe de equipo Neb el Cumplido, que se
encargaba de las funciones de guardián del umbral, solicitó a cada
artesano que se identificara.
Después de aquel rito, cada miembro del equipo de la derecha
penetró en un pequeño patio al aire libre y se arrodilló ante un
estanque de purificación de forma rectangular. El pintor Ched el
Salvador tomó agua con una copa y la vertió sobre las palmas de las
manos de sus colegas.
Ched fue purificado a su vez; luego, los artesanos entraron
en la sala de reunión cuyo techo, sostenido por dos columnas,
estaba pintado de ocre amarillento. A lo largo de los muros había
unos sitiales empotrados en bancos de piedra. Tres altas ventanas
difundían una suave luz durante el día; como caía la noche, se
habían encendido unas antorchas.
Unos muretes separaban la sala de reunión de un santuario
elevado, en el que sólo podía entrar el jefe de equipo. Estaba
compuesto por un naos que albergaba una estatuilla de la diosa Maat
y dos pequeñas estancias laterales, donde se conservaban vasijas de
ungüento, altares portátiles y demás objetos
rituales.
Neb el Cumplido se aposentó a oriente, en el sitial de madera
que habían ocupado, antes que él, los demás maestros de obras
encargados de dirigir el equipo de la derecha.
–Rindamos homenaje a los antepasados y reguemos que nos
iluminen -ordenó-. Que el sitial de piedra más cercano a mí
permanezca por siempre vacío de cualquier presencia humana, para
que quede reservado al ka de mi predecesor,
que vive entre las estrellas y está siempre entre nosotros. Que su
ejemplo preserve nuestra unidad.
Los artesanos guardaron silencio. Todos tuvieron la sensación
de que las palabras de Neb el Cumplido no eran vanas y de que los
vínculos que los unían eran más fuertes que la
muerte.
–Dos de nosotros están en conflicto -declaró el jefe de
equipo-. Debo consultaros para saber si es posible resolver aquí
mismo el asunto o si debemos llevarlo ante el tribunal del Lugar de
Verdad.
Con la cabeza envuelta en un lienzo humedecido con mirra, que
calmaba el dolor, Nakht pidió la palabra.
–He sido agredido por el aprendiz Paneb el Ardiente. Casi me
hunde el cráneo, y ahora debo descansar varios días, lo que
retrasará el trabajo del equipo. Por eso debe ser severamente
condenado por el tribunal.
–No hay otra solución -aprobó Karo el
Huraño.
Paneb se disponía a protestar vigorosamente cuando Nefer le
puso la mano en el hombro para impedir que se
levantara.
–He sido testigo del enfrentamiento entre Nakht el Poderoso y
Paneb -dijo Nefer tranquilamente-. Era evidente que iban a llegar a
las manos y he intervenido para que la querella cesara. Mientras
que Paneb me ha escuchado, Nakht le ha embestido con la cabeza. Ha intentado cogerlo a traición y Paneb no
ha tenido más remedio que defenderse.
–No estarás hablando así porque Paneb es tu amigo, ¿verdad? –
preguntó el jefe de equipo.
–Si Paneb hubiera actuado mal, no intentaría justificar su
comportamiento. Para mí sólo queda un punto que aclarar: la causa
del enfrentamiento.
–Eso es mentira -objetó Nakht-; mis heridas demuestran que yo
no he sido el agresor.
–Retorcido argumento -estimó Nefer-; si me hubieras
escuchado, ahora seguirías ileso. ¿Qué le exigías a
Paneb?
–Sólo deseaba discutir con él, pero ha comenzado a
insultarme. ¡Es una actitud indigna de un
aprendiz!
–¿Tiene un cantero derecho a exigir que un aprendiz abandone
el camino de la rectitud y traicione su juramento?
Nakht el Poderoso palideció.
–¡Es una pregunta sin sentido! Estabas demasiado lejos, no
has podido oír nada de lo que hablábamos y, además… ¡no le he
exigido nada!
–En efecto, no he oído nada, pero sólo así se explica tu
comportamiento. Vivimos en el Lugar de Verdad, Maat es nuestra
soberana, ¿cómo puedes seguir mintiendo?
El tono de Nefer no era agresivo en absoluto. Parecía más
bien el de un padre que intentara lograr que su hijo advirtiera que
estaba cometiendo un grave error.
Los argumentos de Nefer dieron vueltas a un ritmo endiablado
por la cabeza de Nakht el Poderoso. Las miradas de sus colegas le
parecieron más pesadas que los serones llenos de piedras que tantas
veces había levantado, y las palabras de su primer juramento, tan
lejanas ya, le volvieron a la memoria.
–Retiro mi queja contra Paneb -declaró agachando la cabeza-.
Una pequeña querella de este tipo no puede poner en cuestión
nuestra fraternidad… A veces nos exaltamos un poco, pero eso no es
malo. Nos hemos zurrado un poco porque queríamos medir nuestras
fuerzas. Mejor sería enfrentarse en una competición de
lucha…
–A tu disposición -dijo Paneb.
–El asunto queda zanjado -decidió el jefe de equipo-. ¿Hay
otros temas para abordar?
–No estoy satisfecho con la calidad de los últimos ungüentos
que me han entregado -se quejó Karo el Huraño-. Tengo la piel
frágil y me provocan rojeces.
–Se lo comunicaré al escriba de la Tumba -prometió Neb el
Cumplido-, y se vigilará mejor la calidad de los
ungüentos.
–Pronto nos faltarán pinceles finos -se lamentó el pintor
Ched-. Hace meses que me quejo de ello, pero nadie me hace
caso.
–Yo me encargaré. ¿Eso es todo?
Nadie pidió la palabra.
–Tenemos un programa de trabajo muy apretado -anunció Neb el
Cumplido-. Mientras el equipo de la izquierda termina la inmensa
morada de eternidad de los «hijos reales» de Ramsés el Grande en el
Valle de los Reyes, hemos recibido la orden de restaurar varias
tumbas del Valle de las Reinas. Si hay que hacer horas extras,
recibiréis sandalias de primera calidad y hermosas piezas de tela
como compensación.
–También debemos preparar una fiesta -se lamentó Karo-.
¿Cuándo tendremos tiempo para dormir? Se acerca el verano y el
trabajo será cada vez más penoso. ¡Que no nos falte agua fresca,
sobre todo!
–Y no olvides la cerveza -añadió Nakht el Poderoso-. Sin ella
no tendremos fuerzas para trabajar.
–Como dibujante, y dada la magnitud del proyecto -añadió Gau
el Preciso-, solicito que el laboratorio central vele especialmente
por la calidad de los colores que nos entregan. Debemos respetar
los contornos y los tintes originales.
Sus dos colegas, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan,
expusieron las mismas quejas.
Como ya no había nadie más que quisiera hablar, el jefe de
equipo se levantó, hizo que apagaran las antorchas y dirigió una
postrera invocación a los ancestros.
Aunque el local estaba sumido en la oscuridad, Paneb advirtió
un extraño resplandor que procedía del naos. Habría jurado que
había una lámpara encendida en el interior del pequeño santuario y
que su luz atravesaba la puerta de madera dorada.
Creyéndose víctima de una alucinación, el joven se fijó en el
increíble fenómeno, pero no pudo demorarse, pues tuvo que seguir a
los artesanos que abandonaban la sala de reunión.
–¿Has visto ese extraño resplandor? – le preguntó al pintor
Ched.
–Sal en silencio.
La temperatura era suave, la aldea dormía. En cuanto
estuvieron al aire libre, Paneb volvió a hacer la
pregunta.
–Bueno, ¿lo has visto?
–Era sólo el fulgor de las antorchas
agonizantes.
–¡La luz procedía del naos!
–Te equivocas, Paneb.
–Estoy seguro de que no.
–Ve a dormir, eso evitará que te engañen los
espejismos.
Paneb interrogó a Pai el Pedazo de Pan, que tampoco había
advertido nada anormal. Luego buscó a Nefer, pero no consiguió
encontrarle. Su amigo, que había logrado que le absolvieran y le
había ahorrado, así, cualquier sanción, debía de estar ya en su
casa.
¡No, imposible! Sin duda, Nefer habría querido
hablarle.
El equipo se había dispersado. Paneb estaba solo ante la
puerta cerrada del local de la cofradía.
¿Qué le había ocurrido a Nefer?
Pero Paneb el Ardiente no se dejaría degollar como un animal
en el matadero. ¡Era capaz de luchar solo contra la maldita aldea!
Se disponía a iniciar la guerra cuando llamaron a la
puerta.
Desconfiado, el joven se armó con un garrote, preparado para
romper la cabeza de los artesanos que intentaran apoderarse de
él.
Abrió la puerta blandiendo el garrote y descubrió a dos
mujeres, Clara y una rubia asustada. La primera llevaba un busto de
yeso, la segunda, un ramillete de tallos de loto, narcisos y
acianos.
