Toda la ciudad de Tebas estaba agitada, pues el rumor se había confirmado: Ramsés el Grande llegaba desde su capital del Delta, Pi-Ramsés, para residir durante unas semanas en su palacio de Karnak. Algunos cortesanos estimaban que se trataba de unas simples vacaciones, tal vez de un retiro en el recinto cerrado. Otros, que el viejo monarca anunciaría cambios importantes.


Ramsés el Grande iba a cumplir ochenta años, y hacía cincuenta y siete que reinaba en Egipto. En el año veintiuno había firmado un tratado con los hititas para iniciar una era de paz y prosperidad que permanecería en la memoria de la humanidad. Pero la desgracia le había herido varias veces, cuando su padre Seti, su madre Tuya y su adorada esposa, la gran esposa real Nefertari, habían desaparecido. Algunos de sus amigos íntimos habían abandonado la tierra de los vivos y, dos años antes, Kha, el hijo letrado y sabio que debería haberle sucedido, había entrado también en los paraísos del más allá. Le tocaría, pues, a su otro hijo, Merenptah, asumir la pesada tarea.

Dada su avanzada edad y su doloroso reumatismo, Ramsés dejaba ya a Merenptah al cuidado de la administración de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, pero él era quien firmaba los decretos reales redactados por el fiel escriba Ameni, cada vez más cascarrabias pero tan trabajador como siempre.

Según el pueblo egipcio, gracias al faraón, la verdad reinaba sobre la mentira, los malhechores eran vencidos, las lluvias caían cuando era necesario y las tinieblas retrocedían ante la luz. ¿Acaso el rey no poseía millones de oídos que le permitían escuchar las palabras de todos los seres, aunque estuvieran ocultos en el fondo de una caverna, y no eran sus ojos más luminosos que las estrellas? Canal que regularizaba el caudal del río, vasta sala donde todos podían encontrar reposo, muralla con almenas de metal celeste, agua fresca durante los grandes calores, refugio seco y cálido durante el invierno, el faraón era coronado en los corazones puesto que, por él, Egipto era más verde y próspero que un gran Nilo. Ramsés el Grande llegó al palacio de Karnak en silla de manos. Allí le recibieron el sumo sacerdote de Amón, el visir, el alcalde de Tebas y algunos oficiales más, muy impresionados por la idea de ver de cerca al ilustre monarca cuya reputación había cruzado las fronteras de Egipto hacía ya mucho tiempo. De su seguridad se encargaba el teniente de carros Méhy, que había hecho lo que estaba en su mano para que se advirtieran sus buenos y leales servicios.

Pese a los achaques de la edad, Ramsés el Grande seguía siendo tan impresionante como en el momento de su coronación. La nariz larga y algo aguileña, las orejas redondas de delicado orillo, la autoritaria mandíbula y la aguda mirada componían el rostro de un monarca acostumbrado a mandar.

El palacio hechizaba la mirada. El pavimento y los muros de la sala de recepción, llenos de columnas, estaban adornados con representaciones de loto, papiro, peces y aves que retozaban en magníficos paisajes. Los nombres de Ramsés habían sido pintados en azul sobre fondo blanco, colocados en óvalos que simbolizaban el circuito del sol. Frisos de acianos y amapolas decoraban la parte alta de las paredes.

El faraón iba ataviado con una túnica blanca y un taparrabos blanco y dorado, con brazaletes de oro en las muñecas y sandalias blancas. Cuando se sentó en un trono de madera dorada, cada uno de los asistentes a ese excepcional consejo sintió que Ramsés el Grande aún llevaba el gobernalle del navio del Estado con mano firme.

–Majestad, la ciudad del dios Amón se alegra por vuestra presencia -dijo el alcalde de Tebas-. Gracias a vuestras directrices vive feliz, pues sois el padre y la madre de todos los seres. Que vuestra palabra siga alimentando nuestros corazones. Sois el señor del gozo, y el que se rebela contra el faraón se destruye a sí mismo.

–Durante mi viaje he examinado los informes referentes a tu gestión de mi querida villa de Tebas. Eres un buen alcalde, pero es preciso velar más aún por el bienestar de los habitantes del nuevo barrio. Algunos de los trabajos de alcantarillado se han retrasado en exceso.

–Se hará según vuestra voluntad, majestad, y recuperaremos el retraso. Me gustaría proponeros que admitierais en la orden del collar de oro al teniente de carros Méhy, que se encarga de vuestra seguridad en Tebas y da completa satisfacción a la cabeza de su destacamento de élite.

Ramsés aprobó con un gesto cansado. Hacía ya mucho tiempo que no le interesaban las entregas de condecoraciones y el pueril juego de los honores, en el que tantos dignatarios perdían su alma.

Para Méhy era el inicio de una soberbia carrera. Al recibir el fino collar de oro de manos del visir -que reconocía así sus méritos en nombre del faraón-, el oficial no sólo iba a ser ascendido al grado de capitán, sino que pertenecería, también, a la alta administración de la rica ciudad tebana. Con los gruesos labios relucientes de satisfacción, Méhy se sintió, sin embargo, algo decepcionado de que Ramsés no posara más los ojos en él y de que la ceremonia fuese tan breve.

–He recibido una carta del administrador principal de la orilla occidental de Tebas, y su contenido es la verdadera razón de mi presencia aquí -reveló el rey-. Que el autor del documento exponga sus agravios.

Abry, un alto funcionario bien alimentado, se presentó ante el monarca y le hizo una reverencia.

–Majestad, deseo alertaros sobre una situación anormal. Los artesanos del Lugar de Verdad forman una comunidad aparte desde el reinado de vuestro glorioso antepasado Tutmosis I. Hace más de tres siglos que existe y que excava las moradas de eternidad en el Valle de los Reyes… ¿No creéis que ya es hora de reformar esa institución?

–¿Qué tienes que reprochar a la cofradía?

La pregunta, demasiado directa, turbó al escriba.

–Majestad, no son exactamente reproches, pero la cofradía exige recibir, diariamente, cierto número de géneros que gravan nuestro presupuesto. Varios auxiliares están destinados a su servicio y, como los residentes en el Lugar de Verdad están sometidos a secreto, es imposible controlar su trabajo e imponerles las consecuentes tasas. Muchos funcionarios se preguntan acerca del cometido exacto de esta corporación, que goza de privilegios que a algunos les parecen desmesurados.

–¿Qué propones, pues?

El administrador principal se sintió animado a proseguir. Estaba claro que al monarca le había gustado su argumentación.

–Propongo que se suprima el Lugar de Verdad y se disperse a los artesanos que lo componen. La aldea, que no ocupa una gran superficie, será transformada en almacén. Así obtendremos ganancias sustanciales, por no hablar de los impuestos que afectarán a familias e individuos que hasta ahora estaban exentos de pagarlos. La desaparición de esta arcaica institución supondrá, pues, claros beneficios para el Estado.

Ramsés ya sólo tenía que adoptar el decreto que transformara el proyecto en realidad.

–¿Conoces la misión del Lugar de Verdad? – preguntó el monarca.

El alto funcionario se crispó.

–Por supuesto, majestad… Como ya he mencionado, su cometido consiste en excavar las moradas de eternidad del faraón reinante, de la gran esposa real y de sus íntimos.

–Mi propia tumba se inició en el año dos de mi reinado, y, por lo visto, tú consideras que los artesanos de la cofradía están ociosos porque su tarea terminó hace mucho tiempo, dada mi longevidad.

–Oh, no, majestad, no es eso, ya sé que realizan otras actividades, y no quería decir que…

–El faraón construye en tierra la ciudad de Dios, de acuerdo con su deber. Y se muestra benefactor por los trabajos que emprende para los dioses, construyendo sus templos y moldeando sus imágenes. En Bubastis, Athribis, en Pi-Ramsés, en Edfú, en Elefantina, tanto en el Bajo como en el Alto Egipto, la obra se cumple y prosigue de múltiples maneras. En el centro de esta obra está la morada de eternidad del faraón que crea el Lugar de Verdad. Por ello, mi padre, Seti, decretó la extensión de la aldea, pues el misterio esencial de donde procede todo es el nacimiento de lo que espíritus romos como el tuyo consideran una tumba y que es, en realidad, un foco de luz. Los artesanos trabajan todos los días para vencer a la muerte, construyen para el ka, esa energía inmaterial que anima toda forma viviente sin por ello fijarse en ella y desaparecer con ella. Y para el ka real, que pasa de faraón en faraón sin ser nunca propiedad de ninguno de ellos, siguen perfeccionando mi última morada. Pero ¿qué puedes comprender tú de ese secreto, escriba de corazón cerrado y corta inteligencia? Debes saber que mi estancia en Tebas no tiene más objetivo que embellecer la aldea de los constructores, ofrecerles mayores medios para que puedan trabajar y fortalecer su estabilidad. Y a esta tarea consagraré los últimos años de mi vida terrenal, pues no hay nada más importante que el Lugar de Verdad.


19


Ramsés el Grande descansaba en el jardín de palacio, a la sombra de palmeras, azufaifos, tamariscos y un sauce plantado a orillas del estanque. Flanqueadas por ranúnculos, acianos y adormideras, las arenosas avenidas habían sido trazadas con un cordel y disfrutaban de un constante cuidado. Sentado en un confortable sillón, con la cabeza apoyada en una almohada, el viejo soberano se había instalado en un pabellón con finas columnas de madera pintadas de verde. Junto a él, en una pequeña mesa, había cerveza fresca y ligera, uva, higos y manzanas. El rey disfrutaba del suave viento del norte que acababa de levantarse y contemplaba las abubillas y golondrinas que jugaban a la luz del ocaso.


La llegada de su invitado arrancó al monarca de sus recuerdos.

El hombre que se inclinaba ante él había sido uno de los dignatarios más discretos, aunque de los más importantes de su largo reinado, puesto que Ramosis, hijo de un cartero, había sido designado como «escriba de la Tumba y del Lugar de Verdad» durante el año cinco de Ramsés, el décimo día del tercer mes de la inundación. El rey en persona había elegido a Ramosis para ocupar tan difícil cargo, tras una carrera ya muy completa: educación en una Casa de Vida, formación como asistente de un escriba, cargo de escriba contable del ganado del templo de Amón en Karnak, de la correspondencia después, de los archivos reales y del tesoro del faraón. Finalmente había decidido convertirse en un «hombre del interior».

El soberano había dejado que Ramosis eligiera, pues para el escriba se trataba de un radical cambio de orientación. Tras haber frecuentado el inmenso Karnak y los templos de Tutmosis IV y del sabio Amenhotep, hijo de Hapu, el dignatario tenía que abandonar una existencia fácil y lujosa para administrar la aldea secreta de los artesanos desde el interior.

Ramosis no había vacilado: la aventura era demasiado excepcional como para no tomar parte en ella. Desde su nombramiento había encargado a los servidores del Lugar de Verdad, de acuerdo con las órdenes del rey, que construyeran una residencia para Ramsés en los dominios reservados y que ampliaran el templo de Hator, protectora de la comunidad, sin dejar de ocuparse de la morada de eternidad del soberano.

A los ochenta y siete años de edad, Ramosis se había retirado sin abandonar la aldea, donde era querido por todos. Allí no se tomaba ninguna decisión importante sin consultarle a él.

Ramosis se había puesto un traje de fiesta para encontrarse con su rey: camisa de largas mangas plisadas, delantal de pliegues verticales y sandalias de cuero. Gracias a Ramsés, había conocido una existencia exaltante velando por la prosperidad del Lugar de Verdad, y se sentía feliz al poder agradecérselo al monarca antes de morir.

–Ramosis, recuerda el célebre texto que te gustaba leer a los aprendices de escriba: «Imita a tus padres que vivieron antes que tú, tener éxito depende de tu capacidad de conocimiento. Los sabios han transmitido sus enseñanzas en sus escritos: consúltalos, estúdialos, léelos y vuelve a leerlos sin cesar».

–Majestad, pese a la debilidad de mis ojos, yo mismo sigo observando el precepto.

–¿Recuerdas la gran fiesta del año diecisiete que organizaste con Pazair, el mejor de mis visires? Éramos jóvenes, y nuestra energía parecía inagotable. Hoy eres un anciano, como yo, pero también eres el hombre más venerado del Lugar de Verdad y el único dignatario autorizado a llevar el título de «escriba de Maat».

–Vos me disteis la posibilidad de servir a Maat durante toda mi vida en la cofradía que vive de ella, pero la hora del gran viaje se acerca.

–¿Hiciste preparar tres tumbas junto a la aldea, como habías proyectado?

–Sí, majestad. En la primera rindo homenaje a las divinidades y a vuestros antepasados que tanto hicieron por la cofradía, Amenhotep I y su madre, Horemheb y Tutmosis IV. Allí he colocado la estela en la que aparecéis vos. En la segunda recuerdo a mis dos vacas, Occidente y Agua hermosa, así como al boyero que se encargó de ellas. En la tercera están presentes mis seres más queridos (4).

–¿Silencioso forma parte de ellos?

–Es el mayor gozo de mis últimos días, majestad. Como sabéis, mi esposa Mut y yo no pudimos tener hijos, pese a las estatuas, las estelas y demás ofrendas a Hator, a Tueris, la gran madre, e incluso a divinidades extranjeras. He preparado, pues, el más allá con cuidado, sin olvidar la formación de mi sucesor, el escriba Kenhir. Sin embargo, el ser por el que siento mayor estima y afecto es Silencioso. Cuando abandonó la aldea para emprender un largo viaje por el mundo exterior, temí morir antes de su regreso, del que jamás dudé. Afortunadamente, el tribunal de la cofradía acaba de admitirle entre quienes han escuchado la llamada. Ya es servidor en el Lugar de Verdad, y estoy convencido de que desempeñará un papel esencial en la aldea, y no sólo como cantero y como escultor.

–¿Qué nombre de iniciación le habéis dado?

–Neferhotep, majestad.

-Nefer, «la realización, la belleza, la bondad», y hotep, «la paz, la plenitud, la ofrenda»… ¡Duro programa le imponéis!

–La plenitud de la paz interior, el hotep, tal vez sólo se le ofrezca al término de su existencia, siempre que, efectivamente, sea «Nefer» como artesano. Debo advertiros que Silencioso no se presentó solo a las puertas de la aldea.

–¿Quién le acompañaba?

–Su esposa, Clara, cuyo nombre, Ubekhet, significa también «luminosa». Impresionó al tribunal por su determinación y su esplendor. Es hermosa, inteligente, carece de ambición e ignora las numerosas facultades que posee. La pareja es sólida, las duras pruebas que le aguardan no la destruirán. El tribunal mantuvo Clara como nombre de iniciación de la esposa de Nefer. Para mí, ambos representan la esperanza de la cofradía.

–¿De dónde procede esa muchacha?

–Es una tebana, hija espiritual de Neferet, la difunta médica en jefe del reino.

–Neferet… Me cuidó de un modo excepcional. Si Clara ha heredado sus dones, la cofradía tendrá mucha suerte. Pero háblame con sinceridad, Ramosis: ¿acaso dudas de las cualidades de tu sucesor, Kenhir?

–No, majestad, aunque no tiene un carácter fácil y, a veces, cumple sus funciones con una firmeza excesiva. No lamento haberle elegido ni haberle legado mis muebles, mi biblioteca, mis campos y mis vacas. Además, sólo es el escriba de la Tumba… Los jefes de equipo, los canteros, los escultores y los pintores no cuentan menos que él. Tal vez no lo haya comprendido aún, pero ya lo hará con el tiempo.

–Durante los últimos años, varios artesanos no han sido sustituidos -recordó Ramsés que, como jefe supremo de la cofradía, seguía atentamente su evolución-. El equipo completo ha tenido hasta cuarenta miembros, y actualmente sólo tiene treinta.

–Treinta y uno con Nefer, majestad.

–¿Y son suficientes para realizar todas las obras que están en curso?

–Sólo tengo una cosa que decir al respecto, majestad: la calidad es más importante que la cantidad. Lo esencial, bien lo sabéis, es el buen funcionamiento de la Morada del Oro y su capacidad de creación. En ese sentido, no hay por qué preocuparse. Además, estoy convencido de que la llegada de Nefer nos augura un brillante porvenir.

–No sabes cuánto me alegro de oír eso, Ramosis, pues la hostilidad contra el Lugar de Verdad no deja de aumentar. Los altos funcionarios sólo piensan en enriquecerse y forman una casta cada vez más perniciosa, que tan sólo se preocupa por su porvenir y no por el del país. Para ellos, la cofradía de los artesanos es una anomalía administrativa que desean suprimir.

–¡Pero sois vos quien reináis, majestad!

–Mientras yo siga viviendo, en el Lugar de Verdad no tendrán nada que temer de los envidiosos y los calumniadores. Espero que mi hijo Merenptah siga mis pasos y comprenda que, sin la actividad de esta cofradía, la gran luz de Egipto estaría condenada a declinar y acabaría por extinguirse. Pero ¿quién puede predecir el comportamiento de un ser humano cuando está a cargo del poder supremo?

–Tengo confianza, majestad.

Ramsés el Grande sabía que Ramosis siempre había sido muy generoso y que la transparencia de su alma había iluminado la cofradía, pero también sabía que ésta estaba en peligro. Aunque había conseguido que callaran las armas en todo el Próximo Oriente, el monarca no había aniquilado los odios ni las ambiciones, y era consciente de que sólo la frágil diosa Maat, encarnación de la justicia, podía impedir que la especie humana siguiera su inclinación natural que la llevaba a la corrupción, la injusticia y la destrucción.

Desde el tiempo de las pirámides, la institución faraónica se había apoyado en una cofradía de artesanos iniciados en los misterios de la Morada del Oro que eran capaces de inscribir la eternidad en la piedra. Cuando los fundadores del Imperio Nuevo habían logrado que Tebas ascendiera al rango de capital, la comunidad del Lugar de Verdad había tomado la antorcha del relevo.

Y aquella llama era vital para la supervivencia de la civilización.

–He olvidado una divertida anécdota, majestad. Acabamos de recibir una candidatura completamente inesperada, aunque quizás no deba importunaros con ese incidente sin importancia…


20


–Te escucho, Ramosis.


–En la cofradía se rechazan casi todas las demandas de admisión, aunque provengan de artesanos experimentados que hayan demostrado sus cualidades. En este caso, se trata de un joven coloso de dieciséis años que no tiene referencias. Es el hijo de un campesino que ha pasado por los talleres de un curtidor y un carpintero… Pero es tan obstinado que Sobek, el jefe de seguridad, se ha visto obligado a encarcelarle por segunda vez.

–¿Cumple los requisitos necesarios para presentarse ante el tribunal de admisión?

–Sí, majestad, pero…

–Muchos de los que hoy componen la cofradía llegaron del exterior, comenzando por ti, Ramosis. Deja que el muchacho se enfrente a los jueces del Lugar de Verdad.

Ramsés el Grande miraba a lo lejos.

El viejo escriba de la Tumba sintió que era uno de esos momentos privilegiados en los que la visión del rey superaba la de los demás hombres. A menudo, durante su larga existencia, Ramsés, había tenido intuiciones que atravesaban los muros del porvenir y le permitían actuar abandonando los senderos hollados.

–Majestad, creéis que el muchacho…

–Que comparezca ante los artesanos y que éstos no decidan a la ligera. Si el joven consigue superar las pruebas, tal vez desempeñe un papel decisivo en la historia del Lugar de Verdad.

