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Faraones, el Rally de las dunas catedral
Estoy a muy pocas semanas de empezar un rally en moto y no es uno cualquiera; el segundo más duro del mundo tras el Dakar: el Rally de los Faraones. Me ha costado un congo llegar hasta aquí y, de hecho, aún me parece increíble que esté pensando en largarme al desierto, a temperaturas de cuarenta grados, bajo un sol aplastante, arena, mucha arena, dunas catedral y, sobre todo, muchos kilómetros de extremo desierto (cerca de 4.000 kilómetros).
Todavía arrastro las lesiones provocadas por el accidente de moto que tuve en Marruecos. Tengo una enorme placa de titanio en el hombro. Y la muñeca está tiesa, apenas puedo girarla. Paso horas haciendo rehabilitación pero no estoy listo. Aun así, quiero hacer este rally. Están las motos, está pagada la inscripción y tengo el compromiso de llevarlo a cabo.
Hoy estoy en Barcelona para hacer una última consulta médica con mi cirujano, el doctor Mir, una eminencia especializada en huesos triturados por accidentes de moto. En su pequeño despacho me dice a las claras:
—Jesús, esto es muy peligroso. Tienes aún las placas en el hombro y la movilidad en la muñeca deja mucho que desear. Estás muy justo. Yo no opino sobre lo que debes hacer, pero sí tienes que saber que en estas condiciones te juegas un poco la vida.
—Vale, doctor, eso me parece un sí. ¡Gracias por tus ánimos! La decisión la he tomado antes de entrar así que, a menos que me lo prohíbas tajantemente, voy a ir. Eso sí, prudente y despacio. No voy a competir, sino a terminar la carrera.
—Tú asumes tus riesgos. Pero no corras, cuídate y ¡espero que no me llames desde el desierto!
Salgo un poco asustado, pero tengo una misión en esta ciudad que me motiva muchísimo: voy a ver las motos que un increíble mecánico, Jorge Velayos, ha diseñado para mí a partir de un chasis de Yamaha. Están ya listas para ser enviadas a Egipto esta misma tarde. Le encuentro en su taller volcado en las motos. Una furgoneta espera salir para llevarlas a Italia y desde allí en barco hasta Alejandría, donde las recogeremos. Son preciosas, pequeñas e innovadoras. Tienen dos depósitos de combustible, una suspensión perfecta. Él las llama sus «niñas». Ha estado inventándolas durante los últimos cinco meses, cambiando el 80 por ciento del diseño.
—Velayos, qué bien te ha salido, oye. Déjame escucharlas.
Me subo y doy una vuelta. Es verdad que no he ido en moto desde hace meses porque la muñeca no tiene ángulo de giro. Me cuesta acelerar. Pero la máquina responde muy bien y disfruto de la libertad que me ofrece. Tomo la decisión de ir, pase lo que pase. Mi reto será aguantar en la carrera y cada día que pase lo celebraré como si hubiera ganado.
Metemos las motos en la furgoneta y saludamos a Vicente Bellés, todo un clásico de los rallies africanos, que nos dará asistencia con su coche. Va a ser una especie de mánager voluntario porque conoce como nadie los entresijos de esta competición. Esta noche se la pasará al volante para llegar a Génova a las nueve de la mañana y meter las motos en el contenedor del barco.
Tengo sólo un par de semanas para terminar el entrenamiento. Hace menos de un mes de la última operación, y ahora debo recuperar la masa muscular y ganar más giro en la muñeca. También empezaré a ir en moto por los montes de León. He hecho un invento para proteger la muñeca; consiste en un guante de boxeo, una especie de muñequera con la base rígida y unas vendas con silicona en el dedo para que lo sujete y no tire hacia otro lado. Es mi superpuño, una chapuza que espero funcione. Tengo verdaderas pesadillas pensando que voy a ir a este rally, pero no voy a tirar la toalla, voy a entrenar todos los días hasta mi partida y ¡caña, caña y caña!
—¡Jesús, no vayas, quédate aquí conmigo! —dice mi fisioterapeuta.
Según él, estoy completamente loco. Me apuesto una cena a que voy y termino. Es la quinta, así me esforzaré mucho para no arruinarme. El entrenador que me ayuda en el gimnasio tampoco es optimista. Él afirma que no cumpliré ni tres jornadas. Salgo con un 30 por ciento de mis fuerzas y un 50 por ciento de movilidad. Nadie apuesta por mí pero yo… ¡Voy a intentarlo!
Volamos desde Madrid en dirección a El Cairo, Egipto. Voy con mi amigo y cámara Emilio Valdés y con Julián Villarrubia, mi mochilero y un buen piloto, aunque no tiene experiencia en las dunas africanas. La recepción del hotel, Pyramids Park Intercontinental, a las afueras de la capital, es un auténtico caos. Participantes de todos los países hacen colas desordenadas para inscribirse a gritos y recoger la llave de la habitación. Voces, empujones, golpetazos de bolsas de viaje enormes, abrazos de viejos conocidos. El mundo motero en su salsa. No es mi ambiente y me cohíbe un poco. Lo peor está por venir.
