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Everest, la cumbre más deseada

 

He sido guía de montaña en el Himalaya durante muchos años. Casi siempre en viajes en los que he acompañado a grupos de turistas amantes del trekking y viajes de aventura. Muchos de ellos era la primera vez que se atrevían a adentrarse en los valles nepalíes o del norte de la India.

Es un trabajo duro porque la región no es, cómo os diría, coser y cantar. Para sobrevivir con desconocidos, impactados por la precariedad del entorno, tienes que ser un buen «salvamarrones» y un terapeuta psicológico. Esta combinación me define la mar de bien, aunque es verdad que algunas veces puede ser devastadora. En ocasiones, todo se tuerce desde el primer instante. Pero es un buen oficio.

He realizado cuarenta y cuatro expediciones por los valles de la cordillera del Himalaya, y sólo lo cambiaría por otra vida: acometer yo mismo y por mi cuenta ascensiones de más altura. Como estamos en el Himalaya, hablamos de los picos de siete y ocho mil metros que se concentran caprichosamente en este lugar de Asia.

Mi primer intento lo realicé en el Cho-Oyu (8.201 metros) en 2003, junto a Manuel Caballero, mi compañero habitual de escalada cuando entreno en España. Pero la inexperiencia en estos colosos impidió que consiguiéramos la cima; no pasamos de los 7.300 metros.

En el mismo momento de la retirada decidí que volvería a intentarlo al año siguiente, y fue en 2004, con la ayuda de un sherpa, cuando alcancé la cima del Cho-Oyu, la sexta montaña más alta del mundo. Fue duro, más de lo que imaginaba. Pero me atrapó de forma irremediable. Y al bajar tomé la decisión de cumplir un sueño que estoy seguro de que a todos nos ha taladrado la mente alguna vez; subir a la máxima altura del mundo: el Everest.

Soy de León, y nadie de mi tierra, hasta ese momento, en 2005, ha escalado la montaña más alta del mundo. Es mi oportunidad, y me lanzo a despertar el interés de instituciones y empresas privadas. Poco a poco y con muchas visitas a despachos, un terreno en el que es difícil moverse, más árido que escalar montañas, consigo pequeñas aportaciones, que van sumando. Me llevo decepciones, pero también muchas alegrías. A este presupuesto sumo todos mis ahorros, más los que no tengo, y reúno el dinero suficiente.

Tengo que agradecer sinceramente a todos los que me apoyaron, desde el Ayuntamiento de León, la Diputación de León, la Junta de Castilla y León, y RMD, una empresa de reciclaje cuyos dueños apuestan sin dudar, por citar a algunos.

Eso sí, me convierto en el hombre anuncio. Llevo en la ropa tanta publicidad que casi no se ve el color de las prendas.

Me entreno como un caballo de tiro durante el año, al mismo tiempo que preparo el mejor equipo tecnológico. Quiero ser, al máximo, autosuficiente para explicar mis aventuras desde donde me encuentre. Nueve meses después estoy listo para afrontar la aventura de mi vida.

Me voy de León a Madrid, y de allí a Doha. Tras una pequeña escala aterrizo en Nueva Delhi, donde cojo una conexión hasta Katmandú, la capital de Nepal. Estamos en abril, en temporada de primavera, la más adecuada para conseguir la cima.

El Everest mide 8.850 metros de altura y es el pico más alto que existe en el planeta. Los sherpas, la etnia mayoritaria que vive en el valle del Solu Khumbu, donde se levanta la inmensa montaña, lo llaman Sagarmatha. Desde la parte tibetana lo llaman Chomolungma, la madre diosa de la Tierra.

En el mundo existen, junto con el Everest, otros catorce picos que miden más de 8.000 metros. Cinco están en el Karakórum, en Pakistán, uno en el Tíbet y los otros ocho en Nepal, aunque algunos de estos últimos comparten cima con el Tíbet y la India.

El Everest ha supuesto durante décadas el sueño de centenares de alpinistas. En 1856, año en el cual la oficina topográfica de la India afirmó que medía 8.850 metros, comenzó la leyenda. Es la montaña con más literatura en el mundo, y yo, como cualquiera que se acerque a esta cumbre, he aprendido a conocerla a través de los libros.

El primer intento se realizó en 1921, pero tuvieron que pasar treinta y dos años y como mínimo dieciséis muertes antes de que Edmund Hillary y Tenzing Norgay llegaran a la cumbre. Formaban el equipo de segundo intento de la expedición inglesa liderada por John Hunt. Tanto Hunt como Hillary han descrito la emocionante aventura, cada cual desde su perspectiva. Os recomiendo especialmente a Hillary, muy divertido a pesar del aspecto de tipo seco y flemático que tiene en las fotografías. Un apicultor al que su hazaña transformó en héroe y en un infatigable defensor del pueblo sherpa.

El Everest es el ocho mil más alto, y eso lo convierte en un símbolo. Por este motivo es la montaña que más ascensiones tiene, de largo, cada temporada. Nos atrae a la mayoría de escaladores, aunque sepamos que es la montaña más trillada, más equipada y más visitada por alpinistas amateurs de alto nivel, aunque necesitan obligadamente de ayuda profesional. En muchas ocasiones se acercan a intentar esta mole alpinistas que ni de lejos están psicológica y físicamente entrenados. Algunos de estos alpinistas mueren por su desmesurada osadía. Todas las vertientes del Everest, especialmente la norte y la sur, están sembradas de cuerpos que perdieron la vida en el intento de escalarla, y se cuentan por centenares.

Abril es un mes mágico para estar en Katmandú, la capital de lo que entonces aún era reino nepalí —en 2008 destronaron al rey y constituyeron la República de Nepal—. Al llegar desde Occidente, y a pesar de haber estado muchas veces, siempre me sorprende el contraste; me sumerjo en un torbellino de culturas, en un caos circulatorio, en un bullicio de ruidos y en un festival de olores. Los nepalíes comen en la calle y con fuertes especias, y las mujeres visten saris de colores despampanantes. A mí esto me provoca un subidón de adrenalina.

Aunque me gusta mucho esta ciudad, no puedo entretenerme. Lo más importante es tramitar el permiso de ascensión. El gobierno nepalí administra con mucho rigor el control de las expediciones que suben cada año a sus montañas. Una buena parte de los ingresos de este pequeño estado provienen de los impuestos que pagamos los alpinistas. Este año me temo que hay overbooking; ciento un equipos vamos a intentar llegar a la cumbre del Everest; cuarenta y nueve lo harán por la cara norte, desde el Tíbet, y cuarenta y dos lo intentaremos por la vertiente sur, desde Nepal. Para que os hagáis una idea, el pasado año, en primavera, sólo se registraron sesenta y cuatro expediciones. Y tuvieron un éxito notable; trescientas veintiséis personas alcanzaron su propósito.

En esta oficina hay mucho barullo y tengo que pelear para que me hagan caso. Soy una hormiga entre enormes expediciones y grupos organizados por las agencias comerciales. Por delante de mí hay una expedición comercial de siete escaladores. Pues bien; para siete personas han contratado a cien sherpas porteadores hasta el campo base y a ventiún sherpas de altura, los que suben la montaña. Son expediciones muy costosas que llevan un enorme cargamento de oxígeno porque lo empiezan a utilizar desde los 6.500 metros de altura.

Yo sólo voy con dos sherpas, pero en Nepal te obligan a compartir el permiso como mínimo con otras seis personas. Formalizo la tarjeta con cuatro mallorquines, el aragonés Carlos Pauner y un amigo suyo. Pauner está en la carrera de los catorce ochomiles y en ese momento ya ha completado seis. Compartiré permisos y penurias con mis compatriotas. Para que os hagáis una idea, el permiso es caro (10.000 dólares por «cabeza») y estricto; expira a los dos meses.

En la oficina me sueltan una «chapa» de miedo. Curiosamente hablan de conciencia ecológica y de respeto al medio ambiente, y a continuación me imponen la figura del oficial de enlace, que se supone que velará para que se cumplan esos requisitos. En realidad es una especie de vigilante que intenta buscarte las cosquillas si incumples alguna absurda norma colocándote multas.

En el almacén de mi amigo Sonam, en Katmandú, compro lo que no traigo conmigo desde España. Entre otras cosas; cuatro tiendas de campaña y ocho botellas de oxígeno fabricadas en Rusia y de primera mano, no quiero arriesgarme a tener problemas en la altura.

Con todo apañado, vuelo hasta Lukla, situada en el valle de Solu Khumbu. Es el modo más rápido de llegar. De otra forma tardaría una semana serpenteando por carreteras en muy mal estado y caminando al menos seis días. El vuelo dura una hora escasa, pero no olvidas la experiencia: metido en una Twin Otter, una pequeña avioneta de veinte plazas, te zarandeas entre valles muy estrechos cerrados por picos de 5.000 metros de altura a los lados. Aterrizas en una pista de doscientos metros que termina abruptamente contra la pared de la montaña. Tienes la impresión de que los frenos, que chirrían como demonios, no van a poder detener el aparato a tiempo. Por desgracia aquí ocurren accidentes fatales, el último en el mes de octubre de 2008, donde diecisiete personas perdieron la vida. Es un aeropuerto literalmente colgado de los riscos, peligroso de verdad.

Recuperado del aterrizaje, me entero de que el grueso de mi equipaje se ha quedado en Katmandú. ¡Empiezo con suerte! Me prometen que llegará en el próximo vuelo y no tengo más remedio que creerlos. Si no es así, tendré que caer en la red de compra-venta de material de montaña de segunda mano que florece en las aldeas del Khumbu. ¡Y es posible que ahí encuentre mi propio material y tenga que recomprarlo! Entro en Lukla y busco un alojamiento.

Lukla (2.860 metros) era una aldea minúscula hasta que la construcción del aeropuerto, impulsada por Edmund Hillary, en 1964, la transformó en el centro más importante del valle. Es caótica pero puedes hacer un montón de cosas; dormir en pequeñas pensiones, que aquí se llaman lodges, comer en garitos, ir a Correos e incluso comprar billetes de avión porque las compañías tienen su oficina. Es un pueblo de paso en el que se concentran sherpas que buscan trabajo, porteadores y conductores de yaks, militares y muchos alpinistas o excursionistas que entran y salen del Khumbu desde aquí.

Si hay buen tiempo, todo funciona bastante bien. Pero si las nubes o el viento impiden los aterrizajes, ésta se convierte en un embudo de turistas que pelean por conseguir una plaza, salir del valle y no perder la conexión en Katmandú. Entonces el ambiente apacible se transforma en algo más parecido al infierno. Y hay que salir huyendo. Esos mismos turistas que se han impregnado en estas majestuosas montañas del espíritu de aventura y de las enseñanzas budistas de la vida, pierden los papeles, empiezan a protestar por todo y son capaces de encontrar soluciones curiosísimas. He visto cómo exigen que aterrice el avión o ¡denunciarán a la compañía! Como si esa amenaza ayudara a la pequeña avioneta a atravesar las nubes entre la niebla. Pero, chico, ¿no eras aventurero?, pues es lo que hay: «¡Amigo, que estás en el corazón del Himalaya!». Como decimos en mi pueblo: «Ajo y agua».

Por la mañana me llegan los bidones. Sólo falta el material más pesado, que aseguran me traerán en helicóptero a Namche Bazaar, un pueblo por el que tengo que pasar. Desde aquí, toda la aproximación hasta el campo base del Everest la haré por senderos. No hay caminos ni automóviles, ni carros, ni siquiera bicicletas. El modo de acarrear los petates es colocándolos a lomos de los yaks. Cuando éstos ya no pueden transitar, lo llevan a cuestas los sherpas, hombres bajos y fuertes que resisten muy bien esta altura (han nacido aquí, y por tanto están convenientemente aclimatados, como Obélix en su caldero). Cargan hasta cien kilos sin pestañear. El trasiego de sherpas arriba y abajo te distrae mientras asciendes. Parece increíble lo que son capaces de transportar y lo que llegan a reírse mientras lo hacen.

Camino hasta Manji y duermo en un lodge donde pago el equivalente a un euro. Me dan una habitación acogedora con un camastro. Ceno habitualmente en la cocina de la casa, para aislarme un poco de los ruidosos turistas que vienen a hacer trekking. Chapurreo el nepalí y comparto los cotilleos que se traen. Es gente muy chismosa.

Salgo temprano de Manji en dirección a Namche Bazaar. Atravieso hermosos bosques de rododendros en flor, coníferas y pinos del Himalaya. En esta etapa entro en el Sagarmatha Nacional Park, donde obtengo el permiso de entrada.

En el parque está prohibido arrancar leña para hacer fuego, por lo que tenemos que llevar queroseno. No podemos olvidarnos de la basura. Todo lo que sube debe bajar. Si eres un cochino, ¡aquí lo pagas a toca teja!

