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¿Qué es un político puro? ¿Es lo mismo un político puro que un gran político, o que un político excepcional? ¿Es lo mismo un político excepcional que un hombre excepcional, o que un hombre éticamente irreprochable, o que un hombre simplemente decente? Es muy probable que Adolfo Suárez fuera un hombre decente, pero no fue un hombre éticamente irreprochable, ni tampoco un hombre excepcional, o no al menos lo que suele considerarse un hombre excepcional; fue sin embargo, hechas las sumas y las restas, el político español más contundente y resolutivo del siglo pasado.
Hacia 1927 Ortega y Gasset (105) intentó describir al político excepcional y acabó tal vez describiendo al político puro. Éste, para Ortega, no es un hombre éticamente irreprochable, ni tiene por qué serlo (Ortega considera insuficiente o mezquino juzgar éticamente al político: hay que juzgarlo políticamente); en su naturaleza conviven algunas cualidades que en abstracto suelen considerarse virtudes con otras que en abstracto suelen considerarse defectos, pero aquéllas no le son menos consustanciales que éstos. Enumero algunas virtudes: la inteligencia natural, el coraje, la serenidad, la garra, la astucia, la resistencia, la sanidad de los instintos, la capacidad de conciliar lo inconciliable. Enumero algunos defectos: la impulsividad, la inquietud constante, la falta de escrúpulos, el talento para el engaño, la vulgaridad o ausencia de refinamiento en sus ideas y sus gustos; también, la ausencia de vida interior o de personalidad definida, lo que lo convierte en un histrión camaleónico y un ser transparente cuyo secreto más recóndito consiste en que carece de secreto. El político puro es lo contrario de un ideólogo, pero no es sólo un hombre de acción; tampoco es exactamente lo contrario de un intelectual: posee el entusiasmo del intelectual por el conocimiento, pero lo ha invertido por entero en detectar lo muerto en aquello que parece vivir y en afinar el ingrediente esencial y la primera virtud de su oficio: la intuición histórica. Así es como la llamaba Ortega; Isaiah Berlin (145) la hubiera llamado de otra forma: la hubiera llamado sentido de la realidad, un don transitorio que no se aprende en las universidades ni en los libros y que supone una cierta familiaridad con los hechos relevantes que permite a ciertos políticos y en ciertos momentos saber «qué encaja con qué, qué puede hacerse en determinadas circunstancias y qué no, qué métodos van a ser útiles en qué situaciones y en qué medida, sin que eso quiera necesariamente decir que sean capaces de explicar cómo lo saben ni incluso qué saben». El vademécum orteguiano del político puro no es inatacable; no lo he resumido aquí porque lo sea, sino porque propone un retrato exacto del futuro Adolfo Suárez. Es verdad que entre las cualidades del político puro Ortega apenas menciona de pasada la que con más insistencia se reprochó a Suárez en su día: la ambición; pero eso es así porque Ortega sabe que para un político, como para un artista o para un científico, la ambición no es una cualidad —una virtud o un defecto—, sino una simple premisa.
Suárez cumplía holgadamente con ella. El rasgo que mejor lo definió hasta que llegó al poder fue un hambre desaforada de poder: igual que uno de esos jóvenes salvajes de novela decimonónica que salen de la provincia para conquistar la capital —igual que el Julien Sorel de Stendhal, igual que el Lucien Rubempré de Balzac, igual que el Frédéric Moreau de Flaubert—, Suárez fue una ambición en carne viva y nunca se avergonzó de serlo, porque nunca aceptó que hubiera nada censurable en desear el poder; al contrario: pensaba que sin poder no había política y que sin política no había para él la menor posibilidad de plenitud vital. Fue un político puro porque nunca pensó que iba a ser otra cosa, porque nunca soñó que iba a ser otra cosa, porque era un asceta del poder dispuesto a sacrificarlo todo por conseguirlo y porque hubiese pactado sin dudarlo con el diablo a cambio de llegar a ser lo que llegó a ser. «¿Qué es para usted el poder?», le preguntó un periodista de Paris Match días después de ser nombrado presidente del gobierno (106), y Suárez sólo acertó a responder con su sonrisa deslumbrante de ganador y con unas palabras que no explicaban nada y lo explicaban todo: «¿El poder? Me encanta». Esta jubilosa desenvoltura lo dotó durante sus mejores años de una superioridad imbatible sobre sus adversarios, que veían en sus ojos una codicia insaciable y sin embargo eran incapaces de resistirse a ella y continuaban alimentándola a sus expensas. El poder político se convirtió en su instrumento de medro personal, pero sólo porque antes había sido una pasión exenta, voraz, y si tenía una visión idealizada hasta el mito de la dignidad de un presidente del gobierno era porque un presidente del gobierno constituía para él la máxima expresión del poder y porque durante toda su vida no había deseado otra cosa que ser presidente del gobierno.
