CAPITULO PRIMERO
La señal de alarma sonó inesperadamente y, acto seguido, estallidos por doquier.
Voces de mando, gritando:
—¡Cada cual a sus puestos...!
El confusionismo era enorme.
La ciudad, próxima al astródromo, estaba envuelta en llamas, y en el mismo astródromo comenzaban a producirse.
Toda clase de defensas apuntaban hacia el firmamento .
—¡Disparad, disparad...!
—Pero ¿adónde,..?
Era la pregunta que repetían, puesto que no sabían contra qué o contra quién tenían que hacerlo.
Sin embargo, los proyectiles que producían aquellos estragos procedían de alguna parte, puesto que las explosiones eran reales y, por doquier, se podían apreciar los desperfectos que originaban.
Los pilotos de aeronaves se aprestaban para llegar a sus máquinas.
Muy pocos lo consiguieron y, al elevarse, sucumbían con sus aparatos, antes de tomar altura, o estallaban en el aire con una llamarada, cuyo resplandor se apreciaba a través de las nubes.
El primer edificio que sufrió las consecuencias devastadoras fue donde estaba instalado el control y su correspondiente puesto de mando.
La coordinación de una defensa ordenada era más que imposible.
Cada uno hacía lo que podía, actuando por su cuenta, y disparaban...; sí, lo hacían, pero a ciegas, y sin saber contra qué.
Hubo un momento en que les pareció descubrir algo entre nubes.
Los esfuerzos de los pocos medios de defensa que quedaban, se centraron contra aquel punto...
Desesperadamente, no daban descanso a las piezas
y vomitaban un nutrido fuego continuamente de sus bocas.
Mas la acción demoledora proseguía, y allí, a aquel
ritmo, no iba a quedar títere con cabeza.
El pavor fue cundiendo entre el personal, lo que hacía prever que la desbandada se iba a producir, de un momento a otro.
En efecto, no tardó en producirse, y todos corrían, queriendo huir de aquel infierno.
Los jefes y oficiales daban órdenes por doquier, pero no eran escuchados.
El terror se había adueñado de las huestes, y la única idea que les guiaba era salirse de aquella infernal zona para poder conservar sus vidas.
Los pocos jefes y oficiales que quedaban, a la deses-perada, se hicieron cargo de las defensas, ayudándose unos a otros para atajar aquel alud de destrucción.
Pero era imposible; por momentos, las defensas iban quedando en silencio, hasta que de lo que se consideraba un inexpugnable baluarte y flamante astródromo, capaz de resistir cualquier ataque, sólo quedaban desolación y destrucción.
Las pérdidas eran cuantiosas, tanto humanas como materiales.
Cuando hicieron acto de presencia los refuerzos solicitados, allí ya no tuvieron nada que hacer, puesto que el ataque cesó tan bruscamente como se inició, y el daño producido era un triste hecho.
En posterior investigación, se comprobó que cierto material de hierro desaparecía, sin quedar rastro del mismo.
Se daba el caso de que grandes depósitos de chatarra quedaban reducidos casi a la nada, pero a esto no se le concedía la menor importancia, puesto que se achacaba a que había quedado todo consumido, a consecuencia de la gran potencia calorífica desarrollada por las explosiones.
* * *
La situación había llegado a un extremo harto delicado.
La autoridad competente así lo entendió y, de no poner término a estos desmanes, que periódicamente se iban produciendo, el pánico cundiría en el planeta Tierra.
Se convocó una Asamblea, con participación de los cinco continentes, con personal idóneo, capacitado para deliberar sobre el problema que se había suscitado.
Por más que se discutió, no se llegó a una conclusión que fuera de la satisfacción de todos los allí reunidos.
En vista de que la polémica se prolongaba, sin llegar a una solución efectiva, el personaje más representativo de aquella Asamblea propuso que se encargara el asunto al general jefe de la Defensa del Planeta Tierra, George Decker.
Tras deliberar la propuesta, al fin, por unanimidad, dieron conformidad a la designación del caso a dicho general.
A consecuencia de ello, el general Decker, tras recibir el «encargo», como él decía, se hallaba reunido con sus más directos colaboradores para planificar el camino a seguir.
Todas las bases fueron alertadas, con la orden tajante de que transmitieran inmediatamente cualquier irregularidad, por insignificante que fuera.
El espacio aéreo, tanto terrestre como extraterrestre, era rigurosamente controlado sin que, al menos teóricamente, ningún vehículo espacial pudiera librarse de su correspondiente identificación.
Transcurrieron unos días en calma, lo que les hizo concebir que las medidas adoptadas estaban dando el fruto apetecido.
Pero sus esperanzas se desvanecieron cuando su nuevo astródromo sufrió las consecuencias de un ataque brutal, que le inutilizó por completo.
