Por fortuna, poseemos una abundante
documentación sobre una de esas cofradías que, durante unos cinco
siglos, de 1550 a 1070 a. J.C., vivió en una aldea del Alto Egipto prohibida a
los profanos.
Tenía esta aldea un nombre
extraordinario: el Lugar de Verdad, en egipcio set Maat,
es decir, el lugar donde la diosa Maat se
revelaba en la rectitud, la exactitud y la armonía de la obra que
llevaban a cabo generaciones de «servidores del Lugar de
Verdad».
Implantada en el desierto, no lejos de
los cultivos, la aldea estaba rodeada por altos muros, tenía su
propio tribunal, su propio templo y su propia necrópolis; los
artesanos vivían allí en familia y gozaban de un estatuto
particular, dada la importancia de su misión primera: crear las
moradas de eternidad de los faraones en el Valle de los
Reyes.
Todavía hoy pueden descubrirse los
vestigios del Lugar de Verdad visitando el paraje de Deir
el-Medineh, en la orilla oeste de Tebas; las partes bajas de las
casas están intactas y se recorren las callejas que hollaron los
maestros de obra, los pintores, los escultores y las sacerdotisas
de la diosa Hator. Santuarios, locales de cofradía, tumbas
admirablemente decoradas marcaban el carácter sagrado del lugar,
provisto también de reservas de agua, graneros, talleres e,
incluso, de una escuela.
He intentado hacer revivir a esos seres
de excepción, sus aventuras, su vida cotidiana, su búsqueda de la
belleza y de la espiritualidad, en un mundo que a veces se mostró
hostil y envidioso. Salvaguardar la propia existencia del Lugar de
Verdad no fue siempre fácil, y no faltaron las más variadas
asechanzas, especialmente en el turbulento período durante el que
se desarrolla este relato.
Sea dedicada esta novela a todos los
artesanos del Lugar de Verdad que fueron depositarios de los
secretos de la Morada del Oro y consiguieron transmitirlos en sus
obras.
Desde hacía varios meses, el teniente de los carros intentaba
conseguir ciertas informaciones sobre esa cofradía que se encargaba
de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes y el de las
Reinas.
Pero nadie sabía nada, a excepción de Ramsés el Grande,
protector del Lugar de Verdad, donde maestros de obras, canteros,
escultores y pintores eran iniciados en sus funciones, esenciales
para la supervivencia del Estado. La aldea de los artesanos tenía
su propio gobierno, su propia justicia y dependía directamente del
rey y de su primer ministro, el visir.
Méhy sólo debería haberse preocupado de su carrera militar,
que se anunciaba brillante; pero ¿cómo olvidar que había solicitado
su admisión en la cofradía y que su candidatura había sido
rechazada? Nadie se burlaba así de un noble de su calidad.
Despechado, Méhy se había orientado hacia el arma de élite, los
carros, donde su talento había hecho maravillas. No tardaría pues
en ocupar un puesto importante en la jerarquía.
El odio había nacido en su corazón, un odio que aumentaba
cada día contra esa maldita cofradía que le había humillado y cuya
mera existencia le impedía conocer una felicidad
perfecta.
De modo que el oficial había tomado una decisión: o descubría
todos los secretos del Lugar de Verdad y los utilizaba en su
benefició o destruía ese islote aparentemente inaccesible y tan
orgulloso de sus privilegios.
Para lograrlo, Méhy no debía dar ningún paso en falso ni
despertar sospecha alguna. Durante los últimos días, sin embargo,
había dudado. ¿Acaso los «servidores del Lugar de Verdad», según la
denominación oficial, no eran sólo unos despreciables fanfarrones
cuyos pretendidos poderes sólo eran espejismos e ilusiones? ¿Y el
Valle de los Reyes, tan bien guardado, no preservaba algo más que
cadáveres de monarcas petrificados en la inmovilidad de la
muerte?
A fuerza de ocultarse en las colinas que dominaban la aldea
prohibida, Méhy había esperado sorprender los ritos de los que
nadie hablaba; la decepción había estado a la altura de los
esfuerzos realizados.
Pero esta noche, por fin, tenía lugar el acontecimiento tan
esperado.
Los diez hombres, uno tras otro, subieron a la cresta de la
colina del oeste y caminaron lentamente, a lo largo del acantilado,
hasta el collado donde se habían construido unas chozas de piedra
que ocupaban en ciertos períodos del año. Desde allí, les bastaba
con tomar un camino que descendía hacia el Valle de los
Reyes.
En el colmo de su excitación, el teniente de carros cuidó de
no hacer rodar alguna piedra y revelar así su presencia. Conociendo
el emplazamiento de los puestos de observación, ocupados por
policías encargados de garantizar la seguridad del valle prohibido,
Méhy arriesgaba, sin embargo, su vida. Armados con arcos, aquellos
cancerberos tenían órdenes de tirar sin previo
aviso.
A la entrada de aquel lugar, sagrado entre todos, donde desde
el comienzo del Imperio Nuevo descansaban las momias de los
faraones, los guardias se apartaron para dejar paso a los diez
servidores del Lugar de Verdad.
Con el corazón palpitante, Méhy trepó por una empinada
pendiente desde donde podía observarlo todo sin ser visto. Tendido
en una roca plana, no se perdió ni una brizna del increíble
espectáculo.
El jefe de equipo se separó del grupo y depositó en el suelo,
ante la entrada de la tumba de Ramsés el Grande, el fardo que había
llevado desde que salió de la aldea, luego quitó el velo blanco que
lo cubría.
Una piedra.
Una simple piedra tallada en forma de cubo. Brotó de ella una
luz tan potente que iluminó la monumental puerta de la morada de
eternidad del faraón reinante. El sol brilló en la noche, las
tinieblas quedaron abolidas.
Los diez artesanos, recogiéndose, veneraron largo rato la
piedra, luego el jefe de equipo la levantó mientras dos de sus
subordinados abrían la puerta de la tienda. Fue el primero que
penetró en ella, seguido por los demás artesanos; y el cortejo se
hundió en las profundidades, iluminado por la
piedra.
Méhy permaneció inmóvil durante varios minutos. ¡No, no había
soñado! La cofradía poseía, en efecto, fabulosos tesoros, conocía
el secreto de la luz, él mismo había visto la piedra de la que
procedía, una piedra que no era ilusión ni leyenda. Seres humanos,
y no dioses, habían sido capaces de darle forma y sabían
utilizarla… ¿Y qué pasaba con los montones de oro que producían en
sus laboratorios, según persistentes rumores?
Insospechados horizontes se abrían ante el teniente de
carros. Ahora sabía que el origen de la prodigiosa fortuna de
Ramsés el Grande se hallaba aquí, en el Lugar de Verdad. Por eso la
cofradía vivía apartada del mundo, oculta tras los muros de su
aldea.
–¿Qué haces aquí, amigo?
Méhy se volvió lentamente y descubrió a un policía nubio,
armado con un garrote y un puñal.
–Me… Me he perdido.
–En esta zona está prohibido el paso -declaró el policía
negro-. ¿Cuál es tu nombre?
–Pertenezco a la guardia personal del rey y estoy en misión
especial -afirmó Méhy con aplomo.
–No me han avisado.
–Es normal… Nadie debía ser informado.
–¿Por qué razón?
–Porque debo verificar que las consignas de seguridad se
aplican con el rigor necesario y que ningún intruso puede
introducirse en el Valle de los Reyes. Te felicito, policía. Acabas
de demostrarme que el dispositivo es eficaz.
El nubio estaba perplejo.
–De todos modos, el jefe debería haberme
avisado.
–¿No comprendes que era imposible?
–Vayamos juntos a ver al jefe. No puedo dejarte marchar
así.
–Haces muy bien tu trabajo.
A la luz de la luna llena, la sonrisa conciliadora de Méhy
tranquilizó al nubio, que se puso el bastón a la
cintura.
Tan rápido como una víbora de las arenas, el teniente de
carros se lanzó, con la cabeza por delante, y golpeó al policía en
pleno pecho.
El infeliz cayó hacia atrás y rodó por la pendiente hasta una
plataforma que dominaba el Valle. A riesgo de romperse el cuello,
Méhy le alcanzó comprobando que, a pesar de que tenía una profunda
herida en la sien, el policía continuaba vivo. Sin prestar atención
a la suplicante mirada de su víctima, la remató con una piedra
puntiaguda, hundiéndole el cráneo.
Con el corazón frío, el asesino aguardó largo rato. Cuando
estuvo seguro de que nadie le había visto, Méhy subió de nuevo a la
cima de la colina, cuidando de asegurar bien sus presas. Con
mayores precauciones aún, se alejó del lugar
prohibido.
Gracias a esta maravillosa noche, ya sólo tenía una idea en
la cabeza: descubrir el misterio del Lugar de
Verdad.
Pero ¿cómo lograrlo? Puesto que no podía entrar en la aldea,
tendría que hallar el medio de obtener informaciones
serias.
Y el criminal vio un espléndido porvenir: ¡los secretos y las
riquezas de la cofradía le pertenecerían, a él y sólo a
él!
Sentado a la sombra de un sicómoro, en el lindero de los
cultivos y el desierto, el joven no conseguía adormecerse y
disfrutar de un bien merecido descanso antes de dirigirse a los
pastos familiares para cuidar a los bueyes. A sus dieciséis años,
Ardiente, que medía un metro noventa y tenía el aspecto de un
coloso, no estaba dispuesto a soportar la existencia de un
campesino como su padre, su abuelo y su bisabuelo.
Como todos los días, iba hasta aquel lugar tranquilo y, con
la ayuda de un pedacito de madera que había tallado, dibujaba
animales en la arena. Dibujar… ¡Le hubiera gustado hacer eso
durante horas y horas, y luego colorear y recrear un asno, un perro
y mil criaturas más!
Ardiente sabía observar. Su visión entraba en su corazón y,
luego, éste daba órdenes a su mano que actuaba, sin embargo, con
toda libertad para trazar los contornos de
una imagen más viviente que la propia realidad cotidiana. El
muchacho hubiera necesitado papiro, estiletes, pigmentos… Pero su
padre era agricultor y se había reído en sus narices cuando el
adolescente le había formulado sus exigencias.
Había un lugar, uno sólo, donde Ardiente podría obtener lo
que deseaba: el Lugar de Verdad. Nada se sabía de lo que ocurría
tras los muros de la aldea, pero allí se reunían los mayores
pintores y dibujantes del reino, los que estaban autorizados para
decorar la tumba del faraón.
El hijo de un campesino no tenía posibilidad alguna de entrar
en la fabulosa cofradía. Sin embargo, el joven no podía dejar de
pensar en los goces de quienes podían consagrarse por completo a su
vocación, olvidando las mezquindades de lo
cotidiano.
–Bueno, Ardiente, ¿nos damos a la buena
vida?
El que acababa de expresarse irónicamente se llamaba Patán, y
tenía unos veinte años. Grande, musculoso, llevaba sólo un corto
taparrabos de junco trenzado. A su lado, su hermano menor, Pata
Gorda, con su estúpida sonrisa. A los quince años, pesaba diez
kilos más que Patán, a causa de los pasteles que devoraba
diariamente.
–Dejadme tranquilo los dos.
–El lugar no te pertenece… Tenemos derecho a
venir.
–No tengo ganas de veros.
–Nosotros sí. Y tendrás que explicarte.
–¿Sobre qué?
–Como si no lo supieras… ¿Dónde estabas la pasada
noche?
–¿Te crees un policía?
–Nati… ¿Te suena este nombre?
Ardiente sonrió.
–Un excelente recuerdo.
Patán dio un paso hacia Ardiente.
–¡Eres escoria! La muchacha debe casarse conmigo… y tú, la
pasada noche, te atreviste a…
–Ella vino a buscarme.
–¡Mientes!
Ardiente se levantó.
–No aguanto que me acusen de mentiroso.
–Por tu culpa no me casaré con una virgen.
–¿Y qué? Si es mínimamente inteligente, Nati no se casará
contigo.
Patán y Pata Gorda mostraron un látigo de cuero. El arma era
sencilla pero temible.
–Dejémoslo así -propuso Ardiente-. Nati y yo pasamos un buen
rato juntos, es cierto, pero eso son cosas de la naturaleza. Para
complaceros, aceptaré no volver a verla. Y, para serte franco, no
me hará ninguna falta.
–Vamos a desfigurarte -anunció Patán-. Con tu nueva jeta ya
no seducirás a moza alguna.
–No me molestaría castigar a dos imbéciles, pero hace calor y
preferiría seguir con mi siesta.
Pata Gorda se arrojó sobre Ardiente levantando el brazo. De
pronto, su blanco se esfumó ante él. Se sintió levantado,
proyectado en el aire y cayendo de cabeza contra el tronco del
sicómoro. Atontado, no volvió a moverse.
Estupefacto por unos instantes, Patán reaccionó. Hendiendo el
aire con su látigo, creyó que conseguiría lacerar el rostro de
Ardiente, pero su brazo fue detenido por el del joven coloso. Un
siniestro crujido puso fin a la corta lucha. Con el hombro
dislocado, Patán soltó el látigo de cuero y huyó
aullando.
Ni una sola gota de sudor había brotado de la frente de
Ardiente. Acostumbrado a pelear desde sus cinco años, había sufrido
severos correctivos antes de aprender los golpes ganadores. Seguro
de su fuerza, no le gustaba provocar pero nunca retrocedía. La vida
no regalaba nada, él tampoco.
Ante la idea de pasar la tarde en el pastizal y regresar
dócilmente a su casa, llevando leche y leña, Ardiente sintió
náuseas.
La jornada de mañana se anunciaba peor que la de hoy, más
deslustrada aún, más aburrida aún, y el joven seguiría perdiendo el
alma, como si su sangre manara lentamente. ¿Qué le importaba la
pequeña propiedad agrícola de su familia? Su padre soñaba con trigo
maduro y vacas lecheras, los vecinos envidiaban su éxito, las
muchachas veían ya a Ardiente como a un heredero colmado que,
gracias a su fuerza física, duplicaría la producción y se haría
rico. Soñaban con casarse con un campesino opulento al que
numerosos vástagos asegurarían una vejez feliz.
Miles de seres se sentían satisfechos con ese destino, pero
Ardiente no. Por el contrario, le parecía más asfixiante que los
muros de una prisión. Olvidando los bovinos, que se las arreglarían
sin él, el muchacho caminó por el desierto, sin apartar la mirada
de la cima. Dominaba la orilla occidental de Tebas, la riquísima
ciudad del dios Amón donde se había construido la ciudad santa de
Karnak, poblada por numerosos santuarios.
En la orilla oeste se encontraban el Valle de los Reyes, el
de las Reinas y el de los nobles que habían acogido las moradas de
eternidad de tan ilustres personajes, y también los templos de
millones de años de los faraones, entre ellos el Ramesseum, el de
Ramsés el Grande. Los artesanos del Lugar de Verdad habían creado
esas maravillas… ¿No se decía, acaso, que trabajaban mano a mano
con los dioses y bajo su protección?
En el secreto corazón de Karnak como en el más modesto de los
oratorios, hablaban las divinidades, pero ¿quién comprendía
realmente su mensaje? Ardiente, por su parte, descifraba el mundo
dibujando en la arena, pero le faltaban demasiados conocimientos
para progresar.
No aceptaba esta injusticia. ¿Por qué la diosa oculta en la
cima de Occidente hablaba a los artesanos del Lugar de Verdad y por
qué permanecía muda cuando él imploraba una respuesta a su llamada?
La montaña, abrumada por el sol, le abandonaba a su soledad, y no
serían sus jóvenes amantes, ávidas de placer, quienes podrían
comprender sus aspiraciones.
Para vengarse, grabó sus contornos en la arena con tanta
precisión como era capaz, luego los borró con el pie como si
estuviera aniquilando al mismo tiempo a esa diosa muda y su propia
insatisfacción.
Pero la cima de Occidente permaneció intacta, grandiosa e
impenetrable. Y pese a su poderío físico, Ardiente se sintió
irrisorio. No, la cosa no podía seguir así.
Esta vez, su padre le escucharía.
El ascenso de Sobek había sido rápido: a los veintitrés años
acababa de ser nombrado jefe de las fuerzas de seguridad encargadas
de asegurar la protección del Lugar de Verdad. De hecho, el cargo
no era muy deseable, dadas las responsabilidades que recaían sobre
su titular, que no tenía derecho a equivocarse. Ningún profano
debía penetrar en el Valle de los Reyes, ningún curioso podía
turbar la serenidad de la aldea de los artesanos: a Sobek le
incumbía evitar cualquier incidente, so pena de ser inmediatamente
sancionado por el visir.