Es cierto: fue un pícaro sin formación, fue un falangistilla de provincias, fue un arribista del franquismo, fue el chico de los recados del Rey; sus detractores tenían razón, sólo que su biografía demuestra que esa razón no es toda la razón. Poseía un talento de actor para el engaño, pero la primera vez que vio a Santiago Carrillo no le engañó: pertenecía a una familia de derrotados republicanos, varios de los cuales habían conocido durante la guerra las cárceles de Franco; nadie en su casa le inculcó, sin embargo, la menor convicción política, ni es fácil que nadie le hablara de la guerra excepto como de una catástrofe natural; sí es fácil en cambio que aprendiera desde niño a odiar la derrota del mismo modo que se odia una pestilencia familiar. Nació en 1932 en Cebreros, un pueblo vinícola de la provincia de Ávila. Su madre era hija de pequeños empresarios y también una mujer fuerte, devota y voluntariosa; su padre era hijo del secretario del juzgado y también un gallito simpático, presumido, trapacero, mujeriego y jugador. Aunque nunca acabó de llevarse bien con su padre —o tal vez por eso—, puede que en el fondo fuera igual que su padre, salvo por el hecho de que en su caso el ejercicio de esas inclinaciones y rasgos de carácter estaba del todo subordinado a la satisfacción de su único apetito verdadero. Fue un estudiante pésimo, que penó de colegio en colegio y que no pisó la universidad más que para examinarse de asignaturas que a menudo memorizaba sin entender; carecía del hábito sedentario de la lectura, y hasta el final de sus días le persiguió una leyenda, sólo al principio fomentada por él mismo, según la cual jamás había reunido paciencia suficiente para leer un libro desde la primera página hasta la última. Le interesaban otras cosas: las chicas, el baile, el fútbol, el tenis, el cine y las cartas. Era un vitalista hiperactivo y compulsivamente sociable, un líder de pandilla de barrio con una simpatía espontánea y un éxito indisputado entre las mujeres, pero cambiaba sin dificultad la euforia por el abatimiento y, aunque probablemente nunca visitó un psiquiatra, algunos amigos íntimos siempre lo consideraron carne de psiquiatra. El lenitivo contra sus fragilidades psicológicas fue una maciza religiosidad que lo arrojó en los brazos de Acción Católica y encauzó su vocación de protagonismo permitiéndole fundar y presidir desde la adolescencia asociaciones piadosas con inocuas pretensiones políticas. A finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, en una ciudad como Ávila, amurallada por la gazmoñería provinciana del nacionalcatolicismo, Adolfo Suárez encarnaba a la perfección el ideal juvenil de la dictadura: un muchacho de orden, católico, guapo, jovial, deportista, audaz y emprendedor, cuyas ambiciones políticas se hallaban cosidas a sus ambiciones sociales y económicas y cuya mentalidad de obediencia y sacristía ni siquiera imaginaba que nadie pudiera cuestionar los fundamentos y mecanismos del régimen, sino sólo servirse de ellos.
Todo parecía augurarle un futuro radiante, pero de un día para otro todo pareció derrumbarse. A principios de 1955, cuando acababa de cumplir veintitrés años, de terminar a trancas y barrancas la carrera de derecho y de conseguir su primer trabajo remunerado en la Beneficencia de Ávila, su padre escapó de la ciudad envuelto en un escándalo de negocios, abandonando a la familia. Suárez padeció esta deserción como un cataclismo: además del desgarro afectivo, la huida del padre suponía el oprobio social y la penuria económica para una familia numerosa cuyas estrecheces de dinero no se correspondían con su buena posición en la ciudad; es probable que, presa de la hipocondría e incapaz de hacer frente con su sueldo de aprendiz a las necesidades de su madre y de sus cuatro hermanos menores, Suárez meditara con alguna seriedad la escapatoria de ingresar en el seminario. Un golpe de suerte lo libró de sus tribulaciones. En el mes de agosto Suárez conoció a Fernando Herrero Tejedor, un joven fiscal falangista y militante del Opus Dei que acababa de ser nombrado gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Ávila y que, gracias a la recomendación de uno de sus profesores particulares, le dio trabajo en el gobierno civil, lo que le permitió completar su sueldo en la Beneficencia, ingresar en la estructura del partido único y cultivar la amistad de un personaje poderoso y bien relacionado que con los años se convertiría en su mentor político. La alegría, sin embargo, duró poco tiempo: en 1956 Herrero Tejedor fue destinado a Logroño, Suárez perdió su empleo y al año siguiente, sin dinero y sin esperanza de prosperidad en la provincia, decidió probar fortuna en Madrid. Allí se reencontró con su padre, allí montó con él un despacho de procurador de los tribunales (un oficio que su padre ya había desempeñado de forma irregular en Ávila), allí consiguió reunir de nuevo bajo el mismo techo a su