Un poco más lejos me encuentro el río Bhote Kosi, que cruzamos por un espectacular puente colgante cimbreándose a cada paso que das. Cuando estoy a mitad de la frágil estructura de madera, veo cuatro yaks del tamaño de un mamut que se encaminan hacia mí en sentido contrario. Tengo que darme la vuelta, porque es imposible que pasemos a tiempo.

Durante la subida a Namche Bazaar distingo por primera vez el Everest. El gusanillo de la cumbre me atrapa en este momento y ya no me suelta. El valle es muy escarpado. Está rodeado de laderas cubiertas de bosques espesos que más arriba se transforman en paredes de más de 6.000 metros cargadas de nieve. Abajo se distingue el bravo Dudh Kosi, el río que nace en los glaciares del Everest.

Por fin llego a Namche, el pueblo más bullicioso y peculiar del valle de Solu Khumbu. Se encuentra protegido dentro de una herradura natural, a 3.500 metros, y a salvo del viento por los cuatro costados. Es un pueblo que revienta de vida cada sábado, con un mercado donde comercian con frutas y vegetales que no pueden crecer en el Khumbu y otras mercancías variopintas; las más valiosas llegan de los tibetanos que cruzan el Nang-Pala, desde el Tíbet, jugándose la vida en ocasiones, pues es un paso que atraviesa un enorme glaciar en el que, además de los peligros de grietas, avalanchas, etcétera, están los militares chinos que custodian el paso para que nadie se cuele ilegalmente. En Namche Bazaar, los sherpas valoran especialmente las alfombras de pelo de yak. Pasear por las angostas callejuelas de piedra me hace sentir bien, y decido quedarme dos días para aclimatar.

Entre otras cosas, tengo que dirigirme a una oficina gubernamental donde apuntan todas mis pertenencias. Después firmo un documento que lo acredita y dejo 4.000 dólares en depósito. A mi regreso de la expedición, cuando pase por este punto de nuevo y examinen mis pertenencias, tienen que contar las mismas, ni una más ni una menos, aunque claro está, vacías las que he consumido; envases de comida o cilindros de oxígeno. El caso es que si no vuelven los envases, perderé mis 4.000 dólares. Esta medida ha funcionado muy bien, aunque algunos colegas se quejan porque ahora son muy severos. Es verdad que ha veces tienen un exceso de celo. Como la vez en que un austriaco perdió a su compañero de escalada, desaparecido para siempre en algún glaciar al despeñarse. Cuando el desolado montañero reclamó sus 4.000 dólares, no se los devolvieron porque le dijeron que: «Había dejado basura en la montaña, al no recuperar el cuerpo de su compañero de escalada». Un poquito radicales los nepalíes, ¿no os parece?

Desde Namche Bazaar al próximo punto, el monasterio de Thyangboche, ya siento la altura. Es una caminata de unas cinco horas entre rododendros y pinos, por una senda estrecha que empieza a resultar emocionante porque atraviesa puentes a mucha altura donde da vértigo asomarte. Vuelvo a encontrarme caravanas de yaks en la senda, y debo esquivarlos si no quiero que me den una cornada o me empujen al río. Es un lugar precioso; en un solo vistazo puedes observar las siluetas del Lhotse, del Ama Dablam, del Nuptse y, por supuesto, del Everest, mi objetivo.

Cuando te aproximas a Thyangboche aparece el monasterio budista colgado de una roca escarpada. El templo se encuentra a 3.870 metros de altitud, y la pradera sobre la que se asienta está rodeada de gigantes de roca y hielo. Escucho el monótono cántico de los lamas y sus trompetas y padezco el fuerte viento de altura propio de esta época del año. Tendremos que esperar un mes, aproximadamente, a que se abra la ventana de buen tiempo mientras nos aclimatamos. Ahora estamos por la noche a diez grados bajo cero.

Entro en el monasterio, me pongo a grabar con mi cámara los profundos y emotivos cánticos budistas, y sin querer invado más de lo que debiera, con el consiguiente enfado de los monjes. La pequeña bronca termina al retarlos a un partido de voleibol. Nepal y sus gentes son increíbles. Todo se arregla con una sonrisa, y hacerte amigo de ellos es lo más simple del mundo. Dicho y hecho, nos pasamos la tarde jugando al voleibol. No deja de ser gracioso ver a los jóvenes monjes levantarse todo ese lío de «faldamentas» que componen sus hábitos para machacar la pelota. Aun así nos dan a mis amigos los mallorquines y a mí una soberana paliza. No sé si les llega ayuda divina, o es la altura lo que les convierte en supermanes.

A una hora y cuarto de Thyangboche llego a Pangboche, una aldea que alberga el gompa, monasterio budista más antiguo de todo el valle de Khumbu. Me quito mis sucias botas y entro descalzo para hacer una puya, oración budista. Quiero recibir la bendición de uno de los lamas más importantes de la zona. Al entrar me pone la tradicional kata, un pañuelo blanco bendecido, mientras me recita de corrido durante una larga hora versos budistas incomprensibles para mí. Agradecido, ofrezco a continuación mi kata al lama principal, junto a una pequeña donación que me librará de la mala suerte. Ningún alpinista, por sobrado que esté, se atreve a subir una gran montaña sin garantizarse el favor de los lamas.

Duermo de nuevo en un pequeño lodge y disfruto todo lo que puedo de su espartana comodidad. Sé que me acerco al final de la ruta civilizada y ya la empiezo a echar de menos.

Al día siguiente sigo el sendero que conduce a Periche, una aldea ventosa y desapacible en la que lo más destacable es el puesto médico que gestionan doctores occidentales de forma voluntaria. Dan charlas cada día sobre el mal de altura, y es muy recomendable sentarse a escucharles.

Por encima de los 4.000 metros es necesario beber mucha agua cada día; entre cuatro y cinco litros. Limpia las toxinas que el cuerpo genera al encontrarse con una menor densidad de oxígeno en el aire. Yo me tomo muy en serio la aclimatación y el cuerpo responde. Me siento fuerte y de momento no sufro ninguno de los efectos que la altura pudiera causarme, como dolor de cabeza o agotamiento. Y desde Periche llego a Lobuche (a 8 kilómetros) el día que cumplo 40 años. Con mucha morriña pero feliz como una perdiz. Mis amigos mallorquines me obsequian con una tarta que han encargado a un cocinero de uno de los tres lodges que hay en este frío lugar.

Agradezco el detalle, pero la tarta la han cocinado con mantequilla rancia de yak y una sospechosa nata, que me dice a gritos que, como coma mucho de este «suculento» pastel, me voy a ir por la pata abajo durante una semana. Así que cojo un pedazo y con la habilidad de un mago la hago desaparecer con la otra mano por la rendija de una ventana. Cuando lean esto mis amigos, me van a crujir los huesos. Pero lo último que me gustaría es pillar una «canalera» en este punto de la expedición.

En Lobuche (4.930 metros) ya no hay apenas vegetación. Camino sobre colinas secas donde tengo a la vista las morrenas de los glaciares, aunque todavía no puedo ver el Everest, tapado por el Nuptse. A partir de este punto sólo queda un lugar llamado Gorak Shep, con dos lodges desvencijados que sólo abren unos cinco meses al año, el resto están tapados por la nieve. Hacia allí me encamino, el último punto antes de llegar al campo base.

Cuando subes desde Lukla, Gorak Shep te parece fría, inhóspita, sucia. Pero éste es el lugar al que bajas desde el campo base para reponer fuerzas y respirar mejor aire, cada dos o tres semanas. Cuando llegas desde la falda del Everest, la miras con otros ojos: te parece la encarnación de placeres olvidados; agua caliente, un camastro, animales, personas humanas y cálidas.

Aquí hay un buen ambiente de montaña; están los líderes de las expediciones comerciales, alpinistas que ya han estado varias veces en la cima. Aprovecho para pedir consejo sobre lo que debo y no debo hacer. Conozco a Willy Benegas, un guía argentino que está como un toro y ya tiene cuatro cumbres al Everest. Nos caemos bien y me «sopla» un montón de información. En ese momento no imagino cuán decisiva resultará para mí su tenacidad.

Me ha impactado una expedición que acaba de llegar con ciento cincuenta yaks y casi cien porteadores para instalar el campo base a doce personas. Hay gente que paga una fortuna para poder subir al Everest. Yo intento hacerme con los mejores consejos para diseñar mi estrategia puesto que sólo tengo la ayuda de dos sherpas. ¡Voy a echarle mucho morro y mucha motivación!

En Lobuche me quedo dos días porque subiré a la Pirámide de los Italianos, una estación científica que recoge datos climáticos, y después ascenderé el Kala Pattar, una montaña de 5.600 metros desde la cual podré ver, por fin, la impresionante vista del Everest, escondida en las últimas jornadas.

Subir al Kala Pattar es importante para forzar un poco la aclimatación antes de llegar al campo base. Las vistas desde la cumbre justifican, además, el esfuerzo. A mí me ha provocado el primer momento de miedo verdadero en este viaje. Los bloques de hielo de la cascada del Khumbu, por donde tendré que pasar como mínimo ocho veces, son mucho más grandes de lo que imaginaba. Se mueven dos metros al día, crujen y se desploman, y son el obstáculo más peligroso del Everest. Siento que se ha acabado el juego y aparece un ligero hormigueo en el estómago que me recuerde que estoy metido en un lío de órdago.

Desde Gorak Shep por fin salgo hacia las faldas del Everest. Camino sobre piedras grandes, desprovistas de vegetación, y piso morrenas. Tres horas después tengo a mi vista lo que será mi hogar los próximos dos meses: el campo base.

La primera impresión me produce un bajón. Hay un montón de tiendas (tal vez doscientas o más) dispuestas sin ningún orden entre rocas enormes. En realidad están sobre hielo, pues el glaciar en su avance arrastra infinidad de rocas que quedan mayoritariamente en la parte alta. Es un territorio muy resbaladizo, que cambia su orografía constantemente, hasta el punto de que tendré que mover mi tienda en tres ocasiones. El lugar, sin duda, es hostil, raro, pelado. No hay nieve, ni vegetación, ni nada que te distraiga. Si me dijeran que es la luna, no me costaría creerlo.

Al acercarme lo primero que hago es ir directo a la cascada de hielo que se yergue justo por encima de las tiendas. Vista más de cerca, la cascada que alcanza el glaciar del Khumbu es sobrecogedora. Es una ladera impresionante cubierta por grandes bloques de hielo amontonados como edificios. Y es la única entrada al Everest, por la vertiente sur, es decir por Nepal.

Da la sensación de que la cascada del Khumbu no tiene ningún acceso; sin embargo hay una ruta invisible, que está en continuo movimiento, y por lo tanto varía día a día, abierta por un equipo de sherpas. Lo hacen al principio de cada temporada y lo mantienen mientras ésta se prolonga, asegurando nuevas cuerdas y escaleras, ya que los hielos se desplazan continuamente. Con mis prismáticos veo que han puesto once puentes o escaleras para las grietas más grandes —alguna hasta de veinte metros de longitud— y han dispuesto cuerdas para poder asegurarlos. También han instalado muchas cuerdas fijas de hasta treinta metros verticales para escalar literalmente en los mismos bloques de hielo. Los que venimos a hacerlo les pagamos 350 dólares por ello, lo cual visto me parece un enorme chollo.

La cascada me impresiona muchísimo. Tanto, que replanteo mi estrategia. Yo pensaba subir y bajar por la cascada unas ocho o nueve veces —cerca de veinte viajes—, pero es demasiado peligroso. Decido forzar más la aclimatación por la parte alta de la montaña, a partir del campo 1 (6.000 metros). Voy a bajar menos al campo base y portearemos más kilos hasta los campos de altura. Mi nuevo plan es subir cuatro veces, incluido el día de cima, y descender otras cuatro; es decir, atravesar la cascada en un máximo de ocho ocasiones.

Instalo mi tienda algo apartada del centro. Estoy aturdido, siento la altura (5.350 metros) y agradezco no quedarme en mitad del sarao. Además, la visión del campamento me deprime. Es una pequeña ciudad de casitas de plástico de colores chillones, levantadas en una morrena que no tiene ninguna gracia. Aquí malvivimos aproximadamente unos seiscientos escaladores, entre sherpas y alpinistas de otros países, con el mismo objetivo: subir a la cima del Everest o del Lhotse. Sabemos que en los próximos meses habrá pocas ventanas de buen tiempo, por lo que irremediablemente el día idóneo saldremos a la vez y se producirán atascos. No es, precisamente, la idea que tengo de subir montañas.

Tras la primera noche me levanto de mejor humor y descubro algunas cosas interesantes: un grupo de médicos belgas gestiona un pequeño dispensario. Por cincuenta dólares me hago socio y me garantizo poder consultar cualquier problema médico. Me tranquiliza saber que existe además la posibilidad de ser evacuado desde el campo base en helicóptero, aunque cualquiera llama a mis patrocinadores para decirles que por la módica cantidad de 12.000 euros me evacuarían en caso de un grave accidente. Mejor no utilizarlo.

