Ramsés el Grande iba a cumplir ochenta años, y hacía
cincuenta y siete que reinaba en Egipto. En el año veintiuno había
firmado un tratado con los hititas para iniciar una era de paz y
prosperidad que permanecería en la memoria de la humanidad. Pero la
desgracia le había herido varias veces, cuando su padre Seti, su
madre Tuya y su adorada esposa, la gran esposa real Nefertari,
habían desaparecido. Algunos de sus amigos íntimos habían
abandonado la tierra de los vivos y, dos años antes, Kha, el hijo
letrado y sabio que debería haberle sucedido, había entrado también
en los paraísos del más allá. Le tocaría, pues, a su otro hijo,
Merenptah, asumir la pesada tarea.
Dada su avanzada edad y su doloroso reumatismo, Ramsés dejaba
ya a Merenptah al cuidado de la administración de las Dos Tierras,
el Alto y el Bajo Egipto, pero él era quien firmaba los decretos
reales redactados por el fiel escriba Ameni, cada vez más
cascarrabias pero tan trabajador como siempre.
Según el pueblo egipcio, gracias al faraón, la verdad reinaba
sobre la mentira, los malhechores eran vencidos, las lluvias caían
cuando era necesario y las tinieblas retrocedían ante la luz.
¿Acaso el rey no poseía millones de oídos que le permitían escuchar
las palabras de todos los seres, aunque estuvieran ocultos en el
fondo de una caverna, y no eran sus ojos más luminosos que las
estrellas? Canal que regularizaba el caudal del río, vasta sala
donde todos podían encontrar reposo, muralla con almenas de metal
celeste, agua fresca durante los grandes calores, refugio seco y
cálido durante el invierno, el faraón era coronado en los corazones
puesto que, por él, Egipto era más verde y próspero que un gran
Nilo. Ramsés el Grande llegó al palacio de Karnak en silla de
manos. Allí le recibieron el sumo sacerdote de Amón, el visir, el
alcalde de Tebas y algunos oficiales más, muy impresionados por la
idea de ver de cerca al ilustre monarca cuya reputación había
cruzado las fronteras de Egipto hacía ya mucho tiempo. De su
seguridad se encargaba el teniente de carros Méhy, que había hecho
lo que estaba en su mano para que se advirtieran sus buenos y
leales servicios.
Pese a los achaques de la edad, Ramsés el Grande seguía
siendo tan impresionante como en el momento de su coronación. La
nariz larga y algo aguileña, las orejas redondas de delicado
orillo, la autoritaria mandíbula y la aguda mirada componían el
rostro de un monarca acostumbrado a mandar.
El palacio hechizaba la mirada. El pavimento y los muros de
la sala de recepción, llenos de columnas, estaban adornados con
representaciones de loto, papiro, peces y aves que retozaban en
magníficos paisajes. Los nombres de Ramsés habían sido pintados en
azul sobre fondo blanco, colocados en óvalos que simbolizaban el
circuito del sol. Frisos de acianos y amapolas decoraban la parte
alta de las paredes.
El faraón iba ataviado con una túnica blanca y un taparrabos
blanco y dorado, con brazaletes de oro en las muñecas y sandalias
blancas. Cuando se sentó en un trono de madera dorada, cada uno de
los asistentes a ese excepcional consejo sintió que Ramsés el
Grande aún llevaba el gobernalle del navio del Estado con mano
firme.
–Majestad, la ciudad del dios Amón se alegra por vuestra
presencia -dijo el alcalde de Tebas-. Gracias a vuestras
directrices vive feliz, pues sois el padre y la madre de todos los
seres. Que vuestra palabra siga alimentando nuestros corazones.
Sois el señor del gozo, y el que se rebela contra el faraón se
destruye a sí mismo.
–Durante mi viaje he examinado los informes referentes a tu
gestión de mi querida villa de Tebas. Eres un buen alcalde, pero es
preciso velar más aún por el bienestar de los habitantes del nuevo
barrio. Algunos de los trabajos de alcantarillado se han retrasado
en exceso.
–Se hará según vuestra voluntad, majestad, y recuperaremos el
retraso. Me gustaría proponeros que admitierais en la orden del
collar de oro al teniente de carros Méhy, que se encarga de vuestra
seguridad en Tebas y da completa satisfacción a la cabeza de su
destacamento de élite.
Ramsés aprobó con un gesto cansado. Hacía ya mucho tiempo que
no le interesaban las entregas de condecoraciones y el pueril juego
de los honores, en el que tantos dignatarios perdían su
alma.
Para Méhy era el inicio de una soberbia carrera. Al recibir
el fino collar de oro de manos del visir -que reconocía así sus
méritos en nombre del faraón-, el oficial no sólo iba a ser
ascendido al grado de capitán, sino que pertenecería, también, a la
alta administración de la rica ciudad tebana. Con los gruesos
labios relucientes de satisfacción, Méhy se sintió, sin embargo,
algo decepcionado de que Ramsés no posara más los ojos en él y de
que la ceremonia fuese tan breve.
–He recibido una carta del administrador principal de la
orilla occidental de Tebas, y su contenido es la verdadera razón de
mi presencia aquí -reveló el rey-. Que el autor del documento
exponga sus agravios.
Abry, un alto funcionario bien alimentado, se presentó ante
el monarca y le hizo una reverencia.
–Majestad, deseo alertaros sobre una situación anormal. Los
artesanos del Lugar de Verdad forman una comunidad aparte desde el
reinado de vuestro glorioso antepasado Tutmosis I. Hace más de tres
siglos que existe y que excava las moradas de eternidad en el Valle
de los Reyes… ¿No creéis que ya es hora de reformar esa
institución?
–¿Qué tienes que reprochar a la cofradía?
La pregunta, demasiado directa, turbó al
escriba.
–Majestad, no son exactamente reproches, pero la cofradía
exige recibir, diariamente, cierto número de géneros que gravan
nuestro presupuesto. Varios auxiliares están destinados a su
servicio y, como los residentes en el Lugar de Verdad están
sometidos a secreto, es imposible controlar su trabajo e imponerles
las consecuentes tasas. Muchos funcionarios se preguntan acerca del
cometido exacto de esta corporación, que goza de privilegios que a
algunos les parecen desmesurados.
–¿Qué propones, pues?
El administrador principal se sintió animado a proseguir.
Estaba claro que al monarca le había gustado su
argumentación.
–Propongo que se suprima el Lugar de Verdad y se disperse a
los artesanos que lo componen. La aldea, que no ocupa una gran
superficie, será transformada en almacén. Así obtendremos ganancias
sustanciales, por no hablar de los impuestos que afectarán a
familias e individuos que hasta ahora estaban exentos de pagarlos.
La desaparición de esta arcaica institución supondrá, pues, claros
beneficios para el Estado.
Ramsés ya sólo tenía que adoptar el decreto que transformara
el proyecto en realidad.
–¿Conoces la misión del Lugar de Verdad? – preguntó el
monarca.
El alto funcionario se crispó.
–Por supuesto, majestad… Como ya he mencionado, su cometido
consiste en excavar las moradas de eternidad del faraón reinante,
de la gran esposa real y de sus íntimos.
–Mi propia tumba se inició en el año dos de mi reinado, y,
por lo visto, tú consideras que los artesanos de la cofradía están
ociosos porque su tarea terminó hace mucho tiempo, dada mi
longevidad.
–Oh, no, majestad, no es eso, ya sé que realizan otras
actividades, y no quería decir que…
–El faraón construye en tierra la ciudad de Dios, de acuerdo
con su deber. Y se muestra benefactor por los trabajos que emprende
para los dioses, construyendo sus templos y moldeando sus imágenes.
En Bubastis, Athribis, en Pi-Ramsés, en Edfú, en Elefantina, tanto
en el Bajo como en el Alto Egipto, la obra se cumple y prosigue de
múltiples maneras. En el centro de esta obra está la morada de
eternidad del faraón que crea el Lugar de Verdad. Por ello, mi
padre, Seti, decretó la extensión de la aldea, pues el misterio
esencial de donde procede todo es el nacimiento de lo que espíritus
romos como el tuyo consideran una tumba y que es, en realidad, un
foco de luz. Los artesanos trabajan todos los días para vencer a la
muerte, construyen para el ka, esa energía
inmaterial que anima toda forma viviente sin por ello fijarse en
ella y desaparecer con ella. Y para el ka
real, que pasa de faraón en faraón sin ser nunca propiedad de
ninguno de ellos, siguen perfeccionando mi última morada. Pero ¿qué
puedes comprender tú de ese secreto, escriba de corazón cerrado y
corta inteligencia? Debes saber que mi estancia en Tebas no tiene
más objetivo que embellecer la aldea de los constructores,
ofrecerles mayores medios para que puedan trabajar y fortalecer su
estabilidad. Y a esta tarea consagraré los últimos años de mi vida
terrenal, pues no hay nada más importante que el Lugar de
Verdad.
La llegada de su invitado arrancó al monarca de sus
recuerdos.
El hombre que se inclinaba ante él había sido uno de los
dignatarios más discretos, aunque de los más importantes de su
largo reinado, puesto que Ramosis, hijo de un cartero, había sido
designado como «escriba de la Tumba y del Lugar de Verdad» durante
el año cinco de Ramsés, el décimo día del tercer mes de la
inundación. El rey en persona había elegido a Ramosis para ocupar
tan difícil cargo, tras una carrera ya muy completa: educación en
una Casa de Vida, formación como asistente de un escriba, cargo de
escriba contable del ganado del templo de Amón en Karnak, de la
correspondencia después, de los archivos reales y del tesoro del
faraón. Finalmente había decidido convertirse en un «hombre del
interior».
El soberano había dejado que Ramosis eligiera, pues para el
escriba se trataba de un radical cambio de orientación. Tras haber
frecuentado el inmenso Karnak y los templos de Tutmosis IV y del
sabio Amenhotep, hijo de Hapu, el dignatario tenía que abandonar
una existencia fácil y lujosa para administrar la aldea secreta de
los artesanos desde el interior.
Ramosis no había vacilado: la aventura era demasiado
excepcional como para no tomar parte en ella. Desde su nombramiento
había encargado a los servidores del Lugar de Verdad, de acuerdo
con las órdenes del rey, que construyeran una residencia para
Ramsés en los dominios reservados y que ampliaran el templo de
Hator, protectora de la comunidad, sin dejar de ocuparse de la
morada de eternidad del soberano.
A los ochenta y siete años de edad, Ramosis se había retirado
sin abandonar la aldea, donde era querido por todos. Allí no se
tomaba ninguna decisión importante sin consultarle a
él.
Ramosis se había puesto un traje de fiesta para encontrarse
con su rey: camisa de largas mangas plisadas, delantal de pliegues
verticales y sandalias de cuero. Gracias a Ramsés, había conocido
una existencia exaltante velando por la prosperidad del Lugar de
Verdad, y se sentía feliz al poder agradecérselo al monarca antes
de morir.
–Ramosis, recuerda el célebre texto que te gustaba leer a los
aprendices de escriba: «Imita a tus padres que vivieron antes que
tú, tener éxito depende de tu capacidad de conocimiento. Los sabios
han transmitido sus enseñanzas en sus escritos: consúltalos,
estúdialos, léelos y vuelve a leerlos sin cesar».
–Majestad, pese a la debilidad de mis ojos, yo mismo sigo
observando el precepto.
–¿Recuerdas la gran fiesta del año diecisiete que organizaste
con Pazair, el mejor de mis visires? Éramos jóvenes, y nuestra
energía parecía inagotable. Hoy eres un anciano, como yo, pero
también eres el hombre más venerado del Lugar de Verdad y el único
dignatario autorizado a llevar el título de «escriba de
Maat».
–Vos me disteis la posibilidad de servir a Maat durante toda
mi vida en la cofradía que vive de ella, pero la hora del gran
viaje se acerca.
–¿Hiciste preparar tres tumbas junto a la aldea, como habías
proyectado?
–Sí, majestad. En la primera rindo homenaje a las divinidades
y a vuestros antepasados que tanto hicieron por la cofradía,
Amenhotep I y su madre, Horemheb y Tutmosis IV. Allí he colocado la
estela en la que aparecéis vos. En la segunda recuerdo a mis dos
vacas, Occidente y Agua
hermosa, así como al boyero que se encargó de ellas. En la
tercera están presentes mis seres más queridos
(4).
–¿Silencioso forma parte de ellos?
–Es el mayor gozo de mis últimos días, majestad. Como sabéis,
mi esposa Mut y yo no pudimos tener hijos, pese a las estatuas, las
estelas y demás ofrendas a Hator, a Tueris, la gran madre, e
incluso a divinidades extranjeras. He preparado, pues, el más allá
con cuidado, sin olvidar la formación de mi sucesor, el escriba
Kenhir. Sin embargo, el ser por el que siento mayor estima y afecto
es Silencioso. Cuando abandonó la aldea para emprender un largo
viaje por el mundo exterior, temí morir antes de su regreso, del
que jamás dudé. Afortunadamente, el tribunal de la cofradía acaba
de admitirle entre quienes han escuchado la llamada. Ya es servidor
en el Lugar de Verdad, y estoy convencido de que desempeñará un
papel esencial en la aldea, y no sólo como cantero y como
escultor.
–¿Qué nombre de iniciación le habéis dado?
–Neferhotep, majestad.
-Nefer, «la realización, la belleza,
la bondad», y hotep, «la paz, la plenitud,
la ofrenda»… ¡Duro programa le imponéis!
–La plenitud de la paz interior, el hotep, tal vez sólo se le ofrezca al término de su
existencia, siempre que, efectivamente, sea «Nefer» como artesano.
Debo advertiros que Silencioso no se presentó solo a las puertas de
la aldea.
–¿Quién le acompañaba?
–Su esposa, Clara, cuyo nombre, Ubekhet, significa también «luminosa». Impresionó al
tribunal por su determinación y su esplendor. Es hermosa,
inteligente, carece de ambición e ignora las numerosas facultades
que posee. La pareja es sólida, las duras pruebas que le aguardan
no la destruirán. El tribunal mantuvo Clara como nombre de
iniciación de la esposa de Nefer. Para mí, ambos representan la
esperanza de la cofradía.
–¿De dónde procede esa muchacha?
–Es una tebana, hija espiritual de Neferet, la difunta médica
en jefe del reino.
–Neferet… Me cuidó de un modo excepcional. Si Clara ha
heredado sus dones, la cofradía tendrá mucha suerte. Pero háblame
con sinceridad, Ramosis: ¿acaso dudas de las cualidades de tu
sucesor, Kenhir?
–No, majestad, aunque no tiene un carácter fácil y, a veces,
cumple sus funciones con una firmeza excesiva. No lamento haberle
elegido ni haberle legado mis muebles, mi biblioteca, mis campos y
mis vacas. Además, sólo es el escriba de la Tumba… Los jefes de
equipo, los canteros, los escultores y los pintores no cuentan
menos que él. Tal vez no lo haya comprendido aún, pero ya lo hará
con el tiempo.
–Durante los últimos años, varios artesanos no han sido
sustituidos -recordó Ramsés que, como jefe supremo de la cofradía,
seguía atentamente su evolución-. El equipo completo ha tenido
hasta cuarenta miembros, y actualmente sólo tiene
treinta.
–Treinta y uno con Nefer, majestad.
–¿Y son suficientes para realizar todas las obras que están
en curso?
–Sólo tengo una cosa que decir al respecto, majestad: la
calidad es más importante que la cantidad. Lo esencial, bien lo
sabéis, es el buen funcionamiento de la Morada del Oro y su
capacidad de creación. En ese sentido, no hay por qué preocuparse.
Además, estoy convencido de que la llegada de Nefer nos augura un
brillante porvenir.
–No sabes cuánto me alegro de oír eso, Ramosis, pues la
hostilidad contra el Lugar de Verdad no deja de aumentar. Los altos
funcionarios sólo piensan en enriquecerse y forman una casta cada
vez más perniciosa, que tan sólo se preocupa por su porvenir y no
por el del país. Para ellos, la cofradía de los artesanos es una
anomalía administrativa que desean suprimir.
–¡Pero sois vos quien reináis, majestad!
–Mientras yo siga viviendo, en el Lugar de Verdad no tendrán
nada que temer de los envidiosos y los calumniadores. Espero que mi
hijo Merenptah siga mis pasos y comprenda que, sin la actividad de
esta cofradía, la gran luz de Egipto estaría condenada a declinar y
acabaría por extinguirse. Pero ¿quién puede predecir el
comportamiento de un ser humano cuando está a cargo del poder
supremo?
–Tengo confianza, majestad.
Ramsés el Grande sabía que Ramosis siempre había sido muy
generoso y que la transparencia de su alma había iluminado la
cofradía, pero también sabía que ésta estaba en peligro. Aunque
había conseguido que callaran las armas en todo el Próximo Oriente,
el monarca no había aniquilado los odios ni las ambiciones, y era
consciente de que sólo la frágil diosa Maat, encarnación de la
justicia, podía impedir que la especie humana siguiera su
inclinación natural que la llevaba a la corrupción, la injusticia y
la destrucción.
Desde el tiempo de las pirámides, la institución faraónica se
había apoyado en una cofradía de artesanos iniciados en los
misterios de la Morada del Oro que eran capaces de inscribir la
eternidad en la piedra. Cuando los fundadores del Imperio Nuevo
habían logrado que Tebas ascendiera al rango de capital, la
comunidad del Lugar de Verdad había tomado la antorcha del
relevo.
Y aquella llama era vital para la supervivencia de la
civilización.
–He olvidado una divertida anécdota, majestad. Acabamos de
recibir una candidatura completamente inesperada, aunque quizás no
deba importunaros con ese incidente sin
importancia…
–En la cofradía se rechazan casi todas las demandas de
admisión, aunque provengan de artesanos experimentados que hayan
demostrado sus cualidades. En este caso, se trata de un joven
coloso de dieciséis años que no tiene referencias. Es el hijo de un
campesino que ha pasado por los talleres de un curtidor y un
carpintero… Pero es tan obstinado que Sobek, el jefe de seguridad,
se ha visto obligado a encarcelarle por segunda
vez.
–¿Cumple los requisitos necesarios para presentarse ante el
tribunal de admisión?
–Sí, majestad, pero…
–Muchos de los que hoy componen la cofradía llegaron del
exterior, comenzando por ti, Ramosis. Deja que el muchacho se
enfrente a los jueces del Lugar de Verdad.
Ramsés el Grande miraba a lo lejos.
El viejo escriba de la Tumba sintió que era uno de esos
momentos privilegiados en los que la visión del rey superaba la de
los demás hombres. A menudo, durante su larga existencia, Ramsés,
había tenido intuiciones que atravesaban los muros del porvenir y
le permitían actuar abandonando los senderos
hollados.
–Majestad, creéis que el muchacho…
–Que comparezca ante los artesanos y que éstos no decidan a
la ligera. Si el joven consigue superar las pruebas, tal vez
desempeñe un papel decisivo en la historia del Lugar de
Verdad.
–Intervendré ante Sobek. ¿Pensáis examinar vuestra morada de
eternidad, majestad?
–Por supuesto. Pero me he dado cuenta de otra cosa: hay que
ampliar el santuario del ka real. Tú
velaste por su construcción, tú decidirás la fecha de los trabajos
y el plano de la obra.
