—Pues vayamos a la práctica, como has dicho.

El comandante Albert Hegel se quedó maravillado cuando Sadie se puso de pie.

La muchacha era alta, guardando unas proporciones las que más armonía no se podía pedir, y capaz de enloquecer al más exigente.

Sí, el comandante se llevó una grata sorpresa, y pensó que sus teorías estaban en trance de naufragio.

Además del tipo, le acompañaba aquella cara, de facciones maravillosas, sus ojos negros, muy expresivos, y sonrisa, que, cuando la prodigaba, hacía pensar en la dulzura de sus labios.

Llegaron adonde estaban danzando las demás parejas, ¡y Albert la enlazó con delicadeza.

En silencio, dieron los primeros pasos, y él notó que la muchacha se dejaba llevar, con sentido del ritmo.

Sin darse cuenta, la fue atrayendo más, comprobando que su proximidad resultaba muy de su agrado,

Albert le preguntó: —¿Qué tal te sientes?

—¿Yo...? Pues muy bien.

—¿Ves...? Esto es uno de los absurdos de la danza.

Hace un momento éramos completamente desconocidos, ahora nos encontramos abrazados los dos.

—Es un hecho normal. No vamos a bailar cada uno por una parte.

—Desde luego. Pero ahora imagina que yo te hubiera visto fuera de aquí y, por el mero hecho de gustarme, te abrazo. ¿Qué hubiera pasado entonces?

—Pues lo más probable es que hubieran quedado marcados mis cinco dedos en tu cara.