Albert;, endureciendo sus facciones, tomó de nuevo la palabra:

—Teniente Hudson, limítese a contestar concretamente. ¿Es de su pertenencia esa prenda?

—No, señor.

Inesperadamente, Albert le preguntó:

—¿ Qué hacía usted a las seis y quince en mi astronave, teniente?

Hudson se quedó paralizado, sin saber qué contestar y, al poco, débilmente contestó:

--¿Yo..., comandante?

—Sí, usted. ¿Qué buscaba allí?

La confusión iba en aumento en el teniente y, no dejándole que se repusiera, le atosigó con otra pregunta:

—¿Para quién trabaja, teniente? ¿Quiénes son los que le mandan? ¡Conteste...!

Al cabo de un rato, manifestó:

—Me niego a responder, si no se me dice de qué se me acusa.

—Claro que se lo voy a decir, teniente. Se le acusa de saboteador y de traidor.

—Todo eso es infundado, señor —contestó el teniente Hudson, cobrando nuevos bríos.

—El fundamento lo ha dado usted mismo, en sus declaraciones, teniente.

—¿Yo...?

—Sí, usted mismo ha confirmado las sospechas suscitadas.

—Yo no he dicho nada que, según usted, me condene.

—Le voy a refrescar la memoria. Usted ha dicho que abandonó la base a las seis y cuarto, en un vehículo colectivo. Estos vehículos tienen establecido el servicio cada media hora. Usted ha negado que la prenda mostrada fuera de su propiedad, cuando en la lavandería está ingresada a su nombre, llevada allí por el ordenanza a su servicio... ¿Quiere más pruebas...?

El teniente estaba abrumado ante la contundencia del comandante, quien le repitió la pregunta:

—¿Quiénes son los que le mandan?

—En uso a los derechos que me asisten, me niego a contestar a cualquier pregunta que me formule.

—Muy bien. Con sus derechos y. todo, ya las contestará ante el Consejo de Guerra. Dese por arrestado y confinado en las celdas de oficiales.

Sin que ninguno de los presentes lo pudiera evitar, el teniente extrajo un arma que llevaba oculta, se la llevó a la sien, la disparó y cayó como un pesado saco, a tiempo que una mancha de sangre se extendía por el suelo.

Los tres corrieron a su lado, pero ya nada pudieron hacer, por evitar aquel final desagradable.

Más tarde, se enteraron de que el teniente presentaba magulladuras en las rodillas, a consecuencia de un golpe seco, y que llevaba un tren de vida muy superior a los ingresos que pudieran permitirle el cargo de teniente.

También se dijo que se le vio con compañías femeninas poco recomendables.

 

                               * * *

Los efectos del teniente fueron minuciosamente examinados, por si se hallaba alguna pista sobre con quién se relacionaba»

Naturalmente, se sospechaba que tenía que ver con los ataques realizados por aquella o aquellas naves desconocidas.

La prueba más contundente fue que el mismo teniente se quitó la vida para no tener que confesar, o por saber que, si lo hacía, igualmente le iba a costar el pellejo.

Nada en limpio se sacó; el secreto se lo llevó con él, al privarse de la existencia.

El general George Decker llamó al comandante Albert Hegel:

—Albert, ven a hablar conmigo, pues he recibido informes sobre lo que tú sabes.

—En seguida estoy con usted, señor.

Sabía ya de antemano que los informes aquéllos se referían a la zona que él fotografió con su astronave.

Le recibió, con las siguientes palabras:

—No te hagas muchas ilusiones, Albert. Se puede decir que no han averiguado nada.

—Pero no pueden negar que por allí circulan unos vehículos que han captado las cámaras.

—Yo no sé cómo diablos habrán llevado la inspección. Lo cierto y seguro es que dicen que por ese lugar no existen huellas de tránsito de vehículos pesados.

—Si yo no lo hubiera visto, señor; si no se hubiera confirmado por las vistas aéreas que tomé, diría que todo fue una alucinación. Pero la evidencia la tenemos ahí, en las fotos y en el filme.

—Todo lo que dices está muy bien, y me tienes convencido de ello. Pero convendrás conmigo que una cosa de esa índole no puede pasar desapercibida, y el informe dice que nada anormal se ha descubierto por aquellos parajes.

El comandante Albert Hegel estuvo leyendo el informe remitido al general y, cuando terminó, manifestó:

—Señor, en concreto, se desprende que quienes han llevado a efecto la investigación lo han hecho con gran boato, es decir, con despliegue de tropas.

—Me he dado cuenta de ello.

—Esto ha sido contraproducente, puesto que, de este modo, les han puesto sobre aviso.

—Claro, claro... ¿Y qué solución se te ocurre?

—Que dé por bien recibidos los informes, y les ordene que suspendan las investigaciones proclamadas a los cuatro vientos.

—¿Y después?

—Que nos autorice a mí y a los capitanes Clark y Fuller para efectuar una investigación por nuestra cuenta, en aquella región.

—No sé qué decirte, Álbert... Vuestro medio ambiente es el aire.

—Señor, en más de una ocasión hemos tenido que actuar en tierra. Ya lo sabe sobradamente.

—Sí, desde luego, y con éxito. Justo es reconocerlo. Pero no sé si exponeros ante el peligro de enfrentaros a una organización que no para en medios de destrucción.

—Tengo el convencimiento, señor, de que la clave de todo nos la tienen que proporcionar esos vehículos.

—Pero si en el informe dicen que no han visto ni uno de ellos por allí.

—Lo más natural es que hayan «espantado la caza». Y primero, el enfrentamiento que sostuvimos en el aire con ellos, luego, al pretender apoderarse de lo que hubiéramos podido captar, y por último, la presencia de tropas por la región...

—Bien, conforme con todo lo que dices. Pero..., ¿qué demonios vais a hacer los tres contra ellos?

—Ya nos las compondremos para sacar algo en limpio.

—Cursaré las órdenes oportunas para que el ejército os preste ayuda.

—Señor, con el mayor de mis respetos, le sugiero que no lo haga. Estaríamos en el mismo caso, y considero que será más eficaz que actuemos por nuestra cuenta y riesgo.

—No sé qué decirte, Albert... Los capitanes Fuller y  Clark, ¿estarán conformes?

—Estoy seguro de ello, señor.

—De todos modos, mientras medito sobre lo que me has propuesto, no estaría de más que se lo consultaras a ellos.

—Pero...

—Ni una palabra más, Albert. Consúltaselo, me dices cómo habéis quedado, y ya sabrás mi contestación.

—Le puedo adelantar, señor...

—Lo que te he dicho, Albert. Además, es conveniente dejar pasar un cierto tiempo para que se vuelvan a confiar.

Este último razonamiento convenció más al comandante, que refrenó sus ímpetus, manifestando:

—Como guste, señor.

—Esto está mejor. Ya me darás la contestación.

—Sí, señor.

Saludó, y fue a reunirse con sus compañeros.

—¿Hay algo de nuevo, Albert? —inquirió Jake.

—Sí y no. Os he de hacer una proposición.

—Toca hierro, Dick.

—No fastidies, Albert... Yo he contraído unas obligaciones con mi prometida, y las tengo que cumplir... —protestó Dick.

—Sois libres de aceptar o no. La proposición no quiere decir obligación, sino que se os da opción a la elección.

Jake saltó:

—Y todo acaba en on, como follón.

—Que es en lo que nos va a meter este cabezón de «comandantón» —concluyó Dick.

Albert, un poco amoscado, les manifestó:

—Está bien, ni una palabra más. Lo haré yo solo. No necesito de la colaboración de quienes tienen obligaciones falderas.

—¿Has oído a éste, Jake...? ¡La de cosas que tiene que oír uno, en esta vida...!