padre, su madre y alguno de sus hermanos, en un piso de la calle Hermanos Miralles. Pero al cabo de sólo unos meses las cosas volvieron a torcerse: su padre volvió a meter a la familia en enredos de dinero y Suárez rompió con él, abandonó el despacho y se fue a vivir por su cuenta a una pensión. Tal vez que en esa época tocara fondo, aunque poco sabemos de ella a ciencia cierta: se dice que apenas tenía conocidos en Madrid, que veía ocasionalmente a su madre y que se ganaba la vida con trabajos esporádicos, acarreando maletas en la estación de Príncipe Pío o vendiendo electrodomésticos puerta a puerta; se dice que pasó apuros, que pasó hambre, que callejeaba mucho. Algunos apologistas de Suárez (107) recurren a los aprietos reales de esos días para pintar a un self-made man que conoció la miseria y que ignoró los privilegios en que crecieron los políticos del franquismo; la pintura no es falsa, siempre que no se olvide que el episodio fue brevísimo y que, mientras duró, Suárez sólo fue un señorito de provincias en horas bajas, desterrado en la capital a la espera de una oportunidad digna de su ambición. Quien se la proporcionó fue de nuevo Herrero Tejedor, que desempeñaba por entonces el cargo de delegado nacional de provincias en la Secretaría General del Movimiento y que, en cuanto el padre de un amigo de Suárez le contó su situación y le pidió trabajo para él, se apresuró a nombrarlo su secretario personal. Esto ocurrió en el otoño de 1958. A partir de esa fecha, y hasta la muerte de Herrero Tejedor en 1975, Suárez apenas se separó de su tutela; a partir de esa fecha, y hasta que él mismo acabó destruyéndolo, Suárez apenas se separó un momento del poder franquista, porque ése fue el inicio modestísimo de su escalada peldaño a peldaño en la jerarquía del Movimiento. Antes de que la iniciara, sin embargo, había ocurrido otra cosa, y es que Suárez había conocido en Ávila a Amparo Illana, una joven guapa, rica y con clase de la que se enamoró inmediatamente y con la que aún tardaría cuatro años en contraer matrimonio; por entonces estaba a punto de marcharse a Madrid con una mano en cada bolsillo, y el primer día en que visitó la casa de su futura mujer el padre de ésta —coronel jurídico y tesorero de la Asociación de Prensa de Madrid— le interrogó sobre su forma de ganarse la vida. «Me la gano mal —contestó él, con su chulería intacta de gallito abulense—. Pero no se preocupe: antes de los treinta años seré gobernador civil; antes de los cuarenta, subsecretario; y antes de los cincuenta, ministro y presidente del gobierno».
Puede que la anécdota anterior sea falsa —una más de las leyendas que nimban su juventud—, aunque lo cierto es que Suárez cumplió punto por punto aquel programa. En el orden cerrado y piramidal del poder franquista, donde el servilismo era una herramienta imprescindible de promoción política, hacerlo le exigió antes que nada emplear a fondo todo su arte para la simpatía y toda su capacidad de adulación. Como secretario de Herrero Tejedor su trabajo consistía en llevar la correspondencia, concertar citas y atender visitas, muchas de ellas de jerarcas del partido y gobernadores civiles de paso por Madrid, ninguno de los cuales olvidaría en el futuro al falangista apuesto, diligente y entusiasta que los saludaba levantando el brazo en un remedo del saludo fascista (¡A tus ordenes, jefe!) y los despedía con un remedo de taconazo militar (¿Me ordenas algo más?). Fue así como empezó a labrar su prestigio de cachorro falangista y a ascender posiciones en el escalafón de dos enclaves estratégicos del régimen: la Secretaría General del Movimiento y el Ministerio de Presidencia del Gobierno; y fue así como, sin abandonar la lealtad a Herrero Tejedor, comenzó a ganarse la confianza de los dos subalternos del dictador que a mediados de los años sesenta acaparaban más poder efectivo en España y representaban la posibilidad más viable de un futuro franquismo sin Franco: el almirante Luis Carrero Blanco, ministro de la Presidencia, y Laureano López Rodó, ministro comisario del Plan de Desarrollo. Para ese momento Suárez ya conocía como pocos hasta la última covachuela del poder, había desarrollado un sexto sentido con que captar el menor seísmo en la delicada tectónica que lo sostenía y se había doctorado con todos los honores en la disciplina refinadísima de circular entre las enfrentadas familias del régimen sin crearse enemigos inmanejables, consiguiendo la proeza de que todas ellas, desde los falangistas hasta los miembros del Opus Dei, lo consideraran uno de los suyos. Lejos quedaba aún la época en que el pequeño Madrid del poder se convertiría para él en la gran cloaca madrileña: ahora esa misma ciudad lo hechizaba con el brillo sobrenatural de una joya exquisita; su biógrafo menos indulgente, Gregorio Morán, ha descrito con detalle las estrategias de arribista que usó su voluntad de conquistarla (108). Según Morán, Suárez colmaba de