El nubio ocupaba un pequeño despacho en uno de los fortines
que impedían el acceso al Lugar de Verdad. Aunque supiese leer y
escribir, no sentía afición alguna por el papeleo y la
clasificación de informes, y lo dejaba para sus subordinados. Una
mesa baja y tres taburetes formaban lo esencial del mobiliario,
proporcionado por la administración que garantizaba la limpieza del
local y su mantenimiento.
Sobek pasaba la mayor parte de su tiempo sobre el terreno,
recorriendo las colinas que dominaban los parajes prohibidos,
incluso cuando el sol daba de lleno. Conocía cada sendero, cada
cresta, cada ladera, y no dejaba de explorarlos. Quien era
sorprendido en situación irregular era detenido e interrogado sin
miramientos; luego lo transferían a la orilla oeste, donde el
tribunal del visir dictaba una severa sentencia.
A partir de las siete, el nubio recibía a los centinelas
apostados durante la noche. A la pregunta: «¿Sin novedad?»,
respondían: «Sin novedad, jefe», e iban a acostarse. Pero, aquella
mañana, el primer centinela no ocultaba su
turbación.
–Hay un problema, jefe.
–Explícate.
–Uno de nuestros hombres ha muerto esta
noche.
–¿Una agresión? – se preocupó Sobek.
–Sin duda no… de lo contrario, habríamos descubierto al
culpable. ¿Queréis ver el cadáver?
Sobek salió del despacho para examinar los restos del
infeliz.
–Cráneo hundido, herida en la sien
-advirtió.
–Tras semejante caída, no es extraño -consideró el
centinela-. Era su primera noche de guardia y no conocía demasiado
el lugar. Ha resbalado en el canchal y ha caído por la pendiente.
No es la primera vez que sucede y no será la
última.
Sobek interrogó a los demás centinelas: nadie había observado
la presencia de un intruso. Era evidente que se trataba de un
horrible accidente.
–¿Qué estás haciendo aquí, Ardiente? ¡Deberías estar en los
pastos!
–Eso se ha terminado, padre.
–¿Qué quieres decir?
–No seré tu sucesor.
Sentado en una estera, el granjero dejó ante él las fibras de
papiro con las que fabricaba una cuerda. Incrédulo, levantó los
ojos hacia su hijo.
–¿Te has vuelto loco?
–Ser campesino me aburre.
–Lo has dicho ya cien veces… ¡No podemos perder el tiempo en
diversiones! Yo no tuve ideas extrañas, como tú, y me he limitado a
trabajar para alimentar a mi familia. He hecho feliz a tu madre, he
educado a cuatro hijos, tus tres hermanas y tú, y me he convertido
en propietario de esta granja y de un gran terreno… ¿Acaso no es
esto éxito? Cuando muera, tú no pasarás penurias y me lo
agradecerás el resto de tu vida. ¿Sabes que el año es excelente y
el cielo favorable? La cosecha será abundante, pero no pagaremos
muchos impuestos porque el fisco me ha concedido ciertas
facilidades. ¿No tendrás la intención de destruir todo
esto?
–Quiero construir mi vida.
–Olvida las grandes frases. ¿Crees acaso que las vacas se
alimentan con eso?
–Pastarán sin mí, y no te costará mucho encontrarme un
sustituto.
La angustia hizo vacilar la voz del
granjero.
–¿Qué te sucede, Ardiente?
–Quiero dibujar y pintar.
–¡Pero eres un campesino, hijo de campesino! ¿Por qué buscas
lo imposible?
–Porque es mi destino.
–Ten cuidado, hijo mío: un mal fuego arde en ti. Si no lo
apagas, te destruirá.
Ardiente esbozó una triste sonrisa.
–Te equivocas, padre.
El granjero agarró una cebolla y la mordió.
–¿Qué deseas en realidad?
–Entrar en la cofradía del Lugar de Verdad.
–¡Te has vuelto loco, Ardiente!
–¿Me crees incapaz de ello?
–Incapaz, incapaz… ¡Y yo qué sé! Pero, de todos modos, es una
locura… ¡Y no tienes la menor idea de la espantosa vida de esos
artesanos! Están sometidos al secreto, privados de libertad,
obligados a obedecer a unos superiores implacables… Los canteros
tienen los brazos quebrados por la fatiga, les duelen los muslos y
la espalda, ¡mueren de agotamiento! ¿Y qué decir de los escultores?
Manejar el cincel es mucho más agotador que cavar el suelo con la
azada. Por la noche, siguen trabajando a la
luz de los candiles y no tienen ni un día de
descanso.
–Pareces muy bien informado sobre el Lugar de
Verdad.
–Es lo que se dice… ¿Por qué no creerlo?
–Porque los rumores siempre son falsos.
–¡Mi hijo no puede darme lecciones de moral! Escucha mis
consejos y te irá bien. ¿Cómo vas a soportar un reglamento con tu
carácter imposible? ¡Te rebelarías al primer segundo! Sé campesino,
como yo, como tus antepasados, y acabarás siendo feliz. Con la
edad, te apaciguarás y te reirás de tu revuelta
adolescente.
–Eres incapaz de comprenderme, padre. Es inútil seguir con
esta conversación.
El granjero lanzó la cebolla a lo lejos.
–Basta ya. Eres mi hijo, me debes
obediencia.
–Adiós.
Ardiente volvió la espalda a su padre, que tomó el mango de
madera de una herramienta y le golpeó en la
espalda.
El muchacho se volvió lentamente. Lo que el granjero vio en
los ojos del joven coloso le aterrorizó, y retrocedió hasta el
muro.
Una mujer, pequeña y arrugada, surgió del trastero donde se
había ocultado y se agarró al brazo derecho de su
hijo.
–¡No agredas a tu padre, te lo suplico!
Ardiente la besó en la frente.
–Tampoco tú, madre, me comprendes; pero no te lo reprocho.
Tranquilízate, me voy para no volver.
–Si sales de esta casa -le advirtió su padre-, te
desheredaré.
–Estás en tu derecho.
–¡Acabarás en la miseria!
–¿Acaso crees que me importa?
Cuando cruzó el umbral de la morada familiar, Ardiente supo
que no volvería nunca.
Tomando el camino que flanqueaba un campo de trigo, el joven
respiró hondo. Un nuevo mundo se abría ante él.
Aquel atardecer no había nadie en la pista hollada por los
cascos de los asnos que, día tras día, llevaban a la cofradía agua,
alimento y todo lo que allí necesitaban para trabajar «lejos de los
ojos y los oídos».
A Ardiente le gustaba el desierto. Disfrutaba de su
implacable poderío, sentía que el alma le vibraba al unísono con la
suya y lo recorría, sin fatiga, días enteros, saboreando el
contacto de sus pies desnudos con la arena.
Pero, esta vez, el joven no llegó muy lejos. El primero de
los cinco fortines que se encargaban de la protección del Lugar de
Verdad le cerró el paso. Puesto que Ardiente se había dado cuenta
de que los centinelas no apartaban la mirada de él, se dirigió
directamente hacia el obstáculo. Más valía enfrentarse a los
guardias y saber qué podía esperar.
Dos arqueros salieron del fortín. Ardiente siguió avanzando
con los brazos pegados al cuerpo, para mostrar que no estaba
armado.
–¡Alto!
El joven se detuvo.
El mayor de los dos arqueros, un nubio, se acercó a él. El
otro se colocó de lado, tensó el arco y le apuntó.
–¿Quién eres?
–Me llamo Ardiente y deseo llamar a la puerta de la cofradía
del Lugar de Verdad.
–¿Tienes un salvoconducto?
–No.
–¿Quién te recomienda?
–Nadie.
–¿Te burlas de mí, muchacho?
–Sé dibujar y quiero trabajar en el Lugar de
Verdad.
–Es una zona prohibida, deberías saberlo.
–Quiero conocer a un maestro artesano y demostrarle mis
cualidades.
–Y yo tengo órdenes. Si no te largas de inmediato, te detengo
por ultraje a la fuerza pública.
–No tengo malas intenciones… ¡Permitidme que pruebe
suerte!
–¡Lárgate!
Ardiente lanzó una ojeada a las colinas de los
alrededores.
–No esperes pasar por ahí -advirtió el arquero nubio-. Serías
abatido.
Ardiente podría haber derribado al policía de un puñetazo,
arrojarse al suelo para evitar la flecha de su colega y, luego,
forzar el paso. Pero ¿a cuántos arqueros debería evitar para llegar
a las puertas de la aldea?
Despechado, desanduvo el camino.
En cuanto estuvo fuera de la vista de los centinelas, se
sentó en una roca, decidido a observar lo que ocurría en el
sendero. Así, sin duda, encontraría una idea para tener
éxito.
La madre de Ardiente lloraba desde hacía horas, sin que sus
hijas lograran consolarla. El padre se había visto obligado a
contratar a tres jóvenes campesinos para sustituir al coloso.
Furioso, encolerizado contra su indigno hijo, había acudido al
escribano público para dictarle una carta al despacho del visir.
Anunciando su decisión en términos implacables y definitivos, el
granjero decretaba, como la ley se lo permitía, que desheredaba a
Ardiente y que la totalidad de sus bienes irían a parar a su
esposa, que los utilizaría a su conveniencia. Si moría antes que
él, sus tres hijas heredarían a partes iguales.
Pero al granjero, ofendido y humillado, no le bastaba aquel
dispositivo testamentario. Puesto que Ardiente se había vuelto
loco, era preciso devolverle la razón. No existía mejor modo que la
coerción ejercida por una autoridad indiscutible. Por ello, el
padre del rebelde había acudido a casa del responsable de los
trabajos forzados, un puntilloso escriba, procaz y cada vez más
agriado. Titular de un puesto difícil y poco gratificante,
intrigaba en vano para obtener un ascenso y trabajar en la ciudad,
en la orilla este. Aquí, durante los meses que precedían a la
inundación, se encargaba de contratar personal para limpiar los
canales y reparar los diques, pagando lo menos posible. Como los
voluntarios eran cada vez más escasos, era preciso decretar el
trabajo forzado y convencer a los dueños de las propiedades de que
le cedieran cierto número de obreros agrícolas, cuya momentánea
ausencia se compensaba con una disminución de impuestos. Las
discusiones eran largas, penosas y fatigantes.
Así, cuando el escriba vio entrar en su despacho al padre de
Ardiente, esperaba un rosario de jeremiadas y reclamaciones, que
rechazaría como de costumbre.
–No vengo a molestarte -afirmó el granjero-, sino a pedir tu
ayuda.
–Ni hablar -repuso el funcionario-. La ley es la ley y no
puedo concederte privilegios, aunque nos conozcamos desde hace
muchos años. Si un solo terrateniente comienza a negar el carácter
indispensable del trabajo forzado, los beneficios de la crecida se
perderán y Egipto quedará arruinado.
–Yo no niego nada, deseo hablarte de mi
hijo.
–¿Tu hijo? ¡Pero si está exento de trabajo
forzado!
–Acaba de abandonar la granja.
–¿Adonde ha ido?
–No lo sé… Se considera un dibujante. El pobre Ardiente ha
perdido la razón.
–¿No irás a decirme que ya no se ocupa de la granja y de los
pastos?
–Por desgracia, sí.
–¡Será insensato!
–Su madre y yo estamos destrozados, pero no hemos podido
impedir que se fuera.
–¡Unos bastonazos y asunto resuelto!
El granjero agachó la cabeza.
–Lo intenté, pero Ardiente es una especie de coloso… ¡Y ese
granuja se puso violento! Creí que iba a pegarme.
–¡Un hijo pegando a su padre! – exclamó el escriba-. Hay que
llevarle ante un tribunal para que le condene.
–Tengo otra idea mejor.
–Te escucho.
–Realmente ya no es mi hijo, y puesto que ha abandonado mi
casa, ¿por qué seguir excluyéndolo del trabajo
forzado?
–Le convocaré, cuenta conmigo.
–Podríamos hacer algo mejor aún.
–No lo comprendo.
El granjero habló en voz baja.
–Ese bandido necesita una buena lección, ¿no crees? Si se le
corrige con severidad, la advertencia evitará que cometa mayores
tonterías. Si tú y yo no intervenimos, podríamos ser considerados
responsables.
El escriba no se tomó el argumento a la
ligera.
–¿Qué propones?
–Suponte que convocas a Ardiente para el trabajo forzado y
que se niega a acudir… Entonces sería considerado un desertor.
Podrías encarcelarle con algunos mocetones de los duros que le
administraran un saludable correctivo.
–Podría hacerse… Pero ¿qué me ofreces a
cambio?
–Una vaca lechera.
Al escriba se le hizo la boca agua. Una pequeña fortuna por
un trabajo fácil.
–De acuerdo.
–Añadiré unos sacos de grano, claro está. Pero no estropees
demasiado a Ardiente… Tiene que volver a la
granja.
Una perra de pelaje ocre olisqueaba mansamente al intruso,
cuando el sol no se había levantado aún y un fresco viento barría
la orilla occidental de Tebas y la pista que llevaba al Lugar de
Verdad.
El muchacho la acarició justo cuando la perra, alertada por
el ruido de cascos, se alejó. Encabezados por un borrico de paso
regular, un centenar de asnos cargados de alimentos se dirigía
hacia la aldea de los artesanos. Puesto que el jefe de los
cuadrúpedos conocía perfectamente el itinerario, avanzaba con paso
seguro.
Ardiente los vio pasar, admirado. Sabían, como él, adonde
iban, pero ellos podrían pasar el obstáculo de los
fortines.
A poca distancia, detrás de los asnos, caminaban unos
cincuenta aguadores. En su mano diestra llevaban un bastón para
acompasar la marcha y ahuyentar a las serpientes; en el hombro
izquierdo, un largo y sólido tronco de cuyo extremo pendía un gran
odre que contenía varios litros de agua.
La perra de pelaje ocre abandonó a Ardiente para acompañar a
su dueño, un hombre de edad que se fatigaba ya. El joven se puso a
su altura.
–¿Puedo ayudaros?
–Es mi trabajo, muchacho… No por mucho tiempo, pero me basta
para vivir antes de regresar a mi casa, en el Delta. Si me ayudas,
no podré pagarte.
–No tiene importancia.
En el hombro de Ardiente, el fardo pareció ligero como una
pluma de la oca sagrada del dios Amón.
–¿Es así todos les días?
–Sí, muchacho. ¡A los artesanos del Lugar de Verdad no debe
faltarles nada, y mucho menos el agua! Tras la primera entrega de
la mañana, la más importante, hay varias más a lo largo de todo el
día. Si las necesidades aumentan, por una razón u otra, aumenta
también el número de porteadores. No somos los únicos auxiliares
que trabajamos para el Lugar de Verdad; hay también lavanderos,
panaderos, cerveceros, carniceros, caldereros, leñadores,
tejedores, curtidores y muchos más. El faraón exige que los
artesanos gocen del mayor bienestar posible.
–¿Has entrado ya en la aldea?
–No. Como aguador titular, puedo ir a verter el contenido de
mi odre en la gran crátera, ante la entrada norte; hay otra junto
al muro sur. Los habitantes del Lugar de Verdad llenan allí sus
jarras.
–¿Quién puede cruzar el muro?
–Sólo los miembros de la cofradía. Los auxiliares permanecen
en el exterior. Pero ¿por qué haces todas esas
preguntas?
–Porque quiero entrar en la cofradía para convertirme en
dibujante.
–¡Pues llevando agua no lo lograrás!
–Debo llamar a la puerta principal, hablar con un artesano,
explicarle que…
–¡No cuentes con ello! Esa gente no es habladora ni
acogedora, y sin duda un comportamiento como el tuyo no les
gustaría. En el mejor de los casos, te ganarías unos meses de
prisión. Y no olvides que los guardas conocen a cada
aguador…
–¿Has conversado ya con algún adepto?
–Una palabra por aquí, otra por allá, sobre el tiempo o la
familia.
–¿No te han hablado de su trabajo?
–Esa gente guarda el secreto, muchacho, y nadie rompe su
juramento. Quien tuviera la lengua demasiado larga sería excluido
inmediatamente.
–¡Pero bien que habrá nuevos reclutas!
–Es más bien raro. Deberías escucharme y olvidar tus sueños…
Hay algo mucho mejor que encerrarte en el Lugar de Verdad para
trabajar, noche y día, por la gloria del faraón. Si lo piensas
bien, no es una existencia muy envidiable. Con tu físico, debes
gustar a las mozas. Diviértete algunos años, cásate joven, engendra
hermosos hijos y encuentra un buen oficio, menos penoso que el de
llevar agua.
–¿No hay mujeres en la aldea?