Aquí vuelvo a encontrarme con mis compañeros de permiso, los de Mallorca, Pauner y sus amigos. Nos adaptamos poco a poco a la rutina del campo y preparamos los porteos; una tienda en cada uno de los cuatro campos de altura, con sus provisiones, su oxígeno y su material de escalada. El resto del día comemos, generalmente lentejas con arroz (dalbat), dormimos mucho y pasamos el rato como podemos.

Tengo que reconocer que los paseítos por el campamento de mi amigo Oli, que siempre me lía, son para evaluar el número de chicas guapas que están por aquí. ¡Amigos, estaremos dos meses!, y cada uno se consuela como puede.

Oli y los dos Tolos: Calafat y Queclas, son unos estupendos compañeros, creo que lo mejor que me ha podido pasar es conocerlos. Son gente que, como a mí, nos gusta mucho pasarlo bien, y siempre hay una disculpa para hacer risas. Nuestras pequeñas fiestas culinarias y musicales son las más cotizadas del campamento. ¡Qué pocos somos en comparación con otras expediciones, pero qué ruidosos! Todo el mundo nos conoce. Si alguien está deprimido, nos visita. Especialmente Willy Benegas con su pequeño séquito de «chicas monas». Como él es guapo, rubio y el número uno de los escaladores, siempre está rodeado por «lo mejorcito del campamento». Hay tipos con suerte.

Tenemos por delante ocho semanas en las que hemos de subir y bajar varias veces para aclimatar y para instalar los campamentos. Debo equipar toda la ruta para que el día de cumbre encuentre todo listo y no tenga que desgastar mi energía en ello. Claro está que, aunque comparta campamento con los mallorquines, a partir de este punto cada uno se monta su expedición. Ellos son cuatro, mejor dicho tres, porque uno de ellos sufre varios episodios serios de neumonía que se complican por la altitud y decide irse. Si derivara en edema pulmonar, podría incluso «palmarla».

Como digo, ellos trabajarán en equipo, les acompaña un periodista y tienen su plan. El mío es bien diferente. He venido solo, aunque me ayudarán dos sherpas. Tengo que decir que son de los más económicos, pues mi presupuesto, probablemente, es el más bajo de todo el campo base. Es más, uno de ellos, Tsiring, tiene 18 años recién cumplidos y nunca antes ha escalado ni siquiera una montaña de 7.000 metros. Le he tenido que instruir en técnicas de escalada durante el periodo de aclimatación, además de enseñarle a utilizar mi cámara de vídeo, para que me ayude a rodar toda la escalada. Me da la sensación de que cuanto me rodea es una gran chapuza. No se puede venir a escalar el Everest tan precariamente. Sé que es lo que tengo, no había dinero para más, y tendré que compensarlo con ilusión, entrenamiento, capacidad de sufrimiento y ganas, que me sobran.

Los primeros días nos apresuramos a hacer un ritual importante, sobre todo para los sherpas: una puya, ofrenda u oración, en un altar levantado con un palo grande del que salen banderitas de colores, llamadas banderas de oraciones. El viento las mueve y las dispersa con el aire. Es como si rezaran en automático. Las colocamos de esta manera para que estén siempre orando y emitiendo su poder hacia nosotros cuando estemos escalando. La ceremonia termina con unos gritos fuertes que lanzamos entre todos y un piscolabis.

Acabados los preparativos del día, me encierro en mi tienda. Me gusta apartarme y disfrutar dentro de mi saco de la soledad. Escucho música y leo. Al Everest he traído veinticinco libros, la mayoría de bolsillo. Hay muchas horas de descanso o de mal tiempo en las que debes ocuparte en algo para no perder la paciencia. Algunos no soportan la presión de la espera y se van antes de intentar la ascensión por puro aburrimiento.

La cascada de hielo me obsesiona. Es una mole impresionante y me inquieta de tal forma que quiero acabar cuanto antes. Adelanto mi primera ascensión, aunque he llegado hace sólo tres días y es algo prematuro. Si consigo llegar al campo 1, seguiré hasta el campo 2, a 6.400 metros, para dejar la tienda instalada y forzar la aclimatación a la altitud. Después regresaré al campo base a descansar. Necesito un mínimo de veintiún días para que mi cuerpo se adapte y poder trabajar con ciertas garantías ahí arriba.

El día antes nos toca rezar de nuevo. Después de desayunar, preparar las raciones, hablar con Tsiring y colocar la tienda —se me desarmó por la noche debido al fuerte viento— hacemos otra ofrenda de dos horas; una puya negra para no caer en ningún agujero y otra puya naranja para que no nos caiga nada encima. Nunca antes había rezado tanto, si me viera mi abuela, que me llevaba a rastras a misa, no se lo creería.

He rezado al lado del sherpa más fuerte del mundo: Apa sherpa. El hombre que ha estado catorce veces en la cima del Everest ha tenido la deferencia de acompañarme durante la puya y hemos quedado para tomar un café en la cumbre.

Bistare, bistare (despacio, despacio) —me ha dicho—. En esta montaña —aconseja— no hay que llevar nunca prisa, hay que ir despacio, hacer las cosas con mucha tranquilidad y, sobre todo, no dejar que la cabeza piense mucho. La montaña tiene tantos peligros escondidos que si piensas en ellos no avanzas, te vas abajo.

A la mañana siguiente empieza la batalla. Y para mi vergüenza, me quedo dormido. Cuando salgo me doy cuenta de que voy retrasado y que mis sherpas han salido. Es preferible ascender muy pronto, antes de que el sol empiece a derretir el hielo. ¡Estoy solo, lo que faltaba! Dudo un poco, pero decido largarme. Como si estuviera en la ciudad, tengo que preguntar a otros la dirección. En este caso, por dónde empieza la vía abierta por los sherpas.

La cascada resulta temible. La oyes crujir y sientes cómo se mueve. Es un laberinto de grandes bloques de hielo, que alcanzan el tamaño de edificios y que están amontonados de cualquier manera. Entre ellos, hacia abajo, se abren grietas profundas que sorteo saltando, pasando por encima de una escalera de aluminio o pisando un puente de nieve. Tengo miedo y voy cansado. Me cruzo con algunos sherpas que bajan deprisa y muy contentos.

Muy arriba, cuando ya no puedo con mi alma, aparece una pared de hielo de unos cuarenta metros y una escalera hecha de tres tramos atados entre sí. Parece una broma, pero no queda más remedio que treparla. Y sobre todo pienso, ¿cómo suben las primeras veces, cada temporada? Sin la escalera parece imposible. Respiro fuerte y voy hacia arriba. Me cuesta introducir mis botas con crampones en los peldaños. Cuando llevo una buena altura, la escalera se balancea de delante hacia atrás hasta un metro, debido al fuerte viento. ¡¡¡Ah!!!, ¡ostras, qué cague! Mejor no mirar hacia abajo. Aunque es difícil evitarlo. Otra más: ¡guau, cómo se mueve! ¡Uf…! Al fondo veo la nieve manchada de un sospechoso color amarillo y caigo en que aquí, los colegas alpinistas alivian su vértigo vaciando su vejiga. Y esta escalerita la tendré que pasar, cómo mínimo, ¡otras ocho veces!

Por suerte descubro, al final de este paso, que me falta muy poco para llegar al final de la cascada del miedo y llegar al circo occidental. Han sido cinco horas y 700 metros de desnivel superados con la adrenalina a tope.

El final de la cascada da paso al circo occidental, un valle largo y estrecho con una ligera pendiente, encajonado entre las paredes del Nuptse y Lhotse a la derecha, y la del Everest a la izquierda. El campo 1 está muy cerca. He llegado muy bien y sin dolor de cabeza a pesar de encontrarme a 6.100 metros. Tsiring me espera con una taza de té humeante, que bebo con gusto antes de entrar en la tienda.

Estoy motivado, fuerte y el cuerpo responde perfectamente a la altura, así que decido, al día siguiente, subir hasta el campo 2 con Tsiring.

El trayecto desde el campo 1 al 2 es un largo paseo por el Valle del Silencio, que termina en la pared del Lhotse, llamado así porque al estar entre paredes tan altas se produce un efecto extraño de vacío sonoro. A las tres horas de ascensión me quedo sin fuerzas y no tengo más remedio que enterrar todo lo que porteamos, hacer una señal del depósito y buscarlo otro día. He ascendido 1.000 metros desde el campo base; he equipado el campo 1 y he dormido allí; además tengo casi montado el campo 2. Todo en un día y medio. No está mal, así que voy a regresar.

En unas horas desciendo la cascada del Khumbu. Ya en el campo base me entero de que un canadiense se ha roto la pierna en la cascada, y de que también hay varios abandonos, uno de ellos por edema pulmonar. Me cuentan que dos escaladores se han matado en el pico vecino del Pumori, muy peligroso. Creo que en estas montañas se impone la selección natural y se van quedando los que tienen opciones, pues muchos vienen equivocados, casi engañados por las expediciones comerciales que les prometen un éxito garantizado gracias a sus imponentes medios. Pero la realidad es que esta montaña es gigantesca y hace falta mucha fuerza, capacidad de sufrimiento y motivación para subirla. Eso no se compra con dinero.

Paso los siguientes dos días aburrido, descansando en mi tienda, resguardándome de una nevada persistente. Dejo que mi cuerpo se aclimate lentamente.

Para los que no tengáis experiencia, os voy a explicar en qué consiste esto de la aclimatación. Nuestro cuerpo no está acostumbrado a la altitud por encima de los 3.500 metros. De ahí hacia arriba, cada vez la soporta peor. ¿Por qué? El aire que respiramos en altura tiene menos densidad y en cada bocanada nos entra sólo un tercio del oxígeno que inhalamos al respirar cuando estamos al nivel del mar.

El cuerpo se defiende. Cree que está intoxicándose y tiene que fabricar más glóbulos rojos para llevar el oxígeno con más rapidez y así suplir la escasa cantidad por todo el cuerpo.

Si al cuerpo le llega menos oxígeno del habitual, tiende a deshidratarse, y aparecen dolores de cabeza, náuseas, vómito y diarrea. Cuando es grave provoca concentración de agua en los pulmones o en la cabeza; edema pulmonar, o cerebral. Y te puedes morir por ello.

Así que es necesario realizar una buena aclimatación; una aproximación paulatina para dejar que el cuerpo se habitúe y beber agua, mucho líquido; unos 5 litros cada día. Yo tengo la costumbre de beberme un litro antes de salir del saco, todas las mañanas. Y bebo sopas continuamente. Es pesado y acabas hasta la coronilla de beber y hacer pis, pero os lo aconsejo siempre que estéis por encima de los 3.500 metros.

El 23 de abril me voy hacia arriba de nuevo. Sólo empleo tres horas y media en cruzar la cascada de hielo, un poco menos de la mitad que la otra vez. Noto de veras la buena aclimatación. Duermo profundamente y sigo subiendo. Al poco sorteo grietas, atravieso frágiles puentes de escaleras de aluminio, hasta girar al gran recodo, donde me encuentro con la visión más espectacular de mi vida.

A mitad del Valle del Silencio se vislumbra, a la izquierda, la gran pirámide negra del Everest; en el centro, el gran murallón del Lhotse, la cuarta montaña más alta del mundo, y en la parte derecha las espectaculares paredes del Nuptse. ¡Me siento como Pulgarcito en mitad de estas soberbias paredes! No existe otro lugar de estas proporciones en la Tierra.

Continúo la ascensión, hasta llegar a un plató en ligero ascenso, que termina en una morrena de piedras y hielo. Aquí, a 6.400 metros, se instala el campo 2. Es un lugar protegido por el propio Everest y no hay peligro de avalanchas. He llegado también nevando, así que no pierdo ni un minuto en meterme en la tienda a prepararme agua y cenar: sopa de sobre y pasta carbonara. Me espera otro duro día.

Por la mañana me levanto muy pronto, ya que pretendo hacer un depósito a 7.000 metros. Pronto alcanzamos la pared vertical del Lhotse, donde empiezan pendientes empinadas de hasta sesenta grados. Ahora están equipadas con cuerdas fijas, lo que significa que puedes subir agarrado a una cuerda que te da seguridad y te ayuda a ascender. Es el gran lujo de esta montaña: somos tantos los que subimos cada año que podemos financiar este trabajo de los sherpas. Sin ellas, sería absolutamente imposible que los clientes de las expediciones comerciales alcanzaran la cumbre.

Yo asciendo la mitad y me detengo. ¡Estoy reventado!; sólo llevo once días en el campo base y todavía no estoy suficientemente aclimatado. El sherpa Tsiring alcanza el campo 3 y esconde la tienda y demás enseres en la nieve, para protegerlos del viento, que a esta altura llega racheado y helador.

En cinco días subiré de nuevo a instalarlo y abastecerlo. Es momento de bajar al campo base, 1.800 metros que devoro muy deprisa, siempre se me ha dado bien lo de bajar rápido, y en poco tiempo estoy de nuevo en el campo 2. De regreso al campo 1 sufro un percance que me hace tomar conciencia de dónde estoy.