A Ramosis le invadió una intensa alegría.
–¡Es un gran honor para la aldea! Elegiremos el momento justo
con la ayuda de la mujer sabia.
Ramsés recordó que, en su juventud, también él escuchó la
llamada. Le hubiera gustado compartir la existencia de aquellos
hombres cuyo pensamiento se transformaba en obra luminosa, pero su
padre, Seti, le había elegido como sucesor para mantener Egipto en
el camino de Maat y preservar los vínculos de la tierra con el
cielo. No había podido librarse de sus deberes ni un solo día, pero
era bueno que así fuese.
Sobek abrió la puerta de la celda.
–¿Has terminado ya de hacer ruido?
–Tengo la intención de perforar el muro de esta prisión y lo
voy a conseguir -respondió Ardiente.
El muchacho ya había dañado considerablemente el muro de
ladrillo con sus puños.
–Si no te estás quieto inmediatamente, haré que te
encadenen.
–No tenéis razón alguna para encarcelarme, puesto que he
traído lo necesario para presentarme ante las puertas de la
aldea.
–¿Acaso crees que conoces la ley mejor que
yo?
–En este caso, sí.
El jefe Sobek se rascó la cicatriz que tenía debajo del ojo
izquierdo, recuerdo de una lucha a muerte con un leopardo en la
sabana de Nubia.
–Estoy empezando a enfadarme, muchacho. Yo mismo me ocuparé
de tu caso y te prometo que se te quitarán las ganas de abrir la
boca ante un policía.
Ardiente le hizo frente.
Era tan corpulento como Sobek, pero éste era algo más alto y,
sobre todo, blandía un bastón en la mano derecha.
En ese momento apareció un policía,
jadeante.
–Jefe, jefe! ¡Debo hablaros inmediatamente!
–Ahora no tengo tiempo.
–Es referente al prisionero.
El aterrorizado aspecto de su subordinado convenció a Sobek
de que debía escucharle. Así pues, cerró la puerta de la
celda.
Ardiente pensaba en cómo utilizaría el palo el torturador. Si
lo levantaba demasiado, le inmovilizaría el brazo y le hundiría el
pecho de un cabezazo. Pero Sobek era un profesional y no debía
pelear ingenuamente. Al joven no iba a resultarle fácil y tal vez
no vencería, pero el nubio no iba a salir indemne del duelo, pues
Ardiente pondría todas sus fuerzas en el combate.
La puerta volvió a abrirse.
–Sal de ahí -ordenó Sobek, que seguía blandiendo su
palo.
–¿Queréis golpearme por la espalda?
–No me faltan ganas, pero he recibido órdenes. Un policía te
acompañará hasta la puerta principal de la aldea.
Ardiente hinchó el pecho.
–De modo que hay ley en este país.
–¡Sal de ahí o no respondo de mis actos!
–Si tenemos ocasión de volver a vernos, Sobek, arreglaremos
nuestras diferencias de hombre a hombre.
–¡Lárgate!
–No sin lo que me pertenece.
Apretando las mandíbulas, Sobek entregó a Ardiente la bolsa
de cuero, el estuche para papiros, los pedazos de madera bien
atados y la silla plegable fabricada por el aprendiz de carpintero.
Provisto del valioso peculio, Ardiente salió del fortín con la
cabeza alta, como un general victorioso que avanzara por un país
conquistado.
El nubio que le acompañaba era un mocetón fuerte pero, al
lado de Ardiente, parecía casi un alfeñique.
–No deberías buscarle las cosquillas a Sobek -le recomendó-.
Es bastante rencoroso y, a la primera oportunidad, no
fallará.
–Más le valdrá… De lo contrario, seré yo quien no
falle.
–¡Es el jefe de la policía local!
–Lo importante es el valor de un hombre, no sus títulos. Si
Sobek me busca, me encontrará.
El policía dejó de sermonear a Ardiente, cuya exaltación
aumentaba a medida que se acercaba a su objetivo. Esta vez no sería
un guardián quien le impidiera cruzar el umbral de la aldea
prohibida.
No sabía lo que ocurriría después, pero no le importaba.
Sabría convencer a sus jueces de que había escuchado la llamada y
de que, por consiguiente, todas las puertas debían abrirse ante
él.
El sol brillaba generosamente y su ardor animaba aún más al
muchacho, que no temía los más implacables estíos. Que la aldea de
los artesanos estuviera en el desierto, para él era una baza
más.
–Me quedo aquí -dijo el policía-. Sigue tú
solo.
Ardiente no vaciló. Con aire decidido, atravesó el espacio
que separaba el quinto y último fortín de las proximidades de la
aldea.
La mañana estaba tocando a su fin, y los auxiliares habían
abandonado sus talleres para comer a la sombra de un tejadillo. Con
curiosidad, observaron pasar al joven.
El guardián de la gran puerta se levantó y le cerró el
paso.
–¿Adonde crees que vas?
–Me llamo Ardiente, deseo entrar en el Lugar de Verdad y
llevo todo lo necesario conmigo.
–¿Estás seguro?
–Absolutamente seguro.
–Si te equivocas, lo lamentarás. En tu lugar, yo no correría
el riesgo y regresaría al lugar de donde vienes.
–Quédate en tu lugar, guardián, y no te preocupes por el
mío.
–Yo ya te lo he advertido.
–Deja de hablar y abre la puerta de la
aldea.
El guardián abrió la puerta lentamente.
Por unos instantes, Ardiente se quedó sin aliento. ¡Su sueño
se realizaba por fin!
–Sígueme -ordenó este último.
–Pero… ¿No voy a entrar?
–Si sigues haciendo preguntas, ni siquiera te llevaremos ante
el tribunal de admisión.
Aunque irritado, Ardiente consiguió dominarse. Aún no conocía
las reglas del juego en aquel lugar misterioso y debía evitar
cualquier paso en falso.
Los tres hombres volvieron la espalda a la puerta principal
de la aldea y se dirigieron hacia el recinto del templo mayor del
Lugar de Verdad, junto al que se levantaba una capilla dedicada a
la diosa Hator. Los altos muros ocultaban el edificio a las miradas
profanas.
Ante su cerrado portal había nueve hombres sentados en sillas
de madera, colocadas en semicírculo. Llevaban un simple taparrabos,
excepto un anciano, que iba vestido con una larga túnica
blanca.
–Soy el escriba Ramosis y te hallas en el territorio sagrado
de la gran y noble Tumba de millones de años en el Occidente de
Tebas. Aquí, reina Maat, en su luminoso paraje. Sé sincero, no
mientas y habla con el corazón; de lo contrario, ella te apartará
del Lugar de Verdad.
Los miembros del tribunal de admisión no parecían demasiado
amables y el muchacho prefirió clavar sus ojos en el viejo escriba
Ramosis, cuyo rostro estaba lleno de bondad.
–¿Quién eres y qué pides?
–Me llamo Ardiente y quiero pasar mi vida
dibujando.
–¿Tu padre es artesano? – preguntó uno de los
jueces.
–No, es granjero. Pero estamos definitivamente
enemistados.
–¿Qué oficios has practicado?
–El curtido y la carpintería.
Sin que le autorizaran a ello, Ardiente dejó su
fardo.
–He aquí la bolsa de cuero -declaró con orgullo-. También he
traído un estuche para papiros de buena calidad.
Ambos objetos pasaron de mano en mano. Un juez gruñón tomó la
palabra.
–Habíamos pedido una bolsa de cuero y no ese
estuche.
–¿Y acaso es una falta hacer más de lo que nos
piden?
–Sí, lo es.
–¡Pues para mí, no! – se rebeló el muchacho-. Sólo los
perezosos y los mediocres cumplen las órdenes al pie de la letra,
porque tienen miedo de los demás y de sí mismos. A fuerza de
someternos y no tomar la iniciativa, nos volvemos más inertes que
una piedra.
–Y tú, que tan alto hablas, ¿por qué presentas sólo una silla
plegable y no el sillón que también pedíamos? Si tanto te gusta
hacer más de lo que te exigen, ¿por qué te limitas a presentarnos
unos pedazos de madera y no la obra realizada?
–Me habéis tendido una trampa -advirtió Ardiente, enfurecido
contra sus jueces y contra sí mismo-, y no he sido capaz de darme cuenta de ello… ¿Tendré una segunda
oportunidad?
–Siéntate en la silla plegable -ordenó el artesano
gruñón.
En cuanto Ardiente se sentó en la silla, se oyeron unos
siniestros crujidos. Sin duda alguna, la silla no soportaría su
peso.
–Prefiero seguir de pie.
–De modo que no comprobaste la calidad de este objeto. Además
de arrogante, eres despreocupado e incompetente.
–¡Pedisteis una silla plegable y aquí la
tenéis!
–Lamentable respuesta, muchacho. ¿Acaso sólo eres un
fanfarrón y un cobarde?
Ardiente apretó los puños con rabia.
–¡Os equivocáis! He intentado satisfaceros, pero mi objetivo
en la vida no es fabricar muebles. Sé dibujar y puedo
probarlo.
Otro artesano colocó delante de Ardiente un pincel, un pedazo
de papiro usado y un cubilete de tinta negra.
–Pues bien, pruébalo.
El muchacho se arrodilló, y con los ojos clavados en el viejo
escriba Ramosis, hizo su retrato. Su mano no temblaba, pero no
estaba acostumbrado a trabajar con semejante
material.
–Puedo hacerlo mucho mejor -afirmó-, pero es la primera vez
que manejo un pincel y dibujo con tinta sobre papiro. Por lo
general, me limito a la arena.
Nervioso y desatinado, Ardiente erró en la parte alta de la
frente y las orejas. El retrato de Ramosis era
horrible.
–Dejad que lo repita.
El dibujo fue circulando entre los presentes, que no
emitieron comentario alguno.
–¿Qué sabes del Lugar de Verdad? – preguntó
Ramosis.
–Detenta los secretos del dibujo y yo quiero
conocerlos.
–¿Y qué harás con ellos?
–Descifraré la vida… y ese viaje no tendrá
fin.
–No necesitamos pensadores, sino especialistas -replicó un
artesano.
–Enseñadme a dibujar y a pintar, y veréis de lo que soy capaz
-insistió Ardiente.
–¿Estás prometido?
–No, pero he conocido ya a varias mujeres. Para mí,
simplemente forman parte de los placeres de la
vida.
–¿No tienes intención de casarte?
–¡De ningún modo! No deseo cargar con un ama de casa y un
montón de críos. ¿Cuántas veces tendré que deciros, aún, que mi
única meta es dibujar la creación y pintar la
vida?
–¿Te molesta la exigencia del secreto?
–Peor para quienes no consiguen desvelarlo.
–¿Sabes que tendrás que someterte a una regla muy
estricta?
–Si no me impide progresar, intentaré soportarla. Pero no
acataré órdenes estúpidas.
–¿Serás lo bastante inteligente para
juzgarlo?
–Nadie trazará mi camino en mi lugar.
El juez gruñón volvió al ataque.
–¿Y con esas palabras crees ser digno de pertenecer a nuestra
cofradía?
–Vosotros decidís… Me habéis pedido que fuera sincero, y lo
soy.
–¿Eres paciente?
–No, y no tengo intención de empezar a
serlo.
–¿Crees que tu carácter es tan perfecto que ninguno de sus
rasgos debe ser modificado?
–Ni siquiera me hago esa pregunta. Los fines se logran con el
deseo, no con el carácter. Tener enemigos es normal: me vencerán,
porque soy un débil, o los destrozaré. De todos modos, habrá lucha;
por eso estoy siempre dispuesto a combatir.
–¿No has oído decir que el Lugar de Verdad es un remanso de
paz en el que están prohibidas las querellas?
–Puesto que hay hombres y mujeres, eso es imposible. La paz
no existe en ninguna parte de la tierra.
–¿Estás seguro de necesitarnos?
–Sólo vosotros poseéis los conocimientos que no puedo obtener
por mí mismo.
–¿Qué más puedes decir para convencernos? – preguntó
Ramosis.
–Nada.
–Vamos a deliberar, pues. Deberás aguardar nuestro veredicto,
y éste será inapelable.
El viejo escriba hizo una señal a los dos artesanos que
habían acompañado a Ardiente para que lo llevaran de nuevo a la
puerta norte de la aldea.
–¿Será largo? – preguntó.
Pero no hubo respuesta.
Al menos, la deliberación no duraría mucho y no se parecería
al animado debate que había seguido a la audiencia de Silencioso.
Kenhir se había mostrado especialmente agresivo, afirmaba que el
joven, dotado de numerosas cualidades, tenía tantas cosas a su
alcance que el Lugar de Verdad le resultaría un espacio demasiado
pequeño. Pero ésa no había sido la opinión de la mayoría de los
artesanos, impresionados por la fuerte personalidad del
postulante.
Había sido necesaria toda la autoridad de Ramosis para
impedir que dos artesanos compartieran la opinión de Kenhir y
rechazaran, así, la demanda de admisión del hijo espiritual de Neb
el Cumplido. Como era indispensable la unanimidad, el viejo escriba
se había librado a un largo y difícil combate para conseguir
cambiar la negativa visión de Kenhir.
En el caso de Clara, las deliberaciones habían sido breves.
Cuando había evocado la llamada de la cima de Occidente, el
tribunal, compuesto por sacerdotisas de Hator que vivían en la
aldea, había sentido una intensa emoción. Y la presidenta del
jurado, a la que se llamaba «la mujer sabia», había recibido con
gozo a la esposa de Nefer el Silencioso.
–¿Quién quiere tomar la palabra? – preguntó
Ramosis.
Un escultor levantó la mano.
–El tal Ardiente es vanidoso, agresivo y no tiene sentido
alguno de la diplomacia, pero estoy convencido de que, en efecto,
ha escuchado la llamada. Debemos pronunciarnos sobre este punto, y
sólo sobre este punto.
Un pintor fue autorizado a hablar.
–No estoy de acuerdo contigo. No discuto que el postulante
haya escuchado la llamada, pero ¿cuál es su naturaleza? Desea su
propia realización y no una adecuada integración en nuestra
cofradía. Le ofreceríamos una técnica y él no nos aportaría nada.
Que el muchacho siga su propio camino, que está muy alejado del
nuestro.
Kenhir el Gruñón intervino con vehemencia.
–Un extraño fuego anima al muchacho, y eso os molesta porque
sólo os gustan los tímidos. No es un artesano ordinario, sometido a
su capataz, incapaz de pensar y tan apocado que nadie advierte su
presencia. Si le admitimos entre nosotros, corremos el riesgo de
que una tempestad atraviese la aldea y trastorne muchas de nuestras
costumbres. ¿Acaso los artesanos del Lugar de Verdad se han vuelto
cobardes, hasta el punto de que rechazan un talento extraordinario?
¡Pues tiene ese talento, ya lo habéis visto! Un dibujo estropeado,
de acuerdo, a causa de su inexperiencia, ¡pero qué soberbio
retrato! Citadme a un solo dibujante que, tras haber recibido una
enseñanza correcta, haya dado pruebas de semejante
capacidad.
–De todos modos -objetó el escultor-, puedes estar seguro de
que ese mocetón se negará a obedecer y pisoteará nuestras
reglas.
–Si eso sucede, será expulsado de la aldea; pero estoy
convencido de que sabrá doblar el espinazo para conseguir sus
fines.
–¡Pues hablemos de sus fines! ¿No será un simple curioso que
quiere desvelar los secretos de nuestra cofradía?
–¡No sería el primero! Pero todos sabéis que los curiosos no
tienen posibilidad alguna de permanecer mucho tiempo entre
nosotros.
Ramosis estaba estupefacto ante la actitud de su colega
Kenhir, que rechazaba una a una las objeciones formuladas contra
Ardiente. Por lo general, el escriba de la Tumba no tomaba partido
de una forma tan vehemente.
Los artesanos más hostiles a Ardiente comenzaban a
vacilar.
–Necesitamos seres equilibrados y tranquilos como Nefer
-prosiguió Kenhir-, pero también corazones enfebrecidos como este
futuro pintor. Si capta correctamente el sentido de la obra que
aquí se lleva a cabo, ¡imaginaos qué espléndidas figuras trazará en
las paredes de las moradas de eternidad! Creedme, vale la pena
correr el riesgo.
El jefe de equipo, Neb el Cumplido,
intervino.
–La vocación de nuestra cofradía no es correr riesgos, sino
perpetuar las tradiciones de la Morada del Oro y preservar los
secretos del Lugar de Verdad. Este muchacho no compartirá nuestras
preocupaciones y se comportará como un saqueador.
Ramosis sintió que la oposición del jefe de equipo sería
irreductible; no tenía, pues, por qué callar.
–He tenido el privilegio de conversar con su majestad -reveló
el viejo escriba-, y hemos hablado del caso de este muchacho. Si
percibí correctamente el pensamiento de Ramsés el Grande, Ardiente
le parece dominado por una particular energía que no debemos
desdeñar, en el interés de la cofradía.
–¿Se trata… de la energía de Set? – preguntó el jefe de
equipo.
–Su majestad no lo dijo.
–Pero ¿es eso, no es cierto?
Los jueces se estremecieron. Asesino de Osiris, encarnado en
una criatura sobrenatural que unos comparaban con un cánido y otros
con un okapi, el dios Set detentaba la potencia del cosmos que la
humanidad sentía unas veces como benéfica y otras como destructora.
Sin ella era imposible luchar contra las tinieblas y hacer que,
cada mañana, renaciese la luz. Pero era preciso ser un faraón de la
talla del padre de Ramsés para atreverse a llevar el nombre de
Seti. Anteriormente, ningún monarca había soportado semejante fardo
simbólico, que le había llevado a hacer que se erigiera, en Abydos,
el más vasto y espléndido de los santuarios de
Osiris.
Por lo general, los seres transidos de la energía setiana
eran presa del exceso y la violencia, que sólo una sociedad
sólidamente construida sobre el zócalo de Maat podía canalizar.
Pero ¿no era necesario excluir ese tipo de individuos de una
comunidad de artesanos destinada a crear la belleza y la
armonía?
–¿Su majestad os ha dado alguna orden específica con respecto
a Ardiente? – preguntó el jefe de equipo a
Ramosis.
–No, pero ha apelado a nuestra
clarividencia.
–¿Es necesario decir algo más? – insistió Kenhir-. Debemos
saber interpretar la voluntad del faraón, que es el dueño supremo
del Lugar de Verdad.
Los más escépticos quedaron convencidos, pero Neb el Cumplido
no soltó su presa.
–Mi nombramiento como jefe de equipo fue aprobado por el
faraón, confía pues en mí para apreciar la calidad de quienes
deseen entrar en la cofradía. Por eso, cualquier debilidad por mi
parte sería condenable. ¿Por qué debemos exigirle menos a este
muchacho que a los demás artesanos?
–Eres el único juez que se opone a la admisión de Ardiente
-advirtió Kenhir-, y necesitamos la unanimidad. Así pues, ¿no
podrías reconsiderar tu posición?
–Nuestra cofradía no debe correr riesgo
alguno.
–El riesgo forma parte de la vida, y retroceder ante él nos
conduciría a la pasividad y, luego, a la muerte.
El jefe de equipo, habitualmente tan tranquilo, estaba a
punto de perder los estribos.
