Clara no se equivocaba.


Una hora antes del inicio de la audiencia preliminar, su padre expiró. Su hija le había tranquilizado diciéndole que Nefer no tenía nada que reprocharse y que la justicia acabaría triunfando.

–Debo encargarme de los funerales -le dijo a Ardiente.

–No, ve al tribunal; tu marido necesitará que estés junto a él. Yo me encargaré de todo.

–No puedo aceptarlo, yo…

–Confía en mí, Clara. Tu lugar está junto a tu marido.

–No sabes a quién dirigirte, tú…

–No te preocupes. Durante una prueba tan atroz es cuando se reconoce a los verdaderos amigos. Quería salvar a Silencioso derribando los muros de su prisión, pero es imposible. Sólo tú puedes apoyarle y yo debo ayudarte. Si tu padre era un hombre justo, nada tiene que temer del tribunal de Osiris, mientras que tu marido puede sufrir un infierno por culpa del de los vivos.

Las palabras del joven coloso eran duras, pero devolvieron el valor a Clara. No tenía tiempo de compadecerse de sí misma y no le quedaba más alternativa que seguir luchando, aunque sus armas fueran irrisorias.


–¿Yo, jurado?

–Mi querido Méhy, vuestra designación ha sido aprobada por el visir -reveló el alcalde de Tebas-. Era necesario un oficial y he pensado de inmediato en vos.

–Es una gran responsabilidad.

–Lo sé, lo sé… Pero no será la última. Cuando este molesto proceso haya terminado, me gustaría confiaros algunas tareas importantes. Mis administradores envejecen, necesito gente joven.

–Como ya os dije, estoy a vuestra entera disposición.

–Perfecto, Méhy. ¿Y… vuestro suegro?

–Su salud se degrada.

–Es muy molesto… ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia?

–Sí, tal y como convinimos. Todos son hombres de una discreción ejemplar que sólo intervendrán en caso de absoluta necesidad.

–¿Qué opina el médico?

–Es una enfermedad que conoce pero que no puede curar.

–Enojoso, realmente enojoso… Con respecto a la audiencia preliminar, el visir ha ordenado que se celebre en la orilla oeste, ante la puerta del templo de millones de años de Seti, el padre de Ramsés. Aquí, en la orilla este, temía una excesiva afluencia de curiosos. Un cordón policial impedirá que el público se acerque y garantizará la serenidad del tribunal de justicia.

Esta modificación de última hora disgustó a Méhy, pero en nada cambiaría el resultado de los debates. Nefer el Silencioso sería el chivo expiatorio y arrastraría a la cofradía en su caída.


La delegación del Lugar de Verdad estaba formada por el viejo escriba Ramosis, el escriba de la Tumba, Kenhir, y el jefe de equipo, Neb el Cumplido. Todos los habitantes de la aldea habían deseado organizarse en procesión para acudir al tribunal, pero Ramosis había desaconsejado ese alarde, que podía disgustar a los magistrados y perjudicar al acusado.

–¿No puedes solicitar audiencia a Ramsés? – le preguntó el jefe de equipo a Ramosis.

–Sería inútil, el faraón debe dejar que la justicia actúe. Como escriba de Maat, yo garantizo la rectitud de la cofradía.

–¡Podríamos exigir ver al visir!

–También sería inútil. Ahora, la suerte de Nefer está en manos del tribunal.

–¿Y si se equivoca?

–Si no hay pruebas o son inconsistentes, Kenhir y yo mismo exigiremos la absolución.

Neb el Cumplido no compartía el optimismo de Ramosis. Sólo confiaba en el tribunal del Lugar de Verdad, donde la corrupción no tenía cabida.

–Estoy convencido de que Nefer es inocente y de que intentan perjudicarnos -afirmó Kenhir.

–Ramsés el Grande nos protege -repuso Ramosis-. La obra del Lugar de Verdad es vital para la supervivencia de Egipto.

–De todos modos, ocurre algo anormal, como si un monstruo apostado en las tinieblas hubiera decidido salir de ellas para sembrar el mal.

–Si es así, sabremos resistirlo.

–¡Primero habrá que identificarlo! Si nos ataca por la espalda, estaremos muertos antes de haber empezado a combatir.


El decano de los jueces de Tebas declaró abierta la audiencia preliminar referente al caso de Nefer, servidor del Lugar de Verdad, acusado de asesinar a un policía perteneciente al equipo nocturno encargado de vigilar el Valle de los Reyes.

–Con la protección de Maat y en su nombre -declaró el decano-, solicito a esta asamblea que considere los hechos y nada más que los hechos.

Estaban presentes los jurados que tendrían que pronunciar un veredicto durante el proceso, la delegación del Lugar de Verdad y Clara, la esposa del acusado, que se mantenía a la izquierda del decano. Nefer estaba custodiado por dos soldados, armados con un garrote y un puñal.

Parecía tranquilo, casi indiferente, y cuando su mirada encontró la de su esposa, sintió que estaba dispuesto a afrontar la prueba. Con su presencia, ella le transmitía una energía que fortalecía su serenidad.

–¿Eres Nefer el Silencioso? – preguntó el presidente del tribunal.

–Sí, soy yo.

–¿Reconoces haber cometido un crimen?

–Soy inocente del crimen del que se me acusa.

–¿Te atreverías a jurarlo?

–En el nombre del faraón, lo juro.

Un largo silencio sucedió a este juramento, cuya importancia todos percibieron. Méhy estaba encantado; tras semejante declaración, Nefer, reconocido como perjuro, no escaparía a la pena de muerte.

–La acusación tiene la palabra.

El jefe Sobek se adelantó y recordó los hechos. Deploró la rapidez de su propia investigación y sus apresuradas conclusiones, y comunicó al tribunal la existencia de la carta anónima, que acusaba a Nefer. A partir de aquella revelación, había reflexionado y decidido que, en efecto, Nefer era un culpable plausible, tanto más cuanto no disponía de coartada alguna para la noche del crimen. Educado en la aldea de los artesanos, había oído hablar forzosamente de las riquezas del Valle de los Reyes y había concebido el insensato proyecto de apoderarse de ellas. Sorprendido por un guardia cuando intentaba descubrir un itinerario para penetrar en el dominio prohibido, no había tenido otra alternativa que matar. Con el espíritu calculador que le caracterizaba, Nefer se había refugiado luego en la aldea, donde la policía no tenía derecho a entrar.

–Esta grave acusación sólo se apoya en un documento anónimo -observó el decano.

–Es evidente que ha sido escrita por un artesano lleno de remordimientos y que desea que salga a relucir la verdad -respondió Sobek-. Además, los hechos se encadenan de un modo implacable.

El decano se dirigió a Nefer.

–¿Dónde estabas la noche del crimen?

–No lo recuerdo.

–¿Por qué regresaste a la aldea?

–Porque escuché la llamada.

El administrador de la orilla oeste pidió la palabra.

–¡La defensa de Nefer es irrisoria! Este muchacho es un aventurero dotado de temible sangre fría y capaz de lo peor. Que comparezca ante un jurado que le condene por asesino y perjuro.

–No tenemos ninguna prueba concluyente -estimó el decano.

–Tal vez sí -objetó Sobek-. Uno de mis hombres, que aquella noche patrullaba por el lugar del crimen, recuerda haber divisado a un merodeador.

Hicieron comparecer al policía que, impresionado por el decano y los jurados, tuvo muchas dificultades para expresarse, pero acabó admitiendo que creía haber reconocido al acusado.

El decano ya no tenía elección.

–Decido pues…

–Un momento.

–¿Quién osa interrumpirme?

Una mujer de edad avanzada, delgada, con unos magníficos cabellos blancos, se presentó ante el presidente del tribunal.

–Nefer el Silencioso es inocente.

–¿Quién eres tú?

–La mujer sabia del Lugar de Verdad.


39


Unos murmullos recorrieron la concurrencia, estupefacta ante la aparición de aquella extraña mujer que tenía el aspecto de una reina. Para muchos, la mujer sabia del Lugar de Verdad era sólo un personaje legendario, dotado de poderes sobrenaturales. Como nunca salía de la aldea, su propia existencia había sido puesta en duda.


Al presidente del tribunal le costó encontrar las palabras.

–¿Cómo… Cómo podéis ser tan rotunda?

–He estado observando a Nefer el Silencioso desde que llegó a la aldea. No es un criminal.

–Vuestra opinión no es desdeñable -estimó el decano con prudencia-, pero si pudiéramos tener una prueba…

–¿Si se demostrara que Nefer no podía hallarse en la orilla oeste la noche del crimen, sería absuelto definitivamente?

–Claro, pero él mismo es incapaz de recordar el lugar donde se hallaba en aquel momento.

La mujer sabia se aproximó al muchacho, que admiró la profundidad y la belleza de su mirada.

–Dame tu mano izquierda.

Nefer se la dio, y ella la estrechó entre las suyas. Un calor suave e intenso a la vez penetró en la palma del joven, ascendió por su brazo e invadió su cabeza.

–Cierra los ojos y recuerda.

El alma-pájaro de Nefer emprendió un soberbio viaje, volando por encima del Nilo y de los barcos impelidos por el viento. Luego se vio irresistiblemente atraída por un palmeral donde se acurrucaba una pequeña aldea cercana a Asuán, la Orilla feliz, donde unos niños jugaban con un pequeño mono verde.

–Sí -murmuró-, aquella noche dormí en el lindero de esa aldea, envuelto en mi estera. Estaba fatigado y taciturno, prisionero de mi vagabundeo, sin apego alguno por el mundo exterior… Pero estaba allí, en la Orilla feliz, donde brillaba la luna llena.

Nefer abrió los ojos, la mujer sabia se alejó y se dirigió de nuevo al presidente del tribunal.

–Pedid al jefe Sobek que se dirija de inmediato al lugar e interrogue a sus habitantes.

Nefer aguardaba sin impaciencia encerrado en una de las celdas del quinto fortín. Dada la intervención en su favor de la mujer sabia, los policías se mostraban especialmente atentos con él, por miedo a que les afectara un sortilegio. Nefer veía a Clara todos los días, estaba perfectamente alimentado y podía salir a dar pequeños paseos por la mañana y al anochecer.

Para tranquilizarle, ella le decía que en la aldea todo iba bien, pero estaba convencido de que algunos, dudando aún de su inocencia, debían de hacerle la vida imposible.

Finalmente, al cabo de dos semanas de viaje e investigación, Sobek abrió la puerta de la celda.

–Eres libre y estás limpio de cualquier sospecha, Nefer. Varios testigos te vieron en la Orilla feliz la noche del crimen. Por lo tanto, tú no mataste al policía. Como indemnización por el perjuicio sufrido, el tribunal te concede un arcón doméstico de madera, dos taparrabos nuevos y un rollo de papiro de buena calidad. Por mi parte, te presento mis excusas.

–Sólo hacías tu trabajo.

–Pero nunca me lo perdonarás…

–¿Por qué creíste que era culpable, Sobek?

–Actué dos veces a la ligera: la primera, al suponer que el policía había sido víctima de un accidente, y luego al pensar que el autor de la carta anónima me revelaba la identidad del asesino y me permitía reparar mi error. Si lo deseas, solicitaré mi revocación.

–Por supuesto que no.

El nubio se puso tenso.

–No estoy acostumbrado a que se apiaden de mi suerte…

–No es compasión. Cometiste dos graves errores, en efecto, y sin duda te han enseñado mucho más que todos tus éxitos. Ahora serás mucho más desconfiado y velarás por la seguridad de la aldea con mayor lucidez.

Sobek tuvo la sensación de que Nefer el Silencioso estaba hecho de una madera distinta de la mayoría de los artesanos de la cofradía. En ningún momento había levantado la voz ni se había alterado lo más mínimo.

–Sin embargo, todavía tenemos un problema -recordó el policía-: ¿quién escribió la carta?

–¿Tienes alguna pista?

–Ninguna, pero he hecho el ridículo y soy rencoroso. Se cometió un crimen, es cierto, y probablemente el asesino sea el autor del documento. Pero ¿por qué ha intentado destruirte?

–No tengo la menor idea.

–Tardaré lo que haga falta -prometió Sobek-, pero no dejaré este enigma sin solucionar.

–¿Puedo regresar a la aldea y reunirme con mi esposa?

–Eres libre, ya te lo he dicho; pero escúchame un momento: ¿no crees que corres peligro?

–¿Te ocuparás tú de mi protección?

–No estoy autorizado a entrar en la aldea.

–¿Qué puedo temer allí dentro?

–Supón que el autor del anónimo sea un miembro de la cofradía… Tratará de perjudicarte, aniquilarte, incluso. Y en la propia aldea será donde corras mayor peligro.

–Sigue con tus investigaciones, Sobek, y encuentra al demonio que se oculta en las tinieblas.

El nubio sintió que el artesano no se tomaba en serio sus advertencias, pero no le retuvo, muy satisfecho al ver que no presentaba contra él una denuncia que habría puesto fin a su carrera. Apenas salió Nefer del fortín cuando un perro negro se arrojó sobre él con tal ardor que estuvo a punto de tirarle al suelo. Tras haberle puesto las patas en los hombros y lamido las mejillas, Negrote inició una enloquecida carrera alrededor de su dueño y, con la lengua fuera, se detuvo para que le acariciara.

Clara se acercó a su marido, que la tomó en sus brazos.

-Negrote quería ser el primero en celebrar tu liberación… ¡Qué felicidad estar de nuevo contigo!

–Durante esta prueba, sólo he pensado en ti. Veía tu rostro, hacía desaparecer la angustia y los muros de la celda. Si no hubieras estado presente en la audiencia, me habría derrumbado.

–Te ha salvado la mujer sabia.

–No, me has salvado tú. En cuanto te vi, supe que las mentiras no me afectarían.

–Mi padre ha muerto -dijo ella-. Ardiente se encargó de los funerales para que yo pudiera acudir a la audiencia. El muchacho tiene un corazón de oro.

–¿Has vuelto a ver a la mujer sabia?

–No, y me han aconsejado que no la moleste. Ya era hora de que volvieras.

–Te dejaban de lado, ¿no es cierto?

–Ya no recuerdo nada… Nuestra vida en la aldea comienza hoy.

Clara tenía razón. Ahora, Nefer sabía que la felicidad era, a la vez, frágil como las alas de una mariposa y robusta como el granito, siempre que se saboreara cada instante como si se tratara de un milagro.

La pareja se dirigió hacia la puerta principal acompañada por Negrote.

–Lamento no haber podido asistir a los funerales de tu padre.

–Te admiraba mucho y espero haberle apaciguado antes de la gran partida. Le prometí que se haría justicia, y así ha sido.

–¿No tendrás poderes extraordinarios?

–No, tu amor me ayudó a no perder las fuerzas.

El guardián los saludó efusivamente.

–¡Celebro volver a verte, Nefer! Mi colega y yo siempre supimos que eras inocente. Al parecer, en la aldea se prepara una fiesta… ¡Que os divirtáis!

La puerta se abrió, Nefer y Clara entraron en su nueva patria.

Todos los artesanos se habían agrupado a la entrada de la calle principal para recibir a la pareja y darle un abrazo, con los dos jefes de equipo a la cabeza. El reencuentro fue alegre, y vaciaron algunas ánforas de cerveza dulce, alabando el mérito de la mujer sabia.

–Como Nefer ya ha regresado -dijo Neb el Cumplido-, ha llegado la hora de proceder a la iniciación de Ardiente.


40


–Despierta -le dijo Obed el herrero a Ardiente.


–¿Qué ocurre?

–Tu amigo Nefer ha sido liberado y dos artesanos vienen a buscarte.

Ardiente, que había dormido dos horas tras una jornada de intenso trabajo en la forja, se levantó de un brinco.

–¿Lo has pensado bien? – preguntó Obed.

–¡Ha llegado el momento de mi iniciación!

El herrero no insistió. Sin embargo, estaba convencido de que el joven coloso corría hacia su perdición.

–¿Adonde vamos? – preguntó Ardiente.

Los dos artesanos mostraban un rostro hostil.

–La primera de las virtudes es el silencio -respondió uno de ellos-. Síguenos, si lo deseas.

La noche había caído, ninguna luz brillaba en la aldea ni en los alrededores. Con paso seguro, como si conocieran el terreno a la perfección, los dos artesanos condujeron a Ardiente hasta el umbral de una capilla de la necrópolis excavada en la colina que se levantaba en el flanco oeste de la aldea.

El postulante pareció querer echarse atrás. ¡No buscaba la muerte, sino una nueva vida! Aunque sintió deseos de hacer un montón de preguntas, consiguió dominarse.

Los dos artesanos se apartaron y desaparecieron en las tinieblas, dejando a Ardiente solo ante la puerta de madera dorada, que estaba enmarcada por unas jambas de calcáreo y coronada por una pequeña pirámide.

¿Cuánto tiempo tendría que esperar aún? Si la cofradía creía que le haría perder la paciencia, se equivocaba. Ahora que se hallaba ante la primera puerta, Ardiente ya no soltaría la presa.

Estaba dispuesto a combatir con cualquier adversario, pero el que apareció de entre las tinieblas le puso la piel de gallina: ¡tenía, en un cuerpo de hombre, una cabeza de chacal con un largo hocico y las orejas puntiagudas! En la mano izquierda, el monstruo llevaba un cetro cuya extremidad superior era el rostro de un cánido dispuesto a morder.

El hombre con cabeza de chacal se detuvo a menos de un metro de Ardiente y le tendió la mano derecha.

No iba a ser un monstruo, por muy terrorífico que fuera, el que se atravesara en su camino; de modo que Ardiente no vaciló, aun recordando los cuentos que afirmaban que el chacal nocturno sólo se aparecía a los muertos.

–Anubis te conducirá ante el secreto -dijo la extraña criatura-. Pero si tienes miedo, no sigas adelante.

–Seas quien seas, cumple tu misión.

–Esta puerta sólo se abrirá si pronuncias las palabras de poder.

El hombre con cabeza de chacal soltó la mano de Ardiente, que se preguntó qué conducta debía adoptar. ¡No conocía aquellas palabras! ¿Tenía que derribar la puerta a puñetazos para saber qué había al otro lado?

Antes de que tomara una decisión radical, Anubis reapareció llevando una pata de bovino hecha de alabastro.

–Preséntala en la puerta -ordenó a Ardiente-. Sólo ella posee la palabra de poder, la de la ofrenda.

El joven coloso levantó la escultura.


Lentamente, la puerta se abrió. Apareció un hombre con cabeza de halcón, vestido con un corpiño de oro y con una estatuilla de madera roja que representaba un personaje decapitado, cuyos pies apuntaban al cielo.

–Procura no caminar cabeza abajo, Ardiente, de lo contrario, la perderías. Sólo la rectitud te evitará esa triste suerte. Ahora, cruza el umbral.

Ardiente penetró en una pequeña capilla decorada con escenas que mostraban a algunos miembros de la cofradía presentando ofrendas a las divinidades. Del centro de la estancia salía una escalera que se perdía en las entrañas de la colina.

–Ve hasta el centro de la Tierra -ordenó el hombre con cabeza de halcón-, abre la gran jarra que allí se encuentra y bebe su agua pura para que no te consuma el fuego. Te hará descubrir la energía de la creación.

Ardiente bajó por la escalera, peldaño a peldaño, lentamente, para acostumbrarse a la oscuridad.

Desembocaba en una cripta donde se había depositado una gran jarra. Ardiente la levantó cogiéndola por las asas. El agua que contenía era fresca y con un suave sabor a anís.

El joven sintió que un nuevo vigor le animaba, como en los benditos tiempos de la inundación, cuando estaba autorizado a beber el agua de la crecida.

El hombre con cabeza de chacal y su compañero con cabeza de halcón bajaron también hasta la cripta y, con unas antorchas, iluminaron un bloque de plata y una cubeta del mismo metal que estaba llena de agua. La utilizaron para lavar los pies de Ardiente. Después se colocaron a uno y otro lado del postulante y derramaron el líquido purificador sobre su cabeza, sus hombros y sus manos.

–Naces a una nueva vida, y vas a recorrer el océano de las energías -le dijeron.

Al fondo de la cripta había un pasadizo que conducía a un panteón ocupado por un sarcófago en forma de pez, el mismo que había devorado el sexo de Osiris cuando las partes del cuerpo del dios asesinado habían sido arrojadas al Nilo. Los dos ritualistas levantaron la tapa e indicaron por signos a Ardiente que se tendiera en el interior del enorme pez con incrustaciones de lapislázuli.

Y entonces Ardiente vivió su primera metamorfosis, percibiendo que no era sólo un hombre sino que pertenecía a la creación entera y se vinculaba, así, a todas las fuerzas de la existencia. Gracias al pez de luz, se creyó capaz por unos instantes de remontarse hasta la fuente de la vida.

Pero el chacal y el halcón le arrancaron de su meditación para hacerle regresar a la superficie, salir de la capilla y entrar en otra, mucho más vasta, donde se habían colocado en rectángulo cuatro antorchas. A sus pies había cuatro barreños de arcilla mezclada con incienso, que estaban llenos de leche de becerra blanca.

Varios artesanos estaban presentes. El jefe de equipo, Neb el Cumplido, tomó la palabra.