Las reclamaciones llovían sobre el general Decker, quien, abrumado, se las veía y deseaba para dar toda clase de explicaciones.
El capitán cosmonauta Albert Hegel se hallaba en el despacho del general, requerido por éste, comprobando cómo su jefe se defendía del chaparrón que le venía encima y, en cuanto terminó, dio una orden tajante:
—Llame quien llame..., ¡no estoy para nadie...!
Y cortó la comunicación bruscamente.
Luego, reparando en la presencia del capitán, le manifestó: —Perdona, Albert, pero es que, escuchando toda esa sarta de sandeces, hay para volverse loco o mandarles a paseo para que me dejen en paz...
Hizo una pausa y, luego de pasarse la mano por los cabellos en forma brusca, señal evidente de su malhumor, prosiguió:
—Pero esto ya lo he hecho cuestión de amor propio. Son varios los muchachos que han sucumbido, y esto no puede quedar impune.
—Sí, señor.
—Hay que darles su merecido.
—Sí, señor.
—Si tuviera ante mí al responsable de todo esto, lo estrangulaba sin piedad alguna.
—Sí, señor.
—Por otra parte, soy más que imbécil por haber aceptado una decisión de imbéciles.
—Sí, señor...
—¿Qué...?
—Digo; no, señor.
—A ver si paras más cuenta con lo que dices, o me veré obligado a mandarte al cuerno... de la Luna.
—Sí, señor.
—¿Es que no sabes decir otra cosa?
Inquirió el general Decker, pasándose bruscamente la mano por los cabellos, como quien aparta de sí una mosca. De ahí que entre los oficiales, cariñosamente, le tenían bautizado como el Espanta-Moscas.
Albert Hegel le conocía muy bien, y sabía que, tanto si se callaba o afirmaba, el general tendría que salir con una de las suyas mientras le durara su malhumor, aunque en este estado, afortunadamente, solía ser pasajero, y todos sabían de su gran corazón.
—Siéntate, Albert, y perdona que te haya constituido en el blanco de mis iras.
—No tiene importancia, señor.
Manifestó el capitán, sonriente, al tiempo que se acomodaba frente al general.
—Te he llamado para que, independientemente de las medidas tomadas, seas tú quien se encargue de este asunto. Yo ya me siento cansado.
—No diga eso, señor...
—Déjate de pamplinas. Los años no pasan sin que se tenga que pagar por ellos y, cuando te das cuenta, compruebas que la cotización es hartamente abusiva. Ya llegarás, ya..., si no te descalabras por esos mundos.
—Espero llegar, señor.
—Bueno, volvamos a lo nuestro. Aquí tienes todos los informes que me han entregado. Estúdialos detenidamente, y te concedo carta blanca para todo.
—Gracias, señor, por la confianza que ha depositado en mí.
—No tienes por qué dármelas, puesto que no vayas a figurarte que te voy a dejar dormir sobre los laureles. Has de terminar con este asunto, cuanto antes.
—Procuraré complacerle, pero...
—No hay peros que valgan. Así que, manos a la obra.
Albert Hegel se levantó, saludó militarmente, y salió del despacho del general, con la documentación que le había sido entregada.
Se dirigió al pabellón de oficiales, donde tenía emplazado su despacho, y se dispuso a examinar con detalle los legajos que le habían conferido.
Una vez enterado de su contenido, llamó, para que se reunieran con él, a los también capitanes, Jake Clark y Dick Fuller.
Estos dos últimos habían conseguido el ascenso hacía poco, y debían pasar al mando de su respectiva unidad, pero solicitaron, y se les concedió, seguir a las órdenes del capitán Albert Hegel, con quien iniciaron su carrera, y con el que estaban muy compenetrados.
Jake Clark fue el primero en llegar.
—¿Qué pasa, Albert?
—Casi nada. El general nos ha obsequiado con un «regalito». Toma y ves enterándote.
Jake cogió los papeles que le entregó su compañero, y fue a sentarse, mascullando entre dientes:
—¡Maldita sea...! ¿Es que el Espanta-Moscas no nos va a dejar tranquilos...? ¡Ahora que iba a dedicarme en cuerpo y alma a una deliciosa criatura llamada Mary...!
—¿Nueva adquisición? —inquirió, irónico, Albert.
—¡Ya estás con tus sandeces...! ¡Me revienta que hables con ese sentido comercial...!
—¿Acaso he dicho alguna barbaridad?
—Claro que sí. Lo has dicho de un modo como si hubieras comprado un objeto o un animal,
—Hombre, el haber dicho adquisición ha sido sin ánimo de ofender. Pero..., si analizas la cuestión, no deja de constituir una relación comercial.