–Intervendré ante Sobek. ¿Pensáis examinar vuestra morada de eternidad, majestad?

–Por supuesto. Pero me he dado cuenta de otra cosa: hay que ampliar el santuario del ka real. Tú velaste por su construcción, tú decidirás la fecha de los trabajos y el plano de la obra.

A Ramosis le invadió una intensa alegría.

–¡Es un gran honor para la aldea! Elegiremos el momento justo con la ayuda de la mujer sabia.

Ramsés recordó que, en su juventud, también él escuchó la llamada. Le hubiera gustado compartir la existencia de aquellos hombres cuyo pensamiento se transformaba en obra luminosa, pero su padre, Seti, le había elegido como sucesor para mantener Egipto en el camino de Maat y preservar los vínculos de la tierra con el cielo. No había podido librarse de sus deberes ni un solo día, pero era bueno que así fuese.


Sobek abrió la puerta de la celda.

–¿Has terminado ya de hacer ruido?

–Tengo la intención de perforar el muro de esta prisión y lo voy a conseguir -respondió Ardiente.

El muchacho ya había dañado considerablemente el muro de ladrillo con sus puños.

–Si no te estás quieto inmediatamente, haré que te encadenen.

–No tenéis razón alguna para encarcelarme, puesto que he traído lo necesario para presentarme ante las puertas de la aldea.

–¿Acaso crees que conoces la ley mejor que yo?

–En este caso, sí.

El jefe Sobek se rascó la cicatriz que tenía debajo del ojo izquierdo, recuerdo de una lucha a muerte con un leopardo en la sabana de Nubia.

–Estoy empezando a enfadarme, muchacho. Yo mismo me ocuparé de tu caso y te prometo que se te quitarán las ganas de abrir la boca ante un policía.

Ardiente le hizo frente.

Era tan corpulento como Sobek, pero éste era algo más alto y, sobre todo, blandía un bastón en la mano derecha.

En ese momento apareció un policía, jadeante.

–Jefe, jefe! ¡Debo hablaros inmediatamente!

–Ahora no tengo tiempo.

–Es referente al prisionero.

El aterrorizado aspecto de su subordinado convenció a Sobek de que debía escucharle. Así pues, cerró la puerta de la celda.

Ardiente pensaba en cómo utilizaría el palo el torturador. Si lo levantaba demasiado, le inmovilizaría el brazo y le hundiría el pecho de un cabezazo. Pero Sobek era un profesional y no debía pelear ingenuamente. Al joven no iba a resultarle fácil y tal vez no vencería, pero el nubio no iba a salir indemne del duelo, pues Ardiente pondría todas sus fuerzas en el combate.

La puerta volvió a abrirse.

–Sal de ahí -ordenó Sobek, que seguía blandiendo su palo.

–¿Queréis golpearme por la espalda?

–No me faltan ganas, pero he recibido órdenes. Un policía te acompañará hasta la puerta principal de la aldea.

Ardiente hinchó el pecho.

–De modo que hay ley en este país.

–¡Sal de ahí o no respondo de mis actos!

–Si tenemos ocasión de volver a vernos, Sobek, arreglaremos nuestras diferencias de hombre a hombre.

–¡Lárgate!

–No sin lo que me pertenece.

Apretando las mandíbulas, Sobek entregó a Ardiente la bolsa de cuero, el estuche para papiros, los pedazos de madera bien atados y la silla plegable fabricada por el aprendiz de carpintero. Provisto del valioso peculio, Ardiente salió del fortín con la cabeza alta, como un general victorioso que avanzara por un país conquistado.

El nubio que le acompañaba era un mocetón fuerte pero, al lado de Ardiente, parecía casi un alfeñique.

–No deberías buscarle las cosquillas a Sobek -le recomendó-. Es bastante rencoroso y, a la primera oportunidad, no fallará.

–Más le valdrá… De lo contrario, seré yo quien no falle.

–¡Es el jefe de la policía local!

–Lo importante es el valor de un hombre, no sus títulos. Si Sobek me busca, me encontrará.

El policía dejó de sermonear a Ardiente, cuya exaltación aumentaba a medida que se acercaba a su objetivo. Esta vez no sería un guardián quien le impidiera cruzar el umbral de la aldea prohibida.

No sabía lo que ocurriría después, pero no le importaba. Sabría convencer a sus jueces de que había escuchado la llamada y de que, por consiguiente, todas las puertas debían abrirse ante él.

El sol brillaba generosamente y su ardor animaba aún más al muchacho, que no temía los más implacables estíos. Que la aldea de los artesanos estuviera en el desierto, para él era una baza más.

–Me quedo aquí -dijo el policía-. Sigue tú solo.

Ardiente no vaciló. Con aire decidido, atravesó el espacio que separaba el quinto y último fortín de las proximidades de la aldea.

La mañana estaba tocando a su fin, y los auxiliares habían abandonado sus talleres para comer a la sombra de un tejadillo. Con curiosidad, observaron pasar al joven.

El guardián de la gran puerta se levantó y le cerró el paso.

–¿Adonde crees que vas?

–Me llamo Ardiente, deseo entrar en el Lugar de Verdad y llevo todo lo necesario conmigo.

–¿Estás seguro?

–Absolutamente seguro.

–Si te equivocas, lo lamentarás. En tu lugar, yo no correría el riesgo y regresaría al lugar de donde vienes.

–Quédate en tu lugar, guardián, y no te preocupes por el mío.

–Yo ya te lo he advertido.

–Deja de hablar y abre la puerta de la aldea.

El guardián abrió la puerta lentamente.

Por unos instantes, Ardiente se quedó sin aliento. ¡Su sueño se realizaba por fin!


21


Dos artesanos salieron de la aldea. Uno se colocó detrás de Ardiente, el otro, delante de él.


–Sígueme -ordenó este último.

–Pero… ¿No voy a entrar?

–Si sigues haciendo preguntas, ni siquiera te llevaremos ante el tribunal de admisión.

Aunque irritado, Ardiente consiguió dominarse. Aún no conocía las reglas del juego en aquel lugar misterioso y debía evitar cualquier paso en falso.

Los tres hombres volvieron la espalda a la puerta principal de la aldea y se dirigieron hacia el recinto del templo mayor del Lugar de Verdad, junto al que se levantaba una capilla dedicada a la diosa Hator. Los altos muros ocultaban el edificio a las miradas profanas.

Ante su cerrado portal había nueve hombres sentados en sillas de madera, colocadas en semicírculo. Llevaban un simple taparrabos, excepto un anciano, que iba vestido con una larga túnica blanca.

–Soy el escriba Ramosis y te hallas en el territorio sagrado de la gran y noble Tumba de millones de años en el Occidente de Tebas. Aquí, reina Maat, en su luminoso paraje. Sé sincero, no mientas y habla con el corazón; de lo contrario, ella te apartará del Lugar de Verdad.

Los miembros del tribunal de admisión no parecían demasiado amables y el muchacho prefirió clavar sus ojos en el viejo escriba Ramosis, cuyo rostro estaba lleno de bondad.

–¿Quién eres y qué pides?

–Me llamo Ardiente y quiero pasar mi vida dibujando.

–¿Tu padre es artesano? – preguntó uno de los jueces.

–No, es granjero. Pero estamos definitivamente enemistados.

–¿Qué oficios has practicado?

–El curtido y la carpintería.

Sin que le autorizaran a ello, Ardiente dejó su fardo.

–He aquí la bolsa de cuero -declaró con orgullo-. También he traído un estuche para papiros de buena calidad.

Ambos objetos pasaron de mano en mano. Un juez gruñón tomó la palabra.

–Habíamos pedido una bolsa de cuero y no ese estuche.

–¿Y acaso es una falta hacer más de lo que nos piden?

–Sí, lo es.

–¡Pues para mí, no! – se rebeló el muchacho-. Sólo los perezosos y los mediocres cumplen las órdenes al pie de la letra, porque tienen miedo de los demás y de sí mismos. A fuerza de someternos y no tomar la iniciativa, nos volvemos más inertes que una piedra.

–Y tú, que tan alto hablas, ¿por qué presentas sólo una silla plegable y no el sillón que también pedíamos? Si tanto te gusta hacer más de lo que te exigen, ¿por qué te limitas a presentarnos unos pedazos de madera y no la obra realizada?

–Me habéis tendido una trampa -advirtió Ardiente, enfurecido contra sus jueces y contra sí mismo-, y no he sido capaz de darme cuenta de ello… ¿Tendré una segunda oportunidad?

–Siéntate en la silla plegable -ordenó el artesano gruñón.

En cuanto Ardiente se sentó en la silla, se oyeron unos siniestros crujidos. Sin duda alguna, la silla no soportaría su peso.

–Prefiero seguir de pie.

–De modo que no comprobaste la calidad de este objeto. Además de arrogante, eres despreocupado e incompetente.

–¡Pedisteis una silla plegable y aquí la tenéis!

–Lamentable respuesta, muchacho. ¿Acaso sólo eres un fanfarrón y un cobarde?

Ardiente apretó los puños con rabia.

–¡Os equivocáis! He intentado satisfaceros, pero mi objetivo en la vida no es fabricar muebles. Sé dibujar y puedo probarlo.

Otro artesano colocó delante de Ardiente un pincel, un pedazo de papiro usado y un cubilete de tinta negra.

–Pues bien, pruébalo.

El muchacho se arrodilló, y con los ojos clavados en el viejo escriba Ramosis, hizo su retrato. Su mano no temblaba, pero no estaba acostumbrado a trabajar con semejante material.

–Puedo hacerlo mucho mejor -afirmó-, pero es la primera vez que manejo un pincel y dibujo con tinta sobre papiro. Por lo general, me limito a la arena.

Nervioso y desatinado, Ardiente erró en la parte alta de la frente y las orejas. El retrato de Ramosis era horrible.

–Dejad que lo repita.

El dibujo fue circulando entre los presentes, que no emitieron comentario alguno.

–¿Qué sabes del Lugar de Verdad? – preguntó Ramosis.

–Detenta los secretos del dibujo y yo quiero conocerlos.

–¿Y qué harás con ellos?

–Descifraré la vida… y ese viaje no tendrá fin.

–No necesitamos pensadores, sino especialistas -replicó un artesano.

–Enseñadme a dibujar y a pintar, y veréis de lo que soy capaz -insistió Ardiente.

–¿Estás prometido?

–No, pero he conocido ya a varias mujeres. Para mí, simplemente forman parte de los placeres de la vida.

–¿No tienes intención de casarte?

–¡De ningún modo! No deseo cargar con un ama de casa y un montón de críos. ¿Cuántas veces tendré que deciros, aún, que mi única meta es dibujar la creación y pintar la vida?

–¿Te molesta la exigencia del secreto?

–Peor para quienes no consiguen desvelarlo.

–¿Sabes que tendrás que someterte a una regla muy estricta?

–Si no me impide progresar, intentaré soportarla. Pero no acataré órdenes estúpidas.

–¿Serás lo bastante inteligente para juzgarlo?

–Nadie trazará mi camino en mi lugar.

El juez gruñón volvió al ataque.

–¿Y con esas palabras crees ser digno de pertenecer a nuestra cofradía?

–Vosotros decidís… Me habéis pedido que fuera sincero, y lo soy.

–¿Eres paciente?

–No, y no tengo intención de empezar a serlo.

–¿Crees que tu carácter es tan perfecto que ninguno de sus rasgos debe ser modificado?

–Ni siquiera me hago esa pregunta. Los fines se logran con el deseo, no con el carácter. Tener enemigos es normal: me vencerán, porque soy un débil, o los destrozaré. De todos modos, habrá lucha; por eso estoy siempre dispuesto a combatir.

–¿No has oído decir que el Lugar de Verdad es un remanso de paz en el que están prohibidas las querellas?

–Puesto que hay hombres y mujeres, eso es imposible. La paz no existe en ninguna parte de la tierra.

–¿Estás seguro de necesitarnos?

–Sólo vosotros poseéis los conocimientos que no puedo obtener por mí mismo.

–¿Qué más puedes decir para convencernos? – preguntó Ramosis.

–Nada.

–Vamos a deliberar, pues. Deberás aguardar nuestro veredicto, y éste será inapelable.

El viejo escriba hizo una señal a los dos artesanos que habían acompañado a Ardiente para que lo llevaran de nuevo a la puerta norte de la aldea.

–¿Será largo? – preguntó.

Pero no hubo respuesta.


22


Ramosis todavía estaba desconcertado. A menudo había presidido el tribunal de admisión, pero ésta era la primera vez que daba con semejante candidato. Era evidente que Ardiente había disgustado profundamente a los artesanos que actuaban como jurados, a los que se había sumado Kenhir el Gruñón, sucesor de Ramosis y escriba de la Tumba en funciones.


Al menos, la deliberación no duraría mucho y no se parecería al animado debate que había seguido a la audiencia de Silencioso. Kenhir se había mostrado especialmente agresivo, afirmaba que el joven, dotado de numerosas cualidades, tenía tantas cosas a su alcance que el Lugar de Verdad le resultaría un espacio demasiado pequeño. Pero ésa no había sido la opinión de la mayoría de los artesanos, impresionados por la fuerte personalidad del postulante.

Había sido necesaria toda la autoridad de Ramosis para impedir que dos artesanos compartieran la opinión de Kenhir y rechazaran, así, la demanda de admisión del hijo espiritual de Neb el Cumplido. Como era indispensable la unanimidad, el viejo escriba se había librado a un largo y difícil combate para conseguir cambiar la negativa visión de Kenhir.

En el caso de Clara, las deliberaciones habían sido breves. Cuando había evocado la llamada de la cima de Occidente, el tribunal, compuesto por sacerdotisas de Hator que vivían en la aldea, había sentido una intensa emoción. Y la presidenta del jurado, a la que se llamaba «la mujer sabia», había recibido con gozo a la esposa de Nefer el Silencioso.

–¿Quién quiere tomar la palabra? – preguntó Ramosis.

Un escultor levantó la mano.

–El tal Ardiente es vanidoso, agresivo y no tiene sentido alguno de la diplomacia, pero estoy convencido de que, en efecto, ha escuchado la llamada. Debemos pronunciarnos sobre este punto, y sólo sobre este punto.

Un pintor fue autorizado a hablar.

–No estoy de acuerdo contigo. No discuto que el postulante haya escuchado la llamada, pero ¿cuál es su naturaleza? Desea su propia realización y no una adecuada integración en nuestra cofradía. Le ofreceríamos una técnica y él no nos aportaría nada. Que el muchacho siga su propio camino, que está muy alejado del nuestro.

Kenhir el Gruñón intervino con vehemencia.

–Un extraño fuego anima al muchacho, y eso os molesta porque sólo os gustan los tímidos. No es un artesano ordinario, sometido a su capataz, incapaz de pensar y tan apocado que nadie advierte su presencia. Si le admitimos entre nosotros, corremos el riesgo de que una tempestad atraviese la aldea y trastorne muchas de nuestras costumbres. ¿Acaso los artesanos del Lugar de Verdad se han vuelto cobardes, hasta el punto de que rechazan un talento extraordinario? ¡Pues tiene ese talento, ya lo habéis visto! Un dibujo estropeado, de acuerdo, a causa de su inexperiencia, ¡pero qué soberbio retrato! Citadme a un solo dibujante que, tras haber recibido una enseñanza correcta, haya dado pruebas de semejante capacidad.

–De todos modos -objetó el escultor-, puedes estar seguro de que ese mocetón se negará a obedecer y pisoteará nuestras reglas.

–Si eso sucede, será expulsado de la aldea; pero estoy convencido de que sabrá doblar el espinazo para conseguir sus fines.

–¡Pues hablemos de sus fines! ¿No será un simple curioso que quiere desvelar los secretos de nuestra cofradía?

–¡No sería el primero! Pero todos sabéis que los curiosos no tienen posibilidad alguna de permanecer mucho tiempo entre nosotros.

Ramosis estaba estupefacto ante la actitud de su colega Kenhir, que rechazaba una a una las objeciones formuladas contra Ardiente. Por lo general, el escriba de la Tumba no tomaba partido de una forma tan vehemente.

Los artesanos más hostiles a Ardiente comenzaban a vacilar.

–Necesitamos seres equilibrados y tranquilos como Nefer -prosiguió Kenhir-, pero también corazones enfebrecidos como este futuro pintor. Si capta correctamente el sentido de la obra que aquí se lleva a cabo, ¡imaginaos qué espléndidas figuras trazará en las paredes de las moradas de eternidad! Creedme, vale la pena correr el riesgo.

El jefe de equipo, Neb el Cumplido, intervino.

–La vocación de nuestra cofradía no es correr riesgos, sino perpetuar las tradiciones de la Morada del Oro y preservar los secretos del Lugar de Verdad. Este muchacho no compartirá nuestras preocupaciones y se comportará como un saqueador.

Ramosis sintió que la oposición del jefe de equipo sería irreductible; no tenía, pues, por qué callar.

–He tenido el privilegio de conversar con su majestad -reveló el viejo escriba-, y hemos hablado del caso de este muchacho. Si percibí correctamente el pensamiento de Ramsés el Grande, Ardiente le parece dominado por una particular energía que no debemos desdeñar, en el interés de la cofradía.

–¿Se trata… de la energía de Set? – preguntó el jefe de equipo.

–Su majestad no lo dijo.

–Pero ¿es eso, no es cierto?

Los jueces se estremecieron. Asesino de Osiris, encarnado en una criatura sobrenatural que unos comparaban con un cánido y otros con un okapi, el dios Set detentaba la potencia del cosmos que la humanidad sentía unas veces como benéfica y otras como destructora. Sin ella era imposible luchar contra las tinieblas y hacer que, cada mañana, renaciese la luz. Pero era preciso ser un faraón de la talla del padre de Ramsés para atreverse a llevar el nombre de Seti. Anteriormente, ningún monarca había soportado semejante fardo simbólico, que le había llevado a hacer que se erigiera, en Abydos, el más vasto y espléndido de los santuarios de Osiris.

Por lo general, los seres transidos de la energía setiana eran presa del exceso y la violencia, que sólo una sociedad sólidamente construida sobre el zócalo de Maat podía canalizar. Pero ¿no era necesario excluir ese tipo de individuos de una comunidad de artesanos destinada a crear la belleza y la armonía?

–¿Su majestad os ha dado alguna orden específica con respecto a Ardiente? – preguntó el jefe de equipo a Ramosis.

–No, pero ha apelado a nuestra clarividencia.

–¿Es necesario decir algo más? – insistió Kenhir-. Debemos saber interpretar la voluntad del faraón, que es el dueño supremo del Lugar de Verdad.

Los más escépticos quedaron convencidos, pero Neb el Cumplido no soltó su presa.

–Mi nombramiento como jefe de equipo fue aprobado por el faraón, confía pues en mí para apreciar la calidad de quienes deseen entrar en la cofradía. Por eso, cualquier debilidad por mi parte sería condenable. ¿Por qué debemos exigirle menos a este muchacho que a los demás artesanos?

–Eres el único juez que se opone a la admisión de Ardiente -advirtió Kenhir-, y necesitamos la unanimidad. Así pues, ¿no podrías reconsiderar tu posición?

–Nuestra cofradía no debe correr riesgo alguno.

–El riesgo forma parte de la vida, y retroceder ante él nos conduciría a la pasividad y, luego, a la muerte.

El jefe de equipo, habitualmente tan tranquilo, estaba a punto de perder los estribos.

–¡Pero no os dais cuenta de que este muchacho consigue dividir nuestras opiniones! Por consiguiente, ¿no deberíamos desconfiar aún más de él?