Tres horas después conseguimos las habitaciones. Aunque es muy tarde y estoy cansado, el miedo a agarrar la moto en estas condiciones me mantiene despierto. Creo que estoy aquí porque siento el compromiso con los patrocinadores y con Cuatro, pero tal vez me equivoque y ponga en riesgo mucho más de lo que perdería si me hubiese quedado en casa. Pero no quiero darle más vueltas. Cuando tomas una decisión, hay que ir a fondo con ella.
Nos despertamos pronto en un día que será ajetreado. Vicente Bellés, al que encontramos anoche, y Jorge Velayos, se han ido a las seis de la mañana a Alejandría a buscar las motos. Julián y yo debemos cumplimentar los trámites burocráticos que son siempre largos y aburridos. Tras dar unas vueltas en este hotel enorme descubrimos la sala donde se procede con el ritual. En ella han habilitado un circuito de mesas ordenadas por temas. Primero, el registro; nombres, la licencia internacional para esta competición (Campeonato del mundo de rallies), matrículas, etcétera, luego, los seguros, después los médicos.
¿Qué les digo ahora? ¿Que estoy como una rosa o que estoy recién operado? Más bien opto por no ser al cien por cien transparente y bajo la manga de mi camisa para tapar la cicatriz, no vaya a ser que me tumben después de lo que me ha costado.
—Tutto bene?
—En perfecti conditione —me invento el italiano. Este rally lo organiza una empresa de ese país.
La cosa cuela y voy directo a recoger la pulserita que me identifica como piloto y los tiques de comida. Después me dan el dosier de prensa y la información de carrera. La cola va avanzando en orden, ahora llego a la parte técnica. Un señor me da el road book, la guía de viaje que llevamos en la moto. En la siguiente parada, dos amables francesas me enseñan el Iritrack, un sistema de localización por satélite propio de la organización, además del GPS, una brújula, un espejo para hacer señales con el sol, y una alerta que emite un fuerte pitido si alguien está a punto de atropellarte por detrás. Después recojo el GPS y el Sentinel, sistemas de localización en caso de pérdida, y por último la baliza, otro sistema de seguridad.
Si tenía miedo, ahora siento pánico. Las viejas glorias (pilotos, me refiero) que se pasean por el hall tienen unas cicatrices como las de Frankenstein.
Lo más urgente es leer el road book e introducirle los cambios que han marcado y que han colgado en la pared de un pasillo. Es un rollo de papel que debes ir girando a medida que lees y que te marca la ruta y los peligros que tiene. Leerlo e ir a velocidad fuera de pista se llama navegar, y es lo más duro y complejo en los raids africanos. Julián no lo ha hecho nunca y está intranquilo. Yo al menos adquirí cierta experiencia el año pasado.
Las motos de los pilotos ya están aquí, todas menos las nuestras. Julián y yo parecemos dos pardillos novatos dando tumbos por este hotel enrevesado en el que nos perdemos todo el rato. No sabemos cuál es el próximo paso. Esta tarde hay que preparar las motos y después superar un exigente control en el que examinan la mecánica de cada vehículo para que nadie se salte las reglas. Este rally cuenta en la clasificación del Campeonato del Mundo de Raids y aquí están los mejores pilotos del mundo. Existen unas especificaciones técnicas muy concretas que todos debemos respetar.
Cuando ya desesperamos vemos llegar a Vicente y Jorge, que han vuelto agotados de Alejandría. ¡La verdad es que es un estrés de órdago esta carrera! Comemos rápido y llevamos las motos al descampado para componerlas. Mientras los mecánicos trabajan, Julián y yo repasamos de nuevo el road book, la pesadilla del rally. Tenemos que marcar con rotuladores de colores las distintas indicaciones que tenemos, especialmente las calaveras que te marcan los grandes peligros. Hemos de leerlo al primer vistazo sin confundirnos, a más de setenta kilómetros por hora en pistas llenas de baches.
Horas después salimos a toda castaña para poner gasolina. Somos los últimos en llegar, a las nueve y media de la noche, al toldo de verificaciones bajo el cual los árbitros técnicos de la carrera inspeccionan nuestras motos. El examen es concienzudo y te hacen pasar un mal rato porque la moto debe respetar la reglamentación a rajatabla y surgen problemas casi siempre.
Le digo a Velayos:
—La ventaja de entrar a estas horas es que tendrán hambre y querrán acabar pronto. En menudo lío me he metido, con la mano así, espero por lo menos acabar la mitad de las etapas. Si no, ¡me vais a matar todos!