—¿Por qué razón?
—Tú, estando en su compañía, ¿qué sacas?
—¡Toma...! Lo que pueda.
—¿Lo ves...? Adquieres miradas, palabras, caricias, compañía, placidez en tus ojos por contemplar algo bello, satisfacción...
En estos momentos, irrumpió en la estancia Dick Fuller, quien miró preventivamente a los dos para manifestar, a continuación, con cara de circunstancias:
—Malo... Esto me huele a «tomate»...
—Y no te equivocas en el guiso; a tomate, y de los gordos.
—Pero, Albert... ¿Es que no nos van a dejar tranquilos una temporadita...?
—Dick, órdenes ? son órdenes, y no hay más narices... que eso. Ya me entiendes, ¿no?
—¡Claro que te entiendo...! Como que en varias ocasiones me he preguntado por qué he sido tan idiota de quedarme con un par de majaderos, y no pedir el traslado a Saturno... Al menos, allí, plácidamente, daría vueltas y más vueltas a su anillo, sin complicaciones ni sobresaltos.
Albert, dirigiéndose á Jake, le preguntó:
—¿Has oído a éste...? ¿No sería mejor que te fueras con una saturnina...?
—¿Quién? ¿Dick...? No hay fémina que le soporte una sola de sus miradas.—¡Ya salió el envidioso de Jake...! Claro, porque con una mirada mía quedan muertecitas.
—Naturalmente, ¡y tanto...! Como que se quedan de cuerpo presente, por el pánico que les infundes... ¿Cuánta comisión te has sacado estos días, de la funeraria, por proporcionarles exceso de clientela femenina?
—Mira, Jake, cierra la boca y no rebuznes, que me vas a romper los tímpanos, con tus estridencias...
Siempre estaban así, cuando las circunstancias se lo permitían.
Luego, Albert le indicó a Jake:
—En cuanto termines, le das esos papeles a Dick para que se entere.
—¿Estás seguro de que sabe leer...? Me temo que el pobrecillo no se va a enterar de nada.
Se adelantó Dick, antes de que pudiera decir algo Albert:
—Lo que me temo es que te los tragues. ¡Bocazas...!
La alusión a su no diminuta fauces, tuvo el poder de sacarle de quicio y, un libra jo que estaba al alcance de su mano, salió disparado hacia donde se encontraba Dick, quien, gracias a un ágil amago, evitó recibir toda la literatura en pleno rostro.
Albert se impuso a Jake y Dick, diciéndoles:
—Guardaros vuestras dialécticas y lanzamientos de proyectiles para mejor ocasión. Ahora, a trabajar un poco.
CAPITULO II
El capitán Albert Hegel, junto con Jake y Dick, estaban patrullando, con su astronave último modelo, un alarde de ciencia astronáutica, propicia para misiones especiales.
Había ordenado que, de los diversos astródromos, se mantuviera una vigilancia continua del espacio, por vehículos adscritos a cada uno de ellos.
Las comunicaciones debían estar centralizadas en la base de Riversun, el astródromo al que pertenecían Albert y sus compañeros.
El centro de control de esta base tenía establecida comunicación constante y directa con la astronave del capitán Hegel, por lo que podía estar al corriente de cualquier novedad, en el momento de producirse.
En aquel instante, captó un mensaje:
—¡Atención Riversun! ¡Atención Riversun...! Aquí patrulla AB-304, encargada vigilancia sector Oeste.
—Adelante AB-304. Riversun a la escucha.
—Interceptada llamada socorro. Situación: latitud, cuarenta grados, longitud, ciento veinte grados. Nos vamos hacia allá. Corto.
Jake y Dick también escucharon el mensaje, y Albert, tras unas anotaciones y cálculos, manifestó:
—Rumbo hacia Nevada.
La astronave enfiló la proa hacia donde el capitán la orientó, y partió, rauda, como una flecha.
—Es mucha la distancia que nos separa —manifestó Jake.
Albert le contestó:
—Lo sé, pero tenemos que hacer los posibles por llegar, si queremos averiguar algo.
Los motores de la moderna máquina espacial funcionaban a pleno rendimiento, y el indicador de velocidades estaba llegando a su límite.
Volaban a un techo alto, puesto que la resistencia del i iré era menor y, por lo tanto, les permitía una velocidad de crucero óptima.
A medida que se aproximaban a la zona indicada, pudieron apreciar una densa cantidad de nubes tormentosas.
Dick manifestó, haciendo uso de la intercomunicación :
—Albert, el punto adonde nos encaminamos está afectado por una fuerte tormenta.
—No importa, Dick, con el sistema de navegación especial, lograremos llegar a nuestro destino.
—De todos modos, creo que sería prudente no aventurarnos en esa zona.