–Protección para tu rostro -dijo ella utilizando la fórmula
tradicional para desear un buen día-. Uabet se ha prestado a
ayudarme para decorar tu casa.
–¿Sabes dónde está Nefer?
–¿Estás preocupado por él?
–¡Ha desaparecido!
–Tranquilízate, ha ido a visitar unos astilleros para
estudiar las técnicas de los carpinteros.
–¿Solo?
–No, con el jefe de equipo y algunos
artesanos.
–¿Estás segura?
Intrigada, Clara miró a Paneb.
–¡Pareces trastornado!
–Creía que le habían raptado, que le habían maltratado,
que…
–Tranquilízate, todo va bien; sólo se trata de un corto viaje
de carácter profesional. ¿Qué imaginabas?
Paneb dejó el garrote.
–Temo por su vida, temo que la cofradía entera le sea
hostil.
–Tranquilízate -recomendó Clara-. He aquí el busto de un
antepasado, que tú venerarás cada día pensando en los servidores
del Lugar de Verdad que te han precedido.
–¿Debo colocarlo en la primera estancia, igual que en tu
casa?
–En efecto, es la costumbre.
Uabet la Pura entregó las flores al joven coloso
tímidamente.
–Su perfume agrada al ka de los
antepasados -comentó Clara-; si no estuviéramos unidos a ellos, si
no nos ofrecieran su fuerza, no podríamos
sobrevivir.
–Los antepasados no me interesan… Sólo me importa el
porvenir.
–No construirás sin cimientos, Paneb. Nuestros antepasados
moldearon el espíritu de la aldea y alimentaron su alma con sus
creaciones. Debemos transmitir lo que ellos nos transmitieron a
nosotros. No podrás construir tu futuro si ignoras el
pasado.
Sumido en la meditación de las palabras de Clara, Paneb no
había advertido que Uabet la Pura le miraba con
ternura.
Con el busto del antepasado, depositado de cualquier manera
en un rincón de la primera estancia de su casa, Paneb comió de
prisa y corriendo y luego se dirigió a casa del pintor Ched, a
quien consideraba el superior de los tres dibujantes. Le exigiría
un programa concreto de trabajo y no se dejaría engañar por un vago
discurso.
Ched se disponía a partir hacia el Valle de las Reinas
provisto con valiosos materiales. Dotado de una elegancia natural,
con el pelo y el pequeño bigote muy cuidados, los ojos de un gris
claro, la nariz recta y los labios finos, el pintor parecía dedicar
una desdeñosa mirada a todo lo que le rodeaba.
–¡Esperadme!
–¿Que te espere…? ¿Por qué?
–Os acompaño al Valle de las Reinas, ¿no?
La sonrisa de Ched era más aguda que un
puñal.
–Has perdido la cabeza, muchacho; voy a realizar unos
trabajos de restauración de extremada delicadeza y no necesito a un
aprendiz.
–Sé leer y escribir, y dibujo los jeroglíficos
perfectamente.
–Como todos los habitantes de la aldea… Pero ¿qué sabes tú
del arte del Trazo, de las reglas de proporción y de la secreta
naturaleza de los colores? Al parecer quieres ser dibujante,
¡pintor incluso! ¿Acaso ignoras que no dictas tus exigencias a la
cofradía? Deberías aprender a elaborar yeso. Eso es lo mejor que
puedes hacer hasta el fin de tus días.
Las palabras de Ched eran cuchillos que se clavaban en las
carnes del joven coloso.
–Hay otro elemento esencial que no has percibido -prosiguió
el pintor-: la morada que te han atribuido no es la casa de un
campesino o de un pequeño escriba, sino un santuario. Sólo has
pensado en tu comodidad material, pero ¿qué sabes del significado
simbólico de cada estancia y dónde están las pinturas y los objetos
que le dan sentido? De momento sólo eres un hombre del exterior, mi
pobre Paneb, y no estoy seguro de que tengas la inteligencia y el
talento necesarios para ser un auténtico servidor del Lugar de
Verdad. Podrías seguir el ejemplo de tu amigo Nefer que, en cambio,
ha progresado mucho. Y no olvides que la puerta de la aldea se abre
muy fácilmente hacia el exterior, donde obtendrás un trabajo a tu
medida.
Paneb, atónito, vio alejarse al pintor sin poder pronunciar
una sola palabra de réplica. Estuvo a punto de abalanzarse sobre
Ched para arrancarle el material y pisotearlo, pero los reproches
del pintor seguían hiriéndole como latigazos, con tanta o más
violencia con la que eran fundados.
Ched tenía razón: era sólo un campesino en compañía de un
pequeño escriba. Pero ¿por qué Nefer, su único amigo, no le había
ayudado a tomar conciencia de ello? ¿Y a qué progreso había aludido
Ched? Para aclararlo, Paneb decidió preguntárselo a
Clara.
En la calle principal, se cruzó con dos de los tres
dibujantes, Unesh el Chacal y Gau el Preciso, que partían hacia el
Valle de las Reinas. Apenas los saludó, porque se dio cuenta de la
ironía de su mirada.
La puerta de la casa de Clara y Nefer estaba cerrada, así que
llamó.
–¡Clara! ¿Puedo entrar?
–Un momento -respondió ella.
Qué extraño… ¿Acaso la muchacha iba a rechazarle también al
igual que había hecho el pintor? No tuvo tiempo de alimentar sus
negras ideas, pues la puerta no tardó en abrirse.
–¿Ha regresado Nefer?
–Todavía no.
–Quiero verle.
–Está trabajando en una obra.
–¿Por qué él ha elegido el buen camino y yo
no?
–¡Tú sabrás! Entra, tengo que terminar un
trabajo.
Paneb descubrió estupefacto al tercer dibujante, Pai el
Pedazo de Pan, un hombre rollizo, de rostro jovial e hinchadas
mejillas. Su muñeca derecha estaba vendada.
–Un pequeño esguince -explicó-. Gracias a los cuidados de
Clara, en pocos días volveré a mi actividad
normal.
La muchacha se aseguró de que el vendaje no estuviera
demasiado apretado.
–De momento, Pai, descanso completo. No te preocupes, no te
quedará ningún tipo de secuela.
Paneb observó la primera estancia detenidamente: en una
esquina había una extraña construcción, el busto del antepasado en
un altar, otro altar florido… Nefer había transformado su morada en
santuario.
–El pintor Ched acaba de insinuar que soy un inútil, mi único
amigo ha desaparecido y yo no entiendo nada. ¿Qué está pasando,
Clara?
–Sencillamente tienes que franquear una nueva etapa; y tú
debes trazar el camino.
–¡El único consejo que Ched me ha dado es que me haga
yesero!
–Eso es estupendo -observó Pai el Pedazo de
Pan.
A Paneb le hervía la sangre.
–¡También tú te burlas de mí!
–¿Aún deseas ser dibujante?
–¡Más que nunca!
–Comprende entonces que tu primera obra, aquella con la que
debes ponerte a prueba, es tu propia casa. Nos has mostrado que
sabías arreglártelas solo en obras mayores, pero no es suficiente.
Debes aprenderlo todo del oficio, para no cometer errores cuando
trabajes en la pared de una morada de eternidad.
–¡Tú no has sido yesero!
–Claro que sí. ¿Cómo conseguir un buen dibujo sin un buen
soporte? Su fabricación es el primero de los
secretos.
–¿Aceptarías enseñármelo? – preguntó Paneb,
angustiado.
Pai el Pedazo de Pan contempló su muñeca.
–No me gusta el descanso forzoso… Podríamos
probarlo.
Serketa gozaba de una salud excelente y, hasta el momento, su
embarazo era muy tranquilo. Sin embargo lo más importante era el
sexo del feto. Desde hacía dos semanas orinaba diariamente sobre
dos bolsas, una con trigo, dátiles y arena, y otra con arena,
dátiles y cebada. Si primero germinaba el trigo, Serketa daría a
luz una niña; si lo hacía la cebada, un muchacho.
–No cabe la menor duda en el resultado -le anunció su
ginecólogo.
–Tenéis un aspecto excelente, querido Méhy -exclamó el
alcalde de Tebas-. Para los militares no hay nadie como vos, y a la
población le han gustado mucho las grandes maniobras que habéis
dirigido. Se siente protegida y a salvo de cualquier
peligro.
–El mérito es de los oficiales y los hombres de la tropa,
cuya disciplina es ejemplar.
–¡Pero vos habéis dado las órdenes!
–Inspirándome en vuestras recomendaciones -recordó
Méhy.
Al alcalde le gustó esa apreciación.
–¿Os habéis rehecho ya de la muerte de vuestro
suegro?
–¿Podré hacerlo algún día? Tenía tanta personalidad y era tan
competente que su ausencia deja un inmenso vacío. Mi mujer y yo
evocamos su memoria todos los días; sin duda, nunca podremos
consolarnos de su desaparición.