–¡Pero no os dais cuenta de que este muchacho consigue
dividir nuestras opiniones! Por consiguiente, ¿no deberíamos
desconfiar aún más de él?
–No exageres, Neb. Anteriormente, nuestras discusiones sobre
algunos candidatos ya fueron muy acaloradas.
–Es cierto, pero siempre hemos obtenido la
unanimidad.
–Hay que salir de esta situación -decidió Ramosis-. ¿Aceptas
dejarte convencer?
–No -respondió Neb el Cumplido-. Temo que este muchacho turbe
la armonía de la aldea y contraríe nuestro
trabajo.
–¿Y no tienes fuerza suficiente para impedir ese desastre? –
preguntó Kenhir.
–No sobreestimo mis capacidades.
Ramosis comprendió que aquella esgrima dialéctica no haría
cambiar de opinión al jefe de equipo.
–Oponerse no es una actitud constructiva, Neb. ¿Qué propones
para salir de este callejón sin salida?
–Sigamos poniendo a prueba a Ardiente. Si realmente ha
escuchado la llamada y tiene la fuerza necesaria para crear su
propio camino, la puerta se abrirá.
El jefe de equipo expuso su plan.
Todos lo aceptaron, incluido Kenhir, que, sin embargo, afirmó
que estaban tomando precauciones inútiles.
–No lo sé.
–¡No van a deliberar varios días, a fin de
cuentas!
–No sería la primera vez.
–Y cuando eso ocurre, ¿es buena o mala
señal?
–Depende.
–¿Cuántos candidatos aceptáis cada año?
–No hay norma.
–¿Existe un número limitado?
–Eso no es cosa tuya.
–¿Cuántos sois, en estos momentos?
–Pregúntaselo al faraón.
–¿Hay muchos y grandes dibujantes entre
vosotros?
–Cada cual hace su trabajo.
Ardiente comprendió que era inútil interrogar al artesano;
por lo que a su colega se refería, permanecía mudo. Sin embargo, el
desaliento no hacía mella en el joven. Si los jueces con quienes se
había enfrentado eran hombres rectos, comprenderían cuánto deseaba
entrar en la cofradía.
Alguien dobló la esquina oeste del recinto. Ardiente le
reconoció de inmediato, se levantó y le dio un
abrazo.
–¡Silencioso! ¿Te han admitido?
–Tuve esta suerte.
–¡Tú, al menos, me hablarás de la aldea!
–Eso no es posible, Ardiente. He jurado guardar silencio y no
hay nada más importante que un juramento.
–Entonces ya no eres mi amigo.
–Claro que sí, y estoy seguro de que lo
conseguirás.
–¿Puedes hablarles en mi favor?
–Por desgracia, no. Aquí las decisiones las toma únicamente
el tribunal de admisión.
–Es lo que pensaba, ya no eres mi amigo… y, sin embargo, te
salvé la vida.
–Nunca lo olvidaré.
–Ya lo has olvidado, porque perteneces a otro mundo… Y te
niegas a ayudarme.
–No puedo hacerlo. Debes afrontar la prueba tú
solo.
–Gracias por el consejo, Silencioso.
–La cofradía me ha dado un nuevo nombre: Nefer. Y debo
comunicarte también que me he casado.
–Ah… ¿Y es hermosa?
–Clara es una mujer sublime. El tribunal la admitió en el
Lugar de Verdad.
–¡La suerte está de tu parte! Las siete hadas de Hator debían
de estar presentes alrededor de tu cuna, y no se mostraron avaras
con sus regalos. ¿Qué tarea te han asignado?
–Tampoco puedo hablar de eso.
–Ah, sí, lo olvidaba… Para ti ya no existo.
–Ardiente…
–Vete, Nefer el Silencioso. Prefiero permanecer solo con mis
guardianes. No son más parlanchines que tú, pero ellos no son mis
amigos.
–Ten confianza. Los jueces no te rechazarán, puesto que
escuchaste la llamada.
Nefer puso la mano en el hombro de Ardiente.
–Tengo fe en ti, amigo mío. Sé que el fuego que habita en tu
interior abrasará todos los obstáculos.
Cuando Nefer se alejó, Ardiente sintió deseos de seguirle y
penetrar con él en la aldea; pero habría sido rechazado para
siempre.
Poco antes del anochecer, hizo su aparición uno de los jueces
del tribunal. Todos los músculos de Ardiente se tensaron, como si
fuera a librar su último combate.
–Hemos tomado una decisión -anunció el juez-. Has sido
admitido en el equipo del exterior; estarás bajo la responsabilidad
del alfarero Beken, jefe de los auxiliares. Ve junto a él; te
mostrará el trabajo que debes realizar.
–El equipo del exterior… Pero ¿qué significa
eso?
El juez se marchó, seguido por los dos
artesanos.
–Esperad… ¡Exijo más explicaciones!
El guardián de la puerta se interpuso.
–¡Calma! Conoces la decisión y debes aceptarla. De lo
contrario, márchate y no vuelvas por aquí. El equipo del exterior
no está tan mal. Encontrarás tu lugar como alfarero, leñador,
lavandero, aguador, jardinero, pescador, panadero, carnicero,
cervecero o zapatero. Esa gente trabaja por el bienestar de los
artesanos del Lugar de Verdad, y les sienta bien. Yo mismo y el
otro guardián de la puerta somos hombres del
exterior.
–No has citado a los dibujantes ni a los
pintores.
–Éstos conocen los secretos… Pero ¿para qué? No son más
felices ni más ricos y pasan la mayor parte de su existencia
deslomándose. Has salido muy bien parado, puedes creerme. Intenta
llevarte bien con Beken el alfarero y llevarás una vida
tranquila.
–¿Dónde vive?
–En el lindero de los cultivos, en una pequeña casa con
establo. No puede quejarse, pero es un tiñoso convencido de que
todos los auxiliares ambicionan su cargo. Y, tal vez, no vaya muy
desencaminado… Desconfía de sus jugarretas. Beken es un vicioso; no
ha llegado hasta ahí por casualidad. Si no le gustas, te hará
polvo.
–Cuando se pertenece al equipo del exterior, ¿es posible,
aún, entrar en la cofradía?
–El exterior es el exterior. No le des más vueltas y limítate
a lo que te ofrecen. De momento puedes dormir en uno de los
talleres de los auxiliares. Dentro de algún tiempo vivirás en una
casa de la zona cultivada, te casarás con una bella moza y le harás
hermosos hijos. Evita a los lavanderos… Su tarea es penosa. Lo
mejor es ser pescador o panadero. Si eres listo, revenderás
pescados o panes sin declararlo al escriba del
fisco.
–Voy de inmediato a ver a Beken.
–No te lo aconsejo.
–¿Por qué?
–Le gusta estar tranquilo después de su jornada laboral. Que
un desconocido vaya a su casa le pondrá de muy mal humor, y te
cogerá manía. Vete a dormir, ya le verás mañana por la
mañana.
Ardiente sintió ganas de atizar al guardián y demoler, luego,
los muros de la aldea prohibida. Silencioso, el muy gallina, se
había convertido en Nefer, y él, cuya llamada era tan intensa,
había sido relegado al equipo del exterior, donde se pudriría como
un inepto.
Había sido humillado. ¿Acaso le quedaba otra solución que
destruir lo que nunca podría obtener?
El guardián se había sentado en la estera y tenía la mirada
fija en el suelo. Ardiente oyó risas infantiles, voces de mujeres,
ecos de conversaciones. La vida se reiniciaba en el interior de la
aldea, una vida de la que nada podía ver.
¿Quiénes eran esos seres que habían podido conocer los
secretos del Lugar de Verdad? ¿Qué cualidades poseían que habían
convencido al tribunal? Ardiente sólo conocía a Nefer el
Silencioso, y no se parecía demasiado a él.
Tendría que combatir con sus propias armas. Nadie acudiría en
su ayuda, y no debía hacer caso de los consejos que le dieran. Pero
no estaba dispuesto a renunciar.
Se dirigió hacia los talleres abandonados por los auxiliares,
sabiendo que el guardia le observaba por el rabillo del ojo. Fingió
penetrar en uno de ellos, pero lo rodeó para salir del campo visual
del centinela, luego flanqueó la colina intentando progresar con
tanto sigilo como un zorro.
Puesto que la cofradía le relegaba entre los auxiliares, iba
a demostrarle de lo que era capaz.
Para empezar debía dejar en su lugar al alcalde de Tebas, un
tiranuelo doméstico que se empantanaba en una lucha de facciones y
carecía por completo de visión de futuro. Mientras él se quemaba en
un combate estéril y presumía en el proscenio, Méhy situaría a sus
amigos para controlar, poco a poco, los distintos sectores de la
administración. La idea le seducía, aunque no le satisfacía por
completo. Lo más importante era el secreto del Lugar de Verdad, ese
secreto que había podido contemplar y que deseaba poseer. Cuando la
Piedra de Luz estuviera en manos de Méhy, se volvería más poderoso
que el propio faraón y podría aspirar a gobernar Egipto a su
manera.
Hacía mucho tiempo que Méhy sospechaba que los artesanos del
Lugar de Verdad ocultaban diversos descubrimientos científicos,
reservados para el uso exclusivo del monarca. Semejantes
privilegios debían desaparecer. Egipto se dotaría de nuevas armas,
aplastaría a sus adversarios y emprendería, por fin, una política
de expansión que Ramsés no había sabido llevar a
cabo.
En su lugar, Méhy no habría firmado la paz con los hititas.
Era preciso aprovechar su debilitamiento para aplastarlos y formar
un ejército moderno y poderoso, capaz de dominar el Próximo Oriente
y Asia. En vez de esta grandiosa política de conquista, el faraón
se había adormecido, poco a poco, en la paz, y los oficiales
superiores ya sólo pensaban en su jubilación, que pasarían en una
pequeña propiedad campestre concedida por el monarca. Realmente era
una pena.
–¿Deseáis beber algo fresco? – preguntó el copero de
Méhy.
–Vino blanco de los oasis.
Un criado propuso al capitán de carros abanicarle mientras él
saboreaba el costoso brebaje. No era fácil procurarse el mejor
caldo, pero Méhy había corrompido sin esfuerzo a un viñatero que
entregaba su producción en palacio, y que le apartaba una pequeña
parte para su consumo.
¿Acaso el arte supremo no consistía en acumular expedientes
comprometedores sobre todo el mundo y aprovecharlos, en el momento
preciso, añadiéndoles algunas plausibles invenciones? Méhy había
conseguido, así, terminar con algunos oficiales más cualificados
que él, pero mucho menos hábiles.
–A dama Serketa le gustaría veros -anunció el portero de la
hermosa morada que Méhy tenía en el centro de
Tebas.
Serketa, su prometida, era algo estúpida. Méhy se vería
obligado a casarse con ella, dada su fortuna y la posición social
de su padre, tesorero principal de Tebas. En ese momento, Méhy no
la esperaba.
Bajó, sin embargo, hasta la sala de recepción de la planta
baja, de la que se sentía especialmente orgulloso por las altas
ventanas pintadas de amarillo y su lujoso mobiliario de madera de
ébano.
–¡Méhy, querido! Tenía miedo de que no estuvieses en casa…
¿Qué te parezco?
«Demasiado gorda», tuvo ganas de responder el capitán de
carros, pero se guardó mucho de revelar su pensamiento, pues la
dama Serketa estaba obsesionada por su peso, que el consumo
cotidiano de golosinas no contribuía a disminuir.
–Más arrobadora que nunca, querida. Ese vestido te sienta de
maravilla.
–Sabía que te gustaría -dijo ella
balanceándose.
–Hay un pequeño problema: debo recibir a un notable de
carácter algo difícil. ¿Deseas esperar un poco y cenar, más tarde,
conmigo?
Ella esbozó una sonrisa bobalicona, aunque llena de
promesas.
–Por supuesto, querido.
Él la atrajo con brutalidad y Serketa no
protestó.
Con el pecho opulento, una abundante cabellera aclarada por
el tinte y los ojos de un azul descolorido, a Serketa le gustaba
hacer arrumacos y jugar a hacerse la niña.
En realidad, se aburría. Gracias a su padre, un viudo
aficionado a las muchachas cada vez más jóvenes, podía satisfacer
sus caprichos y comprar todo lo que le gustase. A la larga, su
existencia se había vuelto tan aburrida que había buscado cualquier
placer que pudiera poner fin a su neurastenia. El vino la había
divertido por algún tiempo, aunque no había roto su soledad.
Serketa soñaba con ser aún un bebé, mimada por su madre y su
nodriza, protegida del mundo exterior.
Cuando encontró a Méhy por primera vez, en una recepción,
había pensado que era grasiento, vulgar y pretencioso, pero él le
había ofrecido una sensación desconocida: el miedo. Había en él una
brutalidad apenas contenida que la fascinaba y que le era
necesaria.
Puesto que el personaje apenas ocultaba sus ambiciones y
parecía dispuesto a aplastar a quien se interpusiera en su camino,
Serketa había decidido casarse con él. Tal vez, Méhy le
proporcionaría sensaciones inéditas que la sacarían de su
hastío.
–¿Cuánto tiempo va a durar todavía nuestro
noviazgo?
–Depende de ti, querido. Desde que fuiste condecorado con el
collar de oro ante Ramsés el Grande, mi padre te considera uno de
los futuros altos dignatarios de Tebas.
–Y no tengo intención de decepcionarle.
Serketa mordisqueó la oreja derecha de Méhy.
–Y tú, tesoro, tampoco vas a decepcionarme,
¿verdad?
–No temas.
Molesto por la actitud de la pareja, el intendente descubrió
su presencia golpeando la puerta, que estaba
abierta.
–¿Qué ocurre? – preguntó Méhy.
–Vuestro visitante ha llegado.
–¡Pídele que espere y cierra esa puerta!
Serketa devoraba al oficial con la mirada.
–Bueno, ¿y esa boda?
–Lo antes posible, el tiempo necesario para organizar una
gran recepción donde la nobleza tebana envidie nuestra
felicidad.
–¿Quieres que me encargue yo de eso?
–Nadie lo haría mejor que tú, querida.
El oficial manoseó los pechos de su futura mujer, que emitió
un gemido de placer.
–En lo del contrato de matrimonio, mi padre es bastante
exigente.
–¿Qué contrato? – se extrañó Méhy.
–Mi padre piensa que, dada su fortuna, es preferible así.
Está convencido de que seremos muy felices y tendremos varios
hijos, pero, de todos modos, considera necesario un contrato de
separación de bienes. ¿Qué importa eso, amor mío? No mezclemos el
derecho con los sentimientos… Acaríciame otra vez.
Méhy lo hizo, aunque con menos entusiasmo que antes. La
noticia le había caído como un jarro de agua fría, pues echar mano
a la fortuna del padre de Serketa era una de las etapas
fundamentales de su conquista del poder.
–Mi pavoroso león parece contrariado… ¿No será por ese simple
detalle jurídico?
–No, claro que no… ¿Vendrás a vivir aquí, no es
así?
–Pues claro. Me encanta esta casa, y está muy bien situada.
Además, mi padre ha decidido pagar inmediatamente tus créditos y
convertirte, así, en propietario.
–Es muy generoso. ¿Cómo puedo mostrarle mi
agradecimiento?
–¡Haciendo que su hija enloquezca de amor!
La besó en la boca.
–Tendremos también una gran villa en la campiña tebana, otra
en el Medio Egipto y una hermosa mansión en Menfis… Las propiedades
estarán a mi nombre, pero eso sólo es una minucia
más.
Méhy la habría violado, de buena gana, como un soldado, pero
ella lo deseaba demasiado y él debía recibir a su
visitante.
El capitán de carros empezaba ya a sobreponerse del golpe
bajo que acababan de darle. El oficial había comprendido, hacía ya
mucho tiempo, que la hipocresía y la mentira eran temibles armas
gracias a las que se cambiaban, en propio beneficio, las
situaciones comprometidas.
Fingiría aceptar y haber sido vencido para preparar mejor un
contraataque decisivo. El padre de Serketa se equivocaba si creía
que podía embridar a un hombre como él.
–Perdóname, delicia de mis sentidos, pero esta cita es
realmente importante.
–Lo comprendo… Voy a ocuparme de nuestros preparativos de
boda. Nos veremos esta noche, en la cena.
Los dos pisos de la mansión habían sido construidos sobre una
plataforma elevada, para evitar la humedad. En la planta baja se
encontraban las estancias reservadas a los criados, que estaban
bajo las órdenes de un intendente. Méhy sólo comía el pan fabricado
por su propio panadero y exigía la absoluta limpieza de sus
vestidos, cuidadosamente lavados y aseados por su lavandero. En los
peldaños de la escalera que conducía a los pisos superiores había
jarrones que contenían ramos que eran reemplazados en cuanto las
flores comenzaban a ajarse.
En el primer piso se encontraban las salas de recepción; en
el segundo, el despacho del dueño de la casa, las alcobas, los
cuartos de baño y las letrinas. El oficial había hecho instalar un
sistema de cañerías para la evacuación de las aguas residuales.
Además de ésta, la mansión disponía de otras comodidades que casi
igualaban las del palacio del faraón.
Méhy detestaba los huertos y la tierra, y creía que ya había
bastantes campesinos para encargarse de eso. Los hombres de su
calidad merecían algo mejor, y sólo el centro de una gran ciudad
como Tebas podía albergar una residencia digna de este
nombre.
Cuando entró en la sala de recepción, Méhy disfrutó de la
frescura del lugar que, gracias a un hábil sistema de ventilación,
persistía incluso en verano. ¿Había algo más detestable que el
calor?
El hombre con quien tanto había esperado encontrarse estaba
sentado en un sillón cubierto por una tela multicolor. Había
utilizado el agua perfumada de una jarra azul para lavarse las
manos y los pies.
–Sé bienvenido, Daktair. ¿Qué te parece mi
casa?
–¡Espléndida, capitán Méhy! No las he visto más
hermosas.
Daktair era bajo, gordo y barbudo. Unos ojos negros animaban
su rostro artero devorado por espesos pelos rojizos. Unas piernas
demasiado cortas le daban el aspecto de un patán, pero sabía ser
tan rápido como una serpiente cuando era preciso hacer frente a un
adversario.
Hijo de un matemático griego y de una persa que se dedicaba a
la química, Daktair había nacido en Menfis, donde, desde muy joven,
había destacado por su pronunciada afición a la investigación
científica. Desprovisto de cualquier sentido moral, el estudiante
había comprendido rápidamente que apropiarse de las ideas de los
demás le permitiría progresar a pasos de gigante, con un mínimo de
esfuerzo por su parte. Pero ésa era sólo una estrategia puesta al
servicio de su gran designio: convertir Egipto en una tierra ideal
para una ciencia pura, libre de cualquier superstición, una ciencia
que permitiera al hombre dominar la naturaleza.
Gracias a sus dotes de técnico e inventor, Daktair se había
convertido en una persona indispensable para el alcalde de Menfis,
antes de convertirse en el protegido del de Tebas, donde intentaba
descifrar los arcanos de la antigua sabiduría. Sus cálculos para
prevenir las crecidas del Nilo habían sido muy acertados, y había
mejorado el método de observación de los planetas. Sin embargo, de
momento eran sólo naderías; en un futuro impondría una nueva visión
del mundo que sacaría a Egipto de su letargo y de sus caducas
tradiciones, y lo encaminaría hacia el progreso. ¿De qué no sería
capaz un país tan rico y poderoso cuando hubiera renunciado a sus
viejas creencias?