–Las hay, y tienen hijos, pero están sometidas a la regla del
Lugar de Verdad, como los hombres. Lo más sorprendente es que
tampoco ellas hablan.
–¿Las has visto?
–A algunas.
–¿Son bonitas?
–Hay de todo… Pero ¿por qué te obstinas?
–¿De modo que tienen derecho a salir de la
aldea?
–Todos sus habitantes tienen ese derecho. Circulan libremente
entre el Lugar de Verdad y el primer fortín. Se dice, incluso, que
a veces van a la orilla este, pero eso no es cosa
mía.
–¡Entonces podré conocer a un artesano!
–En primer lugar, necesitarías saber que realmente pertenece
a la cofradía, pues no faltan los fanfarrones. En segundo lugar,
nunca aceptará hablar contigo.
–¿Cuántos fortines hay?
–Cinco. También son conocidos como «los cinco muros». En
realidad son otros tantos puestos de guardia desde donde los
centinelas observan a quien se acerca a la aldea. El dispositivo es
eficaz, créeme, e incluso las colinas están estrechamente
vigiladas, sobre todo desde el nombramiento del nuevo jefe de
seguridad, Sobek. Es un nubio bastante vengativo y decidido a
demostrar su valor. La mayoría de los hombres que están bajo sus
órdenes pertenecen a su tribu y le obedecen ciegamente. Dicho de
otro modo, es inútil intentar corromperles. Le tienen tanto miedo
que denunciarían de inmediato al corruptor.
Ardiente había tomado una decisión: debía llegar, a toda
costa, al primer fortín y hablar con alguien del
interior.
–Si dices que estás enfermo y que soy uno de tus primos que
he venido a ayudarte a llevar el agua, ¿serían comprensivos los
guardias?
–Podemos probarlo, pero no te llevará muy
lejos.
Cuando divisó a los guardias del primer fortín, Ardiente supo
que la suerte estaba a su favor: acababa de efectuarse el relevo,
no eran ya los mismos arqueros y no corría el riesgo de que le
reconocieran.
–No pareces estar bien -dijo el policía negro al aguador que
se apoyaba, pesadamente, en el brazo del joven
coloso.
–No tengo ya energía alguna… Por eso he recurrido a este
muchacho que ha aceptado ayudarme.
–¿Es de tu familia?
–Es uno de mis primos.
–¿Respondes por él?
–Pronto voy a dejar el trabajo y se propone
sustituirme.
–Id hasta el segundo puesto de control.
¡Primera victoria! Ardiente había hecho bien en insistir. Si
la suerte seguía ayudándole, podría ver la aldea de cerca y
encontrar a algún artesano que comprendiera su
vocación.
El segundo control fue más puntilloso que el primero, y el
tercero más aún, pero los policías comprobaron que el aguador no
simulaba su desfallecimiento. Como debía realizarse la entrega y
ningún funcionario de policía aceptaría abandonar su puesto para
realizar la penosa tarea, dejaron pasar a los dos
hombres.
El cuarto control resultó ser una mera formalidad pero, ante
el quinto y último fortín reinaba una intensa animación. Unos
peones pertenecientes al equipo auxiliar descargaban los asnos y
seleccionaban cestos y jarras llenos de legumbres, pescado seco,
carne, frutos, aceite y ungüentos.
Discutían, se reprochaban la lentitud, se reían, bromeaban…
Un policía indicó por signos a los aguadores que avanzaran para
verter el contenido de sus odres en una enorme jarra que despertó
la admiración de Ardiente. ¿Qué alfarero había sido lo bastante
hábil para crear tan gigantesco recipiente? Para el joven, fue el
primer milagro visible del Lugar de Verdad.
–Pareces sorprendido, muchacho.
–¿Quién ha fabricado esta gigantesca jarra?
–Un alfarero que trabaja para el Lugar de
Verdad.
–¿Y cómo lo ha hecho?
–Eres muy curioso.
El rostro de Ardiente se iluminó. Sin duda estaba ante uno de
los artesanos de la aldea.
–¡No, no es curiosidad! Quiero ser dibujante y entrar en la
cofradía.
–Ah, caramba… Ven a explicarme eso.
El rechoncho llevó a Ardiente más allá del quinto y último
bastión, hacia una hilera de talleres donde trabajaban zapateros,
tejedores y caldereros. Le invitó a sentarse en un bloque, al pie
de una pedregosa colina.
–¿Qué sabes del Lugar de Verdad, muchacho?
–Nada, o muy poco… Pero estoy seguro de que debo vivir
aquí.
–¿Por qué razón?
–Mi única pasión es el dibujo. ¿Quieres que te lo
muestre?
–¿Sabrías reproducir mi rostro en la arena?
Sin separar la mirada de su modelo, Ardiente utilizó un
puntiagudo sílex para trazar con rapidez unas formas
precisas.
–Aquí está… ¿Qué me dices?
–Pareces tener dotes. ¿Dónde has aprendido?
–¡En ninguna parte! Soy hijo de granjero y siempre he pasado
horas y horas dibujando lo que observaba. Pero me faltan los
secretos que aquí se enseñan, estoy seguro. Y quiero pintar,
iluminar mis dibujos con el color.
–No te falta ambición ni talento… Pero tal vez eso no te
baste para entrar en el Lugar de Verdad.
–¿Qué más se necesita?
–Voy a conducirte ante alguien que debería resolver todos tus
problemas.
Ardiente no creía lo que estaba oyendo. ¡Qué bien había hecho
atreviéndose! En unas pocas horas acababa de pasar de un mundo a
otro, e iba a realizar su sueño. Flanqueando los talleres
exteriores de la aldea, cuyos altos muros parecían infranqueables,
el joven advirtió que se trataba de construcciones de madera, muy
ligeras y tan fáciles de montar como de desmontar.
El rechoncho advirtió su interés.
–Algunos auxiliares no están aquí todos los días… Sólo vienen
en caso de necesidad.
–¿Eres uno de ellos?
–Soy lavandero. Una sucia tarea, puedes creerme. Debo
encargarme incluso de los paños manchados de las mujeres. Y por
mucho que vivan en esta aldea, las cosas no
cambian.
El rechoncho se dirigía directamente al quinto
fortín.
Ardiente se detuvo.
–Pero… ¿Adonde me llevas?
–¿No creerías, a fin de cuentas, que ibas a entrar en el
Lugar de Verdad sin sufrir un riguroso interrogatorio? Sígueme,
quedarás complacido.
El joven cruzó el umbral del puesto de guardia ante la mirada
burlona de un arquero nubio, recorrió un oscuro corredor y fue a
parar a un despacho ocupado por un negro alto, tan atlético como
él.
–Buenos días, Sobek -dijo el lavandero-. Os traigo a un espía
que ha conseguido cruzar los cinco muros ayudando a un aguador.
Espero que la recompensa esté a la altura del servicio
prestado.
Ardiente dio media vuelta e intentó huir.
Dos arqueros nubios agarraron al joven, que propinó un codazo
en el rostro al primero y golpeó con la rodilla los testículos del
segundo. Ardiente podría haber desaparecido, pero prefirió levantar
al lavandero, tomándole por las axilas.
–¡Me has traicionado y vas a lamentarlo!
–¡No me mates, no he hecho más que respetar las
consignas!
Ardiente sintió que la punta de la hoja de un puñal se hundía
en sus riñones.
–Ya basta -ordenó Sobek-. Suéltalo y tranquilízate o perderás
la vida.
El muchacho advirtió que el nubio no bromeaba y dejó en el
suelo al lavandero, que desapareció sin esperar el
cambio.
–Ponedle las esposas de madera -exigió el jefe de la policía
local.
Esposado, con las piernas atadas, Ardiente fue arrojado a una
esquina del despacho. Su cabeza golpeó con violencia el muro, pero
no soltó queja alguna.
–Eres duro -advirtió Sobek-. ¿Quién te
envía?
–Nadie. Quiero ser dibujante y entrar en la
cofradía.
–Qué divertido… ¿No has encontrado nada
mejor?
–¡Es la verdad!
–¡Ah, la verdad! Tanta gente cree poseerla… Aquí, en este
despacho, muchos han cambiado de opinión y han admitido que
mentían. Una actitud razonable, a mi entender… ¿No te
parece?
–Yo no miento.
–Te has mostrado bastante hábil, lo admito, y mis hombres,
lamentables. Serán sancionados y tú vas a decirme quién te paga, de
dónde vienes y por qué estás aquí.
–Soy el hijo de un granjero y deseo hablar con un artesano
del Lugar de Verdad.
–¿Qué quieres decirle?
–Que deseo ser dibujante.
–Qué tozudo eres… Eso no me disgusta, pero no deberías abusar
demasiado de mi paciencia.
–¡No puedo deciros nada más, porque es la
verdad!
Sobek se palpó el mentón.
–Tienes que comprenderme, muchacho: mi papel consiste en
velar por la seguridad absoluta del Lugar de Verdad; en las alturas
se considera que soy competente y serio. Pues bien, mi reputación
me importa mucho.
–¿Por qué me impedís hablar con un artesano? – preguntó
Ardiente.
–Porque no creo tu historia, muchacho. Es conmovedora, de
acuerdo, pero completamente inverosímil. Jamás he visto a un
candidato presentándose así, a las puertas de la aldea, para
solicitar su admisión.
–No tengo relación alguna, ningún protector, nadie me
recomienda, ¡y todo me importa un bledo porque sólo conozco mi
deseo! Permitidme hablar con un dibujante y le
convenceré.
Por un instante, Sobek pareció dudar.
–No te falta descaro, pero conmigo no te servirá de nada. Hay
bastantes curiosos que desearían conocer los secretos de los
artesanos del Lugar de Verdad, y están dispuestos a pagar el precio
para lograrlo. Y tú eres el emisario de uno de estos curiosos… Un
curioso cuyo nombre vas a darme.
Ofendido, Ardiente intentó levantarse, pero sus ataduras eran
sólidas.
–¡Os equivocáis, os juro que os equivocáis!
–De momento, ni siquiera te preguntaré tu nombre, pues estoy
seguro de que mentirías. Eres realmente duro, y la misión que te
han confiado debe de ser de gran importancia. Hasta ahora, sólo
había podido echar mano a la pescadilla… Contigo es algo serio. Si
hablas en seguida te evitarás muchas molestias.
–Dibujar, pintar, hablar con algún maestro… No tengo otra
intención.
–Felicidades, amigo, no pareces tener miedo. Por lo general,
nadie me resiste tanto tiempo. Pero de todos modos acabarás
hablando, aunque tu piel sea más dura que el cuero. Podría
encargarme en seguida de ti, pero prefiero suavizarte un poco para
facilitarme la tarea. Tras quince días de calabozo, deberías
mostrarte mucho menos tozudo y mucho más
parlanchín.
Heredero de una dinastía familiar del Lugar de Verdad,
Silencioso, cuyo destino de escultor parecía decidido, moldearía
estatuas de divinidades, de notables y artesanos de su cofradía
para proseguir la tradición fielmente transmitida desde el tiempo
de las pirámides. Con la edad, cada vez le darían mayores
responsabilidades y, a su vez, comunicaría su saber a su
sucesor.
Pero quedaba una condición que no se había cumplido todavía:
escuchar la llamada. No bastaba con tener un padre artesano ni con
ser un buen técnico para ver cómo se abrían las puertas de la
cofradía; cada uno de sus miembros tenía como título «el que ha
escuchado la llamada»(1), y cada cual sabía de qué se trataba, sin
haberlo mencionado nunca.
El joven no ignoraba que sólo la rectitud le permitiría ser
amado por el oficio, y era incapaz de mentir: no había escuchado
esa indispensable llamada. El, cuya palabra era tan escasa que le
habían apodado el Silencioso, sufría por
ese mutismo que no había quebrado eco alguno.
Su padre y los altos responsables de la cofradía habían
admitido que la actitud de Silencioso era la única aceptable:
explorar el mundo exterior y, si los dioses le favorecían, escuchar
allí, por fin, la llamada.
Pero el joven no soportaba vivir alejado del Lugar de Verdad,
de aquel paraje único donde había nacido, había crecido y había
sido educado con un rigor que no lamentaba. Ahora que le era
imposible regresar, experimentaba la dolorosa sensación de perderse
cada día más y de ser sólo una sombra solitaria.
Silencioso había esperado que aquel viaje y los poderosos
paisajes de Nubia crearan las condiciones necesarias para hacer que
resonara la voz misteriosa; pero nada había ocurrido y ya sólo le
quedaba vagar, yendo de pequeño oficio en pequeño
oficio.
En Nubia había intentado olvidar el Lugar de Verdad y a los
maestros a quienes veneraba; pero sus esfuerzos habían sido vanos.
De modo que había regresado a Tebas para ser admitido en un equipo
de obreros que construían casas no lejos del templo de
Karnak.
El propietario de la empresa constructora había superado los
cincuenta y cojeaba, a consecuencia de una caída desde lo alto de
un tejado. Viudo y padre de una hija única, no le gustaban los
charlatanes ni los pretenciosos. De modo que el comportamiento de
Silencioso le satisfizo más allá de sus esperanzas. Sin
ostentación, el joven daba ejemplo a camaradas que, sin embargo, le
miraban con malos ojos: demasiado concienzudo, demasiado
trabajador, demasiado encerrado. Con su simple presencia y sin
desearlo, ponía de relieve sus defectos.
Gracias al nuevo obrero, el patrón había terminado una casa
de dos pisos más de un mes antes de la fecha prevista. Muy
satisfecho, el comprador no ahorraba elogios al empresario y le
había procurado dos nuevas obras.
Sus colegas habían vuelto a casa, Silencioso limpiaba las
herramientas como le había enseñado un escultor del Lugar de
Verdad.
–Acabo de recibir una jarra de cerveza fresca -le dijo su
patrón-. ¿Tomarás una copa conmigo?
–No querría molestaros.
–Te invito.
El patrón y su empleado se sentaron en esteras, en la choza
que servía de refugio a los obreros para hacer la siesta. La
cerveza era excelente.
–No te pareces a los demás, Silencioso. ¿De dónde eres
originario?
–De la región.
–¿Tienes familia?
–Un poco.
–Y no te apetece hablar de ella… Como quieras. ¿Qué edad
tienes?
–Veintiséis años.
–Ya va siendo hora de que te instales, ¿no crees? Sé juzgar a
los hombres: trabajas de un modo notable y no dejarás de
perfeccionarte. Hay en ti una rara cualidad: el amor por el oficio.
Te hace olvidar todo lo demás y eso no es tan razonable… Hay que
pensar en tu porvenir. Comienzo a envejecer, mis articulaciones me
hacen sufrir y cada vez arrastro más la pierna. Antes de
contratarte, había decidido hacerme con un capataz que me
sustituyera, poco a poco, en las obras; pero no hay nada más
difícil que encontrar a alguien de confianza. ¿Quieres serlo
tú?
–No, patrón. No he nacido para dirigir.
–Te equivocas, Silencioso. Serás un buen capataz, estoy
convencido. Pero estoy forzándote… Acepta al menos pensar en mi
propuesta.
Silencioso inclinó la cabeza.
–Tengo que pedirte un pequeño favor. Mi hija se encarga de un
jardín a orillas del Nilo, a una hora de camino de aquí, y necesita
unas vasijas para proteger los brotes jóvenes. ¿Aceptas cargarlas a
lomos de un asno y llevárselas?
–Claro.
–Eso te valdrá una prima.
–¿Debo ir en seguida?
–Si no te molesta… Mi hija se llama Clara
(2).
El patrón describió detalladamente el itinerario, Silencioso
no podría equivocarse.
El asno se puso en marcha, avanzando con paso seguro y
tranquilo. Silencioso comprobó que el peso no fuera excesivo y
caminó a su lado. Tomó primero unas callejas, luego un camino de
tierra que se abría entre unas pequeñas casas blancas, separadas
por huertos.
Acababa de levantarse la suave brisa del norte, anuncio de un
anochecer apacible en el que las familias se reunirían para evocar
los pequeños acontecimientos del día o escuchar a un narrador que
les hiciera reír y soñar.
Silencioso pensaba en la propuesta de su patrón, consciente
de que no la aceptaría. Sólo había un lugar donde le hubiera
gustado instalarse, pero era imposible hacerlo sin haber escuchado
la llamada. Dentro de unas semanas, partiría hacia el Norte y
proseguiría su existencia de nómada.