–Claro, claro… Pero hay que pensar en el porvenir y no hay
mejor remedio para los grandes dolores que trabajar duramente. Sois
competente, concienzudo y metódico; todas esas cualidades os
convertirán en un excelente tesorero principal de nuestra ciudad de
Tebas.
Méhy fingió sorprenderse.
–¡Es un cargo muy importante! No sé si…
–Yo decido y sé que no me equivoco. Convirtiéndoos en mi mano
derecha, seréis responsable de la prosperidad de nuestra querida
ciudad. Yo, por mi parte, me distanciaré un poco.
Méhy sabía que el alcalde necesitaba su tiempo, sobre todo
para desmantelar las facciones que intentaban debilitarle y luchar
contra los numerosos candidatos dispuestos a ocupar su
cargo.
–Me proponéis una exultante tarea, pero una grave razón me
impide aceptarla.
–¿Cuál?
–No puedo suceder a mi suegro… Eso sería demasiado cruel para
mi esposa.
–¡Tranquilizaos, yo hablaré con ella! Méhy, Tebas os
necesita. ¿Y, en determinadas circunstancias, no hay que sacrificar
los propios sentimientos en bien del interés
general?
Méhy tenía ganas de dar saltos de alegría. Tras haberse
asegurado el control de las fuerzas armadas, tomaba en sus manos la
hacienda pública. En adelante sería el mejor apoyo del alcalde que,
como buen estratega, había delimitado claramente sus respectivos
territorios. Para Méhy, una administración sana irreprochable; para
el alcalde, el poder representativo. Probablemente, éste no había
creído que Méhy sintiera tal afecto por su suegro, pero no podía
sospechar la verdad. Que un asesino quedara impune y ocupara,
incluso, el lugar de su víctima le demostraba, al nuevo tesorero
principal de Tebas, que la Ley de Maat era sólo una fábula
inventada por falsos sabios encerrados en templos, lejos de la
realidad. El viejo mundo de los faraones no tardaría en desaparecer
para ser sustituido por un Estado conquistador, dotado de una fe
inalterable en el progreso y capaz de imponerse a las
civilizaciones decadentes.
Para conseguir ponerse a su cabeza, Méhy utilizaría el
talento de su amigo Daktair, que no se detendría por ningún
escrúpulo moral. Gracias a un clan de hombres nuevos de su misma
condición, sin vínculo alguno con la tradición, Egipto se
transformaría rápidamente en un país moderno donde reinara la única
ley que Méhy respetaba: la del más fuerte. Un hábil maquillaje
jurídico y algunas declaraciones públicas muy sentidas apaciguarían
las reticentes conciencias de algunos altos funcionarios,
conquistados rápidamente por el beneficio personal que obtendrían
de la nueva situación. En cuanto al pueblo, éste estaba hecho para
ser sometido y nadie se rebelaba, por mucho tiempo, ante una
policía y un ejército bien organizados.
Sin embargo, quedaba un obstáculo por superar: Ramsés el
Grande. Pero el soberano era muy viejo, y su salud, cada vez más
frágil. Pese a su robusta constitución y a su excepcional
longevidad, la muerte acabaría venciéndole. La idea de un atentado
que acelerara la desaparición de Ramsés no podía excluirse, pero
exigía un número incalculable de precauciones para que la
investigación no pudiera llegar hasta Méhy. Sería mejor gangrenar
el entorno del futuro faraón, Merenptah, con la esperanza de hacer
abortar su reinado y poner en su lugar a un hombre de paja
controlado por Méhy.
El tiempo corría a su favor. Sobre todo no debía ceder a la
impaciencia, a riesgo de dar un fatal paso en falso. Y el objetivo
principal seguía siendo la conquista del Lugar de Verdad. Gracias a
los secretos que detentaba, Méhy se convertiría en el dueño único
de las Dos Tierras. Pero atacarlo suponía chocar de frente con
Ramsés; hasta que la relación de fuerzas se invirtiera en su favor,
Méhy se limitaría a ofensivas indirectas, sin olvidarse de zapar
los cimientos del edificio.
Con los pechos desnudos, perfumada con incienso, el cabello
suelto y las muñecas y los tobillos adornados con collares de
turquesa y cornalina, Serketa se arrojó al cuello de su
marido.
–¡Qué tarde vuelves! ¡Ya no podía seguir
esperándote!
–El alcalde me ha entretenido.
–Es un hombre pérfido que no tiene corazón… ¡Desconfía de
él!
–Acaba de nombrarme tesorero principal de
Tebas.
Serketa se apartó del comandante para
contemplarle.
–El cargo de mi padre… ¡Magnífico! Qué bien hice casándome
contigo, Méhy. Realmente eres un hombre notable.
–Naturalmente, sólo he manifestado un ligero entusiasmo y no
he dejado de cantar las alabanzas de tu venerado padre, afirmando
que, sin duda, a ti te apenaría verme ocupar su cargo. El alcalde
hablará contigo para que admitas que no es posible vivir en el
pasado y que debo aceptar el nombramiento.
–¡Cuenta conmigo, querido! Jugaré a hacerme la niña
desconsolada y acabaré aceptando la dura realidad de la existencia,
sin dejar de llevar flores, todos los días, a la tumba de mi pobre
padre…, fallecido intempestivamente. Pero dime… ¡¿Seremos más ricos
aún?!
–Sin duda, pero tendré que jugar muy bien mis cartas para que
nadie pueda acusarme de malversación de fondos.
–¿No te consideraba mi padre un extraordinario manipulador de
cifras?
–La administración tebana es pesada y complicada… Necesitaré
varios años para dominarla, pero lo conseguiré.
–¿Y… luego?
–¿Qué quieres decir, Serketa?
–¿No tienes mayores ambiciones?
–¡Creo que semejantes perspectivas de carrera no son
desdeñables!
Serketa abrazó al oficial
superior.
–¡Espero más de ti, querido!
Méhy le hizo el amor a su esposa con su acostumbrada
brutalidad, pero no le reveló sus verdaderos proyectos. Ni ella ni
ninguna otra mujer tenían la suficiente inteligencia como para
percibir su magnitud, pero la hija del ex tesorero principal de
Tebas iba a serle una aliada fiel y útil.
Con la cabeza apoyada en el poderoso
torso de Méhy, Serketa habló con voz conmovida.
–Me he hecho las pruebas de embarazo en casa del
ginecólogo…
–¿Y bien?
–Ha germinado primero el trigo.
–Eso significa que…
–Por desgracia sí… Espero otra hija.
Méhy abofeteó varias veces a su mujer.
–¡Me has traicionado, Serketa! Necesito un hijo, no hijas.
Ésta correrá la misma suerte que la primera. Mándala a donde te
parezca, porque no quiero verla nunca.
–¡Perdóname, Méhy, perdóname!
–Me importan un bledo tus excusas. Quiero un hijo. Y exijo
que mañana mismo firmes un acta de renuncia en mi favor a la
totalidad de tus bienes, de los que seré el único administrador.
¿Quién va a ser tan estúpido como para confiar en una mujer que
sólo procrea hijas? Te daré una oportunidad más, Serketa, pero
procura no volver a decepcionarme. Si fracasas de nuevo, te
repudiaré.
Serketa, con el rostro inflamado y encogida entre los
almohadones, intentó luchar.
–La ley te lo prohíbe… ¿Y si me niego a renunciar a mi
fortuna?
Sonriendo, el oficial superior cogió a su mujer por la
barbilla.
–Creía haberte demostrado que nadie se me resiste, querida… O
me obedeces sin discutir o te conviertes en mi
enemiga.
–No te atreverías a…
–Pare esa maldita hija, líbrate de ella, conviértete pronto
en una esposa atractiva y dame un hijo. Si lo logras, no te faltará
de nada. Entretanto, obedece mis órdenes.
Paneb el Ardiente era el único ser vivo capaz de desplazarse
en aquel horno y trabajar con toda tranquilidad. Bebía poco,
limitándose al agua tibia de un pequeño odre. El joven no tenía más
que una idea en la cabeza: recoger el máximo de yeso posible en el
alejado valle cuyo emplazamiento le había indicado Pai el Pedazo de
Pan. Paneb se había extraviado dos veces porque las indicaciones
habían sido demasiado vagas, pero había vuelto a encontrar el buen
camino.
Por lo general, al menos se necesitaban tres obreros de buena
planta para llevar a cabo aquella tarea. Como nadie estaba
disponible, Paneb no había aguardado a que el jefe de equipo tomara
una decisión ni a que se atenuara el calor.
Cuando los serones estuvieron llenos hasta el borde, se los
cargó al hombro y regresó a la aldea. Los vació ante el taller en
el que se preparaba el yeso y luego volvió al valle. Después siguió
trabajando de este modo hasta que el sol se puso.