Como soy el último y es verdad que están cansados, nos dan por fin su visto bueno. Llevamos catorce horas sin descanso preparando la carrera, que se inicia mañana a las 6 de la mañana. En la cena se nos desatan los nervios. Está peor que yo mi pobre mochilero, que es la primera vez que participa en un raid africano.
Vicente Bellés nos dice:
—Este chico es conductor de autobuses en su ayuntamiento y ha pedido una excedencia de un año para participar en estas carreras. Tiene mucho mérito.
—Pero ¿qué mochilero me he traído, que sabe menos que yo? —digo riéndome.
—Andar con la moto, anda bien; ahora, no sabe navegar —aclara Vicente.
—No pasa nada, aprendemos juntos, eso está hecho. Lo poco que sé te lo cuento y seguro que eres capaz de ponerlo en práctica en una hora —tranquilizo a Julián.
Y él responde con la sonrisa medio torcida:
— Te lo diré mañana a esta hora.
No hay más que hablar ni pensar; nos vamos a dormir. En la cama tengo que hacer un verdadero esfuerzo para eliminar ese miedo atroz que le tengo a las dunas desde el accidente. «Ya está, ha llegado el día. Tengo los nervios metidos en el estómago y no me han dejado dormir ni una hora siquiera. ¡Qué cansado! Espabila, levanta y afronta este lío en el que te has metido».
Así es mi despertar. Me pongo el traje de cuero, me vendo la muñeca forzando el ángulo para dejarla tiesa toda la carrera y me coloco las protecciones que nos dan ese aspecto de clones de la guerra de las galaxias. ¡No puedo caminar! Para que os hagáis una idea, voy tapado hasta los dientes: llevo una camiseta térmica, una coraza, protecciones, rodilleras de carbono, casco, tres capas de guantes y pantalón y chaqueta de plástico que no transpira.
Casi no me entra el desayuno de los nervios que tengo. Veo que Julián está igual y me pregunto, la verdad, por qué habré escogido como mochilero a alguien con menos experiencia que yo. ¡Esto sólo me pasa a mí! Pero sé que es un buen piloto, un buen tío, un gran luchador, y me ayudará. Aquí estamos para apoyarnos, y alguien con más pedigrí tal vez me deja tirado en medio de la arena. ¡He aquí a un par de pardillos frente a una gran aventura!
A las siete estamos listos en el punto de salida, las Pirámides de Giza. Es una inmensa explanada sobre un alto en la que se levantan las famosas pirámides egipcias. Son tres: Micerinos, Kefrén y Keops, unidas por caminos de tierra por las que se pasean turistas a pie o a caballo, vigilados por policías montados sobre camellos. El espacio es amplísimo y la vista de El Cairo, magnífica.
El conjunto de la necrópolis de Giza es sobrecogedor, si piensas que llevan aquí desde hace unos 4.500 años. La pirámide mayor sigue siendo el edificio en piedra más alto del mundo. Es una tumba creada para enterrar al faraón de la cuarta dinastía del Antiguo Egipto. Hoy es uno de los lugares turísticos más emblemáticos del mundo. Pero nuestra triste realidad es que no tenemos mucho tiempo para pensar en ello. Los primeros pilotos hace rato que están tomando la salida y nos queda muy poco tiempo.
Estoy tan histérico que no dejo de gritar a Velayos, de preguntar a Vicente y de maldecir el sistema de cámara que llevo en el casco. Tiene unas conexiones de metal grandes como cartuchos que si me caigo y me clavo, me fracturarán las costillas.
—¡Emilio, enchufa la cámara! ¡Velayos, no me corre el road book!, Vicente, por favor, ¿cómo distinguimos los controles?
Es un estrés bestial; ni duermes, ni comes, ni te da tiempo de ir a hacer pis.
—Julián, listo. ¡Nos vamos!
Aprieto el acelerador e iniciamos la carrera. Ya está, al menos me libro de la tensión de los preparativos. Ahora me concentro en la moto, la pista y el road book. Hoy tenemos pista dura por delante, con pocas dunas. Para entrar en calor, dicen. Nos dirigimos al sur del país, hacia un lugar llamado oasis de Baharya, a unos 340 kilómetros de distancia.
La moto me responde bien y la muñeca me duele, pero podré soportarlo. Poco a poco me relajo y me dejo llevar por la magia de estar pilotando en mitad de Egipto. Compruebo que todo funciona y gano seguridad. Sigo a Julián y ambos llevamos una velocidad parecida. Empiezo a disfrutar.
Pero se termina pronto. El calor y el temblor de la moto, que vibra como una batidora, me hacen sudar de lo lindo y me producen un fuerte dolor en el hombro y la muñeca. No creo que pueda resistir muchos más kilómetros. Estoy fatigado y lleno de arena. Julián me anima y me avisa de que falta muy poco para el primer control, CP, les llaman. Llego reventado. No puedo con mi alma, no tengo fuerzas ni para quitarme el casco.