De vez en cuando sentía deseos de mentirse, de correr hasta
la aldea y afirmar que había recibido, por fin, la llamada que le
abriría las puertas de la cofradía. Pero el Lugar de Verdad no
llevaba por casualidad este nombre… Maat reinaba allí, su regla era
el alimento cotidiano de los corazones y los espíritus, y a los
tramposos se les acababa desenmascarando siempre. «Debes odiar la
mentira en cualquier circunstancia, pues destruye la palabra -le
habían enseñado-. Es lo que Dios detesta. Cuando la mentira
emprende el camino, se extravía, no puede cruzar en la barcaza y no
hace un buen viaje. El que navega con la mentira no descansará, y
su barco no llegará a su puerto de atraque.»
No, Silencioso no transigiría. Aunque no pudiera acceder al
Lugar de Verdad, respetaría al menos el compromiso recibido. Magro
consuelo, es cierto, pero que le permitiría, tal vez,
sobrevivir.
Una fuerte corriente animaba el Nilo, tan azul como el cielo.
¿Acaso no se decía que el tribunal de Osiris borraba las faltas de
quienes en él se ahogaban, que resucitaban así en los paraísos del
otro mundo?
Bajar hasta la orilla, zambullirse, negarse a nadar y
agradecer que la muerte llegara pronto para olvidar una existencia
desprovista de esperanza… Ésa era la única llamada que Silencioso
escuchaba. Pero un detalle le impidió ofrecerse al Nilo: le habían
confiado una tarea y debía mostrarse digno de aquella confianza.
Cumplida su misión, se libraría por fin de sus cadenas gracias a la
generosidad del río que arrastraría su alma hacia el más
allá.
El asno abandonó el sendero principal, pasó a la izquierda de
un pozo y se dirigió hacia un jardín rodeado por un murete. No
debía de ser la primera vez que el cuadrúpedo iba allí, y había
aprendido el recorrido de memoria.
Un granado, un algarrobo y un árbol que Silencioso no conocía
daban una benéfica sombra al jardín donde florecían las centauras,
los narcisos y las caléndulas. Pero la belleza de las flores no era
nada comparada con la de la muchacha, vestida con una inmaculada
túnica blanca. Estaba de rodillas, plantando. Sus cabellos, más
bien rubios, estaban sueltos y caían ondeantes sobre sus hombros.
Su perfil tenía la perfección del rostro de la diosa Hator, como
Silencioso lo había visto esculpido por un artesano del Lugar de
Verdad, y su cuerpo era tan flexible como una palma agitada por el
viento.
El asno mascó unos cardos, Silencioso creyó desvanecerse
cuando la joven se volvió y le miró con sus ojos azules como un
cielo de estío.
–Os… Os traigo unas vasijas de parte de vuestro
padre.
Silencioso era un hombre esbelto y de buena planta, de talla
media, su cabellera castaña dejaba al descubierto una frente ancha
y unos ojos de un gris verdoso, que iluminaban un rostro a la vez
franco y grave.
–Gracias por vuestra amabilidad pero… parecéis
preocupado.
El joven se precipitó hacia el asno que seguía atracándose y,
febril, sacó las vasijas de los serones.
Nunca se atrevería a mirarla de nuevo. ¿Qué magia podía hacer
que una mujer fuese tan bella? Sus rasgos, tan puros, su piel
apenas atezada, sus miembros finos y ágiles, la luz que emanaba de
su ser la convertían en una aparición, un sueño demasiado hechicero
para durar. Si la tocaba, se desvanecería.
–¿Todo está intacto? – preguntó ella.
¡Qué mágica era, también, su voz! Afrutada, dulce, melodiosa
aunque no carente de firmeza, límpida y viva como el agua de una
fuente.
–Eso creo…
–¿Queréis que os ayude?
–No, no… Os traigo las vasijas.
Cuando Silencioso cruzaba el umbral del jardín, un perro
negro ladró, se irguió sobre las patas traseras y plantó las
delanteras en los hombros del recién llegado. Luego le lamió
concienzudamente los ojos y las orejas.
Con los brazos ocupados, el muchacho le dejó
hacer.
-Negrote os ha adoptado -comentó
Clara, encantada-. Y, sin embargo, es bastante desconfiado y sólo
concede esos privilegios a los viejos amigos.
–Me halaga.
–¿Cuál es vuestro nombre?
–Silencioso.
–Es extraño…
–Una anécdota sin interés.
–Contádmela de todos modos.
–Temo que os aburra.
–Venid a sentaros en el jardín.
Cuando Negrote aceptó poner sus patas
en el suelo, Silencioso pudo satisfacer a la muchacha. El perro
acompañó a su huésped. Tenía la cabeza alargada y poderosa, el
pelaje corto y sedoso, la cola larga y poblada y unos vivísimos
ojos de color avellana.
–Con él no tengo nada que temer -dijo Clara-. Es tan rápido
como valeroso.
Silencioso dejó las vasijas en la hierba y se sentó junto a
un arriate de flores de color parecido al del oro.
–Nunca había visto unas flores como éstas
-reconoció.
–Son crisantemos, y sólo aquí crecen bien. Además de su
elegancia, esas soberbias flores son también muy útiles; gracias a
las sustancias que contienen, curan las inflamaciones, los
problemas circulatorios y los dolores lumbares.
–¿Sois médica?
–No, pero tuve la suerte de ser cuidada por Neferet, una
mujer que es una médica extraordinaria. A consecuencia de la muerte
de mi madre, se encargó de mí, a pesar de sus graves
responsabilidades. Antes de retirarse a Karnak, con su marido
Pazair, el antiguo visir, me transmitió gran parte de su ciencia.
Hoy la utilizo para aliviar los sufrimientos a mi alrededor. Aquí,
en este jardín, me gusta meditar y hablar con los árboles. Tal vez
me juzguéis insensata, pero creo que las plantas tienen un
lenguaje. Hay que mostrarse humilde con ellas para poder
oírlas.
–Los brujos de Nubia piensan como vos.
–¿Habéis vivido allí?
–Algunos meses. ¿Cómo se llama este árbol con la corteza de
color gris pardusco y las hojas ovaladas, verdes y
blancas?
–Estoraque. Da un fruto carnoso y, sobre todo, un valioso
bálsamo que fluye en forma de una goma amarillenta cuando se hace
una incisión en el tronco.
–Prefiero el algarrobo, con su denso follaje y sus frutos que
saben a miel. ¿No encarna acaso la buena vida, soportando
perfectamente la sequía y los vientos cálidos?
Negrote se había tendido a los pies
del muchacho, que no podía moverse sin molestar al
perro.
–No me habéis explicado todavía por qué lleváis el nombre de
«Silencioso».
–Si lo respetara, nada debería deciros.
–¿Tan grande es el secreto? – preguntó
Clara.
Y hundió en la blanda tierra una vasija boca abajo, para
proteger su plantación. Bajo el impulso de las raíces, el
recipiente se rompería y los fragmentos de la vasija se mezclarían
con la tierra.
El muchacho no había sentido nunca antes deseos de confiarse,
pero ¿cómo resistirse a Clara?
–Fui educado en la aldea de los artesanos, el Lugar de
Verdad, donde mi padre era escultor. Cuando nací, mi madre y él me
dieron un nombre secreto que me será revelado cuando me convierta,
a mi vez, en escultor. Hasta entonces, debo permanecer silencioso,
observar, escuchar y oír.
–¿Y cuándo llegará el gran momento?
–Nunca.
–Pero… ¿Por qué?
–Porque nunca seré escultor: el destino ha decidido otra
cosa.
–Y entonces… ¿Qué pensáis hacer?
–Lo ignoro.
Clara moldeó un reborde de tierra húmeda alrededor del
algarrobo, para retener mejor el agua del próximo
riego.
–¿Pensáis trabajar mucho tiempo en la empresa de mi
padre?
–Me ha pedido que fuera su capataz.
–¿Le habéis hablado del Lugar de Verdad?
–No… Sois la única que conoce mi pasado. Ahora está muerto y
bien muerto. No conozco ninguno de los secretos de los artesanos y
sólo soy un obrero como los demás.
–Eso os hace sufrir, ¿no es cierto?
–No creáis que soy ambicioso. Quería simplemente… Pero no
tiene importancia. Rebelarse contra la vida es inútil, hay que
saber aceptar lo que te da.
–¿No sois demasiado joven para hablar así?
–Te… Temo importunaros.
–¿Y ese puesto de capataz?
–Vuestro padre se ha mostrado muy generoso, pero soy incapaz
de ejercer semejantes responsabilidades y me sentiría desolado si
le decepcionara.
–Estoy convencida de que os subestimáis. ¿Por qué no
probarlo? Entretanto, ayudadme.
La muchacha miró a su perro que, inmediatamente, abrió los
ojos y se levantó. Negrote percibía la
menor intención de Clara, quien la mayor parte de las veces ni
siquiera necesitaba hablarle.
Liberado, Silencioso se levantó a su vez para participar en
los trabajos de jardinería, imitando los gestos de Clara. Hacía
mucho tiempo que no había disfrutado de una paz semejante, lejos de
cualquier angustia. Contemplar a la joven le hacía tan feliz que
olvidaba sus dudas y sus sufrimientos.
Tras haber obtenido una buena cantidad de caricias en lo alto
del cráneo y en el cuello, Negrote había
vuelto a tumbarse a la sombra.
–Cada noche, las tinieblas intentan devorar la luz -dijo
Clara-. Combatiendo valerosamente, consigue rechazarlas. Quien
contempla la salida del sol, del lado de la montaña de Oriente,
distingue una acacia de turquesa que señala el triunfo de la luz
resucitada. El árbol se ofrece a todos. Para percibir su belleza,
basta con saber mirarlo. Este pensamiento me ha guiado cuando he
debido superar duras pruebas. La belleza de la vida no depende de
nosotros, pero reside también en nuestra capacidad de
captarla.
Silencioso admiraba el modo como actuaba Clara, sin
precipitación alguna, con gestos eficaces, precisos y
graciosos.
Lamentablemente, la plantación finalizaría y le sería
necesario retomar el camino de la ciudad.
–Vayamos a lavarnos las manos en el pequeño canal -propuso
ella.
Los agrimensores del Estado, los especialistas en irrigación
y los trabajadores forzados habían trabajado bien; cultivos y
jardines eran recorridos por venas y arterias que canalizaban el
agua de la vida.
Arrodillado junto a Clara, Silencioso olió su perfume, en el
que se mezclaban el jazmín y el loto. Y como no podía mentirse a sí
mismo, supo que acababa de enamorarse
perdidamente.
El nubio, cuya estatura no pasaba desapercibida, fue objeto
de todas las atenciones. No por ser policía se es menos curioso, y
muchos de sus colegas le preguntaron si había descubierto alguno de
los secretos del Lugar de Verdad. Fatalmente, se ironizó sobre sus
supuestas relaciones con las mujeres de la aldea, que no podían
sino sucumbir al encanto del soberbio negro.
Sobek bebió, comió y dejó que hablaran.
–Al parecer, tu nuevo puesto te gusta -le susurró el escriba
del trabajo forzado, un amargado al que Sobek
detestaba.
–No me quejo.
–Se murmura que ha habido un muerto entre tus
hombres…
–Un novato que se cayó, por la noche, en las colinas. La
investigación se ha cerrado.
–Pobre tipo… No aprovechará los placeres de Tebas. A cada uno
sus problemas… Yo no consigo echar mano al hijo de un granjero que
intenta escapar del trabajo forzado.
–El caso no debe ser raro.
–Te equivocas, Sobek. Es un deber que todos aceptan y las
penas para los que delinquen son pesadas. Además, con la planta del
mozo, a pesar de que sólo tiene dieciséis años, la detención
promete ser movida.
El escriba del trabajo forzado hizo una descripción que
correspondía, perfectamente, a la del espía encarcelado por
Sobek.
–¿Y ha cometido otros delitos el muchacho? – preguntó el
nubio.
–Ardiente se enemistó con su padre, que quiere darle una
buena lección para que regrese a la granja. Lo malo es que hay
delito de fuga… Probablemente el tribunal pronunciará una severa
pena.
–¿Sus hermanos no te han dado ninguna información
útil?
–Ardiente sólo tiene hermanas.
–Es curioso… Y siendo el único muchacho de la familia, ¿no
debería estar exento del trabajo forzado?
–Tienes razón, tuve que amañar un poco el procedimiento para
satisfacer a su padre, un viejo amigo. Todos lo hemos hecho un día
u otro.
Unos días de calabozo no habían hecho mella en el orgullo de
Ardiente, que se mantuvo muy erguido ante Sobek.
–Bueno, muchacho, ¿estás decidido a decirme la
verdad?
–No ha cambiado.
–¡Eres una especie de obra maestra del género tozudo! Debería
haberte interrogado a mi modo, pero tienes suerte, mucha
suerte.
–¿Me creéis, por fin?
–He sabido la verdad sobre ti: te llamas Ardiente y eres un
fugitivo que intenta escapar del trabajo forzado.
–Pero… ¡Es imposible! ¡Mi padre es granjero y soy su único
hijo!
–También lo sé. Tienes problemas, muchacho, graves problemas.
Pero resulta que el escriba del trabajo forzado no es un amigo y tu
caso no es de mi competencia. Sólo puedo darte un consejo: abandona
en seguida la región y haz que te olviden.
En la obra, era la hora de la siesta, después de la comida.
Como de costumbre, Silencioso estaba aislado, abandonando el
jolgorio a sus cuatro compañeros de trabajo, un sirio y tres
egipcios.
–¿Sabéis la última? – preguntó el sirio.
–¡Van a aumentarnos el sueldo! – sugirió el egipcio de más
edad, un cincuentón de vientre dilatado por el exceso de cerveza
fuerte.
–El nuevo llevó unas vasijas a la hija del
patrón.
–¡Bromeas! De eso se encarga siempre el patrón en persona.
Nadie tiene derecho a acercarse a su hija, una auténtica belleza. A
los veintitrés años no se ha casado aún. Se dice que es un poco
hechicera y que conoce el secreto de las plantas.
–No bromeo, fue efectivamente el nuevo quien le llevó las
vasijas.
–Entonces, eso significa que el patrón le aprecia
mucho.
–Ese tipo no abre la boca: trabaja más de prisa y mejor que
nosotros y subyuga al patrón… ¡Os digo que va a nombrarle
capataz!
El egipcio panzudo hizo una mueca.
–Ese puesto debería corresponderme a mí por
antigüedad.
–¡Por fin has comprendido! Ese intrigante va a quitártelo
delante de tus narices y él nos dará las órdenes.
–Nos veremos obligados a seguir su ritmo… ¡Nos agotará,
seguro! No podemos dejarle hacer. ¿Qué propones,
sirio?
–Librémonos de él.
–¿De qué modo?
–Mañana, cuando salga del mercado con sus compras, le
hablaremos un lenguaje que comprenderá
perfectamente.
Silencioso estaba terminando de moldear un centenar de
gruesos ladrillos que colocaría sobre el lecho de piedra que
formaba el zócalo de una casa destinada a la familia de un militar.
Para un hijo de escultor del Lugar de Verdad, era la infancia del
arte. Durante su adolescencia, Silencioso se había divertido
haciendo ladrillos de todos los tamaños, y había acabado, incluso,
fabricando él mismo los moldes.
–Tu técnica es excepcional -estimó el
patrón.
–Tengo buena mano y me tomo tiempo.
–Sabes mucho más de lo que muestras, ¿no es
cierto?
–No lo creáis.
–No importa… ¿Has pensado en mi propuesta?
–Dadme tiempo.
–De acuerdo, muchacho. Espero que otro empresario no intente
atraerte…
–Tranquilizaos.
–Confío en ti.
Silencioso había comprendido la estrategia de su patrón:
había hecho que conociera a su hija para que quedara seducido, la
pidiera en matrimonio, aceptara el cargo de capataz y fundase un
hogar. Así se vería obligado a encargarse de la empresa familiar.
El patrón era un buen hombre, creía actuar por el interés de su
hija. Silencioso no sentía resentimiento alguno hacia él. La
maniobra podría haber concluido en un fracaso, pero el joven se
había enamorado locamente de Clara. Aunque el porvenir que su
futuro suegro le trazaba se parecía a una cárcel en la que no
quería entrar, ya no podía imaginar su vida sin la muchacha.
Gracias a ella, a su rostro y a su luz, no se había arrojado al
Nilo para poner fin a su vagabundeo. Pero nada demostraba que ella
compartiera sus sentimientos, y no la obligaría a casarse para
satisfacer a su padre.
¿Cómo confesar a una mujer un amor tan intenso? Seguro que la
asustaría. Silencioso había imaginado mil y un modos de abordarla,
pero le habían parecido a cuál más ridículo. Tenía que rendirse
ante la evidencia: lo mejor sería enterrar su pasión en lo más
profundo de sí mismo y partir hacia el Norte, como había previsto,
soñando con una felicidad imposible.