Fue Nefer el Silencioso quien le acogió a la entrada de la
aldea.
–¡Por fin! – exclamó Paneb-. Pero ¿dónde
estabas?
–El jefe de equipo me llevó a trabajar a las canteras y,
luego, a un astillero para aprender nuevas técnicas de
construcción. Vas muy cargado…
–Al parecer, mi camino pasa por la escayola. Para obtenerla
se necesita yeso… ¡Por eso voy a buscarlo! Como no me han indicado
la cantidad, cogeré todo el que haya en el valle, si es
necesario.
–¿Me dejas que te eche una mano?
–Me he acostumbrado a arreglármelas solo.
Los dos amigos caminaron hasta el taller. Paneb vertió el
contenido de sus serones y contempló el montón de
yeso.
–Mañana lo haré mejor aún; esta mañana he perdido el tiempo
para descubrir el lugar adecuado. ¡Ahora tengo
sed!
–Estoy convencido de que Clara te habrá guardado un poco de
cerveza fresca.
Paneb vació una jarra de tres litros y devoró una suculenta
comida cuyo apogeo era un pichón relleno.
–Has corrido muchos riesgos -observó Clara-. El lugar a donde
has ido está infestado de serpientes y
escorpiones.
–Tenían demasiado calor… Esos animalitos sólo salen por la
noche.
–Puedo darte un antídoto, si lo deseas.
–No es necesario, no les tengo miedo. Cuando he de trabajar,
nadie me impide hacerlo.
Paneb miró fijamente a su amigo Nefer.
–¿Tú viste aquella extraña luz que atravesó la puerta del
naos, en nuestra sala de reunión?
–Sí, la vi.
–¿Por qué los demás se niegan a hablar de
ella?
–No tengo la menor idea.
–¿Y no quieres saberlo?
–El jefe de equipo acaba de confiarme una tarea tan
importante que me mantiene ocupado día y noche.
–¿Es un secreto?
–No para un artesano del Lugar de Verdad -respondió Nefer
sonriendo-. El faraón pide que se restaure y amplíe el santuario
que hizo edificar en nuestra aldea, al inicio de su reinado. Neb el
Cumplido me ha elegido para poner en marcha el plan que él mismo y
el escriba Ramosis han trazado.
–¡Es un gran honor!
–Sobre todo es una pesada responsabilidad.
–Sé sincero, Silencioso… ¿No habrás ascendido varios peldaños
en la jerarquía?
–Así es, Ardiente.
–¡Y no puedes hablarme de ello!
–Como todos, debo guardar secreto.
–¡Y yo me quedo atrás!
–Sigues otro camino, con otras puertas para cruzar y de
acuerdo con un ritmo que te es propio. Entre nosotros no hay
competición alguna, y nunca la habrá.
El día se anunciaba tan cálido como el anterior. Paneb el
Ardiente se disponía a ponerse en camino hacia el valle del yeso
cuando el jefe de equipo le cerró el paso.
–¿Adonde vas?
–A buscar yeso.
–¿Quién te ha dado la orden?
–Debo aprender a hacer escayola para obtener una superficie
donde dibujar. Por lo tanto, necesito yeso.
Por primera vez desde su admisión en la cofradía, Paneb se
fijó en su jefe de equipo: un hombre grave, poderoso, de palabras
lentas y mirada severa. Era el único miembro del Lugar de Verdad al
que al joven coloso no le hubiera gustado enfrentarse en singular
combate.
–Todavía no has comprendido que aquí nadie actúa como le
place.
–¡No se trata de un placer, sino de una
necesidad!
Neb el Cumplido se cruzó de brazos.
–Yo decido las necesidades y de repente acabo de advertir una
de ellas. Ve a buscar yeso, Paneb, aprende a hacer escayola y
encárgate luego de rehacer las fachadas de todas las casas de la
aldea. Cuando hayas terminado, volveremos a hablar de tu carrera de
dibujante.
Algunos obreros se habían hecho célebres y eran recordados
por haber sido capaces de obtener, diariamente, un increíble número
de sacos de escayola: ciento cuarenta para el Luminoso de la Mañana
y doscientos cincuenta para el Hombre del dios Amón. Pero en cuanto
Paneb el Ardiente asimiló la técnica enseñada por Pai el Pedazo de
Pan, obtuvo en un día doscientos cincuenta en la explotación al
aire libre.
Las necesidades de escayola de la comunidad variaban mucho,
según la naturaleza de las obras. Pero, puesto que era preciso
devolver a las fachadas de las casas un blanco resplandeciente,
Paneb obtendría primero una enorme cantidad de materia prima antes
de emprender una labor que le llevaría varios meses y que no le
entusiasmaba en absoluto. Pero desobedecer a un jefe de equipo
habría supuesto su inmediata expulsión de la aldea. Por lo tanto,
Paneb olvidaba sus resentimientos para quemar el yeso en bruto que
él mismo había extraído del suelo. Tras calcinarlo a una
temperatura de doscientos grados, lo mezclaba con agua para obtener
la escayola de los constructores, que se aplicaba a una pared para
hacer desaparecer sus irregularidades y conseguir una superficie
plana.
–Tu yeso es mejor que el mío -reconoció Pai el Pedazo de
Pan-. ¡Dominas perfectamente la técnica de
cocción!
–He comenzado a poner varias capas de cal en una pared y a
enyesar la fachada más deteriorada de las casas de la aldea… ¿Qué
te parece?
–¡Buen trabajo, Paneb! Sigue así. ¿Sabes que uno de los
nuestros fue yesero toda su vida y que proporcionaba a los
dibujantes unas superficies perfectamente lisas?
–Mejor para él, pero a mí no me basta. El yeso es sólo una
etapa.
–No conoces aún todos sus secretos… También se utiliza para
aglutinar los pigmentos a los que, tal vez, tengas acceso si el
jefe de equipo te considera digno de ello. No olvides que la
escayola también puede emplearse como lubricante cuando se colocan
los grandes bloques.
El joven coloso escuchaba atónito.
–Ante todo, Paneb, debes comprobar la calidad del producto
obtenido.
–¿De qué modo?
Pai le mostró un cono de calcáreo.
–Es una especie de probeta que te permitirá examinar tu
escayola y apreciar su consistencia en función del uso al que la
destines. Si cedieras a la precipitación, cometerías graves errores
y te verías obligado a comenzar de nuevo.
Paneb no se tomó la advertencia a la ligera. Sólo pensaba en
librarse lo antes posible de la tarea que le había sido impuesta y
en penetrar, por fin, en el mundo de los
dibujantes.
–Cuando eras aprendiz, Pai, ¿te ordenaron enyesar todas las
casas de la aldea?
–Sólo la mía, pero yo no poseo tu energía. Aquí se obtienen
las pruebas que uno merece.
De pronto, Paneb consideró a Pai el Pedazo de Pan menos
simpático de lo que parecía. ¿La ayuda que le brindaba era
espontánea o actuaba por orden del jefe de equipo?
–Hazte las preguntas adecuadas -le recomendó Pai-; y rechaza
las malas. Recuerda la máxima que ha guiado a todos nuestros
maestros de obras: actúa para quien actúa.
La hermosa Turquesa contemplaba al joven coloso con la mirada
irónica, las manos en las caderas y el hombro apoyado en la jamba
de su puerta.
–Por fin has llegado a mi casa… Temía que siguieras
evitándome.
–Debo encargarme de todas las casas, pero la tuya se
encuentra en excelente estado.
–Sólo en apariencia… Un nuevo enyesado le sentará muy bien.
¿No querrás que me queje al jefe de equipo?
Paneb el Ardiente saltó sobre la joven, le rodeó la cintura
con su brazo izquierdo, la levantó y la llevó hacia el
interior.
–¿Es un chantaje?
–Hay una grieta en la alcoba. Habrá que añadir paja al
revoque para evitar que se haga más grande.
–Yo sólo me ocupo de las fachadas.
–En mi caso, harás una excepción.
Enlazó sus largas y finas piernas alrededor de la cintura de
Ardiente y le besó con tanta pasión que el joven no pudo resistirse
por más tiempo. Levantando su delicioso cuerpo, trepó los tres
pequeños peldaños que llevaban a un lecho de ladrillo construido en
una esquina de la primera estancia. Estaba enyesado y decorado con
pinturas que representaban a una mujer desnuda en su aseo y a una
flautista, vestida sólo con un collar y medio oculta por una
enredadera. Según los descubrimientos arqueológicos, tenía 1,80
metros de largo y 90 centímetros de ancho. Unas gruesas sábanas y
unos almohadones hacían confortable aquella yacija, cerrada y
elevada, en la que se tendieron los amantes.
–Te equivocas de lugar, Paneb.
–¿No es esto una cama?
–Es una cama ritual que está bajo la protección de Hator y
destinada a hacer que el joven Horus renazca cada mañana, para
luchar contra las fuerzas del mal y preservar nuestra comunidad de
la destrucción.