La nieve caída la noche anterior ha cubierto las grietas. Yo bajo sin usar todo el rato las cuerdas fijas. Y de repente, ¡zas!, me cuelo en una grieta y me quedo colgando de las axilas, en un gigantesco agujero del que no veo el fondo. ¡Pánico absoluto! No puedo salir por mi cuenta y voy solo. Pero tengo un golpe de suerte, una vez más, y pasan cerca unos sherpas que me sacan del agujero entre risas.

Llego feliz al campo base. Me dispongo a descansar, pero para mi fastidio los días de inactividad se alargan forzosamente por un mal tiempo persistente. Un día tras otro nos quedamos encerrados en el campo base sin poder subir los trastos a los campos de altura. Damos vueltas a la estrategia, que cambia cada vez que nos vamos comiendo los días de permiso.

Salimos poco a conversar con los demás. El tema central siempre es el parte meteorológico. Cada expedición cuenta con el suyo, excepto la mía, así que voy mendigando la información de aquí y de allá. Como me ven tan desvalido me echan una mano, aunque es información muy valiosa y son reacios a compartirla. Al final, con unos y otros, soy el que más predicciones tengo. Para mi desgracia, porque son malas.

Pasamos varios días bajo una fuerte nevada. No sucede nada, excepto la tensión que genera el mirar todos los días al cielo y ver que no cambia.

La jornada resulta muy larga en la tienda de campaña y es difícil conservar el optimismo. Nos invaden los pensamientos sombríos: «¿ALGUIEN ME PUEDE EXPLICAR QUÉ ESTAMOS HACIENDO TANTOS DíAS PASANDO TANTO FRÍO EN ESTA MALDITA MONTAÑA QUE NO PODEMOS SUBIR?».

Psicológicamente me deterioro más que físicamente. Ya hay varios muertos, y llegan también malas noticias desde la cara norte. La nieve se está acumulando de una manera preocupante. Después de tantos días de espera en este lugar tan raro para vivir, todo se maximiza y se pierde la percepción de la realidad. Hay otro mundo fuera de aquí, pero yo me encuentro atrapado en uno sin razón.

Somos una pandilla de locos obsesionados con escalar el pico de una montaña jugándonos la vida, helándonos y sufriendo. Y, además, pagando una fortuna. ¿Qué diablos nos impulsa? Pues no se sabe, compañeros. La aventura es así de absurda. Cada cual se la plantea de forma distinta. Para mí, normalmente, es placer, diversión, emociones fuertes, búsqueda de paisajes y un firme reto personal. Pero hoy no veo nada de todo eso. Sólo aprecio la absurdidad de estar a 5.350 metros, en una tienda de dos metros cuadrados, bajo una nieve inclemente y un frío atroz.

Hoy han caído unos cincuenta centímetros de nieve en el campo base y setenta en el campo 2. En el campo 3, según nos han informado por radio, la nevada ha sido espectacular y ha acumulado más de un metro de nieve en polvo. Unos escaladores desafiantes se han quedado atrapados allí porque un serac, un bloque fragmentado de hielo, ha roto las cuerdas.

Si no se abre una ventana de buen tiempo, aunque sea corta, no voy a poder instalar todo el recorrido hasta el campo 4. Empiezo a pensar que el Everest, este año, va a ser inalcanzable.

Mientras, nos entretenemos contando el número de avalanchas de nieve de las montañas vecinas. Un mallorquín ha tenido que darse la vuelta y regresar a Katmandú por principio de edema pulmonar. Un señor de 72 años, algo mayor para andar por aquí, ha muerto, precisamente, debido a que sus pulmones se le encharcaron. El hombre quería subir al Everest a toda costa y ni siquiera ha pasado del campo base. También han ocurrido otras desgracias y ha muerto algún alpinista más. Hay gente que tiene unas ansias tan fuertes por la montaña que ignoran las señales que el cuerpo envía cuando quiere darse la vuelta. Y éstas son las trágicas consecuencias.

Hay que esperar al menos dos días a que finalicen estas nevadas. Así son las montañas y hay que aceptar las cosas tal y como vienen. Hay que tener calma y paciencia, pues estoy seguro de que la recompensa llegará pronto.

Las temperaturas también han caído exageradamente, hasta los veintidós grados bajo cero en el campo base y hasta los veintinueve grados bajo cero en el campo 2, pero la sensación térmica es mucho más baja, pues el viento es otra constante diaria.

Después de esperar varios días a que mejore el tiempo decido subir hasta el campo 2. Han anunciado cuatro días más de nieve, pero después se prevén otros cuatro días con viento y prefiero subir nevando. Tsiring y yo avanzamos por la cascada, de nuevo con miedo de que se desplome algún serac o a que se abra una grieta. Y no sabemos, todavía, que la buena suerte otra vez nos va a salvar de una desgracia.

Cuando llegamos al campo 1 nos encontramos con un paisaje desolador. Sólo dos horas antes un enorme serac ha arrasado todas las tiendas. El pedazo de hielo mezclado con granito se ha llevado por delante todo lo que ha encontrado a su paso y ha dejado un escenario dramático: donde antes había una zona aplanada de nieve, ahora hay piedras inmensas, retazos de telas rotas, botas y bastones desperdigados.

Los sherpas que llevan años trabajando en las expediciones comerciales nunca habían visto algo parecido. La avalancha tenía una anchura de quinientos metros. Han desaparecido unas cincuenta tiendas, incluida la mía, y con ella el material que tenía: ropa, infiernillo. La tienda era nueva y muy cara, la friolera de 800 euros, pero esto es lo de menos; tengo suficiente equipo. Lo importante es que ha habido, que se sepa hasta ahora, seis heridos, alguno grave con rotura de espalda, y no sabemos si hay alguna persona sepultada debajo las tiendas.

Siempre digo que tengo buena suerte. Pero el Everest está de pena y nos está poniendo muchísimas zancadillas. Si consigo hacer cima, será verdaderamente excepcional.

No volveré a ese campo. Después de lo que he visto le he puesto una equis y no volveré a dormir allí. Prefiero darme una paliza como la de hoy, subiendo del campo base al campo 2. La próxima vez que ascienda hasta aquí será el día que vaya a la cima porque estoy completando la última fase de aclimatación.

Acurrucado en la tienda, en medio de una nevada bestial, siento que la situación es muy dura. Es la primera vez en la historia que se destruye el campo 1 por completo. Estoy agotado por el esfuerzo e impactado por la visión de los restos del desastre.

Pero no hay descanso. Paso un buen rato deshaciendo nieve en el hornillo para obtener agua y después me hago una sopa. Cada movimiento, a esta altitud, es muy lento.

Por la mañana me levanto más animado. Observo la pared del Lhotse, donde tengo que instalar el campo 3. La situación es angustiosa; la pared está muy cargada de nieve. Tengo que abastecerlo y dormir allí al menos un día antes de atacar la cima. Necesito pasar la noche a 7.300 metros de altitud para completar la aclimatación. Pero el peligro de avalanchas es demasiado alto. No puedo hacer otra cosa que esperar en esta cota de 6.400 metros. La sangre se me queda como horchata; no es conveniente permanecer tanto tiempo a esta altura, por el peligro de un trombo, pero el mal tiempo nos obliga.

Vemos desde donde estamos cómo los grupos comerciales intentan, infructuosamente, abrir de nuevo la ruta por la pared del Lhotse hasta el campo 3, situado a 7.300 metros. No lo consiguen y se retiran al campo base. Quedamos dos mallorquines y yo con nuestros sherpas, más Carlos Pauner, que no lleva ayuda y quiere subir sin oxígeno. Salimos para tratar de hacer la ruta con poco convencimiento. Llegamos a la pared, conocida como Corner, un tramo muy empinado donde comienzan las cuerdas fijas. Pero no las encontramos porque están bajo un metro de nieve. Peleamos un buen rato para desenterrarlas, y sucede lo que tratábamos de evitar: provocamos un alud de placa que cae violentamente, tan cerca, que pasa rozándonos. El estrépito es de aúpa y parece eterno. Estamos petrificados.

La avalancha se detiene justo a nuestro lado. Ha sacudido de lo lindo a dos de nuestros sherpas. Es la excusa perfecta para abandonar la misión suicida y bajamos volando. En el campo 2 nos tomamos un té y, a pesar de ser tarde, enfilamos directamente el campo base.

En el hospital de campaña de un equipo de españoles de Valencia nos aseguran que las lesiones del sherpa no serán graves. Se ha congelado los dedos de una mano, pero según parece se podrán salvar. Respiramos aliviados.

Cenamos en la tienda comedor, masticando las penas entre todos, cuando entra un jovencísimo sherpa muy alterado.

—¡Una avalancha ha caído sobre el campo 3 y lo ha destrozado por completo!

Las noticias son tan malas que nos da la risa. O nos partimos el pecho o lloramos de pena, lo cual no está bien visto entre los rudos montañeros. Por suerte, no había nadie en el campamento. ¡Me he librado de dos avalanchas en pocas horas! Parece que el Everest este año no quiere que toquemos su cumbre.

La fiebre de cima se extiende por el campo base. Nuestra patética ciudad de nailon a los pies de la cascada de hielo del Khumbu se ha convertido en un hervidero de «conspiraciones». Los weather report —partes del tiempo— circulan de mano en mano como antaño hacíamos con los cromos a la puerta del colegio. Esto no hace más que aumentar mi ansiedad. Las noticias que me llegan desde la cara norte del Everest (en el lado del Tíbet) tampoco son buenas. La mayoría de expediciones esperan sobre el glaciar de Rongbuk una ventana de buen tiempo para montar el campo 2. «Van muy retrasados», pienso. Pero es que por nuestro lado, la ruta sur, la del glaciar de Khumbu, las cosas no van más rápidas. Los sherpas esperan a que mejoren las condiciones meteorológicas para subir hasta el Collado Sur (8.050 metros) y montar las tiendas del campo 4. Otros años, por estas fechas, las expediciones comerciales ya han instalado las cuerdas fijas en el Escalón Hillary, sobre la cresta cimera.

En esta larga y tediosa espera procuro no desesperar y me concentro en el objetivo final. Deseo realmente hacer cima. Se lo debo a mis paisanos de León y a los que me han apoyado económica y moralmente. La montaña, a veces, te ofrece una partida de póquer. El esfuerzo de subir un ochomil te desgasta de tal forma que tardas semanas, meses, en recuperarte. Si utilizo mi energía en un mal día, seguramente perderé mis opciones de cumbre.

Una extraña visión nos entretiene momentáneamente. Vemos cómo un helicóptero vuela a una altura inusual. Más tarde nos enteramos de que el 14 de mayo un piloto francés, Didier Delsalle, sobrevoló el Everest. Él asegura que despegó del aeropuerto de Lukla y que aterrizó en la cima del mundo, a 8.850 metros, salió de la cabina, estuvo allí dos minutos y volvió sano y salvo a Lukla. Las autoridades de Nepal negaron su afirmación y lo invitaron a salir del país por haber infringido las leyes. Con el tiempo, lo único que parece confirmado es que sólo tocó la cumbre con el patín del aparato, pero ni siquiera se posó. Esto ya nos cuadra más, aunque me parece una pasada.

 

La espera en el campo base acaba por romperme los nervios y decido subir de nuevo para arreglar los campos de altura. Asciendo de un tirón hasta el campo 2 (6.400 metros) y, tras dormir, subo hasta el campo 3 (7.300 metros). Sigue el frío infernal y el viento sopla a más de cincuenta kilómetros por hora. Es una locura exponerme así, de tal forma que por la tarde, sin más, vuelvo disparado al campo base. Nunca debería haber subido.

La ventana de «buen tiempo» que necesitamos, para que lo entendáis, es un período en el que la humedad no supera el 20 por ciento y el viento no excede de veinte kilómetros por hora y la temperatura está en torno a los veinte grados bajo cero.

Este año no se han producido estas condiciones ni un sólo día. Asumimos que tendremos que intentar cima con humedades más elevadas, lo que puede dar lugar a la formación de nubes, precipitaciones y pérdida de visibilidad, algo muy peligroso a esas alturas. También entendemos que el viento será más fuerte de lo normal y, sobre todo, que las temperaturas bajarán de los treinta grados bajo cero todos los días. Va a resultar muy difícil y hay que estar muy vigilantes con las congelaciones. Yo confío en mi material y sobre todo en saber qué hacer si éstas comienzan a producirse.

En el campo base, más de la mitad de los expedicionarios están de vuelta a sus países. No hay mucho que hacer. Salimos de las tiendas cada vez que se produce una avalancha, en los últimos días son continuas y cada vez más grandes. La cascada del Khumbu ha cambiado por completo y ahora discurre por otro itinerario, a causa de los continuos desprendimientos de hielo. También he intentado rescatar algo de mi tienda y material del campo 1, destrozado por una gran avalancha, sin conseguirlo. Doy por perdidos más de 2.000 euros de material, más otros tantos que me he gastado en comprar a precios disparatados lo imprescindible para continuar la escalada.