En la pequeña habitación donde su patrón le alojaba,
Silencioso no conciliaba el sueño. Creía haber tomado la decisión
acertada, pero no le procuraba ni el menor apaciguamiento. La
aldea, la ruta sin fin, los ojos azules de Clara, el río… Todo se
mezclaba en su cabeza, como si estuviera ebrio.
Vivir para ella, ser su sirviente, permanecer constantemente
a su lado sin pedirle nada más… Tal vez fuera la solución. Pero
ella se cansaría y acabaría casándose. El dolor de la separación
sería más desgarrador aún.
Silencioso no tenía elección.
Mañana por la mañana terminaría el trabajo que estaba
haciendo, iría al mercado a comprar provisiones y abandonaría Tebas
para siempre.
La barcaza atracó en el mercado que se celebraba a orillas
del río, donde podía comprarse carne, vino, aceite, legumbres,
panes, pasteles, fruta, especias, pescado, ropa y sandalias. La
mayoría de vendedores eran mujeres, expertas en el arte de manejar
la balanza. Confortablemente instaladas en sillas plegables,
regateaban ásperamente y bebían cerveza dulce cuando tenían la
garganta demasiado seca.
Viendo tantos géneros, Ardiente tuvo una brusca sensación de
hambre. Las raciones del calabozo no habían colmado su apetito y
tenía ganas de comer cebollas frescas, un pedazo de buey seco y un
meloso pastel. Pero ¿qué dar a cambio? El muchacho no poseía nada
para hacer el trueque.
Ya sólo le quedaba apoderarse de un panecillo sin que la
panadera y el babuino policía que se lanzaba contra los ladrones y
les mordía las pantorrillas para impedir que huyeran le
viesen.
Una viuda intentaba cambiar una pieza de tela por un saco de
trigo, pero al vendedor le parecía en exceso mediocre la calidad
del tejido. Comenzaba una discusión que tardaría en concluir. Una
hermosa morena que mantenía a su hijo contra su pecho deseaba una
pequeña jarra a cambio de pescado fresco, un vendedor de puerros
alababa sus magníficas legumbres.
Ardiente se introdujo en la multitud para acercarse por
detrás a los puestos y aprovechar un momento de descuido de una
vendedora de pasteles; pero había un segundo babuino policía,
sentado sobre sus posaderas y cuya mirada seguía a los
curiosos.
–¡Estás contento, perfumista, yo también! – exclamó el
intendente de un noble que acababa de adquirir una redoma cónica
llena de mirra.
Ardiente se alejó del simio de impresionantes mandíbulas,
demasiado atento para que le engañaran. Con el estómago en los
talones, salió del mercado detrás de un joven de más edad y menos
atlético que él. Cargado con un saco de legumbres y frutas, tomó
por una calleja cubierta de palmas.
Intrigado por la precipitada maniobra de tres hombres que
seguían los pasos del comprador, Ardiente los
siguió.
Al extremo de la calleja, los tres comparsas se lanzaron
juntos sobre su presa. El sirio golpeó a Silencioso en los riñones,
los otros dos le sujetaron por los brazos y le obligaron a tenderse
boca abajo.
El sirio puso el pie en la nuca de su
víctima.
–Vamos a darte una buena lección, muchacho, y luego saldrás
de la ciudad. Aquí no te necesitamos.
Silencioso intentó volverse de lado, pero una patada en la
espalda le arrancó un grito de dolor.
–Si te defiendes, te golpearemos con más
fuerza.
–¿Y no queréis probar conmigo, pandilla de cobardes? –
preguntó Ardiente.
Dicho esto, saltó sobre el sirio, le agarró por el cuello y
le lanzó contra una pared. Sus aliados intentaron rechazar al joven
atleta, pero él golpeó al primero con la cabeza agachada, paró el
ataque del segundo y le hundió el codo en el
vientre.
Silencioso intentó levantarse, pero vio treinta y seis
candelas (3) y cayó de rodillas mientras Ardiente derribaba al
sirio de un puñetazo. Sus cómplices pusieron pies en polvorosa,
pero fueron interceptados por unos policías y un babuino que
mostraba sus acerados colmillos.
–¡Que nadie se mueva! – ordenó uno de ellos-. Estáis todos
detenidos.
Cuando Silencioso despertó, ya había amanecido hacía mucho
rato. Tendido boca abajo, con los brazos colgando a uno y otro lado
de una estrecha cama, sintió una deliciosa sensación de calor a la
altura de los riñones.
Una mano muy delicada ponía bálsamo en las doloridas carnes.
De pronto, el muchacho se dio cuenta de que estaba desnudo y de que
era Clara quien le cuidaba.
–Quedaos quieto -exigió ella-. Para que sea eficaz, el
bálsamo debe penetrar bien en las contusiones.
–¿Dónde estoy?
–En casa de mi padre. Fuisteis agredido por tres obreros que
os apalearon y os desvanecisteis. Los bandidos fueron detenidos y
os trajeron aquí. Habéis dormido más de veinte horas, pues os hice
beber una poción calmante. Por lo que al bálsamo se refiere, está
compuesto de beleño, cicuta y mirra. Gracias a él, vuestras heridas
sanarán rápidamente.
–Alguien acudió en mi auxilio…
–Un muchacho que ha sido detenido también.
–¡Es injusto! Arriesgó su vida por mí, él…
–Según la policía, está en situación
irregular.
–Tengo que levantarme e ir a declarar en su
favor.
–El asunto será juzgado mañana mismo en el tribunal del
visir. Mi padre ha presentado una denuncia que ha sido atendida en
seguida, dada la gravedad del asunto. Lo más urgente es que volváis
a poneros en pie y dejéis que os cuide. Tened la amabilidad de
tenderos de espaldas.
–Pero yo…
–Ya no tenemos edad para falsos pudores.
Silencioso cerró los ojos. Clara le untó la frente, el hombro
izquierdo y la rodilla derecha con bálsamo.
–Mis agresores querían que abandonase la
ciudad.
–No os preocupéis: serán condenados a una pesada pena y mi
padre contratará a otros obreros. Desea más que nunca que aceptéis
el puesto de capataz.
–Temo no ser muy popular…
–Mi padre está maravillado ante vuestra competencia. Ignora
que fuisteis educado en el Lugar de Verdad, no he traicionado
vuestro secreto.
–Gracias, Clara.
–Quiero pediros un favor… Cuando hayáis tomado vuestra
decisión, me gustaría ser la primera en conocerla.
Cubrió al herido con un lienzo de lino que olía al aire
limpio y perfumado de la campiña tebana.
Silencioso se incorporó.
–Clara, me gustaría deciros…
Los ojos azules y luminosos le miraron con infinita dulzura,
pero no se atrevió a tomar la mano de la muchacha ni a expresar sus
sentimientos.
–Siempre he trabajado a las órdenes de alguien más
cualificado que yo y estoy seguro de no ser capaz de regular las tareas de otro… Debéis
comprenderme.
–¿Significa eso que lo rechazáis?
–Sólo debo pensar en ayudar al muchacho que vino a
socorrerme. Sin él tal vez estaría muerto.
–Tenéis razón -asintió ella con voz transida de tristeza-. Él
debe ocupar el centro de vuestros pensamientos.
–Clara…
–Perdonadme, tengo mucho trabajo.
Ligera, inaccesible, salió de la habitación.
Silencioso hubiera deseado retenerla, explicarle que era
estúpido, incapaz de abrirle su corazón. La puerta que acababa de
cerrarse no volvería a abrirse nunca más, sin duda. Debería haber
tomado a Clara en sus brazos y cubrirla de besos, pero le
impresionaba demasiado.
El bálsamo era eficaz; poco a poco, los dolores desaparecían.
Pero lamentaba que los agresores no hubieran concluido su siniestra
tarea. ¿De qué servía vivir si no había oído la llamada y no se
casaría con la mujer amada? En cuanto su salvador fuera absuelto,
Silencioso desaparecería.
Maat, una mujer sentada que sujetaba la llave de la vida. En
su cabeza, la timonera, la pluma que permite a los pájaros orientar
su vuelo sin error. Verdad, justicia y rectitud al mismo tiempo,
ella era la verdadera patrona del tribunal.
A los pies del juez había un paño rojo en el que se habían
dispuesto cuatro bastones de mando, símbolo de un auténtico Estado
de derecho.
–Bajo la protección de Maat y en nombre del faraón -declaró
el juez-, esta audiencia queda abierta. Que la verdad sea el
aliento de vida en la nariz de los hombres y que expulse el mal de
su cuerpo. Juzgaré al humilde del mismo modo que al poderoso,
protegeré al débil del fuerte y apartaré de cada cual el furor del
ser malvado. Que sean introducidos los protagonistas de la riña que
tuvo lugar en la calleja del mercado.
El sirio y sus dos acólitos no negaron los hechos e
imploraron clemencia al tribunal. Compuesto por cuatro escribas,
una mujer de negocios, una tejedora, un oficial de reserva y un
intérprete, el jurado condenó al trío a cinco años de trabajos de
utilidad pública. En caso de reincidencia, la pena se
triplicaría.
Cuando Ardiente compareció ante el magistrado, no agachó la
cabeza. Ni el ambiente austero del tribunal ni el rostro adusto de
los jurados parecieron impresionarle.
–Tu nombre es Ardiente y afirmas haber socorrido a la
víctima.
–Es la verdad.
Los policías confirmaron la declaración de Ardiente, luego
testificó Silencioso.
–Fui golpeado en la espalda, los agresores me obligaron a
tenderme boca abajo, sólo pude oponer una débil resistencia y tal
vez habría muerto si este muchacho no hubiera acudido en mi
auxilio. Siendo uno contra tres, necesitó un valor
excepcional.
–El tribunal lo admite de buena gana -reconoció el juez-,
pero el escriba del trabajo forzado, aquí presente, ha denunciado a
Ardiente por delito de fuga.
En primera fila, el funcionario esbozó una sonrisa
satisfecha.
–El valor de Ardiente debería valerle la indulgencia del
jurado -alegó Silencioso-. ¿No puede perdonársele este error de
juventud?
–La ley es la ley, y el trabajo forzado, una tarea esencial
para el bienestar colectivo.
Sobek el nubio avanzó.
–Como jefe de la policía del sector del Lugar de Verdad,
comparto la opinión de Silencioso.
El magistrado frunció el ceño.
–¿Qué justifica esta intervención?
–El respeto a la ley de Maat, que a todos nos importa. Siendo
el único hijo de un granjero, Ardiente está legalmente exento del
trabajo forzado.
–El informe del escriba no menciona este punto fundamental
-observó el juez.
–Es un texto mentiroso, pues, y su autor debe ser severamente
castigado.
El escriba del trabajo forzado ya no
sonreía.
Ardiente miraba al nubio con asombro. Nunca habría creído que
un policía le ayudara.
–Que detengan a ese funcionario poco escrupuloso -ordenó el
juez-, y que liberen de inmediato a Ardiente.
Silencioso apenas oyó la decisión pues, desde hacía mucho
rato, sus ojos estaban clavados en la figurita de Maat que adornaba
el pecho del juez.
El Lugar de Verdad, el lugar de Maat, el ámbito, privilegiado
entre todos, donde se expresaba lo justo, donde se enseñaba su
secreto gracias al gesto de los artesanos iniciados en la Morada
del Oro… Eso era lo que Silencioso no había percibido hasta
entonces.
Mirando a la diosa, su corazón se abrió.
La figura creció, se hizo inmensa, llenó la sala del tribunal
y atravesó el techo para llegar al cielo. Maat era más vasta que la
humanidad, se extendía tan lejos como el universo y vivía de la
luz.
Silencioso vio de nuevo las casas de la aldea, los talleres y
el templo. Y escuchó la llamada, la voz de Maat pidiéndole que
volviera al Lugar de Verdad y llevara a cabo, allí, la obra a la
que estaba destinado.
–No voy a repetirlo -dijo el juez, irritado-. Os pregunto si
estáis satisfecho, Silencioso. ¿Habéis oído?
–¡Sí, oh, sí, he oído!
Silencioso salió lentamente del tribunal, con la mirada
puesta en la cima de Occidente, protectora del Lugar de
Verdad.
–Me gustaría hablarte -le dijo Ardiente-, pero tienes un
aspecto realmente extraño.
Poseído aún por la llamada que le había invadido, Silencioso
apenas reconoció a su salvador.
–Perdóname, quería darte las gracias. Estoy vivo gracias a
ti.
–¡Bah! Me divirtió intervenir.
–¿Te gusta pelear, Ardiente?
–En el campo hay que saber defenderse. A veces el tono sube
de prisa y pelean, de buena gana, por una nadería.
–¿Dónde vives?
–En la orilla oeste, pero he abandonado definitivamente la
granja familiar. Me muero de sed, ¿tú no?
–Lo menos que puedo hacer es ofrecerte cerveza
fresca.
Silencioso se procuró una jarra y los dos amigos se sentaron
en la ribera, a la sombra de una palmera.
–¿Por qué has dejado a tu familia?
–Porque no quiero ser granjero ni suceder a mi
padre.
–¿Y cómo imaginas tu porvenir?
–Sólo tengo una pasión: el dibujo. Y sólo existe un lugar
donde puedo probar mis dotes y aprender lo que me falta: el Lugar
de Verdad. He intentado acercarme, con la esperanza de entrar en
él, pero parece imposible. Sin embargo, no renunciaré a mi
proyecto… Es la única razón que me hace seguir
vivo.
–Eres muy joven, Ardiente, y podrías cambiar de
opinión.
–Eso no ocurrirá, ¡tenlo por seguro! Desde mi infancia,
observo la naturaleza, los animales, los campesinos, los escribas…
Y los dibujo. ¿Quieres que te lo muestre?
–Encantado.
Rompiendo el extremo de una palma seca, Ardiente trazó en la
tierra, con notable precisión, el rostro del juez, su collar y la
figurita que representaba a la diosa Maat.
Por primera vez, se sintió inquieto. Él, que siempre había
estado convencido de su talento y se burlaba de las críticas de los
demás, aguardaba angustiado el juicio de aquel joven mayor que él,
tan tranquilo y ponderado.
Silencioso se tomó tiempo.
–Está bastante bien -consideró-. Tienes el sentido innato de
las proporciones y tu mano es muy segura.
–Entonces… ¿Crees realmente que tengo dotes?
–Lo creo.
–¡Fabuloso! ¡Soy un hombre libre y sé
dibujar!
–De todos modos, te queda mucho por
aprender.
–¡No necesito a nadie! – clamó Ardiente-. Hasta ahora me las
he arreglado solo y seguiré haciéndolo.
–En este caso, ¿por qué quieres ser admitido en la cofradía
de los servidores del Lugar de Verdad?
La contradicción golpeó de lleno al artista en
ciernes.
–Porque… porque me permitirá dibujar y pintar durante todo el
día, sin ocuparme de nada más.
–¿Y crees que te necesita?
–¡Le demostraré que soy el mejor!
–Probablemente la vanidad no sea el mejor modo de forzar la
puerta.
–No es vanidad, sino un deseo más ardiente que el fuego. Sé
que debo ir allí e iré, sean cuales sean los
obstáculos.
–Tal vez el ardor no sea suficiente.
Ardiente levantó los ojos al cielo.
–No es sólo ardor, sino una especie de llamada que he oído,
una llamada tan potente, tan imperiosa que no puedo dejar de
responderla. El Lugar de Verdad es mi verdadera patria, es allí
donde debo vivir, no puedo permanecer en ninguna otra parte… Pero
tú no puedes comprenderlo.
–Creo que sí.
Ardiente abrió los ojos asombrado.
–Lo dices por simpatía, pero te dominas demasiado, a ti mismo
y a tus emociones, para compartir mi
pasión.
–El Lugar de Verdad es mi pueblo -reveló
Silencioso.
–No es verdad, no es posible… ¡Te estás burlando de
mí!
–Cuando me conozcas mejor, sabrás que yo no soy
así.
–Pero entonces, ¡sabes cómo se puede entrar en el Lugar de
Verdad!
–Es mucho más difícil de lo que imaginas. Para contratar a un
nuevo artesano, es preciso que estén de acuerdo todos los miembros
de la cofradía, el faraón y el visir. Y es preferible pertenecer a
un linaje de escultores o dibujantes.
–¿No reclutan a nadie del exterior?
–Sólo a seres observados durante mucho tiempo en las obras al
servicio de los templos, como Karnak.
–Intentas hacerme comprender que no tengo oportunidad alguna…
Pero no renunciaré.
–Para presentarse al tribunal de admisión, también es preciso
no tener deudas, poseer una bolsa de cuero, una silla plegable y
madera para fabricar un sillón.