–No exageres, Neb. Anteriormente, nuestras discusiones sobre algunos candidatos ya fueron muy acaloradas.

–Es cierto, pero siempre hemos obtenido la unanimidad.

–Hay que salir de esta situación -decidió Ramosis-. ¿Aceptas dejarte convencer?

–No -respondió Neb el Cumplido-. Temo que este muchacho turbe la armonía de la aldea y contraríe nuestro trabajo.

–¿Y no tienes fuerza suficiente para impedir ese desastre? – preguntó Kenhir.

–No sobreestimo mis capacidades.

Ramosis comprendió que aquella esgrima dialéctica no haría cambiar de opinión al jefe de equipo.

–Oponerse no es una actitud constructiva, Neb. ¿Qué propones para salir de este callejón sin salida?

–Sigamos poniendo a prueba a Ardiente. Si realmente ha escuchado la llamada y tiene la fuerza necesaria para crear su propio camino, la puerta se abrirá.

El jefe de equipo expuso su plan.

Todos lo aceptaron, incluido Kenhir, que, sin embargo, afirmó que estaban tomando precauciones inútiles.


23


–¿Tardarán mucho aún? – preguntó Ardiente a uno de los dos artesanos que estaba sentado a su lado.


–No lo sé.

–¡No van a deliberar varios días, a fin de cuentas!

–No sería la primera vez.

–Y cuando eso ocurre, ¿es buena o mala señal?

–Depende.

–¿Cuántos candidatos aceptáis cada año?

–No hay norma.

–¿Existe un número limitado?

–Eso no es cosa tuya.

–¿Cuántos sois, en estos momentos?

–Pregúntaselo al faraón.

–¿Hay muchos y grandes dibujantes entre vosotros?

–Cada cual hace su trabajo.

Ardiente comprendió que era inútil interrogar al artesano; por lo que a su colega se refería, permanecía mudo. Sin embargo, el desaliento no hacía mella en el joven. Si los jueces con quienes se había enfrentado eran hombres rectos, comprenderían cuánto deseaba entrar en la cofradía.

Alguien dobló la esquina oeste del recinto. Ardiente le reconoció de inmediato, se levantó y le dio un abrazo.

–¡Silencioso! ¿Te han admitido?

–Tuve esta suerte.

–¡Tú, al menos, me hablarás de la aldea!

–Eso no es posible, Ardiente. He jurado guardar silencio y no hay nada más importante que un juramento.

–Entonces ya no eres mi amigo.

–Claro que sí, y estoy seguro de que lo conseguirás.

–¿Puedes hablarles en mi favor?

–Por desgracia, no. Aquí las decisiones las toma únicamente el tribunal de admisión.

–Es lo que pensaba, ya no eres mi amigo… y, sin embargo, te salvé la vida.

–Nunca lo olvidaré.

–Ya lo has olvidado, porque perteneces a otro mundo… Y te niegas a ayudarme.

–No puedo hacerlo. Debes afrontar la prueba tú solo.

–Gracias por el consejo, Silencioso.

–La cofradía me ha dado un nuevo nombre: Nefer. Y debo comunicarte también que me he casado.

–Ah… ¿Y es hermosa?

–Clara es una mujer sublime. El tribunal la admitió en el Lugar de Verdad.

–¡La suerte está de tu parte! Las siete hadas de Hator debían de estar presentes alrededor de tu cuna, y no se mostraron avaras con sus regalos. ¿Qué tarea te han asignado?

–Tampoco puedo hablar de eso.

–Ah, sí, lo olvidaba… Para ti ya no existo.

–Ardiente…

–Vete, Nefer el Silencioso. Prefiero permanecer solo con mis guardianes. No son más parlanchines que tú, pero ellos no son mis amigos.

–Ten confianza. Los jueces no te rechazarán, puesto que escuchaste la llamada.

Nefer puso la mano en el hombro de Ardiente.

–Tengo fe en ti, amigo mío. Sé que el fuego que habita en tu interior abrasará todos los obstáculos.

Cuando Nefer se alejó, Ardiente sintió deseos de seguirle y penetrar con él en la aldea; pero habría sido rechazado para siempre.

Poco antes del anochecer, hizo su aparición uno de los jueces del tribunal. Todos los músculos de Ardiente se tensaron, como si fuera a librar su último combate.

–Hemos tomado una decisión -anunció el juez-. Has sido admitido en el equipo del exterior; estarás bajo la responsabilidad del alfarero Beken, jefe de los auxiliares. Ve junto a él; te mostrará el trabajo que debes realizar.

–El equipo del exterior… Pero ¿qué significa eso?

El juez se marchó, seguido por los dos artesanos.

–Esperad… ¡Exijo más explicaciones!

El guardián de la puerta se interpuso.

–¡Calma! Conoces la decisión y debes aceptarla. De lo contrario, márchate y no vuelvas por aquí. El equipo del exterior no está tan mal. Encontrarás tu lugar como alfarero, leñador, lavandero, aguador, jardinero, pescador, panadero, carnicero, cervecero o zapatero. Esa gente trabaja por el bienestar de los artesanos del Lugar de Verdad, y les sienta bien. Yo mismo y el otro guardián de la puerta somos hombres del exterior.

–No has citado a los dibujantes ni a los pintores.

–Éstos conocen los secretos… Pero ¿para qué? No son más felices ni más ricos y pasan la mayor parte de su existencia deslomándose. Has salido muy bien parado, puedes creerme. Intenta llevarte bien con Beken el alfarero y llevarás una vida tranquila.

–¿Dónde vive?

–En el lindero de los cultivos, en una pequeña casa con establo. No puede quejarse, pero es un tiñoso convencido de que todos los auxiliares ambicionan su cargo. Y, tal vez, no vaya muy desencaminado… Desconfía de sus jugarretas. Beken es un vicioso; no ha llegado hasta ahí por casualidad. Si no le gustas, te hará polvo.

–Cuando se pertenece al equipo del exterior, ¿es posible, aún, entrar en la cofradía?

–El exterior es el exterior. No le des más vueltas y limítate a lo que te ofrecen. De momento puedes dormir en uno de los talleres de los auxiliares. Dentro de algún tiempo vivirás en una casa de la zona cultivada, te casarás con una bella moza y le harás hermosos hijos. Evita a los lavanderos… Su tarea es penosa. Lo mejor es ser pescador o panadero. Si eres listo, revenderás pescados o panes sin declararlo al escriba del fisco.

–Voy de inmediato a ver a Beken.

–No te lo aconsejo.

–¿Por qué?

–Le gusta estar tranquilo después de su jornada laboral. Que un desconocido vaya a su casa le pondrá de muy mal humor, y te cogerá manía. Vete a dormir, ya le verás mañana por la mañana.

Ardiente sintió ganas de atizar al guardián y demoler, luego, los muros de la aldea prohibida. Silencioso, el muy gallina, se había convertido en Nefer, y él, cuya llamada era tan intensa, había sido relegado al equipo del exterior, donde se pudriría como un inepto.

Había sido humillado. ¿Acaso le quedaba otra solución que destruir lo que nunca podría obtener?

El guardián se había sentado en la estera y tenía la mirada fija en el suelo. Ardiente oyó risas infantiles, voces de mujeres, ecos de conversaciones. La vida se reiniciaba en el interior de la aldea, una vida de la que nada podía ver.

¿Quiénes eran esos seres que habían podido conocer los secretos del Lugar de Verdad? ¿Qué cualidades poseían que habían convencido al tribunal? Ardiente sólo conocía a Nefer el Silencioso, y no se parecía demasiado a él.

Tendría que combatir con sus propias armas. Nadie acudiría en su ayuda, y no debía hacer caso de los consejos que le dieran. Pero no estaba dispuesto a renunciar.

Se dirigió hacia los talleres abandonados por los auxiliares, sabiendo que el guardia le observaba por el rabillo del ojo. Fingió penetrar en uno de ellos, pero lo rodeó para salir del campo visual del centinela, luego flanqueó la colina intentando progresar con tanto sigilo como un zorro.

Puesto que la cofradía le relegaba entre los auxiliares, iba a demostrarle de lo que era capaz.


24


Méhy, el capitán de carros, no dejaba de frotar entre sus rollizos dedos el fino collar de oro que le convertía en uno de los personajes más importantes de la sociedad tebana. Gracias a esa condecoración, ahora le invitarían a las más fastuosas veladas y escucharía las confidencias de las personalidades más relevantes. Poco a poco, Méhy se convertiría en el dueño oculto de la riquísima ciudad del dios Amón.


Para empezar debía dejar en su lugar al alcalde de Tebas, un tiranuelo doméstico que se empantanaba en una lucha de facciones y carecía por completo de visión de futuro. Mientras él se quemaba en un combate estéril y presumía en el proscenio, Méhy situaría a sus amigos para controlar, poco a poco, los distintos sectores de la administración. La idea le seducía, aunque no le satisfacía por completo. Lo más importante era el secreto del Lugar de Verdad, ese secreto que había podido contemplar y que deseaba poseer. Cuando la Piedra de Luz estuviera en manos de Méhy, se volvería más poderoso que el propio faraón y podría aspirar a gobernar Egipto a su manera.

Hacía mucho tiempo que Méhy sospechaba que los artesanos del Lugar de Verdad ocultaban diversos descubrimientos científicos, reservados para el uso exclusivo del monarca. Semejantes privilegios debían desaparecer. Egipto se dotaría de nuevas armas, aplastaría a sus adversarios y emprendería, por fin, una política de expansión que Ramsés no había sabido llevar a cabo.

En su lugar, Méhy no habría firmado la paz con los hititas. Era preciso aprovechar su debilitamiento para aplastarlos y formar un ejército moderno y poderoso, capaz de dominar el Próximo Oriente y Asia. En vez de esta grandiosa política de conquista, el faraón se había adormecido, poco a poco, en la paz, y los oficiales superiores ya sólo pensaban en su jubilación, que pasarían en una pequeña propiedad campestre concedida por el monarca. Realmente era una pena.

–¿Deseáis beber algo fresco? – preguntó el copero de Méhy.

–Vino blanco de los oasis.

Un criado propuso al capitán de carros abanicarle mientras él saboreaba el costoso brebaje. No era fácil procurarse el mejor caldo, pero Méhy había corrompido sin esfuerzo a un viñatero que entregaba su producción en palacio, y que le apartaba una pequeña parte para su consumo.

¿Acaso el arte supremo no consistía en acumular expedientes comprometedores sobre todo el mundo y aprovecharlos, en el momento preciso, añadiéndoles algunas plausibles invenciones? Méhy había conseguido, así, terminar con algunos oficiales más cualificados que él, pero mucho menos hábiles.

–A dama Serketa le gustaría veros -anunció el portero de la hermosa morada que Méhy tenía en el centro de Tebas.

Serketa, su prometida, era algo estúpida. Méhy se vería obligado a casarse con ella, dada su fortuna y la posición social de su padre, tesorero principal de Tebas. En ese momento, Méhy no la esperaba.

Bajó, sin embargo, hasta la sala de recepción de la planta baja, de la que se sentía especialmente orgulloso por las altas ventanas pintadas de amarillo y su lujoso mobiliario de madera de ébano.

–¡Méhy, querido! Tenía miedo de que no estuvieses en casa… ¿Qué te parezco?

«Demasiado gorda», tuvo ganas de responder el capitán de carros, pero se guardó mucho de revelar su pensamiento, pues la dama Serketa estaba obsesionada por su peso, que el consumo cotidiano de golosinas no contribuía a disminuir.

–Más arrobadora que nunca, querida. Ese vestido te sienta de maravilla.

–Sabía que te gustaría -dijo ella balanceándose.

–Hay un pequeño problema: debo recibir a un notable de carácter algo difícil. ¿Deseas esperar un poco y cenar, más tarde, conmigo?

Ella esbozó una sonrisa bobalicona, aunque llena de promesas.

–Por supuesto, querido.

Él la atrajo con brutalidad y Serketa no protestó.

Con el pecho opulento, una abundante cabellera aclarada por el tinte y los ojos de un azul descolorido, a Serketa le gustaba hacer arrumacos y jugar a hacerse la niña.

En realidad, se aburría. Gracias a su padre, un viudo aficionado a las muchachas cada vez más jóvenes, podía satisfacer sus caprichos y comprar todo lo que le gustase. A la larga, su existencia se había vuelto tan aburrida que había buscado cualquier placer que pudiera poner fin a su neurastenia. El vino la había divertido por algún tiempo, aunque no había roto su soledad. Serketa soñaba con ser aún un bebé, mimada por su madre y su nodriza, protegida del mundo exterior.

Cuando encontró a Méhy por primera vez, en una recepción, había pensado que era grasiento, vulgar y pretencioso, pero él le había ofrecido una sensación desconocida: el miedo. Había en él una brutalidad apenas contenida que la fascinaba y que le era necesaria.

Puesto que el personaje apenas ocultaba sus ambiciones y parecía dispuesto a aplastar a quien se interpusiera en su camino, Serketa había decidido casarse con él. Tal vez, Méhy le proporcionaría sensaciones inéditas que la sacarían de su hastío.

–¿Cuánto tiempo va a durar todavía nuestro noviazgo?

–Depende de ti, querido. Desde que fuiste condecorado con el collar de oro ante Ramsés el Grande, mi padre te considera uno de los futuros altos dignatarios de Tebas.

–Y no tengo intención de decepcionarle.

Serketa mordisqueó la oreja derecha de Méhy.

–Y tú, tesoro, tampoco vas a decepcionarme, ¿verdad?

–No temas.

Molesto por la actitud de la pareja, el intendente descubrió su presencia golpeando la puerta, que estaba abierta.

–¿Qué ocurre? – preguntó Méhy.

–Vuestro visitante ha llegado.

–¡Pídele que espere y cierra esa puerta!

Serketa devoraba al oficial con la mirada.

–Bueno, ¿y esa boda?

–Lo antes posible, el tiempo necesario para organizar una gran recepción donde la nobleza tebana envidie nuestra felicidad.

–¿Quieres que me encargue yo de eso?

–Nadie lo haría mejor que tú, querida.

El oficial manoseó los pechos de su futura mujer, que emitió un gemido de placer.

–En lo del contrato de matrimonio, mi padre es bastante exigente.

–¿Qué contrato? – se extrañó Méhy.

–Mi padre piensa que, dada su fortuna, es preferible así. Está convencido de que seremos muy felices y tendremos varios hijos, pero, de todos modos, considera necesario un contrato de separación de bienes. ¿Qué importa eso, amor mío? No mezclemos el derecho con los sentimientos… Acaríciame otra vez.

Méhy lo hizo, aunque con menos entusiasmo que antes. La noticia le había caído como un jarro de agua fría, pues echar mano a la fortuna del padre de Serketa era una de las etapas fundamentales de su conquista del poder.

–Mi pavoroso león parece contrariado… ¿No será por ese simple detalle jurídico?

–No, claro que no… ¿Vendrás a vivir aquí, no es así?

–Pues claro. Me encanta esta casa, y está muy bien situada. Además, mi padre ha decidido pagar inmediatamente tus créditos y convertirte, así, en propietario.

–Es muy generoso. ¿Cómo puedo mostrarle mi agradecimiento?

–¡Haciendo que su hija enloquezca de amor!

La besó en la boca.

–Tendremos también una gran villa en la campiña tebana, otra en el Medio Egipto y una hermosa mansión en Menfis… Las propiedades estarán a mi nombre, pero eso sólo es una minucia más.

Méhy la habría violado, de buena gana, como un soldado, pero ella lo deseaba demasiado y él debía recibir a su visitante.

El capitán de carros empezaba ya a sobreponerse del golpe bajo que acababan de darle. El oficial había comprendido, hacía ya mucho tiempo, que la hipocresía y la mentira eran temibles armas gracias a las que se cambiaban, en propio beneficio, las situaciones comprometidas.

Fingiría aceptar y haber sido vencido para preparar mejor un contraataque decisivo. El padre de Serketa se equivocaba si creía que podía embridar a un hombre como él.

–Perdóname, delicia de mis sentidos, pero esta cita es realmente importante.

–Lo comprendo… Voy a ocuparme de nuestros preparativos de boda. Nos veremos esta noche, en la cena.


25


Méhy estaba orgulloso de su gran mansión. Para adquirirla, había tenido que convencer a un viejo noble tebano, afligido por su viudez, para que se la cediera a bajo precio. El oficial había salido ganando en todos los sentidos, puesto que la administración militar le había concedido un préstamo muy ventajoso. Y gracias a la fingida generosidad de su futuro suegro, se convertiría en propietario antes de lo previsto. En realidad, el padre de Serketa quería presentar a la alta sociedad un yerno aparentemente rico, al abrigo de cualquier problema financiero, sin revelar que era él, el notable, y sólo él, quien controlaba la situación. Pero Méhy le haría pagar muy cara esa humillación.


Los dos pisos de la mansión habían sido construidos sobre una plataforma elevada, para evitar la humedad. En la planta baja se encontraban las estancias reservadas a los criados, que estaban bajo las órdenes de un intendente. Méhy sólo comía el pan fabricado por su propio panadero y exigía la absoluta limpieza de sus vestidos, cuidadosamente lavados y aseados por su lavandero. En los peldaños de la escalera que conducía a los pisos superiores había jarrones que contenían ramos que eran reemplazados en cuanto las flores comenzaban a ajarse.

En el primer piso se encontraban las salas de recepción; en el segundo, el despacho del dueño de la casa, las alcobas, los cuartos de baño y las letrinas. El oficial había hecho instalar un sistema de cañerías para la evacuación de las aguas residuales. Además de ésta, la mansión disponía de otras comodidades que casi igualaban las del palacio del faraón.

Méhy detestaba los huertos y la tierra, y creía que ya había bastantes campesinos para encargarse de eso. Los hombres de su calidad merecían algo mejor, y sólo el centro de una gran ciudad como Tebas podía albergar una residencia digna de este nombre.

Cuando entró en la sala de recepción, Méhy disfrutó de la frescura del lugar que, gracias a un hábil sistema de ventilación, persistía incluso en verano. ¿Había algo más detestable que el calor?

El hombre con quien tanto había esperado encontrarse estaba sentado en un sillón cubierto por una tela multicolor. Había utilizado el agua perfumada de una jarra azul para lavarse las manos y los pies.

–Sé bienvenido, Daktair. ¿Qué te parece mi casa?

–¡Espléndida, capitán Méhy! No las he visto más hermosas.

Daktair era bajo, gordo y barbudo. Unos ojos negros animaban su rostro artero devorado por espesos pelos rojizos. Unas piernas demasiado cortas le daban el aspecto de un patán, pero sabía ser tan rápido como una serpiente cuando era preciso hacer frente a un adversario.

Hijo de un matemático griego y de una persa que se dedicaba a la química, Daktair había nacido en Menfis, donde, desde muy joven, había destacado por su pronunciada afición a la investigación científica. Desprovisto de cualquier sentido moral, el estudiante había comprendido rápidamente que apropiarse de las ideas de los demás le permitiría progresar a pasos de gigante, con un mínimo de esfuerzo por su parte. Pero ésa era sólo una estrategia puesta al servicio de su gran designio: convertir Egipto en una tierra ideal para una ciencia pura, libre de cualquier superstición, una ciencia que permitiera al hombre dominar la naturaleza.