–El ojo de Horus nos permite ver esos misterios y estar en comunión con los bienaventurados que habitan en el cielo. Si realmente deseas convertirte en nuestro hermano, tendrás que trabajar lejos de los ojos y los oídos, y respetar nuestra regla, que es nuestro pan y nuestra cerveza; se llama «la cabeza y la pierna» (6), pues a la vez inspira nuestro pensamiento y nuestra acción y sirve de gobernalle para nuestro barco comunitario. La regla es la expresión de Maat, hija de la luz divina, principio de toda armonía y verbo creador. ¿Aún deseas solicitar tu admisión en la cofradía?


–Sí, aún lo deseo -respondió Ardiente.

–Deberás estar atento a las tareas que te sean confiadas -dijo Neb el Cumplido-, y no deberás mostrarte nunca negligente. Busca lo que es justo, sé coherente, transmite lo que hayas recibido encarnándolo en la materia sin traicionar el espíritu. Que el misterio de la obra permanezca oculto aun siendo revelado; sé discreto y preserva el secreto. Acude al templo si eres llamado, haz ofrendas a los dioses, al faraón y a los antepasados, participa en las procesiones, las fiestas y los funerales de tus hermanos, cotiza en nuestro fondo de solidaridad, sométete a las decisiones de nuestro tribunal y no toleres malevolencia alguna. No te presentes en el templo si has actuado contra Maat o si tu espíritu es impuro. No aumentes de peso ni de talla, no dañes el ojo de luz, no seas codicioso. ¿Estás dispuesto a jurar sobre la piedra que respetarás nuestra regla?

–Estoy dispuesto.

Nefer el Silencioso se adelantó para desvelar una piedra tallada en forma de cubo, de la que parecía brotar una suave luz.

–Por tu vida y la del faraón, ¿te comprometes a respetar los deberes que acabo de enunciar?

–Me comprometo a ello -afirmó Ardiente.

–Hoy te conviertes en servidor del Lugar de Verdad, nativo de la Tumba, y recibes tu nuevo nombre: Paneb -declaró el jefe de equipo-. Que sea tan imperecedero como las estrellas del cielo, que no se olvide en toda la eternidad y que preserve tu poder día y noche. Que las divinidades te concedan la fuerza de la propia verdad.

Nefer inscribió el nuevo nombre de Ardiente en su hombro derecho con un fino pincel mojado en tinta roja. En la mano izquierda llevaba un bastón con cabeza de carnero, encarnación del dios Amón.

–Tú, que te conviertes en artesano -continuó el jefe de equipo-, deberás saber responder siempre a la llamada, trabajar para tener acceso a las fórmulas de Thot, resolver sus dificultades y dominar su secreto. Sólo así podrás acceder al paraje de luz.

Paneb el Ardiente fue ungido con óleos perfumados y ungüentos; luego le pusieron una túnica blanca y unas sandalias del mismo color. Nefer trazó simbólicamente la imagen de Maat en su lengua para que nunca más pronunciara palabras desviadas.

El jefe de equipo volvió a cubrir la piedra y apagó las cuatro antorchas hundiéndolas en los barreños de leche. Luego, los artesanos salieron de la capilla para contemplar las estrellas.


41


Al amanecer, Paneb el Ardiente y Nefer el Silencioso seguían sentados ante la puerta de la capilla donde acababa de tener lugar la iniciación del primero. Habían contemplado las estrellas en las que vivían, para siempre, las almas de los faraones y los sabios que habían contribuido a erigir la civilización egipcia.


–¿Pasaste tú por los mismos ritos? – le preguntó Paneb a su amigo.

–Exactamente por los mismos.

–¿Y tu esposa?

–Ella también, al igual que las demás mujeres que viven en la aldea. Todas pertenecen a la cofradía de las sacerdotisas de Hator, pero la mayoría de ellas no superan el primer escalón.

–¿Hay varios?

–Probablemente…

–¿Y entre los artesanos también?

–Claro está, pero lo esencial es que formamos un equipo. Sea cual sea nuestra función, todos navegamos en el mismo barco y cada uno desempeña un papel preciso.

–¿Cuál será el mío?

–Primeramente, hacerte útil.

–¿A los demás?

–Útil a la obra y, por añadidura, a los miembros de la cofradía.

–¿Cuál es realmente esa obra, Nefer?

–La construcción de la tumba real y todo lo que implica. Gracias a ella, lo invisible está presente en la Tierra y el proceso de resurrección se lleva a cabo. Pero nos queda mucho por aprender antes de participar plenamente en la obra.

–¡Por fin podré dibujar y pintar!

–Lo más urgente, para ti, es aprender a leer y a escribir con los niños de la aldea.

–¡Ya no soy un chiquillo! – protestó Paneb.

–La escritura es la base de tu arte y no tienes tiempo que perder. Kenhir es un profesor severo, puntilloso a veces, pero forma bien a sus alumnos.

–Si hay que pasar por ahí… ¿Conoces el significado de mi nuevo nombre?

–Paneb significa «el maestro». Te lo ha atribuido el jefe de equipo Neb el Cumplido para fijarte un objetivo imposible de alcanzar. Está convencido de que no renunciarás a convertirte en maestro y de que irás quemando tu energía a medida que vayas fracasando. Algún día acabarás serenándote.

–¡Pues el jefe de equipo se llevará una gran decepción! Sí, me convertiré en un maestro en mi oficio y mereceré mi nombre. Ha creído que iba a doblegarme con esa pesada carga, sin embargo, me está ofreciendo un fuego que sólo se extinguirá con mi muerte.

En el exterior del recinto, los auxiliares realizaban sus tareas. Descargaban los asnos y entregaban el agua necesaria para las abluciones matinales.

El sol se levantaba sobre el Lugar de Verdad, el territorio donde Paneb el Ardiente viviría la aventura con la que tanto había soñado.

¡Por fin iba a descubrir la aldea que tan bien protegida estaba tras sus altos muros! Otros, menos elevados, se levantaban sobre un basamento de grandes bloques, para detener los torrentes de lodo y guijarros provocados por las tormentas, tan raras como violentas.

La aldea ocupaba todo el espacio del pequeño valle desértico, un antiguo lecho de torrente flanqueado por colinas que tapaban la vista y protegían la sagrada aglomeración de la mirada de los curiosos. Estaba situada a quinientos metros del límite de las más fuertes crecidas, que, por tanto, no la amenazaban. A igual distancia del templo de millones de años de Ramsés el Grande y de la colina santa de Djemé, donde dormitaban los dioses primordiales, «la ciudad», como a veces la llamaban los artesanos, parecía un lugar alejado del mundo, aislado del valle del Nilo. Al oeste, el acantilado líbico; al sur, un espolón rocoso contra el que se adosaba el templo principal; hacia el norte, la salida del valle y la suave pendiente hacia los cultivos.

Se habían dispuesto dos necrópolis, a uno y otro lado de la aldea. La del este estaba concebida en tres rellanos: el inferior para los niños, el de en medio para los adolescentes, y el superior para los adultos. La del oeste, dispuesta también en peldaños, estaba de cara al sol y albergaba las más hermosas capillas.

Aquí, la vida, la muerte y la eternidad estaban estrechamente unidas en una armonía natural y sobrenatural a la vez. En el territorio de la aldea había también santuarios, capillas de cofradía, oratorios, cisternas, graneros y demás edificios sagrados o profanos.

–Ven, te llevaré a tu casa -le dijo Nefer a Paneb.

–Quieres decir que… ¿tengo una casa?

–Una casita de soltero… ¡Sobre todo no esperes ninguna maravilla!

–¿Tú también tienes una?

–Tuve más suerte que tú, pues se halla en mejor estado. Nadie puede elegir: el escriba de la Tumba nos atribuye un domicilio, y el jefe de equipo, un lugar en la capilla de la cofradía, donde nos reunimos.

–¿Quién la dirige realmente?

–El escriba de la Tumba, Kenhir, y los dos jefes de equipo, de tripulación debería decir, porque nuestra cofradía es comparable a un barco. Neb el Cumplido reina a estribor, el lado derecho, y Kaha, a babor, el lado izquierdo. Tú y yo hemos sido destinados, como aprendices, en el equipo del lado derecho. Debemos respeto a los compañeros y a los expertos que viven aquí desde hace muchos años y que han tenido acceso a las fórmulas de conocimiento.

–¿Cuántos somos?

–Actualmente treinta y dos artesanos. Dieciséis en el equipo de la derecha y dieciséis en el de la izquierda. Antaño hubo más, hasta cincuenta. Pero muchos han muerto y otros han emigrado hacia otros horizontes, y el faraón prefiere un equipo restringido y coherente. ¡Tu admisión, al igual que la mía, es un milagro! Como aprendices, debemos guardar silencio para intentar convertirnos en «los que han escuchado la llamada».

–¿A qué gremio has sido destinado?

–Al de los canteros, cuya misión es saber utilizar el gran cincel, capaz de cortar la roca más dura, pero también esculpir finamente con la pequeña azuela.

–¿Te dejaron elegir?

–No tengo dotes para el dibujo -repuso Nefer-, y siempre me ha gustado tratar con la piedra.

–¡Lo mío es el dibujo y nada más!

–¿Y si el jefe de equipo te confía otras tareas?

El joven coloso no disimuló su descontento.

–¡Tengo un objetivo y nadie me apartará de él!

–Neb el Cumplido no es un hombre fácil -advirtió Nefer-. No le gusta que se discutan sus órdenes. Eres el último aprendiz y tendrás que acatar su voluntad.

–¡Tú eres mi amigo y sabes que eso es imposible! Por muy jefe de equipo que sea, no me da ningún miedo y tendrá que explicarme lo que espera de mí. En Egipto no hay esclavos y yo no voy a ser el primero.

Nefer no quiso echar más leña al fuego. Los primeros pasos de Paneb iban a ser difíciles.

Ardiente fue descubriendo con curiosidad la aldea, que estaba atravesada por una calle principal, de norte a sur, y un segundo eje perpendicular, de menor importancia. En el interior del recinto había setenta casas blancas, donde vivían los miembros de la cofradía y sus familias, así como el escriba de la Tumba. Al norte estaba la parte más antigua habitada, que databa de la época de Tutmosis I.

Ambos amigos pasaron ante la hermosa morada de Ramosis, que había acogido a su sucesor e hijo espiritual, Kenhir, que disponía de una sala con columnas para recibir a los artesanos y de un despacho perfectamente equipado.

Paneb sintió que la mirada de sus colegas del equipo de la derecha, que estaban descansando, se posaba en él. Una decena de niños, entre los cuatro y los doce años, los siguieron charlando y riendo.

La calle principal desembocaba en una especie de encrucijada, y los dos hombres se dirigieron hacia la derecha; luego regresaron al eje para llegar al extremo sur de la aldea, donde se hallaba la casa que iba a ser de Paneb el Ardiente.

Éste la contempló largo rato.

–¡Pero si es una ruina!


42


Los muros amenazaban con derrumbarse, la madera estaba carcomida, y la pintura, desconchada.


–La casa no se encuentra en muy buen estado -reconoció Nefer-, pero tiene la inestimable ventaja de que ha sido construida en la aldea.

Sin embargo, sus palabras no calmaron la cólera de Paneb.

–Quiero ver inmediatamente al escriba de la Tumba.

Sin preocuparse por las consecuencias de su gestión, el joven coloso recorrió rápidamente la calle y entró en la sala de audiencias de Kenhir. Estaba sentado en una estera, desenrollando un papiro.

–¿Me habéis atribuido vos ese cuchitril inhabitable?

El escriba de la Tumba no levantó los ojos y siguió leyendo.

–¿Eres el aprendiz Paneb?

–Sí, soy yo, y exijo un alojamiento en condiciones.

–Aquí, chiquillo, un aprendiz no tiene derecho a exigir nada. Escucha y obedece. Visto tu carácter, te costará mucho conseguirlo y tu jefe de equipo no tardará en solicitar tu exclusión. Yo seré el primero que le dé la razón.

–¿Acaso no debo ser tratado como los demás artesanos? ¡Ellos disponen de un alojamiento adecuado!

–Aquí no eres nadie, de momento. La cofradía te ha iniciado en tus primeros deberes, pero ¿qué has comprendido de la ceremonia? Ni siquiera has pasado un día en la aldea y ya quieres ser instalado como un notable. ¿Quién te has creído que eres? Tal vez pensabas que, por tu cara bonita, recibirías una soberbia morada, lujosamente amueblada, con una bodega llena de buenos vinos… ¿No sabías que los demás aprendices construyeron o repararon su casa, sin gemir ni protestar? Poder disponer de un techo bajo el que dormir es una extraña suerte con la que sueñan centenares de infelices candidatos. ¡Y tú te atreves a quejarte! Además de vanidoso, te comportas como un tonto.

Kenhir siguió desenrollando el papiro con cuidado mientras echaba una ojeada a las cifras inscritas.

Paneb echaba chispas, sentía deseos de agarrar al escriba, arrojarlo fuera de su cubil y saquear su material.

–¿Todavía estás ahí, aprendiz? Lo mejor que puedes hacer es convertir tu casa en una morada habitable, pues nadie va a ayudarte. En una cofradía como la nuestra no hay lugar para el que no sea autónomo.

Paneb dio media vuelta, Kenhir respiró tranquilo. ¿Qué habría hecho el escriba si el joven coloso hubiera cedido a su cólera?


Los peldaños de la pequeña escalera de piedra que llevaba de la calle hasta el umbral de la primera estancia estaban desgastados. A excepción de las hiladas inferiores de piedra, que habían resistido, el resto de la obra, de ladrillo seco, debía reconstruirse. Además, las vigas del techo habían sufrido tanto que habría que cambiarlas. Era evidente que la casa no había sido habitada desde hacía muchos años, por lo que, primeramente, había que limpiarla de arriba abajo.

El discurso del escriba de la Tumba había complacido a Paneb el Ardiente, que acababa de tomar conciencia de que aquella ruina era su primera casa. De pronto, le pareció más hermosa que un palacio.

–Estoy dispuesto a ayudarte -le dijo Nefer.

–Según Kenhir, está prohibido.

–Existe la costumbre, es cierto, pero por encima de todo está la amistad.

–Respetaré la costumbre y me encargaré yo solo de la restauración.

–Algunos aspectos técnicos podrían pasarte por alto.

–Quizá cometa algunos errores, pero será mi obra. En cambio, si me invitaras a comer no lo rechazaría.

–¿Acaso has supuesto que Clara se había olvidado de ti?

La fachada de la morada atribuida a Nefer engañaba, puesto que su interior exigía una completa restauración. Apenas había tenido tiempo de disponer una pequeña cocina, en la que Clara preparaba buey hervido y lentejas con comino. El humo salía por un agujero redondo que había sido practicado en el techo. Paneb quedó impresionado, de nuevo, por la extraordinaria belleza de la joven, cuya luminosa sonrisa obligaba a los más ariscos a mostrarse amables.

–Aunque todavía no tengamos sillas, ¡sé bienvenido a nuestra casa! Estoy segura de que te ha entusiasmado tu magnífica propiedad.

Paneb soltó una carcajada.

–¡Me conoces bien, Clara! Ayer dormía al sereno; hoy corro el riesgo de morir aplastado por el peso de unos viejos ladrillos que caerán sobre mi esqueleto. Pero bueno, aquí estoy, con vosotros… ¡Y me muero de hambre!

Paneb el Ardiente disfrutó de la mejor comida de su corta vida. El pan era crujiente, la carne sabrosa, tiernas las lentejas y la cerveza suave. Un queso de cabra completaba el festín.

–Mañana por la mañana irás a buscar tus raciones -dijo Clara.

–¿Se come así todos los días?

–En las fiestas se come mucho mejor.

–Ahora comprendo por qué es tan difícil entrar en esta cofradía. Alojamiento gratuito, alimento en abundancia, un oficio apasionante… He descubierto el paraíso en la tierra.

–De todos modos, tienes que ser prudente -recomendó Nefer-; es muy difícil entrar, pero muy fácil salir. Si tu jefe de equipo está descontento contigo, Kenhir no te apoyará. Y ambos obtendrían tu despido inmediato.

–¿Cómo te llevas con Neb el Cumplido?

–Es un hombre rudo, autoritario, que no tolera el más mínimo error en el trabajo. Para serte sincero, no te aprecia demasiado y no te permitirá ningún fallo.

–¿Es posible pasar al otro equipo?

–No te aconsejo que hagas esta gestión. Los jefes de equipo se disgustarían mucho, y Kaha sería más intransigente aún que Neb el Cumplido.

–De acuerdo, lucharé, entonces.

–¿Por qué contemplas las relaciones jerárquicas como una guerra? – quiso saber Clara.

La pregunta sorprendió a Ardiente.

–Hay que pelear constantemente por todo, tanto aquí como en otra parte. El jefe de equipo intentará doblegarme, pero no lo conseguirá.

–¿Y si su intención fuera la de formarte para realizar obras importantes?

–Soy joven, Clara, pero no me queda ilusión alguna. Entre los seres sólo hay relaciones de fuerza.

–¿Te olvidas del amor?

Paneb clavó los ojos en el plato.

–Nefer y tú sois una pareja excepcional, pero no podéis servir de modelo. Eres sacerdotisa de Hator, ¿no es cierto?

–Desde mi iniciación -dijo la joven- acudo cada día a su oratorio y preparo las ofrendas que deben depositarse en los altares, en el templo y en las capillas de las tumbas, así como en cada casa. La vida es distinta en la aldea. Hay parejas, solteros, niños, pero nuestras moradas son también santuarios y no existen más sacerdotes y más sacerdotisas que los propios artesanos y sus esposas. En nuestras respectivas funciones, lo cotidiano no está separado de lo sacro, y por esta razón he tenido la impresión de sentir que uno de los secretos corazones de Egipto palpitaba al abrigo de los muros de esta aldea. Se nos propone experimentar el misterio, degustar su sabor, escuchar su música, y este destino nos pertenece.

–Siempre que los jefes de equipo lo deseen…

–Hace poco tiempo que vivo aquí -añadió Clara-, pero ya sé que la perseverancia es una virtud esencial para percibir las leyes invisibles del Lugar de Verdad. La aldea es una madre generosa que da sin medida, pero ¿está nuestro corazón lo bastante abierto como para recibir?

Las palabras de la joven conmovieron a Paneb el Ardiente. Desgarraron un velo que oscurecía su mirada y que la propia iniciación había dejado intacto. Aunque hubiera escuchado la llamada, no imaginaba que aquella modesta aldea fuera un mundo tan vasto y que albergase tantos tesoros cuya verdadera naturaleza aún se le escapaba.

–¿Dormirás aquí esta noche? – preguntó Nefer.

–No, debo ocuparme de mi casa. De lo contrario, Clara y tú os avergonzaríais de mí.

–Insisto en que puedes contar con mi ayuda.

–Si no lo consigo solo, seré yo quien me avergüence de mi mediocridad. Reconozco que a veces me comporto como un idiota; pero he comprendido que adecentar ese cuchitril será mi primera prueba.


43


Las artimañas de Méhy daban los resultados previstos. No necesitó más de tres meses para obtener el grado de comandante en jefe de las tropas tebanas, cuya reorganización administrativa y militar le había sido confiada. Poco a poco lograba apartar a los demás oficiales superiores utilizando su arma favorita, la delación, a la que añadía una retahíla de promesas que encandilaban a los soldados: aumento de sueldo, posibilidad de jubilación anticipada, mejora de la cotidianeidad, modernización de los cuarteles… Cuando no se cumplían, Méhy acusaba a la jerarquía de negligencia e hipocresía, y compadecía a los infelices que habían sido engañados, afirmando que no dejaba de tomar su defensa ante las autoridades competentes. En realidad, ante éstas, trataba a los soldados de chusma y los acusaba de estar gozando de unas condiciones de vida excesivamente favorables.


El nombramiento del nuevo comandante en jefe había sido bien recibido, tanto en la cima como en la base, y Méhy alimentaba su excelente reputación invitando a cenar cada noche a un notable de Tebas, cuyo expediente había estudiado cuidadosamente para poder halagarle con la máxima eficacia. Cada uno de sus huéspedes se marchaba con la seguridad de que era un ser excepcional, y el comandante, un hombre abnegado y digno de elogios.

Además, Serketa desempeñaba a la perfección su papel de una encantadora ama de casa, lo bastante superficial como para no aburrir, y capaz de jugar a ser una niña para suavizar a unos altos funcionarios coriáceos pero engolosinados por sus arrumacos. Ante las sirvientas, sin embargo, Serketa se mostraba como una patrona agresiva y sin corazón.

Méhy y Serketa se habían convertido en la pareja de moda, y quienes sobresalían en Tebas aguardaban con impaciencia ser invitados a su mesa. Sin embargo, el comandante tenía mucho cuidado en no hacer sombra alguna al alcalde de Tebas, que aún era lo bastante poderoso y artero como para acabar con él. Cuando se encontraban, Méhy jugaba a hacerse el modesto y sólo demostraba unas ambiciones razonables y limitadas. Por lo demás, no tenía intención alguna de quitarle el puesto al edil, que estaba demasiado empantanado en las querellas de clanes. Era mejor manipularle dejando que se exhibiera en el proscenio. Un poder duradero sólo se conquistaba con una vasta zona de sombra, atribuyendo la responsabilidad de los fracasos a los imbéciles que creían detentarlo. Como de costumbre, el banquete había sido un éxito. El escriba principal de los graneros y su esposa, una rica tebana fea y pretenciosa, se habían atiborrado de carne y de golosinas. Se habían hartado también de beber vino blanco de los oasis, que se les había subido a la cabeza y había hecho que hablaran más de la cuenta. Méhy había obtenido así algunas informaciones confidenciales sobre la gestión de la existencia de granos que sabría utilizar cuando llegara la ocasión.