—Ya he dicho anteriormente que es preciso correr ese riesgo. Hay que averiguar algo.
Jake y Dick no replicaron. Sabían que cuando Albert tomaba una decisión era porque anteriormente había calculado todas sus posibilidades y, si se convencía de que era factible la realización de lo que se había propuesto, no había fuerza humana capaz de hacerle desistir.
Por ello, optaron por callar y no contradecirle.
Albert estableció la frecuencia para llamar directamente a la patrulla AB-304.
—¡Atención, atención...! Patrulla especial de mando, llamando a AB-304. Conteste.
Esperó un ratito, sin que recibiera contestación. Repitió la llamada:
—Patrulla especial de mando, llamando a AB-304...
Al momento, se oyó:
—Aquí patrulla AB-304. A la escucha.
—¿Han dado con la nave que ha solicitado auxilio, por mensaje que han interceptado?
—Con esta zapatiesta, cualquiera la localiza. Estamos situados en pleno núcleo tormentoso.
—Pues recurra a los detectores. ¿Han captado algo en ellos?
—Ya lo hemos hecho, y hay momentos en que se ven dos puntos, en otros, uno solo, y en la mayor parte del tiempo, nada. Es para volverse locos; estamos dando bandadas como si navegáramos por un océano embravecido.
—Procuren mantener el contacto. Nos aproximamos en su ayuda. Mantengo comunicación, AB-304.
—De acuerdo, patrulla especial de mando. Será comunicada cualquier novedad.
La astronave del capitán Albert Hegel ya se había introducido en la zona tormentosa.
Allí existían vientos huracanados, lo que continuamente les obligaba a comprobar el rumbo, pues, aunque la navegación automática era la que gobernaba la astronave, Albert no descuidaba el control de los indicadores.
—{Atención, patrulla especial de mando...! Aquí AB-304. Hemos localizado dos naves muy próximas entre sí, por lo que bien pudiera ser que una es prisionera de la otra. No contestan identificación.
—Patrulla AB-304, exijan urgente identificación; de lo contrario, actúen inmediatamente, obligando aterrizaje forzoso. Dentro de unos momentos, estaremos con ustedes,
—Conforme,
Albert tuvo que reducir la velocidad, puesto que, en pantalla, ya tenía localizados a los tres vehículos que componían la patrulla AB-304, y dos puntos más voluminosos, que debían corresponder a las astronaves; la que había solicitado auxilio y la otra.
Hizo uso del código interespacial, en demanda de la correspondiente identificación.
Un silencio absoluto fue la contestación a sus sucesivas llamadas.
Iba a comunicar de nuevo con la patrulla AB-304, cuando un intenso resplandor se apreció a través de las subes, y los dos puntos más voluminosos desaparecieron de la pantalla.
El capitán Albert Hegel y sus acompañantes temieron Se peor. El primero comunicó:
—Patrulla especial de mando a AB-304. ¿Pueden decir qué ha pasado?
—No lo sabemos. Lo más probable es que hayan chocado o han sido alcanzados por algún rayo.
—¿Los tienen localizados en pantalla?
—No, se han esfumado. Pero...
Se originó un silencio para continuar:—Acabo de ver una nave en directo,
—Yo también la tengo localizada, pero en pantalla, patrulla AB-304.
—Vamos a iniciar el ataque,
—Absténgase de hacerlo. Hay que obligarles a tomar! tierra.
—Han hecho caso omiso de los avisos dados.
—No importa. Si los destruimos, no nos servirán de nada.
—Las órdenes han sido...
—Patrulla AB-304, olvide las órdenes que le hayan dado. Bajo mi responsabilidad, rodeen la nave. Yo les cubro, desde más arriba.
—Como guste. Allá usted.
—Sitúen un vehículo a babor, otro a estribor y el tercero a popa de la astronave no identificada. Yo me sitúo encima de la misma.
La nubosidad era compacta, y hasta en la cabina retumbaba el fragor de la tormenta, y las chispas eléctricas les cegaban por momentos.
Los vehículos espaciales, a duras penas, tomaron las posiciones que Albert había ordenado, y, a cargo de él, la de más responsabilidad.
Cuando la tuvieron rodeada, Albert anunció:
—¡Atención, atención nave sin identificar...! Está completamente rodeada. Se le ordena siga rumbo cuarenta y cinco grados Este y en descenso. En el momento oportuno se le indicará el punto donde debe tomar tierra. Conteste recibo mensaje.
El más absoluto silencio.
Iba a repetir las órdenes, cuando comprobó que la nave misteriosa inició y fijó posteriormente el rumbo qué momentos antes le indicara.
Albert había señalado aquella dirección para dejar la tormenta atrás, y poder vigilar la nave directamente, sin tener que recurrir a la pantalla.