Pasan los días, las expediciones van cerrando los petates, y aumenta nuestra desesperación. Más del 70 por ciento de los expedicionarios se ha retirado.

A esta temperatura no existe ropa ni nada que evite que nos congelemos. Aun así, hay gente dispuesta a todo: unos coreanos han intentado un ataque a cima, pero han quedado atrapados en el campo 4 en unas condiciones infernales. También ha salido un grupo de sherpas, alpinistas canadienses, rusos y un español del Valle de Arán. Algo más arriba del campo 4 se han agotado y retirado definitivamente.

El año pasado por estas fechas un montón de grupos ya habían hecho cima, los campamentos estaban cerrados y todo el mundo andaba de vuelta a casa. Este 2005, sin embargo, nadie ha olido la cumbre. Ya son tres los muertos y varios los heridos. La mitad de los expedicionarios se han retirado y sólo quedamos los más nostálgicos, que nos negamos abandonar sin una mísera oportunidad.

Las expediciones comerciales están muy enfadadas. Es un desastre para sus ratios de éxito de cumbre. Todavía se plantean una hipotética ventana para mediados de junio, por lo que tienen previsto solicitar al Gobierno nepalí que prorrogue la estancia de las brigadas de mantenimiento de la cascada de hielo del Khumbu, más allá del 2 de junio. Es una situación excepcional porque en junio la inminente llegada del monzón supone un peligro añadido, que en condiciones normales nadie quiere asumir.

Las horas en el campo base pasan penosamente y la situación comienza a tener tintes de drama psicológico. Estamos desesperados y las discusiones son constantes. Siguen produciéndose abandonos masivos de expediciones. Me llegan noticias de que el escalador portugués João García podría haber alcanzado la cima del Lhotse (8.516 metros) en solitario. Aunque por ahora no ha aportado ninguna prueba que pueda certificar miss Elizabeth Hawley, miss Himalayan Data Base, una leyenda viva que desde Katmandú ejerce de notaria de cumbres en esta cordillera.

Después de comer me refugio en mi tienda de campaña a leer; es sin duda lo que más me entretiene. Luego charlo con Phuntchok o Tsiring, y de nuevo la cena, a veinte grados bajo cero sin novedad; nieva como todas las tardes y noches. ¡Qué asco de clima! ¡Qué pinto aquí! Llevo dos meses y estoy harto de mi casa de plástico congelada de dos metros cuadrados, de «cagar» en un bidón atiborrado de excrementos humanos, de beber cinco litros diarios de agua con colorantes y sales que me está reventando el estómago, y comer siempre lo mismo, con el mismo sabor de cada día. Ya no aguanto más y, para colmo, el ambiente entre los compañeros también se deteriora. Estamos cansados unos de otros y añoramos a nuestras familias.

El primero en romper el círculo de dudas es Carlos Pauner. Es el más experto de entre los españoles que estamos allí y escuchamos su juicio con alivio.

—Amigos, me voy mañana, esto es una pérdida de tiempo. Si venís conmigo acertaréis, y si no, es posible que tenga que ir a visitar a alguno al hospital de congelados.

Su frase es inapelable. Los mallorquines y yo la escuchamos tristes, aunque reconozco que relajados. Es la disculpa perfecta para nuestras conciencias. Carlos Pauner, que quiere subir sin oxígeno, asegura que hay que intentarlo otro año porque éste plantea demasiados riesgos.

No ponemos objeciones y nos dispersamos a nuestras tiendas de campaña. Se ha terminado todo. Hasta aquí llega la aventura del Everest, sólo he conseguido alcanzar el campo 3, a poco más de 7.000 metros. A pesar de todo, Carlos Pauner tiene razón, su experiencia es incuestionable, y lo más sensato es regresar otro año para intentarlo de nuevo.

Llego a mi tienda de campaña y me pongo a ordenar mis cosas. Recojo mis piolés, arnés de escalada, botas térmicas, mono de pluma. Pero me falta el aire y me asaltan las dudas, no puedo asumir el regreso sin un último intento, no puedo marchar de allí así, sin más, tengo que quedarme. Pero también debo escuchar a los que tienen más experiencia. Carlos Pauner ha dicho que si intento subir a pesar de las malas condiciones, puede que no lo cuente, o en el mejor de los casos, perderé algunos dedos o cualquier otra cosa peor. Ninguna montaña puede justificar tanto riesgo. ¡Ya está!, me voy.

¡No puedo irme! Una fuerza poderosa me retiene aquí, como si me ordenara que aún no me rinda.

Me voy a quedar para un último intento con todas las consecuencias. Es una locura, estoy lleno de miedo, me miro los dedos y me pregunto si regresaré a España con ellos. No va a sucederme nada, me convenzo, estoy muy entrenado y todavía tengo una reserva de energía extra. ¡Tengo que intentarlo o no me lo perdonaría a mí mismo!

Regreso al campamento, es la hora de comer y es el momento de decírselo a mis compañeros con los que comparto expedición.

Después de la decisión de retirarnos hay un ambiente diferente, triste, nadie habla. Llega la sopa, y sin levantar los ojos del plato digo bajito:

—Me quedo.

—¿Qué dices?

—Habíamos acordado que nos marchábamos todos, ya está informado el oficial de enlace.

—Lo siento, compañeros, asumiría la decisión si fuéramos del mismo equipo, pero he venido solo, y tengo que darme una última oportunidad.

—No estás siendo solidario con el grupo, y te digo una vez más que no sabes lo que te estás jugando, eres carne de hospital si tienes suerte, a lo peor ni lo cuentas. Déjate de tonterías y vente con nosotros.

La conversación está subiendo de tono, Carlos con buen criterio intenta convencerme que abandone.

—Carlos, lo siento. Sé que todos habíamos decidido retirarnos, pero no lo puedo hacer, asumo las consecuencias.

—También vas a asumir las de tu sherpa; si le ocurre algo, tú serás el responsable.

No se me había ocurrido.

Salgo de la tienda comedor y busco a Tsiring.

—Tsiring, me voy para la cima, ¿me acompañas? Sé que es una decisión difícil, por favor piénsatelo.

—Es la primera oportunidad que tengo de alcanzar la cima del Everest, ha sido y es mi sueño desde pequeño, y si existe una oportunidad, me voy contigo. Tú decides…

—Podemos pagarlo caro y no quiero ser responsable de lo que te pueda ocurrir, tienes que decidir tú. Necesito que asumas el altísimo riesgo que vamos a correr si decidimos escalar el Everest en estas condiciones.

—Josu —llevamos juntos dos meses y todavía no pronuncia bien mi nombre—, has confiado en mí a pesar de que nunca he escalado una montaña de ocho mil metros, tengo sólo 19 años, le debo mucho a Pasang Chiring, él me ha protegido y ayudado desde niño en momentos muy importantes de mi vida, ha sido mi guía y ejemplo, tampoco le quiero fallar. Soy de Thame, donde han crecido los mejores sherpas desde los tiempos de Tensing Norgay. Yo estaré a tu lado, y tendremos nuestra oportunidad, y si el destino reserva otra cosa para mí, lo asumiré. ¡Josu, me voy contigo para la cima!

Me emociona su respuesta. Además, el jefe de los sherpas, Pasang Chiring, también decide intentar escalar la cima del Everest este maldito año, y él es como un ángel de la guarda. Tiene más experiencia que todos nosotros juntos, y no va a permitir que ninguno de sus sherpas, en especial Tsiring, al que ha tratado como a un hijo desde niño, corra riesgos innecesarios.

—Carlos, decidido, nos vamos el sherpa y yo para la cima, puede que también venga Pasang Chiring.

—Me estás complicando la vida; yo soy el líder de este grupo y tengo la responsabilidad, te exijo que reflexiones.

—Está todo reflexionado; por favor te pido que no te enfades conmigo, entiéndeme, necesito plantarle cara al Everest, al menos una vez más.

—Si quisiera cancelaría esta expedición ahora mismo, pues soy el máximo responsable, sólo tengo que decírselo al oficial de enlace.

—No lo hagas, encontremos una solución.

—Tienes que hacer un documento escrito que me exima de responsabilidad, tanto tuya como de Tsiring y Pasang Chiring. ¡Necesito también su consentimiento escrito!

Carlos está disgustado y con razón, he quebrantado una ley no escrita: cuando se acuerda algo en montaña hay que respetar la decisión colectiva, y yo no lo estoy haciendo.

Hablo con los mallorquines uno a uno y me comprenden, pero ellos lo tienen decidido, no hay vuelta atrás. Regresan con Carlos Pauner.

En una hora tengo las autorizaciones por escrito de los dos sherpas y la mía.

—Carlos, aquí está lo que me pides, con esto te eximo de responsabilidades y te doy las gracias por ayudarme.

Carlos me sonríe, me dice que me cuide y que, por favor, haga lo que sea para no acabar en el hospital de congelados de Zaragoza, donde están los mejores especialistas del mundo. Tenemos una buena relación desde que el año anterior coincidimos en el Cho-Oyu de 8.201 metros; es un tipo genial lleno de vitalidad e inteligencia. Uno de los mejores.

Entro en mi tienda y desarmo todo con el extraño placer de quedarme, pero muerto de miedo. Por la mañana desayunamos todos juntos por última vez. Nos despedimos, nos abrazamos y me desean suerte. Saben que soy más terco que una mula y Carlos, a pesar de que no le hace gracia que arriesgue mi vida, e incluso la de los sherpas, se ríe y me desea lo mejor. En realidad, todos los que practicamos este deporte estamos un poco locos a nuestra manera. Él ha vivido demasiadas tragedias, está vivo de carambola y es prudente.

Les doy mi último adiós, se alejan por la morrena del glaciar del Khumbu, les sigo mirando hasta que son puntitos y entonces me pregunto: «Pero ¿qué diablos estoy haciendo ahora yo solo?».

El campo base parece una barriada lastimosa, con pocas tiendas salpicando el color grisáceo de las rocas. Ya no tengo la infraestructura de comedor, se ha ido con mis compañeros. Así que decido dar una vuelta para ver a quién me arrimo. La más cercana, gestionada por la misma agencia nepalí que he contratado, es la expedición iraní.

Es una expedición oficial, militar, en la que hay mujeres escaladoras. Me dicen muy claro que hay normas que cumplir: mujeres comen en este lado, hombres a este otro. Mujeres rezan aquí, tú jamás estés en esta parte, hombres rezamos aquí. Tu tienda junto a la de los hombres, nunca puedes hablar con una mujer si no hay un hombre delante.

Antes de cenar rezan, por la tarde rezan, al anochecer rezan, comen a veces comidas especiales y tienen una gran repostería. Yo casi no me acuerdo de la última vez que recé en público, y no sé qué hacer. Ellos están en el suelo, haciendo sus postraciones y yo me quedo sentado, a la mesa, más tieso que un garrote mirando a mi alrededor con disimulo.

Cuando terminan, rompo el hielo con conversaciones banales. Pero también me da miedo enfadar a mis anfitriones. ¡Cómo ha cambiado mi vida en un momento, de estar tronchándome de risa con los mallorquines a estar con tensión religiosa!

Parece que le he caído muy bien al jefe de la expedición pues me manda sentar a su lado a comer y cenar. Hablamos de los partes meteorológicos, de las estrategias para el ataque a cima, de su país, sus costumbres, su gastronomía, y de lo afables que son con los turistas en Irán. Yo por si acaso digo que sí a todo.

Es una gran expedición que colocará a varios hombres en la cima del Everest, y además tratará de batir el récord de conquista de cima de la primera mujer musulmana de la historia. Disponen de todos los medios posibles, desde centro informático, generadores eléctricos, hasta clínica médica.

La verdad es que no me aburro en absoluto. Los hombres me hacen muchas preguntas sobre la vida de las playas españolas en verano, están especialmente interesados en la leyenda de las playas nudistas. Me sorprendo pero supongo que, como rezan tanto, sus truculentos pensamientos serán perdonados.

Estamos a 26 de mayo. Es hora de saber qué otros grupos se quedan para intentar otro ataque. Casi todos están recogiendo sus cosas, pero encuentro al argentino Willy Benegas, líder de una expedición comercial. Él es, junto con Apa sherpa, el alpinista más respetado del campo base. Ha llegado a la cumbre del Everest cuatro veces. En esta ocasión duda porque la montaña no está armada en los últimos 1.000 metros y las condiciones meteorológicas no han aflojado.

Pienso sinceramente que la visita que le hago, junto con su determinación, acaba por decantar la balanza hacia la apuesta de intentarlo. Nos apuntamos diecinueve personas, entre los que están los iraníes.