–¡Por fin se han marchado! – le dijo el comandante a su esposa, estrechándola brutalmente contra sí-. Éstos han sido los más penosos de toda la semana, pero los tenemos en el bote.

–Querido, tengo que darte una gran noticia.

–¿Esperas un hijo mío?

–Lo has adivinado.

–Un hijo… ¡Voy a tener un hijo! ¿Te has hecho las pruebas de orina?

–Todavía no. ¿Te decepcionaría si se tratara de una niña?

–Pues sí… ¡Pero estoy seguro de que me darás un hijo!

De pronto, el entusiasmo de Méhy se esfumó y su rostro se ensombreció.

–Me hubiera gustado tanto que tu padre compartiera nuestra alegría… Cada vez está peor. He tenido que modificar sus últimos informes, estaban llenos de aberraciones. ¿Le ha prescrito algún tratamiento su médico?

–Por recomendación mía, no se atreve a hablar con mi padre de su enfermedad que, por otra parte, es incapaz de combatir. Se limita a cuidarle el corazón, pues considera que está muy débil. Tiene prohibidas las emociones fuertes.

–Tengo miedo, Serketa. Tengo miedo de que cometa alguna locura que arruine nuestros esfuerzos, tanto más cuanto vamos a tener un heredero. Debemos pensar en su porvenir, amor mío.

–Tranquilízate, he hablado con un jurista y le he expuesto nuestro problema, instándole a mantenerlo en secreto, claro está.

–¿Qué le parece?

–Ya hemos tomado cierto número de disposiciones legales para impedir que mi padre dilapide mi fortuna en el caso de que pierda por completo la cabeza, pero eso no es suficiente. Sólo un caso de locura declarada me permitiría ser la única administradora de nuestros bienes.

–¿Mantendrías nuestro contrato de separación de bienes?

–Mientras no tuviéramos herederos, ésa era la mejor solución. Pero ahora es distinto… Formamos una pareja excelente, espero un hijo tuyo y eres un buen administrador. En cuanto mi padre desaparezca o sea considerado irresponsable, anularé ese contrato y lo compartiremos todo.

Méhy besó ávidamente a Serketa.

–¡Eres maravillosa! Tendremos muchos hijos juntos…

Serketa había analizado la situación durante largo tiempo. Su padre envejecía, utilizaba métodos caducos y carecía del dinamismo necesario para enriquecerse más. Méhy era el nuevo dueño del juego. Trapacero, mentiroso, cruel y hábil, no dejaba de progresar y de ganar terreno. ¿Qué importaba tener hijos con él o con cualquier otro?

Serketa no los educaría, y Méhy tendría ante las narices la prueba de su potencia viril, a la que daba una extrema importancia.

En caso de divorcio, Serketa conservaría, por lo menos, un tercio de la fortuna y sabría demandar judicialmente a su ex marido para recuperar el resto. La anulación del contrato de separación de bienes le convencería de la ciega confianza que su mujer tenía en él, y bajaría la guardia. Ver cómo Méhy crecía y crecía, recoger los frutos de sus chanchullos y, luego, devorarlo como haría una mantis religiosa… Serketa no se aburriría en absoluto con la perspectiva de tan excitante porvenir.

–Cada día ruego a los dioses para que tu padre se cure -confesó el comandante-. No podría soportar que le ocurriera una desgracia.

–Lo sé, amor mío, lo sé. Sin embargo, yo estaré a tu lado y juntos afrontaremos los acontecimientos tal y como vengan.


El comandante Méhy había invitado a sus más cercanos subordinados y a algunos notables a una cacería en la inundada espesura de papiros, al norte de Tebas. Abry, el administrador principal de la orilla oeste, estaba muerto de miedo. Sabía que el lugar podía resultar peligroso y que sus posibilidades de sobrevivir serían escasas. Un hipopótamo furioso podía volcar fácilmente una barca, los cocodrilos se lanzaban contra su presa con temible rapidez, y no faltaban las serpientes de agua.

El alto funcionario se había situado junto a Méhy, que había aplastado ya el cráneo de un ánade con una lanza. Matar aves le procuraba un intenso placer y presumía de una habilidad difícil de igualar.

–Podríamos hablar en otra parte -advirtió Abry.

–Desconfío de vuestros colaboradores y de vuestra esposa -repuso Méhy-. Desde que Nefer fue absuelto, el Lugar de Verdad ha recuperado todo su esplendor. Atacarlo parece peligroso.

–¡Eso mismo pienso yo! Por eso os propongo que renunciemos y nos limitemos a nuestras actividades oficiales.

–Ni hablar, amigo.

–Pero ¿por qué empecinarse?

–Admirad este lugar, Abry. La naturaleza se expresa aquí con todo su salvajismo, con una sola ley: matar o morir. Sólo el más fuerte sobrevive.

–La práctica de Maat consiste, precisamente, en luchar contra esta ley.

–¡Maat no es eterna! – exclamó Méhy arrojando una lanza contra un martín pescador.

Falló por unos pocos centímetros.

–Me he alterado y he perdido precisión -deploró-. En la caza, la sangre fría es la mejor arma. ¿Queréis probar?

–No, soy incapaz de hacerlo.

–Debemos seguir adelante, Abry. Vos me ayudaréis. Este pequeño fracaso judicial no me ha hecho cambiar de opinión. Tengo buenas razones para creer en nuestro éxito.

–¡El Lugar de Verdad es más inexpugnable que una fortaleza de Nubia!

–Ninguna fortaleza es inexpugnable, basta con poner en práctica la estrategia adecuada. Hoy, la cofradía se cree al abrigo de cualquier ataque y prosigue sus trabajos con la más absoluta tranquilidad. Ése es su punto débil.

Una jineta saltó de una umbrela de papiro a otra, para escapar de los cazadores, mientras unos patos daban la alarma lanzando asustados gritos.

–Paciencia, una sistemática batida y ninguno de ellos escapará.

–¿Ésa será vuestra estrategia contra el Lugar de Verdad?

–En parte, sí. Añadiré algunos ingredientes más. ¿Qué habéis sabido de nuevo?

–Nada, desde la entrada de Nefer el Silencioso y Paneb el Ardiente en la cofradía.

–Paneb, «el maestro»… ¡Hermoso destino le han fijado sus colegas!

–No creo que el nombre sea realmente importante.

–No conocéis a los artesanos, Abry. Yo estoy seguro de que no dejan nada al azar y de que debemos tener en cuenta el menor indicio. ¿Habéis puesto en marcha un sistema de vigilancia que os avise en cuanto un miembro de la cofradía salga de la aldea para ir de viaje?

–Lo he hecho, pero de momento no ha dado resultado alguno.

–Avisadme inmediatamente cuando eso ocurra.

–Se hace tarde… ¿No deberíamos regresar a la ciudad?

–No he matado suficientes aves todavía.


44


–Hay que saber escuchar, decía el anciano sabio Ptah-hotep, que vivía en tiempos de las pirámides. Todos sabéis correr, nadar y hablar, pero vuestros últimos ejercicios de escritura son lamentables porque no me escucháis.


Como cada mañana, el escriba de la Tumba, Kenhir, estaba de muy mal humor. A menudo delegaba el trabajo de educador al mejor dibujante de la cofradía, que entonces adoptaba el título de «escriba», pero desde la llegada de Paneb, Kenhir daba su clase personalmente, para desesperación de los muchachos, abrumados de trabajo y reprimendas.

–¡Apenas conocéis el alfabeto y lo dibujáis muy mal! Por lo que se refiere a los jeroglíficos que valen por dos sonidos, hemos de comenzar de nuevo, y no hablo ya del aspecto de vuestras aves, en especial la lechuza y el pájaro que aletea sacando la lengua. ¿Cómo enseñar a quien no desea escuchar? Serían necesarios cientos de bastonazos para que os prestarais a escuchar.

Paneb el Ardiente intervino.

–Puesto que soy el alumno de más edad, soy el responsable de los errores de la clase. Tengo la espalda lo bastante ancha para recibir todos estos bastonazos.

–Bueno, bueno… Más tarde hablaremos de eso. Sentaos con las piernas cruzadas, mojad la punta de vuestras cañas en tinta negra diluida y escribid en vuestros ostraca las letras-madre.

Los ostraca eran pequeños fragmentos de calcáreo, muy abundante en los alrededores de la aldea. Algunos, más valiosos, procedían de las excavaciones de las tumbas. Servían de borrador para los escolares y los aprendices de dibujantes, a quienes no se consideraba dignos de utilizar el papiro, ni siquiera usado o de inferior calidad.

Aquel rudimentario material maravillaba a Paneb. ¡Por fin tenía un soporte y un instrumento para practicar su arte! Y le complacía trazar cada jeroglífico con una precisión y una elegancia que sorprendían a Kenhir. El joven coloso aprendía muy de prisa, e incluso parecía que su mano conocía los signos desde siempre.

Kenhir examinó los ostraca y advirtió que las muchachas estaban, decididamente, mejor dotadas que los chicos.

–¡Sólo sois palos torcidos, que no sirven para nada! Dicen los sabios que un carpintero puede enderezar esos miserables palos y hacer con ellos bastones para los dignatarios. ¡Yo soy ese carpintero! Sea cual sea vuestro destino, saldréis de esta escuela sabiendo leer y escribir.

Y siguieron con sus ejercicios hasta la hora de comer.

–Mañana dibujaremos los peces -anunció Kenhir-. Ahora id a comer y comportaos correctamente en la mesa. El camino de la sabiduría comienza por la cortesía y el respeto a los demás. Paneb, tú quédate.

Los alumnos se dispersaron parloteando.

–¿Tienes hambre?

–Sí.

–Yo también, pero hay algo más urgente.

Kenhir entregó a Paneb un gran fragmento de calcáreo, ligeramente pulido, y un verdadero pincel de escriba. Puso a sus pies un cubilete lleno de una tinta muy negra. El joven quedó entusiasmado.

–¡Es… es magnífico! Nunca me atrevería a dibujar ahí…

–¿Acaso tienes miedo?

El insulto sulfuró a Paneb que, sin embargo, consiguió dominarse.

–Dibuja cinco veces los dos signos que forman tu nombre: PA; el pato que emprende el vuelo, y NEB, el cesto apto para recibir las ofrendas y que se convierte, pues, en dueño de lo que contiene.

Paneb lo hizo sin precipitarse. Su mano no tembló y los dos signos aparecieron bien formados.

–Está bien, ¿no?

–No eres tú quien debe decirlo. ¿Comprendes por qué te han dado ese nombre?

–Porque nunca debo dejar de emprender el vuelo hacia el cielo y la calidad de mi maestría dependerá de lo que haya percibido y recibido.

–La maestría… ¡Aún estás muy lejos de ella! – gruñó Kenhir-. Dibuja un ojo, una cabeza vista de frente, otra de perfil, cabellos, un chacal y una barca.

Paneb tardó mucho tiempo, como si viviera interiormente cada signo antes de trazarlo con una seguridad de ejecución pasmosa en un aprendiz.

–Bórralo todo raspando el calcáreo.

¿Cómo un espíritu animado por el ardor de Set conseguía mostrarse tan paciente y meticuloso?, se preguntaba Kenhir.

Aquel mocetón resultaba un auténtico misterio para él.

–Ya está.

–Copia el texto de este papiro.

Kenhir desenrolló un soberbio documento cuya caligrafía, pequeña y puntiaguda, no era fácil de reproducir.

–¿Debo dibujarlo igual o interpretarlo a mi manera?

–Como quieras.

Paneb eligió la segunda opción.

Había realizado un trabajo perfecto, y la legibilidad del texto había aumentado de un modo notable. Sin duda alguna, el muchacho tenía mano de escriba, ya que su trabajo aunaba la claridad y la rapidez.

Kenhir sintió cierta irritación, puesto que su escritura se había vuelto casi ilegible después de pasar todos los días trazando signos.

–Léeme ese texto.

–«Si el acto de escuchar continuamente penetra en quien escucha, el que escucha se convierte en el que oye. Cuando la escucha es buena, la palabra es buena. Aquel a quien Dios ama es aquel que oye; el que no oye es odiado por Dios. Aquel a quien le gusta oír realiza lo que se dice. El ignorante que no escucha, nada realizará. Considera el conocimiento como la ignorancia, lo útil como lo perjudicial, hace todo lo detestable, vive de lo que da muerte. No pongas una cosa en lugar de otra, intenta deshacerte de las trabas, haz caso de lo que dice quien conoce los ritos.»

–Sabes leer, Paneb, y no tropiezas con las palabras. Pero ¿comprendes lo que estás leyendo?

–Supongo que no habéis elegido ese texto al azar… ¿Consideráis que no escucho bastante vuestras enseñanzas?

–Ya hablaremos más tarde… Ve a comer. Y no te lleves el fragmento de calcáreo, no te pertenece.

Paneb se alejó y Kenhir regresó a casa de Ramosis, donde se había instalado. La aldeana a quien había contratado como cocinera había preparado una ensalada, espárragos y riñones de ternera.

–Perdonad el retraso -dijo Kenhir-; mi clase ha durado más de lo previsto.

–Mi esposa está enferma -reveló Ramosis-; no comerá con nosotros.

–¿Es grave?

–Estoy esperando el diagnóstico de la mujer sabia. Y tú, ¿consigues domesticar a Paneb?

–Es un muchacho notable y me gustaría hacer de él un escriba.

–Sabes que su vocación es otra.

–Paneb será un pintor excepcional si acepta las exigencias de la ciencia de Thot. Pero ¿tendrá paciencia para aprender y superar cada una de las etapas?

–Sientes debilidad por él, ¿no es cierto?

–Le anima una fuerza que la cofradía necesita. Nadie puede imaginar las obras que lleva dentro.

–Confío en ti, Kenhir; tú y el jefe de equipo, Neb el Cumplido, sabréis hacerle madurar.

–Debemos prever numerosos choques e, incluso, fracasos… Paneb el Ardiente es exigente, excesivo y violento, y está siempre dispuesto a rebelarse. El fuego sedaño que le habita es tan poderoso que tal vez no logremos controlarlo.

–¿Sabe leer y escribir?

–Tanto como vos y como yo. Ha aprendido en menos de un año, cuando a la mayoría de la gente les cuesta diez.

–¿Cómo se comporta con los niños?

–Como un perfecto hermano mayor. Los protege, los tranquiliza, y nunca se niega a jugar con ellos. Su autoridad es natural y no necesita levantar la voz para que le obedezcan. Lo peor es que ayuda a los gandules a hacer sus deberes, sin tener en cuenta mis advertencias. Habría que castigarle, amenazarle con la expulsión, quizá…

–Recuerda la regla de los enseñantes, de quienes introducen a los futuros escribas: «Ser un profesor paciente y de dulces palabras, ganarse el respeto de los alumnos despertando su sensibilidad, educar suscitando amor». Sigue formando al joven coloso, Kenhir; combate sin debilidad sus imperfecciones, no toleres ninguno de sus extravíos y desvélale, poco a poco, lo que es admirable e imperecedero.


45


Mosis, el tesorero principal de Tebas, se hizo untar el cráneo con una loción de aceite de moringa para detener su calvicie. Una desagradable observación de su última amante le había hecho comprender que envejecía y que estaba perdiendo poder de seducción. Mosis se había enfadado mucho y se había sentido mal. En seguida llamó a su médico, que le aconsejó que descansara y que cuidara su corazón.


¿Cómo podía escuchar esos consejos cuando le abrumaba el peso de las responsabilidades? Tebas sólo era la tercera ciudad del país, pero rebosaba riquezas, y el visir exigía una administración clara y eficaz. A veces, Mosis tenía ganas de retirarse al campo en compañía de su hija, Serketa, y disfrutar allí de los placeres de la jardinería que ya no tenía tiempo de practicar.

¡Y ahora Serketa acababa de anunciarle el nacimiento de un hijo! ¡Qué maravillosa noticia y qué buena pareja formaba con Méhy! Mosis tendría una vejez feliz, rodeado de varios nietos a los que enseñaría contabilidad y administración, esperando que fueran tan capaces como su padre, para el que las cifras no tenían ya secreto alguno. La agilidad mental de Méhy estaba tan desarrollada que preocupaba a Mosis; ¿no corría el riesgo de hacerle indiferente a lo que no se refiriera a su carrera?

Pensándolo bien, Mosis debía desconfiar del nuevo comandante en jefe de las fuerzas tebanas. Aunque a veces jugara a ser modesto, especialmente con el alcalde, era puro cálculo. Había muchos hombres de esta clase; pero Méhy añadía la crueldad a la ambición, e ignoraba la piedad. Aunque llevara una gran máscara, Mosis sabría descubrirle, y temía encontrarse con un arribista que se habría casado con la dulce y frágil Serketa sólo para apoderarse de su fortuna. A él le tocaba cuidar de ella y convencerla de que, sobre todo, no debía modificar el contrato de separación de bienes y de que debía pensar en la protección de sus hijos.

Su última entrevista con el alcalde de Tebas, un viejo amigo, había turbado a Mosis. El edil le había parecido distante, casi suspicaz, y sólo había hablado de sus proyectos inmediatos con ambigüedad, como si se dirigiera a un extraño. Mosis sospechaba que su yerno había intervenido de un modo sutil para desacreditarle y presentarse como su inevitable sucesor; si era así, Méhy se estaba convirtiendo en un temible competidor y en un manipulador de la peor condición, a quien debía impedirle que causara daños.

El intendente de Mosis anunció a su patrón que había llegado la pareja a quien había invitado a comer.

Serketa parecía pimpante, y Méhy, muy seguro de sí mismo.

–¿Cómo estás, querida hija?

–¡Mi salud es excelente! ¿Y la tuya, adorado padre?

–No tengo tiempo para ocuparme de ella; el visir exige la situación contable de la provincia de Tebas para la semana que viene y, como cada año, me faltan informes.

–Si puedo ayudaros… -ofreció Méhy.

–No será necesario, mis técnicos harán horas extras.

Por primera vez, Méhy sintió cierta desconfianza, hostilidad incluso, en la actitud de su suegro. ¿Era Mosis más lúcido de lo que había supuesto?

–Por fin un momento de tranquilidad -apreció Serketa-. Esta noche cenamos con el superior de los rebaños de Amón, un personaje aburridísimo que sólo habla de vacas y bueyes. ¿No podrías hacer algo para que le sustituyeran por alguien menos tedioso?

Acechando la reacción de su yerno, Mosis no había escuchado a su hija. Serketa inmediatamente tuvo la certeza de que su padre era víctima de una de aquellas horrendas ausencias descubiertas por Méhy.

–¿Me oyes, padre?

–Sí… Quiero decir, no. Perdona, ¿qué decías?

–No tiene importancia.

–Todos alaban la eficacia de vuestros equipos -dijo Méhy, condescendiente-. Sin embargo, si algún día me necesitáis, contad conmigo.

–Voy a ver lo que ha preparado tu cocinero -anunció Serketa, turbada.

–¡Excelente idea! Méhy y yo te esperaremos tomando un vaso de vino bajo la parra.

El lugar era encantador y de buena gana se hubiera sumido en una perezosa meditación, pero el comandante ya no podía permitirse perder tiempo.

–Querido suegro, tengo que comunicaros una información confidencial.

–¿Me concierne a mí… directamente?

–Concierne muy directamente a vuestro cargo. Sin duda sabéis que varios comerciantes sirios se instalaron en Tebas, a principios de año.

–En efecto, se les concedió la autorización. Nadie se ha quejado de su comportamiento y pagan sus impuestos religiosamente, que son debidamente contabilizados en la recaudación de la provincia.

–Sí, pero sólo en apariencia… La realidad es muy distinta.

–¿Qué has descubierto?

–Durante una misión de vigilancia, un almacén cerrado intrigó a uno de mis hombres, quien hizo una discreta investigación. Entonces descubrió que los sirios han organizado un tráfico de grano con algunos campesinos de la orilla oeste.

–¿Tienes pruebas de ello?

–La más evidente de todas: su contabilidad oculta, que guardan en el almacén.

–¿Te apoderaste de ella?

–Deseaba reservaros este privilegio.


La comida había sido corta. Serketa había regresado a su casa para organizar el banquete de la noche, Méhy y Mosis se habían dirigido al barrio de los almacenes. Mosis estaba cada vez más nervioso ante la idea de terminar con un tráfico de aquella importancia.

El comandante pareció dudar.

–¿No reconoces el lugar?

–Sí, es el edificio que está enfrente de la calleja, pero no me fío. Estos sirios podrían ser peligrosos.

–¿Acaso están dentro?

–Voy a comprobarlo.

–¡Es muy peligroso, Méhy! ¿Olvidas que eres el marido de mi hija y el padre de mi futuro nieto? Ve a buscar soldados.

–De acuerdo, pero no os mováis de aquí.

Mosis miraba el almacén que su yerno le había designado. El control de los granos era, sin embargo, uno de los más rigurosos, y el tesorero principal de Tebas no comprendía cómo los sirios habían conseguido burlarlo. El examen de la contabilidad oculta demostraría, sin duda, la existencia de complicidades, y las sanciones serían severas.