—¡Vengo del infierno, y me voy a lo más profundo del infierno!
Menos mal que Vicente y Velayos me esperan para ayudarnos, cargar combustible y darnos unas tabletas de chocolate. Estoy empapado de sudor, me bajan las gotas en churretones. Y tengo que seguir, después de una corta pausa de diez minutos. Pero al menos no me he caído. Sigo en pie y voy ganando seguridad. Cada vez le meto más velocidad, sin arriesgar. Tal vez termine la etapa.
Pista y pista por delante, con el ruido atronándome dentro del casco. Metros comidos levantando polvo que trago y escupo. Tengo la garganta reseca y no siento la mano. No puedo disfrutar del desierto blanco por el que avanzamos, aunque sí percibo cuán extraordinario es; la arena blanca finísima cubre infinitas planicies salpicadas por formaciones rocosas de piedra calcárea y formas insólitas, provocadas por la erosión del viento. La blancura de la arena se podría confundir con nieve, si no estuviéramos a treinta y cinco grados de temperatura.
A las seis de la tarde llegamos destrozados al vivac, el campamento levantado por la organización en las afueras del oasis. Bajo de la moto y me quito el casco en un esfuerzo titánico. Me tumbo al instante incapaz de mover un músculo. Me quedo horizontal un buen rato, hasta que poco a poco cargo las pilas. La poca fuerza que tengo me da para andar doscientos metros, entre tiendas, coches, motos y camiones de mecánicos, hasta la carpa inmensa que sirve de comedor. Me desplomo encima de la mesa y bebo un litro seguido de agua. Creo que no podré seguir, la mano me duele demasiado.
—Julián, ¡tengo la mano hinchada como un botijo! Me tomaré antiinflamatorios, pero no sé si saldré a la siguiente etapa hasta mañana por la mañana.
—Hombre, no seas así, si has venido perfecto. Ve a la enfermería, anda, y quítate un poco ese cuento que te traes.
Bajo la carpa hay muchas mesas. Debajo, a nuestros pies, alfombras mullidas. Tiene un aspecto muy egipcio, lo que se agradece. En un rally sólo tienes tiempo de disfrutar del paisaje, y no mucho. Pero no llegas a conocer gente, ni pueblos ni sus culturas. ¡Es tan distinto de mi forma habitual de viajar!
La organización trata de ofrecer las máximas comodidades en este lugar remoto situado en mitad del desierto. Todo el mundo reconoce que se esfuerzan mucho más que los del Dakar, a los que eso les importa bien poco. Me ducho en un camión, un tráiler más bien, que tiene en su techo depósitos de agua. Con el calor del día alcanza tal temperatura que te quema la piel, aunque peor sería ducharte con agua fría.
En la cena, un rico bufé, cada cual cuenta sus batallitas sobre la moto. Compartimos asistencia mecánica con otros dos pilotos españoles: Pedro Matesanz, un amateur que tiene mucha experiencia y corre que se las pela (es un armario de hombre), y José Manuel Pellicer, un piloto semiprofesional que trata de hacerse un hueco en uno de los pocos equipos oficiales que existen en el mundo de las motos de raids. Vicente Bellés nos entretiene siempre con sus inagotables anécdotas, que ha recogido durante largos años en los rallies Faraones y Dakar. Es un hombre sesentón, con una barriga hermosa, al que le fascina el mundo del motor en África.
Varias mesas más lejos cena el equipo de Repsol: Marc Coma, Jordi Viladoms y su capitán, el legendario Jordi Arcarons. Gracias al doctor Mir, que también les atiende, me tienen enchufado; aseguran que estarán pendientes de mí y me echarán una mano en todo lo que puedan. Ellos están serios y concentrados porque aquí vienen a lo que vienen: a ganar el campeonato del mundo.
Con la comida recupero fuerzas y ánimo. Decido continuar mañana porque todavía tengo algo de fuelle. Instalamos el campamento abriendo en dos segundos las tiendas Quechua, que son las que aquí usa todo el mundo, por la rapidez con la que se montan. (El tiempo que se gana abriéndola lo pierdes desmontándola, pero como yo me voy volando por la mañana, el marrón se lo come otro). Al lado tenemos la furgoneta de los mecánicos y el coche de Vicente Bellés. Nos agrupamos todos en torno a las motos, que son las joyas de la corona; recién limpias y revisadas después de cada etapa y descansando bajo el toldo prestado por KTM, para protegerlas.
Dormimos apenas cinco horas acompañados por el insoportable ruido de los generadores eléctricos, que nunca se apagan. Es todo lo contrario a los apacibles y naturales entornos de las expediciones de montaña. El mundo del motor huele a gasolina, te embadurna de grasa y te ensordece con rugidos de vehículos.