Gracias a sus dotes de técnico e inventor, Daktair se había convertido en una persona indispensable para el alcalde de Menfis, antes de convertirse en el protegido del de Tebas, donde intentaba descifrar los arcanos de la antigua sabiduría. Sus cálculos para prevenir las crecidas del Nilo habían sido muy acertados, y había mejorado el método de observación de los planetas. Sin embargo, de momento eran sólo naderías; en un futuro impondría una nueva visión del mundo que sacaría a Egipto de su letargo y de sus caducas tradiciones, y lo encaminaría hacia el progreso. ¿De qué no sería capaz un país tan rico y poderoso cuando hubiera renunciado a sus viejas creencias?

–Os felicito por vuestro collar de oro, capitán. Es una recompensa merecida que os convierte en un hombre importante, cuya opinión será cada vez más escuchada.

–No tanto como la tuya, Daktair. He oído decir que el alcalde de Tebas no podría prescindir de tus consejos.

–Eso es decir mucho, pero es un hombre sagaz que, como yo, se preocupa más por el porvenir que por el pasado.

–También he oído decir que tus ideas molestan a algunas altas personalidades.

Daktair se mesó la espesa barba.

–Es difícil negarlo, capitán. Al sumo sacerdote de Karnak y a los especialistas que están a sus órdenes no les gustan demasiado mis investigaciones, pero yo no les tengo ningún miedo.

–¡Pareces muy seguro de ti mismo!

–Mis adversarios serán arrastrados muy pronto por un río más caudaloso que el Nilo: la curiosidad natural del ser humano. Todos necesitamos acumular conocimientos, y yo contribuyo a satisfacer esa necesidad. En un país tan tradicional como éste, el camino puede ser largo. Y, sin embargo, sería posible ganar tiempo, mucho tiempo…

–¿De qué modo?

–Apoderándonos de los secretos del Lugar de Verdad.

Méhy bebió un trago de vino blanco para disimular su emoción. ¿Iba a echarle mano a un aliado de envergadura?

–No te sigo… ¿Acaso no se trata de una simple corporación de constructores?

Daktair se humedeció la frente con un lienzo perfumado.

–Eso mismo creí yo durante mucho tiempo… pero me equivocaba. No sólo reúne a artesanos de excepcional competencia, sino que detenta, también, secretos de vital importancia.

–¿Secretos… de qué tipo?

–Si no temiera resultar grandilocuente, diría que se refieren a la vida eterna. ¿Acaso la cofradía del Lugar de Verdad no se encarga de preparar la morada de resurrección del faraón? A mi modo de ver, algunos de sus miembros conocen el proceso alquímico que permite transformar la cebada en oro (5), por no mencionar otros prodigios.

–¿Has hecho investigaciones acerca de esos misterios?

–Más de una vez, capitán, pero sin éxito alguno. El Lugar de Verdad sólo depende del faraón y del visir. La administración respondió con una negativa a cada una de mis peticiones de visita. Cuento con numerosos amigos en la alta administración, pero la aldea sigue siendo inaccesible.

–¿No es imprudente… tu posición?

–Ya he repetido varias veces las mismas cosas y se han reído en mis narices.

–Eso me han contado, pero quería oírlo de tus propios labios. Porque yo te tomo en serio.

Daktair se sorprendió.

–Me halagan vuestras palabras, capitán, pero ¿por qué os he convencido?

–Porque el Lugar de Verdad es también una de mis principales preocupaciones. Como tú, he intentado saber qué ocultan los altos muros de esa aldea, pero no lo he logrado. Un secreto tan bien guardado debe de ser de gran importancia.

–¡Excelente deducción, capitán!

Méhy miró a su huésped.

–No se trata de una deducción.

–¿Ah, no? Entonces…

–He visto el secreto del Lugar de Verdad.

El sabio se levantó; sus manos temblaban.

–¿De qué se trata?

–No seas tan impaciente. Yo te ofrezco la certeza de que existe, y tu ayuda será indispensable para conseguir apoderarnos de él y explotarlo. ¿Estás dispuesto a llegar a un acuerdo?


26


Los negros ojillos de Daktair se volvieron penetrantes, como si pudieran descubrir las intenciones ocultas del capitán Méhy.


–Un acuerdo, decís… Pero ¿qué clase de acuerdo?

–Eres un brillante científico, pero tus investigaciones chocan con infranqueables muros: los del Lugar de Verdad. Por razones personales, estoy decidido a destruir esa arcaica institución, aunque no antes de haberle arrancado sus tesoros y sus conocimientos secretos. Unamos nuestras fuerzas para lograrlo.

El sabio parecía perplejo.

–Eres competente e inteligente -prosiguió Méhy-, pero te faltan los medios materiales. Pronto dispondré de una de las mayores fortunas de Tebas y pienso utilizarla para extender mi influencia.

–Supongo que aspiráis a un altísimo cargo en el ejército.

–Evidentemente, pero eso es sólo una etapa de mi escalada. Egipto es viejo y está enfermo, Daktair. Hace ya demasiado tiempo que es gobernado por Ramsés el Grande, que ya sólo es un déspota senil, incapaz de percibir el porvenir y de tomar las decisiones adecuadas. Su larguísimo reinado condena al país a una pasividad peligrosa.

El huésped del capitán Méhy estaba pálido.

–¡¿No estaréis hablando en serio?!

–Soy lúcido y racional, y ésas son unas cualidades indispensables cuando se aspira a altas funciones.

–¡Pero Ramsés el Grande es una institución en sí mismo! Nunca he oído la menor crítica contra él… Gracias a Ramsés se inició una era de paz.

–Sólo es el preludio de nuevos conflictos para los que Egipto no está preparado. Ramsés el Grande ya no tardará en desaparecer, y nadie le sustituirá. Con él se extinguirá una forma de civilización caduca. Yo lo he comprendido. Y tú también, Daktair. Encárgate de hacer progresar las ideas; yo me ocuparé de las instituciones. Ésa es la base de nuestro acuerdo. Para que se haga realidad, debemos adueñarnos de los principales elementos que forman el poder de Egipto, a la cabeza de los cuales está el Lugar de Verdad.

–Olvidáis el ejército, la policía, la…

–Te repito que yo me encargaré de ello. La fortuna del faraón no depende de sus tropas de élite, que yo conseguiré controlar, sino de la misteriosa ciencia de sus artesanos que, al mismo tiempo, saben crear una morada de eternidad y procurarle oro en cantidad.

Daktair empezaba a entusiasmarse.

–Sabéis mucho sobre el Lugar de Verdad…

–Lo que vi me demostró que ni tú ni yo nos equivocábamos sobre la magnitud de su ciencia.

–Y no queréis decirme más, ¿no es cierto?

–¿Aceptas convertirte en mi aliado?

–Es peligroso, capitán, muy peligroso…

–Exacto. Tendremos que avanzar con tanta prudencia como determinación. Si te falta valor, renuncia.

Si Daktair no se comprometía, Méhy tendría que liquidarle. No podía dejar con vida a un hombre a quien había revelado parte de sus planes.

El sabio vacilaba. Méhy le ofrecía la oportunidad de realizar sus más enloquecidos planes, aunque tomando un camino peligroso. Pensando en la supremacía de la ciencia, Daktair había olvidado que el Estado faraónico y sus fuerzas armadas no iban a desinteresarse de semejante trastorno. Tras su sonrisa y sus buenas maneras, Méhy ocultaba un alma de asesino. En el fondo, no tenía alternativa: o colaboraba de buena gana o sería aniquilado de un modo brutal.

–De acuerdo, capitán. Unamos nuestros deseos y nuestras fuerzas.

El rostro lunar del oficial se iluminó.

–¡Es un gran momento, Daktair! Gracias a nosotros, Egipto tendrá un porvenir brillante. Sellemos nuestro pacto bebiendo un gran caldo que data del año cinco de Ramsés.

–Lo siento, pero sólo bebo agua.

–¿Ni siquiera en tan excepcional ocasión?

–Prefiero mantener las ideas claras en cualquier circunstancia.

–Me gustan los hombres de carácter. Mañana mismo iniciaré una serie de visitas oficiales para proponer un plan de mejora del funcionamiento de las fuerzas armadas tebanas. No tendré ninguna dificultad para imponerlo, y eso me supondrá un ascenso. Después de mi boda, obtendré la consideración de numerosos notables e iré introduciéndome, poco a poco, en las instancias dirigentes, hasta el punto de hacerme indispensable.

–Por mi parte -precisó Daktair-, tengo fundadas esperanzas de ser nombrado adjunto al jefe del laboratorio central de Tebas.

–Para ello sólo necesitarás una palabra de mi futuro suegro. Sin embargo, deberás dejar pasar algún tiempo para tomar el mando.

–Será una etapa importante que me permitirá emprender unas investigaciones desaconsejadas hasta hoy y utilizar nuevos recursos técnicos.

Méhy pensó inmediatamente en la fabricación de nuevas armas que hicieran invencibles las tropas que estuvieran a sus órdenes.

–Tenemos que dejar las cosas claras sobre el Lugar de Verdad para distinguir lo cierto de lo que no lo es -exigió el oficial-. Sabemos que un experimentado escriba, nombrado por el faraón, se encarga de la administración de la aldea. Durante muchos años, Ramosis ha realizado esta función, sobre la que nadie ha podido arrancarle ni una palabra. Sólo conozco el nombre de su sucesor, porque firma los documentos oficiales: Kenhir. Necesitamos toda la información posible sobre este personaje. Si resulta ser influenciable, podríamos golpear directamente en la cabeza.

–Sí, pero sólo si realmente es él el verdadero patrón de la cofradía -objetó el sabio.

–Forzosamente habrá un maestro de obras, o varios, incluso, y toda una jerarquía… Es esencial conocer el nombre y el papel exacto de cada uno de los dirigentes.

–Es evidente que los artesanos no hablarán, pero en el caso de los auxiliares es otra cosa…

–Si no me equivoco, no pueden entrar en la aldea.

–Eso es cierto, capitán, pero asisten a algunos acontecimientos.

–El aprovisionamiento de agua, alimento, ropa, ya lo sé… ¿Y de qué nos sirve eso a nosotros?

Daktair esbozó una sonrisa de satisfacción.

–El examen detallado de los distintos productos nos ayudará a conocer el nivel de vida de la cofradía y el número aproximado de sus miembros.

–Interesante -reconoció Méhy-. ¿Tienes ya informadores?

–Sólo uno, un lavandero a quien ofrecí un polvo milagroso gracias al que lava con más rapidez la ropa sucia. Es sólo un comienzo… Si pagamos su precio, obtendremos otras ayudas. El lavandero me habló de un episodio excepcional en la vida de la cofradía.

Por unos instantes, Daktair dejó que a Méhy se le hiciera la boca agua.

–Hace mucho tiempo que no se admitía a un nuevo artesano -prosiguió-. Ahora bien, un hombre joven, Nefer el Silencioso, ha sido reconocido como digno de confianza por el tribunal del Lugar de Verdad. Su andadura es bastante sorprendente, puesto que abandonó la aldea donde había sido educado para viajar durante varios años antes de regresar.

–Es curioso, en efecto… ¿Acaso tenía algo que reprocharse?

–Tendremos que averiguarlo. Además, el joven iba acompañado por una mujer procedente del exterior, probablemente hija de un tebano acomodado.

–¿Están casados?

–Ése es otro punto que hay que verificar.

Méhy imaginaba ya varias estrategias para poner en dificultades al Lugar de Verdad y obligar a sus dirigentes a salir de su espacio protegido. Una vez agrietados, los muros de la aldea no tardarían en derrumbarse.

–Mi querido Daktair, no creía que nuestro primer encuentro diera tantos frutos.

–Yo tampoco, capitán.

–Nuestra tarea se anuncia difícil y la paciencia no es la primera de mis virtudes. Sin embargo, será preciso practicarla. Y, ahora, a trabajar.


27


Beken, el alfarero, estaba contento de sí mismo. Como jefe de los auxiliares del Lugar de Verdad, trapicheaba hábilmente con sus horas de trabajo efectivo y aprovechaba su posición para obtener algunas ventajas que pudieran hacerle la vida más agradable. Por eso había metido en su cama a la hija de un zapatero, más preocupado por conservar su empleo que por la virtud de su progenie. No era hermosa ni inteligente, pero tenía veinticinco años menos que él.


–Ven junto a mí, palomita… No voy a comerte.

La moza permanecía acurrucada junto a la puerta de entrada.

–Soy un hombre bueno y generoso. Si eres amable conmigo, te ofreceré una excelente comida y tu padre seguirá ejerciendo su oficio sin preocupación alguna.

La muchacha dio un paso con el estómago revuelto.

–Acércate un poco más, pequeño gorrión. Vamos, no lo lamentarás en absoluto. Comienza quitándote la túnica…

Con extremada lentitud, la hija del zapatero obedeció.

Cuando Beken tendía los brazos para apoderarse de su presa, la puerta de la casa se abrió de golpe, chocó violentamente con su hombro y le derribó.

Asustada, la muchacha vio aparecer a un joven coloso que parecía un toro furioso e intentó, torpemente, ocultar sus formas con la túnica.

–Sal de aquí -le ordenó.

Ella huyó lloriqueando mientras el coloso levantaba a su víctima cogiéndole del pelo.

–¿Eres Beken, el alfarero, jefe de los auxiliares del Lugar de Verdad?

–Sí, sí, pero… ¿qué quieres de mí?

–Mi nombre es Ardiente y tenía que verte en seguida para que me confíes algún trabajo.

–¡Suéltame, me haces daño!

El muchacho arrojó al alfarero sobre la cama.

–Vamos a llevarnos bien, Beken; pero te lo advierto: la paciencia no es mi fuerte.

El jefe de los auxiliares se incorporó, furioso.

–Pero ¿sabes con quién estás hablando? Sin mí, no llegarás a ninguna parte.

Ardiente empujó a Beken contra la pared.

–Si me causas problemas, me enfadaré… y cuando me enfado, soy incapaz de controlarme.

Beken no se tomó a la ligera la ira que brillaba en la mirada de Ardiente.

–¡Bueno, bueno, pero cálmate!

–Me molesta que un tipo de tu clase me dé órdenes.

El alfarero recobró algo de orgullo.

–De todos modos, tendrás que obedecerme. Soy el jefe de los auxiliares y me gusta que el trabajo esté bien hecho.

–Entonces seré tu brazo derecho y no voy a decepcionarte. Puesto que tu trabajo es abrumador, necesitas un ayudante eficaz.

–No es tan fácil…

–No me vengas con cuentos. Está decidido, me instalaré aquí. Me gusta este sitio, y tengo sueño.

–Pero… ¡Ésta es mi casa!

–Me horroriza repetir las cosas, Beken. No olvides traerme tortas calientes, queso y leche fresca, un poco antes del amanecer. Nuestra jornada promete ser dura.


Ardiente sólo había necesitado tres horas de sueño y despertó cuando lo había decidido, mucho antes del amanecer. Había comido pan seco y dátiles, y después había salido de la morada de Beken para ocultarse en el establo, donde una vaca gorda le había observado con sus apacibles ojos. Todos sabían que la vaca era una de las encarnaciones de Hator, diosa del amor, y que su mirada tenía una inigualable belleza.

Y entonces ocurrió lo que Ardiente había previsto: el alfarero se acercaba acompañado por dos mocetones, cada uno de los cuales llevaba un garrote. Beken no tenía intención de ceder y consideraba que un serio correctivo disuadiría al aguafiestas de importunarle otra vez.

Ardiente vio cómo los tres hombres entraban en la casa y salió del establo para escuchar los garrotazos que asestaban a la cama donde, supuestamente, él debería estar acostado. El joven se dirigió a la cabana y entró cuando los cómplices de Beken concluían su tarea.

–¿Me buscáis?

Aterrorizado, el alfarero se colocó detrás de sus acólitos. El primero se abalanzó sobre Ardiente, que cogió un taburete y le derribó. El segundo consiguió golpear al joven coloso en el hombro izquierdo, pero recibió un puñetazo tan fuerte que le reventó la nariz y cayó al suelo con los brazos en cruz.

–Ya sólo quedas tú, Beken.

El alfarero estaba aterrorizado.

–Me has decepcionado mucho. No sólo eres cobarde, sino también estúpido. Si vuelves a hacerlo, te romperé los brazos… y adiós alfarería. ¿Lo has entendido ahora?

Beken asintió con rápidos movimientos de cabeza.

–Ahora llévate a esos dos canijos y tráeme comida. Tengo hambre.

Con ostensible orgullo, Ardiente franqueó los cinco fortines en compañía de Beken, el alfarero, que le presentó a los guardianes como su asistente. Kenhir, el escriba de la Tumba, les había informado de que se había contratado al joven, pero nadie esperaba un ascenso tan rápido.

Hacía mucho tiempo que el alfarero no había llegado tan pronto al lugar reservado para los auxiliares. Incluso Obed el herrero, que era muy madrugador, estaba durmiendo todavía.

–¡Todo el mundo en pie! – ordenó Ardiente con voz atronadora, que despertó a los escasos auxiliares autorizados a dormir cerca de la aldea.

Todos se levantaron, molestos e inquietos. ¿De qué catástrofe acababa de ser víctima el Lugar de Verdad?

–Beken me ha advertido de que sois todos unos holgazanes -declaró Ardiente- y no está dispuesto a soportarlo más. Cada uno de vosotros se limita a su pequeño oficio y no se preocupa de los demás. Eso debe cambiar. A partir de hoy, todo el mundo participará en la descarga de los géneros, que hasta ahora ha sido demasiado lenta y caótica. Luego iré a hablar con cada uno de vosotros para poner en claro las tareas en curso y asegurarme de que no hay retrasos.

Somnoliento aún, el herrero protestó.

–Qué estás diciendo… ¡Ésas no son las órdenes de Beken!

–Él me las ha comunicado así, y yo voy a hacer que las cumpláis al pie de la letra.

El alfarero hinchó el pecho. A fin de cuentas, la intervención de Ardiente reafirmaba su autoridad, que últimamente había perdido credibilidad.

–He comprobado cierta relajación entre vosotros -afirmó-. Por eso he tomado nuevas decisiones y he contratado a un ayudante para que se apliquen con rigor.

Ardiente señaló con el índice a un mocetón de musculosas piernas.

–Tú correrás hasta el llano y reunirás a los hombres que ya deberían estar aquí. No somos funcionarios a los que les pagan para dormir en sus despachos, sino auxiliares del Lugar de Verdad. No debemos dejarnos dominar por la rutina, o no tardarán en despedirnos.

Ardiente dio en el blanco con su discurso, y nadie protestó.

–Beken será el primero en dar ejemplo -advirtió Ardiente-. Fabricará más jarras en un solo día que durante los dos últimos meses.

–Sí, sí… Me comprometo a ello.

–Si tomamos conciencia de la importancia de nuestro trabajo, lo haremos mucho mejor. Comenzaré por examinar el tuyo, herrero.

–¿Te crees capaz de ello?

–Tú me enseñarás.


28


La boda de Méhy y de Serketa había sido suntuosa. Quinientos invitados, la flor y nata de la nobleza tebana, todos los altos dignatarios… Sólo había faltado Ramsés el Grande, pero el viejo monarca no abandonaba su palacio de Karnak, donde trabajaba con su fiel Ameni, que reducía las audiencias al mínimo.