El lugar estaba desierto, el almacén parecía abandonado. Un perfecto escondrijo para unos documentos comprometedores.

La curiosidad y la impaciencia se apoderaron de Mosis. Como Méhy tardaba en regresar, decidió explorar el paraje.

Nadie. Con el corazón palpitante, empujó la puerta del almacén que ni siquiera estaba cerrada. Un rayo de luz que entraba por una alta ventana iluminaba un cofre lleno de papiros. Cuando estaba desenrollando el primero, Mosis tuvo un sobresalto.

Una muchacha muy joven avanzaba hacia él.

–¿Quién eres tú?

Ella agitó sus cabellos, desgarró sus ropas y se arañó el busto y los brazos con las uñas.

–Pero… ¡Estás loca!

–¡Socorro -aulló-, me violan!

Mosis la agarró por los hombros.

–¡Cállate, mentirosa!

Los gritos de auxilio de la joven se hicieron más fuertes.

La puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados empuñando la espada.

–¡Suelta a la niña, miserable!

Aterrorizado, Mosis se volvió hacia los hombres armados.

–Os equivocáis… Yo… Ella…

Un violento dolor en el pecho le impidió a Mosis proseguir. Se llevó las manos al corazón, abrió la boca de par en par para aspirar el aire que le faltaba y, luego, cayó al suelo.

La joven se vistió a toda prisa y huyó por una abertura que estaba oculta en la pared del fondo.

Entonces entró Méhy.

–¿Qué ocurre aquí?

–El tesorero principal ha intentado violar a una niña, comandante. Ella se ha marchado y él… Creo que ha muerto.

Méhy se inclinó sobre el cadáver. Como esperaba, el corazón de su suegro había cedido.

–El infeliz nos ha abandonado… ¿Habéis presenciado la escena?

–Por los aullidos de la chiquilla, era imposible equivocarse. Como nos ordenasteis intervenir si se producía un incidente…

–Habéis hecho bien, pero debéis olvidar esta tragedia. Quiero que mi suegro tenga unos buenos funerales y que su reputación no quede manchada. No habrá informe alguno, no habéis visto ni oído nada. A cambio de vuestra obediencia, recibiréis telas y vino.

Los dos soldados inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.

La pequeña siria a la que Méhy había pagado para representar aquella comedia regresaría aquel mismo día a su país con un buen peculio. Gracias a la muerte de Mosis, el comandante se convertía en uno de los hombres más ricos de Tebas.


46


Nefer el Silencioso se había acostumbrado rápidamente al ritmo del Lugar de Verdad: ocho días de trabajo seguidos de dos días de reposo, a los que se añadían las numerosas fiestas de Estado o locales, las tardes de libertad que concedían los jefes de equipo y las vacaciones autorizadas por motivos personales. Los artesanos comenzaban a las ocho, comían entre mediodía y las dos de la tarde, y reanudaban el trabajo hasta las seis. Varios de ellos empleaban su tiempo libre para satisfacer los encargos del exterior por un buen precio.


La labor oficial sólo cubría la mitad del año, pero la cofradía no lo sentía como una penosa obligación; los miembros de los equipos de la derecha y la izquierda eran conscientes de que estaban participando en una aventura excepcional, en una obra que el propio faraón consideraba prioritaria.

Nefer compartía esos sentimientos, pero estaba viviendo momentos difíciles. Su integración en el equipo de la derecha chocaba con la mentalidad de clan de sus colegas, que seguían observándole con desconfianza. Como cantero, estaba en contacto directo con sus homólogos, Fened, llamado «la nariz» porque siempre intuía lo que era justo, Casa la Cuerda, especializado en el desplazamiento y la sirga de los materiales, Nakht el Poderoso y Karo el Huraño. Por lo que se refiere a los tres escultores, el pintor, los tres dibujantes, el carpintero y el orfebre, le dirigían pocas veces la palabra, y cuando lo hacían era sólo para decir banalidades.

Puesto que el equipo de la izquierda se dirigía al trabajo cuando el de la derecha descansaba y viceversa, no se trataban demasiado. Sus dos jefes, Neb el Cumplido y Kaha, tenían cada cual su método y su modo de gobernar, sin que les opusiera espíritu de competición alguno.

Cada tarde, Nefer limpiaba las herramientas, las contaba y las llevaba al escriba de la Tumba, que las guardaba en la cámara de seguridad de la aldea para distribuirlas de nuevo a la mañana siguiente. Todas las herramientas pertenecían al faraón, y ningún artesano tenía derecho a apropiarse de ellas. En cambio, los servidores del Lugar de Verdad eran invitados a fabricar sus propias herramientas, que se utilizaban para construir objetos para el exterior.

Nefer había usado el pico de piedra, que pesaba tres kilos y estaba tallado en punta; era lo bastante fuerte como para atacar las más duras rocas. A menudo era el último en la cantera del Valle de los Nobles, donde el equipo de la derecha preparaba una morada de eternidad destinada a un escriba real.

Observando a sus colegas, Silencioso había aprendido a manejar el mazo y el cincel de corta hoja biselada, cuya eficacia aumentaba con la ayuda de un arco que hacía girar rápidamente el instrumento para practicar agujeros. Con la mano izquierda, mantenía el cincel en su sitio con un casquete, en el que se había practicado una cavidad donde encajaba el mango de madera. Tras muchos intentos fallidos, había conseguido utilizar ambas herramientas como si fueran instrumentos de música; notaba sus vibraciones como una melodía y no hacía ningún esfuerzo inútil.

No había sido fácil dominar el cuchillo de hoja afilada por sus tres lados, el punzón de mango corto y punta cuadrada y la azuela de cobre para los acabados, pero Nefer se había mostrado paciente y finalmente lo había conseguido.

Karo el Huraño le apostrofó.

–Comprueba que el bloque que acabo de nivelar se ajuste correctamente al muro que estamos levantando.

La tarea era ardua, sólo un cantero experimentado podía hacerlo. Karo el Huraño no debería haber confiado en un aprendiz, pero Nefer no protestó e intentó recordar el modo en que había procedido, el día anterior, el jefe de equipo. Utilizó, pues, tres bastones de ajuste de doce centímetros de longitud que tenían un orificio en bisel en uno de sus extremos. Tras haber comprobado que eran perfectamente iguales, los colocó verticalmente en la superficie que debía verificar y tendió un cordel entre dos de ellos; el tercer bastón le servía de punto de orientación. Insatisfecho con el resultado, Nefer utilizó un rascador de calcáreo para limar las asperezas.

–¿Por qué pierdes el tiempo? – preguntó Karo el Huraño, visiblemente enfadado.

–Me has confiado un trabajo, y yo lo estoy haciendo.

–Sólo te he pedido que comprobaras algo y te has pasado de la raya.

–¿Tenía que limitarme al mínimo? He descubierto unas imperfecciones e intento remediarlas. El bloque estará correctamente nivelado y entrará en la construcción.

–¡Es mi bloque, no el tuyo!

Nefer dejó las herramientas y se enfrentó a Karo, un hombre achaparrado, de brazos cortos y musculosos. Unas espesas cejas y una nariz cuadrada le daban un aire agresivo a su rostro.

–Tienes más experiencia que yo, Karo, pero eso no te autoriza a mancillar la obra que estamos haciendo. Este bloque no es tuyo ni mío, sino de la morada de eternidad al que está destinado.

–¡Basta de sermones! Abandona la cantera y déjame mi bloque.

–Ya basta, Karo. Soy un miembro de este equipo y no seguiré soportando este tipo de vejaciones.

–Si nuestro comportamiento te disgusta, regresa al exterior.

–Me importa un bledo tu actitud, sólo me interesa esta piedra. Te he demostrado que sabía nivelarla y acoplarla en el muro. ¿Qué más quieres?

Karo el Huraño cogió un cincel y se mostró amenazador.

–En la aldea no te necesitamos.

–La aldea es mi vida.

–Deberías tener miedo, Nefer… Créeme, no llegarás muy lejos.

–Suelta el cincel. Para tu información, Karo, ningún miedo me impedirá respetar mi juramento.

Ambos hombres se desafiaron largo rato con la mirada. Karo dejó el útil sobre la piedra.

–¿De modo que nada te asusta?

–Me gusta mi oficio y me mostraré digno de la confianza que me ha otorgado la cofradía, sean cuales sean las circunstancias y los antagonismos.

–Te cedo el bloque… Termínalo tú.

El artesano se alejó, Nefer limó las últimas asperezas de la piedra sin preocuparse por lo tarde que era. Sus gestos eran suaves como la luz del ocaso.

–¿No crees que ya es hora de regresar a casa? – preguntó el jefe de equipo.

–Casi he terminado.

–¿Problemas con Karo?

–En absoluto. Él tiene su carácter y yo el mío; si hacemos el esfuerzo necesario, nuestras relaciones mejorarán. Pase lo que pase, el trabajo no se resentirá.

–Ven conmigo, Nefer.

Neb el Cumplido llevó al aprendiz hasta un cobertizo, donde se almacenaban distintas clases de piedras.

–¿Qué te parece ésta?

–Un gres mediano, lo bastante blando para ser trabajado con cinceles de bronce, aunque demasiado poroso. No procede de la mejor cantera, la del Gebel Silsileh, y no merece entrar en un monumento real.

–Tienes razón, Nefer, la cantera es esencial: Asuán para el granito rosado, Hatnub para el alabastro, Tura para el calcáreo, el Gebel el-Ahmar para la cuarcita. El Lugar de Verdad no tolera carencia alguna en este campo y deberá mantener siempre el mismo nivel de exigencia. Visitarás cada una de esas canteras y grabarás en tu memoria su nivel de explotación. ¿Has pensado en el origen de la piedra?

–Creo que las piedras son engendradas en el mundo subterráneo y crecen en el vientre de las montañas, pero también nacen en el espacio luminoso, puesto que algunas han caído del cielo. Un bloque parece inmóvil y, sin embargo, la mano del cantero sabe que está vivo y que lleva en él la huella de unas metamorfosis que nuestros ojos no saben ver, porque el tiempo del mineral no es el del hombre. La piedra es el testigo de mutaciones que sobrepasan nuestra existencia; al percibirlas, ¿no seremos nosotros los testigos de la eternidad?

–¿Te gusta este granito?

–Es una maravilla… Se dejará pulir perfectamente y perdurará a lo largo de los siglos.

–¿Te gustaría ser escultor?

–Aprender a tallar la piedra puede ocupar toda una vida, pero la escultura me atrae.

–El jefe escultor Userhat considera que no necesita a nadie y te costará mucho convencerle para que te instruya. Pero si la piedra te habla, tal vez ella te abra el camino.

–Escucho la piedra y sólo la piedra.

Neb el Cumplido fingió abandonar la cantera pero, desde un montículo, observó al joven. Al día siguiente hablaría con su colega Kaha del necesario ascenso de Nefer el Silencioso en la jerarquía del Lugar de Verdad.


47


Clara no podía desear nada más. Vivía un amor profundo y luminoso en una aldea única, cuyas costumbres y pequeños secretos iba descubriendo poco a poco, y todos los días servía a la diosa Hator preparando los ramos de flores que se depositaban en los altares y los oratorios.


Las mujeres iniciadas no estaban distribuidas en dos equipos, como los hombres. Clara se sentía bien en la parte baja de la jerarquía, y cumplía alegremente la tarea que le habían confiado. Sin embargo, las aldeanas del Lugar de Verdad sólo intercambiaban con ella palabras insignificantes y le hacían sentir que aún era una extranjera, a la que no concedían confianza alguna.

Al llegar la noche, Nefer y Clara hablaban de sus respectivas experiencias y consideraban del todo normal la actitud de los artesanos y sus esposas. Aquella aldea no se parecía a ninguna otra, y sería necesario librar un largo combate para ser admitidos sin reticencias.

Al celebrar a Hator, la diosa de las estrellas que hacía circular por el universo la potencia amorosa, la única capaz de unir entre sí todos los elementos de la vida, las sacerdotisas del Lugar de Verdad contribuían a mantener la armonía invisible, sin la que ninguna creación visible, correspondiendo a las leyes celestiales, habría sido posible. A la cofradía, al igual que a los ritualistas de todos los templos de Egipto, comenzando por el propio faraón, le tocaba mantener día a día esa sutil energía para asegurar al resto de la población la protección de los dioses y la presencia de Maat en la tierra.

Clara era feliz de poder participar en esa gran obra, tanto más perceptible cuanto la aldea le había consagrado su existencia.

La puerta de la morada de Casa la Cuerda estaba cerrada. Habitualmente, por la mañana, su esposa limpiaba el umbral y la primera estancia de la casa, y ella misma tomaba el ramo de manos de Clara.

Preocupada, la muchacha llamó. Le abrió una mujer morena.

–Mi marido está enfermo -dijo malhumorada, como si Clara fuera responsable de ello-. No sé cuándo vendrá la mujer sabia, porque está cuidando a la esposa del escriba Ramosis.

–Tal vez yo pueda ayudaros…

–¿Tenéis nociones de medicina?

–Algunas.

La esposa de Casa la Cuerda vaciló.

–Os lo advierto: si no curáis a mi marido, diré a todo el mundo que sólo sois una pretenciosa.

–Y haréis bien.

La tranquilidad de Clara desarmó a la morena, que la dejó pasar.

Casa estaba tendido en un banco de piedra, con una almohada bajo la nuca. Tenía un rostro cuadrado, de tamaño medio, con los cabellos muy negros, los ojos marrones y enormes pantorrillas.

–¿Qué os duele?

–El vientre… me arde.

Clara examinó al paciente como le había enseñado Neferet, la médica-jefe, teniendo en cuenta la tez, el olor del cuerpo, el aliento y, sobre todo, palpando el abdomen y tomándole el pulso.

–¿Es grave? – se inquietó Casa.

–No lo creo, pues ningún demonio os amenaza. Sufrís del estómago como consecuencia de una indigestión. Durante unos días, comeréis miel, pan seco tostado, apio e higos, y beberéis cerveza muy dulce en muy poca cantidad, pero varias veces al día. El dolor desaparecerá paulatinamente.

El artesano ya se sentía mejor.

–Prepárame todo eso -le pidió a su mujer-, y no olvides avisar al escriba de la Tumba de que no iré a trabajar hoy.

La morena miró a Clara con suspicacia.

–¿Deseáis que ponga las flores en vuestro altar?

–Yo misma lo haré. Ahora marchaos, tengo mucho trabajo.

–Que Hator os proteja y cure a vuestro marido.

Clara pensaba seguir distribuyendo las flores, pero se detuvo de repente. A un metro de ella, en medio de la calle principal, estaba la mujer sabia, de impresionante melena blanca y ojos inquisidores.

–¿Quién te enseñó a curar?

–La médica-jefe Neferet.

Una ligera sonrisa animó el severo rostro de la mujer sabia.

–Neferet… de modo que la conociste.

–Ella me educó.

–¿Por qué no te hiciste médica?

–Porque Neferet me predijo que me aguardaba otro destino, y la escuché.

–¿Sabes combatir las enfermedades más graves?

–Algunas.

–Ven conmigo.

La morada de la mujer sabia, cubierta de malvarrosas, se hallaba junto a la de Ramosis. Pasmadas, las vecinas vieron cómo Clara entraba en la casa de la mujer sabia que, desde hacía veinte años, no había abierto su puerta a nadie.

La muchacha descubrió una gran estancia que olía a madreselvas. En unos anaqueles había potes y jarros que contenían sustancias medicinales. A lo largo de las paredes, arcenes llenos de papiros.

–Trabajé mucho tiempo con el médico Pahery, autor de un tratado sobre los trastornos del recto y el ano -reveló la mujer sabia-. Impuso a los aldeanos una estricta higiene cotidiana, la regla básica para evitar la mayoría de las enfermedades. Disponemos de la cantidad de agua necesaria, y es el primero de nuestros remedios. Sé intransigente en ese punto y combate la suciedad sin descanso; los remedios más potentes serán inútiles si no hay higiene. ¿Te dan miedo los escorpiones?

–Un poco, pero Nefer me enseñó que su veneno contiene sustancias beneficiosas contra muchos trastornos.

–Lo mismo ocurre con las serpientes. Te llevaré al desierto para capturar las más temibles especies y fabricar nuestros propios productos. Un buen médico es «el que domina los escorpiones», pues este animal es capaz de apartar los malos espíritus y atraer las energías positivas que el facultativo fija en los amuletos. Tratar el cuerpo sutil es tan importante como curar el cuerpo aparente. ¿Conoces la primera de las fórmulas de curación?

–Soy la sacerdotisa pura de la leona Sejmet, experta en sus deberes, la que posa la mano en el enfermo, unas manos sabias en el arte de diagnosticar.

–Muéstrame lo que sabes hacer.

Clara puso la mano sobre la cabeza de la mujer sabia, en la nuca, en las manos, los brazos, el corazón y las piernas. De este modo escuchaba las palabras del corazón en cada canal de energía.

–Sólo sufrís afecciones benignas -concluyó.

Le tocó entonces a la mujer sabia imponer las manos a Clara, que sintió de inmediato un intenso calor.

–Tengo más energía que tú y voy a borrar cualquier rastro de fatiga en tu organismo. En cuanto te debilites, ven a verme y te devolveré la fuerza que te falte.

La sesión de magnetismo duró más de media hora. Clara tuvo la impresión de que por sus venas corría una sangre regenerada.

–Neferet debió de enseñarte el uso de las plantas medicinales y los productos tóxicos.

–Pasé jornadas enteras en su laboratorio y sus enseñanzas están grabadas en mi memoria.

–Tendrás acceso a mis cofres que contienen simples; por lo demás, he aquí los potes con filtro que utilizo.

La mujer sabia mostró a Clara unos recipientes divididos en dos por un filtro; en la parte de arriba estaban las drogas sólidas, en la de abajo, las líquidas.

–Al calentarlos se produce vapor, que disuelve los sólidos, que entonces se mezclan con los líquidos -explicó-. En algunos casos, no hay que calentar, sino machacar los sólidos en agua, con un mortero, y verter la solución obtenida en una vasija. ¿Deseas que te enseñe mi ciencia?

El rostro de Clara se iluminó.

–¿Cómo podría agradecéroslo…?

–Trabajando duro y poniéndote al servicio de la cofradía. Debes saber que los jefes de equipo no permiten que un obrero enfermo trabaje, y que éste es libre de hacerse cuidar en la aldea o en el exterior. En este último caso, solicita al médico una nota de honorarios y el escriba de la Tumba cubre sus gastos. No debes imponer nunca tu opinión, y debes dejar que cada cual sea responsable de su elección.

–¿Debo entender… que voy a ser vuestra ayudante?

–Sólo los superiores de la cofradía conocen mi edad. Hoy, Clara, te confío este pequeño secreto: la semana próxima cumpliré cien años. Según los sabios, me queda algún tiempo para meditar y consagrarme exclusivamente a Maat. Como has aceptado ayudarme, tal vez lo consiga.

–Cien años… ¡Es increíble!

–Esta aldea alberga tesoros inestimables. Uno de ellos consiste en saber que el espíritu no está irremediablemente condenado a la decadencia. Se puede combatir el envejecimiento practicando una ciencia que consiste en regenerarlo. Pruébalo y tal vez volvamos a hablar de ello algún día.


48


Paneb el Ardiente proseguía su aprendizaje bajo la implacable dirección de Kenhir, avaro en cumplidos. El escriba de la Tumba consideraba que un futuro dibujante del Lugar de Verdad debía poseer un perfecto dominio de la lengua jeroglífica y no vacilar nunca sobre el signo que debía trazar. En cuanto su alumno mostraba una excesiva tendencia a sentirse satisfecho de sí mismo, su profesor le imponía un ejercicio aún más difícil.


Kenhir seguía sorprendiéndose ante el atractivo contraste entre la potencia física del muchacho y la refinada ejecución de sus dibujos. Con una infinita paciencia, que su carácter arrebatado y violento no permitía suponer, podía desplegar el talento de un miniaturista. Puesto que Paneb ignoraba la fatiga y nunca abandonaba antes de haber dado plena satisfacción a su instructor, Kenhir había solicitado una bebida reconstituyente a la mujer sabia para no sucumbir ante su alumno.

Aquella mañana, Kenhir no había propuesto ninguna prueba nueva a Paneb, que se había limitado a trazar rápidamente más de seiscientos jeroglíficos, del más sencillo al más complejo.

–¿Estás contento con tu vida en la aldea? – preguntó el escriba de la Tumba.

–Estoy aquí para aprender y aprendo.

–Al parecer no mantienes mucho contacto con los demás miembros de tu equipo…

–Me paso el día en la escuela, por la noche preparo los ejercicios del día siguiente, y destino mi tiempo libre a reconstruir mi casa. Para distraerme, me divierto dibujando retratos en pedazos de calcáreo que recojo en el desierto. Así pues, no me queda mucho tiempo para charlar con los demás.

–Retratos… ¿Retratos de quién?

–De vos y de los demás alumnos. Me parecen bastante divertidos, pero los destruyo cuando están terminados.

–Mejor así… La primera fase de tu educación ha terminado, Paneb. El jefe de equipo te reclama y no puedo mentirle afirmando que no estás preparado. Ahora, tú debes elegir.

–¿Elegir qué?