Cuando amanece nos ponemos en pie e iniciamos la loca carrera para llegar a tiempo al PC de salida. Vestirme, vendarme la mano, desayunar, colocar el rollo de papel del road book y tener la moto lista lo hago en un sprint cargado de tensión y prisas. Cada día, milagrosamente, lo conseguimos. Si no, te penalizan y pierdes posiciones en la carrera.
De nuevo a punto, miro a Julián y respiro hondo. Allá vamos: gas a tope y a esquivar baches y piedras para mantenerme siempre encima de la moto, mi absoluta prioridad en esta carrera. Hoy entramos de lleno en las dunas. La arena está blanda y la moto se puede encasquillar en cualquier momento. Lo importante es no perder el control porque…
—¡Ayyyy!, se me va, se me va la moto —¡plaf! Al suelo.
Bueno no ha pasado nada. Julián me ayuda a levantarla porque casi no tengo fuerzas en el brazo. Pesa 170 kilos. Seguimos adelante y me caigo otra vez, una tercera y una cuarta. ¡Hasta cinco veces! Pero veo que no me hago daño, así que voy ganando confianza. Ahora ya estoy metido en el follón de las dunas, cada vez más altas e imponentes. Hay cordones interminables, muchas de ellas gigantes, donde conviene extremar las precauciones en el pilotaje, muchas son cortadas, las más peligrosas. Estas dunas hay que remontarlas con mucha aceleración y velocidad, para reducir justo en la cresta, conseguir el equilibrio exacto, dejar la moto en suspensión y después acelerar en la bajada. Sólo de este modo se sortean. Si te quedas escaso de velocidad no llegas y te hundes hasta el asiento; y luego debes desenterrar la moto, dar la vuelta, que no es fácil, bajar e intentarlo de nuevo. Aunque peor es pasarte, porque entonces vuelas en el vacío, como me ocurrió en Marruecos, y terminas en el hospital. Es agotador; la tensión que vas acumulando es enorme.
El cansancio no me deja disfrutar como quisiera del espléndido paisaje. Un rally de este tipo permite que entres en lugares cerrados al público. La zona por la que vamos está militarizada y nadie tiene acceso. Es el desierto blanco, llamado el «Gran mar de Dunas», uno de los más desconocidos que existen en el mundo. Es una pena porque el turismo de Egipto gira en torno al Nilo y a la Península del Sinaí y poca gente se asoma al otro lado de este gran país, hacia el oeste, en dirección a Libia. Es un desierto inmenso, pero os aseguro que vale la pena. Veo colinas interminables de dunas de arena muy clara, y nada más. Bueno sí, la rueda de mi moto.
A las doce de la mañana el sol me impide ver el relieve del suelo y el bache puede hacerme saltar en cualquier momento sin que pueda evitarlo. Es una faena correr así.
¡Ooohhh, cataplán! Otra vez en el suelo. Esta vez es Julián, al descender la duna. Yo me quedo mirándole desde arriba porque estamos en un sitio conflictivo. Los vehículos que suben el montículo no ven lo que hay detrás. Estoy pensando en ello cuando veo que llega una moto.
—¡Espera! ¡Para, para! Cuidado, vale…
La moto se detiene en el cortado y mira a Julián. Al bajar puede esquivarle sin problemas. Pero justo entonces oigo un ruido que atruena por detrás, ¡es uno de los camiones grandes!
—Para, para, frena hombre. ¡Para! ¡Para! —la bestia no me hace ni caso y va a atropellar a Julián—. ¡Julián, sal de ahí ahora mismo, apártate!
El camión salta la duna sin frenar y pasa rozándole. Este es uno de los peligros de la carrera; muchos accidentes se producen de esta forma. Hoy hemos salvado el pellejo, pero este susto no ayuda a tranquilizarnos. Al cabo de un rato llegamos al control de paso. Son puntos donde te espera la organización para asegurarse de que vas siguiendo la ruta marcada. Te apuntan en la lista y te sellan el libro de ruta. Si te saltas uno, te penalizan muchísimo. Julián se ha hecho mucho daño en el brazo. Ahora es él quien va más tenso. Pero pasamos el CP4 y el CP5 y, finalmente, tras seis horas en la moto y 450 kilómetros recorridos, llegamos al fin de la etapa, en un lugar llamado Sitrah. Se supone que hay un oasis, pero el campamento está a las afueras, como siempre, y no llegamos a pisarlo, ni siquiera a verlo.
Hoy termino agotado pero contento. He llegado en el puesto 39, de 106 participantes en moto. La verdad es que me cuesta creer que esté así de bien, aunque la mano, no es que esté dolorida, ¡es que no la siento! Después de ducharme en el camión y ponerme una camisa limpia me acerco a las tiendas del equipo Repsol. Están sentados alrededor de una mesa estudiando la etapa de mañana, y me incorporo. Jordi Arcarons, el jefe del equipo, me explica que en el briefing del director de carrera, que me salté porque estaba en las verificaciones, afirmaron que esta edición del rally es la más dura de todas las que se han hecho hasta ahora, por la cantidad de dunas y arena. Soy un tío con suerte.