–Haz que yo renazca a nuevos placeres,
Turquesa.
La sacerdotisa de Hator renunció a la teología y permitió que
su amante la desnudara, entusiasmado. Paneb, muy ocupado
acariciando el cuerpo perfecto de la muchacha, no advirtió el
rostro de Bes pintado en la cabecera del lecho ritual. Bes era un
enano barbudo y risueño cuya función era dar nacimiento a un
servidor del Lugar de Verdad en su nuevo universo.
Abry, el administrador principal de la orilla oeste, no
dejaba de ganar peso. Cada vez más excitada, su mujer hacía
irrespirable la atmósfera familiar. Le reprochaba su falta de
entusiasmo en el trabajo, su modo de vestirse, su corte de pelo, su
afición a los vinos fuertes… En resumen, ya era muy difícil llegar
a cualquier tipo de entendimiento entre ellos, y la mujer alegaba
dolorosas jaquecas nocturnas para que durmieran en habitaciones
separadas. Con el fin de olvidar su infortunio conyugal, Abry se
hinchaba a pasteles.
A menudo había pensado en el divorcio, pero su mujer poseía
la mayor parte de la fortuna y corría el riesgo de encontrarse en
la calle. Puesto que no le engañaba y administraba muy bien el
patrimonio, Abry no tenía ningún argumento en su
contra.
Era imposible holgazanear, como antaño, horas y horas junto
al estanque, permitirse largas siestas y disfrutar las horas que
transcurrían a la sombra de las palmeras, puesto que aquella arpía
ya no le concedía ni un momento de paz. ¡Y, sin embargo, tendría
que estar satisfecha! Como Méhy le había anunciado, Abry había sido
mantenido en sus funciones y no había perdido ninguna de sus
prerrogativas; pero el milagro no le bastaba a su esposa, cuyas
exigencias él ya no comprendía.
¡Y si sólo fuera por aquella loca! Méhy era cien veces más
temible, a pesar de su aspecto amable y sus cálidas palabras. Abry
asistía, desde hacía varios años, al ascenso del nuevo tesorero
principal de Tebas con una mezcla de asombro y temor. Primero creyó
que aquel pretencioso oficial sería rápidamente destrozado por sus
superiores o por algún notable desconfiado, pero Méhy había sabido
evitar las trampas y se había mostrado más astuto que sus
adversarios.
Se había metido las tropas tebanas en el bolsillo, dadas las
numerosas ventajas que les había concedido y que iba consolidando
desde su nombramiento a la cabeza de la hacienda pública. Méhy era
el hombre fuerte de Tebas. Día tras día tejía su telaraña sin que
nadie se preocupara por ello, como si su conquista del poder fuera
inevitable. El alcalde le había cedido la administración de la gran
ciudad, y Méhy realizaba su trabajo de un modo tan competente que
se había ganado una excelente reputación ante el
visir.
Abry debería estar contento, dadas sus privilegiadas
relaciones con el comandante, pero eran precisamente éstas las que
le preocupaban.
Se había comprometido a realizar delicadas tareas, por lo que
esperaba que Méhy fuera eliminado y así podría beneficiarse de su
ayuda sin tener que hacerle ningún favor. Pero la situación había
evolucionado de un modo contrario al que él esperaba, y el
comandante ya no tardaría en pedirle cuentas. Como los poderes de
su molesto aliado habían aumentado considerablemente, Abry no
podría seguir alegando que, a pesar de sus constantes esfuerzos, no
conseguía resultado alguno.
Por ello, tras más de dos años de fingimientos, el
administrador principal de la orilla oeste había decidido
satisfacer a su temible protector emprendiéndola con el Lugar de
Verdad del modo que Méhy deseaba.
Abry se había levantado pronto, con la esperanza de poder
desayunar tranquilamente. Pero apenas estaba saboreando su yogur
natural cuando apareció la furia para reprocharle el insuficiente
rendimiento de sus trigales. De modo que había devorado
glotonamente varios pasteles antes de huir de su propia casa para
dirigirse a la aldea de los artesanos.
¿Cómo podían vivir en semejante lugar? Ni lujuriantes
jardines, ni apaciguadores palmerales para reposar, sólo el
desierto y unas áridas colinas donde el sol reinaba como dueño
absoluto; y aquella misteriosa obra sobre la que los miembros del
Lugar de Verdad mantenían el secreto desde su fundación. Abry no
envidiaba su austera existencia, tan próxima y tan lejana, al mismo
tiempo, de las orillas del Nilo y los placeres de la
ciudad.
Cuando la silla de manos del administrador principal de la
orilla oeste llegó al primer fortín, el policía nubio de servicio
respetó estrictamente las consignas del jefe Sobek. Rogó a Abry que
revelara su identidad y le conminó a esperar a que su superior
fuera advertido de su presencia antes de autorizarle a proseguir su
camino. Las protestas de Abry no sirvieron de
nada.
Aquella actitud confirmaba sus temores: efectivamente, Sobek
había endurecido las medidas de seguridad y suprimido los
salvoconductos. Abry había estudiado su expediente, desde sus
primeros pasos en la policía hasta su nombramiento en el Lugar de
Verdad, y había llegado a una preocupante conclusión: Sobek parecía
un policía honesto, preocupado sólo por su trabajo. No había
rastros de corrupción en una carrera irreprochable. El alto
funcionario no tenía, pues, ningún elemento favorable que ofrecer a
Méhy para librarse de aquel nubio íntegro, cuya eficacia era un
obstáculo difícil de superar. Sin embargo, Abry acudía al lugar con
la esperanza de descubrir alguna anomalía.
El jefe Sobek salió al encuentro de Abry.
–¿Algún problema? – preguntó el policía.
–Sencillamente quiero comprobar, en el marco de mis
funciones, que todo va bien entre los auxiliares.
–Vamos.
Abry no estaba autorizado a penetrar en la aldea y sólo podía
franquear los fortines acompañado por el jefe de
seguridad.
–¿Estáis satisfecho con vuestro cargo,
Sobek?
–La tarea es ardua, pero interesante. Si no se hubiera
producido aquel inexplicable crimen…
–¿No hay pistas aún?
–Ninguna.
–Los años han pasado, nadie os ha reprochado nada… Acabaréis
olvidándolo.
–Nunca lo olvidaré. Mataron a uno de mis hombres y algún día
sabré lo que ocurrió realmente.
–¿Y si el culpable fuera… alguien de la
aldea?
–No descarto la idea, pero no tengo la menor
prueba.
Abry fingió interesarse por el trabajo de los auxiliares y
visitó sus modestas moradas, construidas fuera de la aldea, antes
de que Sobek le invitara a beber una cerveza
fresca.
–¿No estáis casado, según creo?
–No -respondió el gran nubio-, y no tengo intención ni
posibilidades de hacerlo. Encargarme de la perfecta seguridad de la
cofradía requiere todo mi tiempo.
–A la larga, la existencia puede resultaros pesada -predijo
el administrador-. Aquí habéis demostrado vuestras capacidades; ¿no
desearíais otro cargo, más gratificante y menos
exigente?
–Las decisiones no las tomo yo, sino el
visir.
–Yo podría hablar en vuestro favor en una audiencia privada.
Debería comprender que vuestras cualidades merecen algo mejor que
esa agotadora labor.
Sobek pareció interesado. ¿Acababa Abry de descubrir el
fallo?
–¿Y qué tipo de ascenso podría yo esperar? – preguntó el
nubio.
–La dirección de la seguridad fluvial de la región tebana,
por ejemplo. Seríais el adjunto del actual titular, que no tardará
en jubilarse; luego le sucederíais.
–¿Y qué exigís a cambio?
–De momento nada, mi querido Sobek. Pero al echaros una mano
nos convertiríamos en amigos inseparables, claro está. Y los amigos
se facilitan informaciones y se hacen mutuos favores, ¿no es
cierto?
El nubio asintió.
Abry podría darle, por fin, excelentes noticias al comandante
Méhy.
Pasaban los meses, Paneb seguía devolviendo el esplendor a
las fachadas de las casas de la aldea, pero ya sólo dibujaba unos
pálidos bocetos en fragmentos de calcáreo y había abandonado por
completo su propia casa. Pasaba todas las noches en casa de
Turquesa, y veía muy pocas veces a su amigo Nefer, que trabajaba en
el taller de los planos bajo la dirección del maestro de obras Neb
el Cumplido.
Como la del cielo o la del Nilo, la belleza de Turquesa
variaba con las estaciones. Floreciente en estío, tierna en otoño,
hosca en invierno, incitante en primavera, le revelaba a Paneb los
infinitos caminos del deseo.