–¡Una pequeña fortuna!
–Siete meses de salario para un principiante,
aproximadamente. Es la prueba de que sabe
trabajar.
–¡Soy dibujante, no carpintero!
–El Lugar de Verdad tiene sus exigencias; y no vas a ser tú
quien las modifique.
–¿Qué más?
–Lo sabes todo.
–¿Y tú por qué abandonaste la aldea?
–Todo el mundo es libre de salir cuando lo desee… Yo,
realmente, no había entrado todavía.
–¿Qué quieres decir?
–Fui educado allí, me crucé con seres extraordinarios y mi
familia esperaba que fuera escultor.
–¿Te negaste?
–No -respondió Silencioso-, pero no hice trampa. Había
cumplido las condiciones necesarias, deseaba seguir viviendo allí,
pero me faltaba lo esencial: no había escuchado la llamada. Por eso
decidí viajar, con la esperanza de que mis oídos se abrieran por
fin.
–Y… ¿se han abierto?
–Hoy mismo, en el tribunal, tras muchos años de vagabundeo.
Te debo mucho, Ardiente, y no sé cómo agradecértelo. Si tú no
hubieras intervenido en la calleja, no habría tenido que comparecer
ante ese juez y no habría escuchado la llamada. Desgraciadamente,
no puedo ayudarte. Cada candidato debe arreglárselas solo. Si ha
gozado de alguna ayuda, su demanda es rechazada.
–Y tú… ¿Estás seguro de ser aceptado?
–En absoluto. Tal vez quienes me conozcan hablen en mi favor,
pero su opinión no pesará mucho en la balanza.
–Dime todo lo que sepas sobre el Lugar de Verdad -exigió
Ardiente.
–Para mí, fue una aldea como otra. No he sido iniciado en
ninguno de sus secretos.
–¿Cuándo irás?
–Mañana mismo.
–Pero… ¿Y la bolsa, la silla plegable, la
madera?
–Dejé mi peculio a un guardián.
–¡Tú no necesitarás un salvoconducto!
–Es verdad, me dejarán cruzar los cinco fortines y
presentarme ante el tribunal de admisión. Pero tal vez no vaya más
lejos.
–Eres ya un hombre maduro, pareces paciente como la piedra y
tranquilo como la montaña… La cofradía debe de apreciar a los
candidatos de tu talla y un carácter como el tuyo.
–Lo esencial es haber escuchado la llamada y convencer de
ello a los artesanos elegidos como jueces de
admisión.
–En ese caso, lo conseguiré.
Silencioso posó las manos en los hombros de
Ardiente.
–Te lo deseo de todo corazón. Aunque el destino nos separe,
no olvidaré mi deuda contigo.
Gracias al asno que llevaba las vasijas, Silencioso encontró
el camino del jardín de Clara. Se había levantado el viento del
sur, y unas coléricas olas agitaban el Nilo. La arena volaba y
agredía a los hombres, los animales y las casas.
Silencioso puso el borrico a cubierto, en un establo, en
compañía de dos vacas lecheras, luego volvió al sendero, tranquilo
y atormentado al mismo tiempo. Tranquilo, pues escuchar la llamada
había liberado en él fuerzas que no había sospechado; como
Ardiente, estaba decidido a cruzar la puerta del Lugar de Verdad
para conocer sus secretos. Atormentado, pues si conseguía convencer
al tribunal de admisión, perdería a la mujer que
amaba.
Barrido por furiosas ráfagas, el jardín estaba vacío.
Silencioso recordó con emoción las recientes plantaciones de Clara,
en las que había participado. Le habría gustado verlas crecer junto
a ella, cuidarlas día tras día, envejecer al compás de su
florecimiento. Pero la llamada de Maat y del Lugar de Verdad era
tan imperiosa que no tenía otra opción: quería recuperar su patria
perdida y penetrar en sus misterios.
Se habían esfumado los años vacíos, se habían olvidado las
dudas… Silencioso tenía la sensación de haber atravesado una noche
profunda de la que creía que no podría salir. Era preciso no
embarrancar en el dintel de una aventura que presentía
fabulosa.
–¿Me buscabais?
Con los hombros cubiertos por un chal de lana, Clara acababa
de aparecer, preocupada.
–Me había refugiado en una cabana -explicó-. Esperaba que
vinierais.
–Deseabais ser la primera en conocer mi respuesta definitiva,
y cumplo mi promesa.
–Rechazáis el puesto de capataz, ¿no es
cierto?
–Sí, pero por una razón tan particular que deseo
desvelárosla.
Los azules ojos de la muchacha estaban
tristes.
–No será necesario…
–¡Escuchadme, os lo suplico!
Se acercó a la joven, que no se alejó.
–¿Aceptáis… que os tome en mis brazos?
Clara no respondió y permaneció inmóvil. Silencioso la
abrazó tiernamente, como si fuera tan
frágil que pudiera romperse. Él sintió que su corazón latía tan
fuerte como el suyo.
–Os amo con toda mi alma, Clara. Sois la primera mujer de mi
vida y no habrá otra después de vos. Y, puesto que os amo así, me
está prohibido haceros desgraciada.
Ella se abandonó, saboreando aquel momento de
felicidad.
–¿Qué puedo temer de ti, Silencioso?
–He escuchado la llamada del Lugar de Verdad y debo responder
a ella. Si se me niega la admisión, seré un hombre quebrado, sin
razón para vivir. Si me la conceden, mi existencia se desarrollará
en la aldea de los artesanos, lejos de este mundo.
–¿Es irrevocable tu decisión?
–He escuchado la llamada, Clara, y tiene tanta fuerza como mi
amor por ti. Si fuera posible olvidarla, lo haría. Pero no quiero
mentir ni mentirme.
–¿Te casarás con una mujer de la aldea?
–Nunca me casaré y ocuparé una casa de soltero, pensando cada
día en ti.
–¿Permanecerás enclaustrado?
–Podré salir, de vez en cuando, del Lugar de Verdad para
verte, pero ¿no sería eso torturarme?
–Bésame.
Sus cuerpos se unieron con ardor y ternura. Abrazados, se
tendieron bajo el algarrobo de tupido follaje, que les protegió del
viento del sur.
Mientras se amaban, bañados por los rayos del sol poniente,
Negrote montaba una atenta
guardia.
Se imponía una conclusión: Ardiente tenía que trabajar para
poder procurarse lo que se le exigía. Siete meses de labor…
¡Demasiado tiempo! Se privaría de sueño para acortar el plazo y
presentarse, cuanto antes, ante la cofradía.
Ardiente vio a un anciano sentado en un taburete que estaba
adormeciéndose.
–Perdona que te despierte, abuelo… ¿Podrías indicarme el
camino que lleva al barrio de los curtidores?
–¿Qué quieres hacer allí, jovencito?
–Buscar trabajo.
–No es un oficio muy agradable… ¿No se te ocurre ninguna idea
mejor?
–Eso es cosa mía.
–Como quieras, jovencito… Ve hacia el norte, sal de la
ciudad, deja a tu izquierda el pequeño palmeral, luego sigue
derecho y guíate por el olor.
Gracias a las indicaciones del anciano, a Ardiente no le
costó encontrar el barrio de los curtidores. De las grandes cubas
que contenían orina, estiércol y tanino para suavizar las pieles se
desprendía un hedor espantoso que agredió la nariz del muchacho. En
los almacenes se acumulaban pieles de corderos, cabras, bovinos,
gacelas y demás animales del desierto. En los puestos se veían
cinturones, correas, sandalias y odres destinados al
mercado.
La mirada de Ardiente se fijó en una soberbia bolsa de
cuero.
–¿Buscas algo? – le preguntó un cincuentón mal
afeitado.
–Trabajo.
–¿Tienes experiencia?
–Era granjero.
–¿Por qué has dejado el campo?
–Es cosa mía.
–¡No eres muy amable, caramba!
–¿Sois el patrón?
–Es posible… y no me gusta en absoluto el modo como miras mi
bolsa de cuero. A mi entender, no buscas trabajo pero te gustaría
robar algunas hermosas piezas.
Ardiente sonrió.
–Os equivocáis… Por desgracia me veo obligado a convertirme
en vuestro empleado.
–Voy a darte otra cosa que te sentará muy
bien.
El curtidor chasqueó los dedos. Dos obreros salieron del
taller donde suavizaban las pieles con sal y aceite. Tenían
estrecha la frente y ancho el pecho.
–Castigad a ese mocoso, muchachos… No creo que se queje a
nadie y no intentará robarnos de nuevo.
Un rictus de satisfacción animó los toscos rostros de ambos
obreros. Mientras se miraban felicitándose por la diversión que su
patrón les ofrecía, Ardiente había saltado ya sobre el primero y le
había propinado una violenta patada en la barbilla que le había
dejado fuera de combate. Estupefacto, su compañero había intentado
reaccionar, pero era demasiado lento y su puño sólo había
encontrado el vacío. El de Ardiente, en cambio, cayó con precisión
sobre la nuca de su adversario, que se derrumbó sin
sentido.
Muy pálido, el patrón retrocedió hasta apoyarse de espaldas
en el puesto.
–¡Coge lo que quieras y vete!
–Sólo quiero trabajar para tener una hermosa bolsa de cuero.
Luego, me iré.
–La que te gusta es un producto de lujo… Las tengo menos
caras.
–Prefiero el lujo. Una condición, patrón: para mí no habrá
días de reposo ni limitación de horario de trabajo. No tengo tiempo
que perder, necesito la bolsa en seguida. ¿Dónde me
instalo?
–Sígueme…
El curtidor quedó sorprendido ante la capacidad de trabajo de
Ardiente. No se cansaba nunca, se levantaba al alba, no se quejaba
por nada y hacía el trabajo de varios aprendices. No había tardado
mucho en hallar los gestos adecuados y resultaba el más eficaz para
estirar y suavizar el cuero extendido en un caballete de madera con
tres pies.
Dada la facilidad con la que el muchacho aprendía el oficio,
el patrón le enseñó el modo de engrasar y aceitar una piel de
primera calidad, para evitar que se resecara
fatalmente.
Cierto anochecer, cuando los demás obreros habían abandonado
el taller, el patrón se acercó a Ardiente.
–No mantienes mucho contacto con tus
compañeros.
–Cada uno en su lugar. No tengo la intención de pasarme la
vida aquí y hacer amigos.
–Tal vez te equivoques… Este oficio es menos despreciable de
lo que imaginas. Mira eso…
–Son vainas de acacia.
–Tienen un fuerte contenido en tanino, al igual que la
corteza del mismo árbol, y ese producto permite practicar un
verdadero cultivo, indispensable para las piezas excepcionales. Una
soberbia bolsa de cuero, por ejemplo, o mejor aún…
–Sólo me interesa la bolsa.
–He recibido el pedido de un estuche en el que un encargado
de los secretos del templo de Karnak meterá sus papiros. Una
pequeña maravilla que yo mismo fabricaré… Si te interesa, podría
hacer una copia con la que te pagaría tu
trabajo.
–¿Además de la bolsa?
–Claro está.
–¿Por qué me ofrecéis algo así?
–Si deseas tanto la bolsa, será para deslumbrar a alguien.
Con el estuche, además, puedes estar seguro del golpe. Y, encima,
me sorprendes. Nunca había conocido a alguien como tú. Tendrías un
hermoso porvenir si te convirtiera en mi brazo derecho. Sólo he
tenido hijas y necesitaría un sucesor.
–Lo que me interesa es la bolsa. No rechazaré que añadáis el
estuche. Por lo demás, no pienso enranciarme aquí.
–Cambiarás de opinión.
–No contéis con ello.
–Ya veremos, muchacho, ya veremos…
Ardiente sólo necesitaba tres o cuatro horas de sueño para
recuperarse. Era el primero en llegar a la tenería y el último en
marcharse, se alojaba en una choza que él mismo había construido
con cañas. Como se acercaba la estación cálida y el patrón le había
donado un cobertor de basto lino, el joven soportaba la
incomodidad. Hacía mucho tiempo que la noche había caído cuando
penetró en su cuchitril. Percibió de inmediato una
presencia.
–¿Quién está ahí?
Algo se movió bajo el cobertor.
Ardiente lo apartó y descubrió a una muchacha desnuda que
torpemente intentaba ocultar su sexo y sus pechos con las manos. No
era bonita ni fea y debía de tener unos veinte
años.
–¿Quién eres?
–La prima de tu patrón… Te he visto en el taller. Como me
gustas mucho, no he tenido paciencia para esperar
más.
–Y has hecho bien, hermosa.
La muchacha se acostó boca arriba y tendió los brazos hacia
el joven, que se había quitado el taparrabos.
–Comenzaba a hacerme falta -reconoció-. Llegas en el momento
oportuno.
Ella recibió el cuerpo del atleta con un maullido de
gata.
Un buen oficio, porvenir, un patrón bien dispuesto, una
amante previsora y muy poco arisca… ¿Qué más podía exigir
Ardiente?
Reconociendo sus deberes, Silencioso había aceptado no
abandonar Tebas antes de haber cumplido su contrato
moral.
El empresario se había tranquilizado y le había rogado que se
sentara.
–He perdido los estribos, perdóname.
–Teníais razón: aunque deba encargarme sólo de la obra, la
llevaré a cabo.
–¿Por qué te niegas a ser mi capataz y a casarte con mi
hija?
–¿No os lo ha dicho ella?
–No, pero siento su tristeza. ¿Quién sino tú podía ser la
causa?
–Es cierto, amo a vuestra hija.
–¡Entonces, ya no lo comprendo! Si es ella la que se niega,
la convenceré.
–¿Tan sumisa la creéis?
–¡Tendrá que serlo!
–No la atormentéis, mi decisión es
irrevocable.
–¿Por qué tanta obstinación?
–Porque tengo la intención de entrar en la cofradía del Lugar
de Verdad.
–¡Pero… eso es imposible! ¿Con qué apoyos
cuentas?
–Fui educado en la aldea de los artesanos.
–De modo que era eso… ¡Por eso no trabajas como los demás!
Supongo que ningún argumento puede hacer cambiar tu
decisión.
–Ninguno, en efecto.
–También yo estoy triste… Podríamos haber vivido, los tres,
días felices. Termina esta casa, Silencioso, y podrás
partir.
En menos de quince días, Ardiente había realizado el trabajo
de tres meses. Ningún obrero curtía las pieles mejor que él, y las
suyas eran las que se vendían antes y al mejor precio. Realizaba
cada gesto a conciencia y rascaba la piel antes del curtido, tanto
tiempo como fuera necesario. Rechazando los aceites que podían
enranciar, el muchacho se había orientado, espontáneamente, hacia
la calidad, y acababa de terminar un par de sandalias que sólo un
terrateniente podría comprar.
Con una cuchilla de hoja semicircular, Ardiente cortaba, de
una piel de cabra, unas tiras muy suaves que dispondría en el
escudo de un teniente de carros, reforzado con bordes de
metal.
–¿Tú eres el nuevo?
La voz era cortante y autoritaria. Ardiente no se volvió y
siguió concentrado en su trabajo.
–Te habla el teniente Méhy, y no le gusta que le den la
espalda.
–Yo no me ocupo de los clientes… Hable con el
patrón.
–Me interesas tú. Al parecer eres fuerte como un toro salvaje
y te cargaste a dos mocetones acostumbrados a
pelear.
–No tuve que esforzarme… Se golpearon el uno contra el
otro.
Méhy tomó a Ardiente del brazo y le obligó a
mirarle.
–¡Me horroriza que se burlen de mí,
muchacho!
–Soltadme inmediatamente.
Había tanta violencia en los negros ojos del joven atleta que
Méhy soltó la presa y retrocedió un paso.
Ardiente descubrió a un hombre pequeño, de rostro redondo y
cabellos muy negros pegados al cráneo. Los labios eran gruesos, las
manos y los pies rechonchos, el torso ancho y poderoso. El oficial
parecía seguro de sí mismo, y sus ojos, de un marrón oscuro,
estaban llenos de altanería.
–¿Te atreverías a agredirme?
–Sólo os pido que me respetéis.
–De acuerdo, muchacho. ¿Dónde está mi
escudo?
–Me estoy encargando de él.
–Enséñamelo.
Ardiente se lo mostró.
–Habrá que añadir unos clavos y unas placas de metal. Exijo
un escudo tan sólido que deslumbre a los mejores
soldados.
–Lo haré lo mejor que pueda.
–¿No te interesa cambiar la tenería por el ejército? Con una
planta como la tuya, te enrolarían inmediatamente.
–No siento ninguna atracción por la vida
militar.