–Ser escriba en Tebas o dibujante en el Lugar de Verdad. Si optas por la primera solución, te recomendaré a unos colegas y serás contratado en la administración. Sé que te costará aceptar los reglamentos, pero eso no será nada comparado con la brillante carrera que te espera. Tendrás una vivienda oficial y te enriquecerás año tras año, los servidores te harán la vida más fácil y la gente se inclinará ante ti. Con tu capacidad de trabajo y tu extraordinaria memoria, ocuparás un cargo de gran responsabilidad. En cambio, tu porvenir como dibujante se anuncia bastante oscuro, pues tus colegas no sienten deseo alguno de ayudarte, sino muy al contrario. Se conocen desde hace tiempo y miran con recelo a cualquier novicio que los retrase en las obras.

–Pertenecemos a la misma comunidad, ¿no?

–Así es, pero son aguerridos profesionales y hombres rudos a quienes te será difícil ablandar. A mi entender, sean cuales sean tus esfuerzos y tus dotes, te rechazarán y seguirás siendo un simple obrero, decepcionado al haber perdido una hermosa carrera de escriba.

–¿Tan crueles son mis colegas?

–Representas una amenaza para ellos. Se defenderán.

–No es una actitud muy fraternal…

–Los servidores del Lugar de Verdad son sólo hombres, Paneb.

–Al oír vuestras palabras, parece como si mi destino ya estuviera escrito.

–Si sigues el camino de la razón, no lo lamentarás.

–Hay un detalle que me intriga, profesor… ¿Por qué un erudito de vuestro talento aceptó el cargo de escriba de la Tumba en vez de convertirse en un alto dignatario tebano? El Lugar de Verdad debe de poseer algunos encantos para haberos atraído…

Kenhir enmudeció.

–No os preocupéis por mí: afrontaré a los dibujantes y les demostraré que mi lugar está entre ellos.

De acuerdo con el jefe de equipo, Neb el Cumplido, Kenhir había intentado desalentar al muchacho. Y le satisfacía haber fracasado.

Paneb tuvo la sensación de salir de un largo sueño mientras recorría la calle principal de la aldea. Desde su admisión en la cofradía, sólo había tenido dos objetivos: aprender a dibujar los jeroglíficos y hacer habitable su casa.

Saber leer y escribir le daba una formidable sensación de poder. Cada vez que dibujaba una pantera, un halcón o un toro, tenía la impresión de que adquiría algunas de las cualidades del animal; la escritura hacía vivir lo abstracto, la lectura ofrecía las enseñanzas de los sabios.

Los dos años que llevaba en la aldea habían transcurrido como un sueño. Paneb sólo había tratado con Nefer y Clara, con quienes únicamente hablaba de jeroglíficos, y había pasado la mayor parte de su tiempo junto a Kenhir, en la escuela con los demás alumnos o en clases particulares. Ahora, la estrategia de su profesor era evidente: el escriba de la Tumba había intentado formar a otro escriba para enviarlo al exterior.

Paneb sabría extraer las enseñanzas de ese silencioso combate que no se había librado con los puños sino con la cabeza. Kenhir había intentado hechizarle, jugar con su vocación, desviándola y mostrándole el fulgor de las innumerables ventajas de las que gozaba un burócrata.

Kenhir había fracasado. Sin desviarse de su camino, Paneb se había apoderado de su saber y ahora dominaba los signos de poder indispensables para un dibujante del Lugar de Verdad. Su magia era tan intensa que había absorbido su energía y su atención, hasta el punto de hacerle olvidar la más hermosa creación de los dioses: las mujeres.

Desde que había empezado a trabajar, Paneb no las había mirado ni una sola vez. Clara no contaba, ya que, además de ser muy distinta de las demás, era la esposa de Nefer. La consideraba como una hermana mayor que le transmitía tranquilidad y le daba buenos consejos.

¿Cómo había podido prescindir de las mujeres durante tanto tiempo? ¡La magia del artero Kenhir debía de ser muy eficaz! En el futuro desconfiaría del retorcido personaje, uno de los tres jefes de la cofradía. Kenhir había hecho que cayera en sus redes y le había privado del amor.

Era día de descanso para el equipo de la derecha. Algunos artesanos dormían, otros arreglaban su casa, otros fabricaban muebles para venderlos a algunos compradores del exterior. Hasta entonces, todos habían ignorado a Paneb, que se lo había pagado con la misma moneda. Pronto se enfrentaría con los dibujantes pero, ahora, mientras la mañana estaba tocando a su fin, se dedicaba a mirar a las mujeres de la aldea y a seducirlas.

En vez de regresar a casa rápidamente para ocuparse de su morada, avanzaba con lentitud por la calle principal y miraba a cualquier mujer que pasara por su lado. Antes de entrar en la aldea, Paneb había creído que el Lugar de Verdad era un austero paraje donde las esposas de los artesanos estaban todo el día encerradas en casa o en ¡os oratorios; pero, como en los demás pueblos de Egipto, la mayoría de las mujeres trabajaban y deambulaban por las calles con los pechos desnudos, y Paneb devoraba con la mirada los jóvenes senos. Por desgracia, ellas no disfrutaron en absoluto del jueguecito; unas le lanzaron iracundas miradas, y otras entraron, furibundas, en sus casas.

La caza no se anunciaba fácil, pero el joven coloso no dudaba de su éxito. Tras aquel abominable período de abstinencia, no se andaría con remilgos, y aceptaría la compañía de una vieja experimentada o de una joven principiante.

Creyó haber encontrado su presa cuando una rubia más bien pequeña, que estaba para comérsela, le observó con ternura. Pero Paneb avanzó hacia ella con demasiada rapidez, y ella, asustada, corrió hacia su casa y cerró de un portazo.

–Se diría que asustas a las chicas -murmuró una voz afrutada.

Paneb se giró y vio a una soberbia pelirroja, de unos veinte años, que llevaba un vestido verde con tirantes que dejaba ver los senos desnudos. Tenía un pecho suntuoso y cada una de sus formas encendía el deseo.

–Mi nombre es Paneb.

–Yo me llamo Turquesa y estoy soltera.

A él no le importaba que estuviera casada o no. Lo esencial era que fuese una mujer.

–¿Deseas charlar un poco?

–Pues no. Me muero de ganas de hacer el amor contigo.

Turquesa sonrió.

–Eres un verdadero coloso…

–¡Y tú eres preciosa! Creo que sintonizaremos a las mil maravillas y tanto el uno como el otro obtendremos el mismo placer.

–¿Crees que es modo de hablar con las mujeres?

–Ya hemos hablado bastante.

Escaló los pocos peldaños que llevaban hasta la entrada de la casita de Turquesa, la estrechó entre sus brazos y le dio un fogoso beso. Puesto que ella no se resistía, la arrastró hacia el interior, donde reinaba una suave penumbra, y le arrancó la frágil vestidura.

El ambarino perfume de la muchacha, su piel blanca y su modo de acurrucarse contra él le enloquecieron. Ella respondió a cada una de sus iniciativas y partieron, juntos, hacia un maravilloso viaje, el descubrimiento de sus cuerpos.


49


Los amantes descansaban por fin, satisfechos.


–¡Bien mereces tu nombre, Paneb el Ardiente!

–Nunca había conocido a una mujer tan excitante…

–¿Acaso has conocido a muchas?

–En el campo, las muchachas no se andan con remilgos.

–Los sentimientos no parecen interesarte.

–Los sentimientos son buenos para los viejos. La mujer necesita un hombre; el hombre, una mujer… ¿Por qué complicarlo todo?

–¿Eso es lo que opina tu amigo Nefer?

–¿Le conoces?

–Le he visto con su mujer, Clara.

–Su caso es distinto. Su amor es un milagro que los unirá hasta la muerte, pero no los envidio. Ya no conocerá a otra mujer, ¡te das cuenta! Pensándolo bien, es una especie de maldición.

Paneb se incorporó y se apoyó en los codos.

–Eres realmente preciosa… ¿Por qué no te has casado?

–Porque prefiero mi libertad, como tú.

–Eso debe dar mucho que hablar en la aldea.

–Sí y no. Soy hija de un cantero del equipo de la izquierda que quedó viudo muy joven. Fui educada por unos y otros hasta que mi padre murió, hace tres años. Decidí quedarme aquí, en mi aldea, y convertirme en sacerdotisa de Hator. ¿No es acaso la diosa del amor, de todos los amores?

–¿Tienes muchos amantes?

–Eso no es asunto tuyo.

–Tienes razón, no me importa. Ahora, tu único amante soy yo.

–Te equivocas, Paneb. Soy una mujer libre y no me ataré a ningún hombre. Tal vez nunca vuelva a acostarme contigo.

–¡Estás loca!

Intentó tumbarse sobre ella, pero Turquesa le esquivó.

–Sal de mi casa -ordenó.

–Podría tomarte por la fuerza.

–Serías expulsado de la aldea esta misma noche y condenado a una larga pena de cárcel. Vete, Paneb.

Cariacontecido, el joven coloso se marchó. ¡Qué complicadas eran las mujeres, sobre todo cuando se negaban a someterse! Había perdido a Turquesa, pero ya encontraría a otra. Ahora que había saciado sus ansias sexuales por algún tiempo, Paneb sólo se preocuparía de terminar su casa.

Como las demás moradas del Lugar de Verdad, le había sido atribuida oficialmente por el visir, y su modesta superficie de cincuenta metros cuadrados tenía en cuenta su situación de soltero. Las parejas gozaban, por término medio, de ochenta metros cuadrados, y las parejas con hijos, de ciento veinte. Las fachadas, que medían tres metros por siete, daban a la arteria principal, eran estrechas y en ellas se abría una puerta pequeña hacia la que bajaba un tramo de escaleras.

La construcción descansaba en un zócalo de piedra, de un metro de altura, sobre el que se habían edificado muros de ladrillo crudo cubiertos de un revoque y numerosas capas de encalado. La casa de Paneb, sin embargo, carecía de estos acabados, y no era, ni mucho menos, tan sólida como las más antiguas viviendas de la aldea, construidas directamente sobre la roca.

Aunque no ayudaba a su amigo, ya que éste prefería trabajar solo, Nefer le había dado algunos consejos para que no cometiera grandes errores. Así, Paneb se había deslomado para hacer unos muros exteriores muy gruesos, y había separado las habitaciones con tabiques interiores, menos gruesos y de ladrillos unidos por un sencillo mortero de tierra. Esos tabiques soportaban los techos y la terraza. La estructura estaba formada por troncos de palmera, apenas escuadrados y apretados unos contra otros; colocarlos correctamente no había sido cosa fácil pero Paneb lo había conseguido, gracias a su fuerza y a las precisas indicaciones de Nefer.

La disposición de las ventanas había requerido toda su atención, pues debía asegurar la buena circulación del aire para mantener el calor en invierno y el fresco en verano. Tras un primer fracaso, que le había obligado a repetir parte de la estructura y a hacer más gruesos todavía los muros exteriores, Paneb había obtenido un resultado satisfactorio.

Como las demás casas de la aldea, la suya tenía tres pisos y disponía de una cocina, dos sótanos, tres habitaciones, algunas comodidades y una tenaza. Pero el conjunto estaba vacío y desnudo, y no contaba con nada para adornarlo. Paneb sólo disponía de una sencilla estera, no tenía pinturas ni ornamentos que dieran un poco de vida al reducto.

A Paneb se le ocurrían mil ideas, pero no era capaz de concretarlas, y sólo le interesaba la perfección. De momento, se limitaba a las flores entregadas cotidianamente a las sacerdotisas de Hator y que Clara se encargaba de distribuir a los habitantes de la aldea para que las depositaran en un altar, en ofrenda a la diosa.

Había llegado el momento de aprender nuevas técnicas que permitieran a Paneb embellecer su casa y convertirla en la más deslumbrante del Lugar de Verdad.

Entonces, Ardiente vio que se acercaba un hombre.

Era más bajo que Paneb, aunque aproximadamente tenía la misma planta y caminaba golpeando pesadamente el suelo, como si tuviera dificultades para desplazar su masa muscular.

–¿Vienes a verme?

–¿Eres Paneb el Ardiente?

–¿Cómo te llamas?

–Nakht el Poderoso, cantero.

–Hermoso apodo… ¿Qué hazañas has realizado para merecerlo?

–Aunque comenzaras hoy a levantar bloques y no te detuvieras un solo segundo hasta cumplir los cien años, no manejarías tantos como yo.

–No pienso ser cantero, sino dibujante y pintor.

–La cofradía tiene en sus filas a un pintor excepcional y tres experimentados dibujantes. Son los que decoran la morada de eternidad de Ramsés el Grande, las de los miembros de la familia real y las de los nobles. ¿De qué podría servirles un mastuerzo como tú?

–He sido iniciado como ellos y pertenezco a la misma cofradía.

–Confundes la teoría con la práctica, muchacho. Ciertamente, has tenido la suerte de ser admitido entre nosotros, pero ¿cuánto tiempo vas a quedarte?

–Tanto como me plazca.

–¿Te crees dueño de tu destino?

–En nuestro camino hay puertas. Unos las miran, otros llaman a ellas con la esperanza de que alguien les abra. Yo las derribo.

–Entretanto, deberás obedecerme.

–¿Cuáles son tus órdenes, Nakht?

–Hay que restaurar una pared de mi casa y no tengo ganas de esforzarme. Como ya tienes experiencia, encárgate tú de ello.

–Se trata de tu casa, no de la mía. Resuelve tú mismo el problema.

–Has sido contratado para servir, muchacho.

–Servir en la obra, sí, pero no a explotadores de tu clase.

–Eres demasiado insolente para mí… Mereces un severo castigo que te devuelva al buen camino.

El adversario tenía un aspecto temible, pero no asustaba a Paneb, convencido de que iba a ser más rápido tanto en la defensa como en el ataque.

–No te confíes, Nakht, vas a recibir un buen golpe.

–Acércate, fanfarrón, acércate…

–¿Lo has pensado bien? En tu lugar, yo regresaría a casa para que mi esposa me mimara. Si te encuentra cubierto de heridas, te abandonará.

Harto, Nakht el Poderoso intentó hundir su puño en el vientre de Paneb. Pero éste dio un salto hacia un lado y alcanzó a su adversario en el costado izquierdo. Paneb le rompió una costilla y le arrancó un aullido de dolor.

–¡Basta! – ordenó Nefer, que llegaba corriendo.

Le traía a su amigo un pastel de higos que había preparado Clara, y descubría un lamentable espectáculo.

Paneb le obedeció y bajó la guardia.

En cambio, Nakht el Poderoso embistió a su adversario con la cabeza.


50


Conducidos por Karo el Huraño, que acompasaba la marcha con un largo bastón nudoso, los artesanos del equipo de la derecha se dirigían hacia el local que les estaba reservado, al pie de la colina del norte, en el límite de la necrópolis.


Nefer el Silencioso descubrió una especie de templete al que se accedía por un porche. El jefe de equipo Neb el Cumplido, que se encargaba de las funciones de guardián del umbral, solicitó a cada artesano que se identificara.

Después de aquel rito, cada miembro del equipo de la derecha penetró en un pequeño patio al aire libre y se arrodilló ante un estanque de purificación de forma rectangular. El pintor Ched el Salvador tomó agua con una copa y la vertió sobre las palmas de las manos de sus colegas.

Ched fue purificado a su vez; luego, los artesanos entraron en la sala de reunión cuyo techo, sostenido por dos columnas, estaba pintado de ocre amarillento. A lo largo de los muros había unos sitiales empotrados en bancos de piedra. Tres altas ventanas difundían una suave luz durante el día; como caía la noche, se habían encendido unas antorchas.

Unos muretes separaban la sala de reunión de un santuario elevado, en el que sólo podía entrar el jefe de equipo. Estaba compuesto por un naos que albergaba una estatuilla de la diosa Maat y dos pequeñas estancias laterales, donde se conservaban vasijas de ungüento, altares portátiles y demás objetos rituales.

Neb el Cumplido se aposentó a oriente, en el sitial de madera que habían ocupado, antes que él, los demás maestros de obras encargados de dirigir el equipo de la derecha.

–Rindamos homenaje a los antepasados y reguemos que nos iluminen -ordenó-. Que el sitial de piedra más cercano a mí permanezca por siempre vacío de cualquier presencia humana, para que quede reservado al ka de mi predecesor, que vive entre las estrellas y está siempre entre nosotros. Que su ejemplo preserve nuestra unidad.

Los artesanos guardaron silencio. Todos tuvieron la sensación de que las palabras de Neb el Cumplido no eran vanas y de que los vínculos que los unían eran más fuertes que la muerte.

–Dos de nosotros están en conflicto -declaró el jefe de equipo-. Debo consultaros para saber si es posible resolver aquí mismo el asunto o si debemos llevarlo ante el tribunal del Lugar de Verdad.

Con la cabeza envuelta en un lienzo humedecido con mirra, que calmaba el dolor, Nakht pidió la palabra.

–He sido agredido por el aprendiz Paneb el Ardiente. Casi me hunde el cráneo, y ahora debo descansar varios días, lo que retrasará el trabajo del equipo. Por eso debe ser severamente condenado por el tribunal.

–No hay otra solución -aprobó Karo el Huraño.

Paneb se disponía a protestar vigorosamente cuando Nefer le puso la mano en el hombro para impedir que se levantara.

–He sido testigo del enfrentamiento entre Nakht el Poderoso y Paneb -dijo Nefer tranquilamente-. Era evidente que iban a llegar a las manos y he intervenido para que la querella cesara. Mientras que Paneb me ha escuchado, Nakht le ha embestido con la cabeza. Ha intentado cogerlo a traición y Paneb no ha tenido más remedio que defenderse.

–No estarás hablando así porque Paneb es tu amigo, ¿verdad? – preguntó el jefe de equipo.

–Si Paneb hubiera actuado mal, no intentaría justificar su comportamiento. Para mí sólo queda un punto que aclarar: la causa del enfrentamiento.

–Eso es mentira -objetó Nakht-; mis heridas demuestran que yo no he sido el agresor.

–Retorcido argumento -estimó Nefer-; si me hubieras escuchado, ahora seguirías ileso. ¿Qué le exigías a Paneb?

–Sólo deseaba discutir con él, pero ha comenzado a insultarme. ¡Es una actitud indigna de un aprendiz!

–¿Tiene un cantero derecho a exigir que un aprendiz abandone el camino de la rectitud y traicione su juramento?

Nakht el Poderoso palideció.

–¡Es una pregunta sin sentido! Estabas demasiado lejos, no has podido oír nada de lo que hablábamos y, además… ¡no le he exigido nada!

–En efecto, no he oído nada, pero sólo así se explica tu comportamiento. Vivimos en el Lugar de Verdad, Maat es nuestra soberana, ¿cómo puedes seguir mintiendo?

El tono de Nefer no era agresivo en absoluto. Parecía más bien el de un padre que intentara lograr que su hijo advirtiera que estaba cometiendo un grave error.

Los argumentos de Nefer dieron vueltas a un ritmo endiablado por la cabeza de Nakht el Poderoso. Las miradas de sus colegas le parecieron más pesadas que los serones llenos de piedras que tantas veces había levantado, y las palabras de su primer juramento, tan lejanas ya, le volvieron a la memoria.

–Retiro mi queja contra Paneb -declaró agachando la cabeza-. Una pequeña querella de este tipo no puede poner en cuestión nuestra fraternidad… A veces nos exaltamos un poco, pero eso no es malo. Nos hemos zurrado un poco porque queríamos medir nuestras fuerzas. Mejor sería enfrentarse en una competición de lucha…

–A tu disposición -dijo Paneb.

–El asunto queda zanjado -decidió el jefe de equipo-. ¿Hay otros temas para abordar?

–No estoy satisfecho con la calidad de los últimos ungüentos que me han entregado -se quejó Karo el Huraño-. Tengo la piel frágil y me provocan rojeces.

–Se lo comunicaré al escriba de la Tumba -prometió Neb el Cumplido-, y se vigilará mejor la calidad de los ungüentos.

–Pronto nos faltarán pinceles finos -se lamentó el pintor Ched-. Hace meses que me quejo de ello, pero nadie me hace caso.

–Yo me encargaré. ¿Eso es todo?

Nadie pidió la palabra.

–Tenemos un programa de trabajo muy apretado -anunció Neb el Cumplido-. Mientras el equipo de la izquierda termina la inmensa morada de eternidad de los «hijos reales» de Ramsés el Grande en el Valle de los Reyes, hemos recibido la orden de restaurar varias tumbas del Valle de las Reinas. Si hay que hacer horas extras, recibiréis sandalias de primera calidad y hermosas piezas de tela como compensación.

–También debemos preparar una fiesta -se lamentó Karo-. ¿Cuándo tendremos tiempo para dormir? Se acerca el verano y el trabajo será cada vez más penoso. ¡Que no nos falte agua fresca, sobre todo!

–Y no olvides la cerveza -añadió Nakht el Poderoso-. Sin ella no tendremos fuerzas para trabajar.

–Como dibujante, y dada la magnitud del proyecto -añadió Gau el Preciso-, solicito que el laboratorio central vele especialmente por la calidad de los colores que nos entregan. Debemos respetar los contornos y los tintes originales.

Sus dos colegas, Unesh el Chacal y Pai el Pedazo de Pan, expusieron las mismas quejas.

Como ya no había nadie más que quisiera hablar, el jefe de equipo se levantó, hizo que apagaran las antorchas y dirigió una postrera invocación a los ancestros.