Muy pronto, todas las casas de la aldea lucirían una blancura
resplandeciente. El yesero habría terminado la misión que le había
confiado el jefe de equipo y exigiría ser admitido, por fin, en el
equipo de dibujantes. Aquel día pensaba festejar su éxito
haciéndole el amor a Turquesa con el ardor de un carnero, pero, al
entrar en la casa, la encontró vestida con una larga túnica roja y
adornada con collares y brazaletes de malaquita. Una peluca de
ceremonia hacía parecer casi severo su bello
rostro.
–Participo en un ritual con la sacerdotisa de Hator y debo ir
al templo -explicó.
–¿Me dejas solo?
–Espero que superes esta prueba -dijo ella
sonriendo.
–Generalmente sólo estás ocupada en el templo por la mañana
temprano y al caer la tarde…
–Descansa, Paneb; mañana por la noche serás más ardiente
aún.
Turquesa salió de su casa con tan graciosos andares que el
muchacho sintió deseos de abalanzarse sobre ella y cubrirla de
besos. Pero su aspecto de sacerdotisa le disuadió de
hacerlo.
–¡Turquesa! ¿Quieres casarte conmigo?
–Te lo repito: nunca me casaré.
Se había marchado y Paneb estaba solo, sintiéndose estúpido e
inútil. Con pesados pasos se dirigió hacia su
casa.
A pocos metros del umbral, percibió un delicioso aroma, como
si se hubieran esparcido en el aire hechiceros
olores.
La puerta estaba abierta, una voz femenina tarareaba una
dulce canción.
Paneb entró y vio a la delgada y frágil Uabet la Pura
salpicando el suelo con agua nitrada tras haber fumigado las
habitaciones con un polvo combustible compuesto de incienso seco,
juncia, alcanfor, pepitas de melón y avellanas. Todavía salía humo
de un pequeño brasero.
–¿Qué estás haciendo en mi casa?
La joven se detuvo, sorprendida.
–Ah, eres tú… ¡No entres ahora, vas a ensuciarlo
todo!
Presurosa, le acercó una jofaina de cobre llena de agua para
que Paneb se lavara los pies y las manos.
–Ya no debes temer a los demonios nocturnos -añadió-; en cada
esquina de cada habitación he puesto ajo molido y machacado con
cerveza. La grasa de oropéndola con la que he untado las paredes
alejará las moscas. ¿Quieres esperar un instante? No he terminado
de arreglar la habitación.
Uabet la Pura tomó una escoba cuyas rígidas y largas fibras
de palma estaban dobladas y unidas en haces, y corrió a terminar su
trabajo.
Paneb no reconocía su casa. En las dos primeras estancias,
que ayer sólo estaban amuebladas por una estera, había ahora
taburetes, sillas plegables, pequeñas y robustas mesas, de
cincuenta centímetros de alto, setenta de largo y cuarenta de
ancho, lámparas de pie, recipientes de terracota, varios arcenes de
tapa plana o abombada, cestos, capazos y bolsas. La muchacha había
puesto colgadores de madera por todas partes, en los que había
colgado unos serones.
Paneb descubrió una alcoba limpia y perfumada donde se habían
instalado dos lechos de buena calidad, uno de 1,95 metros de largo
y otro de 1,75 metros, ambos provistos de fuertes travesaños para
mantener un somier de junco trenzado sobre el que se habían puesto
esteras y sábanas nuevas. Uabet la Pura abrillantaba el suelo con
un cepillo de cañas unidas por una anilla.
–Puedes examinar la cocina, no falta casi nada. He puesto
algunas jarras de aceite y de cerveza en el primer sótano y las
conservas de carne en el segundo. Tendrás que instalarme unos
anaqueles en el cuarto de baño para el material de aseo, y habrá
que comprar una o dos marmitas grandes. Luego, ya veremos… Si me
fabricaras rápidamente un pequeño armario de madera donde poder
guardar el espejo, los peines, las pelucas y las agujas para el
pelo, sería la más feliz de las mujeres. Tampoco hay que olvidar
los retretes… Los he desinfectado, pero los muretes de ladrillo que
rodean el asiento de madera son demasiado bajos. Deberías tomar
algún tiempo para levantarlos y comprobar la salida de los canales
de evacuación de las aguas residuales.
Paneb el Ardiente se dejó caer sobre un robusto taburete de
tres pies, como si estuviera agotado de recorrer un largo
camino.
–Pero ¿qué estás haciendo aquí?
–Ya lo ves: pongo un poco de orden.
–Todos estos muebles…
–Es mi dote. Son míos y hago lo que quiero con ellos. A fin
de cuentas, no podías seguir viviendo sólo con una estera que,
además, se halla en lamentable estado. Y tengo la sensación de que
no te alimentas adecuadamente… Sin ánimo de ofenderte, creo que has
desmejorado un poco. No te lo reprocho, puesto que trabajas más que
cualquier obrero y has embellecido todas las casas de la aldea.
Nadie te felicitará por ello, pero los habitantes están satisfechos
con tu trabajo y la mayoría te considera un yesero excepcional. Si
los escucharas, ya no cambiarías de oficio.
Uabet la Pura era una curiosa mezcla de seguridad y timidez.
Su voz parecía débil, sus actitudes torpes, pero no dudaba de que
estaba haciendo lo correcto.
Y sus palabras hicieron comprender a Paneb que había caído en
una nueva trampa. Al dominar la técnica del yeso y al desafiar a la
aldea demostrándole su fuerza y su perseverancia, había descuidado,
una vez más, su ideal.
–He estado haciendo limpieza -deploró Uabet la Pura-, y sólo
he podido preparar una pobre cena: pan tostado, puré de habas y
pescado seco. Mañana cocinaré mejor.
–¡No te pido nada!-exclamó Paneb.
–Lo sé. Lo hago porque quiero.
–Escucha, Uabet, estoy enamorado de Turquesa
y…
–Toda la aldea lo sabe… Eso es cosa vuestra.
–¡Comprenderás, pues, que no soy libre!
–¿Cómo que no eres libre? Ella ha dicho siempre que no
pensaba casarse, y tú te limitas a hacer el amor con ella, sin
vivir bajo su mismo techo. Eres libre, pues.
–Conseguiré convencerla de que se case
conmigo.
–Te equivocas.
–¡Te lo demostraré!
–Ignoras que Turquesa hizo un voto a la diosa Hator. Al
consagrarle los pensamientos que animan su corazón, gozará durante
toda su vida de la belleza que la diosa le concedió, a condición de
que no se case nunca. Una sacerdotisa de Hator no romperá su
voto.
El joven coloso se derrumbó. Uabet la Pura no manifestaba
triunfalismo alguno.
–Tú amas a Turquesa y le gustas. Jugará contigo tanto tiempo
como le plazca. Lo mío es distinto, yo te amo y te ofrezco todo lo
que tengo. Puesto que vamos a vivir bajo el mismo techo, seremos
marido y mujer sin más ceremonia. Será mejor que sepas que mi
familia se opone formalmente a esta unión y que se niega, incluso,
a organizar una pequeña fiesta para celebrarla.
–¡No tienes derecho a desdeñar su opinión!
–Claro que sí. Me caso con el hombre que he elegido, y ese
hombre eres tú.
–Mañana mismo te seré infiel.
–El placer físico no me interesa demasiado. En cambio, me
gustaría darte un hijo… Pero tú deberás tomar esa
decisión.
–A fin de cuentas, no vas a imponerte…
–Piénsalo, Paneb. Te prometo ser una buena ama de casa,
hacerte más agradable la vida cotidiana y no privarte de tu
libertad. Puedes ganarlo todo sin perder nada. ¿Y si bebiéramos
cerveza fuerte para sellar nuestra unión?
–;No será demasiado precipitado?
–Es la mejor solución para ambos. Sea cual sea tu destino,
debes vivir en una casa limpia y bien llevada. Seré tu sierva y ni
siquiera advertirás que estoy aquí.
Desconcertado, Paneb el Ardiente aceptó la bebida, pero el
brebaje no le aclaró las ideas. Sin embargo, comió con buen apetito
y tuvo que admitir que el lecho preparado por Uabet la Pura era
mucho más confortable que su vieja estera.
Se había casado con una mujer a la que no amaba y estaba
enamorado de otra con la que nunca podría casarse… La cabeza le
daba vueltas. Si no expulsaba inmediatamente a Uabet la Pura de
aquella alcoba y de su casa, al día siguiente se presentaría como
su legítima esposa, cuando él ni siquiera sabía si iba a quedarse
en una cofradía que le reducía al estado de
yesero.
Paneb se durmió, esperando ser víctima de una pesadilla, pero
consciente de su momentánea cobardía.
El muchacho disfrutó con avidez los rayos del levante, antes
de comprobar la amplia abertura practicada al norte y protegida por
un cobertizo de forma triangular. Servía de respiradero, y
aseguraba la buena circulación del aire por la casa, algunos de
cuyos muros tenían pequeñas ventanas fáciles de ocultar cuando el
sol abrasaba.