Ebria, Serketa se había derrumbado sobre unos almohadones. Todos los invitados se habían marchado ya de la inmensa villa de su padre. Mosis, el tesorero principal de Tebas, bebía un caldo de legumbres para disipar su jaqueca mientras Méhy, extrañamente tranquilo, contemplaba la alberca de los lotos. Mosis, un cincuentón rechoncho y atento, parecía perpetuamente preocupado. Una precoz calvicie le hacía parecerse a los «sacerdotes puros» de los templos con los que, sin embargo, no tenía afinidad alguna. Desde su infancia, Mosis hacía juegos malabares con las cifras y se interesaba por la administración. No había dejado de enriquecerse cediendo a otros el servicio de los dioses y su viudez había aumentado, más aún, su avidez de fortuna. Había reconocido en Méhy esos mismos deseos, y ésta era la causa de que se hubiera dejado convencer por su hija y lo había elegido como yerno.

–¿Eres feliz, Méhy?

–Ha sido una recepción inolvidable. Serketa es una magnífica ama de casa.

–Ya te han admitido en la alta sociedad… ¿Y si habláramos de tu porvenir?

–Mi porvenir, sin duda, está en el ejército… pero éste está aletargado desde hace tiempo.

–Es normal -estimó Mosis-. Gracias a Ramsés el Grande se ha establecido una paz duradera, y los oficiales superiores se preocupan más por hacer carrera en la administración que por combatir a enemigos inexistentes. ¿Tienes alguna ambición concreta?

–Deseo reorganizar las tropas de élite, de modo que la seguridad de la ciudad quede perfectamente garantizada.

–Es una tarea loable, pero debes mirar más allá. ¿Qué te parecería un puesto de tesorero principal adjunto de la provincia de Tebas? Te asistiría una gran cantidad de escribas que resolverían los problemas que pudieran surgir, y yo te daría algunos consejos para que obtuvieras el máximo beneficio personal de tu gestión, dentro del marco de la legalidad, claro está.

–Sois muy generoso, pero no sé si mis competencias…

–Nada de falsa modestia. Eres un hombre de cifras, como yo, y te las arreglarás perfectamente.

–No me gustaría dejar el ejército.

–Y no es necesario que lo hagas. Obtendrás galones rápidamente y jugarás en ambos terrenos, civil y militar, como tantos otros oficiales superiores. Ramsés es muy viejo ya, y ha preparado su sucesión, pero ¿quién puede saber cómo se comportará Merenptah, el hijo a quien desea ver reinar?

–¿Le conocéis?

–No lo suficiente. Es un hombre recto, casi inflexible, de carácter tan difícil como su padre y hostil a las innovaciones. Debemos prepararnos para un reinado conservador, sin demasiada envergadura, durante el que nuestra querida Tebas mantendrá su lugar preeminente. Pero la longevidad de Ramsés el Grande todavía puede sorprendernos… Si Merenptah muriera antes que él, ¿quién heredaría el trono?

–¿Tenéis acaso un candidato?

–¡Claro que no! Yo me encargo de las finanzas, no de los peligrosos juegos del poder, de los que mi yerno no debe ser víctima. Ocuparás, pues, una posición estratégica para hacer frente a cualquier eventualidad: te necesitarán como soldado o como administrador. En caso de disturbios, ni mi hija ni su marido correrán riesgo alguno.

–He conocido a un hombre extraño, un sabio extranjero llamado Daktair.

–El alcalde de Tebas se ha encaprichado con él. Es una especie de inventor cuyo cerebro no deja de trabajar.

–Me ha parecido simpático y me gustaría hacerle un favor. ¿Podríamos ayudarle a convertirse en uno de los responsables del laboratorio central de Tebas?

–Sin duda alguna, es una excelente idea. El extranjero despabilará a algunos investigadores adormecidos y nos deberá su ascenso. Tal vez algún día pueda sernos de utilidad. Aprende a rodearte de deudores, Méhy, y acumula informes sobre ellos. Te detestarán, pero estarán obligados a obedecerte sin rechistar.

–Hay un detalle que me molesta, querido suegro.

–¿Cuál?

–¿Por qué no confiáis en mí?

–Me sorprende tu pregunta. Después de tantos planes de futuro…

–Si realmente confiáis en mí, ¿por qué habéis exigido un contrato de separación de bienes?

Mosis apuró su bol de caldo.

–Ignoras lo que es la fortuna, Méhy, y no sé cómo vas a comportarte con mi hija. Tal vez le serás infiel, podrías desear divorciarte… Al primer paso en falso, lo perderás todo. Pretendo, así, proteger a Serketa, y nadie me hará cambiar de opinión. Resuelto este problema, te ayudaré a convertirte en alguien importante, pues mi yerno no puede ser un hombre mediocre. Gozarás de todos los placeres de la existencia, los nobles te envidiarán… ¿Qué más deseas? Aprovecha tu suerte, Méhy, y no exijas más.

–Prudentes consejos, querido suegro.


Una pareja de ibis desplegaba sus anchas alas en el cielo anaranjado del ocaso. Sobre el Nilo, diversas embarcaciones bogaban gracias al viento del norte y jugaban con las corrientes. El capitán Méhy y Daktair tomaban el fresco a bordo de un barco de seis remeros, provisto de una vela blanca nueva.

–El alcalde de Tebas me ha nombrado adjunto al director del laboratorio central -reveló Daktair-. Supongo que vuestra intervención ha tenido algo que ver…

–Mi suegro te aprecia y no tiene la menor idea de tu verdadera personalidad. ¿Cómo ha recibido la noticia el director?

–Bastante mal. Es un hombre con experiencia, educado en Karnak por científicos de la vieja escuela y que se contenta con los conocimientos adquiridos. Me ha rogado encarecidamente que me limite a los experimentos autorizados y no tome iniciativa alguna. Estoy bajo vigilancia y no puedo actuar a mis anchas.

–Paciencia, Daktair. Tu superior no vivirá eternamente.

–No me parece que tenga problemas de salud.

–Ya, pero hay muchas maneras de deshacerse de un obstáculo…

–No sé si os entiendo, capitán…

–No te hagas el ingenuo, Daktair. De momento, no levantes polvareda; limítate a obedecer las consignas. ¿Por qué deseabas verme en seguida?

–Gracias a mis contactos en palacio, me he enterado de que Ramsés el Grande ha concedido una larga audiencia a Ramosis, el ex escriba de la Tumba que hacía varios años que no salía de la aldea. Ramosis no es un hombre desconfiado; ha revelado a un cortesano, un viejo conocido, que el rey tiene grandes proyectos para el Lugar de Verdad.

–¡Menuda novedad! En su última aparición oficial en Tebas, Ramsés sermoneó al administrador de la orilla oeste, que solicitaba el cierre de la aldea y la dispersión de los artesanos.

–No deseo combatir contra Ramsés… ¡La lucha sería demasiado desigual!

–Es sólo un anciano.

–¿Debo recordaros que es el faraón y el dueño del Lugar de Verdad? No damos la talla, Méhy; abandonemos antes de que sea demasiado tarde.

–¿Olvidas los secretos vitales que tanto deseas conocer?

–No, claro que no, pero están fuera de mi alcance.

–Te equivocas, Daktair, y te lo demostraré. Recuerda que.has emprendido un camino y que ya no puedes dar marcha atrás. ¿Qué más has sabido?

–El escriba Ramosis se alegra de que Nefer el Silencioso haya sido admitido en la cofradía, pues está convencido de que éste preservará su prestigio.

–Dicho de otro modo, le considera como uno de sus futuros dirigentes.

–Es sólo la opinión de Ramosis -objetó el sabio-, pero lleva el título de «escriba de Maat» y goza de la estima general. Me he enterado también de otra cosa: Nefer está casado con Clara, admitida en la cofradía al mismo tiempo que él.

Méhy contemplaba el Nilo, pensativo.

–Para debilitar el Lugar de Verdad, primero hay que desacreditarlo -dijo-. Cuando su reputación haya sido pisoteada, ni siquiera el rey podrá defenderlo. Y tenemos posibilidades de conseguirlo.


29


–¡Cederás, Ardiente, debes ceder!


–Habla, Obed, habla.

El herrero y el nuevo adjunto del alfarero estaban haciendo un pulso en la forja, bajo la mirada de los demás auxiliares.

–Soy el hombre más fuerte del Lugar de Verdad y seguiré siéndolo -afirmó Obed.

–No malgastes tu energía.

El brazo de Ardiente era tan duro como una piedra. Obed no lograba doblegarlo. Lenta, muy lentamente, el brazo del herrero comenzó a inclinarse. Utilizando sus últimas fuerzas, consiguió frenar, por unos instantes, el inexorable descenso. Pero la presión fue demasiado intensa y el herrero acabó por ceder, soltando un alarido.

Obed se secó la frente, empapada en sudor, con el dorso de la mano izquierda. En cambio, la frente del joven coloso estaba completamente seca.

–Hasta hoy nadie me había vencido. ¿Qué extraña energía corre por tus venas?

–Te ha faltado concentración -consideró Ardiente-. Yo produzco la fuerza que necesito según mis necesidades.

–¡A veces me das miedo!

–Mientras seas mi amigo, no tienes nada que temer.

Ardiente pasaba buena parte del día en la forja, donde Obed le había enseñado a fabricar y reparar herramientas de metal. El técnico no contaba sus horas, a diferencia de la mayoría de los auxiliares, a quienes el muchacho no dejaba de azuzar.

–No tienes muchos amigos -observó Obed-. Por lo general, el jefe de los auxiliares procura no herir las susceptibilidades de los unos y los otros, e intenta reducir al máximo la cadencia. Beken el alfarero lo hacía a las mil maravillas… Desde tu nombramiento, este lugar parece una colmena. Pero, según dicen, el escriba de la Tumba, ese gruñón de Kenhir, está bastante satisfecho.

–Pues entonces, me apoyará.

–¡De ningún modo! Es un tipo espantoso, desabrido y autoritario. Debes evitarlo.

–¿Por qué fue elegido para el cargo?

–No lo sé… Fue voluntad del faraón, pero todos preferimos a Ramosis, mucho más humano y generoso. Nos ofrece su generosidad sin pedirnos nada a cambio, y cuando él ocupaba el cargo de escriba de la Tumba reinaba la alegría. Con Kenhir, la atmósfera ha cambiado mucho.

–¿Por qué no solicitas la admisión en la cofradía?

–Soy demasiado viejo y me gusta mi oficio. Un herrero sólo puede formar parte de los auxiliares.

–¿Y eso te parece justo?

–Son las leyes del Lugar de Verdad, y estoy satisfecho con mi suerte. Si fueras razonable, harías como yo.

Ardiente salió de la forja para comprobar que se seguían las instrucciones de Beken el alfarero. Sucedía así desde hacía varias semanas y al muchacho comenzaba a gustarle una ingrata tarea que le obligaba a velar por la calidad del agua, del pescado, de la carne, de las legumbres, de la leña, de la ropa que los lavanderos entregaban o de las vasijas.

Siguiendo la tradición, las distintas actividades de los auxiliares eran más o menos intensas en función de los cuartos de la luna. «Los del exterior», llamados también «los que portan», habían comprendido que el muchacho no demostraría indulgencia alguna con los inútiles y los tramposos. Las mujeres que se encargaban de recoger los frutos perdían menos tiempo en chácharas, y los conductores se detenían con menos frecuencia para beber y discutir en el camino a la aldea. Ardiente exigía más de los pescadores y los hortelanos, que tendían a esforzarse lo mínimo, y él mismo probaba los panes del panadero. Al principio había rechazado los productos que no eran perfectos, a causa de una harina no demasiado buena. Desde aquella intervención, el auxiliar no había vuelto a cometer ese error, e incluso había elaborado pasteles de miel y pasta de almendra, muy apreciados por los artesanos.

Ardiente había acompañado a los pastores por las franjas de tierra empapada, junto a las marismas, donde la hierba crecía espesa y el ganado pastaba apaciblemente. Disfrutando de la compañía de aquellos hombres rudos, el joven dormía en una choza de caña, y escuchaba sus quejas; había comprendido su temor a los cocodrilos y a los mosquitos, pero seguía mostrándose inflexible. Pese a sus dificultades, no debían pasar el día tocando la flauta y dormitando junto a los perros, sino que debían aprovisionar el Lugar de Verdad de acuerdo con sus contratos. Tras los primeros contactos, más bien acerbos, la simpatía había prevalecido y Ardiente se había hecho escuchar.

Sin embargo, al dirigirse hacia la carnicería al aire libre, el muchacho sabía que probablemente fracasaría con el carnicero.

Des, el jefe carnicero, llevaba el pelo corto e iba ataviado con un taparrabos de cuero, del que colgaban un cuchillo y una piedra de amolar. Había dejado de trabajar, mientras sus ayudantes desplumaban ocas y patos antes de vaciarlos, salarlos y colgarlos de una larga pértiga o meterlos en conserva en grandes jarras.

–Salud, Des. ¿Estás enfermo?

–Estoy descansando. ¿Te molesta?

–Esta mañana te han entregado una gacela y un buey. Las marmitas están listas, sólo esperan los pedazos de carne que tú debías cortar.

–Me duelen las manos.

–Enséñamelas.

–Ah, pero ¿eres médico?

–Enséñamelas de todos modos.

–Si quieres carne, córtala tú mismo.

Ardiente cogió el cuchillo de sílex de un asistente y cortó la pata anterior izquierda del buey, de acuerdo con las prescripciones rituales. De este modo, el animal sacrificado ofrecía toda su energía a quienes lo consumían.

La sangre, que se recogía en un bol, era sana. Ardiente introdujo la hoja en las junturas, cortó los tendones, seleccionó los mejores trozos y los entregó a los cocineros. El hígado del buey también sería un bocado exquisito.

–Soy menos hábil que tú, Des, pero la mesa de los artesanos estará bien provista.

–Mejor para ellos.

El carnicero mascaba carne cruda.

–Ahora se impone una pregunta: ¿de qué sirves tú?

Des miró al joven con rencor.

–¿Crees que me impresionas, chiquillo? Soy el jefe carnicero y seguiré siéndolo. Tus órdenes o las del alfarero me importan un bledo.

–¿Por qué vas a tener derecho a un trato de favor, Des? Llevas demasiados años haciendo lo que quieres. Beken me ha dicho que tú eres el cabecilla de los auxiliares. Vas a pasar por el aro y servir correctamente al Lugar de Verdad.

Los ayudantes y los cocineros se marcharon. Conociendo el carácter del jefe carnicero, temían lo peor y no deseaban ser testigos del inevitable drama. Luego, tomarían partido por Des.

El carnicero se levantó blandiendo su cuchillo. Era más bajo y menos corpulento que Ardiente, pero sus antebrazos y sus bíceps habrían aterrorizado a cualquier adversario.

–Arreglaremos esto limpiamente, muchacho. Te cortaré algunos tendones y así ya no podrás caminar. Un impedido ya no nos molestará.

Ardiente arrojó su cuchillo.

–¿Crees poder defenderte únicamente con las manos?

Sobreexcitado, el carnicero se lanzó contra Ardiente, dirigiendo la hoja del cuchillo hacia el vientre del muchacho, que esquivó el ataque en el último instante. Des fue arrastrado por su impulso y no tuvo tiempo de volverse antes del ataque de su adversario, que le hizo una llave en el brazo, obligándole a soltar el arma, y le apretó el cuello hasta cortarle la respiración.

–Puedes elegir, Des: respetas las consignas como los demás o te rompo el cuello. Un simple accidente de trabajo del que serías por completo responsable.

–No… no te atreverás.

La presión aumentó.

–¡De acuerdo, de acuerdo!

–¿Me das tu palabra?

–Te la doy.

Liberado, el carnicero cayó de rodillas e inspiró, golosamente, el aire que le faltaba.

–Tengo hambre -gritó Ardiente dirigiéndose a los carniceros-. Que me sirvan un buen trozo de carne.


30


Abry abofeteó a su hija, que comenzó a aullar y corrió a refugiarse en la habitación de su madre. Desde que había sido severamente reprendido por Ramsés el Grande, durante una audiencia pública, el administrador principal de la orilla oeste de Tebas veía cómo el estado de sus nervios se degradaba día tras día. No soportaba a su personal, ni a sus criados, ni siquiera a su propia familia. La menor contrariedad le hacía montar en cólera, y aguardaba con ansiedad el decreto de revocación, que le devolvería a la simple condición de escriba, sin villa oficial, sin silla de manos y sin abnegados servidores. Tendría que soportar la mirada irónica o vengativa de aquellos a quienes había apartado, a menudo sin miramientos, para obtener su cargo. Furiosa por la reducción de su tren de vida, su mujer pediría el divorcio y obtendría la custodia de sus dos hijos.


Abry no tenía valor para suicidarse. La mejor solución habría sido huir para empezar una nueva vida en el extranjero, pero abandonar el paraíso tebano estaba por encima de sus fuerzas. Sólo le quedaba, pues, soportar su inexorable decadencia.

–Señor, el capitán Méhy desea veros -le avisó su intendente.

–No recibo a nadie.

–Insiste.

Harto, Abry accedió.

–Que se reúna conmigo en la sala de recepción.

El administrador de la orilla oeste había pensado pintar la estancia, pero tenía que renunciar a nuevos gastos. Con los párpados agitados por un tic, recorrió la estancia de un lado a otro.

Vestido a la última moda, con brazaletes en las muñecas y excesivamente perfumado, el capitán Méhy avanzó con arrogancia.

–Gracias por recibirme, Abry. Tenéis una mansión preciosa.

–¿Venís, como un buitre, a saciaros con mis despojos?

–Confidencialmente, no me gustaron los reproches del rey.

Abry se quedó pasmado.

–¿No vais a decirme… que aprobáis mi posición?

–Por supuesto, querido. Vuestros argumentos me parecieron muy acertados.

Pasada su sorpresa, el administrador sintió desconfianza. Aquel joven oficial podía ser un provocador.

–La palabra de Ramsés es sagrada.

–Naturalmente -reconoció Méhy-, pero ningún hombre es infalible y nuestro amado soberano es, hoy en día, un anciano demasiado anclado en el pasado. Aun venerando su grandeza, ¿no debemos tener cierto espíritu crítico para preparar mejor el porvenir?

Abry se inmovilizó.

–Lo que estáis diciendo es muy grave, capitán.

–Como oficial, debo ser lúcido. En caso de conflicto, nuestro ejército no estaría preparado para combatir, y Egipto podría ser derrotado. Por ello propongo reformas que mis superiores estudian con benevolencia. Como veis, mis intenciones no son, en absoluto, destructivas.

Algo más tranquilo, Abry se sentó en un banco de piedra.

–¿Os gusta el vino de dátiles con anís?

–Por supuesto.

El alto funcionario hizo que sirvieran vino a su huésped y se instaló frente a él.

–¿Por qué debo confiar en vos, Méhy?

–Porque soy el único que os apoya en esta empresa. Sabéis que acabo de casarme con la hija del tesorero principal de Tebas y que mi influencia irá en aumento. ¿Por qué iba a interesarme por un perdedor si no compartiera sus opiniones?

Abry solía dar durísimos golpes a sus adversarios. Hoy le tocaba recibirlos.

–Mis días están contados… Ya no soy útil para nadie.

–Os equivocáis, Abry. Mi suegro está de vuestro lado y, sabiamente, ha ido destilando mensajes defendiendo que seáis mantenido como administrador de la orilla oeste. Los rumores son bastante reconfortantes.

–Ramsés, y sólo él, toma las decisiones.

–Pero conoce vuestras opiniones, ¿por qué iba a reemplazaros por un dignatario de ideas inciertas? El rey se opuso firmemente a vuestro programa, por lo que no podréis aplicarlo, y deberéis limitaros a administrar vuestro sector como en el pasado, sin tocar los privilegios de los artesanos.