—No le hagas caso, Dick. Todo ello es envidia porque nosotros hemos triunfado en el amor. El pobrecillo tiene que hacer méritos para justificar su ascenso...

—Ahí vamos, porque digo yo...

Albert le cortó:

—Tú no dices nada más. Sólo estupideces se os ocurren, en vuestras mentes obtusas. ¡Largaros de aquí!

Jake le guiñó el ojo a Dick, antes de decir:

—Un momento, comandante. ¿Podemos comunicar a Sadie que renuncia a su compañía, y que se dedique a la busca y captura de otro?

—¡Un cuerno! No os importa mi vida privada, aunque el papel de alcahuetas os va a la maravilla.

—Mira, Jake, lo que pretende nuestro comandante es recoger para él solo las glorias. Así que le vamos a llevar la contraria, y que desembuche de una vez lo que tenga que decir. ¿No te parece?

—Eso está muy bien, Dick. Por una vez, tus neuronas cerebrales han funcionado a la perfección.

—¿Y por qué no dejas tranquilas a esas señoras, Jake? Con una dama ya tengo bastante, Y qué dama, mi Kate...! —Terminó, poniendo los ojos en blanco. .

Tras unas bromas más, entraron de lleno en la cuestión :

—Yo le he dicho al general que la única forma de poder averiguar algo es el personarnos en el lugar. Iremos vestidos de paisano. Según dice, lo poco que aduce el informe es que en aquella población hay un exceso de vehículos de transporte, así que nos presentaremos con uno, en busca de trabajo.

—¿Y crees tú que esto surtirá efecto?

—Lo ignoro, Jake, pero, por lo menos, tendremos una justificación a nuestra presencia en el lugar, sin levantar sospechas.

—Eres todo un tío, Albert. Y después, ¿qué pasará?

—No soy adivino, .Dick. Ya lo irás averiguando, según se desarrollen los acontecimientos.

—Una inteligente contestación a una pregunta de no menor talento... Desde luego, me dejáis maravillado... —concluyó Jake, guasón.

 

                                    CAPITULO X

 

En una población, no muy numerosa de habitantes, Albert, Jake y Dick, habían averiguado la existencia de una oficina de contratación, que podría darles ocupación con su vehículo de transporte.

Se fueron hacia aquella oficina, y solicitaron empleo, cosa que les concedieron, al manifestar que su vehículo era de gran tonelaje, precisamente lo, que les interesaba.

Concertaron sueldo, replicaron sobre el mismo, con la finalidad de dar más visos a la verdad, logrando mayor cantidad de la que se les ofreció en principio.

En seguida tuvieron que salir hacia una población vecina. La mercancía: toda clase de hierro, chatarra. El capataz les dijo:

—Cuando regreséis con la mercancía, ya se os dirá adonde la tenéis que llevar. Se os advierte que no será cosa fácil y, si aceptáis, luego, no os podréis volver atrás. Así que pensadlo bien, antes de dar el paso.

Albert dijo:

—Hombre, necesitamos el sueldo para vivir; de lo contrario, no hubiéramos venido en busca de trabajo.

—De acuerdo. Pero os lo repito, luego no os podréis volver atrás. A quien ha pretendido hacerlo... siempre le ha ocurrido algo...

Así pues, partieron hacia el almacén donde tenían que cargar la mercancía.

Los tres, ya en cabina, pudieron hablar tranquilos. Albert les preguntó:

—¿Qué os ha parecido la advertencia del capataz?

—Pues que me huele a gato encerrado —contestó Jake.

—Más que eso, a vida pendiente de un hilo —adujo Dick.

—En efecto, a ambas cosas a la vez. Creo que hemos dado con lo que buscábamos... —y al momento, especificó—: Bueno, quiero decir a la introducción del asunto que nos ha traído aquí, no a lo que ha mencionado Dick.

Sin ningún incidente, llegaron al almacén que se les consignó, se les cargó el vehículo, y de nuevo estuvieron de regreso.

Recibieron instrucciones del capataz para que siguieran a otros, que ya estaban formados en caravana, y todos cargados.

Nada más abandonaron la población, se introdujeron por una vía secundaria, y desembocaron en un lugar que tenía todos los visos de un campamento.

Estaba situado en la falda de una montaña, en donde habían practicado un gran túnel.

Siguieron a la caravana, desembocando en una gran sala, y cada vehículo fue a situarse en unos elevadores.

Les hicieron bajar del mismo, y unos obreros especializados procedieron a desmontar las ruedas Albert, por cubrir las apariencias y averiguar al mismo tiempo,, protestó:

—¡Eh...! Pero ¿qué hacen? ¿Por qué nos quitan las ruedas?

El que parecía el encargado de aquellos hombres, manifestó:

—No os las vamos a quitar, hombre. Van a ser sustituidas por orugas, puesto que por donde tenéis que ir sería imposible transitar, de no ser con este medio.

Jake y Dick también oyeron la explicación, por lo que se miraron entre ellos.

El comandante, con disimulo, lo iba observando todo, y no le pasó por alto que allí se ejercía una velada vigilancia, y se lo confirmó cuando uno de aquellos que conducían un vehículo fue a salir de la sala. Le interceptaron el paso dos individuos armados.

—Muchacho, vete de nuevo a tu vehículo.

—¿Acaso me vais a impedir que salga?

—De aquí no puede salir nadie. Son órdenes.

—Bien, hombre, bien. Sólo quería dar un paseo...

Y dando media vuelta, desistió de su empeño.

En un corto plazo, todos los vehículos quedaron transformados, y los elevadores los posaron de nuevo en el suelo.

El capataz que les contrató, hizo acto de presencia, , y les habló a todos:

—¡Atención! Seguid al vehículo que os preceda, procurando pisar por el mismo sitio que lo haga el anterior. El camino que vamos a emprender es difícil y fatigoso. Os vais relevando en la dirección, pero sin entretener la caravana. Y ahora, en marcha.

Comenzaron a moverse, y una gran compuerta dejó al descubierto otro túnel, por el que se fueron introduciendo.

El comandante y sus compañeros ocupaban el sexto y último lugar de los vehículos que llevaban mercancía, y, cerrando la caravana, un vehículo extraño.

Como quiera que no les pasó por alto el que estuvieran manipulando en la cabina del vehículo, Albert sospechó y, nada más ponerse en marcha, una ligera inspección le confirmó que habían instalado un micrófono de alta sensibilidad para captar sus conversaciones.

Por señas, les hizo que se fijaran en aquel detalle para evitar cualquier palabra comprometedora.

Jake y Dick asintieron, y estuvieron hablando de cosas sin importancia.

Salieron a campo descubierto, ya en plena montaña, y ascendiendo.

Seguían por los carriles dejados por los vehículos que les precedían.

La función del vehículo extraño que cerraba la caravana, pronto quedó al descubierto.

Por mediación de un mecanismo especial, iba removiendo tierra y piedras, de tal forma que cualquier huella que dejaran los vehículos quedaba borrada, como si por allí no hubiera pasado nadie.

Una densa niebla se fue formando, permitiéndoles solamente divisar al que les precedía.

El ascenso era lento y penoso, debido al estado del terreno y, sin detenerse en la marcha, se fueron turnando en la dirección del transporte.

Por algunos claros, que esporádicamente se originaban, Albert reconoció la panorámica del lugar, aquélla, precisamente, donde él descubrió la existencia de un vehículo.

Inesperadamente, se oyó un gran estruendo y gritos de terror.

La caravana se detuvo, y el capataz pasó por el lado de ellos.

Albert preguntó:

—¿Qué pasa?

—Seguramente que algún imbécil se ha despeñado, con vehículo y todo. ¡Maldita sea...!