Los partes meteorológicos son desastrosos, ni una sola buena noticia, pero es la decisión alcanzada por este pequeño grupo, al que luego se unen algunas personas más. Willy se pone en cabeza. Yo aportaré cuerda fija, estacas de nieve, y a mi sherpa que, incluso, si Pasang Chiring se anima, pueden ser dos. Los iraníes pondrán cuerda y los servicios de su médico, los norteamericanos a dos sherpas para ayudar a equipar. Así, poco a poco, vamos organizándonos. El argentino nos explica su táctica:

—Llegaremos todos, cada cual por su cuenta, al campo 4, hasta donde hay equipo con cuerda fija de anteriores expediciones. Después nos levantaremos muy pronto; yo personalmente equiparé toda la línea de cuerda hasta la cima.

—Willy, perdona, ¿no es excesivo? —le pregunto—. ¿No te parece que es brutal para una sola persona equipar 1.000 metros, el mismo día de cima? ¿Es posible hacerlo?

—Es posible si trabajamos coordinados. Vosotros portearéis la cuerda fija, y los dos sherpas más fuertes me irán dando tramos de cincuenta metros, para que yo pueda equipar a mayor velocidad, pero necesito agilidad y que me deis todo el material que tengáis para hacer cuentas. Voy a usar oxígeno puro y en mayor cantidad: de dos a tres litros por minuto.

—Eso puede traer riesgos mortales. Imagínate un fallo, que tu cuerpo se acostumbre y, de repente, te quiten el oxígeno: ¿qué pasaría?

—¡Prefiero no pensarlo!

Willy es un tipo muy duro y, además, es un guaperas de miedo. Rubio, alto, de pelo largo, ojos azules, es de los extranjeros que aquí estamos, el que más ha escalado el Everest; sin duda es el más experto y fuerte, pero sobre todo es muy buena gente.

Todo está listo y preparado, tenemos un plan. De nuevo soy feliz, el de siempre, me da igual la nueva disciplina impuesta en el campamento iraní. Un rezo más, yo sentado en la mesa y los demás en el suelo con sus postraciones, alguna chica iraní me mira de reojo, conversaciones de nuevo banales, cortesía forzada, y me iré a la cama, posiblemente mi última noche antes del primer intento serio a cima. Los partes meteorológicos siguen siendo muy malos, pero nos da igual. ¡Lo vamos a intentar!

Son las siete de la mañana y estoy listo con todo mi equipo. He repasado la lista de cosas que tengo que portear hasta el último campo 4, a 8.000 metros de altitud, y lo que necesitaré para la cima: arnés, crampones, botas triples, mono de pluma, patucos de plumas, varias capas de ropa térmica, frontal de luz, pilas de recambio, dos pares de manoplas, guantes internos, guantes de gore-tex, dobles medias, gafas de ventisca, crema protección total. No se me puede olvidar nada, sería terrible.

Me pongo en marcha con los sherpas, pues hemos quedado en subir cada uno a nuestra «bola», hasta el campo 4. Allí tendremos la reunión final para distribuirnos el trabajo y las cargas.

Pasang Chiring decide ascender; ahora seremos tres los que compartiremos tienda y expedición hasta la cima. Me da una seguridad tremenda. Comienzo de nuevo el ascenso por la gran cascada de hielo, asustado como siempre. Noto el peligro en cada instante. Todo cruje, se mueve, chirría y, de vez en cuando, sacude una pequeña avalancha para recordarte que podría caer una mayor y ser un auténtico desastre.

Noto perfectamente que tantos días de espera han hecho que aclimate bien. Ahora soy capaz de llegar al campo 1 (6.000 metros) en tres horas y media. El primer día, hace casi dos meses, tardé seis horas. El cuerpo se ha adaptado creando casi dos millones más de glóbulos rojos. Así transportan más deprisa el poco oxígeno que respiramos.

Llego después de cruzar el interminable Valle del Silencio al campo 2 (6.400 metros), y aquí pasaré la noche. Estoy cansado de una jornada larga y con muchos metros de desnivel. Me encuentro con Pasang Chiring y Tsiring. Hablamos extensamente de cómo nos vamos a organizar; nos tomamos una sopa caliente. Otra vez derretimos nieve durante un buen rato para poder beber los litros necesarios.

Tsiring decide dormir dos días en este campo 2 y, al día siguiente subir, el muy «burro», hasta el collado sur (8.000 metros) de un tirón. Dice que no quiere dormir en el campo 3, a 7.200 metros, que es muy peligroso estar colgado en una tienda de campaña, en la pared del Lhotse, en mitad de un glaciar del que se desprende de todo.

Este campo 3 está, literalmente, cosido a un espectacular glaciar en mitad de la ruta que lleva al collado sur, pero justo antes de las llamadas «bandas amarillas», un sector de unos ciento cincuenta metros de granito casi vertical, muy expuesto, y de obligado uso de cuerdas fijas. Al día siguiente, Pasang Chiring y yo partimos hasta la base del gran muro del Lhotse y, justo antes de iniciar la escalada, nos encontramos con Willy Benegas, sus tres clientes, los canadienses, norteamericanos e iraníes. Ya estamos casi todos.

—Hola Willy, pensé que te habías rajado, no te he visto en dos días.

—Eso jamás, cuando tomo una decisión, nunca me rajo y, además, escalo con el dedo roto.

Es cierto. ¡Este hombre loco se rompió el dedo escalando en hielo hace unos días!

—Amigo, le echas un valor… Hola amigos iraníes, ¿todo bien?

—Sí, amigo, aquí no hay bajas y todos tenemos el ánimo por las nubes, Inshala.

—¡Sí, estamos los que somos, y nuestro objetivo sólo está hacia arriba!

Son momentos de euforia, nos motivamos unos a otros. Estamos alborotadísimos. Empezamos la escalada en el muro azul del Lhotse. Es muy exigente y no puede haber fallos. De entre varias cuerdas escogemos la que nos parece más fuerte, aunque no vemos los anclajes y nos podemos equivocar. Progresamos bien, cada grupo anda a su ritmo. Yo decido pegarme a Willy para demostrarle que estoy en forma y le sigo a duras penas. ¡Este tío está como un toro! Cuando me pregunta: «¿Qué tal?», le digo muy rápidamente que bien, porque si hablo más de cinco segundos me muero, aunque pongo cara de estar relajado.

—Jesús, vas muy rápido, ¿estás fuerte?

—Bueno, no voy mal —digo bajito, pero espero que no se dé cuenta de que voy hecho puré, quiero que cuente conmigo hasta el final y tengo que demostrarle que estoy entrenado al límite.

Poco a poco ascendemos y se va notando la altitud. Resaltes de hielo, escalones tallados, más cuerdas fijas; nunca llega el momento de parar, es una tortura. Sorprendentemente continúo a ritmo de Willy, a mayor velocidad que sus tres clientes, que también están como mulas. Dejo atrás incluso a mi sherpa, que va cargado como mínimo con el doble de peso que yo.

Mientras hay sol, la temperatura es aceptable. Pero cuando pasa una nube te hielas de frío. Después, de nuevo el sol, sin viento y me cuezo vivo. Mientas tanto sigue el goteo de gente que desciende, especialmente sherpas. Hablo con ellos en su idioma, pues me defiendo un poquito:

—Namasté, Coti vo. («Hola ¿cómo estás?»).

—Talo, talo. («Desciendo, desciendo»).

—Huncha, huncha. («Sí, descendemos»).

—Mero boli huta mati. («Yo mañana subo hacia cima»).

—Chaina, dere rambro chaina, ser. («Es una muy mala idea, señor»).

—Sagarmatha, dere rambro cha, mero nam bajadhur. («El Everest será bueno conmigo, y yo estoy fuerte») —le digo…

Ya no se qué decir, todos bajan y nadie sube excepto nuestro pequeño grupo. Nos miran como bichos raros, me entra la paranoia de que alguno me pone cara de despedida, como si nunca más nos fuéramos a ver.

¿Estaré haciendo lo correcto? Prefiero no pensar; no hay vuelta atrás. Ya queda menos, apenas cien metros de desnivel y llego al campo 3, un poco más de esfuerzo. Sólo estamos Willy y yo, el resto, incluidos los sherpas, se lo toman con más calma. Éste es el ritmo de Willy, pero ni de lejos es el mío. Voy reventado, estoy haciendo el idiota, pues quemo más calorías de las que debiera, y tengo que ahorrar, serán días extremadamente difíciles. Pero es tarde para volverse atrás, pienso llegar, aunque sea muerto, junto a Willy.

Por fin detrás de un témpano de hielo aparece el campo 3. ¿Y mi tienda? ¿Dónde está?, pero si la había instalado aquí. Estoy completamente seguro.

—Willy, creo que ha desaparecido mi tienda con el oxígeno, la mascarilla, los calentadores, el gas, ¡es un desastre!

—Tranquilízate, estará sepultada por las nevadas…

—¿Tú crees?

—O eso, o se la llevó el viento, pero no puedo ayudarte porque llegan ahora mis clientes y tengo que derretir agua…

—No te preocupes, también llegará mi sherpa y me ayudará a encontrarla.

Me desespero buscando entre la nieve y no veo nada. Cojo la pala desmontable, trabajo frenéticamente y por fin tropiezo con una cuerdecilla. Tiro de ella y… ¡guau!, sale algo pesado; mi tienda. Quito más de dos metros de nieve, pero parece que las varillas de aluminio han aguantado. Me lleva una hora desenterrar la tienda por completo, y justo al terminar llega Pasang Chiring.

—¡Pasang, justo a tiempo, hombre de Dios, o de Buda!, ¿no podías haber llegado antes?, estoy con el «lomo» roto de tanto tirar de pala.

—Amigo Josu, las prisas no son buenas, ¿para qué has corrido tanto? Para desgastarte, perder energías, y encima hacer tú solo las peores tareas. A veces los occidentales pensáis con el trasero.

Tengo que admitir que tiene toda la razón, idiota de mí.

—¿Está todo bien?

—Por suerte nada falta, aunque algún cretino nos ha robado una botella de oxígeno y nos ha dejado la suya usada, qué sinvergüenzas son algunos. Te lo trabajas hasta aquí, y luego viene un «listo» y te la roba. Si le pillo le retuerzo el pescuezo.

—Ya lo pagará, aquí todo se paga.

Nos metemos dentro de la tienda a 7.200 metros de altitud. Estamos colgados en una pared de hielo sujetos por pequeños tornillos. Debajo de nosotros cae un abismo de cientos de metros de hielo azul vertical y, al fondo, el valle del silencio y la cascada de hielo. Hacia arriba, la pirámide somital expulsa nieve como si fuera un volcán. La fuerza brutal del viento la arrastra horizontalmente varios kilómetros. El panorama no pinta bien.

Pasang Chiring hace la cena; sopas y un poco de pasta, muy poco, pues a esta altura el estómago se cierra y no deja casi pasar alimentos. Todo es hostil y estás al límite de la supervivencia.

Me resulta casi imposible dormir por la emoción de pensar que mañana llegaré al collado sur, del que tanto he leído. Durante la noche aumenta el viento y nos menea la tienda como si fuera un papel de periódico. No pego ojo hasta las cuatro de la madrugada, que por fin me duermo; nos despertamos a las siete de la mañana.

Una simple tarea como desayunar se convierte en algo exasperante. Hay que tener paciencia y no ponerse nervioso, cualquier movimiento es muy lento, lo más sencillo se convierte en un suplicio. De repente me entran ganas de hacer de lo mío, y es complicado, pues tengo que abrir la cremallera del mono de plumas, intentar alcanzar la otra capa de pantalón, que es la malla térmica, tirar de la maldita malla, para alcanzar otra malla más fina, y cuando lo consigo, que estoy a punto del esguince de muñeca por la tensión de tantas gomas, tengo todavía que localizar los calzoncillos. Una vez que lo tengo todo cogido, hay que hacer una maniobra para bajarlo a la vez y dejar el «culete» al aire; tengo el tiempo justo para darlo todo, antes de que se me congele el trasero. Por fin lo consigo. Ahora hay que colocarse todos los «refajos», a través de una pequeña abertura entre la cremallera del mono de plumas. De nuevo a la tienda, pero antes hay que quitarse las botas triples, tarea nada sencilla. ¡Qué derroche de energías y qué torpes estamos! Pero consigo meterme de nuevo en la tienda para acabar el desayuno y hacer mi mochila.

Empieza la escalada con rampas muy inclinadas de hielo azul. Es imprescindible utilizar las cuerdas fijas, que antes han puesto otras expediciones. El esfuerzo es brutal, hay que elevar el cuerpo con el peso adicional de la mochila, y sólo clavamos las puntas de los crampones (puntas de metal que instalamos en las botas para hundirlas y poder progresar por las zonas de hielo muy inclinadas o verticales).

Pronto Pasang Chiring se queda atrás. Hace una semana que se puso enfermo de un catarro y no se ha recuperado del todo. Decido continuar a mi ritmo, y llegar lo más pronto posible al collado sur para ayudar a Tsiring que, en teoría, debe estar delante de mí, pues está escalando desde el campo 2 y ha salido de noche.