Siguiendo la velocidad y dirección que llevaban, pronto alcanzarían los claros, y luego, el firmamento despejado en su totalidad.
Mas cuando todo hacía presagiar que se iba a llegar a feliz término, la nave misteriosa se fue esfumando del control a que estaba sometida por mediación de las pandas de rastreo.
Y llegó un momento en que desapareció por competo...
Albert preguntó:
—Jake y Dick, ¿se ha originado alguna avería en el sistema de rastreo?
Casi al unísono contestaron que no.
—Pues esto no puede ser... Una nave no se esfuma así como así...
Pero sus palabras quedaron desvirtuadas al poco rato.
—Patrulla AB-304, a patrulla especial de mando. La nave ha desaparecido de pantalla. La hemos perdido por completo.
—A nosotros nos ha pasado igual, y no es una aguja, caramba.
Irónicamente, el jefe de la patrulla AB-304 le contestó:
—Pues aun siendo un elefante, el hecho evidente es que se ha perdido todo contacto.
Albert se tragó la indirecta, y ordenó en tono seco:
—Mantengan la formación adoptada, e iniciemos un giro de trescientos sesenta grados. Hay que localizarla de nuevo.
—Lo que ordene, patrulla especial de mando. Efectuaron la maniobra, y de nuevo se adentraron hacia el núcleo tormentoso.
Los elementos parecieron molestarse por aquella intromisión en sus dominios y, por momentos, fue creciendo la furia del viento y el aparato eléctrico.
Albert no desistió de la búsqueda hasta que la prudencia le aconsejó alejarse de aquella zona, que se presentaba, por momentos, más peligrosa.
Por otra parte, ya llevaban muchas horas de vuelo, y los vehículos de la AB-304 tendrían que repostar para seguir manteniéndose en el aire. Malhumorado, preguntó;
—AB-304, ¿cómo andan de combustible? —Suficiente para regresar base.
—Abandonen búsqueda y regresen.
—A la orden, patrulla especial de mando.
La AB-304 fue tomando altura para salirse de la zona tormentosa y enfilar rumbo a su astródromo.
Albert todavía se mantuvo por allí, patrullando, por si descubría de nuevo la nave que, por arte de magia, se había esfumado.
—¿Qué os parece lo sucedido? —inquirió Albert,
—Es muy raro que haya escapado a nuestro control...
—contestó Jake.
—¿Y si ha estallado, como le ha sucedido a la otra?
—manifestó Dick.
—Hombre, hubiéramos visto algo. —No olvides, Jake, que la nubosidad era muy densa. ¿No opinas como yo, Albert?
—No creo que haya sucedido esto.
—¿Entonces...? —insistió Dick.
—Pues no lo sé... Lo más factible es que se hayan valido de algún método antimagnético o algo por el estilo. Es difícil de precisar.
Se produjo un silencio, y no por ello descuidaron la vigilancia, por si hallaban algún indicio de que la nave aquélla se hallaba por la zona que exploraban.
Pero por allí no aparecía ni la más leve señal de lo que estaban buscando.
Albert, visiblemente contrariado, hizo una inspiración profunda e indicó:
—Bueno... Como la cosa se está poniendo muy mal, Lo mejor será que regresemos a Riversun.
A lo que Dick comentó, como quien se agarra a una tabla salvadora:
—Sí, será lo mejor, puesto que la posibilidad de que nos parta un rayo, no es muy alegre, que digamos.
Jake le reconvino:
—Tú siempre con tus alegres ideas. Drácula te hubiera admitido como fiel colaborador.
—Puede, pero a ti te adscribiría como pensador oculto. Yo, al menos,, digo lo que siento.
De nuevo se enzarzaron con sus inofensivas indirectas, en las que Albert no tomó parte, por estar meditando sobre los acontecimientos desarrollados.
CAPITULO III
A la llegada al astródromo de Riversun, a Albert le esperaba una noticia.
Sólo tomaron tierra, le fue comunicado al capitán Albert Hegel se presentara ante el general George Decker, el jefe supremo de la base.
Mientras se dirigía a su alojamiento para despojarse de su equipo de vuelo, se hacía miles de conjeturas, sobre con qué le saldría ahora el Espanta-Moscas.
Se cambió de indumentaria, y se predispuso para enfrentarse con lo que fuere.
Jake y Dick le vieron hacer, con el más absoluto de los silencios.
Solamente al irse, le desearon:
—Suerte, Albert.
—No te exaltes ante lo que te pueda decir.
—Gracias a los dos. Procuraré mantenerme sereno.
Y se encaminó hacia el despacho de su jefe supremo.