Hablo un rato con Marc Coma. Para él es su cuarto año y se lo toma como lo que es, su trabajo. Siempre encuentra cosas que mejorar, pero ya conoce muy bien este rally y seguro que lo gana de corrido. Si vence aquí habrá conquistado el campeonato del mundo de raids.
Ya ha oscurecido y Velayos me trae una mala noticia. Estamos en el mes de Ramadán y el hombre que trae la cuba de gasolina se ha esfumado. No me extraña porque cuando celebran esta fiesta religiosa están sin comer ni beber desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde, así que ¡su estómago debía rugir más fuerte que su camión!
Vicente aparece y aprovecha para darme una pequeña reprimenda:
—¡Cómo no hacéis lo que os dicen! Cuando llegas tienes que ir a repostar. Ahora no hay gasolina, y mañana ¡a lo mejor no puedes salir, querido! ¿Qué te digo yo? Es muy bonito llegar, tomarse la cervecita y decir, qué cansado estoy… Los demás han ido y han repostado. Tú no has ido y a lo mejor mañana no tienes gasolina.
—Pero bueno, ¿me dejas hablar?
—No, no te dejo hablar, se ha acabado. ¡Antes de llegar al campamento se reposta, regla sagrada!
Pues nada, no puedo decir esta boca es mía, así que me meto en la tienda y que me dejen tranquilo un rato. ¡Qué sufrimiento!, cuánto estrés y cuánta tontería en mitad de este calor tan agobiante. No sé quién me manda meterme en estos saraos, la verdad.
Amanece un rato después y me pongo en marcha, pero con muy pocas fuerzas. Algo me sentó mal y he pasado una noche toledana, con diarrea. ¡Lo que me faltaba, vamos, lo ideal, estar perdiendo líquido aquí en el desierto!
Estoy desmotivado porque no me apetece en estas condiciones ir a pasar calor a las dunas y aumentar el riesgo de deshidratación. Pero la carrera no espera y si no salgo me desclasifican. Afronto esta etapa con mucha incertidumbre.
Tras solucionar un problema con el GPS, salimos con prisas pero listos al fin. Cada poco rato tengo que detenerme e irme detrás de la duna para solucionar mi pequeño problemilla, pero las pastillas que me he tomado deben estar haciendo efecto porque cada vez estoy mejor. Tres horas después de luchar contra las dunas y la arena blanda nos encontramos solos sin tener roderas por las que guiarnos. De pronto nos damos cuenta de que estamos perdidos.
Lo normal, cuando vas en mitad del grupo, es seguir las roderas de los que van delante. Ellos marcan la ruta. Pero tienes que ir avanzando tu propio road book para comprobar las indicaciones que te marca, por seguridad. Ahora nos hemos despistado y ya no reconocemos ni roderas ni las pistas marcadas en nuestra guía.
—Vamos raros de rumbo, ¿eh? ¿Este camino sería por donde vinimos? A ver, vamos a ir al 199 (en el GPS) para ver si vemos esta montaña tan característica (me la señala el mapa de ruta).
Volvemos hacia atrás e identificamos una colina que nos marca el road book. Ya está, recuperado. Pero avanzamos despacio porque a continuación tenemos señalado un peligro grande, en forma de calavera. Cuando lo lees en el papel te das un buen susto. Ahí puede haber un obstáculo que realmente provoque un accidente importante si no lo tienes en cuenta. Voy tan lento que no logro controlar la moto en estas arenas blandas.
—¡Ahhhhh! Mi brazo, qué daño… —bueno, ya me di el galletón. Estoy tonto ¡eh!
Me levanto con rapidez. La luz tiene un color rojizo y pisar el desierto y marcar la huella produce un placer infinito. Lo bonito de estos rallies es que pasas sin darte cuenta de una situación angustiosa o dolorosa a otra que te lleva a disfrutar de lo lindo. Llegamos exhaustos al White Point, un control donde repostamos gasolina y saludamos a Vicente, que estaba subiéndose por las paredes pensando que no llegábamos.
Hoy soy consciente de que sin Julián no hubiera acabado la etapa. Me ha animado y levantado la moto en un montón de ocasiones. Es un compañero paciente y le estoy agradecido. Sin duda ha sido la mejor elección.
Estamos en lo más profundo del desierto, en un lugar llamado oasis de Siwa, a 560 kilómetros de El Cairo y a sólo 50 kilómetros de Libia. Es una población milenaria completamente aislada en mitad del desierto, rodeado de palmeras y vegetación y al borde de un lago con aguas azules y quietas como un espejo. He decidido que esta vez no voy a dejar de visitarlo; además, aquí pasaremos dos noches.