–Os felicito por vuestro collar de oro, capitán. Es una
recompensa merecida que os convierte en un hombre importante, cuya
opinión será cada vez más escuchada.
–No tanto como la tuya, Daktair. He oído decir que el alcalde
de Tebas no podría prescindir de tus consejos.
–Eso es decir mucho, pero es un hombre sagaz que, como yo, se
preocupa más por el porvenir que por el pasado.
–También he oído decir que tus ideas molestan a algunas altas
personalidades.
Daktair se mesó la espesa barba.
–Es difícil negarlo, capitán. Al sumo sacerdote de Karnak y a
los especialistas que están a sus órdenes no les gustan demasiado
mis investigaciones, pero yo no les tengo ningún
miedo.
–¡Pareces muy seguro de ti mismo!
–Mis adversarios serán arrastrados muy pronto por un río más
caudaloso que el Nilo: la curiosidad natural del ser humano. Todos
necesitamos acumular conocimientos, y yo contribuyo a satisfacer
esa necesidad. En un país tan tradicional como éste, el camino
puede ser largo. Y, sin embargo, sería posible ganar tiempo, mucho
tiempo…
–¿De qué modo?
–Apoderándonos de los secretos del Lugar de
Verdad.
Méhy bebió un trago de vino blanco para disimular su emoción.
¿Iba a echarle mano a un aliado de envergadura?
–No te sigo… ¿Acaso no se trata de una simple corporación de
constructores?
Daktair se humedeció la frente con un lienzo
perfumado.
–Eso mismo creí yo durante mucho tiempo… pero me equivocaba.
No sólo reúne a artesanos de excepcional competencia, sino que
detenta, también, secretos de vital importancia.
–¿Secretos… de qué tipo?
–Si no temiera resultar grandilocuente, diría que se refieren
a la vida eterna. ¿Acaso la cofradía del Lugar de Verdad no se
encarga de preparar la morada de resurrección del faraón? A mi modo
de ver, algunos de sus miembros conocen el proceso alquímico que
permite transformar la cebada en oro (5), por no mencionar otros
prodigios.
–¿Has hecho investigaciones acerca de esos
misterios?
–Más de una vez, capitán, pero sin éxito alguno. El Lugar de
Verdad sólo depende del faraón y del visir. La administración
respondió con una negativa a cada una de mis peticiones de visita.
Cuento con numerosos amigos en la alta administración, pero la
aldea sigue siendo inaccesible.
–¿No es imprudente… tu posición?
–Ya he repetido varias veces las mismas cosas y se han reído
en mis narices.
–Eso me han contado, pero quería oírlo de tus propios labios.
Porque yo te tomo en serio.
Daktair se sorprendió.
–Me halagan vuestras palabras, capitán, pero ¿por qué os he
convencido?
–Porque el Lugar de Verdad es también una de mis principales
preocupaciones. Como tú, he intentado saber qué ocultan los altos
muros de esa aldea, pero no lo he logrado. Un secreto tan bien
guardado debe de ser de gran importancia.
–¡Excelente deducción, capitán!
Méhy miró a su huésped.
–No se trata de una deducción.
–¿Ah, no? Entonces…
–He visto el secreto del Lugar de Verdad.
El sabio se levantó; sus manos temblaban.
–¿De qué se trata?
–No seas tan impaciente. Yo te ofrezco la certeza de que
existe, y tu ayuda será indispensable para conseguir apoderarnos de
él y explotarlo. ¿Estás dispuesto a llegar a un
acuerdo?
–Un acuerdo, decís… Pero ¿qué clase de
acuerdo?
–Eres un brillante científico, pero tus investigaciones
chocan con infranqueables muros: los del Lugar de Verdad. Por
razones personales, estoy decidido a destruir esa arcaica
institución, aunque no antes de haberle arrancado sus tesoros y sus
conocimientos secretos. Unamos nuestras fuerzas para
lograrlo.
El sabio parecía perplejo.
–Eres competente e inteligente -prosiguió Méhy-, pero te
faltan los medios materiales. Pronto dispondré de una de las
mayores fortunas de Tebas y pienso utilizarla para extender mi
influencia.
–Supongo que aspiráis a un altísimo cargo en el
ejército.
–Evidentemente, pero eso es sólo una etapa de mi escalada.
Egipto es viejo y está enfermo, Daktair. Hace ya demasiado tiempo
que es gobernado por Ramsés el Grande, que ya sólo es un déspota
senil, incapaz de percibir el porvenir y de tomar las decisiones
adecuadas. Su larguísimo reinado condena al país a una pasividad
peligrosa.
El huésped del capitán Méhy estaba pálido.
–¡¿No estaréis hablando en serio?!
–Soy lúcido y racional, y ésas son unas cualidades
indispensables cuando se aspira a altas funciones.
–¡Pero Ramsés el Grande es una institución en sí mismo! Nunca
he oído la menor crítica contra él… Gracias a Ramsés se inició una
era de paz.
–Sólo es el preludio de nuevos conflictos para los que Egipto
no está preparado. Ramsés el Grande ya no tardará en desaparecer, y
nadie le sustituirá. Con él se extinguirá una forma de civilización
caduca. Yo lo he comprendido. Y tú también, Daktair. Encárgate de
hacer progresar las ideas; yo me ocuparé de las instituciones. Ésa
es la base de nuestro acuerdo. Para que se haga realidad, debemos
adueñarnos de los principales elementos que forman el poder de
Egipto, a la cabeza de los cuales está el Lugar de
Verdad.
–Olvidáis el ejército, la policía, la…
–Te repito que yo me encargaré de ello. La fortuna del faraón
no depende de sus tropas de élite, que yo conseguiré controlar,
sino de la misteriosa ciencia de sus artesanos que, al mismo
tiempo, saben crear una morada de eternidad y procurarle oro en
cantidad.
Daktair empezaba a entusiasmarse.
–Sabéis mucho sobre el Lugar de Verdad…
–Lo que vi me demostró que ni tú ni yo nos equivocábamos
sobre la magnitud de su ciencia.
–Y no queréis decirme más, ¿no es cierto?
–¿Aceptas convertirte en mi aliado?
–Es peligroso, capitán, muy peligroso…
–Exacto. Tendremos que avanzar con tanta prudencia como
determinación. Si te falta valor, renuncia.
Si Daktair no se comprometía, Méhy tendría que liquidarle. No
podía dejar con vida a un hombre a quien había revelado parte de
sus planes.
El sabio vacilaba. Méhy le ofrecía la oportunidad de realizar
sus más enloquecidos planes, aunque tomando un camino peligroso.
Pensando en la supremacía de la ciencia, Daktair había olvidado que
el Estado faraónico y sus fuerzas armadas no iban a desinteresarse
de semejante trastorno. Tras su sonrisa y sus buenas maneras, Méhy
ocultaba un alma de asesino. En el fondo, no tenía alternativa: o
colaboraba de buena gana o sería aniquilado de un modo
brutal.
–De acuerdo, capitán. Unamos nuestros deseos y nuestras
fuerzas.
El rostro lunar del oficial se iluminó.
–¡Es un gran momento, Daktair! Gracias a nosotros, Egipto
tendrá un porvenir brillante. Sellemos nuestro pacto bebiendo un
gran caldo que data del año cinco de Ramsés.
–Lo siento, pero sólo bebo agua.
–¿Ni siquiera en tan excepcional ocasión?
–Prefiero mantener las ideas claras en cualquier
circunstancia.
–Me gustan los hombres de carácter. Mañana mismo iniciaré una
serie de visitas oficiales para proponer un plan de mejora del
funcionamiento de las fuerzas armadas tebanas. No tendré ninguna
dificultad para imponerlo, y eso me supondrá un ascenso. Después de
mi boda, obtendré la consideración de numerosos notables e iré
introduciéndome, poco a poco, en las instancias dirigentes, hasta
el punto de hacerme indispensable.
–Por mi parte -precisó Daktair-, tengo fundadas esperanzas de
ser nombrado adjunto al jefe del laboratorio central de
Tebas.
–Para ello sólo necesitarás una palabra de mi futuro suegro.
Sin embargo, deberás dejar pasar algún tiempo para tomar el
mando.
–Será una etapa importante que me permitirá emprender unas
investigaciones desaconsejadas hasta hoy y utilizar nuevos recursos
técnicos.
Méhy pensó inmediatamente en la fabricación de nuevas armas
que hicieran invencibles las tropas que estuvieran a sus
órdenes.
–Tenemos que dejar las cosas claras sobre el Lugar de Verdad
para distinguir lo cierto de lo que no lo es -exigió el oficial-.
Sabemos que un experimentado escriba, nombrado por el faraón, se
encarga de la administración de la aldea. Durante muchos años,
Ramosis ha realizado esta función, sobre la que nadie ha podido
arrancarle ni una palabra. Sólo conozco el nombre de su sucesor,
porque firma los documentos oficiales: Kenhir. Necesitamos toda la
información posible sobre este personaje. Si resulta ser
influenciable, podríamos golpear directamente en la
cabeza.
–Sí, pero sólo si realmente es él el verdadero patrón de la
cofradía -objetó el sabio.
–Forzosamente habrá un maestro de obras, o varios, incluso, y
toda una jerarquía… Es esencial conocer el nombre y el papel exacto
de cada uno de los dirigentes.
–Es evidente que los artesanos no hablarán, pero en el caso
de los auxiliares es otra cosa…
–Si no me equivoco, no pueden entrar en la
aldea.
–Eso es cierto, capitán, pero asisten a algunos
acontecimientos.
–El aprovisionamiento de agua, alimento, ropa, ya lo sé… ¿Y
de qué nos sirve eso a nosotros?
Daktair esbozó una sonrisa de satisfacción.
–El examen detallado de los distintos productos nos ayudará a
conocer el nivel de vida de la cofradía y el número aproximado de
sus miembros.
–Interesante -reconoció Méhy-. ¿Tienes ya
informadores?
–Sólo uno, un lavandero a quien ofrecí un polvo milagroso
gracias al que lava con más rapidez la ropa sucia. Es sólo un
comienzo… Si pagamos su precio, obtendremos otras ayudas. El
lavandero me habló de un episodio excepcional en la vida de la
cofradía.
Por unos instantes, Daktair dejó que a Méhy se le hiciera la
boca agua.
–Hace mucho tiempo que no se admitía a un nuevo artesano
-prosiguió-. Ahora bien, un hombre joven, Nefer el Silencioso, ha
sido reconocido como digno de confianza por el tribunal del Lugar
de Verdad. Su andadura es bastante sorprendente, puesto que
abandonó la aldea donde había sido educado para viajar durante
varios años antes de regresar.
–Es curioso, en efecto… ¿Acaso tenía algo que
reprocharse?
–Tendremos que averiguarlo. Además, el joven iba acompañado
por una mujer procedente del exterior, probablemente hija de un
tebano acomodado.
–¿Están casados?
–Ése es otro punto que hay que verificar.
Méhy imaginaba ya varias estrategias para poner en
dificultades al Lugar de Verdad y obligar a sus dirigentes a salir
de su espacio protegido. Una vez agrietados, los muros de la aldea
no tardarían en derrumbarse.
–Mi querido Daktair, no creía que nuestro primer encuentro
diera tantos frutos.
–Yo tampoco, capitán.
–Nuestra tarea se anuncia difícil y la paciencia no es la
primera de mis virtudes. Sin embargo, será preciso practicarla. Y,
ahora, a trabajar.
–Ven junto a mí, palomita… No voy a comerte.
La moza permanecía acurrucada junto a la puerta de
entrada.
–Soy un hombre bueno y generoso. Si eres amable conmigo, te
ofreceré una excelente comida y tu padre seguirá ejerciendo su
oficio sin preocupación alguna.
La muchacha dio un paso con el estómago
revuelto.
–Acércate un poco más, pequeño gorrión. Vamos, no lo
lamentarás en absoluto. Comienza quitándote la
túnica…
Con extremada lentitud, la hija del zapatero
obedeció.
Cuando Beken tendía los brazos para apoderarse de su presa,
la puerta de la casa se abrió de golpe, chocó violentamente con su
hombro y le derribó.
Asustada, la muchacha vio aparecer a un joven coloso que
parecía un toro furioso e intentó, torpemente, ocultar sus formas
con la túnica.
–Sal de aquí -le ordenó.
Ella huyó lloriqueando mientras el coloso levantaba a su
víctima cogiéndole del pelo.
–¿Eres Beken, el alfarero, jefe de los auxiliares del Lugar
de Verdad?
–Sí, sí, pero… ¿qué quieres de mí?
–Mi nombre es Ardiente y tenía que verte en seguida para que
me confíes algún trabajo.
–¡Suéltame, me haces daño!
El muchacho arrojó al alfarero sobre la
cama.
–Vamos a llevarnos bien, Beken; pero te lo advierto: la
paciencia no es mi fuerte.
El jefe de los auxiliares se incorporó,
furioso.
–Pero ¿sabes con quién estás hablando? Sin mí, no llegarás a
ninguna parte.
Ardiente empujó a Beken contra la pared.
–Si me causas problemas, me enfadaré… y cuando me enfado, soy
incapaz de controlarme.
Beken no se tomó a la ligera la ira que brillaba en la mirada
de Ardiente.
–¡Bueno, bueno, pero cálmate!
–Me molesta que un tipo de tu clase me dé
órdenes.
El alfarero recobró algo de orgullo.
–De todos modos, tendrás que obedecerme. Soy el jefe de los
auxiliares y me gusta que el trabajo esté bien
hecho.
–Entonces seré tu brazo derecho y no voy a decepcionarte.
Puesto que tu trabajo es abrumador, necesitas un ayudante
eficaz.
–No es tan fácil…
–No me vengas con cuentos. Está decidido, me instalaré aquí.
Me gusta este sitio, y tengo sueño.
–Pero… ¡Ésta es mi casa!
–Me horroriza repetir las cosas, Beken. No olvides traerme
tortas calientes, queso y leche fresca, un poco antes del amanecer.
Nuestra jornada promete ser dura.
Ardiente sólo había necesitado tres horas de sueño y despertó
cuando lo había decidido, mucho antes del amanecer. Había comido
pan seco y dátiles, y después había salido de la morada de Beken
para ocultarse en el establo, donde una vaca gorda le había
observado con sus apacibles ojos. Todos sabían que la vaca era una
de las encarnaciones de Hator, diosa del amor, y que su mirada
tenía una inigualable belleza.
Y entonces ocurrió lo que Ardiente había previsto: el
alfarero se acercaba acompañado por dos mocetones, cada uno de los
cuales llevaba un garrote. Beken no tenía intención de ceder y
consideraba que un serio correctivo disuadiría al aguafiestas de
importunarle otra vez.
Ardiente vio cómo los tres hombres entraban en la casa y
salió del establo para escuchar los garrotazos que asestaban a la
cama donde, supuestamente, él debería estar acostado. El joven se
dirigió a la cabana y entró cuando los cómplices de Beken concluían
su tarea.
–¿Me buscáis?
Aterrorizado, el alfarero se colocó detrás de sus acólitos.
El primero se abalanzó sobre Ardiente, que cogió un taburete y le
derribó. El segundo consiguió golpear al joven coloso en el hombro
izquierdo, pero recibió un puñetazo tan fuerte que le reventó la
nariz y cayó al suelo con los brazos en cruz.
–Ya sólo quedas tú, Beken.
El alfarero estaba aterrorizado.
–Me has decepcionado mucho. No sólo eres cobarde, sino
también estúpido. Si vuelves a hacerlo, te romperé los brazos… y
adiós alfarería. ¿Lo has entendido ahora?
Beken asintió con rápidos movimientos de
cabeza.
–Ahora llévate a esos dos canijos y tráeme comida. Tengo
hambre.
Con ostensible orgullo, Ardiente franqueó los cinco fortines
en compañía de Beken, el alfarero, que le presentó a los guardianes
como su asistente. Kenhir, el escriba de la Tumba, les había
informado de que se había contratado al joven, pero nadie esperaba
un ascenso tan rápido.
Hacía mucho tiempo que el alfarero no había llegado tan
pronto al lugar reservado para los auxiliares. Incluso Obed el
herrero, que era muy madrugador, estaba durmiendo
todavía.
–¡Todo el mundo en pie! – ordenó Ardiente con voz atronadora,
que despertó a los escasos auxiliares autorizados a dormir cerca de
la aldea.
Todos se levantaron, molestos e inquietos. ¿De qué catástrofe
acababa de ser víctima el Lugar de Verdad?
–Beken me ha advertido de que sois todos unos holgazanes
-declaró Ardiente- y no está dispuesto a soportarlo más. Cada uno
de vosotros se limita a su pequeño oficio y no se preocupa de los
demás. Eso debe cambiar. A partir de hoy, todo el mundo participará
en la descarga de los géneros, que hasta ahora ha sido demasiado
lenta y caótica. Luego iré a hablar con cada uno de vosotros para
poner en claro las tareas en curso y asegurarme de que no hay
retrasos.
Somnoliento aún, el herrero protestó.
–Qué estás diciendo… ¡Ésas no son las órdenes de
Beken!
–Él me las ha comunicado así, y yo voy a hacer que las
cumpláis al pie de la letra.
El alfarero hinchó el pecho. A fin de cuentas, la
intervención de Ardiente reafirmaba su autoridad, que últimamente
había perdido credibilidad.
–He comprobado cierta relajación entre vosotros -afirmó-. Por
eso he tomado nuevas decisiones y he contratado a un ayudante para
que se apliquen con rigor.
Ardiente señaló con el índice a un mocetón de musculosas
piernas.
–Tú correrás hasta el llano y reunirás a los hombres que ya
deberían estar aquí. No somos funcionarios a los que les pagan para
dormir en sus despachos, sino auxiliares del Lugar de Verdad. No
debemos dejarnos dominar por la rutina, o no tardarán en
despedirnos.
Ardiente dio en el blanco con su discurso, y nadie
protestó.
–Beken será el primero en dar ejemplo -advirtió Ardiente-.
Fabricará más jarras en un solo día que durante los dos últimos
meses.
–Sí, sí… Me comprometo a ello.
–Si tomamos conciencia de la importancia de nuestro trabajo,
lo haremos mucho mejor. Comenzaré por examinar el tuyo,
herrero.
–¿Te crees capaz de ello?
–Tú me enseñarás.
Ebria, Serketa se había derrumbado sobre unos almohadones.
Todos los invitados se habían marchado ya de la inmensa villa de su
padre. Mosis, el tesorero principal de Tebas, bebía un caldo de
legumbres para disipar su jaqueca mientras Méhy, extrañamente
tranquilo, contemplaba la alberca de los lotos. Mosis, un
cincuentón rechoncho y atento, parecía perpetuamente preocupado.
Una precoz calvicie le hacía parecerse a los «sacerdotes puros» de
los templos con los que, sin embargo, no tenía afinidad alguna.
Desde su infancia, Mosis hacía juegos malabares con las cifras y se
interesaba por la administración. No había dejado de enriquecerse
cediendo a otros el servicio de los dioses y su viudez había
aumentado, más aún, su avidez de fortuna. Había reconocido en Méhy
esos mismos deseos, y ésta era la causa de que se hubiera dejado
convencer por su hija y lo había elegido como
yerno.