Albert y Dick se apearon, con la sana intención de prestar el auxilio necesario.

Fueron tras el capataz y, en efecto, un vehículo había derrapado, y estaba inclinado peligrosamente al borde de un abismo.

Parte de la carga se había precipitado sobre la cabina, y sus ocupantes estaban atrapados en ella, soltando ayes de dolor.

Albert, Dick y otros se aproximaron para salvar a aquellos infelices, pero la voz encolerizada del capataz les detuvo:

—¡Quietos...! No os aproximéis a esos idiotas. Si hubieran seguido las instrucciones, no les hubiese pasado esto.

El capataz, furioso, colocó una carga explosiva en el vehículo, y Albert, adivinando sus intenciones, le increpó:

—¡Deténgase...! No hay derecho a sacrificar tres vidas humanas. Con la ayuda de todos, se les puede salvar.

—¡Silencio y a obedecer! ¿O acaso quieres seguir el mismo camino que ellos?

Los gritos de los .muchachos atrapados en la cabina, ponían los pelos de punta.

Albert hizo otra tentativa:

—Pero se les puede sacar de ahí, y luego volar el vehículo.

—¿Quién es el que manda aquí? He dicho que quietos, todos.

Con la fiereza reflejada en su rostro, y empuñando un arma, hizo retroceder a los que se habían ido acercando para prestar auxilio a aquellos  pobres infelices.

El capataz vociferó de nuevo:

—¡Atrás, si no queréis volar también! .

Tuvieron que retirarse y, a poco/ se produjo una explosión, dejándose de oír los lamentos. En el fondo del abismo, el retumbar de la caída del vehículo, con todo lo que arrastró tras sí.

El capataz, con toda tranquilidad, como si allí no hubiera pasado nada, les ordenó:

—A proseguir la marcha. Ya hemos perdido mucho tiempo, y que os sirva de escarmiento. La pérdida de una mercancía lleva consigo la pérdida de la misma vida.

Reanudaron el ascenso y, a poco, la pendiente cesó para rodar por un camino más llano.

A derecha e izquierda se alzaban altas paredes de rocas, y anduvieron entre aquel desfiladero, para más tarde ir ensanchándose.

La niebla que les envolvía se fue aclarando, y entonces Albert y sus compañeros pudieron apreciar que aquello era producido artificialmente, puesto que descubrieron determinados puntos por los que, como chimeneas, iba manando más concentrada.

Albert recordó que, desde la altura, apenas si se podía ver aquella región, y ahora tenía la explicación del motivo.

Por fin llegaron a una amplia explanada, rodeada de montañas, en donde hicieron alto.

Con los ojos muy abiertos, para no perderse detalle, los tres amigos permanecían en la cabina, esperando no sabían qué.

Aquel lugar parecía deshabitado, puesto que, por el momento, no había nadie más que los componentes de la caravana.

El capataz se dirigió hacia uno de los laterales y, cuando se aproximaba a la pared, ésta se abrió, dejando una amplia abertura.

Un hombre armado y con una vestimenta rara, estuvo hablando con el recién llegado.

Al cabo de un momento, otras aberturas se originaron en la roca.

El capataz indicó que entraran los vehículos.

Cuando estuvieron en el interior, quedaron maravillados. Aquello era una gran factoría de fundición y transformación, equipada con los más modernos elementos y técnicas.

Desde luego, jamás hubieran podido sospechar la existencia de aquel complejo industrial, y menos, donde estaba enclavado.

Al poco rato de hallarse allí, los vehículos ya estaban descargados y la mercancía llevada hasta lo que parecían hornos de fundición.

Luego, les hicieron pasar a otra nave, de dimensiones más considerables, donde pudieron ver estacionadas unas astronaves en las que introducían bultos bastante pesados, a juzgar por el esfuerzo que tenían que hacer los hombres que los manejaban.

Un individuo, que iba armado, les llamó la atención:

—¡Eh, vosotros tres! Ayudad a transportar estos bultos a la nave.

Jake iba a protestar, pero Albert le dio un codazo, y se le adelantó, diciendo: —Sí, vamos en seguida.

Hizo una seña a Jake y Dick, y se apearon del vehículo, dirigiéndose hacia donde estaba almacenada la mercancía, en sus correspondientes cajas.

Cogieron una cada uno y comprobaron que, en efecto, aquello pesaba bastante.

Una vez dentro de la astronave, como sabían su distribución, por conocer el tipo, en vez de ir al lugar donde se depositaba la mercancía, como no había por allí nadie de vigilancia, se dirigieron a otro compartimento.

Albert dijo:

—Tú, Jake, vigila ahí en la puerta de entrada, mientras Dick y yo trataremos de averiguar el contenido de esta caja.

—De acuerdo.

Así lo hicieron y, tras ímprobos esfuerzos, lograron destapar la caja.

Quedaron extrañados. Contenía media docena de barras cilíndricas de unos cuarenta centímetros de longitud por diez de diámetro.

El material parecía un compuesto de hierro. —¿Para qué utilizarán esto, Albert?

—No lo sé, Dick. Pero me llevo una barra.

El comandante se la escondió entre el ropaje. Cerraron la caja de nuevo y, como si allí no hubiera pasado nada, la depositaron junto a las otras.

El comandante les advirtió:

—Vosotros seguid llevando cajas, mientras yo trataré de dejar la barra en nuestro vehículo.

Los dos capitanes prosiguieron en la tarea, mientras que él, procurando no ser visto, fue a desprenderse de aquello que había usurpado.

Momentos después, se reunió de nuevo con ellos, y así estuvieron llevando bultos hasta que les dijeron que ya había bastantes. Jake se lamentó:

—Menos mal; de lo contrario, termino para el arrastre.

—Y yo —confirmó Dick.

—Pues lo siento, muchachos, porque por ahí viene el capataz, en plan de mandar trabajo.

Albert no se equivocó en su apreciación y, a poco escucharon:

—Todos a sus puestos. Vamos a regresar. El comandante manifestó: —¿No os lo decía yo...?

Pero a punto de iniciar la marcha, un zumbido, que iba en aumento, se dejó escuchar, y entonces el capataz dijo que esperaran.

Como sospecharon, el zumbido procedía de una nave y, a poco, aterrizó.

Dos personajes hicieron acto de presencia. Su aspecto no ofrecía confianza. A éstos' se les unió el capataz, que mostraba una sonrisa siniestra.

Esperaron en medio de la gran sala, aquélla que hacía también las funciones de hangar.

De la nave recién llegada bajaron un anciano y dos muchachos, que daban escolta al primero.

Intercambiaron unos saludos fríos y unas palabras. Luego, el capataz les ordenó que llevaran a bordo de aquella nave, recién llegada, cincuenta cajas de aquéllas.

Mientras, aquella conversación iba subiendo de tono, tomando visos de disputa.

El anciano, más calmado, les decía:

—El precio que nos hacéis pagar es abusivo. Se os ha dado todo lo que habéis pedido.

—Pero vosotros sabéis que la mercancía es vital para la supervivencia. Allí en vuestro planeta no tenéis hierro.

Albert estaba con un palmo de oreja para captar cuanto decían aquellos personajes.

—Sí, en efecto, es vital. Pero el exigirnos, aparte de piedras preciosas, la contribución de doncellas...

—De no estar conformes, suspendemos el cargamento. ¿Las traéis o no?

El anciano, con marcada pena, suspiró resignado, contestando:

—Las traemos... En la astronave están.

—Pues ¿qué esperas para entregárnoslas? —preguntó, iracundo, brillándole los ojos por la manifiesta lujuria de que se veía poseído.