atenciones a quienes necesitaba cautivar, visitaba con cualquier excusa sus casas y sus despachos, se desvelaba por ganarse a sus familiares y, manejando datos de primera mano acerca de las interioridades del poder y de las corruptelas y flaquezas de quienes lo ejercían, traía y llevaba noticias, chismorreos y rumores que lo volvían un informador valiosísimo y le abrían paso en su escalada. No reparaba en métodos, no escatimaba recursos. En 1965 fue nombrado director de Programas de Radiotelevisión Española; su jefe era Juan José Rosón, un sobrio gallego insensible a su talento y su encanto con quien mantenía relaciones no muy cordiales: procuró mejorarlas mudándose con su familia a un piso del mismo inmueble donde él residía. Hacia esa misma época decidió que su próximo destino debía ser el de gobernador civil; se trataba de un cargo muy apetecido porque en aquellos años un gobernador civil atesoraba un enorme poder en su provincia y, a fin de atraer a su causa al ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega —íntimo de Franco y en gran parte responsable del nombramiento de los gobernadores civiles—, durante tres veranos consecutivos alquiló un apartamento vecino al que ocupaba cada año el ministro en una urbanización de Alicante y lo sometió a un asedio sin pausa que empezaba con la misa diaria de la mañana y terminaba con la última copa de la madrugada. En 1973, cuando ya albergaba esperanzas fundadas de conseguir un ministerio, concibió la idea genial de alquilar un chalet de veraneo a sólo unos metros del palacio de La Granja, en Segovia, en cuyos jardines se celebraba cada año y durante un día entero el aniversario del inicio de la guerra civil en presencia de Franco y de los principales gerifaltes del franquismo; Suárez invitaba al chalet a unos cuantos elegidos, quienes, antes y después de la recepción eterna, del almuerzo desabrido y del espectáculo que infligía a los asistentes el ministro de Información y Turismo, gozaban del privilegio de aliviarse del calor desalmado de cada 18 de julio, de ahorrarse la tortura de recorrer los ochenta kilómetros que separaban el palacio de Madrid con los trajes de noche y los esmóquines pegados por el sudor al cuerpo, y de ser agasajados por el anfitrión, cuya simpatía y hospitalidad generaban en ellos sentimientos de gratitud perdurable.
Consiguió la amistad de Camilo Alonso Vega, y en 1968 fue nombrado gobernador civil de Segovia; consiguió la amistad de Rosón —o al menos consiguió rebajar la desconfianza que le inspiraba—, y en 1969 fue nombrado director general de Radiotelevisión Española; consiguió la amistad de muchos gerifaltes del franquismo, y en 1975 fue nombrado ministro. Era irresistible, pero estos episodios de pura picaresca no sólo constituyen una parte de su negra leyenda verdadera, sino también una demostración de que pocos políticos dominaban como él la endogamia envilecida del poder franquista y de que pocos estaban dispuestos a llegar tan lejos como él para sacarle partido. Por eso la persona que en cierto modo mejor retrató al Suárez de esta época fue Francisco Franco, que era quien mejor conocía la lógica del poder franquista porque era quien la había creado. Los dos hombres apenas coincidieron a lo largo de su vida más que en actos de carácter protocolario, en alguno de los cuales, sin embargo, el joven político se hizo notar con alguna declaración disonante; quizá debido a ello, y sin duda a las dotes de psicólogo que le habían servido para detentar la jefatura del estado durante cuarenta años, Franco creyó reconocer en Suárez el talante del traidor en ciernes, y en una ocasión, siendo Suárez jefe de Radiotelevisión Española, después de que ambos charlaran un rato en el palacio de El Pardo el dictador le comentó (109) a su médico personal: «Este hombre es de una ambición peligrosa. No tiene escrúpulos».[13]
Franco acertó: la ambición de Suárez acabó siendo letal para el franquismo; su falta de escrúpulos también. Ambas cosas no explican por sí solas, sin embargo, su ascenso fulgurante en los años sesenta y setenta. Suárez era un trabajador a tiempo completo, y su talento político era indudable: tenía curiosidad, escuchaba más que hablaba, aprendía rápido, resolvía los problemas por la vía más simple y más directa, renovaba sin contemplaciones los equipos de políticos que heredaba, sabía reunir voluntades contrapuestas, conciliar lo inconciliable y detectar lo muerto en lo que aún parecía vivir; además, no desaprovechaba una sola oportunidad de demostrar su valía: como si en verdad hubiese sellado un pacto con el diablo, ni siquiera desaprovechaba oportunidades que hubieran podido arruinar la carrera de cualquier otro político. El 15 de junio de 1969, siendo todavía gobernador civil de Segovia, cincuenta y ocho personas murieron sepultadas bajo los cascotes de un restaurante situado en la urbanización de Los Ángeles de San Rafael; la tragedia fue el producto de la avaricia del propietario del restaurante, pero lo normal es que hubiera salpicado políticamente a Suárez, sobre todo en un momento en que la batalla que en el interior del régimen libraban falangistas y opusdeístas estaba llegando a su punto álgido; Suárez consiguió no obstante salir reforzado de la catástrofe: durante semanas los periódicos no cesaron de elogiar la serenidad y el coraje del gobernador civil, quien según repitieron las crónicas llegó al lugar de los hechos poco después del derrumbamiento, se hizo cargo de la situación y se puso a sacar heridos de los escombros con sus propias manos, y a quien poco después el gobierno condecoró por su comportamiento con la Gran Cruz del Mérito Civil.