A fin de cuentas, salía bien parado. Uabet la Pura había
comprendido que aquella boda era imposible, pero le había dejado
una casa perfectamente limpia y provista de un hermoso mobiliario.
¿Tenía derecho a quedarse con él? No, se lo devolvería todo. Era su
dote y no podía disponer de ella.
La cháchara de unos niños le intrigó. Desde la terraza, Paneb
vio a una docena de chiquillos que estaban ante su puerta con unas
frágiles cajitas de cañas recién cortadas con ataduras de médula de
papiro. En su interior había grandes nueces de
palmera.
El joven bajó a abrirles.
–¿Qué queréis?
–Te traemos un regalo para festejar tu boda -dijo una
despierta chiquilla levantando una cascada de
risas.
–¿Mi boda? Pero…
–Uabet es muy amable, y toda la aldea sabe que vivís bajo el
mismo techo.
–¡Os equivocáis! Esta mañana se ha marchado
y…
Entonces apareció Uabet la Pura con un cesto lleno de
provisiones sobre su cabeza. Estaba radiante, y se movía con
agilidad pese a aquel fardo.
–¿Te has despertado ya, querido marido? He ido a buscar
legumbres y fruta fresca. ¿No es conmovedora la delicadeza de estos
niños?
Paneb, abatido, pensó en el yeso y en las últimas fachadas
que le quedaban por restaurar.
Abry, el administrador principal de la orilla oeste, había
tomado la barcaza reservada a los altos funcionarios para dirigirse
a Tebas. En el embarcadero, un carro oficial estaba permanentemente
a su disposición, y le llevó hasta la suntuosa villa donde acababan
de instalarse el comandante Méhy y su esposa
Serketa.
Abry se presentó ante el portero, que ordenó a un sirviente
que fuera a avisar a su dueño. Mientras tanto, el mayordomo
invitaba al visitante a lavarse los pies y las manos con agua
perfumada antes de entrar en una sala de recepción cuyo techo,
adornado con cenefas vegetales rojas y azules, estaba sostenido por
dos columnas de pórfido.
Abry había tenido tiempo de contemplar el estanque de los
lotos, el jardín con palmeras, sicómoros, higueras, algarrobos y
acacias, la pérgola y su alberca, así como el gran patio rodeado de
silos y establos en cuyo centro se abría un pozo. La vasta y lujosa
morada no debía de tener menos de veinte habitaciones, sin contar
el alojamiento de los criados.
El éxito de Méhy era fulgurante aunque aún le quedaban muchas
cosas por conseguir. Abry sintió miedo ante tanta riqueza;
comprendió que el hombre que le había elegido como aliado era un
personaje temible cuyo poder no dejaba de
aumentar.
–El tesorero principal os recibirá en la sala de masajes
-anunció el mayordomo.
Abry respiró tranquilo. Por lo menos, Méhy no le despediría.
Esta vez no debía decepcionarle, sino que tenía que darle pruebas
de una franca y plena colaboración.
Conducido por el mayordomo, el administrador atravesó una
espléndida sala de cuatro columnas, cuya decoración se consagraba a
la pesca y la caza en las marismas. Luego entraron en la sala de
las unciones, que estaba rodeada por una banqueta de ladrillos
cubierta de esteras multicolores de primera calidad. En unos
anaqueles había una impresionante cantidad de redomas y frascos
para ungüentos, de marfil, cristal y alabastro, con forma de loto,
de papiro, de granada, de racimos de uva o de nadadoras desnudas
que sostenían un pato cuyo cuerpo servía de
recipiente.
Méhy estaba tendido boca abajo. Un masajista le manoseaba la
espalda mientras un manicuro le limpiaba las uñas con un cepillo de
«cabellos de datilera», unos filamentos que había en la base de las
hojas.
–Sentaos, querido Abry, y perdonadme que os reciba de esta
guisa, realmente tengo una agenda muy apretada y no deseaba
posponer esta entrevista. ¿Tenéis buenas noticias?
–Excelentes… pero confidenciales.
–Mi manicuro ha terminado ya; por lo que al masajista se
refiere, es sordomudo.
El manicuro desapareció y el masajista prosiguió su
trabajo.
–Hacía mucho tiempo que no teníamos la ocasión de hacer
balance -observó Méhy-. Ambos estábamos ocupados en nuestras
respectivas carreras, tan distintas y convergentes a la
vez.
–Eso mismo pienso yo… Y os felicito por el modo como
administráis las finanzas de nuestra querida ciudad. Vuestro suegro
se sentiría orgulloso de vos.
–Un cumplido que me llega al corazón, Abry; a menudo pienso
en ese ser querido y en su prematuro fin.
–Cada vez tenéis responsabilidades mayores… Tal vez os
inciten a descuidar, olvidar incluso, los designios de los que
habíamos hablado.
–De ningún modo -respondió Méhy con voz
cortante.
–Así pues, ¿aún deseáis destruir el Lugar de
Verdad?
–Mis intenciones no han cambiado y nuestro pacto tampoco.
Pero no estoy seguro de que lo hayas respetado.
El repentino tuteo sobresaltó a Abry.
–He hecho cuanto he podido, creedme, pero mis esfuerzos no
han tenido todo el éxito que yo hubiera querido. Los secretos de
esa cofradía están mucho mejor guardados de lo que suponía. Y un
paso en falso habría enfurecido al visir o al mismísimo
faraón.
–Si hay en Tebas una opinión que cuenta, es la mía. Te
prometí que conservarías tu cargo y he cumplido mi palabra. Sin
embargo, estás tardando demasiado en hacer tu trabajo, por lo que
podría cambiar de opinión y hacer saber a las más altas autoridades
del Estado que el administrador principal de la orilla oeste es un
incompetente.
Pálido, Abry masculló:
–Sabéis muy bien que eso no es cierto… Hago correctamente mi
trabajo, nadie se queja y…
–Necesito aliados competentes. ¿No has dicho que tenías
buenas noticias?
Abry estaba desconcertado, por lo que había olvidado que por
fin disponía de argumentos convincentes.
–Se trata del jefe Sobek… He estudiado a fondo su
expediente.
–¿Has descubierto algo interesante?
–Por desgracia, no… Reconozco que me desanimé, pues el
policía me parecía incorruptible. Entonces tomé una decisión: me
dirigí a la aldea con el pretexto de inspeccionar las instalaciones
de los auxiliares. En realidad, mi único objetivo era conocer mejor
al tal Sobek.
–¡Excelente, mi querido Abry! ¿Y bien?
–Es un policía muy concienzudo que lleva a cabo su tarea con
extremado rigor.
–Eso ya lo sabíamos. ¿Qué hay de nuevo?
–Sobek asegura estar satisfecho con su suerte, aunque sólo
aparentemente. En realidad, comienza a cansarse de un penoso
trabajo que requiere todo su tiempo y que le impide fundar una
familia.
Méhy se incorporó y, con un rápido gesto, despidió a su
masajista.
–Vuestro descubrimiento podría ser interesante, mi querido
Abry -estimó el comandante mirándose en un espejo de cobre cuyo
mango era una muchacha desnuda-. ¿Has llegado más
lejos?
–Mucho más lejos. Le he ofrecido un puesto más gratificante
en la dirección de la policía fluvial de Tebas, con la seguridad de
que no os costaría mucho obtenérselo.
–En efecto… Pero ¿le has hecho comprender que esa generosidad
tenía un precio?
–Claro está.
–¿Y cuál ha sido su reacción?
–Creo que está dispuesto a ayudarnos.
–Realmente es una excelente noticia, Abry.
Méhy dejó el espejo y se peinó los negros cabellos, de los
que estaba muy orgulloso. Por su parte, Abry comenzó a relajarse al
ver que su protector estaba satisfecho con sus
noticias.
–Voy a preparar, poco a poco, este nombramiento -anunció
Méhy-; cuando esté todo listo, interrogarás a Sobek, que nos
revelará todo lo que sepa del Lugar de Verdad y de las medidas de
seguridad que se toman para protegerlo. Pero no olvides que te
había confiado una segunda misión.
–¡No lo olvido, podéis confiar en mí! Pero hace mucho tiempo
que ningún artesano ha salido de la aldea para permanecer largo
tiempo en el exterior.
Méhy se enfureció.
–Es muy difícil de creer… Más bien pienso que no has
dispuesto sistema de vigilancia alguno y que los artesanos circulan
con toda libertad.
–Reconozco que los hombres que contraté no han velado lo
suficiente, pero es que se trata de un trabajo muy
delicado…
–Se ha agotado mi paciencia, Abry. Ahora exijo
resultados.