Uno de los jóvenes que escoltaban al anciano, tomó la palabra, y contestó con tono subido:

—Estamos escarmentados de vuestras trampas, y no será hasta que toda la mercancía esté a bordo.

Mientras, las cajas se iban depositando en la astronave.

El que parecía el jefe de aquellos dos que salieron a recibirles, junto al capataz, que hasta entonces fue el que habló, se encaró con el muchacho:

—Ahora mismo vas a retirar lo que has dicho... No estás en condiciones de exigir...

—No tengo por qué retirarlo, pues es la verdad.

La discusión iba subiendo de tono, y Albert le dijo a Jake y a Dick:

—Estad preparados y disponeros a actuar, en cuanto yo os lo diga. Se nos presenta una solución magnífica, que tenemos que aprovechar.

 

                                  CAPITULO XI

 

Tal como imaginó Albert, sucedió.

La discusión fue subiendo de tono, intervino el otro joven, el capataz, el que salió a recibirles, y que hasta aquel momento estuvo callado; de un momento a otro, se presumía que iban a llegar a las manos.

El anciano era el único que quería restablecer la paz.

El que parecía el jefe, fuera de sí, sacó un arma y gritó:

—¡Basta ya...! Ahora os vais a quedar sin nada, sin mercancía y sin doncellas.

El joven primero también sacó un arma, y sonaron unos disparos.

El segundo joven arremetió a puñetazo limpio contra ellos, quienes repelieron la agresión.

El anciano estaba desplomado en el suelo, sangrando, y los dos jóvenes lo estaban pasando muy mal, a manos de aquellos forajidos.

Albert les dijo:

—¡Ahora...!

El comandante se fue directamente al capataz, a quien se la tenía prometida, a partir de aquel momento en que sacrificó inútilmente la vida de aquellos tres muchachos, al derrapar su vehículo.

La sorpresa fue enorme para aquéllos, que no esperaban el ataque.

Albert, de sendos directos, derribó al capataz. Jake y Dick dieron buena cuenta de aquellos dos que salieron a recibir a los recién llegados.

El anciano y los dos jóvenes yacían en el suelo, éstos dos sin conocimiento, a consecuencia de los golpes recibidos.

El comandante les dijo a sus compañeros:

—¡Rápido! Llevemos al anciano y a los muchachos a la astronave.

Se cargaron al hombro los cuerpos exangües y, corriendo, los depositaron en el interior de la astronave.

Sólo dejarlos, Albert les gritó:

—Vamos por los otros; hay que traerlos también e inmovilizarlos.

En veloz carrera, se dirigieron adonde todavía estaban tumbados los demás, que ya daban síntomas de recuperación.

      Sendos golpes bastaron para que siguieran en su sueño artificial y, como sacos, fueron transportados a bordo de la astronave.

Todo había sucedido muy rápidamente, tanto, que dejó paralizados a los demás conductores de los vehículos.

Pero el jaleo llegó a oídos de la guardia, cuyos elementos hicieron acto de presencia en el lugar y, al apercibirse de que se estaban llevando a sus jefes, comenzaron a disparar.

Dick fue alcanzado ligeramente, y Albert tuvo que ayudarle para introducirlo en la nave, junto al que llevaba en los hombros, y cerrar la escotilla inmediatamente.

Acto seguido, el comandante se fue hacia la cabina de mando, y puso en marcha los motores.

Los proyectiles rebotaron por doquier, en el armazón de la astronave.

Cortándoles la salida, se había emplazado un pelotón de hombres armados, dispuestos a no dejarles pasar.

Albert no se detuvo ante aquel peligro, y la astronave, dando casi un salto, por el impulso de aceleración a que fue sometida, arremetió contra aquel grupo, y la mayoría rodaron por los suelos.

Una vez en el espacio libre, los impulsores verticales funcionaron a todo rendimiento y, en un abrir y cerrar de ojos, salieron de aquella zona peligrosa y, más tarde, de aquella niebla artificial que les envolvía.

Mientras, Albert y Dick no permanecieron inactivos. Se encargaron de que los dos personajes que fueron a recibir a los recién llegados, y el capataz, quedaran bien sujetos y sin posibilidades de molestar.

—Luego, atendieron al anciano, al que le practicaron la primera cura.

La herida era de gravedad, pero tenían la esperanza de llegar a tiempo a la base para alejar todo peligro.

Los dos jóvenes fueron recuperando el conocimiento y, al ver a Dick y a Albert, una interrogante se plasmó en sus ojos.

Dick les tranquilizó:

—Nada teman. Están a salvo.

Uno de ellos preguntó, aún con brumas en su mente:

—¿Y nuestro jefe...? ¿Y las doncellas...?

—Su jefe está aquí, le han herido. En cuanto a las doncellas, no sabemos nada.

El otro joven se levantó y, al darse cuenta de que estaban por los aires, preguntó, extrañado:

—¿Quién pilota la astronave?

Jake le aclaró:

—Nuestro comandante.

El joven se sacudió la cabeza, para manifestar luego:

—No comprendo... ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son ustedes?

—Cuando se despeje un poco más, le explicaremos qué ha pasado. En cuanto a la segunda pregunta, bástale saber que somos amigos.

Al anciano lo acomodaron convenientemente, y los dos jóvenes, ya completamente despejados, se aproximaron a su jefe y, con respeto, le preguntaron:

—Señor..., señor..., ¿cómo se encuentra?

—Un poco fatigado, hijos míos... ¿Y las muchachas...?

—¡Ah, las muchachas...! No han salido de la astronave, señor.

El anciano pareció esbozar una sonrisa de satisfacción, y perdió el conocimiento.

Jake y Dick se miraron, y el primero les preguntó a los jóvenes:

—¿Es que hay muchachas a bordo?

—Sí, señor. Las que nos exigían, además del precio estipulado por la mercancía. Vengan y las verán.

Un joven se quedó junto al anciano, y los dos capitanes siguieron al otro hacia un piso inferior de la astronave.

Abrió una puerta blindada y, ocupando sus asientos, habían diez hermosas jóvenes en cuyos rostros, al ver a los visitantes, se reflejó el terror.

El joven que les acompañaba, les aclaró:

—No temáis, son amigos y, por lo tanto, no seréis entregadas a esos facinerosos.

Las muchachas casi lloraron de alegría, y se levantaron para ver más de cerca a Jake y a Dick.

Ellos quedaron maravillados ante la extraña belleza de aquellas jóvenes, y correspondieron con una sonrisa' a sus muestras de gratitud.

Mientras tanto, el comandante Albert Hegel, una vez tomada altura, enfiló la nave rumbo a la base de Riversun.

La astronave fue detectada por una de las patrullas de vigilancia, quien pidió la identificación correspondiente.

Albert contestó con la clave por la cual se identificaban, y añadió:

—Soy el comandante de la patrulla especial de mando. Mantengan en estrecha vigilancia esta zona, y recabe la ayuda de otras patrullas, si descubren algo.

—A la orden, señor.

En aquellos momentos apareció en la cabina de mando uno de los muchachos quien, al mirar la pantalla, advirtió, alarmado:

—Nos están siguiendo, señor.

—No tema, es una patrulla de vigilancia amiga. Y bien... ¿Ya han despertado de su sueño?

—Sí, señor. Le estamos muy agradecidos...

—¡Bah! No tiene importancia. ¿Cómo sigue el señor mayor?

—Dentro de la gravedad, su estado es estacionario.

—Procuraremos llegar cuanto antes a la base para que le atiendan convenientemente.

—¿Nos llevan prisioneros?

—Ni mucho menos. En realidad, a nosotros quienes nos interesan son los que están maniatados.

—Así ¿podremos irnos cuando queramos?

—Una vez aclaradas las cosas, y si no tienen nada que ver con estos forajidos que llevamos a bordo, no habrá impedimento alguno.