Aunque el local estaba sumido en la oscuridad, Paneb advirtió un extraño resplandor que procedía del naos. Habría jurado que había una lámpara encendida en el interior del pequeño santuario y que su luz atravesaba la puerta de madera dorada.

Creyéndose víctima de una alucinación, el joven se fijó en el increíble fenómeno, pero no pudo demorarse, pues tuvo que seguir a los artesanos que abandonaban la sala de reunión.

–¿Has visto ese extraño resplandor? – le preguntó al pintor Ched.

–Sal en silencio.

La temperatura era suave, la aldea dormía. En cuanto estuvieron al aire libre, Paneb volvió a hacer la pregunta.

–Bueno, ¿lo has visto?

–Era sólo el fulgor de las antorchas agonizantes.

–¡La luz procedía del naos!

–Te equivocas, Paneb.

–Estoy seguro de que no.

–Ve a dormir, eso evitará que te engañen los espejismos.

Paneb interrogó a Pai el Pedazo de Pan, que tampoco había advertido nada anormal. Luego buscó a Nefer, pero no consiguió encontrarle. Su amigo, que había logrado que le absolvieran y le había ahorrado, así, cualquier sanción, debía de estar ya en su casa.

¡No, imposible! Sin duda, Nefer habría querido hablarle.

El equipo se había dispersado. Paneb estaba solo ante la puerta cerrada del local de la cofradía.

¿Qué le había ocurrido a Nefer?


51


Paneb había aguardado hasta el amanecer, esperando que su amigo reapareciera. Cuando llegaron las sacerdotisas de Hator, que se dirigían al templo para despertar la potencia divina, el joven coloso, despechado, regresó a su domicilio. De pronto, la aldea de tan apacible apariencia le pareció inquietante y hostil. Cuando creía haber discernido sus leyes, se hallaba brutalmente sumido en lo desconocido. ¿Su único amigo había sido víctima de una conspiración fomentada por temibles individuos, decididos a eliminar a quienes no entraban en su molde? Paneb había desafiado a Nakht el Poderoso, Nefer había defendido a Paneb… Así pues, los dos amigos tenían que desaparecer.


Pero Paneb el Ardiente no se dejaría degollar como un animal en el matadero. ¡Era capaz de luchar solo contra la maldita aldea! Se disponía a iniciar la guerra cuando llamaron a la puerta.

Desconfiado, el joven se armó con un garrote, preparado para romper la cabeza de los artesanos que intentaran apoderarse de él.

Abrió la puerta blandiendo el garrote y descubrió a dos mujeres, Clara y una rubia asustada. La primera llevaba un busto de yeso, la segunda, un ramillete de tallos de loto, narcisos y acianos.

–Protección para tu rostro -dijo ella utilizando la fórmula tradicional para desear un buen día-. Uabet se ha prestado a ayudarme para decorar tu casa.

–¿Sabes dónde está Nefer?

–¿Estás preocupado por él?

–¡Ha desaparecido!

–Tranquilízate, ha ido a visitar unos astilleros para estudiar las técnicas de los carpinteros.

–¿Solo?

–No, con el jefe de equipo y algunos artesanos.

–¿Estás segura?

Intrigada, Clara miró a Paneb.

–¡Pareces trastornado!

–Creía que le habían raptado, que le habían maltratado, que…

–Tranquilízate, todo va bien; sólo se trata de un corto viaje de carácter profesional. ¿Qué imaginabas?

Paneb dejó el garrote.

–Temo por su vida, temo que la cofradía entera le sea hostil.

–Tranquilízate -recomendó Clara-. He aquí el busto de un antepasado, que tú venerarás cada día pensando en los servidores del Lugar de Verdad que te han precedido.

–¿Debo colocarlo en la primera estancia, igual que en tu casa?

–En efecto, es la costumbre.

Uabet la Pura entregó las flores al joven coloso tímidamente.

–Su perfume agrada al ka de los antepasados -comentó Clara-; si no estuviéramos unidos a ellos, si no nos ofrecieran su fuerza, no podríamos sobrevivir.

–Los antepasados no me interesan… Sólo me importa el porvenir.

–No construirás sin cimientos, Paneb. Nuestros antepasados moldearon el espíritu de la aldea y alimentaron su alma con sus creaciones. Debemos transmitir lo que ellos nos transmitieron a nosotros. No podrás construir tu futuro si ignoras el pasado.

Sumido en la meditación de las palabras de Clara, Paneb no había advertido que Uabet la Pura le miraba con ternura.

Con el busto del antepasado, depositado de cualquier manera en un rincón de la primera estancia de su casa, Paneb comió de prisa y corriendo y luego se dirigió a casa del pintor Ched, a quien consideraba el superior de los tres dibujantes. Le exigiría un programa concreto de trabajo y no se dejaría engañar por un vago discurso.

Ched se disponía a partir hacia el Valle de las Reinas provisto con valiosos materiales. Dotado de una elegancia natural, con el pelo y el pequeño bigote muy cuidados, los ojos de un gris claro, la nariz recta y los labios finos, el pintor parecía dedicar una desdeñosa mirada a todo lo que le rodeaba.

–¡Esperadme!

–¿Que te espere…? ¿Por qué?

–Os acompaño al Valle de las Reinas, ¿no?

La sonrisa de Ched era más aguda que un puñal.

–Has perdido la cabeza, muchacho; voy a realizar unos trabajos de restauración de extremada delicadeza y no necesito a un aprendiz.

–Sé leer y escribir, y dibujo los jeroglíficos perfectamente.

–Como todos los habitantes de la aldea… Pero ¿qué sabes tú del arte del Trazo, de las reglas de proporción y de la secreta naturaleza de los colores? Al parecer quieres ser dibujante, ¡pintor incluso! ¿Acaso ignoras que no dictas tus exigencias a la cofradía? Deberías aprender a elaborar yeso. Eso es lo mejor que puedes hacer hasta el fin de tus días.

Las palabras de Ched eran cuchillos que se clavaban en las carnes del joven coloso.

–Hay otro elemento esencial que no has percibido -prosiguió el pintor-: la morada que te han atribuido no es la casa de un campesino o de un pequeño escriba, sino un santuario. Sólo has pensado en tu comodidad material, pero ¿qué sabes del significado simbólico de cada estancia y dónde están las pinturas y los objetos que le dan sentido? De momento sólo eres un hombre del exterior, mi pobre Paneb, y no estoy seguro de que tengas la inteligencia y el talento necesarios para ser un auténtico servidor del Lugar de Verdad. Podrías seguir el ejemplo de tu amigo Nefer que, en cambio, ha progresado mucho. Y no olvides que la puerta de la aldea se abre muy fácilmente hacia el exterior, donde obtendrás un trabajo a tu medida.

Paneb, atónito, vio alejarse al pintor sin poder pronunciar una sola palabra de réplica. Estuvo a punto de abalanzarse sobre Ched para arrancarle el material y pisotearlo, pero los reproches del pintor seguían hiriéndole como latigazos, con tanta o más violencia con la que eran fundados.

Ched tenía razón: era sólo un campesino en compañía de un pequeño escriba. Pero ¿por qué Nefer, su único amigo, no le había ayudado a tomar conciencia de ello? ¿Y a qué progreso había aludido Ched? Para aclararlo, Paneb decidió preguntárselo a Clara.

En la calle principal, se cruzó con dos de los tres dibujantes, Unesh el Chacal y Gau el Preciso, que partían hacia el Valle de las Reinas. Apenas los saludó, porque se dio cuenta de la ironía de su mirada.

La puerta de la casa de Clara y Nefer estaba cerrada, así que llamó.

–¡Clara! ¿Puedo entrar?

–Un momento -respondió ella.

Qué extraño… ¿Acaso la muchacha iba a rechazarle también al igual que había hecho el pintor? No tuvo tiempo de alimentar sus negras ideas, pues la puerta no tardó en abrirse.

–¿Ha regresado Nefer?

–Todavía no.

–Quiero verle.

–Está trabajando en una obra.

–¿Por qué él ha elegido el buen camino y yo no?

–¡Tú sabrás! Entra, tengo que terminar un trabajo.

Paneb descubrió estupefacto al tercer dibujante, Pai el Pedazo de Pan, un hombre rollizo, de rostro jovial e hinchadas mejillas. Su muñeca derecha estaba vendada.

–Un pequeño esguince -explicó-. Gracias a los cuidados de Clara, en pocos días volveré a mi actividad normal.

La muchacha se aseguró de que el vendaje no estuviera demasiado apretado.

–De momento, Pai, descanso completo. No te preocupes, no te quedará ningún tipo de secuela.

Paneb observó la primera estancia detenidamente: en una esquina había una extraña construcción, el busto del antepasado en un altar, otro altar florido… Nefer había transformado su morada en santuario.

–El pintor Ched acaba de insinuar que soy un inútil, mi único amigo ha desaparecido y yo no entiendo nada. ¿Qué está pasando, Clara?

–Sencillamente tienes que franquear una nueva etapa; y tú debes trazar el camino.

–¡El único consejo que Ched me ha dado es que me haga yesero!

–Eso es estupendo -observó Pai el Pedazo de Pan.

A Paneb le hervía la sangre.

–¡También tú te burlas de mí!

–¿Aún deseas ser dibujante?

–¡Más que nunca!

–Comprende entonces que tu primera obra, aquella con la que debes ponerte a prueba, es tu propia casa. Nos has mostrado que sabías arreglártelas solo en obras mayores, pero no es suficiente. Debes aprenderlo todo del oficio, para no cometer errores cuando trabajes en la pared de una morada de eternidad.

–¡Tú no has sido yesero!

–Claro que sí. ¿Cómo conseguir un buen dibujo sin un buen soporte? Su fabricación es el primero de los secretos.

–¿Aceptarías enseñármelo? – preguntó Paneb, angustiado.

Pai el Pedazo de Pan contempló su muñeca.

–No me gusta el descanso forzoso… Podríamos probarlo.


52


Serketa, embarazada por segunda vez, aguardaba angustiada el resultado de las pruebas. Su marido se había enfadado mucho cuando había parido una hija y se había negado a ver a la niña, que sería criada por unas nodrizas y nunca comparecería ante su padre. Oficialmente, el primogénito debía ser un varón. A veces, Méhy lamentaba no ser griego o hitita; en su país, la ley no impedía suprimir a las niñas sobrantes.


Serketa gozaba de una salud excelente y, hasta el momento, su embarazo era muy tranquilo. Sin embargo lo más importante era el sexo del feto. Desde hacía dos semanas orinaba diariamente sobre dos bolsas, una con trigo, dátiles y arena, y otra con arena, dátiles y cebada. Si primero germinaba el trigo, Serketa daría a luz una niña; si lo hacía la cebada, un muchacho.

–No cabe la menor duda en el resultado -le anunció su ginecólogo.


–Tenéis un aspecto excelente, querido Méhy -exclamó el alcalde de Tebas-. Para los militares no hay nadie como vos, y a la población le han gustado mucho las grandes maniobras que habéis dirigido. Se siente protegida y a salvo de cualquier peligro.

–El mérito es de los oficiales y los hombres de la tropa, cuya disciplina es ejemplar.

–¡Pero vos habéis dado las órdenes!

–Inspirándome en vuestras recomendaciones -recordó Méhy.

Al alcalde le gustó esa apreciación.

–¿Os habéis rehecho ya de la muerte de vuestro suegro?

–¿Podré hacerlo algún día? Tenía tanta personalidad y era tan competente que su ausencia deja un inmenso vacío. Mi mujer y yo evocamos su memoria todos los días; sin duda, nunca podremos consolarnos de su desaparición.

–Claro, claro… Pero hay que pensar en el porvenir y no hay mejor remedio para los grandes dolores que trabajar duramente. Sois competente, concienzudo y metódico; todas esas cualidades os convertirán en un excelente tesorero principal de nuestra ciudad de Tebas.

Méhy fingió sorprenderse.

–¡Es un cargo muy importante! No sé si…

–Yo decido y sé que no me equivoco. Convirtiéndoos en mi mano derecha, seréis responsable de la prosperidad de nuestra querida ciudad. Yo, por mi parte, me distanciaré un poco.

Méhy sabía que el alcalde necesitaba su tiempo, sobre todo para desmantelar las facciones que intentaban debilitarle y luchar contra los numerosos candidatos dispuestos a ocupar su cargo.

–Me proponéis una exultante tarea, pero una grave razón me impide aceptarla.

–¿Cuál?

–No puedo suceder a mi suegro… Eso sería demasiado cruel para mi esposa.

–¡Tranquilizaos, yo hablaré con ella! Méhy, Tebas os necesita. ¿Y, en determinadas circunstancias, no hay que sacrificar los propios sentimientos en bien del interés general?


Méhy tenía ganas de dar saltos de alegría. Tras haberse asegurado el control de las fuerzas armadas, tomaba en sus manos la hacienda pública. En adelante sería el mejor apoyo del alcalde que, como buen estratega, había delimitado claramente sus respectivos territorios. Para Méhy, una administración sana irreprochable; para el alcalde, el poder representativo. Probablemente, éste no había creído que Méhy sintiera tal afecto por su suegro, pero no podía sospechar la verdad. Que un asesino quedara impune y ocupara, incluso, el lugar de su víctima le demostraba, al nuevo tesorero principal de Tebas, que la Ley de Maat era sólo una fábula inventada por falsos sabios encerrados en templos, lejos de la realidad. El viejo mundo de los faraones no tardaría en desaparecer para ser sustituido por un Estado conquistador, dotado de una fe inalterable en el progreso y capaz de imponerse a las civilizaciones decadentes.

Para conseguir ponerse a su cabeza, Méhy utilizaría el talento de su amigo Daktair, que no se detendría por ningún escrúpulo moral. Gracias a un clan de hombres nuevos de su misma condición, sin vínculo alguno con la tradición, Egipto se transformaría rápidamente en un país moderno donde reinara la única ley que Méhy respetaba: la del más fuerte. Un hábil maquillaje jurídico y algunas declaraciones públicas muy sentidas apaciguarían las reticentes conciencias de algunos altos funcionarios, conquistados rápidamente por el beneficio personal que obtendrían de la nueva situación. En cuanto al pueblo, éste estaba hecho para ser sometido y nadie se rebelaba, por mucho tiempo, ante una policía y un ejército bien organizados.

Sin embargo, quedaba un obstáculo por superar: Ramsés el Grande. Pero el soberano era muy viejo, y su salud, cada vez más frágil. Pese a su robusta constitución y a su excepcional longevidad, la muerte acabaría venciéndole. La idea de un atentado que acelerara la desaparición de Ramsés no podía excluirse, pero exigía un número incalculable de precauciones para que la investigación no pudiera llegar hasta Méhy. Sería mejor gangrenar el entorno del futuro faraón, Merenptah, con la esperanza de hacer abortar su reinado y poner en su lugar a un hombre de paja controlado por Méhy.

El tiempo corría a su favor. Sobre todo no debía ceder a la impaciencia, a riesgo de dar un fatal paso en falso. Y el objetivo principal seguía siendo la conquista del Lugar de Verdad. Gracias a los secretos que detentaba, Méhy se convertiría en el dueño único de las Dos Tierras. Pero atacarlo suponía chocar de frente con Ramsés; hasta que la relación de fuerzas se invirtiera en su favor, Méhy se limitaría a ofensivas indirectas, sin olvidarse de zapar los cimientos del edificio.


Con los pechos desnudos, perfumada con incienso, el cabello suelto y las muñecas y los tobillos adornados con collares de turquesa y cornalina, Serketa se arrojó al cuello de su marido.

–¡Qué tarde vuelves! ¡Ya no podía seguir esperándote!

–El alcalde me ha entretenido.

–Es un hombre pérfido que no tiene corazón… ¡Desconfía de él!

–Acaba de nombrarme tesorero principal de Tebas.

Serketa se apartó del comandante para contemplarle.

–El cargo de mi padre… ¡Magnífico! Qué bien hice casándome contigo, Méhy. Realmente eres un hombre notable.

–Naturalmente, sólo he manifestado un ligero entusiasmo y no he dejado de cantar las alabanzas de tu venerado padre, afirmando que, sin duda, a ti te apenaría verme ocupar su cargo. El alcalde hablará contigo para que admitas que no es posible vivir en el pasado y que debo aceptar el nombramiento.

–¡Cuenta conmigo, querido! Jugaré a hacerme la niña desconsolada y acabaré aceptando la dura realidad de la existencia, sin dejar de llevar flores, todos los días, a la tumba de mi pobre padre…, fallecido intempestivamente. Pero dime… ¡¿Seremos más ricos aún?!

–Sin duda, pero tendré que jugar muy bien mis cartas para que nadie pueda acusarme de malversación de fondos.

–¿No te consideraba mi padre un extraordinario manipulador de cifras?

–La administración tebana es pesada y complicada… Necesitaré varios años para dominarla, pero lo conseguiré.

–¿Y… luego?

–¿Qué quieres decir, Serketa?

–¿No tienes mayores ambiciones?

–¡Creo que semejantes perspectivas de carrera no son desdeñables!

Serketa abrazó al oficial superior.

–¡Espero más de ti, querido!

Méhy le hizo el amor a su esposa con su acostumbrada brutalidad, pero no le reveló sus verdaderos proyectos. Ni ella ni ninguna otra mujer tenían la suficiente inteligencia como para percibir su magnitud, pero la hija del ex tesorero principal de Tebas iba a serle una aliada fiel y útil.

Con la cabeza apoyada en el poderoso torso de Méhy, Serketa habló con voz conmovida.

–Me he hecho las pruebas de embarazo en casa del ginecólogo…

–¿Y bien?

–Ha germinado primero el trigo.

–Eso significa que…

–Por desgracia sí… Espero otra hija.

Méhy abofeteó varias veces a su mujer.

–¡Me has traicionado, Serketa! Necesito un hijo, no hijas. Ésta correrá la misma suerte que la primera. Mándala a donde te parezca, porque no quiero verla nunca.

–¡Perdóname, Méhy, perdóname!

–Me importan un bledo tus excusas. Quiero un hijo. Y exijo que mañana mismo firmes un acta de renuncia en mi favor a la totalidad de tus bienes, de los que seré el único administrador. ¿Quién va a ser tan estúpido como para confiar en una mujer que sólo procrea hijas? Te daré una oportunidad más, Serketa, pero procura no volver a decepcionarme. Si fracasas de nuevo, te repudiaré.

Serketa, con el rostro inflamado y encogida entre los almohadones, intentó luchar.

–La ley te lo prohíbe… ¿Y si me niego a renunciar a mi fortuna?

Sonriendo, el oficial superior cogió a su mujer por la barbilla.

–Creía haberte demostrado que nadie se me resiste, querida… O me obedeces sin discutir o te conviertes en mi enemiga.

–No te atreverías a…

–Pare esa maldita hija, líbrate de ella, conviértete pronto en una esposa atractiva y dame un hijo. Si lo logras, no te faltará de nada. Entretanto, obedece mis órdenes.


53


El calor era insoportable. Parecía que la vida se hubiera interrumpido en las colinas que rodeaban el Lugar de Verdad. Incluso los escorpiones permanecían inmóviles mientras que ninguna ráfaga de viento recorría los pedregosos valles abrasados por el sol.


Paneb el Ardiente era el único ser vivo capaz de desplazarse en aquel horno y trabajar con toda tranquilidad. Bebía poco, limitándose al agua tibia de un pequeño odre. El joven no tenía más que una idea en la cabeza: recoger el máximo de yeso posible en el alejado valle cuyo emplazamiento le había indicado Pai el Pedazo de Pan. Paneb se había extraviado dos veces porque las indicaciones habían sido demasiado vagas, pero había vuelto a encontrar el buen camino.

Por lo general, al menos se necesitaban tres obreros de buena planta para llevar a cabo aquella tarea. Como nadie estaba disponible, Paneb no había aguardado a que el jefe de equipo tomara una decisión ni a que se atenuara el calor.

Cuando los serones estuvieron llenos hasta el borde, se los cargó al hombro y regresó a la aldea. Los vació ante el taller en el que se preparaba el yeso y luego volvió al valle. Después siguió trabajando de este modo hasta que el sol se puso.

Fue Nefer el Silencioso quien le acogió a la entrada de la aldea.

–¡Por fin! – exclamó Paneb-. Pero ¿dónde estabas?

–El jefe de equipo me llevó a trabajar a las canteras y, luego, a un astillero para aprender nuevas técnicas de construcción. Vas muy cargado…

–Al parecer, mi camino pasa por la escayola. Para obtenerla se necesita yeso… ¡Por eso voy a buscarlo! Como no me han indicado la cantidad, cogeré todo el que haya en el valle, si es necesario.

–¿Me dejas que te eche una mano?

–Me he acostumbrado a arreglármelas solo.

Los dos amigos caminaron hasta el taller. Paneb vertió el contenido de sus serones y contempló el montón de yeso.

–Mañana lo haré mejor aún; esta mañana he perdido el tiempo para descubrir el lugar adecuado. ¡Ahora tengo sed!

–Estoy convencido de que Clara te habrá guardado un poco de cerveza fresca.

Paneb vació una jarra de tres litros y devoró una suculenta comida cuyo apogeo era un pichón relleno.

–Has corrido muchos riesgos -observó Clara-. El lugar a donde has ido está infestado de serpientes y escorpiones.

–Tenían demasiado calor… Esos animalitos sólo salen por la noche.

–Puedo darte un antídoto, si lo deseas.