Llego a las bandas amarillas y, de nuevo, me encuentro a Willy Benegas:

—Willy, soy Jesús, ¿qué tal amigo? ¡Qué alegría saber que sigues subiendo…!

—Hay que ser positivo y seguir siempre hacia arriba, con decisión.

Me animo en el acto al ver a Willy. De entre varias de las bandas tenemos que escoger, de nuevo, la cuerda buena, sana, la que está bien agarrada. Este tramo es muy exigente y vertical, imposible cometer un fallo. Estamos a 7.600 metros y el viento es fuerte. En este punto empezamos a abandonar la pared del Lhotse para hacer una travesía en diagonal hacia un espolón de roca negra llamado Espolón de los Ginebrinos.

El esfuerzo de tirar de la cuerda supone un desgaste increíble, hay que tomarse varios segundos por cada impulso con el «puño yumar» (un aparato que se aferra a la cuerda). Estamos literalmente colgando en un abismo casi vertical. Hemos pasado la llamada «barrera de la muerte», una línea hacia los 7.500 metros, por encima de la cual el cuerpo se deteriora con una rapidez fulgurante. La falta de oxígeno puede provocarte cualquier accidente.

No veo a Chiring ni a Tsiring desde hace muchas horas y no me gusta. A estas alturas sólo te pueden ayudar los sherpas. Pero voy junto a Willy y eso me da ánimos.

Estoy muy cansado y justo cuando ya no puedo más, nos detenemos bajo el Espolón de los Ginebrinos. Es una zona rocosa, cuya parte final es muy vertical y hay que escalar de nuevo utilizando el puño yumar, sobre una línea de cuerda de casi noventa grados. Es un último esfuerzo antes de llegar al plato del collado sur. Reponemos fuerzas, aunque no puedo comer nada:

Mi miedo e inexperiencia me llevan a preguntar a Willy muchas bobadas.

—Willy, ¿cuánto queda…?

—Haces preguntas como los niños cuando se van de vacaciones.

—Perdón, tienes razón. Willy, oye, Willy, si sobreviene una tormenta como la de 1996, ¿podríamos descender desde este punto en mitad del temporal?

—¡Y yo qué sé!… pero lo veo muy difícil. Oye, ¿no te puedes olvidar un poco de tanta tragedia, que me estás poniendo nervioso?

—Perdón de nuevo, pero es que no puedo dejar de pensar en la cantidad de alpinistas que han muerto…

—No me pidas tanto perdón y ¡deja los muertos en paz!

Empezamos la escalada del Espolón de los Ginebrinos, extenuante. Este es un punto decisivo, y muy expuesto de nuevo. Progreso muy despacio y tengo la impresión de que estoy preparando un buen atasco. Pero al mirar atrás me doy cuenta de que, a pesar de mi lentitud, voy más rápido que los clientes de Willy. En realidad, después de Willy soy el más veloz. Esto me sorprende.

Después de un esfuerzo sobrehumano llego al final del Espolón de los Ginebrinos y me desplomo en la zona de los anclajes. Mi corazón está a doscientas pulsaciones, parece que va a reventar. Tardo cinco minutos en recuperarme, me pongo en pie y alcanzo a ver el collado sur. No me lo puedo creer, estoy a veinte minutos de alcanzar los 8.000 metros.

Lo consigo, y por fin llego a un lugar desolado, venteado, casi sin nieve, lleno de piedras, rocas y algún pajarraco de mal agüero (chovas gigantes). Estoy con tanta falta de aire que me parece irreal el lugar. ¿Qué hacen aquí tantos pajarracos, estaré soñando? No hay nadie, somos los primeros en llegar.

Mis sherpas no han llegado y Willy tiene que montar las tiendas de los clientes y preparar su campamento. Yo no tengo equipo ni tienda, estoy solo hasta que lleguen Tsiring o Pasang Chiring.

Me siento en una roca y observo. Pasan tres horas y no llegan. Me preocupo porque creo que algo ha pasado, no es normal que no llegue ninguno de los dos. Regreso hacia el Espolón de los Ginebrinos, a ver si veo a alguien y, justo en ese momento, aparece Tsiring. ¡Qué alivio, estoy salvado!

—Tsiring, amigo, estoy aquí, ya estaba preocupado…

—Ha sido muy duro, es mucho desnivel y aquí casi no hay aire, voy muy cargado.

—¿Dónde está Pasang Chiring?

—Venía muy justo después de su enfermedad.

—Tenía que haberse quedado, es un bruto de narices.

—Él todavía no confía en mí y ha decidió protegerme.

—Sois increíbles los sherpas y vuestro sentido de la lealtad.

—Vamos a derretir agua para cuando llegue y beber nosotros también.

Derretimos agua, y aparece Pasang, agotado y utilizando oxígeno.

Está muy cansado, no debería estar aquí, tenía que haber esperado a curarse o cancelar su escalada, pero es sherpa y cualquiera se lo dice.

Mientras cocinamos los pajarracos se acercan y con una increíble insolencia entran dentro del outside de la tienda y roban la comida. Los espantas y se encaran, parecen enviados por el mismo demonio.

Willy nos avisa de que tenemos reunión a la intemperie en media hora para rematar los últimos detalles antes de irnos a cima. Allí se decide que Willy equipará la ruta y dos sherpas muy fuertes le portarán cuerda. Yo me comprometo a ir con él entregándole la cuerda y lo que mande, incluido abrir huella. Esto me anima y me siento importante. Seré útil de verdad, no sólo un «chupón de cuerda fija».

Hemos quedado a las diez de la noche para salir hacia cima. Este año nadie ha subido más alto que nosotros. Tsiring, Pasang Chiring, y yo nos vamos a nuestra tienda, nos hacemos agua con infusiones y cenamos algo, muy poquito, el estómago está cerrado, y ya hace dos días que casi no comemos; aun así hay que seguir escalando, tenemos los cuerpos muy debilitados y nos queda el asalto final. Mil metros de escalada mixta, sin huella abierta, sin cuerdas instaladas, por delante terreno virgen, muy peligroso, y las fuerzas justas.

Nos metemos en los sacos a las ocho de la tarde, zarandeados por el intenso viento. Sólo tenemos dos horas para estar de nuevo en marcha. Es decir, una hora para dormir, y otra para beber, prepararnos, ponernos los crampones, el resto del equipo y estar de nuevo escalando. Los ojos se me cierran sin darme cuenta.

Algo no va bien. Siento que la tienda se zarandea y oigo unos gritos indignados.

—¿En qué habíamos quedado? ¡Me hacíais falta y estáis dormidos! No habéis cumplido, ¿qué ha pasado?

Estoy soñando, no entiendo nada, pero pronto me doy cuenta. Nos hemos dormido, son las diez de la noche y estamos dentro de los sacos de dormir.

—Perdón, Willy, somos idiotas, nos hemos dormido; de verdad que lo siento…

—No valen disculpas; esto no son los boy scouts, ¡mierda! Hay que recomponer el plan, vosotros ya no estáis.

—Por Dios, Willy, perdón, te prometo que en media hora estaremos en marcha y os alcanzaremos.

—Está bien, pero dudo que nos alcancéis, un excesivo ritmo os agotará, mejor ir a vuestro paso, y supongo que nos daréis caza. ¡Nos vamos!

Oímos alejarse a Willy, el tintineo de los mosquetones y el ruido seco de los crampones se van apagando poco a poco. ¡Qué cara de tontos se nos ha quedado!

—¡Pasang, Tsiring, vamos! ¡Fuera de los sacos, enciende el hornillo, vamos a beber algo y salimos para cima de inmediato, estamos haciendo el mayor de los ridículos!

—Josu, hay que derretir más agua para subir a cima y comer algo, estamos exhaustos, y luego nos vestimos.

—No puede ser, bebamos algo y hacemos un termo para los tres, yo no puedo esperar más, estoy nervioso, mucha gente confió en nosotros para trabajar conjuntamente y no estamos cumpliendo, ¡somos un desastre!

Sin comentar nada más, preparamos el equipo lo más rápido posible. Aun así tardamos ¡una hora! Hace un frío aterrador; somos tres en una pequeña tienda de dos plazas y es muy difícil moverse.

Estamos en marcha a las once y cuarto de la noche; vemos muy altos los puntitos de las luces de los frontales. Son ellos y nos llevan mucha ventaja. Me pongo nervioso y empiezo a un fuerte ritmo; lo único que consigo es romper nuestro grupo de tres.

—Josu, este ritmo es un error.

No ha terminado la frase y Pasang empieza a vomitar como un surtidor. El esfuerzo y la altitud le han revuelto las tripas. Nos detenemos y vomita aún tres veces más.

—Pasang, es mejor que regreses, estamos empezando y estás muy perjudicado, es mejor que des la vuelta.

—Ni loco os voy a dejar a vosotros dos que sois novatos, me estoy recuperando y seguimos.

—¿Estás seguro?

—Por favor, confía en mí. No es la primera vez que me pasa esto, lo raro es que alguno de vosotros no estéis igual que yo, la altura es implacable.

—Está bien, te esperamos y si es necesario te acompañamos de nuevo a la tienda.

Empezamos con mal pie. Pero continuamos en mitad de una noche negra como nunca he visto antes. Da verdadero miedo afrontar la última parte del Everest solos, y con Pasang tocado.

Las luces se alejan rápido, las estamos perdiendo. Decido parar e instalarnos el oxígeno antes de lo previsto. Quería empezar a usarlo más arriba para retrasar al máximo la adaptación del cuerpo al gas y tener mayor seguridad a la vuelta. Pero sin él, no podremos alcanzarles. Sólo llevamos dos botellas por persona, lo que nos permite usar un litro y medio de oxígeno por minuto, muy poco.

Estamos a 8.200 metros de altitud cuando abrimos la válvula. Inmediatamente notamos la mejoría. Entra calor en el cuerpo, tenemos más energía. A Pasang Chiring se le han cortado los vómitos. Aprovechamos para acelerar el paso, y las luces se aproximan un poco más. Ellos van abriendo la ruta y equipando cuerda, y nosotros ahora vamos a remolque, chupando de su trabajo.

Quiero alcanzarlos pronto. Me da mucha rabia no estar cumpliendo y ser un parásito de cuerda fija.

En dos horas alcanzamos a los iraníes, que van los últimos. Están sujetos a las cuerdas fijas y taponan la subida.

—Perdón, déjanos pasar para ayudar a Willy, como habíamos quedado anoche, por favor.

—No puede ser, ahora sois los últimos.

—Hemos acelerado el paso con mucho esfuerzo y os hemos alcanzado, y te pido que nos dejes pasar para echar una mano en la cabeza. No veo que vosotros hagáis nada para ayudar arriba.

Estoy furioso porque los iraníes en ningún momento han colaborado en nada para equipar la ruta. Yo estoy ansioso por reparar mi pifia con Willy y quiero alcanzarle cuanto antes.

—Una vez más, dejadnos pasar. Vais muy lentos y no colaboráis.

—Estamos delante y es lo que hay.

El buen rollo que hemos tenido en el campo base se esfuma. Estoy muy nervioso y en un arrebato me saco la cuerda fija del mosquetón y me expongo al vacío.

—Pasang, Tsiring, tenemos que asumir el riesgo de salir de la seguridad de la cuerda fija, abramos una nueva huella paralela, hasta alcanzar a Willy, que está a unos cuarenta y cinco minutos por encima de nosotros. ¿Estáis de acuerdo?

—Vale.

Los sherpas son los tíos más valientes que existen en la montaña. Los iraníes me han indignado. Funcionan de un modo militar, con un jefe a la cabeza que lo ordena todo. ¡Sólo les importa llegar a la cima y no quieren perder posición para cuando lleguemos a la cima sur y, sobre todo, al Escalón Hillary, donde los atascos han enviado a muchos hacia abajo!

Sin pensarlo dos veces salimos de la cuerda y abrimos durante un buen rato una huella paralela, expuestos al abismo. Mientras subo me doy cuenta de que acabo de romper con los iraníes, mis protectores en el campo base. ¿Qué me va a pasar cuando vuelva?

Decido ir a la cabeza porque la adrenalina me redobla las fuerzas. La huella de Willy se ha borrado con el viento y tengo que abrirla de nuevo. Me siento a gusto escalando de noche la montaña más alta del mundo e ir a la cabeza de un grupo. Los dos sherpas dejan que tome decisiones, pues ven que estoy determinado a llegar a la cima y me encuentro en una condición física aceptable.

Llegamos a un lugar muy elevado, a unos 8.500 metros, llamado El Balcón. Aquí paramos a descansar. Por el camino hemos adelantado, además de a los iraníes, a unos norteamericanos, dos canadienses y el primer mongol que intenta la cima del Everest.