Meses antes del desastre de Los Ángeles de San Rafael ocurrió un hecho que cambió la vida del futuro presidente: conoció al futuro Rey. En ese momento Suárez ya tenía la convicción de que el príncipe Juan Carlos era el caballo ganador en la carrera inminente del posfranquismo —la tenía por Herrero Tejedor, por el almirante Carrero, por López Rodó, la tenía sobre todo por una razón y un instinto políticos que eran en él la misma cosa—, así que apostó su capital entero al Príncipe; éste, por su parte, también apostó por Suárez, necesitado como estaba de la lealtad de jóvenes políticos dispuestos a dar la batalla a su lado contra el poderoso sector de viejos franquistas inflexibles que desconfiaban de su capacidad para suceder a Franco. Ésa fue la tarea a la que Suárez se consagró de forma casi exclusiva durante los seis años siguientes, porque sabía que dar la batalla por convertir al Príncipe en Rey era dar la batalla por el poder, aunque también porque, igual que sabía detectar lo que estaba muerto en lo que aún parecía vivir, sabía detectar lo que ya estaba vivo en lo que parecía muerto. Por lo que respecta al Rey, desde el principio sintió una enorme simpatía por Suárez, pero nunca se engañó sobre él: «Adolfo no es ni del Opus ni falangista —dijo en alguna ocasión—. Adolfo es adolfista» (110). Poco después de conocer al Príncipe —y en parte debido al empeño de éste—, fue nombrado director general de Radiotelevisión Española; en ese cargo permaneció cuatro años a lo largo de los cuales sirvió con beligerante fidelidad la causa de la monarquía, pero ésta fue además una etapa importante en su vida política porque en ella descubrió la potencia novísima de la televisión para configurar la realidad y porque empezó a sentir la cercanía y el hálito auténtico del poder y a preparar su asalto al gobierno: visitaba con mucha frecuencia la Zarzuela, donde le entregaba al Príncipe las grabaciones de sus viajes y actos protocolarios que emitían de forma regular los informativos de la primera cadena, despachaba cada semana con el almirante Carrero en la sede de Presidencia, en Castellana 3, donde era acogido afectuosamente y donde recibía orientaciones ideológicas e instrucciones concretas que aplicaba sin titubeos, cultivaba con mimo a los militares —que lo condecoraron por la generosidad con que acogía cualquier propuesta del ejército— e incluso a los servicios de inteligencia, con cuyo jefe, el futuro coronel golpista José Ignacio San Martín, llegó a entablar una cierta amistad. Fue también en esta época, hacia el final de su mandato en Radiotelevisión, cuando el sexto sentido de Suárez registró un casi invisible desplazamiento del centro de poder que a poco tardar resultaría sin embargo determinante: aunque Carrero Blanco continuaba representando la seguridad de que a la muerte de Franco continuaría el franquismo, López Rodó empezaba a perder influencia y en cambio afloraba como nuevo referente político Torcuato Fernández Miranda, a la sazón ministro secretario general del Movimiento, un hombre frío, culto, zorruno y silencioso cuya altiva independencia de criterio provocaba las suspicacias de todas las familias del régimen y el agrado del Príncipe, que había adoptado a aquel catedrático de derecho constitucional como primer consejero político. Suárez tomó nota del cambio: dejó de frecuentar a López Rodó y empezó a frecuentar a Fernández Miranda, quien, aunque quizá secretamente lo despreciaba, públicamente se dejó querer, sin duda porque estaba seguro de poder manejar a aquel joven falangista sediento de gloria. La intuición de Suárez resultó acertada, y en junio de 1973 Carrero fue designado presidente del gobierno —el primero nombrado por un Franco que continuó reservándose los poderes de jefe del estado— y Fernández Miranda sumó a la jefatura del Movimiento la vicepresidencia del gabinete, pero Suárez no consiguió el ministerio que ya creía merecer, y ni siquiera convenció a Fernández Miranda para que lo consolara con la vicesecretaría del Movimiento. La decepción fue enorme: a consecuencia de ella Suárez dimitió de su cargo en Radiotelevisión buscando refugio en la presidencia de una empresa estatal y en la de la organización juvenil cristiana YMCA.