—Gracias, señor. Es lo que quería saber.

—¿Por dónde andan mis compañeros?

—Han ido a visitar a las muchachas.

—¡Cuernos...! Sí que se necesita frescura...

—¿Cómo dice, señor?

—Bueno, no me haga caso. Es una expresión mía.

—¿Quiere que me haga cargo de la astronave, y va con ellos?

Albert le miró, un poco receloso, y el joven pareció comprender, aclarándole:

—No voy a tratar de desviarme de la ruta que lleva, señor. El anciano herido es mi padre, además de nuestro jefe. Quiero llegar cuanto antes adonde usted ha dicho para que le atiendan.

Albert correspondió con nobleza a aquella aclaración:

—Perdone mi síntoma de desconfianza, pero póngase en mi sitio...

—Señor, le comprendo perfectamente. No tiene por qué excusarse, cuando somos nosotros los que tenemos que estarles agradecidos.

El muchacho se hizo cargo de la astronave, y el comandante le indicó:

—Siga el rumbo fijado. Si se presenta alguna novedad, me avisa en seguida. De todos modos, volveré cuanto antes.

—Así lo haré.

Albert, primero que todo, se fue a ver al anciano.

A éste lo encontró más animado. Había recobrado el conocimiento de nuevo, y parecía más tranquilo.

Quiso hablar, pero el comandante se lo impidió:

—No diga nada, señor. Pronto llegaremos a la base, en donde se le podrá dar toda clase de cuidados.

El otro muchacho permanecía al lado del herido para atenderle.

Luego de darle unos golpecitos al hombro, Albert se dirigió hacia donde estaban las jóvenes.

Las encontró departiendo alegremente con sus compañeros, quienes, al verle aparecer, presentaron:

—Nuestro comandante y jefe, a quien directamente deben el rescate de quienes las querían para ellos.

Las muchachas le sonrieron, agradecidas, y él correspondió con una inclinación de cabeza, a modo de saludo general.

También quedó gratamente sorprendido por la belleza de aquellas criaturas, que resultaban muy agradables, aunque, eso sí, sin tener punto de comparación con la hermosura de Sadie. " .

Estas muchachas eran más bien bajitas, proporcionadas, pero daba la impresión que el desarrollo no se había efectuado del todo en ellas.

Dirigiéndose a ellas, se excusó:

—Deben perdonarme que les prive de la compañía de mis compañeros, pero les voy a necesitar, puesto que estamos a punto de llegar a nuestro destino. Ustedes, por favor, permanezcan donde están.

Y dirigiéndose a Jake y a Dick, a quienes parecía no agradarles mucho abandonar tan grata compañía, les invitó: —¿Vamos...?

Le miraron, y casi al unísono, contestaron con marcado malhumor:

—Sí, señor. ' - "

Dejó que pasaran y, por último, salió él, no sin antes hacer una inclinación de cabeza, a modo de despedida.

Las jovencitas correspondieron con una amplia sonrisa.

Una vez quedaron a solas, Albert les increpó: ,

—Desde luego que sois un par de carotas. Yo, bregando con la nave para que los señores lleguen a feliz término, y ellos entretenidos como un par de gallitos entre hermosas gallinitas... . '

—Nosotros, lo único que hacíamos era consolarlas para que se les pasara el susto...

Se justificó Jáke, a lo que Albert le replicó: —Ya veremos cuando Mary sepa que su pajarito estaba departiendo con una bandada de pajaritas, encontradas en el aire.

—Tú no harás eso, Albert. Siempre hemos sido buenos amigos, y esto sería una mala faena. Aunque no lo parezca, ella es muy celosa, y es capaz de cualquier cosa.

Dick estaba disfrutando de lo lindo, viendo los apuros que estaba haciendo pasar el comandante a Jake, pero a éste también le tocó el turno:

—Y a ti, Dick, ¿no te da vergüenza? Me parece que tendrás que emular a Romeo para justificar tu infidelidad ante Kate.

—Nosotros no hemos hecho nada, no tienes pruebas de ello.

—Pero si poníais los dos una cara de alelados que sólo faltaba que os cayera la baba...

Siguieron al comandante, y fueron a ver cómo estaban los prisioneros.

Estos permanecían en los lugares que les habían dejado, separados unos de otros, y sujetos de pies y manos a unos barrotes del armazón de la astronave.

Les miraron con odio, y uno de ellos manifestó:

—Esto que habéis hecho os costará caro. Tendréis que suplicarme de rodillas que os dé muerte.

Albert le miró, despectivo, y ni se molestó en contestarle. Luego que se cercioró de que las ligaduras estaban en orden, se dirigió a la cabina de mando para hacerse cargo de la astronave, y efectuar el aterrizaje en la base, ya que faltaba muy poco por llegar.

 

                                   CAPITULO XII

 

En la base de Riversun se habían tomado toda clase de precauciones y, más concretamente en el hangar número tres, donde iría a aterrizar el comandante Albert Hegel

El general George Decker se consumía de impaciencia por ver llegar a sus muchachos, y que le pusieran al corriente, con profusión de detalles.

Además de la guardia correspondiente, había también montado un equipo quirúrgico móvil, por si era necesario intervenir inmediatamente al herido que llevaban a bordo.

Todas estas medidas se adoptaron por orden del jefe de la base, inmediatamente después que recibió la comunicación del comandante.

La astronave ya se divisaba y, con majestuosa suavidad, fue descendiendo verticalmente frente al hangar número tres, para luego introducirse en el mismo.

El comandante Albert Hegel y los capitanes, Jake Clark y Dick Fuller, aparecieron ante el general, con una indumentaria que no correspondía a su categoría, puesto que todavía llevaban la que les sirviera para solicitar trabajo.

El general les recibió con el beneplácito del padre que ve aparecer a sus hijos, tras una larga ausencia.

Dejando aparte el protocolo de la disciplina militar, les abrazó, gozoso.

Inmediatamente, se ocuparon del anciano herido, al que trasladaron al hospital de la base, junto con los dos jóvenes, que no quisieron separarse de él.

En cuanto a las muchachas, fueron debidamente atendidas por el personal femenino.

Referente a los prisioneros, fueron conducidos a buen recaudo, en celdas especiales y fuertemente custodiados, para ser sometidos posteriormente a los interrogatorios pertinentes.

De la mercancía que llevaban a bordo, unas muestras fueron mandadas al laboratorio para su estudio.

Después que hubieron concluido con todos estos menesteres, se dirigieron al despacho del general para rendir cuentas de todas sus andanzas.

El jefe de la base no perdía palabra de cuanto le expusieron, y en más de una ocasión les felicitó, sobre todo a Albert, por su acertada idea de investigar en el lugar mismo donde descubrió aquel vehículo en su incursión.

Llegaron al momento de la aparición de la astronave. Albert tenía la palabra:

—Habíamos ocultado en el vehículo una muestra de aquello que cargamos, y ya nos disponíamos a partir, cuando dieron contraorden al aterrizar una astronave, reclutándonos de nuevo para su carga.

Luego se extendió en la entrevista poco amistosa que sostuvieron, y continuó:

—Entonces sospeché que la ocasión se nos podía presentar, dado que aquella discusión iba a más, y advertí a Clark y Fuller que estuvieran preparados para secundarme, en caso necesario.

—Y así fue, señor. El follón se organizó, y nos lanzamos sobre ellos, a indicación de Albert... Perdón, del comandante.

El general ni siquiera se dio cuenta de aquella familiaridad de Jake, o si se la dio, no le concedió la menor importancia.