–¿Eres feliz, Méhy?
–Ha sido una recepción inolvidable. Serketa es una magnífica
ama de casa.
–Ya te han admitido en la alta sociedad… ¿Y si habláramos de
tu porvenir?
–Mi porvenir, sin duda, está en el ejército… pero éste está
aletargado desde hace tiempo.
–Es normal -estimó Mosis-. Gracias a Ramsés el Grande se ha
establecido una paz duradera, y los oficiales superiores se
preocupan más por hacer carrera en la administración que por
combatir a enemigos inexistentes. ¿Tienes alguna ambición
concreta?
–Deseo reorganizar las tropas de élite, de modo que la
seguridad de la ciudad quede perfectamente
garantizada.
–Es una tarea loable, pero debes mirar más allá. ¿Qué te
parecería un puesto de tesorero principal adjunto de la provincia
de Tebas? Te asistiría una gran cantidad de escribas que
resolverían los problemas que pudieran surgir, y yo te daría
algunos consejos para que obtuvieras el máximo beneficio personal
de tu gestión, dentro del marco de la legalidad, claro
está.
–Sois muy generoso, pero no sé si mis
competencias…
–Nada de falsa modestia. Eres un hombre de cifras, como yo, y
te las arreglarás perfectamente.
–No me gustaría dejar el ejército.
–Y no es necesario que lo hagas. Obtendrás galones
rápidamente y jugarás en ambos terrenos, civil y militar, como
tantos otros oficiales superiores. Ramsés es muy viejo ya, y ha
preparado su sucesión, pero ¿quién puede saber cómo se comportará
Merenptah, el hijo a quien desea ver reinar?
–¿Le conocéis?
–No lo suficiente. Es un hombre recto, casi inflexible, de
carácter tan difícil como su padre y hostil a las innovaciones.
Debemos prepararnos para un reinado conservador, sin demasiada
envergadura, durante el que nuestra querida Tebas mantendrá su
lugar preeminente. Pero la longevidad de Ramsés el Grande todavía
puede sorprendernos… Si Merenptah muriera antes que él, ¿quién
heredaría el trono?
–¿Tenéis acaso un candidato?
–¡Claro que no! Yo me encargo de las finanzas, no de los
peligrosos juegos del poder, de los que mi yerno no debe ser
víctima. Ocuparás, pues, una posición estratégica para hacer frente
a cualquier eventualidad: te necesitarán como soldado o como
administrador. En caso de disturbios, ni mi hija ni su marido
correrán riesgo alguno.
–He conocido a un hombre extraño, un sabio extranjero llamado
Daktair.
–El alcalde de Tebas se ha encaprichado con él. Es una
especie de inventor cuyo cerebro no deja de
trabajar.
–Me ha parecido simpático y me gustaría hacerle un favor.
¿Podríamos ayudarle a convertirse en uno de los responsables del
laboratorio central de Tebas?
–Sin duda alguna, es una excelente idea. El extranjero
despabilará a algunos investigadores adormecidos y nos deberá su
ascenso. Tal vez algún día pueda sernos de utilidad. Aprende a
rodearte de deudores, Méhy, y acumula informes sobre ellos. Te
detestarán, pero estarán obligados a obedecerte sin
rechistar.
–Hay un detalle que me molesta, querido
suegro.
–¿Cuál?
–¿Por qué no confiáis en mí?
–Me sorprende tu pregunta. Después de tantos planes de
futuro…
–Si realmente confiáis en mí, ¿por qué habéis exigido un
contrato de separación de bienes?
Mosis apuró su bol de caldo.
–Ignoras lo que es la fortuna, Méhy, y no sé cómo vas a
comportarte con mi hija. Tal vez le serás infiel, podrías desear
divorciarte… Al primer paso en falso, lo perderás todo. Pretendo,
así, proteger a Serketa, y nadie me hará cambiar de opinión.
Resuelto este problema, te ayudaré a convertirte en alguien
importante, pues mi yerno no puede ser un hombre mediocre. Gozarás
de todos los placeres de la existencia, los nobles te envidiarán…
¿Qué más deseas? Aprovecha tu suerte, Méhy, y no exijas
más.
–Prudentes consejos, querido suegro.
Una pareja de ibis desplegaba sus anchas alas en el cielo
anaranjado del ocaso. Sobre el Nilo, diversas embarcaciones bogaban
gracias al viento del norte y jugaban con las corrientes. El
capitán Méhy y Daktair tomaban el fresco a bordo de un barco de
seis remeros, provisto de una vela blanca nueva.
–El alcalde de Tebas me ha nombrado adjunto al director del
laboratorio central -reveló Daktair-. Supongo que vuestra
intervención ha tenido algo que ver…
–Mi suegro te aprecia y no tiene la menor idea de tu
verdadera personalidad. ¿Cómo ha recibido la noticia el
director?
–Bastante mal. Es un hombre con experiencia, educado en
Karnak por científicos de la vieja escuela y que se contenta con
los conocimientos adquiridos. Me ha rogado encarecidamente que me
limite a los experimentos autorizados y no tome iniciativa alguna.
Estoy bajo vigilancia y no puedo actuar a mis
anchas.
–Paciencia, Daktair. Tu superior no vivirá
eternamente.
–No me parece que tenga problemas de salud.
–Ya, pero hay muchas maneras de deshacerse de un
obstáculo…
–No sé si os entiendo, capitán…
–No te hagas el ingenuo, Daktair. De momento, no levantes
polvareda; limítate a obedecer las consignas. ¿Por qué deseabas
verme en seguida?
–Gracias a mis contactos en palacio, me he enterado de que
Ramsés el Grande ha concedido una larga audiencia a Ramosis, el ex
escriba de la Tumba que hacía varios años que no salía de la aldea.
Ramosis no es un hombre desconfiado; ha revelado a un cortesano, un
viejo conocido, que el rey tiene grandes proyectos para el Lugar de
Verdad.
–¡Menuda novedad! En su última aparición oficial en Tebas,
Ramsés sermoneó al administrador de la orilla oeste, que solicitaba
el cierre de la aldea y la dispersión de los
artesanos.
–No deseo combatir contra Ramsés… ¡La lucha sería demasiado
desigual!
–Es sólo un anciano.
–¿Debo recordaros que es el faraón y el dueño del Lugar de
Verdad? No damos la talla, Méhy; abandonemos antes de que sea
demasiado tarde.
–¿Olvidas los secretos vitales que tanto deseas
conocer?
–No, claro que no, pero están fuera de mi
alcance.
–Te equivocas, Daktair, y te lo demostraré. Recuerda que.has
emprendido un camino y que ya no puedes dar marcha atrás. ¿Qué más
has sabido?
–El escriba Ramosis se alegra de que Nefer el Silencioso haya
sido admitido en la cofradía, pues está convencido de que éste
preservará su prestigio.
–Dicho de otro modo, le considera como uno de sus futuros
dirigentes.
–Es sólo la opinión de Ramosis -objetó el sabio-, pero lleva
el título de «escriba de Maat» y goza de la estima general. Me he
enterado también de otra cosa: Nefer está casado con Clara,
admitida en la cofradía al mismo tiempo que él.
Méhy contemplaba el Nilo, pensativo.
–Para debilitar el Lugar de Verdad, primero hay que
desacreditarlo -dijo-. Cuando su reputación haya sido pisoteada, ni
siquiera el rey podrá defenderlo. Y tenemos posibilidades de
conseguirlo.
–Habla, Obed, habla.
El herrero y el nuevo adjunto del alfarero estaban haciendo
un pulso en la forja, bajo la mirada de los demás
auxiliares.
–Soy el hombre más fuerte del Lugar de Verdad y seguiré
siéndolo -afirmó Obed.
–No malgastes tu energía.
El brazo de Ardiente era tan duro como una piedra. Obed no
lograba doblegarlo. Lenta, muy lentamente, el brazo del herrero
comenzó a inclinarse. Utilizando sus últimas fuerzas, consiguió
frenar, por unos instantes, el inexorable descenso. Pero la presión
fue demasiado intensa y el herrero acabó por ceder, soltando un
alarido.
Obed se secó la frente, empapada en sudor, con el dorso de la
mano izquierda. En cambio, la frente del joven coloso estaba
completamente seca.
–Hasta hoy nadie me había vencido. ¿Qué extraña energía corre
por tus venas?
–Te ha faltado concentración -consideró Ardiente-. Yo
produzco la fuerza que necesito según mis
necesidades.
–¡A veces me das miedo!
–Mientras seas mi amigo, no tienes nada que
temer.
Ardiente pasaba buena parte del día en la forja, donde Obed
le había enseñado a fabricar y reparar herramientas de metal. El
técnico no contaba sus horas, a diferencia de la mayoría de los
auxiliares, a quienes el muchacho no dejaba de
azuzar.
–No tienes muchos amigos -observó Obed-. Por lo general, el
jefe de los auxiliares procura no herir las susceptibilidades de
los unos y los otros, e intenta reducir al máximo la cadencia.
Beken el alfarero lo hacía a las mil maravillas… Desde tu
nombramiento, este lugar parece una colmena. Pero, según dicen, el
escriba de la Tumba, ese gruñón de Kenhir, está bastante
satisfecho.
–Pues entonces, me apoyará.
–¡De ningún modo! Es un tipo espantoso, desabrido y
autoritario. Debes evitarlo.
–¿Por qué fue elegido para el cargo?
–No lo sé… Fue voluntad del faraón, pero todos preferimos a
Ramosis, mucho más humano y generoso. Nos ofrece su generosidad sin
pedirnos nada a cambio, y cuando él ocupaba el cargo de escriba de
la Tumba reinaba la alegría. Con Kenhir, la atmósfera ha cambiado
mucho.
–¿Por qué no solicitas la admisión en la
cofradía?
–Soy demasiado viejo y me gusta mi oficio. Un herrero sólo
puede formar parte de los auxiliares.
–¿Y eso te parece justo?
–Son las leyes del Lugar de Verdad, y estoy satisfecho con mi
suerte. Si fueras razonable, harías como yo.
Ardiente salió de la forja para comprobar que se seguían las
instrucciones de Beken el alfarero. Sucedía así desde hacía varias
semanas y al muchacho comenzaba a gustarle una ingrata tarea que le
obligaba a velar por la calidad del agua, del pescado, de la carne,
de las legumbres, de la leña, de la ropa que los lavanderos
entregaban o de las vasijas.
Siguiendo la tradición, las distintas actividades de los
auxiliares eran más o menos intensas en función de los cuartos de
la luna. «Los del exterior», llamados también «los que portan»,
habían comprendido que el muchacho no demostraría indulgencia
alguna con los inútiles y los tramposos. Las mujeres que se
encargaban de recoger los frutos perdían menos tiempo en chácharas,
y los conductores se detenían con menos frecuencia para beber y
discutir en el camino a la aldea. Ardiente exigía más de los
pescadores y los hortelanos, que tendían a esforzarse lo mínimo, y
él mismo probaba los panes del panadero. Al principio había
rechazado los productos que no eran perfectos, a causa de una
harina no demasiado buena. Desde aquella intervención, el auxiliar
no había vuelto a cometer ese error, e incluso había elaborado
pasteles de miel y pasta de almendra, muy apreciados por los
artesanos.
Ardiente había acompañado a los pastores por las franjas de
tierra empapada, junto a las marismas, donde la hierba crecía
espesa y el ganado pastaba apaciblemente. Disfrutando de la
compañía de aquellos hombres rudos, el joven dormía en una choza de
caña, y escuchaba sus quejas; había comprendido su temor a los
cocodrilos y a los mosquitos, pero seguía mostrándose inflexible.
Pese a sus dificultades, no debían pasar el día tocando la flauta y
dormitando junto a los perros, sino que debían aprovisionar el
Lugar de Verdad de acuerdo con sus contratos. Tras los primeros
contactos, más bien acerbos, la simpatía había prevalecido y
Ardiente se había hecho escuchar.
Sin embargo, al dirigirse hacia la carnicería al aire libre,
el muchacho sabía que probablemente fracasaría con el
carnicero.
Des, el jefe carnicero, llevaba el pelo corto e iba ataviado
con un taparrabos de cuero, del que colgaban un cuchillo y una
piedra de amolar. Había dejado de trabajar, mientras sus ayudantes
desplumaban ocas y patos antes de vaciarlos, salarlos y colgarlos
de una larga pértiga o meterlos en conserva en grandes
jarras.
–Salud, Des. ¿Estás enfermo?
–Estoy descansando. ¿Te molesta?
–Esta mañana te han entregado una gacela y un buey. Las
marmitas están listas, sólo esperan los pedazos de carne que tú
debías cortar.
–Me duelen las manos.
–Enséñamelas.
–Ah, pero ¿eres médico?
–Enséñamelas de todos modos.
–Si quieres carne, córtala tú mismo.
Ardiente cogió el cuchillo de sílex de un asistente y cortó
la pata anterior izquierda del buey, de acuerdo con las
prescripciones rituales. De este modo, el animal sacrificado
ofrecía toda su energía a quienes lo consumían.
La sangre, que se recogía en un bol, era sana. Ardiente
introdujo la hoja en las junturas, cortó los tendones, seleccionó
los mejores trozos y los entregó a los cocineros. El hígado del
buey también sería un bocado exquisito.
–Soy menos hábil que tú, Des, pero la mesa de los artesanos
estará bien provista.
–Mejor para ellos.
El carnicero mascaba carne cruda.
–Ahora se impone una pregunta: ¿de qué sirves
tú?
Des miró al joven con rencor.
–¿Crees que me impresionas, chiquillo? Soy el jefe carnicero
y seguiré siéndolo. Tus órdenes o las del alfarero me importan un
bledo.
–¿Por qué vas a tener derecho a un trato de favor, Des?
Llevas demasiados años haciendo lo que quieres. Beken me ha dicho
que tú eres el cabecilla de los auxiliares. Vas a pasar por el aro
y servir correctamente al Lugar de Verdad.
Los ayudantes y los cocineros se marcharon. Conociendo el
carácter del jefe carnicero, temían lo peor y no deseaban ser
testigos del inevitable drama. Luego, tomarían partido por
Des.
El carnicero se levantó blandiendo su cuchillo. Era más bajo
y menos corpulento que Ardiente, pero sus antebrazos y sus bíceps
habrían aterrorizado a cualquier adversario.
–Arreglaremos esto limpiamente, muchacho. Te cortaré algunos
tendones y así ya no podrás caminar. Un impedido ya no nos
molestará.
Ardiente arrojó su cuchillo.
–¿Crees poder defenderte únicamente con las
manos?
Sobreexcitado, el carnicero se lanzó contra Ardiente,
dirigiendo la hoja del cuchillo hacia el vientre del muchacho, que
esquivó el ataque en el último instante. Des fue arrastrado por su
impulso y no tuvo tiempo de volverse antes del ataque de su
adversario, que le hizo una llave en el brazo, obligándole a soltar
el arma, y le apretó el cuello hasta cortarle la
respiración.
–Puedes elegir, Des: respetas las consignas como los demás o
te rompo el cuello. Un simple accidente de trabajo del que serías
por completo responsable.
–No… no te atreverás.
La presión aumentó.
–¡De acuerdo, de acuerdo!
–¿Me das tu palabra?
–Te la doy.
Liberado, el carnicero cayó de rodillas e inspiró,
golosamente, el aire que le faltaba.
–Tengo hambre -gritó Ardiente dirigiéndose a los carniceros-.
Que me sirvan un buen trozo de carne.
Abry no tenía valor para suicidarse. La mejor solución habría
sido huir para empezar una nueva vida en el extranjero, pero
abandonar el paraíso tebano estaba por encima de sus fuerzas. Sólo
le quedaba, pues, soportar su inexorable
decadencia.
–Señor, el capitán Méhy desea veros -le avisó su
intendente.
–No recibo a nadie.
–Insiste.
Harto, Abry accedió.
–Que se reúna conmigo en la sala de
recepción.
El administrador de la orilla oeste había pensado pintar la
estancia, pero tenía que renunciar a nuevos gastos. Con los
párpados agitados por un tic, recorrió la estancia de un lado a
otro.
Vestido a la última moda, con brazaletes en las muñecas y
excesivamente perfumado, el capitán Méhy avanzó con
arrogancia.
–Gracias por recibirme, Abry. Tenéis una mansión
preciosa.
–¿Venís, como un buitre, a saciaros con mis
despojos?
–Confidencialmente, no me gustaron los reproches del
rey.
Abry se quedó pasmado.
–¿No vais a decirme… que aprobáis mi
posición?
–Por supuesto, querido. Vuestros argumentos me parecieron muy
acertados.
Pasada su sorpresa, el administrador sintió desconfianza.
Aquel joven oficial podía ser un provocador.
–La palabra de Ramsés es sagrada.
–Naturalmente -reconoció Méhy-, pero ningún hombre es
infalible y nuestro amado soberano es, hoy en día, un anciano
demasiado anclado en el pasado. Aun venerando su grandeza, ¿no
debemos tener cierto espíritu crítico para preparar mejor el
porvenir?
Abry se inmovilizó.
–Lo que estáis diciendo es muy grave,
capitán.
–Como oficial, debo ser lúcido. En caso de conflicto, nuestro
ejército no estaría preparado para combatir, y Egipto podría ser
derrotado. Por ello propongo reformas que mis superiores estudian
con benevolencia. Como veis, mis intenciones no son, en absoluto,
destructivas.
Algo más tranquilo, Abry se sentó en un banco de
piedra.
–¿Os gusta el vino de dátiles con anís?
–Por supuesto.
El alto funcionario hizo que sirvieran vino a su huésped y se
instaló frente a él.
–¿Por qué debo confiar en vos, Méhy?
–Porque soy el único que os apoya en esta empresa. Sabéis que
acabo de casarme con la hija del tesorero principal de Tebas y que
mi influencia irá en aumento. ¿Por qué iba a interesarme por un
perdedor si no compartiera sus opiniones?
Abry solía dar durísimos golpes a sus adversarios. Hoy le
tocaba recibirlos.
–Mis días están contados… Ya no soy útil para
nadie.
–Os equivocáis, Abry. Mi suegro está de vuestro lado y,
sabiamente, ha ido destilando mensajes defendiendo que seáis
mantenido como administrador de la orilla oeste. Los rumores son
bastante reconfortantes.
–Ramsés, y sólo él, toma las decisiones.
–Pero conoce vuestras opiniones, ¿por qué iba a reemplazaros
por un dignatario de ideas inciertas? El rey se opuso firmemente a
vuestro programa, por lo que no podréis aplicarlo, y deberéis
limitaros a administrar vuestro sector como en el pasado, sin tocar
los privilegios de los artesanos.
–¿Lo… lo decís en serio?
–Ramsés es un hombre muy hábil, cuya autoridad nadie discute.
La orden que dio no puede ser transgredida y, puesto que teméis por
vuestro cargo, vos seréis el primero que vele por su estricta
aplicación. ¿Acaso no sois vos el más eficaz defensor del Lugar de
Verdad?
En su fuero interno, el administrador debió admitir que Méhy
no estaba equivocado.
–Conservaréis vuestro cargo y os ayudaré a fortalecer vuestra
posición -prometió el capitán.