–¿Lo… lo decís en serio?

–Ramsés es un hombre muy hábil, cuya autoridad nadie discute. La orden que dio no puede ser transgredida y, puesto que teméis por vuestro cargo, vos seréis el primero que vele por su estricta aplicación. ¿Acaso no sois vos el más eficaz defensor del Lugar de Verdad?

En su fuero interno, el administrador debió admitir que Méhy no estaba equivocado.

–Conservaréis vuestro cargo y os ayudaré a fortalecer vuestra posición -prometió el capitán.

–Nada es gratuito… ¿Qué deseáis a cambio?

–Lo mismo que vos: destruir el Lugar de Verdad.

–No os comprendo… A mi modo de ver, hay que gravar con impuestos a toda la población y no permitir que nadie deje de pagarlos. Pero vos… ¿Cuáles son vuestros agravios?

–Frente al necesario proceso de modernización del país, esta cofradía es una anomalía que debe desaparecer.

Abry sintió que su interlocutor le ocultaba sus verdaderos motivos pero, en el fondo, no le importaba. ¿No era Méhy un mensajero de buen augurio? Le proporcionaba esperanza y le ofrecía un buen porvenir.

–No veo cómo puedo ayudaros. Acabáis de explicarme que mi tarea consistirá en proteger la aldea de los artesanos de cualquier agresión.

–Aparentemente, amigo, sólo aparentemente. Ni tasas ni impuesto específico de momento, una actitud de fingida benevolencia, una visible adhesión a la voluntad del rey, ésa es vuestra línea de actuación oficial.

–¿Y… cuál será la otra?

–Ir zapando, poco a poco, los cimientos de la cofradía.

–¡Pero eso supone correr considerables riesgos!

–Menos de los que imagináis, Abry. Tranquilizaos: soy un hombre muy prudente que sabe actuar en las sombras. Vos mismo habéis aprendido que es recomendable golpear al enemigo por la espalda y no afrontarlo a cara descubierta. Mis exigencias actuales son muy simples: ¿aceptáis confiarme lo que sabéis sobre el Lugar de Verdad?

–Poca cosa, sin embargo, se trata de informaciones estrictamente confidenciales. Si os las comunico, me convierto en vuestro cómplice.

–En mi cómplice, no; en mi aliado.

–¿Hasta dónde pensáis llegar, Méhy?

–¿Realmente deseáis saberlo?

La irrupción de la esposa del administrador interrumpió la conversación. Alta, morena, estaba sobreexcitada.

–¿Por qué has abofeteado a la pequeña?

–Te presento al capitán Méhy. Te agradecería que no hablases de nuestros asuntos de familia delante de él.

–¿Le has dicho que nos estás haciendo la vida imposible con tus cóleras cada vez más frecuentes?

–¡Contente, querida!

–¡Estoy harta de contenerme! ¿Por qué tengo que seguir sufriendo tus cambios de humor? ¡Que el capitán Méhy te enrole en su regimiento y nos libere de tu presencia!

–La situación mejorará, te lo prometo.

–¿Acaso crees que un oficial te salvará el pellejo?

–¿Por qué no? – preguntó Méhy.

La esposa de Abry contempló a su huésped con desprecio.

–Pero ¿quién os habéis creído que sois? ¡Volved a vuestro cuartel!

El administrador tomó a su mujer del brazo y la arrastró hasta la puerta.

–Ve a calmar a tu hija y no sigas molestando.

Ofendida, la mujer desapareció.

–Por culpa de Ramsés el Grande mi vida se ha convertido en un infierno -reconoció el alto funcionario-. No lo merecía.

–Un hombre de vuestra calidad no debe quedarse de brazos cruzados ante tal injusticia -estimó Méhy.

Abry caminó, otra vez, de un lado para otro, presa de una intensa reflexión que el capitán se guardó mucho de interrumpir.

–No deseo saber hasta dónde queréis llegar realmente, Méhy, y mi único objetivo es conservar mi puesto. Acepto informaros en la medida de lo posible. Pero no me pidáis más.


31


El capitán estaba encantado. Abry acababa de dar el primer paso; el resto vendría solo.


–Temo decepcionaros -declaró el administrador de la orilla oeste-. Aunque yo sea el alto funcionario mejor informado sobre el Lugar de Verdad, soy incapaz de deciros lo que realmente ocurre allí dentro.

–¿Quién lo dirige?

–Por lo que me concierne, el escriba de la Tumba, Kenhir, sucedió a Ramosis, que ha decidido terminar su existencia en la aldea.

–¿Por qué decís «por lo que me concierne»?

–Porque me sitúo en un plano estrictamente administrativo. En caso de necesidad, mantengo correspondencia con el escriba de la Tumba, y él me responde. Pero forzosamente existe una jerarquía secreta controlada por los propios artesanos, que, sin duda, está bajo las órdenes de un maestro de obras.

–¿E ignoráis su nombre?

–Sólo el faraón y el visir lo conocen. A pesar de múltiples tentativas, nunca he conseguido saberlo.

–¿Cuántos artesanos hay en la cofradía?

–Para saberlo sería preciso entrar en la aldea u obtener una respuesta fiable del escriba de la Tumba.

–¿Qué sabéis de las actividades concretas del Lugar de Verdad?

–Su misión oficial consiste en excavar y decorar la morada de eternidad del faraón reinante. Por orden de éste, uno o varios artesanos pueden ser destinados a distintas obras para realizar misiones puntuales.

–¿Es frecuente?

–Una vez más, sólo el escriba de la Tumba podría responderos.

–Se afirma que el Lugar de Verdad es capaz de producir oro…

–Es una vieja leyenda, en efecto, pero no debéis darle crédito alguno. En realidad, esta cofradía goza de inaceptables privilegios. Tiene una aldea entera, sólo da cuenta de sus trabajos al faraón y al visir, dispone de su propio tribunal y la sirve una cohorte de auxiliares. La situación es intolerable. No me cansaré de repetirlo, una buena gestión consistiría en aumentar las tasas año tras año.

Méhy estaba decepcionado. Como un alto funcionario miedoso, Abry sólo se preocupaba de los beneficios y no tomaba iniciativa alguna. Pero quedaba una pista para explorar.

–¿Qué sabéis de Kenhir?

–Ramosis no pudo tener hijos, pese a sus múltiples ofrendas a las divinidades. Cuando admitió su infortunio, decidió adoptar un hijo que fuera su sucesor. Eligió a Kenhir, y Ramsés le nombró escriba de la Tumba en el año treinta y ocho de su reinado. Para muchos fue una mala elección. Ramosis es un hombre generoso, amable; Kenhir es un personaje odioso, un bocazas imbuido de su superioridad intelectual, pero de gran competencia. Desde su nombramiento no se le ha hecho ningún reproche importante.

–¿Qué edad tiene?

–Cincuenta y dos años.

–Está, pues, al final de su carrera… Supongo que no le disgustaría que su jubilación aumentara de modo sustancial.

–¡Lo dudo! Como Ramosis, se limitará a terminar su vida apaciblemente en la aldea.

–Ningún hombre se parece a otro, querido Abry; tal vez Kenhir tenga inconfesables deseos que podríamos satisfacer. ¿Está casado?

–No, que yo sepa.

–¿Dónde trabajaba antes de entrar en el Lugar de Verdad?

–En una oscura oficina de la orilla oeste, donde Ramosis se fijó en él.

–¿Podríais acercaros a él?

–No será tan fácil… Kenhir sale poco de la aldea.

–Siempre encontraréis un pretexto para mantener una entrevista con él.

–¿Y qué debo decirle?

–Ganaos su amistad y proponedle que participe en vuestra gestión a cambio de una gratificación sustancial, por ejemplo, dos vacas lecheras, algunas piezas de lino y una decena de jarras de vino de primera calidad. Arregláoslas, luego, para ofrecerle más, al tiempo que le sacáis toda la información posible.

–¡Mucho pedís!

–No corréis el menor riesgo, Abry. Si Kenhir no es incorruptible, morderá el anzuelo.

El administrador hizo una mueca.

–Y los regalos de los que habláis… Me será difícil tomarlos de mis propios bienes.

–Tranquilizaos, amigo mío; yo me encargo de eso.

Abry se sintió aliviado.

–En esas condiciones, acepto intentar la maniobra; aunque no os prometo nada.

El capitán tuvo un breve acceso de desaliento. Con aliados tan mediocres no sería fácil desvelar los secretos del Lugar de Verdad; pero estaba al principio del camino y, poco a poco, iría deshaciéndose de los incapaces. Abry, al menos, era fácil de manipular.

–¿Ejercéis algún control sobre el trabajo que los artesanos del Lugar de Verdad realizan en el exterior?

–Ninguno -deploró Abry-. He formulado varias protestas, pero el visir hace caso omiso.

–¿Conocéis la naturaleza y el volumen de los géneros entregados en la aldea?

–¡A los artesanos no les falta de nada! Agua en abundancia cada día, carne, legumbres, aceite, ungüentos, ropa y qué sé yo. El escriba de la Tumba se queja si hay retrasos o si la calidad de los productos le parece insuficiente. Afortunadamente, desde hace algún tiempo, Kenhir formula menos quejas.

–¿Por qué razón?

–El jefe de los auxiliares contrató como adjunto a un joven coloso, Ardiente, que ha despabilado al equipo exterior que se encarga de velar por el bienestar de la cofradía. Al parecer, el muchacho tiene mano dura, y sabe hacer que le obedezcan.

–¿No trabajó en una tenería?

–En efecto. Por lo que Sobek, el jefe de seguridad, me ha contado, el tal Ardiente se presentó ante el tribunal del Lugar de Verdad, pero fue rechazado. Sin embargo, le admitieron como auxiliar, y tengo la impresión de que se está vengando en sus camaradas.

El capitán recordó al muchacho que le había fabricado un fuerte escudo. Aquel cabezota no se había presentado en el cuartel para enrolarse. Hoy debía de estar amargado y decepcionado.

–¿Quién nombra a los auxiliares?

–En teoría, el escriba de la Tumba, pero no se ocupa de cada aguador, a diferencia del jefe Sobek y sus policías, que sólo dejan pasar a la gente que conocen.

–Y el tal Sobek… ¿Qué clase de hombre es?

–Se le reprocha su propensión a la violencia y su falta de diplomacia, pero da pruebas de tanta eficacia que permanecerá en el cargo mucho tiempo.

–Un ascenso le apartaría del Lugar de Verdad…

–El visir le aprecia mucho.

–Obtenedme un expediente completo del tal Sobek; forzosamente debe de tener sus debilidades.

–¡Peligrosa gestión, capitán!

–Obtendréis beneficio de ella, querido. Estoy convencido de que algunos cuencos cretenses de gran valor embellecerían vuestra encantadora morada.

–Hace tiempo que sueño con ellos…

–Pues es un sueño que está a punto de hacerse realidad, y habrá más si vuestra colaboración resulta eficaz. Una pregunta más: cuando no están en misión oficial, ¿los artesanos se ven obligados a permanecer enclaustrados en la aldea?

–No, tienen derecho a salir cuando lo desean y a ir a donde les parezca. Algunos tienen familia en la orilla este y van a visitarla.

–En cuanto uno de ellos se mueva, indicádmelo.

–¡No será fácil! Cuando viajan, los miembros de la cofradía no cumplen formalidad administrativa alguna. Pero haré lo que pueda.


32


Cuando el panadero vio llegar a Ardiente, se apresuró a ofrecerle un pan redondo, blando, de dorada corteza.


–Excelente -reconoció el muchacho-; haces progresos. ¿Qué has preparado hoy?

–Barras y panes triangulares, pastas y tortas.

–¿Estás contento con la harina?

–¡Nunca fue tan fina!

Satisfecho de su examen, Ardiente se alejó, dejando a sus espaldas a un aliviado auxiliar. Entró luego en la cervecería, donde unos panes de cebada medio cocidos maceraban el licor de dátiles. El líquido obtenido sería filtrado con un tamiz y se convertiría en una fuerte cerveza para los días de fiesta.

–¿Te han entregado por fin el caldero que encargué? – preguntó Ardiente al cervecero.

Éste pareció molesto. Le repugnaba denunciar a otro auxiliar que sufriría las malas pulgas de Ardiente.

–Sí… Bueno, casi. Sólo hay un pequeño retraso, no es tan grave.

Enojado, el muchacho pasó ante el taller del zapatero, que agachó la cabeza, tomó un estrecho sendero pedregoso y se dirigió hacia el aislado vallecillo donde trabajaba el calderero, acuclillado ante un hogar compuesto por piedras pequeñas y alimentado con carbón vegetal.

Con la piel dura como la de un cocodrilo, hediendo como un pescado podrido, el auxiliar manejaba un fuelle de piel de cabra cuya contera metálica colocaba en el fuego.

–¿Has olvidado mi encargo? – preguntó Ardiente.

–Tú no eres el dueño aquí. He avisado a Beken, el alfarero, de que debía desabollar dos calderos y restañar otro. Mi ayudante está enfermo, no puedo trabajar más de prisa.

–No mientas. No hace mucho que has encendido el fuego. Aprovechas tu aislamiento para papar moscas.

–¡Ve a molestar a otro! Tus reproches me importan un bledo.

Ardiente levantó un caldero agujereado y lo arrojó al guijarral. El calderero dio un respingo.

–¡Te has vuelto loco! ¿Sabes cuánto tiempo tardaré en arreglarlo?

–Si te niegas a seguir las consignas, no dejaré intacto ni uno solo de tus calderos y tendrás que deslomarte día y noche para repararlos.

Furioso, el auxiliar atacó a Ardiente blandiendo su fuelle. El joven le desarmó con facilidad y le hizo rodar por la arena.

El calderero se levantó penosamente.

–¿Estás dispuesto a obedecer?

–De acuerdo, Ardiente… Tú ganas.


–Te felicito, Ardiente.

Sobek miraba de arriba abajo al joven coloso, que degustaba un plato de habas picantes.

–No eres muy popular entre los auxiliares, pero te respetan.

–Las órdenes las da Beken el alfarero.

–¡No me vengas con ésas, Ardiente! Sólo es un juguete en tus manos. A tu edad, prometes… Como policía, serías excelente.

–Te equivocas, Sobek. Me horrorizo sólo de pensarlo.

–Ah, caramba… ¿Y qué crees ser? Das órdenes, controlas, castigas… ¡Los auxiliares nunca habían sufrido semejante autoridad! El escriba de la Tumba está encantado, y yo también. Incluso voy a olvidar el pequeño desacuerdo que nos enfrentó. No se desloma a un mocetón de tu temple… Te has vuelto demasiado valioso. Me hubiera divertido ser el primero en imponerte un buen castigo, pero hay que saber adaptarse a las circunstancias. No tardarás en convertirte en el jefe de los auxiliares y tendremos que colaborar. Mis más sinceras felicitaciones: has elegido el buen camino.

Sobek se alejó, Ardiente dio el resto de su plato al zapatero.

–¿Es… es para mí?

–Come, yo ya no tengo hambre.

–¿Tienes algo que reprocharme?

–Nada en absoluto.

–¡Los dos pares de sandalias que te prometí estarán terminados esta noche!

–¡Así me gusta!

Ardiente entró en el taller de Beken el alfarero, que despertó sobresaltado.

–Estaba rendido -explicó-. Ahora ya estoy mejor… Ahora mismo vuelvo al trabajo.

–Si estás agotado, descansa.

–¿Qué estás diciendo?

–Tú eres el jefe de los auxiliares y tú decides.

Beken no creía lo que estaba oyendo.

–¿Te burlas de mí?

–Sólo digo la verdad. Cumple la función que te ha sido asignada y todo irá bien. No me preguntes nada más.

–¿Ya no quieres encargarte de los auxiliares?

–A cada cual su papel.

–Pero… ¿Qué vas a hacer?

Ardiente salió del taller sin responder. El jefe Sobek le había enfrentado, bruscamente, a la realidad: para probar su valor al tribunal del Lugar de Verdad, había caído en una trampa. Desde que se consagraba a la organización del trabajo de los auxiliares, Ardiente había olvidado dibujar y se había extraviado en tareas secundarias que sólo habían satisfecho su vanidad. Se había convertido en un tiranuelo y había dejado de lado su verdadero objetivo.

Beken fue junto a él.

–¿Estás enojado con alguien?

–Sólo conmigo mismo.

–No te enfades… Hablaré con el escriba de la Tumba y te propondré como jefe de los auxiliares. ¿Es eso lo que deseas?

–Ya no.

–No te comprendo…

–Vuelve a tu taller, Beken. Ya nada tienes que temer de mí.

–¿Me… me dejas en paz?

–Recupera tus prerrogativas.

Contento, el alfarero no insistió.

Ardiente se dirigió apresuradamente a la puerta de la aldea. Desde que se había evadido de la cárcel familiar no había progresado. Doblegándose ante las exigencias del Lugar de Verdad, se había extraviado por un camino sin salida y no había explorado su propia vida. Convertido en hombre del exterior, sólo podía aspirar a reinar sobre los auxiliares, sin descubrir nunca los secretos del dibujo y la pintura.

Ardiente rechazaba ese mediocre destino. Cuando el guardián de la puerta norte vio que se acercaba, blandió su bastón. ¿Intentaría el joven coloso pasar por la fuerza? Pero Ardiente se sentó a unos diez metros de la puerta y, meticulosamente, limpió el terreno para obtener una superficie plana. Con un sílex dibujó en la arena los muros de la aldea y el paisaje circundante. Cuando el esbozo estuvo terminado, perfiló los trazos con un pedazo puntiagudo de madera y se dejó absorber por su obra.

Tranquilizado, el guardián volvió a sentarse sin dejar de observar al dibujante, que trabajaba con sorprendente calma. Cuando no estaba satisfecho de un detalle, lo borraba y volvía a empezar.

Cuando llegó la hora del relevo, a las cuatro de la tarde, Ardiente seguía dibujando. Y aún seguía haciéndolo en el siguiente relevo, a las cuatro de la madrugada.

Cuando los auxiliares descargaron los asnos, echaron una ojeada al soberbio dibujo, cada vez más vasto, aunque amenizado con detalles de miniaturista. Nadie osó acercarse al muchacho, indiferente al mundo exterior.


33


El tribunal se reunió ante la puerta del templo principal del Lugar de Verdad. Allí se había instalado un parasol para proteger al viejo escriba Ramosis del calor.


–La experiencia ha llegado a término, y podemos advertir el resultado -declaró Kenhir, tan gruñón como de costumbre-. Neb el Cumplido creía que Ardiente no aceptaría ser un auxiliar obediente, apocado y dócil, y tenía razón; predijo que Ardiente se impondría de un modo u otro, y también tenía razón, porque ese joven luchador ha descubierto cierto número de holgazanes y ha devuelto el ardor a sus colegas. Pero Neb el Cumplido se equivocaba al suponer que el postulante olvidaría la llamada y se limitaría a ejercer su autoridad sobre los hombres del exterior, Hace dos días y dos noches que dibuja sin parar, limitándose a beber un poco de agua que el guardián le ofrece. Podría haber tenido una reacción violenta pero, en vez de ello, se empeña en mostrarnos sus dotes con los escasos medios de que dispone. ¿No le toca, ahora, a esta asamblea escuchar la llamada de Ardiente?

Ramosis aprobó, pero el jefe de equipo no soltó la presa.