Sería imperdonable no entrar en sus callejuelas porque la experiencia es memorable: retrocedes en el tiempo, unos quinientos años, como mínimo. No hay apenas coches, sólo alguna moto tuneada con sillín de pelo de cabra, que parece una moda. Se desplazan en carritos tirados por burros, aunque sólo ves las caras barbudas de los hombres porque las mujeres llevan un burka espeso del que sólo asoman los ojos. En los carros transportan sacos de dátiles y aceitunas, que cultivan alrededor del oasis.
Este pueblo es muy, muy antiguo, del siglo X a.C. Es maravilloso visitar las ruinas del templo del oráculo o ir a ver una terma natural donde Cleopatra venía a darse unos baños. Además, el hecho de que estemos en Ramadán lo carga de magia. Durante el día percibes tensión porque andan muertos de hambre pero, al atardecer, cuando suena el rezo del almuédano se despiertan la mar de alegres y simpáticos. ¡Les espera un banquete! A mí me invitan a compartir su cena unos amables policías.
Lo más extraño de estar aquí es contemplar la mezcla de dos mundos: uno rural y detenido en el tiempo, y el otro, el nuestro, atropellándoles con los camiones, coches y motos, a los que hay que sumar nuestras prisas y los disfraces que llevamos. Nuestra presencia caminando, no obstante, les sorprende. Lo normal es que el contacto con el rally sea fugaz porque los pilotos cruzan el pueblo en sus vehículos sin detenerse. Me temo que pocos se interesan por esta cultura fascinante.
Nuestra tarde de disfrute termina muy pronto, muy a nuestro pesar. Tenemos que volver al campamento lleno de petardazos de los tubos de escape, carburantes, generadores y pilotos medio zombis.
La quinta etapa consiste en dar un rodeo grande alrededor de Siwa y volver al mismo campamento. Salgo más tranquilo, confiado y con la sensación, por fin, de que podré terminar el rally si no cometo errores de bulto. Es la etapa en la que más me divierto. Ya he cogido el punto a las dunas y les he perdido el temor que me inspiraban. Voy concentrado y con ganas de acabar, pero además en un buen puesto, no el último. Y eso que en esta etapa el rutómetro nos marca grandes peligros en los primeros cuarenta kilómetros. El desierto no es sólo arena, también esconde un polvo parecido al talco debajo de una costra reseca que parece suelo firme. Es una ilusión; si entras en ese terreno sin acelerar a fondo, inevitablemente te frenas en seco y te hundes hasta el manillar. Esto es lo que me ocurre hoy y salgo disparado de la moto y me doy un buen revolcón. Sin consecuencias.
También hay cañones, precipicios, rocas, trialeras y, sobre todo, un calor horrible. Lo normal es estar a treinta y cinco grados a la sombra, pero según me contaba Jordi Arcarons, la temperatura a un metro del suelo (cuando le da el sol) ronda los sesenta y cinco grados, y a esto hay que sumarle el calor que desprende el motor.
Llevamos dos horas largas apretando fuerte el acelerador, cuando encuentro a un piloto parado levantando la moto. Me detengo y le pregunto si todo va bien. No hay problema, me dice. Sigo la ruta, pero apenas cinco kilómetros después veo a otro compañero en apuros. Y este caso parece serio de verdad.
Está tumbado sobre la arena, de espaldas y con el casco puesto. Ya hay otro piloto socorriéndole pero el accidente tiene una pinta terrible. Es un hombre italiano que sólo balbucea palabras inconexas. Parece que se ahoga. Llamo por el satélite a la organización mientras damos vueltas desesperados por hacer algo, pero no debemos moverle ni quitarle el casco ni la ropa. Por suerte el helicóptero de emergencias llega en cinco minutos. La polvareda que levanta se mete hasta el último rincón de su cuerpo, ojalá no tenga heridas abiertas, pienso.
Los doctores se lo llevan con rapidez y la moto se queda tirada en la arena hasta que la recoja un camión escoba, que peina por detrás la carrera. Cuando todo termina, Julián y yo seguimos la marcha. Ahora se nos ha quitado la alegría y bajamos la velocidad a la mitad. Hace un rato he llegado a poner la moto a ciento cuarenta kilómetros por hora y ahora no paso de sesenta o setenta kilómetros. Cualquier socavón, cualquier bache mal visto puede mandarte al otro barrio, y lo peor es que con la adrenalina que te produce la velocidad y la libertad de pisar un terreno tan virgen te olvidas de ello.
Al llegar nos explican que el motorista italiano ha tenido un fuerte politraumatismo pero mueve las extremidades, por lo que seguramente no será irreversible. Se lo han llevado al hospital en helicóptero.