Durante los dos años y medio siguientes Suárez se mantuvo alejado del poder, y su carrera política pareció estancarse; en algún momento pareció incluso que tocaba a su fin. Dos muertes violentas contribuyeron a esta impresión pasajera: en diciembre de 1973 el almirante Carrero moría en un atentado de ETA; en junio de 1975 Herrero Tejedor moría en un accidente de tráfico. El asesinato de Carrero fue providencial para el país porque la desaparición del presidente del gobierno que debía preservar el franquismo facilitó el cambio de la dictadura a la democracia, pero, dado que con Carrero perdía a un protector poderoso, para Suárez pudo ser catastrófico; la muerte de Herrero Tejedor pudo ser aún peor: con ella se diría que Suárez quedaba definitivamente al raso, desprovisto también del amparo del hombre a cuya sombra había desarrollado casi toda su carrera política y que sólo tres meses antes del accidente lo había nombrado vicesecretario general del Movimiento. Suárez se sobrepuso a aquel doble contratiempo porque para cuando ocurrió ya se sentía demasiado seguro de sí mismo y de contar con la confianza del Príncipe como para dejarse derrotar por la adversidad, así que dedicó aquel paréntesis en su ascensión política a hacer dinero con negocios dudosos, convencido con razón de que era imposible prosperar políticamente en el franquismo sin gozar de una cierta fortuna personal («No soy ministro porque ni vivo en Puerta de Hierro ni estudié en el Pilar» (111), dijo alguna vez en aquellos años); también lo dedicó a estrechar su relación con Fernández Miranda —y, a través de él, con el Príncipe— y a organizar la Unión del Pueblo Español (UDPE), una asociación política creada en la estela del mínimo impulso liberalizador promovido por el sustituto del almirante Carrero al frente del gobierno, Carlos Arias Navarro, e integrada por ex ministros de Franco y por jóvenes cuadros del régimen como el propio Suárez. Por lo demás, en una época en que la muerte de Franco tras cuarenta años de gobierno absoluto aparecía a la vez como un hecho portentoso e inmediato y en que cada crisis de salud del dictador octogenario dejaba al país temblando de incertidumbre, Suárez cultivó de forma magistral la ambigüedad necesaria para preparar su futuro fuera cual fuera el futuro de España: por un lado, no perdía oportunidad de proclamar su fidelidad a Franco y a su régimen, y el 1 de octubre de 1975, acompañado de otros miembros de la UDPE, asistió en la plaza de Oriente a una manifestación multitudinaria de apoyo al general, acosado por las protestas de la comunidad internacional a raíz de su decisión de ejecutar a varios miembros de ETA y el FRAP; por otro lado, sin embargo, prodigaba en público y en privado declaraciones a favor de abrir el juego político y crear cauces de expresión para las distintas sensibilidades presentes en la sociedad, lugares comunes del potaje político de la época que a los franquistas les sonaban como osadías inofensivas o añagazas para ingenuos y que a los partidarios de terminar con el franquismo podían sonarles como afirmaciones todavía reprimidas del deseo de un futuro democrático para España. Es probable que ni en un caso ni en otro —ni cuando se declaraba indudablemente franquista ni cuando se declaraba incipientemente demócrata— Suárez dijera la verdad, pero es casi seguro que, igual que un ser transparente cuyo secreto más recóndito consiste en que carece de secreto o igual que un histrión virtuoso declamando su papel sobre un escenario, él siempre se creía lo que decía, y que por eso todo el que le escuchaba acababa creyendo en él.