–Reconozco que me equivoqué en este último punto. Sin embargo, está claro que la potencia setiana habita al muchacho y que no se someterá a nuestras reglas. Sigo considerándole, pues, un peligro para la cofradía y prefiero que se marche con su talento a otra parte.

–Propusiste un plan y lo hemos llevado a cabo -objetó Kenhir-. Ardiente no ha caído en la trampa que le habías tendido; ahora debes ceder. No olvides que ninguna admisión es definitiva y que un comportamiento indigno conduce a una degradación, a una expulsión, incluso. Aunque admitamos al postulante entre nosotros correremos un riesgo mínimo.

–Antes de pronunciarme de modo definitivo, solicito una nueva audiencia de Ardiente ante este tribunal -declaró Neb el Cumplido.

–¿Quieres seguirme? – preguntó el artesano al muchacho que, por décima vez, dibujaba la puerta de la aldea buscando siempre una mayor precisión en el trazo.

Ardiente se levantó.

No estaba en absoluto cansado, pero no sabía ya en qué mundo se encontraba. El de los auxiliares ya no le interesaba; el del Lugar de Verdad todavía resultaba inaccesible. Reducido a sí mismo, se consumía en su propia llama. ¿Podía temer algo peor?

Sin decir palabra, Ardiente siguió al artesano, que le condujo hasta el tribunal. El joven se sentó con las piernas cruzadas y no miró a sus jueces.

–¿No has cometido un abuso de poder al maltratar a algunos de los auxiliares? – preguntó Neb el Cumplido.

–No me gustan los perezosos.

–Nadie te sugirió que tomaras medidas tan radicales.

–No soy un hipócrita. No suelo actuar a escondidas.

–¿Fue el alfarero quien te ordenó comportarte así? – preguntó Ramosis.

–El alfarero es un hombre abúlico, apegado a sus privilegios y que no tiene la intención de molestar a sus subordinados. Soy el único responsable de mis iniciativas.

–¿Deseas ser el jefe de los auxiliares?

–¡Ése sería el peor de los destinos! Estar tan cerca del Lugar de Verdad y no poder entrar…

–Y, sin embargo, tu cargo te estaba gustando…

–Es cierto, me engañé a mí mismo como cualquier imbécil que ejerza el poder. Estaba completamente embriagado, pero acabo de despertar.

–¿Significa eso que te niegas a trabajar como auxiliar? – intervino Neb el Cumplido.

–Vine aquí para aprender a dibujar. Lo demás no me interesa.

–¿No crees que el camino comienza por la obediencia?

–Lo importante es que la puerta se abra.

–¿Tu comportamiento justifica nuestra indulgencia?

Ardiente soltó una lamentable sonrisa.

–No espero nada semejante, pero no tenéis derecho a dejarme en la incertidumbre. Rechazadme o acogedme.

–¿Cuál sería tu reacción si te rechazáramos?

El muchacho tardó mucho rato en responder. – De todos modos, os importa un bledo.

–¿Tienes nuevos argumentos para convencernos de que te aceptemos entre nosotros?

–Sólo uno: escuché la llamada.


Un artesano condujo de nuevo a Ardiente ante la puerta principal del Lugar de Verdad. El joven borró el gigantesco dibujo con el pie. Esta vez iba a decidirse su destino. Si la cofradía le rechazaba, no tendría ya posibilidad alguna de ver cumplido su ideal. No tenía miedo, pero maldecía la suerte que le ponía a merced de una pandilla de jueces, la mayoría de los cuales tenía la mente estrecha. No le molestaba que fueran inflexibles e inhumanos, pero ¿realmente eran capaces de percibir su deseo? Desde que se había librado de la trampa de los auxiliares, Ardiente sentía de nuevo, en su interior, el fuego que le había llevado hasta el umbral de la aldea. Aquí y sólo aquí florecería su existencia. Si le impedían cruzar el muro tras el que se hallaba el secreto que quería conocer, ya nada tendría importancia para él.

Sin embargo, no tenía sentido pensar en eso. Debía afrontar la realidad, y la del momento no era sino esperar. Una espera que duraría largas horas, tal vez varios días, y que no debía menoscabar su empeño. Ardiente estaba convencido de que debía imponer su voluntad al tribunal. Si ésta seguía intacta, por fuerza, los jueces percibirían su intensidad.


El debate, iniciado por Kenhir, hacía ya dos horas que duraba. Kenhir había exigido que la decisión fuese definitiva y que cada uno de los jueces asumiera su plena y completa responsabilidad argumentando el voto.

–Este muchacho no me inspira confianza alguna -declaró Neb el Cumplido.

–¿Te da miedo su fuego setiano? – ironizó el escriba de la Tumba.

–Quien no lo temiera sería un inconsciente. Como jefe de equipo, no tengo derecho a poner en peligro la armonía de la cofradía. Sigo pensando que Ardiente debe ir a buscar fortuna en otra parte.

–Sabes muy bien que sólo el Lugar de Verdad le permitirá desarrollar su vocación. ¿Tú, que te llamas Neb el Cumplido, le negarás a un ser que ha escuchado la llamada la posibilidad de realizarse?

El jefe de equipo quedó en evidencia, pero no cedió.

–¿Y tú, que tan acerbo eres con los miembros de nuestra cofradía, por qué te muestras tan solícito para con Ardiente?

Kenhir reaccionó con dureza.

–¡No has entendido nada, Neb! No se trata de solicitud ni de benevolencia, sino del superior interés del Lugar de Verdad. ¿Acaso yo, que sólo soy el escriba de la Tumba, debo convenceros para que aceptéis a un ser con semejante fuerza? ¿Es que no sois capaces de canalizarla en fuerza creadora e integrarla en vuestro trabajo?

El rostro del jefe de equipo se ensombreció.

–¡Vas demasiado lejos, Kenhir! Los artesanos reconocen tu autoridad administrativa, pero no tienes derecho a inmiscuirte en nuestro trabajo.

–No es ésa mi intención, Neb. Mi padre y maestro, el escriba Ramosis, me hizo comprender la naturaleza y los límites de mi función. Sin duda tienes razón, me he excedido. Te toca a ti y a los demás artesanos que componen este tribunal tomar la decisión definitiva. Sea cual sea ésta, yo la aceptaré.

Ramosis, el escriba de Maat, se expresó con calma.

–El amor que siento por esta cofradía me impide influenciarla valiéndome de mi edad y mi experiencia, pero debo recordaros que su majestad nos recomendó examinar con lucidez el caso de Ardiente. Que cada cual se exprese con serenidad.

Los artesanos procedieron a votar.

Pese a las numerosas reservas, todos estimaron que era preciso ofrecer a Ardiente la oportunidad de ser dibujante, a condición de que respetara escrupulosamente la regla de la cofradía y se ajustara a las exigencias del aprendizaje. Quedaba por hablar Neb el Cumplido, que había escuchado a sus subordinados con atención.

–Esta asamblea ha llevado a cabo su reflexión -estimó-, y cada uno de los jueces ha abierto su corazón sin dejarse llevar por sus sentimientos. No me gusta el carácter de Ardiente, no creo que sea capaz de percibir la importancia de nuestro trabajo, pero debemos responder a su llamada.


34


El jefe Sobek bebió tres boles de leche fresca y devoró una decena de tortas tibias. Estaba agotado, tras pasar la noche inspeccionando las colinas que dominaban el Valle de los Reyes, pero no iría a acostarse antes de haber escuchado los informes de sus hombres.


Uno tras otro fueron desfilando ante él sin mencionar el menor hecho sospechoso. Sin embargo, Sobek seguía inquieto. Su instinto le engañaba pocas veces y, desde hacía varios días, le anunciaba la inminencia de un peligro. De modo que el responsable de la seguridad del Lugar de Verdad había multiplicado las rondas, a riesgo de disgustar a sus hombres, que no apreciaban demasiado ese exceso de trabajo.

La ansiedad prácticamente le hacía olvidar el importante acontecimiento que la aldea se disponía a vivir: la iniciación de un nuevo adepto; y no de uno cualquiera. ¿Por qué el tribunal de admisión había abierto las puertas de la cofradía al tal Ardiente que, evidentemente, sembraría el caos en la aldea? Con la arrolladora energía que habitaba en él, el joven no permanecería mucho tiempo encerrado en la aldea y se negaría a obedecer las órdenes de sus superiores, que se verían obligados a arrojarlo a las filas de los auxiliares o a expulsarlo definitivamente. El destino de Ardiente estaba escrito. Probablemente acabaría en la cárcel o, en el peor de los casos, moriría en una brutal pelea.

Un policía entró en el despacho, donde Sobek se disponía a tumbarse en su estera para entregarse a un merecido descanso.

–Es el cartero, jefe. Quiere veros personalmente.

El funcionario acudía todos los días al puesto de guardia principal del Lugar de Verdad. Allí entregaba la correspondencia destinada a la cofradía y recogía las cartas de los artesanos y sus familias, que se comunicaban así con el mundo exterior. El cartero recogía también los informes oficiales que el escriba de la Tumba dirigía al visir. En caso de necesidad o urgencia, un servicio especial se ocupaba rápidamente de los mensajes.

–¿No puedes encargarte tú?

–Quiere veros a vos, jefe, y a nadie más.

–Bueno… que pase.

Uputy, el cartero, era un hombre alto de unos treinta años, de robustos hombros y pantorrillas. De su bolsa, que contenía algunos papiros más o menos usados, que se reutilizaban para escribir cartas, sacó un fragmento de cerámica envuelto en una tela de lino y lo puso sobre la mesa del jefe Sobek.

–Según el texto escrito en la tela con tinta roja, este mensaje está destinado a ti, Sobek.

–¿Lo has leído?

–Sabes muy bien que no tengo derecho a hacerlo.

Uputy era un funcionario considerado y bien pagado. Detentador del bastón de Thot, que encarnaba la rectitud y la precisión de su trabajo, tenía el deber de llevar las cartas en buen estado hasta su destino, garantizando que sólo el destinatario leería su contenido. El oficio era duro, ya que el palacio y los servicios del visir exigían que sus directrices se transmitieran con la mayor rapidez, y no faltaban los períodos de intensa actividad. Uputy era consciente de la importancia de su tarea y se sentía honrado por la confianza que le demostraban las más altas autoridades.

–¿Debo esperar tu respuesta?

–Un momento.

Sobek desató el cordel de lino y leyó las pocas líneas que estaban inscritas sobre el pequeño fragmento de calcáreo plano cuidadosamente pulido.

Pasmado, el policía nubio releyó el increíble mensaje. No, no era posible…

–¿Y bien, Sobek?

–Puedes marcharte, Uputy… No habrá respuesta.

El jefe de la seguridad ya no tenía ganas de dormir. Una vez más, su instinto no le había fallado: acababa de producirse una catástrofe cuya magnitud podía barrer la aldea de los artesanos con más violencia que la peor de las tormentas de arena.

Nefer el Silencioso disfrutaba de su felicidad, hasta el punto de sentirse algo aturdido. Tras haber escuchado la llamada, había sido admitido en la cofradía del Lugar de Verdad, en compañía de la mujer a la que amaba, Clara. Se estaba adaptando a las costumbres de la aldea sin demasiadas dificultades, sobre todo por la innata amabilidad de la muchacha, que lograba contener los impulsos de agresividad contra los recién llegados.

Además, dentro de unas horas, Ardiente vería realizado su sueño. El hombre que le había salvado la vida, que le había permitido encontrar a Maat y aprehender su grandeza se convertiría en un hermano con el que participaría en la fabulosa aventura cuya grandeza ya comenzaba a percibir. Con su entusiasmo y su pasión por crear, Ardiente estaría a la altura de la misión que le sería confiada.

Una existencia bajo el signo de la Gran Obra, un amor resplandeciente, una regia amistad… Los dioses favorecían a Nefer el Silencioso, quien nunca podría agradecérselo bastante. A cambio de tantos beneficios, debería realizar sus tareas con el más extremado rigor y puntualidad. El cielo y la tierra le colmaban de gozos porque había escuchado la llamada y porque había respondido a ella. Su misión era saber utilizarlos correctamente, mostrándose digno del camino que debía recorrer.

Cuando se disponía a partir hacia el taller de escultura, Clara le mostró la carta que acababan de traerle. Por su entristecida mirada, Nefer comprendió que se trataba de una mala noticia.

–Mi padre está muy enfermo -reveló-; el médico teme un fatal desenlace. Según el mensaje que ha redactado, papá desea vernos a ambos lo antes posible.

Nefer se dirigió en seguida al jefe de equipo para indicarle el motivo de su ausencia, que se consignaría en el registro que llevaba el escriba de la Tumba.

La pareja no cogió equipaje, y salió de la aldea por la puerta secundaria para tomar el sendero que desembocaba en las cercanías del templo de millones de años de Ramsés el Grande.

–Te noto contrariado -le dijo Clara a su marido-. Temes no regresar a tiempo para asistir a la iniciación de Ardiente, ¿no es cierto?

–Así es.

–En cuanto hayas visto a mi padre, regresarás a la aldea y yo me quedaré a su lado tanto tiempo como haga falta.

–Yo también.

–No, tú debes estar presente cuando tu amigo se convierta en servidor del Lugar de Verdad.

Los policías del puesto de guardia del Ramesseum les preguntaron sus nombres y les dejaron pasar sin otra formalidad. Nefer y Clara eran conocidos por las autoridades como miembros de la cofradía.

Circulaban libremente por el territorio del Lugar de Verdad y salían de él a su antojo.

La pareja caminó rápidamente hasta la zona de los cultivos, atravesó un campo de alfalfa, flanqueó un mercadillo y se dirigió hacia la orilla, donde una barcaza se disponía a cruzar.

Mezclados con los demás viajeros, campesinos que se dirigían a Tebas para vender legumbres, intercambiaron algunas trivialidades sobre la estabilidad de los precios, la prosperidad del país y la generosidad del Nilo. Nadie podía sospechar que procedían de la aldea más secreta de Egipto.

Pese a su inquietud, Clara consiguió poner buena cara y llegó, incluso, a consolar a una madre de familia cuya hija tenía fiebre.

En cuanto la barcaza atracó en la orilla este, Nefer y su esposa saltaron a la ribera y se encaminaron hacia el domicilio del empresario de la construcción. Cuando estaban todavía a una buena distancia, Negrote corrió hacia ellos. Saltando del uno al otro, les lamió el rostro. En sus ojos color avellana había una intensa alegría.

–Vamos, Negrote -dijo Clara-. Tenemos prisa.

De pronto, el perro negro gruñó y enseñó los dientes a un grupo de policías que se acercaba a la pareja. Sobek iba a la cabeza.

–¿Qué ocurre? – preguntó la muchacha.

–Tranquilizaos, vuestro padre está bien. La carta que habéis recibido la escribí yo y no un médico.

–Pero… ¿Por qué razón?

–No tenía otro medio para hacer que vuestro marido saliera de la aldea. Varios testigos asegurarán que ha acudido libremente a la orilla este.

–¿Cuál es el motivo de esta estratagema, Sobek?

–La justicia.

–¡Explicaos, os lo ruego!

–Nefer está detenido. Le acusan de haber matado a uno de mis hombres, perteneciente al equipo de vigilancia nocturna del Valle de los Reyes.


35


Méhy se estaba convirtiendo en el preferido de Tebas. No había velada mundana ni recepción oficial a la que no fuese invitado, no había reunión de trabajo importante en la que no participase. Era un brillante conversador, nunca le faltaba una reflexión original, un cumplido o una sugerencia digna de interés. Todo el mundo felicitaba a Mosis, el tesorero principal, por haber elegido un yerno tan notable, cuya carrera se anunciaba prometedora, tanto más cuanto sus proyectos de reforma del ejército tebano eran muy apreciados en las alturas.


Con motivo de su aniversario, el alcalde de Tebas había ofrecido una grandiosa recepción en los jardines de su mansión, donde se apretujaban los notables de la ciudad del dios Amón. Con el rostro floreciente y el verbo elevado, saludaba a sus huéspedes con la seguridad de un táctico que acabase de ahogar a una peligrosa facción.

–¡Qué elegancia, mi querido Méhy! Esa camisa plisada de manga larga, esa túnica de inmaculada blancura, esas sandalias de corte perfecto… Si no estuvierais casado, muchas jovencitas intentarían seduciros.

–Resistiré la tentación.

–Entre nosotros, Serketa debe de saber satisfacer a un hombre, ¿no?

–No podría mentir al alcalde de Tebas, cuya experiencia se reconoce unánimemente.

–¡Me gustáis, Méhy! Supongo que, para vos, el ejército es sólo una etapa.

–Cuando haya terminado la reforma que acabo de iniciar, quisiera colaborar más estrechamente en la administración de nuestra magnífica ciudad.

–Legítima y loable ambición -consideró el alcalde-, pero no olvidéis que Tebas es sólo la tercera ciudad del país, por detrás de Menfis y de nuestra nueva capital, Pi-Ramsés. Aquí gustamos de la tranquilidad y las tradiciones.

–Bueno, ¿acaso no es ésa la más prudente de las políticas?

–¡Excelente, Méhy! Creo que llegaréis muy lejos.

–Le debo mucho a mi querido suegro, mi principal tema de preocupación.

El alcalde se extrañó.

–¿Mosis tiene problemas?

–Entre nosotros, su salud está empeorando.

–Pues a mí me parece que está muy en forma…

–En efecto, se diría que goza de gran vitalidad, pero su cabeza, en cambio… En estos últimos tiempos le he rogado, con miramientos, que revocara algunas decisiones absolutamente aberrantes. De momento lo acepta, reconoce sus errores y se pregunta qué demonios le está ocurriendo, pero ¿qué sucederá mañana? Sus ausencias son cada vez más frecuentes… Pero creo que no debería hablaros de esto.

–Al contrario, Méhy, al contrario. Debéis mantenerme al corriente y seguir interviniendo para evitar una catástrofe. Si la situación empeorara, avisadme en seguida. Esta velada está siendo un éxito, pero ésta es ya la segunda mala noticia que recibo hoy.

–¿Puedo preguntaros cuál ha sido la primera?

–Un asunto muy molesto… Un joven artesano, Nefer, que acaba de entrar en la cofradía del Lugar de Verdad, ha sido acusado de asesinar a un policía que estaba bajo las órdenes del jefe Sobek. Éste creyó que se trataba de un accidente, pero los nuevos hechos le han convencido de que ha sido un acto criminal.

–¿Y el tal Nefer no será juzgado por el tribunal del Lugar de Verdad?

–No, porque ha sido detenido en la orilla este, cuando iba a visitar a su suegro. Si se hubiera quedado en la aldea, no habríamos podido echarle mano. El proceso va a hacer mucho ruido.

–¿Y no puede eso perjudicar la reputación de los artesanos?

–¡La supervivencia de la aldea está en juego! Si la cofradía alberga a criminales, debe ser disuelta. El administrador de la orilla oeste estará encantado… La condena de Nefer demostrará a Ramsés que el Lugar de Verdad es más peligroso que útil. Se defenderá con uñas y dientes, claro está… y tal vez me vea obligado a utilizar el ejército, es decir, a vuestro ejército, para proceder a una evacuación en toda regla.

–Estoy a vuestra disposición.

–Lo recordaré… Nos veremos muy pronto… Divertíos, Méhy.

El alcalde dejó que el oficial superior saboreara su primera gran victoria y entabló conversación con un rico terrateniente.