–No es necesario, no les tengo miedo. Cuando he de trabajar, nadie me impide hacerlo.

Paneb miró fijamente a su amigo Nefer.

–¿Tú viste aquella extraña luz que atravesó la puerta del naos, en nuestra sala de reunión?

–Sí, la vi.

–¿Por qué los demás se niegan a hablar de ella?

–No tengo la menor idea.

–¿Y no quieres saberlo?

–El jefe de equipo acaba de confiarme una tarea tan importante que me mantiene ocupado día y noche.

–¿Es un secreto?

–No para un artesano del Lugar de Verdad -respondió Nefer sonriendo-. El faraón pide que se restaure y amplíe el santuario que hizo edificar en nuestra aldea, al inicio de su reinado. Neb el Cumplido me ha elegido para poner en marcha el plan que él mismo y el escriba Ramosis han trazado.

–¡Es un gran honor!

–Sobre todo es una pesada responsabilidad.

–Sé sincero, Silencioso… ¿No habrás ascendido varios peldaños en la jerarquía?

–Así es, Ardiente.

–¡Y no puedes hablarme de ello!

–Como todos, debo guardar secreto.

–¡Y yo me quedo atrás!

–Sigues otro camino, con otras puertas para cruzar y de acuerdo con un ritmo que te es propio. Entre nosotros no hay competición alguna, y nunca la habrá.


El día se anunciaba tan cálido como el anterior. Paneb el Ardiente se disponía a ponerse en camino hacia el valle del yeso cuando el jefe de equipo le cerró el paso.

–¿Adonde vas?

–A buscar yeso.

–¿Quién te ha dado la orden?

–Debo aprender a hacer escayola para obtener una superficie donde dibujar. Por lo tanto, necesito yeso.

Por primera vez desde su admisión en la cofradía, Paneb se fijó en su jefe de equipo: un hombre grave, poderoso, de palabras lentas y mirada severa. Era el único miembro del Lugar de Verdad al que al joven coloso no le hubiera gustado enfrentarse en singular combate.

–Todavía no has comprendido que aquí nadie actúa como le place.

–¡No se trata de un placer, sino de una necesidad!

Neb el Cumplido se cruzó de brazos.

–Yo decido las necesidades y de repente acabo de advertir una de ellas. Ve a buscar yeso, Paneb, aprende a hacer escayola y encárgate luego de rehacer las fachadas de todas las casas de la aldea. Cuando hayas terminado, volveremos a hablar de tu carrera de dibujante.

Algunos obreros se habían hecho célebres y eran recordados por haber sido capaces de obtener, diariamente, un increíble número de sacos de escayola: ciento cuarenta para el Luminoso de la Mañana y doscientos cincuenta para el Hombre del dios Amón. Pero en cuanto Paneb el Ardiente asimiló la técnica enseñada por Pai el Pedazo de Pan, obtuvo en un día doscientos cincuenta en la explotación al aire libre.

Las necesidades de escayola de la comunidad variaban mucho, según la naturaleza de las obras. Pero, puesto que era preciso devolver a las fachadas de las casas un blanco resplandeciente, Paneb obtendría primero una enorme cantidad de materia prima antes de emprender una labor que le llevaría varios meses y que no le entusiasmaba en absoluto. Pero desobedecer a un jefe de equipo habría supuesto su inmediata expulsión de la aldea. Por lo tanto, Paneb olvidaba sus resentimientos para quemar el yeso en bruto que él mismo había extraído del suelo. Tras calcinarlo a una temperatura de doscientos grados, lo mezclaba con agua para obtener la escayola de los constructores, que se aplicaba a una pared para hacer desaparecer sus irregularidades y conseguir una superficie plana.

–Tu yeso es mejor que el mío -reconoció Pai el Pedazo de Pan-. ¡Dominas perfectamente la técnica de cocción!

–He comenzado a poner varias capas de cal en una pared y a enyesar la fachada más deteriorada de las casas de la aldea… ¿Qué te parece?

–¡Buen trabajo, Paneb! Sigue así. ¿Sabes que uno de los nuestros fue yesero toda su vida y que proporcionaba a los dibujantes unas superficies perfectamente lisas?

–Mejor para él, pero a mí no me basta. El yeso es sólo una etapa.

–No conoces aún todos sus secretos… También se utiliza para aglutinar los pigmentos a los que, tal vez, tengas acceso si el jefe de equipo te considera digno de ello. No olvides que la escayola también puede emplearse como lubricante cuando se colocan los grandes bloques.

El joven coloso escuchaba atónito.

–Ante todo, Paneb, debes comprobar la calidad del producto obtenido.

–¿De qué modo?

Pai le mostró un cono de calcáreo.

–Es una especie de probeta que te permitirá examinar tu escayola y apreciar su consistencia en función del uso al que la destines. Si cedieras a la precipitación, cometerías graves errores y te verías obligado a comenzar de nuevo.

Paneb no se tomó la advertencia a la ligera. Sólo pensaba en librarse lo antes posible de la tarea que le había sido impuesta y en penetrar, por fin, en el mundo de los dibujantes.

–Cuando eras aprendiz, Pai, ¿te ordenaron enyesar todas las casas de la aldea?

–Sólo la mía, pero yo no poseo tu energía. Aquí se obtienen las pruebas que uno merece.

De pronto, Paneb consideró a Pai el Pedazo de Pan menos simpático de lo que parecía. ¿La ayuda que le brindaba era espontánea o actuaba por orden del jefe de equipo?

–Hazte las preguntas adecuadas -le recomendó Pai-; y rechaza las malas. Recuerda la máxima que ha guiado a todos nuestros maestros de obras: actúa para quien actúa.


54


Sorprendidos, los aldeanos contemplaban a Paneb, que avanzaba con una regularidad que despertaba la admiración de los más hastiados. Empezaba a restaurar cada fachada con la decisión de un guerrero que luchaba por su vida y no soltaba la presa antes de haber obtenido una superficie lisa, de un hermoso y brillante blanco, que el sol hacía más luminoso aún. Gracias a Paneb el Ardiente, las moradas de la aldea volvían a la vida.


La hermosa Turquesa contemplaba al joven coloso con la mirada irónica, las manos en las caderas y el hombro apoyado en la jamba de su puerta.

–Por fin has llegado a mi casa… Temía que siguieras evitándome.

–Debo encargarme de todas las casas, pero la tuya se encuentra en excelente estado.

–Sólo en apariencia… Un nuevo enyesado le sentará muy bien. ¿No querrás que me queje al jefe de equipo?

Paneb el Ardiente saltó sobre la joven, le rodeó la cintura con su brazo izquierdo, la levantó y la llevó hacia el interior.

–¿Es un chantaje?

–Hay una grieta en la alcoba. Habrá que añadir paja al revoque para evitar que se haga más grande.

–Yo sólo me ocupo de las fachadas.

–En mi caso, harás una excepción.

Enlazó sus largas y finas piernas alrededor de la cintura de Ardiente y le besó con tanta pasión que el joven no pudo resistirse por más tiempo. Levantando su delicioso cuerpo, trepó los tres pequeños peldaños que llevaban a un lecho de ladrillo construido en una esquina de la primera estancia. Estaba enyesado y decorado con pinturas que representaban a una mujer desnuda en su aseo y a una flautista, vestida sólo con un collar y medio oculta por una enredadera. Según los descubrimientos arqueológicos, tenía 1,80 metros de largo y 90 centímetros de ancho. Unas gruesas sábanas y unos almohadones hacían confortable aquella yacija, cerrada y elevada, en la que se tendieron los amantes.

–Te equivocas de lugar, Paneb.

–¿No es esto una cama?

–Es una cama ritual que está bajo la protección de Hator y destinada a hacer que el joven Horus renazca cada mañana, para luchar contra las fuerzas del mal y preservar nuestra comunidad de la destrucción.

–Haz que yo renazca a nuevos placeres, Turquesa.

La sacerdotisa de Hator renunció a la teología y permitió que su amante la desnudara, entusiasmado. Paneb, muy ocupado acariciando el cuerpo perfecto de la muchacha, no advirtió el rostro de Bes pintado en la cabecera del lecho ritual. Bes era un enano barbudo y risueño cuya función era dar nacimiento a un servidor del Lugar de Verdad en su nuevo universo.


Abry, el administrador principal de la orilla oeste, no dejaba de ganar peso. Cada vez más excitada, su mujer hacía irrespirable la atmósfera familiar. Le reprochaba su falta de entusiasmo en el trabajo, su modo de vestirse, su corte de pelo, su afición a los vinos fuertes… En resumen, ya era muy difícil llegar a cualquier tipo de entendimiento entre ellos, y la mujer alegaba dolorosas jaquecas nocturnas para que durmieran en habitaciones separadas. Con el fin de olvidar su infortunio conyugal, Abry se hinchaba a pasteles.

A menudo había pensado en el divorcio, pero su mujer poseía la mayor parte de la fortuna y corría el riesgo de encontrarse en la calle. Puesto que no le engañaba y administraba muy bien el patrimonio, Abry no tenía ningún argumento en su contra.

Era imposible holgazanear, como antaño, horas y horas junto al estanque, permitirse largas siestas y disfrutar las horas que transcurrían a la sombra de las palmeras, puesto que aquella arpía ya no le concedía ni un momento de paz. ¡Y, sin embargo, tendría que estar satisfecha! Como Méhy le había anunciado, Abry había sido mantenido en sus funciones y no había perdido ninguna de sus prerrogativas; pero el milagro no le bastaba a su esposa, cuyas exigencias él ya no comprendía.

¡Y si sólo fuera por aquella loca! Méhy era cien veces más temible, a pesar de su aspecto amable y sus cálidas palabras. Abry asistía, desde hacía varios años, al ascenso del nuevo tesorero principal de Tebas con una mezcla de asombro y temor. Primero creyó que aquel pretencioso oficial sería rápidamente destrozado por sus superiores o por algún notable desconfiado, pero Méhy había sabido evitar las trampas y se había mostrado más astuto que sus adversarios.

Se había metido las tropas tebanas en el bolsillo, dadas las numerosas ventajas que les había concedido y que iba consolidando desde su nombramiento a la cabeza de la hacienda pública. Méhy era el hombre fuerte de Tebas. Día tras día tejía su telaraña sin que nadie se preocupara por ello, como si su conquista del poder fuera inevitable. El alcalde le había cedido la administración de la gran ciudad, y Méhy realizaba su trabajo de un modo tan competente que se había ganado una excelente reputación ante el visir.

Abry debería estar contento, dadas sus privilegiadas relaciones con el comandante, pero eran precisamente éstas las que le preocupaban.

Se había comprometido a realizar delicadas tareas, por lo que esperaba que Méhy fuera eliminado y así podría beneficiarse de su ayuda sin tener que hacerle ningún favor. Pero la situación había evolucionado de un modo contrario al que él esperaba, y el comandante ya no tardaría en pedirle cuentas. Como los poderes de su molesto aliado habían aumentado considerablemente, Abry no podría seguir alegando que, a pesar de sus constantes esfuerzos, no conseguía resultado alguno.

Por ello, tras más de dos años de fingimientos, el administrador principal de la orilla oeste había decidido satisfacer a su temible protector emprendiéndola con el Lugar de Verdad del modo que Méhy deseaba.

Abry se había levantado pronto, con la esperanza de poder desayunar tranquilamente. Pero apenas estaba saboreando su yogur natural cuando apareció la furia para reprocharle el insuficiente rendimiento de sus trigales. De modo que había devorado glotonamente varios pasteles antes de huir de su propia casa para dirigirse a la aldea de los artesanos.

¿Cómo podían vivir en semejante lugar? Ni lujuriantes jardines, ni apaciguadores palmerales para reposar, sólo el desierto y unas áridas colinas donde el sol reinaba como dueño absoluto; y aquella misteriosa obra sobre la que los miembros del Lugar de Verdad mantenían el secreto desde su fundación. Abry no envidiaba su austera existencia, tan próxima y tan lejana, al mismo tiempo, de las orillas del Nilo y los placeres de la ciudad.

Cuando la silla de manos del administrador principal de la orilla oeste llegó al primer fortín, el policía nubio de servicio respetó estrictamente las consignas del jefe Sobek. Rogó a Abry que revelara su identidad y le conminó a esperar a que su superior fuera advertido de su presencia antes de autorizarle a proseguir su camino. Las protestas de Abry no sirvieron de nada.

Aquella actitud confirmaba sus temores: efectivamente, Sobek había endurecido las medidas de seguridad y suprimido los salvoconductos. Abry había estudiado su expediente, desde sus primeros pasos en la policía hasta su nombramiento en el Lugar de Verdad, y había llegado a una preocupante conclusión: Sobek parecía un policía honesto, preocupado sólo por su trabajo. No había rastros de corrupción en una carrera irreprochable. El alto funcionario no tenía, pues, ningún elemento favorable que ofrecer a Méhy para librarse de aquel nubio íntegro, cuya eficacia era un obstáculo difícil de superar. Sin embargo, Abry acudía al lugar con la esperanza de descubrir alguna anomalía.

El jefe Sobek salió al encuentro de Abry.

–¿Algún problema? – preguntó el policía.

–Sencillamente quiero comprobar, en el marco de mis funciones, que todo va bien entre los auxiliares.

–Vamos.

Abry no estaba autorizado a penetrar en la aldea y sólo podía franquear los fortines acompañado por el jefe de seguridad.

–¿Estáis satisfecho con vuestro cargo, Sobek?

–La tarea es ardua, pero interesante. Si no se hubiera producido aquel inexplicable crimen…

–¿No hay pistas aún?

–Ninguna.

–Los años han pasado, nadie os ha reprochado nada… Acabaréis olvidándolo.

–Nunca lo olvidaré. Mataron a uno de mis hombres y algún día sabré lo que ocurrió realmente.

–¿Y si el culpable fuera… alguien de la aldea?

–No descarto la idea, pero no tengo la menor prueba.

Abry fingió interesarse por el trabajo de los auxiliares y visitó sus modestas moradas, construidas fuera de la aldea, antes de que Sobek le invitara a beber una cerveza fresca.

–¿No estáis casado, según creo?

–No -respondió el gran nubio-, y no tengo intención ni posibilidades de hacerlo. Encargarme de la perfecta seguridad de la cofradía requiere todo mi tiempo.

–A la larga, la existencia puede resultaros pesada -predijo el administrador-. Aquí habéis demostrado vuestras capacidades; ¿no desearíais otro cargo, más gratificante y menos exigente?

–Las decisiones no las tomo yo, sino el visir.

–Yo podría hablar en vuestro favor en una audiencia privada. Debería comprender que vuestras cualidades merecen algo mejor que esa agotadora labor.

Sobek pareció interesado. ¿Acababa Abry de descubrir el fallo?

–¿Y qué tipo de ascenso podría yo esperar? – preguntó el nubio.

–La dirección de la seguridad fluvial de la región tebana, por ejemplo. Seríais el adjunto del actual titular, que no tardará en jubilarse; luego le sucederíais.

–¿Y qué exigís a cambio?

–De momento nada, mi querido Sobek. Pero al echaros una mano nos convertiríamos en amigos inseparables, claro está. Y los amigos se facilitan informaciones y se hacen mutuos favores, ¿no es cierto?

El nubio asintió.

Abry podría darle, por fin, excelentes noticias al comandante Méhy.


55


Paneb el Ardiente estaba viviendo una devoradora pasión con Turquesa, que le iniciaba en los más sutiles y más salvajes juegos del amor. Al finalizar su jornada de trabajo, cuando el sol descendía hacia la montaña de Occidente, el joven coloso se dirigía a casa de su amante para saborear allí la embriaguez de un placer inagotable.


Pasaban los meses, Paneb seguía devolviendo el esplendor a las fachadas de las casas de la aldea, pero ya sólo dibujaba unos pálidos bocetos en fragmentos de calcáreo y había abandonado por completo su propia casa. Pasaba todas las noches en casa de Turquesa, y veía muy pocas veces a su amigo Nefer, que trabajaba en el taller de los planos bajo la dirección del maestro de obras Neb el Cumplido.

Como la del cielo o la del Nilo, la belleza de Turquesa variaba con las estaciones. Floreciente en estío, tierna en otoño, hosca en invierno, incitante en primavera, le revelaba a Paneb los infinitos caminos del deseo.

Muy pronto, todas las casas de la aldea lucirían una blancura resplandeciente. El yesero habría terminado la misión que le había confiado el jefe de equipo y exigiría ser admitido, por fin, en el equipo de dibujantes. Aquel día pensaba festejar su éxito haciéndole el amor a Turquesa con el ardor de un carnero, pero, al entrar en la casa, la encontró vestida con una larga túnica roja y adornada con collares y brazaletes de malaquita. Una peluca de ceremonia hacía parecer casi severo su bello rostro.

–Participo en un ritual con la sacerdotisa de Hator y debo ir al templo -explicó.

–¿Me dejas solo?

–Espero que superes esta prueba -dijo ella sonriendo.

–Generalmente sólo estás ocupada en el templo por la mañana temprano y al caer la tarde…

–Descansa, Paneb; mañana por la noche serás más ardiente aún.

Turquesa salió de su casa con tan graciosos andares que el muchacho sintió deseos de abalanzarse sobre ella y cubrirla de besos. Pero su aspecto de sacerdotisa le disuadió de hacerlo.

–¡Turquesa! ¿Quieres casarte conmigo?

–Te lo repito: nunca me casaré.

Se había marchado y Paneb estaba solo, sintiéndose estúpido e inútil. Con pesados pasos se dirigió hacia su casa.

A pocos metros del umbral, percibió un delicioso aroma, como si se hubieran esparcido en el aire hechiceros olores.

La puerta estaba abierta, una voz femenina tarareaba una dulce canción.

Paneb entró y vio a la delgada y frágil Uabet la Pura salpicando el suelo con agua nitrada tras haber fumigado las habitaciones con un polvo combustible compuesto de incienso seco, juncia, alcanfor, pepitas de melón y avellanas. Todavía salía humo de un pequeño brasero.

–¿Qué estás haciendo en mi casa?

La joven se detuvo, sorprendida.

–Ah, eres tú… ¡No entres ahora, vas a ensuciarlo todo!

Presurosa, le acercó una jofaina de cobre llena de agua para que Paneb se lavara los pies y las manos.

–Ya no debes temer a los demonios nocturnos -añadió-; en cada esquina de cada habitación he puesto ajo molido y machacado con cerveza. La grasa de oropéndola con la que he untado las paredes alejará las moscas. ¿Quieres esperar un instante? No he terminado de arreglar la habitación.

Uabet la Pura tomó una escoba cuyas rígidas y largas fibras de palma estaban dobladas y unidas en haces, y corrió a terminar su trabajo.

Paneb no reconocía su casa. En las dos primeras estancias, que ayer sólo estaban amuebladas por una estera, había ahora taburetes, sillas plegables, pequeñas y robustas mesas, de cincuenta centímetros de alto, setenta de largo y cuarenta de ancho, lámparas de pie, recipientes de terracota, varios arcenes de tapa plana o abombada, cestos, capazos y bolsas. La muchacha había puesto colgadores de madera por todas partes, en los que había colgado unos serones.

Paneb descubrió una alcoba limpia y perfumada donde se habían instalado dos lechos de buena calidad, uno de 1,95 metros de largo y otro de 1,75 metros, ambos provistos de fuertes travesaños para mantener un somier de junco trenzado sobre el que se habían puesto esteras y sábanas nuevas. Uabet la Pura abrillantaba el suelo con un cepillo de cañas unidas por una anilla.

–Puedes examinar la cocina, no falta casi nada. He puesto algunas jarras de aceite y de cerveza en el primer sótano y las conservas de carne en el segundo. Tendrás que instalarme unos anaqueles en el cuarto de baño para el material de aseo, y habrá que comprar una o dos marmitas grandes. Luego, ya veremos… Si me fabricaras rápidamente un pequeño armario de madera donde poder guardar el espejo, los peines, las pelucas y las agujas para el pelo, sería la más feliz de las mujeres. Tampoco hay que olvidar los retretes… Los he desinfectado, pero los muretes de ladrillo que rodean el asiento de madera son demasiado bajos. Deberías tomar algún tiempo para levantarlos y comprobar la salida de los canales de evacuación de las aguas residuales.

Paneb el Ardiente se dejó caer sobre un robusto taburete de tres pies, como si estuviera agotado de recorrer un largo camino.

–Pero ¿qué estás haciendo aquí?

–Ya lo ves: pongo un poco de orden.

–Todos estos muebles…

–Es mi dote. Son míos y hago lo que quiero con ellos. A fin de cuentas, no podías seguir viviendo sólo con una estera que, además, se halla en lamentable estado. Y tengo la sensación de que no te alimentas adecuadamente… Sin ánimo de ofenderte, creo que has desmejorado un poco. No te lo reprocho, puesto que trabajas más que cualquier obrero y has embellecido todas las casas de la aldea. Nadie te felicitará por ello, pero los habitantes están satisfechos con tu trabajo y la mayoría te considera un yesero excepcional. Si los escucharas, ya no cambiarías de oficio.

Uabet la Pura era una curiosa mezcla de seguridad y timidez. Su voz parecía débil, sus actitudes torpes, pero no dudaba de que estaba haciendo lo correcto.

Y sus palabras hicieron comprender a Paneb que había caído en una nueva trampa. Al dominar la técnica del yeso y al desafiar a la aldea demostrándole su fuerza y su perseverancia, había descuidado, una vez más, su ideal.