–Nada es gratuito… ¿Qué deseáis a cambio?
–Lo mismo que vos: destruir el Lugar de
Verdad.
–No os comprendo… A mi modo de ver, hay que gravar con
impuestos a toda la población y no permitir que nadie deje de
pagarlos. Pero vos… ¿Cuáles son vuestros agravios?
–Frente al necesario proceso de modernización del país, esta
cofradía es una anomalía que debe desaparecer.
Abry sintió que su interlocutor le ocultaba sus verdaderos
motivos pero, en el fondo, no le importaba. ¿No era Méhy un
mensajero de buen augurio? Le proporcionaba esperanza y le ofrecía
un buen porvenir.
–No veo cómo puedo ayudaros. Acabáis de explicarme que mi
tarea consistirá en proteger la aldea de los artesanos de cualquier
agresión.
–Aparentemente, amigo, sólo aparentemente. Ni tasas ni
impuesto específico de momento, una actitud de fingida
benevolencia, una visible adhesión a la voluntad del rey, ésa es
vuestra línea de actuación oficial.
–¿Y… cuál será la otra?
–Ir zapando, poco a poco, los cimientos de la
cofradía.
–¡Pero eso supone correr considerables
riesgos!
–Menos de los que imagináis, Abry. Tranquilizaos: soy un
hombre muy prudente que sabe actuar en las sombras. Vos mismo
habéis aprendido que es recomendable golpear al enemigo por la
espalda y no afrontarlo a cara descubierta. Mis exigencias actuales
son muy simples: ¿aceptáis confiarme lo que sabéis sobre el Lugar
de Verdad?
–Poca cosa, sin embargo, se trata de informaciones
estrictamente confidenciales. Si os las comunico, me convierto en
vuestro cómplice.
–En mi cómplice, no; en mi aliado.
–¿Hasta dónde pensáis llegar, Méhy?
–¿Realmente deseáis saberlo?
La irrupción de la esposa del administrador interrumpió la
conversación. Alta, morena, estaba sobreexcitada.
–¿Por qué has abofeteado a la pequeña?
–Te presento al capitán Méhy. Te agradecería que no hablases
de nuestros asuntos de familia delante de él.
–¿Le has dicho que nos estás haciendo la vida imposible con
tus cóleras cada vez más frecuentes?
–¡Contente, querida!
–¡Estoy harta de contenerme! ¿Por qué tengo que seguir
sufriendo tus cambios de humor? ¡Que el capitán Méhy te enrole en
su regimiento y nos libere de tu presencia!
–La situación mejorará, te lo prometo.
–¿Acaso crees que un oficial te salvará el
pellejo?
–¿Por qué no? – preguntó Méhy.
La esposa de Abry contempló a su huésped con
desprecio.
–Pero ¿quién os habéis creído que sois? ¡Volved a vuestro
cuartel!
El administrador tomó a su mujer del brazo y la arrastró
hasta la puerta.
–Ve a calmar a tu hija y no sigas
molestando.
Ofendida, la mujer desapareció.
–Por culpa de Ramsés el Grande mi vida se ha convertido en un
infierno -reconoció el alto funcionario-. No lo
merecía.
–Un hombre de vuestra calidad no debe quedarse de brazos
cruzados ante tal injusticia -estimó Méhy.
Abry caminó, otra vez, de un lado para otro, presa de una
intensa reflexión que el capitán se guardó mucho de
interrumpir.
–No deseo saber hasta dónde queréis llegar realmente, Méhy, y
mi único objetivo es conservar mi puesto. Acepto informaros en la
medida de lo posible. Pero no me pidáis más.
–Temo decepcionaros -declaró el administrador de la orilla
oeste-. Aunque yo sea el alto funcionario mejor informado sobre el
Lugar de Verdad, soy incapaz de deciros lo que realmente ocurre
allí dentro.
–¿Quién lo dirige?
–Por lo que me concierne, el escriba de la Tumba, Kenhir,
sucedió a Ramosis, que ha decidido terminar su existencia en la
aldea.
–¿Por qué decís «por lo que me concierne»?
–Porque me sitúo en un plano estrictamente administrativo. En
caso de necesidad, mantengo correspondencia con el escriba de la
Tumba, y él me responde. Pero forzosamente existe una jerarquía
secreta controlada por los propios artesanos, que, sin duda, está
bajo las órdenes de un maestro de obras.
–¿E ignoráis su nombre?
–Sólo el faraón y el visir lo conocen. A pesar de múltiples
tentativas, nunca he conseguido saberlo.
–¿Cuántos artesanos hay en la cofradía?
–Para saberlo sería preciso entrar en la aldea u obtener una
respuesta fiable del escriba de la Tumba.
–¿Qué sabéis de las actividades concretas del Lugar de
Verdad?
–Su misión oficial consiste en excavar y decorar la morada de
eternidad del faraón reinante. Por orden de éste, uno o varios
artesanos pueden ser destinados a distintas obras para realizar
misiones puntuales.
–¿Es frecuente?
–Una vez más, sólo el escriba de la Tumba podría
responderos.
–Se afirma que el Lugar de Verdad es capaz de producir
oro…
–Es una vieja leyenda, en efecto, pero no debéis darle
crédito alguno. En realidad, esta cofradía goza de inaceptables
privilegios. Tiene una aldea entera, sólo da cuenta de sus trabajos
al faraón y al visir, dispone de su propio tribunal y la sirve una
cohorte de auxiliares. La situación es intolerable. No me cansaré
de repetirlo, una buena gestión consistiría en aumentar las tasas
año tras año.
Méhy estaba decepcionado. Como un alto funcionario miedoso,
Abry sólo se preocupaba de los beneficios y no tomaba iniciativa
alguna. Pero quedaba una pista para explorar.
–¿Qué sabéis de Kenhir?
–Ramosis no pudo tener hijos, pese a sus múltiples ofrendas a
las divinidades. Cuando admitió su infortunio, decidió adoptar un
hijo que fuera su sucesor. Eligió a Kenhir, y Ramsés le nombró
escriba de la Tumba en el año treinta y ocho de su reinado. Para
muchos fue una mala elección. Ramosis es un hombre generoso,
amable; Kenhir es un personaje odioso, un bocazas imbuido de su
superioridad intelectual, pero de gran competencia. Desde su
nombramiento no se le ha hecho ningún reproche
importante.
–¿Qué edad tiene?
–Cincuenta y dos años.
–Está, pues, al final de su carrera… Supongo que no le
disgustaría que su jubilación aumentara de modo
sustancial.
–¡Lo dudo! Como Ramosis, se limitará a terminar su vida
apaciblemente en la aldea.
–Ningún hombre se parece a otro, querido Abry; tal vez Kenhir
tenga inconfesables deseos que podríamos satisfacer. ¿Está
casado?
–No, que yo sepa.
–¿Dónde trabajaba antes de entrar en el Lugar de
Verdad?
–En una oscura oficina de la orilla oeste, donde Ramosis se
fijó en él.
–¿Podríais acercaros a él?
–No será tan fácil… Kenhir sale poco de la
aldea.
–Siempre encontraréis un pretexto para mantener una
entrevista con él.
–¿Y qué debo decirle?
–Ganaos su amistad y proponedle que participe en vuestra
gestión a cambio de una gratificación sustancial, por ejemplo, dos
vacas lecheras, algunas piezas de lino y una decena de jarras de
vino de primera calidad. Arregláoslas, luego, para ofrecerle más,
al tiempo que le sacáis toda la información
posible.
–¡Mucho pedís!
–No corréis el menor riesgo, Abry. Si Kenhir no es
incorruptible, morderá el anzuelo.
El administrador hizo una mueca.
–Y los regalos de los que habláis… Me será difícil tomarlos
de mis propios bienes.
–Tranquilizaos, amigo mío; yo me encargo de
eso.
Abry se sintió aliviado.
–En esas condiciones, acepto intentar la maniobra; aunque no
os prometo nada.
El capitán tuvo un breve acceso de desaliento. Con aliados
tan mediocres no sería fácil desvelar los secretos del Lugar de
Verdad; pero estaba al principio del camino y, poco a poco, iría
deshaciéndose de los incapaces. Abry, al menos, era fácil de
manipular.
–¿Ejercéis algún control sobre el trabajo que los artesanos
del Lugar de Verdad realizan en el exterior?
–Ninguno -deploró Abry-. He formulado varias protestas, pero
el visir hace caso omiso.
–¿Conocéis la naturaleza y el volumen de los géneros
entregados en la aldea?
–¡A los artesanos no les falta de nada! Agua en abundancia
cada día, carne, legumbres, aceite, ungüentos, ropa y qué sé yo. El
escriba de la Tumba se queja si hay retrasos o si la calidad de los
productos le parece insuficiente. Afortunadamente, desde hace algún
tiempo, Kenhir formula menos quejas.
–¿Por qué razón?
–El jefe de los auxiliares contrató como adjunto a un joven
coloso, Ardiente, que ha despabilado al equipo exterior que se
encarga de velar por el bienestar de la cofradía. Al parecer, el
muchacho tiene mano dura, y sabe hacer que le
obedezcan.
–¿No trabajó en una tenería?
–En efecto. Por lo que Sobek, el jefe de seguridad, me ha
contado, el tal Ardiente se presentó ante el tribunal del Lugar de
Verdad, pero fue rechazado. Sin embargo, le admitieron como
auxiliar, y tengo la impresión de que se está vengando en sus
camaradas.
El capitán recordó al muchacho que le había fabricado un
fuerte escudo. Aquel cabezota no se había presentado en el cuartel
para enrolarse. Hoy debía de estar amargado y
decepcionado.
–¿Quién nombra a los auxiliares?
–En teoría, el escriba de la Tumba, pero no se ocupa de cada
aguador, a diferencia del jefe Sobek y sus policías, que sólo dejan
pasar a la gente que conocen.
–Y el tal Sobek… ¿Qué clase de hombre es?
–Se le reprocha su propensión a la violencia y su falta de
diplomacia, pero da pruebas de tanta eficacia que permanecerá en el
cargo mucho tiempo.
–Un ascenso le apartaría del Lugar de
Verdad…
–El visir le aprecia mucho.
–Obtenedme un expediente completo del tal Sobek; forzosamente
debe de tener sus debilidades.
–¡Peligrosa gestión, capitán!
–Obtendréis beneficio de ella, querido. Estoy convencido de
que algunos cuencos cretenses de gran valor embellecerían vuestra
encantadora morada.
–Hace tiempo que sueño con ellos…
–Pues es un sueño que está a punto de hacerse realidad, y
habrá más si vuestra colaboración resulta eficaz. Una pregunta más:
cuando no están en misión oficial, ¿los artesanos se ven obligados
a permanecer enclaustrados en la aldea?
–No, tienen derecho a salir cuando lo desean y a ir a donde
les parezca. Algunos tienen familia en la orilla este y van a
visitarla.
–En cuanto uno de ellos se mueva,
indicádmelo.
–¡No será fácil! Cuando viajan, los miembros de la cofradía
no cumplen formalidad administrativa alguna. Pero haré lo que
pueda.
–Excelente -reconoció el muchacho-; haces progresos. ¿Qué has
preparado hoy?
–Barras y panes triangulares, pastas y
tortas.
–¿Estás contento con la harina?
–¡Nunca fue tan fina!
Satisfecho de su examen, Ardiente se alejó, dejando a sus
espaldas a un aliviado auxiliar. Entró luego en la cervecería,
donde unos panes de cebada medio cocidos maceraban el licor de
dátiles. El líquido obtenido sería filtrado con un tamiz y se
convertiría en una fuerte cerveza para los días de
fiesta.
–¿Te han entregado por fin el caldero que encargué? –
preguntó Ardiente al cervecero.
Éste pareció molesto. Le repugnaba denunciar a otro auxiliar
que sufriría las malas pulgas de Ardiente.
–Sí… Bueno, casi. Sólo hay un pequeño retraso, no es tan
grave.
Enojado, el muchacho pasó ante el taller del zapatero, que
agachó la cabeza, tomó un estrecho sendero pedregoso y se dirigió
hacia el aislado vallecillo donde trabajaba el calderero,
acuclillado ante un hogar compuesto por piedras pequeñas y
alimentado con carbón vegetal.
Con la piel dura como la de un cocodrilo, hediendo como un
pescado podrido, el auxiliar manejaba un fuelle de piel de cabra
cuya contera metálica colocaba en el fuego.
–¿Has olvidado mi encargo? – preguntó
Ardiente.
–Tú no eres el dueño aquí. He avisado a Beken, el alfarero,
de que debía desabollar dos calderos y restañar otro. Mi ayudante
está enfermo, no puedo trabajar más de prisa.
–No mientas. No hace mucho que has encendido el fuego.
Aprovechas tu aislamiento para papar moscas.
–¡Ve a molestar a otro! Tus reproches me importan un
bledo.
Ardiente levantó un caldero agujereado y lo arrojó al
guijarral. El calderero dio un respingo.
–¡Te has vuelto loco! ¿Sabes cuánto tiempo tardaré en
arreglarlo?
–Si te niegas a seguir las consignas, no dejaré intacto ni
uno solo de tus calderos y tendrás que deslomarte día y noche para
repararlos.
Furioso, el auxiliar atacó a Ardiente blandiendo su fuelle.
El joven le desarmó con facilidad y le hizo rodar por la
arena.
El calderero se levantó penosamente.
–¿Estás dispuesto a obedecer?
–De acuerdo, Ardiente… Tú ganas.
–Te felicito, Ardiente.
Sobek miraba de arriba abajo al joven coloso, que degustaba
un plato de habas picantes.
–No eres muy popular entre los auxiliares, pero te
respetan.
–Las órdenes las da Beken el alfarero.
–¡No me vengas con ésas, Ardiente! Sólo es un juguete en tus
manos. A tu edad, prometes… Como policía, serías
excelente.
–Te equivocas, Sobek. Me horrorizo sólo de
pensarlo.
–Ah, caramba… ¿Y qué crees ser? Das órdenes, controlas,
castigas… ¡Los auxiliares nunca habían sufrido semejante autoridad!
El escriba de la Tumba está encantado, y yo también. Incluso voy a
olvidar el pequeño desacuerdo que nos enfrentó. No se desloma a un
mocetón de tu temple… Te has vuelto demasiado valioso. Me hubiera
divertido ser el primero en imponerte un buen castigo, pero hay que
saber adaptarse a las circunstancias. No tardarás en convertirte en
el jefe de los auxiliares y tendremos que colaborar. Mis más
sinceras felicitaciones: has elegido el buen
camino.
Sobek se alejó, Ardiente dio el resto de su plato al
zapatero.
–¿Es… es para mí?
–Come, yo ya no tengo hambre.
–¿Tienes algo que reprocharme?
–Nada en absoluto.
–¡Los dos pares de sandalias que te prometí estarán
terminados esta noche!
–¡Así me gusta!
Ardiente entró en el taller de Beken el alfarero, que
despertó sobresaltado.
–Estaba rendido -explicó-. Ahora ya estoy mejor… Ahora mismo
vuelvo al trabajo.
–Si estás agotado, descansa.
–¿Qué estás diciendo?
–Tú eres el jefe de los auxiliares y tú
decides.
Beken no creía lo que estaba oyendo.
–¿Te burlas de mí?
–Sólo digo la verdad. Cumple la función que te ha sido
asignada y todo irá bien. No me preguntes nada
más.
–¿Ya no quieres encargarte de los
auxiliares?
–A cada cual su papel.
–Pero… ¿Qué vas a hacer?
Ardiente salió del taller sin responder. El jefe Sobek le
había enfrentado, bruscamente, a la realidad: para probar su valor
al tribunal del Lugar de Verdad, había caído en una trampa. Desde
que se consagraba a la organización del trabajo de los auxiliares,
Ardiente había olvidado dibujar y se había extraviado en tareas
secundarias que sólo habían satisfecho su vanidad. Se había
convertido en un tiranuelo y había dejado de lado su verdadero
objetivo.
Beken fue junto a él.
–¿Estás enojado con alguien?
–Sólo conmigo mismo.
–No te enfades… Hablaré con el escriba de la Tumba y te
propondré como jefe de los auxiliares. ¿Es eso lo que
deseas?
–Ya no.
–No te comprendo…
–Vuelve a tu taller, Beken. Ya nada tienes que temer de
mí.
–¿Me… me dejas en paz?
–Recupera tus prerrogativas.
Contento, el alfarero no insistió.
Ardiente se dirigió apresuradamente a la puerta de la aldea.
Desde que se había evadido de la cárcel familiar no había
progresado. Doblegándose ante las exigencias del Lugar de Verdad,
se había extraviado por un camino sin salida y no había explorado
su propia vida. Convertido en hombre del exterior, sólo podía
aspirar a reinar sobre los auxiliares, sin descubrir nunca los
secretos del dibujo y la pintura.
Ardiente rechazaba ese mediocre destino. Cuando el guardián
de la puerta norte vio que se acercaba, blandió su bastón.
¿Intentaría el joven coloso pasar por la fuerza? Pero Ardiente se
sentó a unos diez metros de la puerta y, meticulosamente, limpió el
terreno para obtener una superficie plana. Con un sílex dibujó en
la arena los muros de la aldea y el paisaje circundante. Cuando el
esbozo estuvo terminado, perfiló los trazos con un pedazo
puntiagudo de madera y se dejó absorber por su
obra.
Tranquilizado, el guardián volvió a sentarse sin dejar de
observar al dibujante, que trabajaba con sorprendente calma. Cuando
no estaba satisfecho de un detalle, lo borraba y volvía a
empezar.
Cuando llegó la hora del relevo, a las cuatro de la tarde,
Ardiente seguía dibujando. Y aún seguía haciéndolo en el siguiente
relevo, a las cuatro de la madrugada.
Cuando los auxiliares descargaron los asnos, echaron una
ojeada al soberbio dibujo, cada vez más vasto, aunque amenizado con
detalles de miniaturista. Nadie osó acercarse al muchacho,
indiferente al mundo exterior.
–La experiencia ha llegado a término, y podemos advertir el
resultado -declaró Kenhir, tan gruñón como de costumbre-. Neb el
Cumplido creía que Ardiente no aceptaría ser un auxiliar obediente,
apocado y dócil, y tenía razón; predijo que Ardiente se impondría
de un modo u otro, y también tenía razón, porque ese joven luchador
ha descubierto cierto número de holgazanes y ha devuelto el ardor a
sus colegas. Pero Neb el Cumplido se equivocaba al suponer que el
postulante olvidaría la llamada y se limitaría a ejercer su
autoridad sobre los hombres del exterior, Hace dos días y dos
noches que dibuja sin parar, limitándose a beber un poco de agua
que el guardián le ofrece. Podría haber tenido una reacción
violenta pero, en vez de ello, se empeña en mostrarnos sus dotes
con los escasos medios de que dispone. ¿No le toca, ahora, a esta
asamblea escuchar la llamada de Ardiente?
Ramosis aprobó, pero el jefe de equipo no soltó la
presa.
–Reconozco que me equivoqué en este último punto. Sin
embargo, está claro que la potencia setiana habita al muchacho y
que no se someterá a nuestras reglas. Sigo considerándole, pues, un
peligro para la cofradía y prefiero que se marche con su talento a
otra parte.