La carta anónima que había enviado a Sobek donde denunciaba a Nefer producía los efectos esperados. Así, el crimen que había cometido le prestaba inestimables servicios. Probablemente, el joven sería condenado a la pena capital y la cofradía sería disuelta. Méhy ocuparía la aldea el tiempo necesario para registrarla de cabo a rabo y se apoderaría de sus tesoros. Bajo la tapadera de una misión oficial conseguiría, pues, sus fines en el marco de la legalidad..


Ardiente estaba sentado en el suelo de tierra batida de una pequeña estancia con los muros encalados. No sabía si era de día o de noche, porque no había ventanas. Le daban de comer y de beber sin decirle una palabra.

La puerta de la pequeña habitación no estaba cerrada, de manera que podría haber salido. Pero sentía que aquella falsa libertad ocultaba una nueva trampa y que no tenía más remedio que esperar la sentencia del tribunal. Él, generalmente tan fogoso e impaciente, no se rebelaba contra aquella prueba que le parecía indispensable. Le permitía vivir unas horas fuera del tiempo, conocer un descanso del cuerpo y del alma que creía inaccesible. Ardiente ya no era el dueño de su destino, por lo que se desprendía de él y se alimentaba de ese apaciguador vacío en el que nada sucedía.

Mientras no le anunciaran la decisión postrera, no estaría vivo ni muerto. Aquí, en el territorio secreto del Lugar de Verdad, ya no era un profano, pero tal vez nunca fuera un miembro de la cofradía. Su pasado había desaparecido, su porvenir no existía aún.

Independientemente del resultado de aquel combate sin adversario, Ardiente había descubierto un mundo que le sorprendía. Sus habituales puntos de orientación habían desaparecido, se esfumaban los límites y otro horizonte se perfilaba ante él. Pero era sólo una sombra sin consistencia, como él mismo, cuya fuerza y cuyo deseo ya no servían para nada.

El muchacho estaba convencido de que todos los miembros de la cofradía habían permanecido en aquel lugar y que habían esperado, como él, un veredicto inapelable. Ninguno de ellos había obtenido privilegio, fueran cuales fuesen sus cualidades y su competencia, y el hecho de haber pasado por la misma prueba, en las mismas condiciones, debía unirles como hermanos que compartían el mismo ideal.

La puerta se abrió.

El artesano no traía pan ni jarra.

–Ven conmigo, Ardiente.

Al joven coloso le hubiera gustado pasar interminables jornadas en aquel lugar apacible, lejos de todo. Se levantó muy lentamente, como si dudara en seguir a su guía.

–¿Renuncias a solicitar tu admisión en la cofradía? – preguntó el artesano.

–Llévame a donde debo ir.

Tomaron el camino del templo, ante el que se hallaba el tribunal de admisión.

Los rostros de los jueces eran impasibles, salvo el del viejo escriba Ramosis, que parecía sonreír.

Pero Ardiente prefirió ignorarlo, y se detuvo ante Kenhir, el escriba de la Tumba.

Su corazón latía a toda prisa.

Por primera vez en su vida, la angustia le impedía respirar. Y entonces pensó en correr hasta el extremo de la Tierra para no oír las palabras que iban a ser pronunciadas.

–Este tribunal ha tomado una decisión -dijo Kenhir con gravedad-, y es irrevocable. Su majestad el faraón, dueño supremo del Lugar de Verdad, la ha aprobado, y será registrada en el despacho del visir. Ardiente, creemos que realmente escuchaste la llamada, así pues, serás admitido en esta cofradía.

¿Estaba el escriba dirigiéndose a él? De pronto, un nuevo ardor corrió por sus venas y sintió deseos de besar a Kenhir, el Gruñón.

–Por desgracia -prosiguió éste-, nos vemos obligados a diferir tu iniciación. No eres tú el cuestionado, sino la cofradía en su conjunto, dada la desgracia que ha recaído sobre la aldea.

–¿Qué desgracia?

–La acusación de asesinato que pesa sobre Nefer el Silencioso.

–¿Silencioso, un asesino? ¡Eso es absurdo!

–Ésa es nuestra opinión, pero debemos consagrar nuestras energías a conseguir su absolución. Cuando la paz reine de nuevo entre nosotros, recibirás tu nuevo nombre y descubrirás los primeros misterios del Lugar de Verdad.


36


Tras una agotadora jornada de trabajo, el capitán Méhy le había hecho brutalmente el amor a Serketa, con su habitual vigor. Ahora, ella ya no podría prescindir de él y debería permanecer en el único lugar que podía ocupar una mujer: el de sierva devota y obediente. Desde su infancia, Méhy despreciaba a las hembras, y Serketa no iba a ser la que modificara su actitud. Como las demás, buscaba un señor de indiscutible autoridad. Ella, al menos, había tenido la suerte de encontrarlo.


Desde el arresto de Nefer el Silencioso, Méhy se había puesto en contacto con decenas de personas para hacer circular un falso rumor. Estaban los malevolentes por naturaleza, que se apoderaban de él con avidez y lo propagaban a la velocidad del viento; los imbéciles, que lo repetían sin comprender, y los charlatanes, contentos al poder sobresalir haciendo circular una información que, según afirmaban, eran los únicos que la poseían.

Gracias a estos contactos, Méhy conseguía moldear a su gusto el pensamiento de los demás y transformaba el rumor en realidad. Nefer el Silencioso aparecía ya ante la opinión pública como un temible criminal, autor de varios asesinatos, y el Lugar de Verdad, como un cubil de bandidos que gozaban de intolerables privilegios.

Sólo Ramsés el Grande habría podido cambiar la situación con una sola palabra. Pero el faraón no se hallaba por encima de Maat, y no tenía derecho a intervenir en un proceso judicial. Éste era el precio de la salvaguarda de la felicidad y la coherencia de Egipto. Nefer había sido acusado y debía ser juzgado.

Como los vínculos entre el Lugar de Verdad y el visir eran demasiado estrechos, éste no presidiría la audiencia preliminar destinada a formar la acusación, sino que lo haría el decano del tribunal de justicia, un anciano estrictamente apegado al procedimiento. Méhy no necesitaba comprarlo, puesto que, ante la gravedad de los hechos, forzosamente decretaría la comparecencia de Nefer ante un jurado.

En aquel momento, la intervención secreta de Méhy sería decisiva. En primer lugar, era preciso imponer a Abry, el administrador de la orilla oeste, como jurado, y hacerle propagar nuevas calumnias sobre la cofradía, para ensuciar más aún su nombre y hacerla todavía más detestable ante los ojos del pueblo; y, en segundo lugar, había que asegurarse el voto de la mayoría del jurado para conseguir que Nefer fuera condenado a muerte, presentado como un asesino de sangre fría, una verdadera bestia feroz desprovista de cualquier humanidad, de cuya educación se habían encargado artesanos tan crueles como él.

De este modo, la aldea habría caído en la trampa.

Méhy palpó el trasero de Serketa.

–Esta yegua me pertenece, ¿no es cierto?

Ella se acurrucó contra él.

–Sí, soy tuya… Hazme otra vez el amor.

–¡Eres insaciable!

–Yo creo que es natural, ya que tengo la suerte de tener un marido infatigable.

–Me preocupa tu padre, Serketa.

–¿Ah, sí… pero por qué?

–Está perdiendo la cabeza.

–Pues yo no me he dado cuenta.

–Porque no trabajas con él. A mí me ha advertido de ello el alcalde de Tebas en persona. Durante una importante reunión, tu padre farfulló palabras incomprensibles, se equivocó en la exposición contable y, luego, permaneció largo rato postrado. Por mi parte, en los últimos días, he asistido a incidentes de la misma naturaleza, e incluso más graves. Naturalmente, no he dicho nada al alcalde y he intentado disipar sus temores. Por desgracia, tu padre se niega a admitir la realidad. Cuando sale de sus crisis no recuerda nada y se niega a admitir sus ausencias.

–¿Qué deberíamos hacer?

–Informa a su médico y pídele que piense en un tratamiento, sin contrariar a tu padre. Y si sólo fuera por esta angustiosa enfermedad…

Serketa se sentó al borde de la cama.

–¿Qué ocurre?

–No sé si decírtelo.

–Soy tu mujer, Méhy; y quiero saberlo todo.

–Es tan horrible…

–¡Habla, te lo pido!

–Puedes sentirte decepcionada y herida, querida.

Méhy habló en voz baja, como si temiera ser oído.

–Tu padre estaba visitando una propiedad, para revisar su tasación, y me había llevado consigo para enseñarme algunos detalles técnicos. De pronto, se arrojó sobre una niña e intentó violarla. Aunque sea mucho más robusto que él, tuve muchas dificultades para dominarle. Por fortuna, evité lo peor. Luego, cuando volvió en sí, no recordaba esa atroz escena.

–¿Hubo… testigos?

–La madre de la pequeña.

–¡Presentará una denuncia!

–Tranquilízate, la disuadí de hacerlo explicándole la situación y ofreciéndole una vaca lechera y cuatro sacos de espelta para que olvidara la tragedia. Pero yo no puedo estar siempre junto a tu padre y temo que vuelva a hacerlo.

Serketa estaba al borde de un ataque de nervios.

–Perderemos nuestra reputación, nuestros bienes…

–Te amo por ti misma, querida. Preocúpate sólo por la salud de tu padre.

Serketa lo veía claro: debía hacer que la fortuna familiar fuera transferida a su matrimonio y no permitir que la administrara un enfermo mental. Cuando la locura ganara terreno, su padre firmaría cualquier documento y dilapidaría su herencia. Ahora bien, la joven no soportaba la idea de ser pobre. Afortunadamente, se había casado con Méhy, cuya lucidez la salvaría de ese peligro.

–¿Puedes hacer que vigilen a mi padre permanentemente?

–No, yo…

–Ordena que tus soldados velen discretamente por su seguridad. Si va a cometer un acto reprensible, que intervengan inmediatamente y sólo te informen a ti.

–Pero eso sería excederme en mis funciones y…

–¡Hazlo por nosotros, Méhy! Nuestro porvenir está en juego.

El capitán fingió reflexionar, aunque ya había propuesto esta solución al alcalde, que la había aceptado.

–Si mis superiores se enteran, sufriré graves sanciones por abuso de poder, pero correré el riesgo por ti, amor mío.

Serketa besó el torso de su marido.

–No lo lamentarás… Y no permaneceré de brazos cruzados.

–Sobre todo, habla con su médico.

–Claro está… Pero consultaré también a nuestros juristas. Como hija única, debo proteger el patrimonio familiar. Y mi verdadera familia, hoy, eres tú y nuestros futuros hijos.

Méhy la obligó a tenderse de espaldas y la cubrió con todo el peso de su cuerpo.

–¿Cuántos quieres?

–Cuatro, cinco…

–¿No será excesivo para una mujer de tu calidad?

–Quiero varios muchachos. Se parecerán a ti y así tendré la impresión de tenerte siempre a mi lado.

–Realmente no puedes vivir sin mí, cariño…

Incapaz de sentir placer, a Serketa le importaban un bledo las proezas de su esposo, un amante más bien mediocre pero que, sin embargo, era un marido ideal, ambicioso y ávido de poder. Gracias a él, preservaría su fortuna y lograría, incluso, aumentarla, a condición de librarse de un padre que, de molesto, pasaba a ser peligroso.

Para manipular a Méhy bastaba con halagarle y hacerle creer que era su dueño omnipotente. Comportándose como una hembra en celo y una idiota encantadora, apenas buena para ser mostrada en las recepciones del brazo de su resplandeciente señor, Serketa alimentaría la gran opinión que Méhy tenía de sí mismo y se encargaría, en la sombra, de acumular el máximo de bienes. ¿Acaso el objeto de la vida no era tener cada vez más?


37


Daktair no se calmaba.


–¡Me ayudasteis a obtener el puesto que deseaba, Méhy, pero me veo reducido a ser una mera comparsa! El director del laboratorio central es un viejo sacerdote estúpido, incapaz de comprender las perspectivas que ofrece la ciencia. Rechaza cualquier innovación, cualquier experimentación y me obliga a clasificar expedientes.

–Tomad un poco más de oca asada, querido. ¿No creéis que mi cocinero es un verdadero artista?

–Sí, pero…

–Creía que un sabio de vuestra envergadura iba a mostrarse mucho más paciente.

–Comprendedme… ¡Tengo centenares de proyectos por realizar y, en cambio, tengo las manos atadas!

–No por mucho tiempo, Daktair.

El sabio se palpó la barba con la yema de los dedos.

–No tengo la impresión de que las cosas evolucionen a mi favor.

–¡Os equivocáis! Mis buenas relaciones con el alcalde de Tebas no dejan de fortalecerse, y mi influencia aumenta día tras día. Vuestro actual director no ocupará el cargo por mucho tiempo y vos le sucederéis.

Daktair clavó sus dientes en un muslo perfectamente asado.

–Este proceso que pone en entredicho el Lugar de Verdad… ¿Va en serio?

–¡Totalmente, amigo mío! Gracias al abominable crimen cometido por Nefer, nos libraremos antes de lo previsto de esa maldita cofradía. Los artesanos serán dispersados y me encargarán que registre la aldea de cabo a rabo. Naturalmente, vos me ayudaréis como experto.

Los ojillos de Daktair brillaron de excitación.

–Pero… ¡La sentencia no ha sido dictada todavía!

–La justicia egipcia es muy severa y dictará graves penas, tanto contra el asesino como contra quienes lo protegieron. ¿No es esta cofradía una asociación de malhechores? Prohibirla parecerá la mejor solución.


Obed el herrero había recibido a un Ardiente tan sobreexcitado que trabajaba, ininterrumpidamente, desde hacía ocho horas. El muchacho había propuesto al escriba de la Tumba formar un comando, con dos o tres robustos artesanos, ir a liberar a Nefer y devolverlo a la aldea para dejarlo fuera del alcance de la policía, pero Kenhir se había negado rotundamente. A la espera de su iniciación, Ardiente debía regresar entre los auxiliares y serles de utilidad.

–¿Te han aceptado, entonces? – preguntó el herrero, que examinaba satisfecho los cinceles de cobre fabricados por su compañero de un día.

–Espero que no dejen de cumplir su palabra.

–No es su estilo… Pero este caso criminal es un golpe bajo contra la cofradía.

–¡Silencioso es inocente!

–De todos modos, será condenado por asesinato. Seguro que el jefe Sobek tiene pruebas.

–Yo sólo me pregunto una cosa: ¿quién odia a mi amigo hasta el punto de arrastrarlo por el fango y destrozar su vida de esta forma?

–Deberías olvidar esta sucia historia, Ardiente, y trabajar conmigo. Te gusta la forja, y tienes dotes para trabajar en ella. No te encierres en esa aldea, cuyos días están contados.

–¿Qué quieres decir?

–Si condenan a Nefer, también condenarán a la cofradía. Se abrirá una exhaustiva investigación de cada uno de sus miembros, para establecer eventuales complicidades, se interrumpirán las obras, los artesanos serán dispersados por los distintos templos tebanos, y será el fin del Lugar de Verdad.

–¿Y mi iniciación?

–Nunca se celebrará.

El muchacho apretó los puños con rabia.

–Y todo por culpa de esta turbia historia…

–¿Conoces bien a Nefer? – preguntó el herrero.

–Es mi amigo.

–¡Eso no basta para absolverle! En el fondo, no sabes casi nada de él ni de su pasado. ¿En qué hombre se convirtió durante su largo viaje? En Nubia tuvo que enfrentarse forzosamente con la violencia y, sin duda, aprendió a matar. ¿No habrá vuelto a Tebas para enriquecerse? En la aldea oyó hablar de las riquezas depositadas en las tumbas de los faraones durante sus funerales. ¿No habrá pensado en apoderarse de ellas?

–¡Lo que estás diciendo es terrible!

–No es el primero a quien se le ha ocurrido la idea y no será el último. Y él estaba mejor situado que nadie para ponerla en práctica. Por esta razón merodeaba, por la noche, por las colinas que dominan el Valle de los Reyes… Pero ignoraba que Sobek había sido nombrado jefe de la seguridad y que había dispuesto un nuevo sistema de vigilancia. Un guardia le sorprendió, Silencioso le mató y no encontró mejor refugio que la propia aldea para escapar de la policía. Subestimó la tozudez de Sobek, que prosiguió la investigación y finalmente le identificó.

–¡Es una historia estúpida, Obed!

–La repetirán en el tribunal, ya verás. Los hechos encajan demasiado bien unos con otros como para no resultar creíbles.

–¡Pero eso no quiere decir que sea verdad!

–El asunto huele mal: ni Nefer ni la cofradía saldrán indemnes. Sigue mis consejos y distánciate de ellos.

–Los artesanos están atados de pies y manos, pero ni tú ni yo pertenecemos a la cofradía. Si intentara un golpe de fuerza, ¿estarías dispuesto a ayudarme?

–¡De ningún modo! No tendríamos ninguna oportunidad, y no estoy dispuesto a perder mi trabajo. Nefer está en la cárcel y nadie le sacará de allí.

–¿Viven todavía los padres de Clara?

–Sólo su padre.

–¿En qué trabaja?

–Es empresario de la construcción. Es un hombre competente, de excelente reputación.

Gracias a las indicaciones de Obed el herrero, Ardiente no tuvo dificultad alguna en encontrar el domicilio del padre de Clara. Para el joven, no cabía duda: el culpable era él. No había soportado la marcha de su hija y se había vengado de Nefer proporcionando al jefe Sobek pruebas falsas para acusar al seductor. Sintiéndose abandonado y traicionado, el empresario había decidido destruir a la pareja que se le escapaba al retirarse a la aldea.

Por las buenas o por las malas, Ardiente le arrastraría ante el tribunal, para que confesara su fechoría y dejara libre a Nefer de cualquier sospecha. ¡El asunto quedaría arreglado en seguida!

La mañana estaba tocando a su fin, y la gente regresaba del mercado. El muchacho entró en la casa, cuya puerta estaba abierta.

Un perro negro le cerró el paso.

–Tranquilo, amigo… No voy a hacerte ningún daño.

De pie frente a él, el perro gruñía y le enseñaba los dientes. Si Ardiente avanzaba, le atacaría.

El coloso podría haberle roto el cuello, pero el valeroso guardián le caía simpático, y Ardiente se puso de rodillas para mirarle a los ojos.

–Ven aquí, no soy tu enemigo.

Dubitativo, el perro negro inclinó la cabeza como si quisiera examinar al intruso desde otro ángulo.

–Acércate, no te morderé.

Clara apareció en lo alto de la escalera que conducía al piso superior.

–Ardiente… ¿Qué estás haciendo aquí?

El muchacho se levantó.

–¿Puedo tocarlo?

–Es un amigo, Negrote. Puedes acariciarlo sin temor.

El perro dejó de gruñir y aceptó que Ardiente le acariciara la cabeza.

–Clara… Lo sé todo. Ha sido tu padre, ¿no es cierto?

–¿Mi padre? ¡No te comprendo!

–No aceptó tu boda y denunció a Silencioso a la policía. Debe confesar.

La joven esbozó una triste sonrisa.

–Te equivocas, Ardiente. Esta desgracia ha hecho que mi padre caiga enfermo, muy enfermo. Aunque mi marcha le apenó, sintió un gran orgullo al verme casada con un servidor del Lugar de Verdad, donde se revelan secretos del oficio a los que él no tuvo acceso. Cuando le comuniqué el arresto de Nefer, su corazón se debilitó.

–Está…

–Aún vive, pero presiento que la muerte está muy cerca.


38