Este le recibió con una amplia sonrisa, cosa que le extrañó. Le invitó, amable:
—Toma asiento, Albert.
El capitán, no saliendo de su asombro, maquinalmente, obedeció y esperó, impaciente, a que su superior tomara la palabra, y fuera directamente al quid de la cuestión.
Este no se hizo mucho de esperar, y comenzó:
—Te he llamado para ser yo quien te dé la noticia, antes que nadie, comandante Albert Hegel.
—¿Cómo dice, señor? Querrá decir capitán...
—No, no; he dicho bien. Comandante, con todas las letras. Hace poco que me han comunicado tu merecido ascenso y, repito, quería ser el primero en darte la noticia y felicitarte por tu nueva categoría.
Albert, todavía confuso, balbució:
—Gracias, señor... Yo...
—No vayas a decir tonterías; que no te lo mereces, toda esa sarta de sandeces. Te lo mereces desde el momento en que informé ampliamente sobre la propuesta de ascenso.
—Nuevamente gracias, señor.
—Nada de gracias. No hay mayor satisfacción para ni que la de que distingan a uno de mis muchachos. Mira si estaba seguro de que tu ascenso era un hecho, qué aquí tienes los distintivos. Quiero que los primeros que luzcas sean míos.
El nuevo comandante, altamente conmovido por la delicadeza, los tomó de su superior, y solamente pudo decir:
—Procuraré hacerme digno de tal distinción, señor.
El general, levantándose de su asiento, fue hacia el recién ascendido, que también se puso de pie.
—No pongo en duda tus palabras, comandante.
Y dándole un abrazo, ocultando su emoción, le manifestó, balbuceante:
—Mi enhorabuena, Albert.
—Gracias, señor.
Se palmotearon sendas espaldas, y luego, ocupando de nuevo cada cual su asiento, el general le expuso:
—Naturalmente, este hecho lleva consigo una reestructuración en el cuadro de mandos. Por lo tanto, no podrás llevar contigo a tus inseparables capitanes Jake Clark y Dick Fuller...
—Sí, claro, lo comprendo... Pero como estamos metidos en una misión especial...
El general Decker esbozó una amplia sonrisa, antes de decirle:
—¡Demonio de muchacho...! No sé por qué, ya imaginaba que te las compondrías de forma que, de una manera o de otra, seguiríais juntos.
—Señor, hemos iniciado juntos este asunto...
—Y otros también, que, justo es reconocerlo, han sido coronados por el éxito.
—Así..., ¿podremos seguir igual, señor?
—Sí y no. Me explicaré...
El general hizo una pausa, durante la cual la impaciencia consumía a Albert, pero, paciente, esperó las palabras de su jefe, quien, a poco, continuó:
—El ascender de categoría, ya sabes que lleva inherente un mando de más envergadura... Lo que he pensado es que los capitanes Clark y Fuller sigan bajo tus órdenes, pero tripulando cada cual su nave o vehículo espacial. ¿Te parece bien la solución?
—Muy bien, señor, y agradecido por su deferencia.
—Nada de agradecimientos. En esto hay algo de egoísmo, puesto que, con ello, contaréis con un apoyo de más envergadura en lo referente al ataque o defensa y por lo tanto, con mayor probabilidades de salir bien, en cuantas misiones se os mande. Y..., a fin de cuentas, el que recoge los frutos soy yo...
Concluyó, riendo, el general,
Pero Albert sabía que sus últimas palabras no eran ciertas, que lo único que perseguía era la seguridad y éxito de sus muchachos,
—Yo, señor...
—No me vengas de nuevo con agradecimientos, Albert. Ya te he dicho que en ello media cierto egoísmo. Así que punto y aparte, y a otra cosa. ¿Has averiguado algo de nuevo?
—Lamento comunicarle que nada, señor.
—Pero ¿no había sido avistada la astronave ésa?
—Así fue, pero luego que la teníamos controlada, se esfumó en medio de la tormenta.
—¿Y cómo ha sido eso?
Albert le fue dando pormenores de aquel primer contacto, y la operación llevada a cabo conjuntamente con la patrulla AB-304, así como el deseo de éstos de iniciar un ataque, a lo que él se opuso.
Cuando terminó su relato, el general George Decker manifestó:
—Mira, me alegro de haber tomado la determinación de que Clark y Fuller tripulen cada uno su vehículo. Quizá si hubierais sido mayor número, a estas horas estaría en nuestro poder esa nave, y el asunto, concluido.
—Puede...
—Casi seguro. En cuanto a no autorizar el ataque, hiciste bien. Los muertos no nos sirven de nada. Todavía estuvieron departiendo un buen rato hasta que el general fue requerido para un asunto de urgencia.