–Te equivocas, tiene numerosas ventajas.
–Mejor para vos y peor para mí.
–Eres joven y demasiado fogoso, amigo. Si sirvieras a mis
órdenes, aprenderías a suavizarte.
–Yo enseño la suavidad al cuero.
–Si te vuelves más inteligente, dirígete al cuartel principal
de Tebas y cita al teniente Méhy. Mientras, termina en seguida mi
escudo. Mañana por la mañana enviaré un soldado a
buscarlo.
En cuanto el oficial hubo salido, el patrón apareció en el
taller.
–¿Todo ha ido bien, Ardiente?
–No nos haremos amigos.
–El tal Méhy es un hombre influyente… Tiene mucha ambición y
se murmura que pronto obtendrá un importante ascenso. ¿Ya has
terminado su escudo?
–Si lo deseáis, lo haré esta noche.
–Más vale no contrariar a Méhy.
–Mañana al anochecer habré terminado las tareas necesarias
para la compra de la bolsa de cuero.
–Lo sé, lo sé… Hablaremos de ello.
Cuando Ardiente despertó, la prima del patrón dormía boca
abajo. Admiró por unos instantes la soberbia grupa que tanto placer
le había dado, pero los primeros rayos del sol atrajeron su mirada.
Atravesaban el tabique de cañas e iluminaban dos objetos
depositados en el suelo: una bolsa y un estuche de
cuero.
Ardiente se levantó para palparlos: eran de primera
calidad.
–¿Te gustan? – preguntó la voz agridulce de la prima, apenas
despierta.
–Dos pequeñas maravillas.
–¿Como mis pechos?
–Si quieres.
–El patrón te los regala.
–Error, hermosa: me los ha procurado mi
trabajo.
–¿Cuándo nos casamos?
–¿Te tienta?
–Claro está, puesto que recibirás la tenería. Ardiente le
propinó una palmada en las nalgas. – ¡Bien comienza el
día!
–Ve pronto a ver al patrón y vuelve a mí más pronto todavía
-imploró ella, lánguida.
Silencioso había abandonado la obra al alba, una vez
terminada la casa de Tebas en la que se alojaría un pastelero, su
segunda esposa y sus dos hijos. Su contrato quedaba cumplido, podía
partir de la orilla este, tomar la barcaza y ponerse en camino
hacia el Lugar de Verdad.
Cien veces había sentido deseos de correr al jardín para
volver a ver, por última vez, a Clara. Pero ¿no sería eso hacerlo
más desgarrador y aumentar el dolor de la
separación?
Silencioso se había sumido en su trabajo para no seguir
pensando en ella, pero no podía apartar su rostro de su mente.
Renunciar a hablarle había sido una prueba casi insuperable, y ya
era hora de abandonar la ciudad. Unos días más y tal vez no tendría
el valor de partir.
La brisa del amanecer era deliciosa y perfumada. Cargada de
mercancías, la barcaza cruzó el Nilo avanzando al bies para
aprovechar, al mismo tiempo, el viento y la corriente. Adormecidos,
los viajeros acababan su noche.
Silencioso fue el primero que saltó a la orilla, trepó la
corta pendiente y se inmovilizó.
Allí estaba Clara, sentada bajo una palmera.
Corrió hacia ella y le dio la mano para ayudarla a
levantarse.
–Me voy contigo -dijo la joven.
–¿Adonde vas?
–He trabajado bien, me has pagado, me voy.
–¡Es insensato! ¿No te gusta mi prima?
–Tiene unas nalgas espléndidas y un cerebro de
gorrión.
–¿No quieres sucederme?
–A tu edad, deberías escuchar más a la gente. He obtenido lo
que había venido a buscar y, como ya te había anunciado, me
marcho.
–¡Piénsalo bien, Ardiente!
–Adiós, patrón.
Olvidando ya la tenería, el joven pensaba en adquirir la
madera necesaria para fabricar un sillón. Podría haberla cambiado
por el hermoso estuche de cuero, pero no tenía ganas de separarse
de él. ¿No sería acaso una baza más cuando se presentara ante la
puerta del Lugar de Verdad?
Ahora tenía que encontrar trabajo en casa de un carpintero y
no perder más tiempo en casa del curtidor.
A media mañana, el joven se presentó al patrón de un taller
que empleaba a más de veinte aprendices y otros tantos aguerridos
profesionales, y producía un mobiliario sencillo pero sólido. De
unos sesenta años, robusto, con un pequeño bigote, el patrón no
parecía fácil.
–¿Tu nombre?
–Ardiente.
–¿Tu experiencia profesional?
–Granjero y curtidor.
–¿Te han despedido?
–No, me he marchado yo.
–¿Por qué razón')
-Es cosa mía.
–Y mía también, muchacho. Si te niegas a responder, busca en
otra parte.
El tono agresivo del carpintero complació a Ardiente, que
sintió deseos de librar combate.
–Mi padre es un hombre obtuso y abúlico; el curtidor con
quien he trabajado es un oportunista sin envergadura. Podría haber
sucedido a ambos, pero busco un dueño mejor.
El carpintero no ocultó su asombro.
–¿Qué edad tienes?
–Dieciséis años. Aparento más porque soy fornido. ¿Me
contratáis o busco en otra parte?
–¿Qué deseas exactamente?
–Hacer, con la mayor rapidez posible, el número de jornadas
de trabajo que me permita adquirir la cantidad de madera necesaria
para fabricar un sillón y comprar una silla
plegable.
–¿Conoces los precios?
–Para un perezoso, cinco meses de trabajo sin cansarse. Para
mí, un mes como máximo.
–¿No duermes nunca?
–Lo mínimo cuando debo terminar un trabajo.
–¿Y luego?
–Cuando haya obtenido lo que deseo, me iré.
–¿No te interesa aprender a fondo el oficio?
–No tengo más que decir. Vos decidís.
–Eres un tipo raro… Aquí mando yo y no me gustan los
cabezones. Si aceptas obedecerme, podemos
probarlo.
–¿Comienzo en seguida?
–Puesto que necesitas madera, ve a cortarla tú mismo. Mi
leñador te enseñará a manejar el hacha.
Clara y Silencioso avanzaban lentamente hacia el Lugar de
Verdad, franqueando trigales separados por palmerales y
bosquecillos de sicómoros.
–No es una aldea como las demás -le explicó él-. No van a
admitirte.
–Salvo si vivimos bajo el mismo techo para ser marido y
mujer.
Él se detuvo para tomarla en sus brazos.
–¿Lo deseas… Lo deseas realmente?
-¿Lo dudas?
El aire nunca había sido tan vivificante, el cielo tan puro
ni el sol tan luminoso. Pero Silencioso sabía que aquella felicidad
no iba a durar mucho.
–Las demás mujeres te harán la vida imposible y te obligarán
a partir. Intentaré que te acepten, convencerlas de que no sólo
eres mi esposa y de que no eres ajena a la obra que se realiza en
el Lugar de Verdad, pero…
–No será necesario.
Así pues, Clara renunciaba. Había comprendido que su deseo
era utópico.
–No será necesario -repitió tan apacible como decidida-, pues
también yo he escuchado la llamada.
–¿De qué modo?
–Contemplando la cima de Occidente donde reside la diosa del
silencio. ¿Acaso no protege los valles prohibidos donde moran las
almas inmortales de los faraones y sus esposas, no es acaso la
patrona secreta de los artesanos del Lugar de Verdad? Su voz se
deslizó en el viento y ensanchó mi corazón. Ahora sé que pasaré mi
vida descubriéndola, conociéndola y sirviéndola. Y sólo hay un
lugar donde poder llevar a cabo esta tarea.
–Te ayudaré con todas mis fuerzas, Clara, y no cruzaré sin ti
la puerta de la aldea.
Dándose la mano, con la mirada clavada en la cima de
Occidente, siguieron avanzando hacia el Lugar de Verdad. El amor
que los unía los hacía ya inseparables. Querían vivir la misma
vida, en todas sus dimensiones, de la más material a la más
espiritual. Fueran cuales fuesen las pruebas, no expresarían dolor
ni se lamentarían; y si era preciso afrontar el espectro del
fracaso, no retrocederían.
Dos caminos permitían acceder a la aldea. El primero se
iniciaba muy cerca del Ramesseum, el templo de millones de años de
Ramsés el Grande, pero estaba permanentemente cerrado por unos
soldados que sólo dejaban pasar a los artesanos procedentes del
Lugar de Verdad. El segundo era la única vía autorizada para quien
quisiera intentar dirigirse a la aldea.
Clara y Silencioso dejaron a la derecha el templo de
Amenhotep, hijo de Hapu, el gran sabio que había servido fielmente
al faraón Amenhotep III, cuyo inmenso santuario se levantaba en las
cercanías. A su izquierda se encontraba la colina de Djemé, donde
estaban enterrados los dioses primordiales. Dejaron atrás la zona
de cultivos y entraron en el desierto.
El primero de los cinco fortines señalaba el límite del
dominio sagrado que dependía de la competencia de «la gran y noble
Tumba de millones de años al Occidente de Tebas». Llamada,
abreviadamente, «la Tumba», la institución agrupaba a los artesanos
encargados de excavar y decorar las moradas de eternidad de los
faraones y sus esposas. Y su territorio comprendía, además del
propio Lugar de Verdad, el Valle de los Reyes y el de las
Reinas.
Clara fue consciente de aventurarse por otro mundo, tan
cercano y lejano al mismo tiempo, un mundo donde los humanos
seguían amando, sufriendo y luchando con lo cotidiano, pero donde
su trabajo consistía en moldear la eternidad como si fuera un
material.
Desde que había escuchado la llamada, Clara veía a Silencioso
de un modo distinto. De su ser emanaba un deseo de creación que la
fascinaba, pero era preciso, además, poner a su disposición las
herramientas indispensables para concretarlo.
Los policías no tenían un aspecto más amable que de
costumbre.
–Vuestros salvoconductos.
–No tenemos.
–Entonces, volved al lugar de donde venís.
–Soy Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, jefe de equipo del
Lugar de Verdad. Haz que avisen a mi padre de que mi viaje ha
terminado y deseo entrar en la aldea con mi
esposa.
–Ah… Tengo que informar al jefe. De momento, quedaos
aquí.
El policía transmitió la demanda a un colega, que se dirigió
al segundo fortín, y la misma escena se repitió, de fortín en
fortín, hasta el despacho del jefe Sobek, que autorizó a la pareja
a cruzar «los cinco muros» para presentarse ante
él.
Por su mirada agresiva, Clara y Silencioso sintieron que la
partida todavía no estaba ganada, ni mucho menos.
–Vuestra historia me parece sospechosa -dijo Sobek con voz
arrogante-. Si me habéis mentido, lo pagaréis muy
caro.
–¿Conocéis bien al jefe de equipo Neb el Cumplido? – preguntó
Silencioso con calma.
–¿Me tomas por un retrasado? ¡Es a ti a quien no conozco! Y
Neb el Cumplido no tiene hijos.
–En el sentido profano de la palabra, es
cierto.
–¿Qué estás diciendo…?
–Mis padres murieron, Neb el Cumplido me adoptó. Para los
artesanos del Lugar de Verdad, me he convertido en su hijo. Y como
debe de hacer poco tiempo que ocupáis vuestro puesto, oís hablar de
mí por primera vez.
Sobek se dio una palmada en la frente, con su mano
diestra.
–Tantas historias, tantos misterios… ¿Cómo voy a verificarlo?
¡No tengo derecho a penetrar en la aldea!
–Dejadme hablar con el guardián de la gran puerta. Él avisará
a mi padre.
–Admitámoslo… ¿Y ésta quién es?
–Clara, mi esposa.
–¿De quién es hija?
–De un empresario de la orilla este.
–Ah… ¡De modo que ella no vive en la aldea!
–Todavía no, pero vivirá conmigo.
Sobek señaló a Silencioso con un índice
acusador.
–¿Y qué me demuestra que estáis casados?
–Sabéis muy bien que no es necesario ningún documento
administrativo.
–Sé también que debéis vivir bajo el mismo techo… ¿Y dónde
está ese techo?
–Si nos autorizáis a salir de aquí y a ir al barrio de los
auxiliares, os lo mostraré.
–Vamos.
En el exterior del recinto de la aldea, algunos artesanos
pertenecientes al personal auxiliar de la cofradía habían sido
autorizados a construir modestas moradas. Así ocurría con Obed el
herrero, un sirio cuarentón de enormes brazos, bajo y barbudo.
Fabricaba y repartía herramientas de metal.
En cuanto descubrió a Silencioso, Obed salió de su forja y
corrió hacia él para gratificarle con un abrazo que estuvo a punto
de derribar al joven.
–¡De regreso por fin! Yo estaba convencido de que no habías
desaparecido. El escriba Ramosis está enfermo y tu padre comenzaba
a desesperarse.
Irritado, Sobek intervino.
–¡Te burlas de mí! Esta casa es la de Obed, no la
tuya.
El herrero se interpuso.
–¿Cuál es tu problema, jefe?
–Este hombre afirma estar casado con esta mujer, pero no
tienen techo.
Obed contempló a Clara.
–¡Por todos los dioses del cielo y de la tierra, qué hermosa
es! Si me quisiera como marido, no vacilaría ni un solo instante.
Estás mal informado, jefe. Acabo de legar mi habitación a esta
joven pareja, que penetrará en ella ante todos vosotros para que
quede constancia. Estarán, pues, en su casa y consumarán su
unión.
Furioso, Sobek intentó argumentar:
–Y si la muchacha no lo consintiera, y si estos dos fueran
hermano y hermana, y si…
–Tómame en tus brazos -pidió Clara a Silencioso, que la
levantó para cruzar el umbral de la casa.
–Os felicito por vuestra conciencia profesional, jefe Sobek
-declaró el hijo espiritual de Neb el Cumplido-. Clara y yo nos
amamos, somos marido y mujer, y vamos a venerar a Hator, diosa del
amor, por la felicidad que nos ofrece.
–¿No querrás, a fin de cuentas, asistir a la escena y
levantar acta? – preguntó el herrero al policía.
Ante la risa gutural de Obed, Sobek volvió a su despacho.
Quería saberlo todo sobre Silencioso. Si había cometido la menor
falta, no se libraría.
Qué dulce había sido aquella noche de amor en una pequeña
habitación amueblada con un viejo catre cojo. Sus cuerpos estaban
hechos el uno para el otro y sus gestos habían desplegado,
espontáneamente, la magia del deseo y la ternura.
–Qué feliz hora esta -dijo Silencioso cuando se levantó el
sol-; ¿qué diosa podría hacerla eterna?
–He dormido a tu lado, amor mío, tu mano se ha posado en mí y
me he convertido en tu esposa. No te alejes más de mí, que nada ni
nadie nos separe.
Silencioso la abrazaba cuando les alertó un
ruido.
–Si los jóvenes recién casados están despiertos -anunció la
gruesa voz del herrero-, les traigo algo para
comer.
Leche, tortas calientes todavía, queso fresco, higos… ¡Un
verdadero festín!
–Tu mujer es tan bella como una diosa, Silencioso, y debe de
poseer innumerables cualidades, pero… ¿la has advertido de que no
la llevas al paraíso? La aldea es un mundo cerrado, hostil a
cualquier rostro nuevo, sobre todo cuando puede eclipsar a los
demás.
–Mi marido no me ha ocultado nada -precisó
Clara.
–Ah… ¿Y no tenéis miedo?
–Como él, he escuchado la llamada.
–Bueno… Entonces son inútiles mis advertencias. Si yo
estuviera en vuestro lugar, olvidaría el Lugar de Verdad e iría a
instalarme en la orilla este para aprovechar la existencia. A
vuestra edad, encerraros en esta aldea y no tener más horizonte que
una misteriosa obra… En fin, a cada cual su
destino.
–Mi taparrabos está bastante deslucido -deploró Silencioso-.
Con tu vestido nuevo, harás mejor efecto.
–Espero que el tribunal de admisión no se pronuncie sólo por
la apariencia.
–Para serte franco, ignoro sus criterios y ni siquiera sé
quién forma parte de él.
–¿Estás inquieto, acaso?
–Temo fracasar, decepcionarte, ser indigno de mi
padre…
–También yo estoy inquieta. Pero sé que no tenemos otra
opción, que deberemos ser sinceros y mostrarnos como
somos.
–Me preocupa otro detalle: he cumplido las condiciones
materiales para presentarme, pero ¿qué van a
exigirte?
–Ya veremos.
El herrero llamó a Silencioso.