Albert tomó de nuevo la palabra:

—Vislumbré que, si aquello nos salía bien, teníamos la oportunidad de apresar a los responsables de aquel tinglado o, por lo menos, los que hasta aquel momento habían dado la cara; la posibilidad de llevarnos con nosotros la mercancía transformada; el poder averiguar quiénes eran los de la nave visitante, y qué relación pudieran tener con los que habían ido a visitar y, por último, contar con un medio rápido para salir de allí.

—Muy bien pensado y planeado, Albert. Te felicito de corazón.

—No solamente se debe a mí el éxito, señor. Sin mis compañeros, no hubiera sido posible.

—Diga que no, señor. Al comandante le corresponde toda la gloria —expuso Dick.

—Bueno, dejémoslo a todos por igual —cortó el general, para preguntar a continuación—: ¿Habéis averiguado de dónde proceden los propietarios de la astronave con la que habéis venido?

—Mantuve un largo coloquio con uno de los muchachos. Procede del planeta Nolispe, perteneciente a la convecina galaxia.

—¿Y cómo han venido a parar a nuestro planeta?

—Según me ha manifestado, su planeta carece de hierro, y esto es vital para ellos, ya que éste y sus derivados los precisan para construcción, abonos y, lo que es más importante, medicamentos ferruginosos, sin los cuales morirían la mayor parte de sus habitantes.

—¿Es que no tienen minas?

—Carecen por completo de ellas. Y lo que en un principio fueron honrados comerciantes, con quienes trataron los suministros, luego fueron más exigentes, hasta llegar al colmo de pedir, además del pago excesivo, la entrega de diez doncellas por cada remesa de esencia de hierro, o sea las barras que embarcaban.

—¡Qué barbaridad...! ¿Y cómo han consentido estos tratos, que nos remontan a épocas bárbaras de la historia?

—Esta misma pregunta se la he hecho yo, señor. Pero su contestación, aunque lamentable, tiene su lógica. De no acceder a las exigencias de sus proveedores, la mortandad era general. Así, al menos, el sacrificio de diez criaturas aseguraba la vivencia de los demás habitantes, durante un período.

—De todos modos, no deja de ser una atrocidad.

Manifestó el general, a tiempo que se sacudía la cabeza, como si espantara una mosca.

Al cabo de un poco, cómo siguiendo el hilo de sus pensamientos, manifestó:

—Y otra cosa... ¿Por qué no recurren a otros de su galaxia, para que les concedan el suministro honradamente?

—Porque los pocos yacimientos existentes, de donde podían sacar la materia prima, ya se extinguieron, o los que quedan los quieren para ellos mismos, y los defienden con su vida.

—Claro y, por lo tanto, han tenido que recurrir a desaprensivos. ¿No es eso?

—Exacto, señor.

—¿Y por qué han tenido que afincarse esos individuos en nuestro planeta?

—Deduzco, señor, que han descubierto un lugar idóneo para su productivo negocio, puesto que lo que nos sobra es precisamente chatarra.

—Otra pregunta. ¿Qué relación puede tener todo esto con la destrucción de bases e incluso ciudades?

—La única relación lógica que alcanzo a ver es que, con las destrucciones, se aumentan las reservas de chatarra y, por lo tanto, a mayor producción, mayor venta.

El general se quedó mirando al comandante, y manifestó :

—Pues, Albert, puede que hayas dado con el enigma de la cuestión. Después de cuanto me has dicho, no me cabe la menor duda de que es el fin que persiguen.

La conferencia todavía se prolongó sobre cuestiones aclaratorias de lo que ya habían tratado y, posteriormente, sobre el plan de operaciones para ocupar aquella factoría, y la destrucción de las naves que llevaban a efecto aquellos ataques devastadores.

Después de llegar a su alojamiento y cambiarse de indumentaria, Albert se disponía a salir de nuevo para ir a interesarse por el estado en que se hallaba el anciano, cuando recibió una llamada.

—Albert, soy Sadie.

—¡Ah...! Dime, dime...

Su sorpresa fue enorme cuando, en vez de escuchar la voz de su amada, fue la de un hombre, quien le dijo:

—Comandante. Si quiere encontrar con vida a su chica, y que su base no sea arrasada conjuntamente con otras, debe entregarnos a los tres prisioneros que usted capturó.

Albert se quedó paralizado y, para ganar tiempo, adujo:

—Los prisioneros no están bajo mi jurisdicción. Yo no puedo entregarlos...

—Si a medianoche no los entrega en la playa que hay frente al club Rome, allí encontrará el cadáver de la muchacha. ¡Ah! Debe venir usted solo, acompañado de los tres prisioneros. Si trata de apostar gente a su alrededor, igualmente se dará muerte a su bella novia.

Y acto seguido, cortaron la comunicación.

—¡Oiga! ¡Oiga...! ¡Malditos cobardes...!

En el momento de volverse, vio que allí estaba el hijo del anciano, que iba a visitarle para expresarle las gracias.

Al notar su estado de excitación, le preguntó:

—¿Le sucede algo, señor?

No se pudo contener, y contestó:

—Que esos canallas tienen de rehén a mi novia, y me han amenazado con darle muerte, si no entrego a los prisioneros...

El muchacho, sin dudarlo un momento, le expuso:

—Puede disponer de mi compañero y de mí para lo que sea. Le debemos la vida y la de los nuestros. Gracias a usted, mi padre está fuera de peligro, y es justo corresponder a quien se ha expuesto por nosotros.

—Gracias, gracias... Es muy de agradecer su ofrecimiento, pero...

El rostro de Albert se iluminó y, como a quien se le ocurre una idea momentánea, exclamó :

—¡Ya está...! Sí, claro, esto puede dar resultado... Acepto su ofrecimiento, muchacho. Venga conmigo.

En unos alojamientos próximos al suyo, estaban Jake y Dick, a los que dijo:

—Vamos a entrevistarnos con el general. Han sucedido novedades.

—Pero, hombre, ahora que nos disponíamos...

—Dejaros de monsergas. Es una orden. Sus compañeros nunca le habían visto en aquel estado de excitación y, mucho menos, valerse de su rango para que le obedecieran.

En silencio, le siguieron por los pasillos, y más bien parecía una marcha gimnástica que andar normalmente.

El tenía libre acceso a las dependencias del general, sin tener que solicitar audiencia.

—¿Qué pasa, Albert? Te veo muy acalorado.

—Señor, esos canallas han dado señales de vida.

—¿Qué ha sucedido?

Albert le explicó la conversación mantenida, y todos quedaron consternados, por la suerte que pudiera correr Sadie.

El general dijo:

—No se han dormido, desde luego... No habrá más remedio que entregarlos.

—Señor, se me ha ocurrido un plan, que puede dar un resultado apetecido, con la colaboración de este muchacho, que es el hijo del anciano herido del planeta Nolispe.

Entonces, el general reparó con él, y manifestó:

—Tanto gusto. ¿Cómo sigue su padre?

—Fuera de peligro, gracias a ustedes.

El general, mirando de nuevo a Albert, le invitó:

—Bien, expón el plan que has urdido y, si es factible, cuenta con mi aprobación. Pero antes que todo, ¿te has asegurado de que tu novia no está en casa?

—No.

—Pues ¿a qué esperas?

La llamó, y una voz contestó:

—No, no está. Han venido a buscarla dos compañeros del comandante Hegel.

—¿Quién es usted, señora?

—Soy su madre. ¿Y usted?

—El comandante Hegel...

—¿Sucede algo?

—No, no se preocupe. Si tardamos un poco, no pase pena. Es que tenemos una reunión...

Y tras despedirse, cortó la comunicación, diciendo a Albert:

—Desgraciadamente, ya no me cabe la menor duda de que es cierto que la tienen en su poder. Mi plan es, primero que todo, redoblar las patrullas de vigilancia, y después...