Entonces, el nuevo comandante Albert Hegel se despidió de su jefe, no sin antes decirle el general:
—Te mandaré más tarde tu credencial.
—Gracias, señor.
* * *
Jake Clark y Dick Fuller estaban esperando, con impaciencia, a que regresara Albert del despacho de su común jefe.
Albert Hegel, premeditadamente, se presentó ante ellos con cara seria.
Jake fue el primero en hablar:
—¡Malo...! Desembucha lo que llevas contigo.
Dick también se apresuró, preguntando:
—¿Qué te ha pasado con el Espanta-Moscas?
Albert no contestó en seguida y, con aspecto cansino, se dejó caer en un mullido asiento.
Jake insistió:
—Pero ¿qué pasa...? ¡Habla de una vez, hombre...!
—Pues pasa que nos han separado. Cada uno irá al mando de su máquina...
Los dos se quedaron petrificados, y fue Dick el que preguntó ahora:
—¿Y por qué eso?
—Pues..., al parecer, han habido protestas y un reajuste de mandos, por lo que han tomado esta determinación.
—Pero nosotros estamos metidos en una misión especial... —adujo Jake.
—Ya se lo he dicho, mas para poco ha valido. De ¿hora en adelante, cada cual a navegar por su cuenta, bajo su propia responsabilidad.
Albert no se podía aguantar de risa, al ver la cara de circunstancias que ponían sus inseparables compañeros.
Quiso amargarles más el rato por el que estaban pasando, al añadir:
—Además..., estaréis bajo el mando de un nuevo co- mandante.
Dick no se pudo contener, y exclamó:
—¡Maldita sea...! Iré a presentar mi renuncia al Espanta-Moscas. No hay derecho a que luego de tanto tiempo juntos... Y además, como ha dicho Jake, estamos involucrados en una misión especial.
Jake tomó de nuevo la palabra, para lamentarse:
—Tan compenetrados que estábamos, y ahora vete a adivinar cómo será el cretino de comandante que nos haya tocado en suerte o en desgracia.
En estos momentos, un ordenanza llamó a la puerta, y fue el propio Dick quien abrió y le preguntó: —¿Qué pasa?
—Señor, de parte del general Decker, este sobre para si comandante Albert Hegel.
—Está bien. Yo se lo daré...
Y cuando hubo cerrado la puerta, se sacudió la cabeza una o dos veces, para luego exclamar: —¡Qué...!
Miró el sobre, y puso una cara que era todo un poema. Jake, que le vio con aquella expresión, inquirió: —¿Qué te pasa, Dick, para poner esa cara de orangután?
—Jake..., ya conozco al cretino de comandante que nos ha tocado en desgracia...
Y con el índice, en forma machacona, señalaba a Albert que, regocijado, estaba contemplando a ambos.
Una exclamación se escapó de Jake:
—¡No...!
Acto seguido, como si ambos se hubieran puesto de acuerdo, arremetieron contra el nuevo comandante, propinándole un vapuleo amistoso.
Albert les gritaba:
—¡Quietos ya...! Os llevaré ante un consejo de guerra, por maltratar a un superior...
—A una sabandija de comandante como tú, no le van a hacer el menor caso, puesto que nosotros aduciremos deliberada ocultación de personalidad por tu parte y quebranto de amistad. ¿Verdad, Dick?
—Claro que sí, Jake. Además, violación de compañerismo...
Pararon en sus zarandeos, y Jake, muy serio, le dijo:
—Dick..., esto último que has dicho, no lo vuelvas a repetir. Puede dar lugar a equívocos...
Y los tres soltaron la carcajada, a mandíbula batiente.
Cuando se calmaron, le preguntaron:
—Bueno, comandante. ¿Qué ha pasado?
—Eso; cuenta, cuenta desde el principio.
Albert, por encima, no tuvo más remedio que contarles la entrevista con el general, concluyendo:
—Así que ya lo sabéis todo. De ahora en adelante, iremos los tres juntos, pero cada uno con su astronave. Por ahora, todos tripularemos las del mismo tipo, y sin personal auxiliar.
—No está mal, ¿verdad, Dick?
—Desde luego, Jake. Albert continuó:
—De este modo, podremos contar con un efectivo superior, en casos de ataque, movimientos envolventes, etcétera, etcétera.
—Claro que sí. Todo esto está muy bien, pero no te libras, Albert, de que celebremos tu ascenso y, por descontado, todo correrá a tu cuenta. Así que, Jake, afila tu demoledora dentadura, y disponte a dar buena cuenta del banquete conque nos va a obsequiar nuestro flamante comandante.
—Muy bien dicho, Dick. Por una vez, tu cerebro ha Sancionado a pleno rendimiento. Así que en marcha hacia el club.