La muerte de Franco —cuya capilla ardiente visitó en compañía de la plana mayor de UDPE después de hacer cola durante horas junto a miles de franquistas bañados en lágrimas— relanzó definitivamente su carrera política. Tras ser proclamado Rey, Juan Carlos cedió a la presión de la franja más dura del franquismo confirmando en la presidencia del gobierno a un franquista duro como Arias Navarro, pero consiguió que Fernández Miranda ocupase la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino —los otros dos organismos principales de poder— y también que, gracias a Fernández Miranda, Arias nombrase a Suárez ministro secretario general del Movimiento. Era un cargo que llevaba años codiciando, apto para satisfacer la ambición del más ambicioso, pero Suárez era más ambicioso que el más ambicioso, y no se conformó con él. En teoría su cometido en aquel gobierno que debía conducir al posfranquismo era casi ornamental (los ministerios fuertes los ocupaba gente de más edad y con mucho más empaque, prestigio y experiencia política, como Manuel Fraga y José María de Areilza): Suárez no ignoraba que había sido colocado allí como ayuda de cámara o como chico de los recados del Rey; no obstante, volvió a coger al vuelo la oportunidad que se le presentaba y, sobre todo a medida que Arias demostraba ser un presidente torpe, dubitativo e incapaz de amortizar su descomunal hipoteca franquista, aprovechó la desunión y la ineficacia de un gobierno sobrepasado por una oleada de conflictos sociales que eran en realidad movilizaciones políticas para arrebatarles el primer plano a sus colegas de gabinete: en marzo de 1976, en ausencia de Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, Suárez manejó con destreza la crisis provocada en Vitoria por la muerte de tres obreros a manos de la policía, cosa que evitó que el presidente Arias decretase el estado de excepción con objeto de reprimir lo que a ojos del gobierno parecía a punto de degenerar en un brote revolucionario; en junio de ese mismo año defendió en las Cortes, con un discurso brillante en el que abogaba por el pluralismo político como vía para conseguir la reconciliación entre los españoles, un tímido intento de reforma patrocinado por el gobierno. El intento fracasó, pero su fracaso supuso para Suárez un éxito mucho mayor de lo que hubiera supuesto su éxito. No es un contrasentido: en aquel momento, seis meses después de la proclamación de la monarquía, el Rey y su mentor político, Fernández Miranda, ya habían comprendido que para que el primero conservara el trono debía renunciar a los poderes o a gran parte de los poderes que había heredado de Franco, convirtiendo la monarquía franquista en una monarquía parlamentaria; también habían concebido un proyecto de reforma más profundo y ambicioso que el apadrinado por el gobierno, sabían que Arias Navarro ni podría ni querría ejecutarlo y el discurso en las Cortes de Suárez terminó de persuadirlos de que el joven político era la persona adecuada para hacerlo. O más bien terminó de persuadir al Rey, porque Fernández Miranda hacía ya tiempo que estaba persuadido de ello, mientras que el monarca no acababa de ver claro que aquel chisgarabís servicial y ambicioso, que aquel gallito falangista, simpático, trapacero e inculto —que tan útil le resultaba como ayuda de cámara o chico de los recados— fuese el personaje idóneo para llevar a cabo la tarea sutilísima de desmontar sin descalabros el franquismo y montar sobre él alguna forma de democracia que asegurara el porvenir de la monarquía. Fue Fernández Miranda quien, con su retórica de lector de Maquiavelo y su ascendiente intelectual sobre él, convenció al Rey de que al menos para sus propósitos de entonces aquellas características personales de Suárez no eran defectos sino virtudes: necesitaban a un chisgarabís servicial y ambicioso porque su servilismo y su ambición garantizaban una lealtad absoluta, y porque su falta de relevancia y de proyecto político definido o de ideas propias garantizaban que aplicaría sin desviarse las que ellos le dictaran y que, una vez realizada su misión, podrían prescindir de él tras agradecerle los servicios prestados; necesitaban a un gallito falangista con su temple porque sólo un gallito falangista con su temple, joven, duro, rápido, flexible, decidido y correoso, sería capaz de aguantar primero las embestidas feroces de los falangistas y los militares y de mantenerlos a raya después; necesitaban a un tipo simpático porque debería seducir a medio mundo y a un tipo trapacero porque debería embaucar al otro medio; y en relación a su falta de cultura, Fernández Miranda era lo bastante culto para saber que la política no se aprende en los libros y que para aquella empresa la cultura podía ser una rémora, y lo bastante perspicaz para haber advertido ya que Suárez poseía como ningún otro político de su generación ese don transitorio o esa comprensión exacta y sin razones de lo que en aquel momento estaba muerto y lo que estaba vivo o esa familiaridad con los hechos significativos —con lo que encaja y no encaja, con lo que puede y no puede hacerse, con cómo y con quién y con qué costes puede hacerse— que Ortega llamaba intuición histórica y Berlin llamaba sentido de la realidad.