Fue exponiendo lo que había pensado, y al final, el general manifestó:

—Me parece muy bien cuanto has dicho, y no estaría de más que te llevaras un piquete de apoyo.

—Perdone, señor. Es de esperar que tendrán establecida su vigilancia, y han fijado la condición de que vaya solo con los tres prisioneros. Nosotros nos bastaremos para solucionar la cuestión.

—De acuerdo... Dios quiera que no tenga que arre- pentirme de dar mi consentimiento ante idea tan descabellada.

—Todo saldrá bien, señor.

—Es la única esperanza que me queda, pero hasta que todo no se haya resuelto, no estaré tranquilo.

 

                              CAPITULO XIII

 

Las celdas de seguridad donde se hallaban los prisioneros, estaban muy concurridas, aunque ni el mismo centinela, apostado fuera de ella, estaba enterado.

Por unos pasadizos secretos, el comandante, los dos capitanes y el muchacho, habían llegado hasta la misma.

Los prisioneros allí confinados, fueron trasladados a otra celda, a prueba de ruidos, y, una vez en ella, el comandante Albert Hegel les ordenó:

—Despojaros de todo el atuendo que lleváis, y poneros ese otro.

Les dio unos uniformes de tropa para sustituir a la ropa que llevaban.

En un principio, se resistieron, pero no tuvieron más remedio que doblegarse a las exigencias del comandante.

Jake y el muchacho se pusieron las ropas de aquellos dos que salieron a recibir a la nave de Nolispe, y Dick, la que llevaba el capataz.

Una vez ya con el ropaje sustituido, Jake, Dick y el muchacho fueron a ocupar la celda que ocupaban en un principio los prisioneros, y los auténticos quedaron en aquélla, a prueba de ruidos.

El comandante abandonó el lugar, por los pasadizos secretos.

A las; once en punto, el comandante Albert Hegel, acompañado del oficial de guardia, a quien le había mostrado una orden expresa del general para hacerse cargo de los prisioneros, se presentaba ante la celda, que fue abierta por el mismo oficial de guardia.

Ayudado por éste y dos números, los prisioneros fueron esposados y vendados los ojos.

Luego los escoltaron hasta un vehículo de la base y, una vez acomodados, el comandante se fue con ellos.

Una vez fuera de la base, Albert comentó:

—Bueno, me parece que las cosas las hemos hecho bien y, de tener algún espía, a estas horas estarán enterados de que vamos, mejor dicho, voy solo con los prisioneros.

—Desde luego, estás en todos los detalles, Albert. ¿Y por qué no nos quitas las esposas y la venda? Eso de ir sin saber por dónde, me pone nervioso.

—Un poco de paciencia, Dick. Ignoramos si nos siguen; si paro, puede dar lugar a sospechas, y todo el plan se irá al traste.

—Tienes razón, Albert.

—Lo tengo todo previsto, no podemos entretenernos. En cuanto lleguemos, antes de bajar, os abriré las esposas, pero mucho cuidado de que no se os caigan.

—Por la cuenta que nos tiene... De descubrir el engaño a tiempo, supongo que no nos obsequiarán con golosinas.

—Desde luego, Dick, me espanta tu clarividencia. Vas a dejar maravillado a nuestro invitado. ¿Verdad, muchacho?

El aludido, siguiendo la broma, contestó:

—Por supuesto.

Llegaron al punto donde debían de apearse. El momento crucial se iba a producir.

Albert abrió las cerraduras de las esposas, y luego, con voz brusca, les ordenó:

—Caminad juntos delante de mí.

Dieron unos pasos, y Albert les advirtió:

—Cuidado ahí, que hay un poco de desnivel. No os vayáis a romper las narices.

Con tiento, salvaron el desnivel, y ya pisaban la arena de la playa.

—Adelante y recto.

Siguió guiándoles Albert y, en voz alta, para que fuera oído por los que estaban esperando.

En la playa existía cierta claridad; no era una noche cerrada.

A lo lejos distinguió unas sombras, que se iban aproximando a ellos.

Poco después, ya pudo definir que aquel grupo estaba formado por tres hombres y una mujer.

Bajando la voz, les dijo:

—Ya los tenemos ahí.

Cuando estuvieron a una distancia de cinco o seis pasos los que llevaban a Sadie, uno de ellos dijo:

—Alto, quietos ahí. Entréganos a nuestros hombres.

Albert les contestó:

—No iréis a creer que sea tan incauto, ¿verdad? En- tregadme primero a la señorita. Os advierto que a vuestros hombres los tengo esposados y vendados sus ojos. Una vez tenga conmigo a la señorita, entregaré las llaves a uno de ellos y, cuando nos hayamos alejado, os podéis quedar con ellos.

El que habló en el grupo oponente, volvió a tomar la palabra:

—Me parece, comandante, que no te has dado cuenta de que estás en inferioridad de condiciones.

—Precisamente por pensar en ello, he tomado mis precauciones.

—¿Y si matamos a tu chica, y luego a ti?

—En tal caso, también sucumbirán vuestros hombres. Los tengo encañonados.

Parecieron deliberar un poco y, al cabo, dijo el portavoz del grupo:

—De acuerdo. Te mandamos a tu chica.

La tensión del momento estaba en su punto álgido.

En efecto, una silueta de mujer se fue aproximando a ellos y, a poco, Albert reconoció a Sadie, quien, momentos después, se abrazó a él. .

—¡Oh, Albert...! ¡Qué pesadilla...! ¡Huyamos, nos matarán...!

—Tranquilízate, querida. No harán tal cosa.

Y  después, simulando que se sacaba algo de los bolsillos, manifestó:

—Aquí os dejo las llaves. Vuestros compinches os librarán de las esposas.

Y  retrocediendo de lado para que vieran que vigilaba al grupo, y llevando a Sadie cogida por la cintura, se fue alejando.

A los pocos pasos, la muchacha gritó:

—¡Cuidado, Albert!

Dos sombras se les precipitaron encima, y sólo tuvo tiempo de dar un empellón a Sadie y propinar un golpe al que iba por él.

Sadie conservó el equilibrio y, con admiración, Albert pudo ver la soltura conque iba propinando golpes de judo a aquel inesperado atacante.

Más tranquilo, al ver que Sadie se defendía sola, se dedicó de lleno al que le correspondía.

Los del grupo, que hasta entonces permanecieron en su sitio, corrieron para liberar a sus compañeros, y cuál fue su sorpresa al ver que Jake, Dick y el muchacho, desprendiéndose de la venda de sus ojos, les recibían no precisamente con un abrazo amistoso.

La lucha sorda se prolongó por unos segundos, y al final cuatro hombres yacían, inconscientes, en la arena. Uno de ellos había logrado huir.

De regreso hacia la base, Albert le dijo, jocoso, a Sadie: —Supongo, querida que, para un futuro próximo, te olvidarás de tus artes de lucha. Al pobrecillo lo has dejado hecho un guiñapo, y no quisiera verme expuesto a tus habilidades...

Ella le sonrió, feliz, contestándole:

—Si no me das motivos...

 

 

                                              * * *

 

La celda de seguridad se vio concurrida por cuatro nuevos inquilinos; los «liberadores frustrados», como los denominó, muy apropiadamente, Albert.

El comandante demostró tener buena psicología, y todo se desarrolló tal como había predicho.

El muchacho del planeta Nolispe no cabía en sí de 1 satisfacción, por haber podido ser útil a sus salvadores, como les decía.

La verdad es que luchó como un valiente y, aunque recibió lo suyo, redujo al que le tocó en turno.