–Propusiste un plan y lo hemos llevado a cabo -objetó
Kenhir-. Ardiente no ha caído en la trampa que le habías tendido;
ahora debes ceder. No olvides que ninguna admisión es definitiva y
que un comportamiento indigno conduce a una degradación, a una
expulsión, incluso. Aunque admitamos al postulante entre nosotros
correremos un riesgo mínimo.
–Antes de pronunciarme de modo definitivo, solicito una nueva
audiencia de Ardiente ante este tribunal -declaró Neb el
Cumplido.
–¿Quieres seguirme? – preguntó el artesano al muchacho que,
por décima vez, dibujaba la puerta de la aldea buscando siempre una
mayor precisión en el trazo.
Ardiente se levantó.
No estaba en absoluto cansado, pero no sabía ya en qué mundo
se encontraba. El de los auxiliares ya no le interesaba; el del
Lugar de Verdad todavía resultaba inaccesible. Reducido a sí mismo,
se consumía en su propia llama. ¿Podía temer algo
peor?
Sin decir palabra, Ardiente siguió al artesano, que le
condujo hasta el tribunal. El joven se sentó con las piernas
cruzadas y no miró a sus jueces.
–¿No has cometido un abuso de poder al maltratar a algunos de
los auxiliares? – preguntó Neb el Cumplido.
–No me gustan los perezosos.
–Nadie te sugirió que tomaras medidas tan
radicales.
–No soy un hipócrita. No suelo actuar a
escondidas.
–¿Fue el alfarero quien te ordenó comportarte así? – preguntó
Ramosis.
–El alfarero es un hombre abúlico, apegado a sus privilegios
y que no tiene la intención de molestar a sus subordinados. Soy el
único responsable de mis iniciativas.
–¿Deseas ser el jefe de los auxiliares?
–¡Ése sería el peor de los destinos! Estar tan cerca del
Lugar de Verdad y no poder entrar…
–Y, sin embargo, tu cargo te estaba
gustando…
–Es cierto, me engañé a mí mismo como cualquier imbécil que
ejerza el poder. Estaba completamente embriagado, pero acabo de
despertar.
–¿Significa eso que te niegas a trabajar como auxiliar? –
intervino Neb el Cumplido.
–Vine aquí para aprender a dibujar. Lo demás no me
interesa.
–¿No crees que el camino comienza por la
obediencia?
–Lo importante es que la puerta se abra.
–¿Tu comportamiento justifica nuestra
indulgencia?
Ardiente soltó una lamentable sonrisa.
–No espero nada semejante, pero no tenéis derecho a dejarme
en la incertidumbre. Rechazadme o acogedme.
–¿Cuál sería tu reacción si te rechazáramos?
El muchacho tardó mucho rato en responder. – De todos modos,
os importa un bledo.
–¿Tienes nuevos argumentos para convencernos de que te
aceptemos entre nosotros?
–Sólo uno: escuché la llamada.
Un artesano condujo de nuevo a Ardiente ante la puerta
principal del Lugar de Verdad. El joven borró el gigantesco dibujo
con el pie. Esta vez iba a decidirse su destino. Si la cofradía le
rechazaba, no tendría ya posibilidad alguna de ver cumplido su
ideal. No tenía miedo, pero maldecía la suerte que le ponía a
merced de una pandilla de jueces, la mayoría de los cuales tenía la
mente estrecha. No le molestaba que fueran inflexibles e inhumanos,
pero ¿realmente eran capaces de percibir su deseo? Desde que se
había librado de la trampa de los auxiliares, Ardiente sentía de
nuevo, en su interior, el fuego que le había llevado hasta el
umbral de la aldea. Aquí y sólo aquí florecería su existencia. Si
le impedían cruzar el muro tras el que se hallaba el secreto que
quería conocer, ya nada tendría importancia para
él.
Sin embargo, no tenía sentido pensar en eso. Debía afrontar
la realidad, y la del momento no era sino esperar. Una espera que
duraría largas horas, tal vez varios días, y que no debía
menoscabar su empeño. Ardiente estaba convencido de que debía
imponer su voluntad al tribunal. Si ésta seguía intacta, por
fuerza, los jueces percibirían su intensidad.
El debate, iniciado por Kenhir, hacía ya dos horas que
duraba. Kenhir había exigido que la decisión fuese definitiva y que
cada uno de los jueces asumiera su plena y completa responsabilidad
argumentando el voto.
–Este muchacho no me inspira confianza alguna -declaró Neb el
Cumplido.
–¿Te da miedo su fuego setiano? – ironizó el escriba de la
Tumba.
–Quien no lo temiera sería un inconsciente. Como jefe de
equipo, no tengo derecho a poner en peligro la armonía de la
cofradía. Sigo pensando que Ardiente debe ir a buscar fortuna en
otra parte.
–Sabes muy bien que sólo el Lugar de Verdad le permitirá
desarrollar su vocación. ¿Tú, que te llamas Neb el Cumplido, le
negarás a un ser que ha escuchado la llamada la posibilidad de
realizarse?
El jefe de equipo quedó en evidencia, pero no
cedió.
–¿Y tú, que tan acerbo eres con los miembros de nuestra
cofradía, por qué te muestras tan solícito para con
Ardiente?
Kenhir reaccionó con dureza.
–¡No has entendido nada, Neb! No se trata de solicitud ni de
benevolencia, sino del superior interés del Lugar de Verdad. ¿Acaso
yo, que sólo soy el escriba de la Tumba, debo convenceros para que
aceptéis a un ser con semejante fuerza? ¿Es que no sois capaces de
canalizarla en fuerza creadora e integrarla en vuestro
trabajo?
El rostro del jefe de equipo se ensombreció.
–¡Vas demasiado lejos, Kenhir! Los artesanos reconocen tu
autoridad administrativa, pero no tienes derecho a inmiscuirte en
nuestro trabajo.
–No es ésa mi intención, Neb. Mi padre y maestro, el escriba
Ramosis, me hizo comprender la naturaleza y los límites de mi
función. Sin duda tienes razón, me he excedido. Te toca a ti y a
los demás artesanos que componen este tribunal tomar la decisión
definitiva. Sea cual sea ésta, yo la aceptaré.
Ramosis, el escriba de Maat, se expresó con
calma.
–El amor que siento por esta cofradía me impide influenciarla
valiéndome de mi edad y mi experiencia, pero debo recordaros que su
majestad nos recomendó examinar con lucidez el caso de Ardiente.
Que cada cual se exprese con serenidad.
Los artesanos procedieron a votar.
Pese a las numerosas reservas, todos estimaron que era
preciso ofrecer a Ardiente la oportunidad de ser dibujante, a
condición de que respetara escrupulosamente la regla de la cofradía
y se ajustara a las exigencias del aprendizaje. Quedaba por hablar
Neb el Cumplido, que había escuchado a sus subordinados con
atención.
–Esta asamblea ha llevado a cabo su reflexión -estimó-, y
cada uno de los jueces ha abierto su corazón sin dejarse llevar por
sus sentimientos. No me gusta el carácter de Ardiente, no creo que
sea capaz de percibir la importancia de
nuestro trabajo, pero debemos responder a su
llamada.
Uno tras otro fueron desfilando ante él sin mencionar el
menor hecho sospechoso. Sin embargo, Sobek seguía inquieto. Su
instinto le engañaba pocas veces y, desde hacía varios días, le
anunciaba la inminencia de un peligro. De modo que el responsable
de la seguridad del Lugar de Verdad había multiplicado las rondas,
a riesgo de disgustar a sus hombres, que no apreciaban demasiado
ese exceso de trabajo.
La ansiedad prácticamente le hacía olvidar el importante
acontecimiento que la aldea se disponía a vivir: la iniciación de
un nuevo adepto; y no de uno cualquiera. ¿Por qué el tribunal de
admisión había abierto las puertas de la cofradía al tal Ardiente
que, evidentemente, sembraría el caos en la aldea? Con la
arrolladora energía que habitaba en él, el joven no permanecería
mucho tiempo encerrado en la aldea y se negaría a obedecer las
órdenes de sus superiores, que se verían obligados a arrojarlo a
las filas de los auxiliares o a expulsarlo definitivamente. El
destino de Ardiente estaba escrito. Probablemente acabaría en la
cárcel o, en el peor de los casos, moriría en una brutal
pelea.
Un policía entró en el despacho, donde Sobek se disponía a
tumbarse en su estera para entregarse a un merecido
descanso.
–Es el cartero, jefe. Quiere veros
personalmente.
El funcionario acudía todos los días al puesto de guardia
principal del Lugar de Verdad. Allí entregaba la correspondencia
destinada a la cofradía y recogía las cartas de los artesanos y sus
familias, que se comunicaban así con el mundo exterior. El cartero
recogía también los informes oficiales que el escriba de la Tumba
dirigía al visir. En caso de necesidad o urgencia, un servicio
especial se ocupaba rápidamente de los mensajes.
–¿No puedes encargarte tú?
–Quiere veros a vos, jefe, y a nadie más.
–Bueno… que pase.
Uputy, el cartero, era un hombre alto de unos treinta años,
de robustos hombros y pantorrillas. De su bolsa, que contenía
algunos papiros más o menos usados, que se reutilizaban para
escribir cartas, sacó un fragmento de cerámica envuelto en una tela
de lino y lo puso sobre la mesa del jefe Sobek.
–Según el texto escrito en la tela con tinta roja, este
mensaje está destinado a ti, Sobek.
–¿Lo has leído?
–Sabes muy bien que no tengo derecho a
hacerlo.
Uputy era un funcionario considerado y bien pagado.
Detentador del bastón de Thot, que encarnaba la rectitud y la
precisión de su trabajo, tenía el deber de llevar las cartas en
buen estado hasta su destino, garantizando que sólo el destinatario
leería su contenido. El oficio era duro, ya que el palacio y los
servicios del visir exigían que sus directrices se transmitieran
con la mayor rapidez, y no faltaban los períodos de intensa
actividad. Uputy era consciente de la importancia de su tarea y se
sentía honrado por la confianza que le demostraban las más altas
autoridades.
–¿Debo esperar tu respuesta?
–Un momento.
Sobek desató el cordel de lino y leyó las pocas líneas que
estaban inscritas sobre el pequeño fragmento de calcáreo plano
cuidadosamente pulido.
Pasmado, el policía nubio releyó el increíble mensaje. No, no
era posible…
–¿Y bien, Sobek?
–Puedes marcharte, Uputy… No habrá
respuesta.
El jefe de la seguridad ya no tenía ganas de dormir. Una vez
más, su instinto no le había fallado: acababa de producirse una
catástrofe cuya magnitud podía barrer la aldea de los artesanos con
más violencia que la peor de las tormentas de
arena.
Nefer el Silencioso disfrutaba de su felicidad, hasta el
punto de sentirse algo aturdido. Tras haber escuchado la llamada,
había sido admitido en la cofradía del Lugar de Verdad, en compañía
de la mujer a la que amaba, Clara. Se estaba adaptando a las
costumbres de la aldea sin demasiadas dificultades, sobre todo por
la innata amabilidad de la muchacha, que lograba contener los
impulsos de agresividad contra los recién
llegados.
Además, dentro de unas horas, Ardiente vería realizado su
sueño. El hombre que le había salvado la vida, que le había
permitido encontrar a Maat y aprehender su grandeza se convertiría
en un hermano con el que participaría en la fabulosa aventura cuya
grandeza ya comenzaba a percibir. Con su entusiasmo y su pasión por
crear, Ardiente estaría a la altura de la misión que le sería
confiada.
Una existencia bajo el signo de la Gran Obra, un amor
resplandeciente, una regia amistad… Los dioses favorecían a Nefer
el Silencioso, quien nunca podría agradecérselo bastante. A cambio
de tantos beneficios, debería realizar sus tareas con el más
extremado rigor y puntualidad. El cielo y la tierra le colmaban de
gozos porque había escuchado la llamada y porque había respondido a
ella. Su misión era saber utilizarlos correctamente, mostrándose
digno del camino que debía recorrer.
Cuando se disponía a partir hacia el taller de escultura,
Clara le mostró la carta que acababan de traerle. Por su
entristecida mirada, Nefer comprendió que se trataba de una mala
noticia.
–Mi padre está muy enfermo -reveló-; el médico teme un fatal
desenlace. Según el mensaje que ha redactado, papá desea vernos a
ambos lo antes posible.
Nefer se dirigió en seguida al jefe de equipo para indicarle
el motivo de su ausencia, que se consignaría en el registro que
llevaba el escriba de la Tumba.
La pareja no cogió equipaje, y salió de la aldea por la
puerta secundaria para tomar el sendero que desembocaba en las
cercanías del templo de millones de años de Ramsés el
Grande.
–Te noto contrariado -le dijo Clara a su marido-. Temes no
regresar a tiempo para asistir a la iniciación de Ardiente, ¿no es
cierto?
–Así es.
–En cuanto hayas visto a mi padre, regresarás a la aldea y yo
me quedaré a su lado tanto tiempo como haga falta.
–Yo también.
–No, tú debes estar presente cuando tu amigo se convierta en
servidor del Lugar de Verdad.
Los policías del puesto de guardia del Ramesseum les
preguntaron sus nombres y les dejaron pasar sin otra formalidad.
Nefer y Clara eran conocidos por las autoridades como miembros de
la cofradía.
Circulaban libremente por el territorio del Lugar de Verdad y
salían de él a su antojo.
La pareja caminó rápidamente hasta la zona de los cultivos,
atravesó un campo de alfalfa, flanqueó un mercadillo y se dirigió
hacia la orilla, donde una barcaza se
disponía a cruzar.
Mezclados con los demás viajeros, campesinos que se dirigían
a Tebas para vender legumbres, intercambiaron algunas trivialidades
sobre la estabilidad de los precios, la prosperidad del país y la
generosidad del Nilo. Nadie podía sospechar que procedían de la
aldea más secreta de Egipto.
Pese a su inquietud, Clara consiguió poner buena cara y
llegó, incluso, a consolar a una madre de familia cuya hija tenía
fiebre.
En cuanto la barcaza atracó en la
orilla este, Nefer y su esposa saltaron a la ribera y se
encaminaron hacia el domicilio del empresario de la construcción.
Cuando estaban todavía a una buena distancia, Negrote corrió hacia ellos. Saltando del uno al
otro, les lamió el rostro. En sus ojos color avellana había una
intensa alegría.
–Vamos, Negrote -dijo Clara-. Tenemos
prisa.
De pronto, el perro negro gruñó y enseñó los dientes a un
grupo de policías que se acercaba a la pareja. Sobek iba a la
cabeza.
–¿Qué ocurre? – preguntó la muchacha.
–Tranquilizaos, vuestro padre está bien. La carta que habéis
recibido la escribí yo y no un médico.
–Pero… ¿Por qué razón?
–No tenía otro medio para hacer que vuestro marido saliera de
la aldea. Varios testigos asegurarán que ha acudido libremente a la
orilla este.
–¿Cuál es el motivo de esta estratagema,
Sobek?
–La justicia.
–¡Explicaos, os lo ruego!
–Nefer está detenido. Le acusan de haber matado a uno de mis
hombres, perteneciente al equipo de vigilancia nocturna del Valle
de los Reyes.
Con motivo de su aniversario, el alcalde de Tebas había
ofrecido una grandiosa recepción en los jardines de su mansión,
donde se apretujaban los notables de la ciudad del dios Amón. Con
el rostro floreciente y el verbo elevado, saludaba a sus huéspedes
con la seguridad de un táctico que acabase de ahogar a una
peligrosa facción.
–¡Qué elegancia, mi querido Méhy! Esa camisa plisada de manga
larga, esa túnica de inmaculada blancura, esas sandalias de corte
perfecto… Si no estuvierais casado, muchas jovencitas intentarían
seduciros.
–Resistiré la tentación.
–Entre nosotros, Serketa debe de saber satisfacer a un
hombre, ¿no?
–No podría mentir al alcalde de Tebas, cuya experiencia se
reconoce unánimemente.
–¡Me gustáis, Méhy! Supongo que, para vos, el ejército es
sólo una etapa.
–Cuando haya terminado la reforma que acabo de iniciar,
quisiera colaborar más estrechamente en la administración de
nuestra magnífica ciudad.
–Legítima y loable ambición -consideró el alcalde-, pero no
olvidéis que Tebas es sólo la tercera ciudad del país, por detrás
de Menfis y de nuestra nueva capital, Pi-Ramsés. Aquí gustamos de
la tranquilidad y las tradiciones.
–Bueno, ¿acaso no es ésa la más prudente de las
políticas?
–¡Excelente, Méhy! Creo que llegaréis muy
lejos.
–Le debo mucho a mi querido suegro, mi principal tema de
preocupación.
El alcalde se extrañó.
–¿Mosis tiene problemas?
–Entre nosotros, su salud está empeorando.
–Pues a mí me parece que está muy en forma…
–En efecto, se diría que goza de gran vitalidad, pero su
cabeza, en cambio… En estos últimos tiempos le he rogado, con
miramientos, que revocara algunas decisiones absolutamente
aberrantes. De momento lo acepta, reconoce sus errores y se
pregunta qué demonios le está ocurriendo, pero ¿qué sucederá
mañana? Sus ausencias son cada vez más frecuentes… Pero creo que no
debería hablaros de esto.
–Al contrario, Méhy, al contrario. Debéis mantenerme al
corriente y seguir interviniendo para evitar una catástrofe. Si la
situación empeorara, avisadme en seguida. Esta velada está siendo
un éxito, pero ésta es ya la segunda mala noticia que recibo
hoy.
–¿Puedo preguntaros cuál ha sido la primera?
–Un asunto muy molesto… Un joven artesano, Nefer, que acaba
de entrar en la cofradía del Lugar de Verdad, ha sido acusado de
asesinar a un policía que estaba bajo las órdenes del jefe Sobek.
Éste creyó que se trataba de un accidente, pero los nuevos hechos
le han convencido de que ha sido un acto criminal.
–¿Y el tal Nefer no será juzgado por el tribunal del Lugar de
Verdad?
–No, porque ha sido detenido en la orilla este, cuando iba a
visitar a su suegro. Si se hubiera quedado en la aldea, no
habríamos podido echarle mano. El proceso va a hacer mucho
ruido.
–¿Y no puede eso perjudicar la reputación de los
artesanos?
–¡La supervivencia de la aldea está en juego! Si la cofradía
alberga a criminales, debe ser disuelta. El administrador de la
orilla oeste estará encantado… La condena de Nefer demostrará a
Ramsés que el Lugar de Verdad es más peligroso que útil. Se
defenderá con uñas y dientes, claro está… y tal vez me vea obligado
a utilizar el ejército, es decir, a vuestro ejército, para proceder
a una evacuación en toda regla.
–Estoy a vuestra disposición.
–Lo recordaré… Nos veremos muy pronto… Divertíos,
Méhy.
El alcalde dejó que el oficial superior saboreara su primera
gran victoria y entabló conversación con un rico
terrateniente.
La carta anónima que había enviado a Sobek donde denunciaba a
Nefer producía los efectos esperados. Así, el crimen que había
cometido le prestaba inestimables servicios. Probablemente, el
joven sería condenado a la pena capital y la cofradía sería
disuelta. Méhy ocuparía la aldea el tiempo necesario para
registrarla de cabo a rabo y se apoderaría de sus tesoros. Bajo la
tapadera de una misión oficial conseguiría, pues, sus fines en el
marco de la legalidad..