Resuelto a convertir a Suárez en el presidente del gobierno que llevara a cabo la reforma, el 1 de julio de 1976 el Rey obtuvo la dimisión de Arias Navarro; no tenía las manos libres, sin embargo, para nombrar a su sustituto: de acuerdo con la legislación franquista, debía elegir entre la terna de candidatos que le presentase el Consejo del Reino, un organismo consultivo donde se sentaban algunos de los miembros más conspicuos del franquismo ortodoxo. Pero, gracias a la astucia y a la habilidad de Fernández Miranda, que presidía el Consejo y llevaba meses preparándolo para ello, al mediodía del 3 de julio el Rey recibió una terna que incluía el nombre del elegido. Suárez lo sabía (112); mejor dicho: sabía que iba en la terna, pero no sabía que era el elegido; mejor dicho: no lo sabía pero lo intuía, y aquella tarde de sábado, mientras aguardaba la llamada del Rey en su casa de Puerta de Hierro —por fin vivía en Puerta de Hierro y por eso era ministro y podía ser presidente del gobierno—, las dudas lo consumían. En sus últimos años de lucidez Suárez recordó algunas veces esa escena en público, al menos una de ellas en televisión, viejo, canoso y con la misma sonrisa melancólica de triunfo con que Julien Sorel o Lucien Rubempré o Frédéric Moreau hubieran recordado al final de su vida su momento máximo, o con la misma irónica sonrisa de fracaso con que un hombre que ha vendido su alma al diablo recuerda pasados muchos años el momento en que el diablo cumplió finalmente su parte del trato. Suárez conocía las cábalas del Rey y Fernández Miranda, las seguridades de Fernández Miranda y las dudas del Rey, sabía que el Rey apreciaba su fidelidad, su encanto personal y la eficacia que había demostrado en el gobierno, pero no estaba seguro de que a última hora la prudencia o el temor o el conformismo no le aconsejaran olvidar el atrevimiento de nombrar a un segundón de la política y un casi desconocido para la opinión pública como él y optar por la veteranía de Federico Silva Muñoz o Gregorio López Bravo, los otros dos integrantes de la terna. Nunca había querido ser otra cosa, nunca había soñado con ser otra cosa, siempre había sido un asceta del poder, y ahora que todo parecía dispuesto para permitirle saciar su hambre en carne viva y su ambición de plenitud vital intuía que si no lo conseguía ya no iba a conseguirlo nunca. Se sentó impaciente junto al teléfono y por fin, en algún momento de la tarde, el teléfono sonó. Era el Rey; le preguntó qué estaba haciendo. Nada, contestó. Estaba ordenando papeles. Ah, dijo el Rey, y a continuación le preguntó por su familia. Están de veraneo, explicó. En Ibiza. Yo me he quedado solo con Mariam. Él sabía que el Rey sabía que él sabía, pero no dijo nada más y, tras un silencio brevísimo que vivió como si fuera eterno, se decidió a preguntarle al Rey si quería algo. Nada, dijo el Rey. Sólo saber cómo estabas. Luego el Rey se despidió y Suárez colgó el teléfono con la certeza de que el monarca se había acobardado y había nombrado a Silva o a López Bravo y no había tenido valor para darle la noticia. Poco después volvió a sonar el teléfono: volvía a ser el Rey. Oye, Adolfo, le dijo. ¿Por qué no vienes para acá? Quiero hablarte de un asunto. Trató de dominar la euforia y, mientras se vestía y cogía el Seat 127 de su mujer y conducía hacia la Zarzuela entre el tráfico escaso de un fin de semana veraniego, a fin de protegerse de un desengaño contra el que estaba indefenso se repitió una y otra vez que el Rey sólo le llamaba para pedirle disculpas por no haberlo elegido, para explicarle su decisión, para asegurarle que seguía contando con él, para envolverlo en protestas de amistad y de afecto. En la Zarzuela le recibió un ayudante de campo, que le hizo esperar unos minutos y luego le invitó a entrar en el despacho del Rey. Entró, pero no vio a nadie, y en aquel momento pudo experimentar una aguda sensación de irrealidad, como si estuviese a punto de concluir bruscamente una representación teatral que llevaba muchos años interpretando sin saberlo. De ese segundo de pánico o de desconcierto lo sacó una carcajada a sus espaldas; se volvió: el Rey se había escondido detrás de la puerta de su despacho. Tengo que pedirte un favor, Adolfo, le dijo a bocajarro. Quiero que seas presidente del gobierno. No dio un alarido de júbilo; todo lo que consiguió articular fue: Joder, Majestad, creí que no ibas a pedírmelo nunca.