A pesar de la magnitud del trabajo y de las exigencias de lo
cotidiano, los años habían transcurrido rápidamente. Mientras Nefer
se formaba entre los talladores de piedra y los escultores, Clara
recibía las enseñanzas de las sacerdotisas de Hator y de la mujer
sabia. Las primeras le ofrecían la dimensión de los ritos y los
símbolos, la segunda, la de las ciencias tradicionales y la
perfección de las fuerzas invisibles.
Como cada mañana, desde la terraza de
su morada, Clara contemplaba la aldea de los artesanos acurrucada
en su vallecillo, dominada por un espolón rocoso considerado el pie
de la santa cima y a lo largo del cual se habían construido
pequeños santuarios dedicados a las divinidades y a la memoria de
los faraones difuntos que habían protegido el Lugar de Verdad,
especialmente Amenhotep I, Tutmosis III y Seti, el padre de Ramsés.
La sinuosa línea de esos oratorios se adaptaba a la parte baja del
acantilado, y cada uno de sus naos estaba adosado a la montaña de
Occidente, donde cada noche se cumplía el misterio de la
resurrección, lejos de las miradas humanas.
Clara no lamentó ni una sola vez haber abandonado la orilla
este y la trivial existencia para la que su educación la había
preparado. Al igual que Nefer, su verdadera patria era hoy esa
modesta aldea que no se parecía a ninguna otra. Allí había
aprendido que la felicidad de una comunidad descansaba en la
circulación de las ofrendas y en su calidad. Dando en vez de tomar,
se establecía una solidaridad que conseguía vencer las divergencias
de opinión, las enemistades y los egoísmos. Y las sacerdotisas
debían asegurar esa permanente presencia de la ofrenda y luchar
contra la natural tendencia a la avidez.
A Clara le gustaba el dinamismo de los primeros momentos del
día y el instante en que la luz brotaba de la montaña de Oriente;
tenía la sensación de que la vida se recreaba a sí misma y de que
con el alba, la creación tomaba un nuevo impulso, repleto de
inesperadas maravillas.
De pronto, una silueta atrajo su atención.
La mujer sabia avanzaba con dificultades por la calle
principal de la aldea, con su soberbia melena blanca ondeando al
viento. Cada vez le costaba más caminar, pero todavía no utilizaba
bastón. En cuanto la vio, Clara bajó a abrir la puerta para
esperarla en el umbral.
La mujer sabia había llegado antes que ella. ¿Cómo había
podido llegar tan de prisa a la puerta?
–¿Estás lista, Clara?
–Iba a buscar las flores a la puerta
principal.
–Otra te sustituirá. Tú sígueme.
Clara intuyó que la mujer sabia no iba a responderle, por lo
que evitó hacerle preguntas y se limitó a seguir sus pasos. Su guía
parecía haber recuperado el vigor de antaño al atravesar la aldea y
tomar el camino que llevaba al Valle de las
Reinas.
La mujer sabia se detuvo ante siete grutas excavadas en las
rocas y dispuestas en semicírculo, de cara al
norte.
–Aquí reinan Meresger, la diosa del silencio, y Ptah, el dios
de los constructores. Elige una de las siete grutas, Clara;
meditarás en ella hasta que vengan a buscarte.
La esposa de Nefer el Silencioso penetró en la primera gruta
de la izquierda. Se trataba de un pequeño oratorio en el que se
había levantado una estela dedicada a Ptah, que había moldeado el
universo con el Verbo. Clara se sentó con las piernas cruzadas y
disfrutó de la frescura y el silencio del lugar.
A media mañana, una sacerdotisa la hizo pasar a la segunda
gruta, donde reinaba la diosa de la cima de Occidente en forma de
una cobra bienhechora. A mediodía, en la tercera gruta, Clara bebió
leche ante un bajorrelieve que mostraba a la diosa madre
amamantando al faraón. En la cuarta, veneró el poder creador de
Hator, diosa de las estrellas, y en la quinta, su ba, su capacidad de sublimación que llevaba al cielo
los pensamientos de sus fieles. Caía la noche cuando Clara
descubrió, en la sexta gruta, una representación del faraón
ofreciendo flores a Hator; y a la luz de una antorcha vio, en la
séptima, al rey Amenhotep I y su madre Ahmes-Nefertari, cuya piel
negra simbolizaba el renacimiento más allá de la muerte, acogiendo
a una nueva adepta. Las pinturas eran tan expresivas que la pareja
real, benefactora del Lugar de Verdad, parecía que fuera a cobrar
vida de un momento a otro.
Entonces, Clara fue invitada a salir al atrio cubierto de
flores de loto. Una sacerdotisa le ofreció pan y vino. De repente
apareció la mujer sabia frente a ella.
–Te encuentras entre los dos leones, Clara, entre ayer y
mañana, entre Oriente y Occidente. Hasta ahora has recibido mis
enseñanzas; ha llegado la hora de que crees tu propio camino, de
que comulgues con los seres de luz presentes en lo invisible y
nazcas a tu verdadera naturaleza. ¿Lo deseas?
–Si éste es el camino correcto para servir al Lugar de
Verdad, que así sea.
–Bebe ese vino y come ese pan pensando que cada uno de tus
gestos, aun el más modesto, debe ser consciente. De lo contrario,
tu existencia sólo sería un juego de sombras. Osiris fue muerto por
las fuerzas de las tinieblas, pero la ciencia de Isis lo resucitó.
Su sangre se ha convertido en vino, su cuerpo, en pan. El ser
humano no es Dios, pero puede participar de lo divino siempre que
cruce las puertas del misterio. Si eres valiente,
sígueme.
Clara no vaciló.
La mujer sabia trepó por un sendero tan abrupto que su
discípula tuvo dificultades para seguirla. De pronto, la noche se
volvió muy negra, como si la luna se negara a brillar. Pero un
extraño halo de luz rodeaba la cabellera de la mujer sabia y
permitía que Clara no la perdiera de vista.
El ascenso le pareció interminable y cada vez más difícil,
pero Clara no se echó atrás. Su guía avanzaba por un sendero al
borde del abismo, pero no se giró ni una sola vez. Por fin, la
mujer sabia se detuvo en la cima de una cresta y Clara llegó a su
altura.
–La aldea duerme, los sueños atraviesan los cuerpos y las
divinidades siguen creando, sin hastío y sin fatiga. Debes percibir
su obra, y no la de los hombres, que será destruida por el tiempo.
Escucha, Clara… Escucha las palabras de la montaña
sagrada.
El silencio era total. No se oía ni un chacal, ni un pájaro;
era como si la naturaleza entera hubiera hecho un pacto. Por
primera vez, Clara vio el cielo. No el cielo aparente con sus
constelaciones, sino su forma secreta, la de una gran mujer que
formaba una bóveda en cuyo interior brillaban las estrellas, las
puertas de la luz. Las manos y los pies de Nut, la diosa-cielo,
tocaban los extremos del universo. Todo lo que Clara había
aprendido desde su admisión en el Lugar de Verdad adquirió una
nueva dimensión, en armonía con ese cosmos femenino donde la vida
renacía.
–Ven al encuentro de tus aliados -dijo la mujer
sabia.
Y a continuación abandonó el promontorio para bajar a un
valle muy estrecho, rodeado por acantilados, y se sentó en una
piedra redonda que los vientos y las tormentas habían moldeado. Las
tinieblas se disiparon, y la luna pareció concentrar su claridad en
aquel lugar desértico. Gracias a ella, Clara las vio.
Serpientes.
Decenas de serpientes de tamaños y colores
variados.
Una roja con el vientre blanco, otra roja con ojos amarillos,
una blanca de gruesa cola, una blanca con el lomo repleto de
manchas rojas, una negra de vientre claro, una víbora silbadora,
otra que parecía tener un tallo de loto dibujado en la cabeza, una
víbora cornuda y algunas cobras dispuestas a
atacar.
Aunque estaba muerta de miedo, Clara no huyó. La mujer sabia
no la había llevado hasta allí para perjudicarla.
Clara miró a los reptiles que, uno tras otro, se disponían en
círculo a su alrededor. En sus ojillos vigilantes no advirtió
hostilidad alguna hacia las dos mujeres.
La melena de la mujer sabia brillaba en la noche. Entonces
tendió los brazos hacia el suelo, y los reptiles se deslizaron bajo
la piedra redonda.
–No tendrás mejores aliados que las serpientes -le dijo a
Clara-. No mienten, no hacen trampas y contienen el veneno que te
servirá para preparar remedios contra las enfermedades. Conmigo
aprenderás a hablar con ellas y a llamarlas si las necesitas. Las
serpientes son las hijas de la Tierra, conocen las energías que la
atraviesan, pues estaban presentes cuando los dioses primordiales
la moldearon. Te harán comprender que el miedo es una etapa
necesaria y que el mal puede transformarse en bien. ¿Aceptas el don
de las serpientes?
Clara tomó el bastón que le tendía la mujer sabia. Cuando se
transformó en una larga serpiente dorada que parecía sonreír, la
muchacha no lo soltó.