Ardiente estaba sentado en el suelo de tierra batida de una
pequeña estancia con los muros encalados. No sabía si era de día o
de noche, porque no había ventanas. Le daban de comer y de beber
sin decirle una palabra.
La puerta de la pequeña habitación no estaba cerrada, de
manera que podría haber salido. Pero sentía que aquella falsa
libertad ocultaba una nueva trampa y que no tenía más remedio que
esperar la sentencia del tribunal. Él, generalmente tan fogoso e
impaciente, no se rebelaba contra aquella prueba que le parecía
indispensable. Le permitía vivir unas horas fuera del tiempo,
conocer un descanso del cuerpo y del alma que creía inaccesible.
Ardiente ya no era el dueño de su destino, por lo que se desprendía
de él y se alimentaba de ese apaciguador vacío en el que nada
sucedía.
Mientras no le anunciaran la decisión postrera, no estaría
vivo ni muerto. Aquí, en el territorio secreto del Lugar de Verdad,
ya no era un profano, pero tal vez nunca fuera un miembro de la
cofradía. Su pasado había desaparecido, su porvenir no existía
aún.
Independientemente del resultado de aquel combate sin
adversario, Ardiente había descubierto un mundo que le sorprendía.
Sus habituales puntos de orientación habían desaparecido, se
esfumaban los límites y otro horizonte se perfilaba ante él. Pero
era sólo una sombra sin consistencia, como él mismo, cuya fuerza y
cuyo deseo ya no servían para nada.
El muchacho estaba convencido de que todos los miembros de la
cofradía habían permanecido en aquel lugar y que habían esperado,
como él, un veredicto inapelable. Ninguno de ellos había obtenido
privilegio, fueran cuales fuesen sus cualidades y su competencia, y
el hecho de haber pasado por la misma prueba, en las mismas
condiciones, debía unirles como hermanos que compartían el mismo
ideal.
La puerta se abrió.
El artesano no traía pan ni jarra.
–Ven conmigo, Ardiente.
Al joven coloso le hubiera gustado pasar interminables
jornadas en aquel lugar apacible, lejos de todo. Se levantó muy
lentamente, como si dudara en seguir a su guía.
–¿Renuncias a solicitar tu admisión en la cofradía? –
preguntó el artesano.
–Llévame a donde debo ir.
Tomaron el camino del templo, ante el que se hallaba el
tribunal de admisión.
Los rostros de los jueces eran impasibles, salvo el del viejo
escriba Ramosis, que parecía sonreír.
Pero Ardiente prefirió ignorarlo, y se detuvo ante Kenhir, el
escriba de la Tumba.
Su corazón latía a toda prisa.
Por primera vez en su vida, la angustia le impedía respirar.
Y entonces pensó en correr hasta el extremo de la Tierra para no
oír las palabras que iban a ser pronunciadas.
–Este tribunal ha tomado una decisión -dijo Kenhir con
gravedad-, y es irrevocable. Su majestad el faraón, dueño supremo
del Lugar de Verdad, la ha aprobado, y será registrada en el
despacho del visir. Ardiente, creemos que realmente escuchaste la
llamada, así pues, serás admitido en esta
cofradía.
¿Estaba el escriba dirigiéndose a él? De pronto, un nuevo
ardor corrió por sus venas y sintió deseos de besar a Kenhir, el
Gruñón.
–Por desgracia -prosiguió éste-, nos vemos obligados a
diferir tu iniciación. No eres tú el cuestionado, sino la cofradía
en su conjunto, dada la desgracia que ha recaído sobre la
aldea.
–¿Qué desgracia?
–La acusación de asesinato que pesa sobre Nefer el
Silencioso.
–¿Silencioso, un asesino? ¡Eso es absurdo!
–Ésa es nuestra opinión, pero debemos consagrar nuestras
energías a conseguir su absolución. Cuando la paz reine de nuevo
entre nosotros, recibirás tu nuevo nombre y descubrirás los
primeros misterios del Lugar de Verdad.
Desde el arresto de Nefer el Silencioso, Méhy se había puesto
en contacto con decenas de personas para hacer circular un falso
rumor. Estaban los malevolentes por naturaleza, que se apoderaban
de él con avidez y lo propagaban a la velocidad del viento; los
imbéciles, que lo repetían sin comprender, y los charlatanes,
contentos al poder sobresalir haciendo circular una información
que, según afirmaban, eran los únicos que la
poseían.
Gracias a estos contactos, Méhy conseguía moldear a su gusto
el pensamiento de los demás y transformaba el rumor en realidad.
Nefer el Silencioso aparecía ya ante la opinión pública como un
temible criminal, autor de varios asesinatos, y el Lugar de Verdad,
como un cubil de bandidos que gozaban de intolerables
privilegios.
Sólo Ramsés el Grande habría podido cambiar la situación con
una sola palabra. Pero el faraón no se hallaba por encima de Maat,
y no tenía derecho a intervenir en un proceso judicial. Éste era el
precio de la salvaguarda de la felicidad y la coherencia de Egipto.
Nefer había sido acusado y debía ser juzgado.
Como los vínculos entre el Lugar de Verdad y el visir eran
demasiado estrechos, éste no presidiría la audiencia preliminar
destinada a formar la acusación, sino que lo haría el decano del
tribunal de justicia, un anciano estrictamente apegado al
procedimiento. Méhy no necesitaba comprarlo, puesto que, ante la
gravedad de los hechos, forzosamente decretaría la comparecencia de
Nefer ante un jurado.
En aquel momento, la intervención secreta de Méhy sería
decisiva. En primer lugar, era preciso imponer a Abry, el
administrador de la orilla oeste, como jurado, y hacerle propagar
nuevas calumnias sobre la cofradía, para ensuciar más aún su nombre
y hacerla todavía más detestable ante los ojos del pueblo; y, en
segundo lugar, había que asegurarse el voto de la mayoría del
jurado para conseguir que Nefer fuera condenado a muerte,
presentado como un asesino de sangre fría, una verdadera bestia
feroz desprovista de cualquier humanidad, de cuya educación se
habían encargado artesanos tan crueles como él.
De este modo, la aldea habría caído en la
trampa.
Méhy palpó el trasero de Serketa.
–Esta yegua me pertenece, ¿no es cierto?
Ella se acurrucó contra él.
–Sí, soy tuya… Hazme otra vez el amor.
–¡Eres insaciable!
–Yo creo que es natural, ya que tengo la suerte de tener un
marido infatigable.
–Me preocupa tu padre, Serketa.
–¿Ah, sí… pero por qué?
–Está perdiendo la cabeza.
–Pues yo no me he dado cuenta.
–Porque no trabajas con él. A mí me ha advertido de ello el
alcalde de Tebas en persona. Durante una importante reunión, tu
padre farfulló palabras incomprensibles, se equivocó en la
exposición contable y, luego, permaneció largo rato postrado. Por
mi parte, en los últimos días, he asistido a incidentes de la misma
naturaleza, e incluso más graves. Naturalmente, no he dicho nada al
alcalde y he intentado disipar sus temores. Por desgracia, tu padre
se niega a admitir la realidad. Cuando sale de sus crisis no
recuerda nada y se niega a admitir sus ausencias.
–¿Qué deberíamos hacer?
–Informa a su médico y pídele que piense en un tratamiento,
sin contrariar a tu padre. Y si sólo fuera por esta angustiosa
enfermedad…
Serketa se sentó al borde de la cama.
–¿Qué ocurre?
–No sé si decírtelo.
–Soy tu mujer, Méhy; y quiero saberlo todo.
–Es tan horrible…
–¡Habla, te lo pido!
–Puedes sentirte decepcionada y herida,
querida.
Méhy habló en voz baja, como si temiera ser
oído.
–Tu padre estaba visitando una propiedad, para revisar su
tasación, y me había llevado consigo para enseñarme algunos
detalles técnicos. De pronto, se arrojó sobre una niña e intentó
violarla. Aunque sea mucho más robusto que él, tuve muchas
dificultades para dominarle. Por fortuna, evité lo peor. Luego,
cuando volvió en sí, no recordaba esa atroz
escena.
–¿Hubo… testigos?
–La madre de la pequeña.
–¡Presentará una denuncia!
–Tranquilízate, la disuadí de hacerlo explicándole la
situación y ofreciéndole una vaca lechera y cuatro sacos de espelta
para que olvidara la tragedia. Pero yo no puedo estar siempre junto
a tu padre y temo que vuelva a hacerlo.
Serketa estaba al borde de un ataque de
nervios.
–Perderemos nuestra reputación, nuestros
bienes…
–Te amo por ti misma, querida. Preocúpate sólo por la salud
de tu padre.
Serketa lo veía claro: debía hacer que la fortuna familiar
fuera transferida a su matrimonio y no permitir que la administrara
un enfermo mental. Cuando la locura ganara terreno, su padre
firmaría cualquier documento y dilapidaría su herencia. Ahora bien,
la joven no soportaba la idea de ser pobre. Afortunadamente, se
había casado con Méhy, cuya lucidez la salvaría de ese
peligro.
–¿Puedes hacer que vigilen a mi padre
permanentemente?
–No, yo…
–Ordena que tus soldados velen discretamente por su
seguridad. Si va a cometer un acto reprensible, que intervengan
inmediatamente y sólo te informen a ti.
–Pero eso sería excederme en mis funciones
y…
–¡Hazlo por nosotros, Méhy! Nuestro porvenir está en
juego.
El capitán fingió reflexionar, aunque ya había propuesto esta
solución al alcalde, que la había aceptado.
–Si mis superiores se enteran, sufriré graves sanciones por
abuso de poder, pero correré el riesgo por ti, amor
mío.
Serketa besó el torso de su marido.
–No lo lamentarás… Y no permaneceré de brazos
cruzados.
–Sobre todo, habla con su médico.
–Claro está… Pero consultaré también a nuestros juristas.
Como hija única, debo proteger el patrimonio familiar. Y mi
verdadera familia, hoy, eres tú y nuestros futuros
hijos.
Méhy la obligó a tenderse de espaldas y la cubrió con todo el
peso de su cuerpo.
–¿Cuántos quieres?
–Cuatro, cinco…
–¿No será excesivo para una mujer de tu
calidad?
–Quiero varios muchachos. Se parecerán a ti y así tendré la
impresión de tenerte siempre a mi lado.
–Realmente no puedes vivir sin mí, cariño…
Incapaz de sentir placer, a Serketa le importaban un bledo
las proezas de su esposo, un amante más bien mediocre pero que, sin
embargo, era un marido ideal, ambicioso y ávido de poder. Gracias a
él, preservaría su fortuna y lograría, incluso, aumentarla, a
condición de librarse de un padre que, de molesto, pasaba a ser
peligroso.
Para manipular a Méhy bastaba con halagarle y hacerle creer
que era su dueño omnipotente. Comportándose como una hembra en celo
y una idiota encantadora, apenas buena para ser mostrada en las
recepciones del brazo de su resplandeciente señor, Serketa
alimentaría la gran opinión que Méhy tenía de sí mismo y se
encargaría, en la sombra, de acumular el máximo de bienes. ¿Acaso
el objeto de la vida no era tener cada vez más?
–¡Me ayudasteis a obtener el puesto que deseaba, Méhy, pero
me veo reducido a ser una mera comparsa! El director del
laboratorio central es un viejo sacerdote estúpido, incapaz de
comprender las perspectivas que ofrece la ciencia. Rechaza
cualquier innovación, cualquier experimentación y me obliga a
clasificar expedientes.
–Tomad un poco más de oca asada, querido. ¿No creéis que mi
cocinero es un verdadero artista?
–Sí, pero…
–Creía que un sabio de vuestra envergadura iba a mostrarse
mucho más paciente.
–Comprendedme… ¡Tengo centenares de proyectos por realizar y,
en cambio, tengo las manos atadas!
–No por mucho tiempo, Daktair.
El sabio se palpó la barba con la yema de los
dedos.
–No tengo la impresión de que las cosas evolucionen a mi
favor.
–¡Os equivocáis! Mis buenas relaciones con el alcalde de
Tebas no dejan de fortalecerse, y mi influencia aumenta día tras
día. Vuestro actual director no ocupará el cargo por mucho tiempo y
vos le sucederéis.
Daktair clavó sus dientes en un muslo perfectamente
asado.
–Este proceso que pone en entredicho el Lugar de Verdad… ¿Va
en serio?
–¡Totalmente, amigo mío! Gracias al abominable crimen
cometido por Nefer, nos libraremos antes de lo previsto de esa
maldita cofradía. Los artesanos serán dispersados y me encargarán
que registre la aldea de cabo a rabo. Naturalmente, vos me
ayudaréis como experto.
Los ojillos de Daktair brillaron de
excitación.
–Pero… ¡La sentencia no ha sido dictada
todavía!
–La justicia egipcia es muy severa y dictará graves penas,
tanto contra el asesino como contra quienes lo protegieron. ¿No es
esta cofradía una asociación de malhechores? Prohibirla parecerá la
mejor solución.
Obed el herrero había recibido a un Ardiente tan
sobreexcitado que trabajaba, ininterrumpidamente, desde hacía ocho
horas. El muchacho había propuesto al escriba de la Tumba formar un
comando, con dos o tres robustos artesanos, ir a liberar a Nefer y
devolverlo a la aldea para dejarlo fuera del alcance de la policía,
pero Kenhir se había negado rotundamente. A la espera de su
iniciación, Ardiente debía regresar entre los auxiliares y serles
de utilidad.
–¿Te han aceptado, entonces? – preguntó el herrero, que
examinaba satisfecho los cinceles de cobre fabricados por su
compañero de un día.
–Espero que no dejen de cumplir su palabra.
–No es su estilo… Pero este caso criminal es un golpe bajo
contra la cofradía.
–¡Silencioso es inocente!
–De todos modos, será condenado por asesinato. Seguro que el
jefe Sobek tiene pruebas.
–Yo sólo me pregunto una cosa: ¿quién odia a mi amigo hasta
el punto de arrastrarlo por el fango y destrozar su vida de esta
forma?
–Deberías olvidar esta sucia historia, Ardiente, y trabajar
conmigo. Te gusta la forja, y tienes dotes para trabajar en ella.
No te encierres en esa aldea, cuyos días están
contados.
–¿Qué quieres decir?
–Si condenan a Nefer, también condenarán a la cofradía. Se
abrirá una exhaustiva investigación de cada uno de sus miembros,
para establecer eventuales complicidades, se interrumpirán las
obras, los artesanos serán dispersados por los distintos templos
tebanos, y será el fin del Lugar de Verdad.
–¿Y mi iniciación?
–Nunca se celebrará.
El muchacho apretó los puños con rabia.
–Y todo por culpa de esta turbia historia…
–¿Conoces bien a Nefer? – preguntó el
herrero.
–Es mi amigo.
–¡Eso no basta para absolverle! En el fondo, no sabes casi
nada de él ni de su pasado. ¿En qué hombre se convirtió durante su
largo viaje? En Nubia tuvo que enfrentarse forzosamente con la
violencia y, sin duda, aprendió a matar. ¿No habrá vuelto a Tebas
para enriquecerse? En la aldea oyó hablar de las riquezas
depositadas en las tumbas de los faraones durante sus funerales.
¿No habrá pensado en apoderarse de ellas?
–¡Lo que estás diciendo es terrible!
–No es el primero a quien se le ha ocurrido la idea y no será
el último. Y él estaba mejor situado que nadie para ponerla en
práctica. Por esta razón merodeaba, por la noche, por las colinas
que dominan el Valle de los Reyes… Pero ignoraba que Sobek había
sido nombrado jefe de la seguridad y que había dispuesto un nuevo
sistema de vigilancia. Un guardia le sorprendió, Silencioso le mató
y no encontró mejor refugio que la propia aldea para escapar de la
policía. Subestimó la tozudez de Sobek, que prosiguió la
investigación y finalmente le identificó.
–¡Es una historia estúpida, Obed!
–La repetirán en el tribunal, ya verás. Los hechos encajan
demasiado bien unos con otros como para no resultar
creíbles.
–¡Pero eso no quiere decir que sea verdad!
–El asunto huele mal: ni Nefer ni la cofradía saldrán
indemnes. Sigue mis consejos y distánciate de
ellos.
–Los artesanos están atados de pies y manos, pero ni tú ni yo
pertenecemos a la cofradía. Si intentara un golpe de fuerza,
¿estarías dispuesto a ayudarme?
–¡De ningún modo! No tendríamos ninguna oportunidad, y no
estoy dispuesto a perder mi trabajo. Nefer está en la cárcel y
nadie le sacará de allí.
–¿Viven todavía los padres de Clara?
–Sólo su padre.
–¿En qué trabaja?
–Es empresario de la construcción. Es un hombre competente,
de excelente reputación.
Gracias a las indicaciones de Obed el herrero, Ardiente no
tuvo dificultad alguna en encontrar el domicilio del padre de
Clara. Para el joven, no cabía duda: el culpable era él. No había
soportado la marcha de su hija y se había vengado de Nefer
proporcionando al jefe Sobek pruebas falsas para acusar al
seductor. Sintiéndose abandonado y traicionado, el empresario había
decidido destruir a la pareja que se le escapaba al retirarse a la
aldea.
Por las buenas o por las malas, Ardiente le arrastraría ante
el tribunal, para que confesara su fechoría y dejara libre a Nefer
de cualquier sospecha. ¡El asunto quedaría arreglado en
seguida!
La mañana estaba tocando a su fin, y la gente regresaba del
mercado. El muchacho entró en la casa, cuya puerta estaba
abierta.
Un perro negro le cerró el paso.
–Tranquilo, amigo… No voy a hacerte ningún
daño.
De pie frente a él, el perro gruñía y le enseñaba los
dientes. Si Ardiente avanzaba, le atacaría.
El coloso podría haberle roto el cuello, pero el valeroso
guardián le caía simpático, y Ardiente se puso de rodillas para
mirarle a los ojos.
–Ven aquí, no soy tu enemigo.
Dubitativo, el perro negro inclinó la cabeza como si quisiera
examinar al intruso desde otro ángulo.
–Acércate, no te morderé.
Clara apareció en lo alto de la escalera que conducía al piso
superior.
–Ardiente… ¿Qué estás haciendo aquí?
El muchacho se levantó.
–¿Puedo tocarlo?
–Es un amigo, Negrote. Puedes
acariciarlo sin temor.
El perro dejó de gruñir y aceptó que Ardiente le acariciara
la cabeza.
–Clara… Lo sé todo. Ha sido tu padre, ¿no es
cierto?
–¿Mi padre? ¡No te comprendo!
–No aceptó tu boda y denunció a Silencioso a la policía. Debe
confesar.
La joven esbozó una triste sonrisa.
–Te equivocas, Ardiente. Esta desgracia ha hecho que mi padre
caiga enfermo, muy enfermo. Aunque mi marcha le apenó, sintió un
gran orgullo al verme casada con un servidor del Lugar de Verdad,
donde se revelan secretos del oficio a los que él no tuvo acceso.
Cuando le comuniqué el arresto de Nefer, su corazón se
debilitó.
–Está…
–Aún vive, pero presiento que la muerte está muy
cerca.