Estaba amaneciendo, y todavía estaban comentando los acontecimientos, cuando de control llamaron al comandante, diciéndole:

—Comandante, un mensaje de la patrulla de vigilancia AB-304. Avistada nave sospechosa.

—Que no la pierdan de vista. Vamos para allá.

Se despidió rápidamente de Sadie, quien le recomendó tuviera cuidado y, momentos después, estaban por los aires el comandante y los dos capitanes.

En ellos se notaba la satisfacción de encontrarse en su medio ambiente.

Sus astronaves surcaban el espacio a la máxima velocidad que podían desarrollar sus potentes motores.

Albert estableció contacto directo con la patrulla de vigilancia:

—Patrulla especial de mando a patrulla AB-304. ¿Cómo va eso, muchachos?

—Seguimos controlando la astronave, aunque hay  momentos que desaparece.

—En seguida estamos con vosotros.

—Llevan rumbo hacia nuestro astródromo.

—Avise que lo desalojen. No sería extraño que intentaran atacarlo.

—A la orden.

Como ya fue característico en cuantas ocasiones se diviso a la astronave aquélla, el firmamento estaba poblado de nubes.

Sin saber por qué, Albert asoció esta circunstancia a lo que vio cuando fueron con el transporte a aquella factoría. Allí también había un exceso de nubes, pero provocadas artificialmente.

En su pantalla ya habían aparecido las naves que constituían la patrulla de vigilancia, y otra de tamaño más grande.

Ya faltaba poco para darle alcance.

Una llamada de angustia de la patrulla AB-304 fue captada por ellos, en aquel instante:

—Patrulla especial de mando. Señor, la astronave ataca el astródromo...

En efecto, por uno de los claros se vio allá abajo grandes penachos de humo y explosiones.

Albert les ordenó:

—Centren el fuego sobre la astronave.

—Ya lo hemos hecho, pero desaparece tras una nube, y no conseguimos nada.

—Estamos ya en posición de ayudarles. ¡Ahí va!

En efecto, se vio la astronave con toda claridad, y la patrulla AB-304 se lanzó en picado.

Más, al momento, la astronave desapareció en una nube, e incluso de la pantalla de rastreo.

El jefe de la patrulla AB-304, desesperado, dijo:

—Nos vamos a meter en la nube; no puede escapar.

A Albert no le dio tiempo a impedirles que lo hicieran y, acto seguido, tres llamaradas se divisaron a través de aquella nube.

Albert llamó:

—Patrulla AB-304. ¿Qué ha pasado?

Repitió la llamada tres o cuatro veces, sin resultado alguno.

Jake dijo entonces:

—Albert, voy a ver lo que ha pasado,

—¡Quieto, Jake!

Dick dijo, en aquel momento:

—¿Por qué, Albert? Es el único medio de averiguar lo sucedido.

—Y de volar hechos pedazos por los aires, también. Seguidme en mis maniobras, y observad. Fijaros bien en las características de la nube donde se han originado las explosiones.

En efecto, difería en color, de las demás que la rodeaban.

Albert disparó un proyectil, y controló el tiempo, El resplandor, al estallar, se vio dentro de la nube.

—¿Os habéis fijado? —les preguntó.

—Sí. ¿Quieres decir que se oculta ahí dentro?

—Pudiera ser. Vamos a hacer otra prueba.

Las tres astronaves de la patrulla especial de vigilancia, se mantenían a la altura de aquella nube, y a una prudencial distancia.

Albert efectuó otro disparo, y el resultado fue idéntico,

Dick manifestó:

—Pero eso no puede ser; ya hubiera tenido que caer derribada.

—Eso sería lo normal. Deben tener un escudo protector y un campo magnético, que anula el sistema de nuestros mecanismos de rastreo, puesto que, por lo menos yo, nada veo en la pantalla.

—Ni yo.

—Y yo tampoco.

—Por otra parte, fijaros que se mueve a gran velocidad. Luego se han dado cuenta de que les tenemos atrapados.

En efecto, cambiaban continuamente de posición, entre aquel enjambre de nubes, pero, por más que lo intentaban, no lograban zafarse de la vigilancia del comandante y sus camaradas.

El comandante Albert Hegel ordenó, en aquellos momentos :

—Preparad los proyectiles Clave X y, cuando os diga, dispararemos los tres.

Al cabo de un momento, comunicaban:

—Capitán Fuller a comandante. Preparado.

—Capitán Clark a comandante. Listo.

—¡Atención, atención...! ¡Ya!

Al instante, tres potentes estallidos se dejaron oír, y la nube aquélla se desgajó como una masa de algodón, dejando al descubierto una enorme astronave, en la que se fueron produciendo sucesivas explosiones para al final quedar totalmente desintegrada.

La nube de la muerte, como fue bautizada por los que sufrieron sus consecuencias, fue la tumba de los facinerosos que utilizaron aquel ingenio, en aras de la destrucción y el lucro.

El comandante Albert Hegel se limitó a transmitir:

—Comandante de la patrulla especial de mando, a base Riversun: Destruida la nube de la muerte.

El recibimiento que les dispensaron, a la llegada al astródromo de Riversun, fue apoteósico.

Aparte del general y compañeros de armas, se encontraban las jóvenes del planeta Nolispe, y sus muchachas respectivas, a quienes había avisado Sadie, que no se movió de la base, esperando el regreso de Albert.

El general les dijo:

—Enhorabuena, muchachos. Vuestro éxito ha sido coronado también por la ocupación de la factoría de esos facinerosos. Los suministros al planeta Nolispe, y a cuantos lo deseen, serán normales.

Más tarde, Sadie, Mary y Kate, estaban reunidas con sus respectivos novios, y la primera les anunció:

—Hemos acordado, por unanimidad, que, de aquí en adelante, volaremos con vosotros. Hay demasiadas pajaritas en el espacio...

                                              FIN

 

 

 

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Corresponderá el premio al participante cuyo cupón coincida con el número que obtenga el primer premio de la Lotería Nacional del día 25 de agosto para todos los cupones recibidos hasta el 12 de agosto y con el que coincida con el del día 15 de noviembre para todos los recibidos desde el 13 de agosto al 5 de noviembre.

Fechas de precinto de los cupones recibidos: 24 agosto y 14 noviembre.

Fecha de desprecintaje, de desempate si lo hubiere y entrega de los premios: 27 agosto y 16 noviembre.

Sólo podrán participar en este sorteo las personas residentes en cualquiera de las provincias españolas, quienes podrán mandar tantos números como cupones reúnan.

Los empleados de Editorial Bruguera S. A. no pueden participar en este sorteo.

En el espacio de tiempo comprendido entre la fecha de cierre de recepción y la de precinto se clasificarán todos los cupones por orden de números.

Los actos de precintar y desprecintar las cajas, el sorteo de desempate si lo hubiere y la distribución de premios serán públicos y efectuados ante notario en los locales de la Editorial, calle Camps y Fabrés, núm. 5 —BARCELONA—, pudiendo asistir a ellos todos los participantes que lo deseen sin necesidad de invitación.

Si ningún cupón coincidiese con el primer premio de la Lotería Nacional, en las fechas indicadas, los premios se adjudicarán al número más próximo, sea anterior o posterior. En ningún caso, pues, dejará de haber ganador.

De existir más de un acertante se efectuará sorteo de desempate entre ellos ante el mismo notario.

Si el premio correspondiese a una persona menor de edad, el importe del mismo será entregado a sus padres o tutores legales.

Todo cupón roto o enmendado, sin firmar o sin que consten todos los datos solicitados quedará fuera de concurso.

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Los ganadores que elijan la opción del piso y el coche deberán tener presente que Editorial Bruguera, S. A. sólo se compromete a efectuar por este concepto un desembolso que comprendidos todos los gastos no supere el millón de pesetas.

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