–Aquí está lo que me confiaste antes de partir, hace varios
años -dijo Obed entregándole una bolsa de cuero, unos pedazos de
madera de buena calidad para fabricar un sillón y una silla
plegable de madera-. De todos modos no acabo de comprender por qué
no te presentaste ante el tribunal si habías cumplido las
condiciones impuestas. Tú, el hijo espiritual de un famoso
artesano.
–Porque no había escuchado la llamada.
–¿Y para escucharla has viajado tanto
tiempo?
–Sí, y he advertido que estaba muy cerca, tan cerca que su
potencia me había ensordecido.
El herrero suspiró.
–Gracias por tu franqueza, pero realmente no comprendo nada…
Buena suerte de todos modos.
La mañana era soberbia, el calor insoportable. La pareja
acudió al puesto de policía municipal, donde un Sobek de mejor
humor degustaba su desayuno.
–No tengo ninguna razón para encarcelaros -se lamentó-. Salid
de aquí y presentaos en la puerta del norte.
Silencioso y Clara obedecieron al policía. Los muros que
formaban el recinto de la aldea parecían
infranqueables.
A la izquierda de la puerta cerrada, uno de los dos
guardianes estaba de centinela de las cuatro de la madrugada a las
cuatro de la tarde. Provisto de un gran bastón, disponía de una
choza para resguardarse del sol y no tenía autorización para cruzar
el umbral. Como su camarada, vivía en la zona cultivada, lejos del
Lugar de Verdad.
De cabeza cuadrada, ancho de hombros, veterano en toda clase
de luchas, el centinela cobraba un modesto salario, completado por
algunas primas cuando servía de testimonio en las transacciones
comerciales.
–Me llamo Silencioso y soy el hijo de Neb el Cumplido. Mi
esposa Clara ha escuchado, como yo, la llamada y te rogamos que
abras las puertas de la aldea.
–No estáis autorizados a entrar.
–¿Cortamos leña o guardamos el rebaño?
–No seas impaciente, muchacho; por lo que veo, no conoces el
oficio. Gracias a mis cabras, gano tiempo y
energía.
La vieja cabra se fijó en una acacia, en el límite del
desierto, y la emprendió con las hojas más accesibles. Sin poder
resistir aquella golosina, sus congéneres se lanzaron al asalto del
árbol.
–Sentémonos a la sombra de aquella palmera, allí, y dejemos
que las cabras trabajen. He traído pan, cebollas y un odre de agua
fresca.
–No tengo ganas de descansar, sino de cortar madera, mucha
madera.
–¿Para qué?
–Necesito la cantidad necesaria para fabricar un
sillón.
–¿Tienes que amueblar una casa?
–Necesito esta madera.
–Tienes tus secretillos y haces bien. Cuanto menos se cuenta
mejor van las cosas. Yo me he divorciado dos veces porque confiaba
demasiado en mis esposas. Terminaron dejándome sin blanca y acabaré
mis días como leñador, al servicio de un
carpintero.
–¿Cuándo empezamos?
–Mira esas buenas bestias y agradéceselo.
Levantándose sobre las patas traseras, las cabras desnudaban
con ardor el árbol. Cuando hubieron devorado lo que podían
alcanzar, el leñador fue en su ayuda. Ató una cuerda a las ramas
altas y tiró de ellas para ponerlas al alcance de los cuadrúpedos,
encantados de proseguir el festín.
–¡Admira la tarea, muchacho! La acacia ha quedado
perfectamente limpia, ahora nos toca a nosotros.
Ardiente recibió un hacha con mango de madera y arqueada hoja
de bronce. Desramó el tronco a pequeños y precisos hachazos y,
luego, sin recuperar el aliento, lo cortó con una fuerza que dejó
pasmado al leñador. El joven no sólo parecía infatigable, sino que,
además, realizaba el gesto justo como si fuera un profesional
experimentado.
–Vas demasiado de prisa para mí… A ese ritmo, acabarías
estropeando el oficio.
–Tranquilízate, no pienso hacer carrera. En cuanto haya
terminado, pídeles a tus cabras que elijan otro
árbol.
–El patrón ha dicho que…
–El hacha la manejo yo, no el patrón.
El leñador consideró que sería mejor evitar problemas
inmediatos. Las cabras partieron, pues, a la conquista de un nuevo
festín mientras él disfrutaba de un descanso bien merecido y
Ardiente la emprendía con su segunda acacia.
Silencioso y Clara esperaban desde hacía tres días. Obed el
herrero les traía unas frugales comidas sin decir palabra, como si
hubiera recibido la orden de observar un inquebrantable mutismo. El
jefe Sobek pasaba ante ellos sin dirigirles la palabra. Asistían a
la llegada del cortejo de asnos cargados de géneros diversos y
material, a la descarga vigilada por los guardianes de la puerta y
a la labor de los auxiliares, que se encargaban de la comodidad de
los habitantes del Lugar de Verdad.
–¿Es un proceder normal? – preguntó Clara.
–Lo ignoro. Los del interior actúan como les
parece.
–Esperar a tu lado no es una prueba, y el lugar es tan mágico
que logra que el tiempo fluya como la miel.
Silencioso compartía la serenidad de su compañera. Con ella y
gracias a ella no temía golpe alguno de la suerte. Si el tribunal
de admisión pensaba doblegarlos bajo el peso de la angustia, se
estaba equivocando. Hallarse aquí, en el desierto, entre colinas
salvajes dominadas por la majestuosa cima de Occidente, muy cerca
del lugar donde unos seres trabajaban para la eternidad, viviendo
en el secreto de la materia, ya le hacía feliz.
Cuando el tercer día concluía y el sol se hundía en el
horizonte, el guardián de la puerta fue a su
encuentro.
–Silencioso, ¿sigues solicitando tu admisión en la cofradía
del Lugar de Verdad?
–Mis intenciones no han variado.
–¿Y tú, Clara?
–Tampoco las mías.
–Con mi colega, me encargo del servicio de correos. ¿Deseáis
dirigir una carta a un pariente antes de presentaros ante el
tribunal de admisión?
Silencioso negó con la cabeza, y su esposa le imitó, aunque
no podía dejar de pensar en su padre, que no comprendería su
decisión.
–Seguidme, entonces.
La noche caía de prisa. Los auxiliares habían ido a dormir a
su casa, en la llanura, y se habría jurado que la aldea, sumida en
la oscuridad, había sido abandonada.
Pese a su determinación, Clara tenía el corazón en un puño.
La dulce magia del lugar había desaparecido con los postreros rayos
del sol y ya sólo quedaba un temor difuso y
opresivo.
Siguiendo al guardián, la pareja llegó a un metro de la
puerta norte, el acceso principal al Lugar de
Verdad.
–Aguardad aquí.
Silencioso estrechó la mano de su esposa.
El guardián se agachó, encendió una antorcha y se desinteresó
de la pareja. Unos halcones peregrinos bailaban en el cielo, donde
agonizaban los últimos fulgores anaranjados. La puerta se
entreabrió y apareció un hombre de edad avanzada que se quedó
inmóvil en el umbral. Iba ataviado con una pesada peluca negra, un
largo paño blanco y un nudoso bastón en la mano derecha. Silencioso
creyó reconocer a un cantero de difícil carácter, al que no era
conveniente importunar.
–¿Quiénes sois los que osáis turbar la serenidad del Lugar de
Verdad?
–Silencioso, hijo de Neb el Cumplido, y mi esposa,
Clara.
–¿Sois conocidos por el tribunal de
admisión?
–Deseamos presentarle nuestra demanda.
–¿Cuál es?
–Pertenecer a la cofradía de los artesanos y vivir en el
Lugar de Verdad.
–¿Cumples los requisitos necesarios?
Silencioso presentó la bolsa de cuero, la silla plegable y la
madera destinada a la fabricación de un sillón. El hombre lo
examinó sin pronunciar palabra.
–¿Y tú, Clara?
–He escuchado la llamada de la cima de
Occidente.
El hombre del bastón pensó durante largo rato, como si
sopesara la respuesta.
–En nombre del faraón, jurad que no revelaréis a nadie, bajo
ninguna circunstancia, lo que vais a ver y oír.
La pareja prestó juramento.
–¡Si traicionáis vuestro juramento, que los demonios del
infierno os atormenten eternamente! Seguidme.
Silencioso y, luego Clara, se deslizaron por la puerta
entornada, detrás del hombre del bastón. Al otro lado, adivinaron
una calleja flanqueada de casas, pero no tuvieron oportunidad de
dejar que su mirada errara por aquel universo misterioso, pues
fueron obligados a dirigirse hacia la izquierda, donde dieron con
un porche ante el que se hallaban dos artesanos.
La oscuridad no permitía distinguir sus
rostros.
Uno de ellos avanzó y agarró a Clara por la muñeca.
Silencioso reaccionó de inmediato.
–¿Adonde la llevas?
–Si te niegas a someterte a nuestras leyes, deberás abandonar
la aldea de inmediato.
–Ten confianza -dijo Clara.
El artesano se alejó con la muchacha.
Silencioso sintió el rigor de la soledad y temió las pruebas
que estaban por venir. Había esperado que no los separarían y que
unirían sus fuerzas ante los jueces, pero tendría que hacerles
frente sin ella.
–Ha llegado la hora -anunció el hombre del
bastón.
Ardiente había terminado con cuatro acacias en un tiempo
récord, ante la pasmada mirada del leñador. Éste había farfullado
un confuso informe al carpintero, que se había visto obligado a
creerle al ver el montón de troncos apilados ante su taller. El
muchacho había aprendido a utilizar una sierra, indispensable para
cortar a lo largo las más hermosas piezas y obtener tablas que no
hubiera criticado un veterano profesional.
Indiferente a la discusión entre el carpintero y el leñador,
Ardiente se interesaba por los objetos que ya estaban listos para
ser entregados: mangos de abanico, peines, copelas y pequeños
muebles, arquillas y taburetes.
El carpintero se acercó al muchacho.
–Había dado órdenes precisas y las has ignorado. ¿Sabes que
para cortar un árbol es necesaria una autorización? ¡Tendré que
justificar tu celo ante la administración!
–Es vuestro problema, patrón. Yo os he dado un adelanto y,
además, así ahorraréis salarios. ¿Cuántos árboles tendría que
cortar así, en varios trozos, para obtener la cantidad de madera
que deseo?
–Tu experiencia como leñador ha terminado.
–¿Me despedís?
–Sin duda sería la mejor solución, pero tienes que aprender a
fabricar un sillón y una silla plegable, si no recuerdo
mal.
–Tenéis buena memoria.
–No se entra en un taller como un toro en un cercado. Empleo
a técnicos puntillosos que trabajan aquí desde hace muchos años, y
los aprendices saben que deben obedecer y comportarse
correctamente. Temo que tú no seas capaz de ello.
–Probémoslo de todos modos.
–Te lo advierto, al primer desliz, te
despido.
El patrón y su empleado se dieron la mano.
–¿Puedo empezar ahora?
–Espera a mañana, tu…
–No tengo tiempo que perder.
Cuando el carpintero presentó el muchacho a los obreros del
taller, la atmósfera se hizo glacial. Unos rostros huraños se
volvieron hacia el recién llegado para indicarle que no era
bienvenido.
–Os pido que aceptéis a Ardiente como aprendiz -declaró el
patrón-. Os ayudará a terminar los trabajos retrasados y estará a
disposición de quien le necesite.
–¿Qué sabe hacer? – preguntó el decano del
taller.
–Aprender -respondió el joven-. ¿Quién quiere comenzar a
instruirme?
–Toma eso.
El decano le dio a Ardiente una azuela, una pequeña
herramienta con mango de madera. Una de sus caras era plana y
estaba doblada casi en ángulo recto; allí se había atado una hoja
de bronce con una correa de cuero.
–Demuéstranos lo que sabes hacer -ordenó con
ironía.
Ardiente examinó la hoja, pasó el dedo por el filo y, luego,
exploró el taller durante largo rato, como si se dispusiera a tomar
posesión de él. Se demoró unos instantes antes de elegir una tabla,
cuya superficie alisó con la azuela.
–¿Quién te ha enseñado? – se extrañó el
decano.
–Una herramienta se adapta, forzosamente, al material que
debe trabajar. Ésta sirve para cepillar, ¿o no?
–No eres un novato…
–Hasta ahora no he necesitado a nadie, y creo que en adelante
seguiré siendo así. ¿No tenéis nada más que
mostrarme?
El patrón hizo señas a los obreros para que se
marcharan.
–¿Quién eres realmente, muchacho?
–Alguien que desea aprender a fabricar una silla
plegable.
–¿Ambicionas mi cargo?
–¡En absoluto! Podéis estar tranquilo. En cuanto haya
obtenido lo que deseo, me iré.
–Muy bien… Mírame.
El carpintero se sentó en un banco, con la mano derecha cogió
un mazo, y con la izquierda, un cincel de madera. En una tabla de
poco grosor que sujetó entre las rodillas, practicó unas muescas
bastante regulares.
–Ahora te toca a ti.
Ardiente ocupó el lugar del decano y le imitó sin
vacilar.
–¡No puedo creer que nunca hayas trabajado la
madera!
–Creed lo que queráis y prosigamos.
En el taller había varias clases de hachas, sierras,
cuchillos y cinceles. Ardiente los probó con un mínimo de
vacilaciones. Su mano era firme, sus gestos
precisos.
El carpintero, atónito, enseñó al joven cómo utilizar unas
tablas cuidadosamente cortadas, uniéndolas con colas de milano y
reforzándolas con espárragos y lañas. Le desveló la técnica de las
esquinas provistas de capuchones, la de las clavijas de madera, el
arte de unir espigas y muescas, la de los cierres de arquilla para
evitar que su contenido se desparramara en caso de caída, y el
método del perfecto ajustado que permite fabricar cajas y
sillas.
Ardiente lo comprendía todo a la primera y no olvidaba nada.
A veces, incluso, su mano se mostraba más hábil que la de su
maravillado profesor.
–Has nacido para ser carpintero, muchacho. Harás fortuna sin
ninguna dificultad.
–¿Cuántos taburetes debo fabricar para ganar mi silla
plegable?
–Bastará con una decena… ¡Pero estoy seguro de que te
gustará!
–Mostradme cómo se coloca el asiento a una
silla.
–Mañana lo veremos.
–¿Estáis fatigado?
Tocado en su amor propio, el decano utilizó unas fibras
vegetales trenzadas para fabricar el asiento de un escabel
capaz de soportar un buen
peso.
La noche pasó rápidamente, el maestro seguía poniendo a
prueba las sorprendentes capacidades del alumno, que no le
decepcionó ni una sola vez.
Cuando el carpintero cayó de sueño, Ardiente estaba
terminando su primer taburete.
Era día de descanso. Los obreros reposaban, a excepción de
Ardiente, que trabajaba bajo un sicómoro. Le divertía manejar el
mazo y el cincel, y evitaba las trampas que la madera le tendía.
Con una piedra pulida, alisaba perfectamente la superficie de un
taburete. Con la ayuda de la experiencia, conseguiría fabricar un
mueble pequeño, tan hermoso como sólido.
–¿Tú eres Ardiente? – preguntó una muchacha delgada de
cabellos negros y cortos.
–Sí, soy yo.
–¿Puedo sentarme?
–Como quieras.
Era morena, de mirada incitadora, y chupaba un tallo de
papiro azucarado. Llevaba una camisola de manga corta y una falda
por encima de las rodillas.
–¿Sabes lo que dicen, Ardiente? Que el murmullo de las hojas
de sicómoro parece el perfume de la miel; su follaje, turquesa; su
corteza, loza, y que sus frutos son más rojos que el jaspe. Su
sombra refresca, pero yo tengo calor, mucho calor… ¿Me ayudas a
quitarme la camisola?
–Estoy ocupado.
Ella misma se quitó la frágil prenda, dejando al desnudo dos
manzanas de amor, y se acurrucó contra el poderoso muslo del joven
atleta.
–¿No te ha gustado mi descripción del
sicómoro?
–¿Qué parentesco tienes con mi patrón?
Su fresco rostro se contrajo.
–Soy… soy su sobrina.
–Comienzo a estar acostumbrado: mis sucesivos patronos me
envían una hermosa muchacha, para que me vaya de la lengua y, al
mismo tiempo, para retenerme en su casa.
–Te equivocas, yo…
–No hace falta que sigas mintiendo. Podrás confirmarle a tu
tío que he dicho la verdad y que no tengo intención alguna de ser
carpintero. Gracias a él progreso con rapidez y pronto seré
propietario de una hermosa silla plegable.
–¿No te quedarás aquí?
–Tengo algo mejor que hacer.
–Pero tu porvenir…
–Deja que yo me ocupe de eso. Y mi inmediato porvenir es una
soberbia moza que tiene ganas de hacer el amor.