–He estado haciendo limpieza -deploró Uabet la Pura-, y sólo he podido preparar una pobre cena: pan tostado, puré de habas y pescado seco. Mañana cocinaré mejor.

–¡No te pido nada!-exclamó Paneb.

–Lo sé. Lo hago porque quiero.

–Escucha, Uabet, estoy enamorado de Turquesa y…

–Toda la aldea lo sabe… Eso es cosa vuestra.

–¡Comprenderás, pues, que no soy libre!

–¿Cómo que no eres libre? Ella ha dicho siempre que no pensaba casarse, y tú te limitas a hacer el amor con ella, sin vivir bajo su mismo techo. Eres libre, pues.

–Conseguiré convencerla de que se case conmigo.

–Te equivocas.

–¡Te lo demostraré!

–Ignoras que Turquesa hizo un voto a la diosa Hator. Al consagrarle los pensamientos que animan su corazón, gozará durante toda su vida de la belleza que la diosa le concedió, a condición de que no se case nunca. Una sacerdotisa de Hator no romperá su voto.

El joven coloso se derrumbó. Uabet la Pura no manifestaba triunfalismo alguno.

–Tú amas a Turquesa y le gustas. Jugará contigo tanto tiempo como le plazca. Lo mío es distinto, yo te amo y te ofrezco todo lo que tengo. Puesto que vamos a vivir bajo el mismo techo, seremos marido y mujer sin más ceremonia. Será mejor que sepas que mi familia se opone formalmente a esta unión y que se niega, incluso, a organizar una pequeña fiesta para celebrarla.

–¡No tienes derecho a desdeñar su opinión!

–Claro que sí. Me caso con el hombre que he elegido, y ese hombre eres tú.

–Mañana mismo te seré infiel.

–El placer físico no me interesa demasiado. En cambio, me gustaría darte un hijo… Pero tú deberás tomar esa decisión.

–A fin de cuentas, no vas a imponerte…

–Piénsalo, Paneb. Te prometo ser una buena ama de casa, hacerte más agradable la vida cotidiana y no privarte de tu libertad. Puedes ganarlo todo sin perder nada. ¿Y si bebiéramos cerveza fuerte para sellar nuestra unión?

–;No será demasiado precipitado?

–Es la mejor solución para ambos. Sea cual sea tu destino, debes vivir en una casa limpia y bien llevada. Seré tu sierva y ni siquiera advertirás que estoy aquí.

Desconcertado, Paneb el Ardiente aceptó la bebida, pero el brebaje no le aclaró las ideas. Sin embargo, comió con buen apetito y tuvo que admitir que el lecho preparado por Uabet la Pura era mucho más confortable que su vieja estera.

Se había casado con una mujer a la que no amaba y estaba enamorado de otra con la que nunca podría casarse… La cabeza le daba vueltas. Si no expulsaba inmediatamente a Uabet la Pura de aquella alcoba y de su casa, al día siguiente se presentaría como su legítima esposa, cuando él ni siquiera sabía si iba a quedarse en una cofradía que le reducía al estado de yesero.

Paneb se durmió, esperando ser víctima de una pesadilla, pero consciente de su momentánea cobardía.


56


Cuando Paneb despertó, Uabet la Pura se había marchado. Había doblado las sábanas y enrollado su estera. Aliviado, el joven coloso tomó la escalera que llevaba a la terraza, donde tan agradable era dormir durante las cálidas noches de verano.


El muchacho disfrutó con avidez los rayos del levante, antes de comprobar la amplia abertura practicada al norte y protegida por un cobertizo de forma triangular. Servía de respiradero, y aseguraba la buena circulación del aire por la casa, algunos de cuyos muros tenían pequeñas ventanas fáciles de ocultar cuando el sol abrasaba.

A fin de cuentas, salía bien parado. Uabet la Pura había comprendido que aquella boda era imposible, pero le había dejado una casa perfectamente limpia y provista de un hermoso mobiliario. ¿Tenía derecho a quedarse con él? No, se lo devolvería todo. Era su dote y no podía disponer de ella.

La cháchara de unos niños le intrigó. Desde la terraza, Paneb vio a una docena de chiquillos que estaban ante su puerta con unas frágiles cajitas de cañas recién cortadas con ataduras de médula de papiro. En su interior había grandes nueces de palmera.

El joven bajó a abrirles.

–¿Qué queréis?

–Te traemos un regalo para festejar tu boda -dijo una despierta chiquilla levantando una cascada de risas.

–¿Mi boda? Pero…

–Uabet es muy amable, y toda la aldea sabe que vivís bajo el mismo techo.

–¡Os equivocáis! Esta mañana se ha marchado y…

Entonces apareció Uabet la Pura con un cesto lleno de provisiones sobre su cabeza. Estaba radiante, y se movía con agilidad pese a aquel fardo.

–¿Te has despertado ya, querido marido? He ido a buscar legumbres y fruta fresca. ¿No es conmovedora la delicadeza de estos niños?

Paneb, abatido, pensó en el yeso y en las últimas fachadas que le quedaban por restaurar.


Abry, el administrador principal de la orilla oeste, había tomado la barcaza reservada a los altos funcionarios para dirigirse a Tebas. En el embarcadero, un carro oficial estaba permanentemente a su disposición, y le llevó hasta la suntuosa villa donde acababan de instalarse el comandante Méhy y su esposa Serketa.

Abry se presentó ante el portero, que ordenó a un sirviente que fuera a avisar a su dueño. Mientras tanto, el mayordomo invitaba al visitante a lavarse los pies y las manos con agua perfumada antes de entrar en una sala de recepción cuyo techo, adornado con cenefas vegetales rojas y azules, estaba sostenido por dos columnas de pórfido.

Abry había tenido tiempo de contemplar el estanque de los lotos, el jardín con palmeras, sicómoros, higueras, algarrobos y acacias, la pérgola y su alberca, así como el gran patio rodeado de silos y establos en cuyo centro se abría un pozo. La vasta y lujosa morada no debía de tener menos de veinte habitaciones, sin contar el alojamiento de los criados.

El éxito de Méhy era fulgurante aunque aún le quedaban muchas cosas por conseguir. Abry sintió miedo ante tanta riqueza; comprendió que el hombre que le había elegido como aliado era un personaje temible cuyo poder no dejaba de aumentar.

–El tesorero principal os recibirá en la sala de masajes -anunció el mayordomo.

Abry respiró tranquilo. Por lo menos, Méhy no le despediría. Esta vez no debía decepcionarle, sino que tenía que darle pruebas de una franca y plena colaboración.

Conducido por el mayordomo, el administrador atravesó una espléndida sala de cuatro columnas, cuya decoración se consagraba a la pesca y la caza en las marismas. Luego entraron en la sala de las unciones, que estaba rodeada por una banqueta de ladrillos cubierta de esteras multicolores de primera calidad. En unos anaqueles había una impresionante cantidad de redomas y frascos para ungüentos, de marfil, cristal y alabastro, con forma de loto, de papiro, de granada, de racimos de uva o de nadadoras desnudas que sostenían un pato cuyo cuerpo servía de recipiente.

Méhy estaba tendido boca abajo. Un masajista le manoseaba la espalda mientras un manicuro le limpiaba las uñas con un cepillo de «cabellos de datilera», unos filamentos que había en la base de las hojas.

–Sentaos, querido Abry, y perdonadme que os reciba de esta guisa, realmente tengo una agenda muy apretada y no deseaba posponer esta entrevista. ¿Tenéis buenas noticias?

–Excelentes… pero confidenciales.

–Mi manicuro ha terminado ya; por lo que al masajista se refiere, es sordomudo.

El manicuro desapareció y el masajista prosiguió su trabajo.

–Hacía mucho tiempo que no teníamos la ocasión de hacer balance -observó Méhy-. Ambos estábamos ocupados en nuestras respectivas carreras, tan distintas y convergentes a la vez.

–Eso mismo pienso yo… Y os felicito por el modo como administráis las finanzas de nuestra querida ciudad. Vuestro suegro se sentiría orgulloso de vos.

–Un cumplido que me llega al corazón, Abry; a menudo pienso en ese ser querido y en su prematuro fin.

–Cada vez tenéis responsabilidades mayores… Tal vez os inciten a descuidar, olvidar incluso, los designios de los que habíamos hablado.

–De ningún modo -respondió Méhy con voz cortante.

–Así pues, ¿aún deseáis destruir el Lugar de Verdad?

–Mis intenciones no han cambiado y nuestro pacto tampoco. Pero no estoy seguro de que lo hayas respetado.

El repentino tuteo sobresaltó a Abry.

–He hecho cuanto he podido, creedme, pero mis esfuerzos no han tenido todo el éxito que yo hubiera querido. Los secretos de esa cofradía están mucho mejor guardados de lo que suponía. Y un paso en falso habría enfurecido al visir o al mismísimo faraón.

–Si hay en Tebas una opinión que cuenta, es la mía. Te prometí que conservarías tu cargo y he cumplido mi palabra. Sin embargo, estás tardando demasiado en hacer tu trabajo, por lo que podría cambiar de opinión y hacer saber a las más altas autoridades del Estado que el administrador principal de la orilla oeste es un incompetente.

Pálido, Abry masculló:

–Sabéis muy bien que eso no es cierto… Hago correctamente mi trabajo, nadie se queja y…

–Necesito aliados competentes. ¿No has dicho que tenías buenas noticias?

Abry estaba desconcertado, por lo que había olvidado que por fin disponía de argumentos convincentes.

–Se trata del jefe Sobek… He estudiado a fondo su expediente.

–¿Has descubierto algo interesante?

–Por desgracia, no… Reconozco que me desanimé, pues el policía me parecía incorruptible. Entonces tomé una decisión: me dirigí a la aldea con el pretexto de inspeccionar las instalaciones de los auxiliares. En realidad, mi único objetivo era conocer mejor al tal Sobek.

–¡Excelente, mi querido Abry! ¿Y bien?

–Es un policía muy concienzudo que lleva a cabo su tarea con extremado rigor.

–Eso ya lo sabíamos. ¿Qué hay de nuevo?

–Sobek asegura estar satisfecho con su suerte, aunque sólo aparentemente. En realidad, comienza a cansarse de un penoso trabajo que requiere todo su tiempo y que le impide fundar una familia.

Méhy se incorporó y, con un rápido gesto, despidió a su masajista.

–Vuestro descubrimiento podría ser interesante, mi querido Abry -estimó el comandante mirándose en un espejo de cobre cuyo mango era una muchacha desnuda-. ¿Has llegado más lejos?

–Mucho más lejos. Le he ofrecido un puesto más gratificante en la dirección de la policía fluvial de Tebas, con la seguridad de que no os costaría mucho obtenérselo.

–En efecto… Pero ¿le has hecho comprender que esa generosidad tenía un precio?

–Claro está.

–¿Y cuál ha sido su reacción?

–Creo que está dispuesto a ayudarnos.

–Realmente es una excelente noticia, Abry.

Méhy dejó el espejo y se peinó los negros cabellos, de los que estaba muy orgulloso. Por su parte, Abry comenzó a relajarse al ver que su protector estaba satisfecho con sus noticias.

–Voy a preparar, poco a poco, este nombramiento -anunció Méhy-; cuando esté todo listo, interrogarás a Sobek, que nos revelará todo lo que sepa del Lugar de Verdad y de las medidas de seguridad que se toman para protegerlo. Pero no olvides que te había confiado una segunda misión.

–¡No lo olvido, podéis confiar en mí! Pero hace mucho tiempo que ningún artesano ha salido de la aldea para permanecer largo tiempo en el exterior.

Méhy se enfureció.

–Es muy difícil de creer… Más bien pienso que no has dispuesto sistema de vigilancia alguno y que los artesanos circulan con toda libertad.

–Reconozco que los hombres que contraté no han velado lo suficiente, pero es que se trata de un trabajo muy delicado…

–Se ha agotado mi paciencia, Abry. Ahora exijo resultados.


57


Desde que Nefer había sido llamado por el jefe de equipo para preparar el nuevo santuario del ka de Ramsés el Grande, Clara ya sólo compartía escasos momentos de intimidad con su marido. Tras la iniciación a los secretos del astillero, Nefer el Silencioso había ascendido numerosos peldaños en la jerarquía de los constructores, y era admirado por todos por lo mucho que se esforzaba. Los demás miembros creían que el joven asimilaba las técnicas con mucha facilidad y que debía hacer muy pocos esfuerzos para demostrar su creciente maestría; sólo su esposa sabía que no era así, y que su competencia se debía a muchas horas de trabajo duro. Pero no lo lamentaba en absoluto, pues Nefer se movía en un mundo que estaba en perfecta armonía con su ser. Había nacido para el Lugar de Verdad, los dioses le habían moldeado para servirlo y para que se realizara allí como persona.


A pesar de la magnitud del trabajo y de las exigencias de lo cotidiano, los años habían transcurrido rápidamente. Mientras Nefer se formaba entre los talladores de piedra y los escultores, Clara recibía las enseñanzas de las sacerdotisas de Hator y de la mujer sabia. Las primeras le ofrecían la dimensión de los ritos y los símbolos, la segunda, la de las ciencias tradicionales y la perfección de las fuerzas invisibles.

Como cada mañana, desde la terraza de su morada, Clara contemplaba la aldea de los artesanos acurrucada en su vallecillo, dominada por un espolón rocoso considerado el pie de la santa cima y a lo largo del cual se habían construido pequeños santuarios dedicados a las divinidades y a la memoria de los faraones difuntos que habían protegido el Lugar de Verdad, especialmente Amenhotep I, Tutmosis III y Seti, el padre de Ramsés. La sinuosa línea de esos oratorios se adaptaba a la parte baja del acantilado, y cada uno de sus naos estaba adosado a la montaña de Occidente, donde cada noche se cumplía el misterio de la resurrección, lejos de las miradas humanas.

Clara no lamentó ni una sola vez haber abandonado la orilla este y la trivial existencia para la que su educación la había preparado. Al igual que Nefer, su verdadera patria era hoy esa modesta aldea que no se parecía a ninguna otra. Allí había aprendido que la felicidad de una comunidad descansaba en la circulación de las ofrendas y en su calidad. Dando en vez de tomar, se establecía una solidaridad que conseguía vencer las divergencias de opinión, las enemistades y los egoísmos. Y las sacerdotisas debían asegurar esa permanente presencia de la ofrenda y luchar contra la natural tendencia a la avidez.

A Clara le gustaba el dinamismo de los primeros momentos del día y el instante en que la luz brotaba de la montaña de Oriente; tenía la sensación de que la vida se recreaba a sí misma y de que con el alba, la creación tomaba un nuevo impulso, repleto de inesperadas maravillas.

De pronto, una silueta atrajo su atención.

La mujer sabia avanzaba con dificultades por la calle principal de la aldea, con su soberbia melena blanca ondeando al viento. Cada vez le costaba más caminar, pero todavía no utilizaba bastón. En cuanto la vio, Clara bajó a abrir la puerta para esperarla en el umbral.

La mujer sabia había llegado antes que ella. ¿Cómo había podido llegar tan de prisa a la puerta?

–¿Estás lista, Clara?

–Iba a buscar las flores a la puerta principal.

–Otra te sustituirá. Tú sígueme.

Clara intuyó que la mujer sabia no iba a responderle, por lo que evitó hacerle preguntas y se limitó a seguir sus pasos. Su guía parecía haber recuperado el vigor de antaño al atravesar la aldea y tomar el camino que llevaba al Valle de las Reinas.

La mujer sabia se detuvo ante siete grutas excavadas en las rocas y dispuestas en semicírculo, de cara al norte.

–Aquí reinan Meresger, la diosa del silencio, y Ptah, el dios de los constructores. Elige una de las siete grutas, Clara; meditarás en ella hasta que vengan a buscarte.

La esposa de Nefer el Silencioso penetró en la primera gruta de la izquierda. Se trataba de un pequeño oratorio en el que se había levantado una estela dedicada a Ptah, que había moldeado el universo con el Verbo. Clara se sentó con las piernas cruzadas y disfrutó de la frescura y el silencio del lugar.

A media mañana, una sacerdotisa la hizo pasar a la segunda gruta, donde reinaba la diosa de la cima de Occidente en forma de una cobra bienhechora. A mediodía, en la tercera gruta, Clara bebió leche ante un bajorrelieve que mostraba a la diosa madre amamantando al faraón. En la cuarta, veneró el poder creador de Hator, diosa de las estrellas, y en la quinta, su ba, su capacidad de sublimación que llevaba al cielo los pensamientos de sus fieles. Caía la noche cuando Clara descubrió, en la sexta gruta, una representación del faraón ofreciendo flores a Hator; y a la luz de una antorcha vio, en la séptima, al rey Amenhotep I y su madre Ahmes-Nefertari, cuya piel negra simbolizaba el renacimiento más allá de la muerte, acogiendo a una nueva adepta. Las pinturas eran tan expresivas que la pareja real, benefactora del Lugar de Verdad, parecía que fuera a cobrar vida de un momento a otro.

Entonces, Clara fue invitada a salir al atrio cubierto de flores de loto. Una sacerdotisa le ofreció pan y vino. De repente apareció la mujer sabia frente a ella.

–Te encuentras entre los dos leones, Clara, entre ayer y mañana, entre Oriente y Occidente. Hasta ahora has recibido mis enseñanzas; ha llegado la hora de que crees tu propio camino, de que comulgues con los seres de luz presentes en lo invisible y nazcas a tu verdadera naturaleza. ¿Lo deseas?

–Si éste es el camino correcto para servir al Lugar de Verdad, que así sea.

–Bebe ese vino y come ese pan pensando que cada uno de tus gestos, aun el más modesto, debe ser consciente. De lo contrario, tu existencia sólo sería un juego de sombras. Osiris fue muerto por las fuerzas de las tinieblas, pero la ciencia de Isis lo resucitó. Su sangre se ha convertido en vino, su cuerpo, en pan. El ser humano no es Dios, pero puede participar de lo divino siempre que cruce las puertas del misterio. Si eres valiente, sígueme.

Clara no vaciló.

La mujer sabia trepó por un sendero tan abrupto que su discípula tuvo dificultades para seguirla. De pronto, la noche se volvió muy negra, como si la luna se negara a brillar. Pero un extraño halo de luz rodeaba la cabellera de la mujer sabia y permitía que Clara no la perdiera de vista.

El ascenso le pareció interminable y cada vez más difícil, pero Clara no se echó atrás. Su guía avanzaba por un sendero al borde del abismo, pero no se giró ni una sola vez. Por fin, la mujer sabia se detuvo en la cima de una cresta y Clara llegó a su altura.

–La aldea duerme, los sueños atraviesan los cuerpos y las divinidades siguen creando, sin hastío y sin fatiga. Debes percibir su obra, y no la de los hombres, que será destruida por el tiempo. Escucha, Clara… Escucha las palabras de la montaña sagrada.

El silencio era total. No se oía ni un chacal, ni un pájaro; era como si la naturaleza entera hubiera hecho un pacto. Por primera vez, Clara vio el cielo. No el cielo aparente con sus constelaciones, sino su forma secreta, la de una gran mujer que formaba una bóveda en cuyo interior brillaban las estrellas, las puertas de la luz. Las manos y los pies de Nut, la diosa-cielo, tocaban los extremos del universo. Todo lo que Clara había aprendido desde su admisión en el Lugar de Verdad adquirió una nueva dimensión, en armonía con ese cosmos femenino donde la vida renacía.

–Ven al encuentro de tus aliados -dijo la mujer sabia.

Y a continuación abandonó el promontorio para bajar a un valle muy estrecho, rodeado por acantilados, y se sentó en una piedra redonda que los vientos y las tormentas habían moldeado. Las tinieblas se disiparon, y la luna pareció concentrar su claridad en aquel lugar desértico. Gracias a ella, Clara las vio. Serpientes.

Decenas de serpientes de tamaños y colores variados.

Una roja con el vientre blanco, otra roja con ojos amarillos, una blanca de gruesa cola, una blanca con el lomo repleto de manchas rojas, una negra de vientre claro, una víbora silbadora, otra que parecía tener un tallo de loto dibujado en la cabeza, una víbora cornuda y algunas cobras dispuestas a atacar.

Aunque estaba muerta de miedo, Clara no huyó. La mujer sabia no la había llevado hasta allí para perjudicarla.

Clara miró a los reptiles que, uno tras otro, se disponían en círculo a su alrededor. En sus ojillos vigilantes no advirtió hostilidad alguna hacia las dos mujeres.

La melena de la mujer sabia brillaba en la noche. Entonces tendió los brazos hacia el suelo, y los reptiles se deslizaron bajo la piedra redonda.

–No tendrás mejores aliados que las serpientes -le dijo a Clara-. No mienten, no hacen trampas y contienen el veneno que te servirá para preparar remedios contra las enfermedades. Conmigo aprenderás a hablar con ellas y a llamarlas si las necesitas. Las serpientes son las hijas de la Tierra, conocen las energías que la atraviesan, pues estaban presentes cuando los dioses primordiales la moldearon. Te harán comprender que el miedo es una etapa necesaria y que el mal puede transformarse en bien. ¿Aceptas el don de las serpientes?

Clara tomó el bastón que le tendía la mujer sabia. Cuando se transformó en una larga serpiente dorada que parecía sonreír, la muchacha no lo soltó.