Sacamos el termo para beber, y ¡sorpresa…!, no hay nada. Se ha abierto, derramado y congelado dentro de la mochila. No tenemos nada del líquido para los tres. ¡Somos unos artistas! ¡Qué pifia tan grande! Ahora lo pagaremos bien; llegará un momento en que nuestra boca se abrasará, pues el oxígeno puro al entrar en los pulmones seca la garganta. Literalmente, la quema. Además, estaremos sin hidratar todo el día, cuando lo que hay que hacer es beber al menos de cuatro a cinco litros de agua.

No podemos remediarlo y decidimos continuar. En ese momento empieza a salir el sol por el este. Mágico. Justo por donde sale, en el Makalu, la montaña vecina, hay una tormenta, pero está por debajo de nuestra altura. Se hace raro ver una tormenta eléctrica a nuestros pies. Por encima de nuestras cabezas vemos la larga arista, cortada a cuchillo, que se perfila hasta una cima que parece un merengue. Es la cima sur. Tenemos que escalar todo ese filo y, si llegamos allí, estaremos ya muy cerca de la cumbre.

Esto nos renueva la energía, a pesar de que la boca está hinchada y me cuesta tragar saliva. Tengo la sensación de que me ahogo.

Seguimos escalando y por fin alcanzamos a Willy. Es increíble que él equipando, y nosotros sólo utilizando las cuerdas que él ha puesto, hayamos tardado tanto en alcanzarlo.

—Hola, Willy, ya estamos aquí.

—No os preocupéis, vamos a buen ritmo y nos hemos organizado bien.

—¿Qué hacemos? Mándanos algo.

—Estamos en uno de los tramos más difíciles, y con estos dos sherpas me entiendo bien, no te preocupes, sólo ayuda por aquí con las cuerdas y turnos, con eso será suficiente.

Estoy feliz de haberle alcanzado. Me da seguridad estar a su lado y no andar perdido en mitad de la noche. Pero me gustaría ser útil para limpiar el bochorno de mi retraso.

Empezamos la escalada a la cima sur. Justo allí oímos un rugido y sentimos que todo se mueve. Nos quedamos paralizados, sin respiración. Vemos cómo una capa de hielo y nieve hace un amago de caerse. Estamos en su camino, así que si se desprende, nos arrasará. Pasan unos segundos eternos y la cornisa decide que no es momento para desplomarse. Suspiramos. Hemos tenido, de nuevo, una suerte inmensa, que no hay que despreciar.

Willy rompe el silencio.

—Tenemos que cambiar de estrategia, hay que ir por el espolón, no podemos ir por la pala de nieve. Está muy peligroso.

Si Willy dice que por el espolón, pues por el espolón. Ésta es una sección difícil, expuesta y más técnica. Exige mucho esfuerzo y lo notamos, a mí se me dispara el corazón, es brutal colgarse totalmente del ascendedor o «puño yumar»; hay tramos en los que la escalada es vertical y, a esa altura, es un verdadero suplicio.

Justo antes de encarar los últimos cien metros se termina el oxígeno de mi botella. Es como si fuera un pez y me sacaran del agua. Simplemente me estoy muriendo y casi no soy consciente de ello. Pasang Chiring se da cuenta.

—Josu, hay que cambiar tu botella, debes de llevar ya un tiempo sin oxígeno, por eso te costaba tanto «tirar de yumar»; déjame que te ayude.

—Está bien amigo, cámbiame tú la botella, no tengo fuerzas ni para quitarme la mochila.

Cambiamos la botella y en diez minutos empiezo a recuperarme.

Continuamos por una pendiente mixta de rocas, nieve, hielo muy elevada. Gracias al impecable trabajo de Willy, podemos progresar por este tramo y llegamos a la parte alta de la cima sur. ¡Es un logro inmenso! Estamos cada vez más cerca. El lugar es increíble; una atalaya natural desde donde veo el Tíbet y Nepal, más alta que cualquier otra montaña. Veo además toda la arista que conduce a la cima. Un subidón, creo que lo voy a lograr. Pero estamos en la parte más delicada del Everest, con las fuerzas muy justas y sin agua. Nos quedamos tirados en la cima sur descansando, mientras Willy se pelea con la arista cimera para equiparla, con más trabajo del que pensaba porque hay mucha nieve. Tarda mucho en encontrar, dentro del laberinto de posibilidades, la mejor forma de establecer la ruta.

Nos enfriamos y tirito como una vara verde, ya no siento los pies y me estoy durmiendo; mal síntoma. Me estoy agotando y no me entra oxígeno suficiente. Estoy con poco caudal de aire para ahorrar y a mayor altitud me resiento más. Pasang Chiring me tiene que entretener para que no me duerma.

—Tsiring, Pasang, llevamos mucho tiempo parados y estoy mosca por el oxígeno que nos queda. Es nuestra última botella, si se termina, también nosotros estamos reventados. Pasang Chiring me contesta:

—Ni lo hables, que estoy por darme la vuelta, y Tsiring se vendría conmigo. Espero que también uses la cabeza y regreses aunque sea sin cima si nos retrasamos más.

—¡No me digas esto, que estamos muy cerca!

—Éste es vuestro problema. Que no pensáis que aunque estés cerca, el oxígeno es el que hay y la muerte no espera.

Tardamos una hora en escuchar el grito de Willy. Por fin llega al Escalón Hillary y de momento podemos continuar. ¡Adelante! ¡Está abierto el sector de la arista cimera!

Este tramo es como el filo de una guadaña: al este el Tíbet, al oeste Nepal, y la anchura, de medio metro. El fuerte viento hace que tengamos que agarrarnos como las lapas a las rocas y clavar con fuerza el piolé, para no caer al vacío.

Noto que se me termina el oxígeno, al igual que a Tsiring y Pasang.

—Josu, estamos al límite de oxígeno para bajar con un poco de seguridad. ¡Deberíamos bajar ahora!

—Lo siento Pasang, por nada del mundo me bajo ahora, sé que es irracional, pero yo de aquí no me muevo. Baja tú, es lógico que lo hagas, yo asumo mis decisiones.

No contestan, pero no se dan la vuelta. Pasang y Tsiring deciden seguir conmigo. Yo no los obligo. Aquí no hay muchas más explicaciones, cada uno es dueño de sus actos, ahora la lógica no importa, tampoco lo que dicen los libros. Tengo fiebre de cima, lo peor que a un escalador le puede pasar. Aunque con suerte, también puede ser lo mejor.

Pasamos la arista cimera y nos plantamos en un lugar mítico del Everest, próximo a los 8.800 metros, el Escalón Hillary.

—Pasang, me parece mentira estar aquí, ¡estamos casi en la cima!

—Pero sin oxígeno para el regreso.

—Eso ya lo pensaré después.

Tengo que hacer cola porque hay diez personas por delante. Es una roca colgada en la que una pequeña hendidura permite que asciendas empujando con las piernas abiertas y usando el «puño yumar». Llega mi turno y me desespero para conseguir librarlo, es duro, muy duro de verdad, resoplo y empujo y pongo otra pierna y voy a reventar. Y al fin logro vencer el último gran obstáculo.

Me queda media hora a la cima. Espero a Pasang y a Tsiring.

—Josu —me dice Pasang—, vete delante, yo me retrasaré, estoy un poco tocado de este esfuerzo, vete con Tsiring.

—¿Estás seguro, amigo?

Necesito que me libere para correr a la cima.

—Sí, sí, ahora sé que llegaré, y tú también.

—Gracias amigo, ¡vamos Tsiring, para ti también será la primera vez!

Ahora sé que lo consigo y la euforia me da gasolina para llegar a la cima en sólo veinte minutos. ¡Lo mejor que me ha pasado en la vida!, pienso. ¡Lo he conseguido! Tsiring llega diez minutos después, y Pasang Chiring diez después de él. Se que resulta increíble, pero en ese momento el viento nos da un respiro y disfrutamos una media hora de algo irrepetible. Jamás he sentido una emoción similar. La vista desde la cumbre más alta de la Tierra es sublime y la sensación de haberlo conseguido arrolladora. Tengo fuerzas para sacar mi teléfono satélite, el Thuraya, y hablo con mi padre. Luego saco la cámara y sigo grabando. Lloro como un niño, me abrazo a todos, les doy infinitas gracias a mis sherpas y no paro de repetirme que ahí estoy, cumpliendo el sueño de mis sueños.

Pasang me devuelve a ras de suelo.

—Josu, el cielo está cambiando, viene una tormenta, y no hay oxígeno para regresar al campo 4 o, al menos, a 8.200 metros donde nos lo pusimos. ¡Hay que irse ya!

Me cuesta arrancar de nuevo. Bajo en mitad de un temporal tremendo en el que no veo nada y me freno en el Escalón Hillary. Hay un tapón porque está subiendo el grupo de los iraníes y no ceden el turno. Entre todos cargamos las cuerdas y un seguro cede y nos precipitamos ocho metros, con brusquedad. Este «viaje» nos lo damos las ocho personas que compartimos la cordada. Me agarro con todas las fuerzas del mundo y en el frenazo pierdo una manopla y mi cámara de vídeo, que se precipita centenares de metros con mis imágenes de cumbre (menos mal que tengo las fotos). Voy a congelarme la mano. Pero el segundo seguro resiste y seguimos con vida. Aquí arriba todo es tan difícil que puedes entender que cada cual haga lo que pueda, pero esta vez hemos rozado la tragedia.

El viento arrecia y nieva intensamente. No tengo visibilidad. Estoy a 8.750 metros y mi botella de oxígeno está acabándose. Me pongo nervioso y decido bajar muy rápido, soy bueno en los descensos. Se lo digo a Pasang y a Tsiring, que prefieren descender más despacio, a ellos les queda más oxígeno, y sé que si el mío se termina me darán el suyo, y eso es algo que no voy a permitir.

Estamos de acuerdo en que yo baje primero y empiece a hervir la nieve, calentar una sopa y preparar las dos botellas de oxígeno de reserva que están en el campo 4.

Willy y yo somos los más rápidos y empezamos un vertiginoso descenso por las cuerdas fijas sin asegurarnos. Conseguimos bajar increíblemente rápido. A mí se me termina el oxígeno a 8.400 metros, pero sigo descendiendo, más cansado y con más frío, por la falta de oxígeno.

Antes de llegar al campamento, despistados por la ventisca, nos perdemos unos minutos. Pero conseguimos llegar a las tiendas, totalmente agotados. Hago agua, sopa, y me caliento. Espero tres horas hasta que entran Pasang y Tsiring como fantasmas. Pasang no habla; tres horas sin oxígeno lo han dejado al límite.

Lo metemos en el saco y le obligamos a beber, aunque no obedece. Tiene la garganta y la cara hinchadas como un globo, está completamente deshidratado. Poco a poco conseguimos meterle líquidos y vuelve a la vida. Pero el tiempo no da tregua y el viento sopla cada vez más fuerte. Nos rasga la tienda. A las tres de la mañana decidimos salir hacia campos inferiores, pero regresamos porque nos perdemos y Tsiring se congela los dedos de los pies. De vuelta a los jirones de nuestra tienda encendemos el quemador y literalmente mete los pies en las llamas. Se recupera, dormimos, o hacemos que dormimos, pues no hablamos por agotamiento y miedo, enroscados en una tienda destensada y llena de nieve.

A las seis de la mañana, noto que el viento se suaviza y salimos al instante. Esta vez lo conseguimos aunque llegamos totalmente rotos al campo 2. Estamos casi salvados. Ellos deciden quedarse a dormir y continuar al día siguiente, yo decido continuar hasta el campo base. Es una locura, pero quiero llegar y llamar a los míos y sentir que estoy salvado y con la cima del Everest en el bolsillo.

Llego a las seis de la tarde. El descenso ha sido brutal: desde el campo 4, a 8.000 metros, hasta el campo base, a 5.350 metros. Estoy a salvo, no se me ha congelado la mano a pesar de faltarme la manopla y he escalado el Everest. Creí en mi sueño y lo cumplí. La mejor escalada de mi vida.

Un cocinero nepalí me prepara un pollo suculento y descorcho mi botella de champán, preparada para la ocasión. Recuperado, atiendo la llamada del Diario de León.

—Es usted el primer alpinista de León en subir al Everest. Describa a los leoneses lo que se ve y se siente desde allí.

—Arriba hay una especie de aparato para comprobar vía satélite si crece o decrece el Everest, hay banderas de oraciones y es una cima muy estrecha y muy puntiaguda en la que estuve sentado a caballo, no mucho rato porque si no me quedo. Puedes ponerte casi de pie porque acaba en punta. La vista es increíble: ves la curvatura de la Tierra, todo el altiplano del Tíbet, la parte nepalí llena de montañas y, al sur de Nepal, se ven las tormentas de relámpagos del monzón que se está aproximando. Allí, en ese escenario tan formidable, y con mi sueño cumplido, me acordé de mi hermano Julián, que murió hace casi cuatro años de una maldita enfermedad. Ha sido muy emocionante.