Albert se les quedó mirando, para luego manifestarles :
—Lo siento, muchachos, pero tenéis que haceros cargo de vuestros vehículos, y practicar un poco para que les dé el visto bueno.
Jake y Dick se quedaron desilusionados, ante las palabras de su jefe inmediato.
—¿Te das cuenta, Dick, de que no iba desencaminado, al calificar de cretino al comandante desconocido...?
Pues además de esto, añádele que es un tacaño.
—Tienes toda la razón del mundo; digo, de los mundos. ¡La de desilusiones que se lleva uno...!
Albert les contempló de nuevo, y expuso:
—Desde luego, lo que más me encanta de vosotros es el desinterés tan aplastante del que hacéis «gula»...
—Querrás decir gala, comandante.
Le rectificó Jake, quien puso la boca hueca, al nombrar su categoría.
—He dicho bien, capitán bocazas. Gula, por no pensar más que en tragar y tragar. Pues adelante, a ver si reventáis de una vez.
—Eso ya es ponerse en razón, y te perdono lo de bocazas.
—Como siempre, Jake, tú, tan magnánimo...
—Yo soy así, y más, con los comandantes de nueva hornada.
Dick, que permanecía callado, manifestó, ahora con toda intención:
—¡Uf...! Esto me huele a inmundo «peloteo»...
—Después de que, gracias a mi insistencia, vas a comer una vez en tu vida, ¿son éstos los pagos...? Desde luego, Dick, que eres muy desagradecido...
Albert les cortó:
—Basta de palabrerías, comadrejas, y a deglutir se ha dicho.
CAPITULO IV
Luego de haber deglutido, como señaló Albert, Jake propuso, eufórico:
—Y ahora, como complemento, podríamos darnos «un vuelo rasante» por la sala contigua para ver si descubrimos a alguna linda, que alegre nuestros corazones. ¿Os parece bien?
—De acuerdo, vamos allá.
Penetraron en aquella sala, muy concurrida por parejas y grupos de ambos sexos, que procuraban pasarlo lo mejor posible.
Iban a sentarse, cuando Jake exclamó: —¡Eh...! Ya tenemos compañía. Venid conmigo. Le siguieron. En un rincón discreto habían tres muchachas, y Jake, muy jovial, sujetó el hombro a una de ellas, manifestándole: —¡Te pillé,.mujer infiel...!
La rubia a quien fueron dirigidas estas palabras, se vio asustada:
—¡Oh...! ¿Eres tú, pajarito? Yo te creía volando...
—Y te dijiste: como él está en las nubes, yo me aprovecho y a divertirme se ha dicho...
—Si me hubieras avisado, pajarito...
—¡No me llames pajarito, Mary, © te rompo el pico!
—¡Qué más quisieras...! Sadie, Kate, éste es mi pajarito Jake.
Las dos muchachas aludidas le sonrieron, a guisa de saludo y, acto seguido, Jake presentó:
—Mis compañeros, Albert y Dick.
—¿También pajaritos? —inquirió Mary.
—Sí, también pajaritos.
Confirmó Jake, entre dientes, a tiempo que tomaban asiento entre ellas.
Mary tomó de nuevo la palabra, dirigiéndose a sus amigas:
—¡Chicas...! Extremad vuestro cuidado. Son gente de mucho vuelo...
Celebraron la ocurrencia y, como iniciaron un bailable, Jake se llevó a Mary, Dick a Kate, y en la mesa se quedaron Albert y Sadie.
Albert estuvo contemplando a Sadie y, al cabo de un rato, le manifestó:
—Seguramente, te estarás preguntando por qué no te he invitado a bailar.
—Pues..., te confesaré que no ha dejado de extrañarme. Creo que no estoy mal del todo, ¿no...? —concluyó picaresca. —Desde luego que no, sin lugar a dudas.
—¿Entonces...?
—Tengo ciertas ideas particulares sobre el baile.
—¡Ah...! ¿Y pueden saberse, si no constituyen un secreto de estado?
Albert pasó por alto el matiz de ironía que presidió sus palabras, y contestó:
—Lo conceptúo como un abrazo encubierto, una irrupción en la intimidad de un ser, un..., un fisgonear brusco en una persona, que en ocasiones resulta agradable, y en otras, de un desastre subido.
—Parece que quiero captar el sentido de tus palabras pero no del todo.
—En mi época de escolar, me inculcaron que la teoría llevada a la práctica, es el medio más eficaz para asimilar las enseñanzas. De modo que lo mejor será que bailemos.
—¡No, no...! Por mí, no te sacrifiques.
—¿Quieres que te regale los oídos?
—Ni mucho menos.
—Entonces..., ¿aceptas bailar?
—Bueno, si no queda otro remedio para comprender tus teorías...
—Es indispensable.