Para la organización este tipo de accidentes son terribles. Aquí participan los equipos profesionales, ya que forma parte del Campeonato del Mundo, pero se sostienen gracias a los pilotos amateurs que logran escaparse durante diez días, con sus propias motos, para disfrutar del desierto, la arena y la conducción peligrosa en un territorio virgen como éste. Este rally ofrece más comodidades que el Dakar y no es tan exigente en cuanto a horas y kilómetros. Por tanto, no conviene que la gente se haga daño. Aquí llegan a disfrutar de una prueba compleja, no olvidemos que es el segundo raid más duro que existe, pero diseñado para que lo podamos afrontar los que no somos profesionales. Eso sí, aflojando la cartera.
Pasamos nuestra quinta noche en el desierto sin salir del campamento. No quedan fuerzas más que para arrastrarnos hasta la carpa, pedir bebida y comida y escuchar las batallitas de turno. Estoy fatigado de tantas historias de motores y carreras porque esta gente realmente no habla de nada más. Es un mundo pletórico de testosterona, donde los tipos se lo pasan genial hablando de motos. Ni tan siquiera hablan de tías. De hecho, por aquí se ven poquísimas. Habrá unas cinco, aproximadamente, participando en la carrera.
Afronto la sexta etapa con la felicidad de saber que voy a terminar. Nadie podría creerlo, ni yo mismo, he de confesar. Pero poco a poco he entrado en calor, se me han adormecido las lesiones y he adquirido seguridad encima de la moto. Gracias en gran parte a Velayos, el supermecánico que la cuida cada noche y la adapta a mis necesidades.
La sexta etapa transcurre sin incidentes. Ya vamos de nuevo dirección a El Cairo y llegamos al mismo campamento donde dormimos a la ida, en Baharya.
He hecho migas con Marc Coma. Viene a visitarnos a nuestro pobre campamento y me encuentra descansando, estirado en el suelo. Marc me cuenta:
—Mañana sólo tenemos unos diez kilómetros de dunas, el resto es pista.
Yo le advierto, muy serio:
—He mandado que mañana preparen bien la moto porque voy a por ti.
—Ya estaré al loro… pero no te confíes, ahora es el momento más peligroso, cuando ya sólo quedan dos días, lo tienes todo hecho y… aún no se ha terminado, ¿no? Mira lo que le pasó a Viladoms el año pasado, que iba segundo y el último día lo perdió todo.
El séptimo y último día de carrera es, como dice Marc, muy peligroso. Vas confiado, pero también agotado, y cualquier contratiempo puede hacer que todo el trabajo de las últimas jornadas se quede en nada. Así que los hormigueos de mi estómago vuelven a crecer y salgo, al igual que en el inicio, con mucho miedo. Hoy no arriesgo nada, ahora ya se trata exclusivamente de llegar sano y salvo y sin problemas mecánicos que te dejen en la cuneta a última hora. Tenemos la ventaja de que casi no corremos fuera de pista, ¡nos vamos directos a El Cairo!
Voy acercándome a las pirámides de Giza, de nuevo, una semana exacta desde cuando partí. Al verlas tengo un subidón de euforia y de orgullo increíble. ¡Nunca pensé que lo conseguiría, la verdad! Pero una vez más, la tozudez propia de mi tierra, León, ha venido al rescate. Lo hemos conseguido gracias al apoyo de todos, a Julián, mi infatigable amigo y mochilero, que me ha levantado la moto y me ha socorrido en un montón de ocasiones, Vicente, el mánager voluntarioso y lleno de conocimientos útiles y anecdóticos en esta extraña aventura, y Velayos y su ayudante, que se han ocupado de las motos como si fuera criaturas vivas. Un rally necesita una buena asistencia. Sin ella no podrías sobrevivir a tanta tensión.
Mientras me acerco pienso en ello y en los meses de recuperación que he acelerado para estar aquí y terminar. Por fin he demostrado que no soy tan mal fichaje, ni para Cuatro, ni para los patrocinadores. Siento que la pifia del accidente se ha redimido.
Y así termina esta historia. Cuando llego, Marc está celebrando su triunfo desde hace dos horas. Ha ganado el rally y, también, el Campeonato del Mundo. Es una máquina y tiene una cabeza fría, el mejor navegador del circuito.
He disfrutado. He superado dificultades a pesar del mucho sufrimiento y he tenido una gran recompensa: de ciento seis motoristas llegamos a la meta sólo setenta y tres. Yo lo hago, detrás de Julián, en el puesto cuarenta y seis. Subimos al podio y Jackie Ickx, el ex piloto, hoy director del Rally de los Faraones, me felicita efusivamente. Yo no me quiero ir de aquí. Deseo que el tiempo se detenga y escuchar los aplausos de los cuatro «mataos» que todavía quedan entre el público.
Vicente me abraza y dice:
—Yo creo mucho en la fuerza moral. ¡Querer es poder!
Por una vez tiene razón, el tío.
Me encantan las motos, nada hay que te ofrezca más adrenalina que la velocidad. Ya estoy soñando con el próximo rally. Pero mi mundo, en realidad, se encuentra en la montaña. Y aunque soy feliz en las Pirámides de Giza, no lo olvido.