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Vinson, viaje a la Antártida

 

La Antártida es con seguridad el lugar más inaccesible del planeta. Está rematadamente lejos y volar hasta allí exige mucho ingenio o la cartera muy suelta, lo que no es mi caso. Alcanzarla es complicado pero no imposible y, amigos, ¡lo he conseguido una vez más y me dispongo a afrontar este viaje alucinante!

Estoy en Punta Arenas, que es la ciudad continental más austral de la Tierra, situada en Chile. Es un paraje barrido por el viento debido a la ausencia de montañas. Una ciudad incómoda e inquietante que se ha quedado sin terminar, como si hubieran parado las obras en mitad de la construcción.

En esta expedición voy acompañado por un canario que se llama Diego Amador. Como es de las islas, tengo la sensación de que va a pasar más frío que yo. Nos hemos conocido en el aeropuerto de Madrid, en Barajas, y hemos hecho «migas» rápido. Somos los dos únicos españoles que esta temporada nos proponemos escalar el monte Vinson.

Al llegar a Punta Arenas buscamos alojamiento en una casa de huéspedes y después salimos a localizar la oficina de la ANI, la empresa a quien hemos contratado los servicios de la expedición. Se trata de una compañía privada norteamericana que organiza expediciones a la Antártida. ¿Por qué ellos y no otros? Por dos motivos principalmente: porque tienen la mejor logística y experiencia del mundo, y porque es la única agencia privada, en este momento (2005), autorizada para operar en la Antártida, una misión complicada por las rigidísimas normas pactadas para proteger este continente aún virgen. Ellos cuidan hasta el último detalle todas las cuestiones medioambientales y cumplen a la perfección el tratado antártico. Por poner un ejemplo: todos los residuos, incluido el pipí y lo otro, ya sabéis, se lo traen de regreso a Chile para destruirlo. ¡Ya os explicaré cómo!

Damos con ANI pronto y nos reciben amablemente y con muchas explicaciones, aunque debo confesar que nuestro inglés no es ni de lejos el mejor para entenderse con los yanquis por lo que nos enteramos más o menos de la mitad. Estoy convencido de que tienen un caramelo en la boca cuando hablan, y eso me despista hasta tal punto que, aunque entiendo que me están diciendo algo importante, me quedo absorto mirándoles las muecas de la cara. Mejor es decir sí a todo y no parecer el rancio españolito de la época de Alfredo Landa.

Yes, of course, yes, yes…

Diego y yo nos miramos:

—¿Lo has entendido?

—¿Y, tú?

—Pues la mitad.

—Yo ni eso.

Esto nos traerá problemas, pero nos daremos cuenta más tarde. En la reunión flipamos con el personal que nos acompaña. Somos un pequeño grupo de alpinistas, y el resto un grupo heterogéneo difícil de describir. Todavía no los conozco, pero imagino que todos ellos se disponen a alcanzar el mítico Polo Sur, un servicio que ofrece la compañía por un «módico precio». Volaremos con ellos el primer tramo, desde Punta Arenas hasta la base Patriot Hill. Después os cuento detenidamente quiénes son pues son historias de millonarios que merecen la pena.

 

Lo que nos queda claro en esa reunión es que tenemos que estar todo el tiempo en el hotelillo sin movernos hasta que ellos nos avisen para ir al aeropuerto. El clima es tan radical en la Antártida que son pocos los momentos en los que el avión que nos llevará al interior del continente helado puede aterrizar. Si hay viento fuerte, lo que es frecuente, no hay vuelo posible.

Una prueba de ello es que durante toda la temporada del año anterior, más o menos un mes y medio, no se pudo aterrizar y no hubo ninguna actividad en Patriot Hill, que es como se llama la base que monta esta empresa. La mantienen durante las semanas de relativa bonanza climatológica. Todos los clientes y científicos que querían volar se quedaron esperando en Punta Arenas días, semanas, o incluso más de un mes, para nada.

Esto es una realidad a la que estamos expuestos. También hemos entendido que debemos hacer el equipaje, pero antes de meterlo en las mochilas nos revisarán y comprobarán que tenemos lo mínimo imprescindible para soportar las bajísimas temperaturas que nos esperan. Pues bien, no tardan en realizar la inspección. Pasamos sin problemas su control intimidatorio, cerramos el equipaje y lo llevamos al aeropuerto. Allí lo meterán en la bodega del carguero ruso Ilusin. Primera «cagada» por no entender bien ese inglés del caramelo en la boca: he cerrado el petate con un candado. Hacia las doce de la noche vuelve al hotel un tipo norteamericano con muy malas pulgas y se lía a vocearme en mitad de la noche. Lo peor es que sigo sin entender lo que me dice. Adormilado, creo percibir que le sale espuma por la boca. Me ordena que le acompañe hasta el aeropuerto. Allí me explican, sacándome los colores, que debido al candado mi mochila no ha podido pasar la aduana. Abro la llave y respiro tranquilo porque todo está en orden. Me llevan de nuevo a la casa de huéspedes. Son las dos de la mañana y quiero dormir sin contratiempos. Pero eso no va a ser posible porque nos levantan muy pronto para decirnos que somos los tipos más afortunados: se ha abierto una ventana de vientos ligeros en la base Patriot Hill y nos marchamos.

 

Saltamos de alegría porque Diego y yo nos temíamos unos cuantos días o semanas de espera en este extraño pueblo, encerrados en nuestro lúgubre alojamiento. Llegamos al aeropuerto muy deprisa y cumplimentamos los trámites azuzados por los norteamericanos, que no quieren perder un minuto Pero he aquí que me sucede otro contratiempo.

—¡No puede ser! ¿Dónde está?

Sin mi pasaporte no cruzo la aduana, ¡no me dejarán salir! Todo el pasaje del avión está listo y yo sin papeles. Me miran mal, al tipo de ayer se le empiezan a hinchar de nuevo las venas del cuello, siento que me quiere matar sólo con la mirada. Me grita con su estúpido acento de caramelo en la boca y yo me enfado de verdad. Elaboro la estrategia de que si yo chillo más que él, me dejarán un poco en paz, a ver si cojo aire, me relajo y pienso dónde está mi maldito pasaporte.

—¡Dios, ya sé donde está!

Lo metí anoche en el petate, cuando estaba medio dormido, y lo peor es que se encuentra dentro de la bodega del carguero ruso. Cuando se lo digo a los norteamericanos, no se lo creen, pero tampoco me pueden dejar en tierra porque precisamente mi pasaporte está dentro del avión y yo fuera. Así que se la tienen que «envainar» y traerme el petate, del que tranquilamente saco mi pasaporte. Ya sé una cosa cierta: ¡me odian!, me odia todo el mundo en ese avión: tanto el pasaje, como la tripulación. ¡Qué va a ser de mí!…

El carguero es un avión gigante del tipo Ilusin, que es capaz de volar algo más de seis horas para dejarnos a tan sólo unos ochocientos kilómetros del mismo Polo Sur, en la base norteamericana desmontable de Patriot Hill. Cuando me relajo empiezo a echar un vistazo a la fauna que vuela con nosotros: somos apenas diez personas las que vamos a la Antártida para escalar o hacer alguna actividad deportiva. El resto, unas treinta personas más, son turistas cuyo objetivo es alcanzar el Polo Sur en otra avioneta pequeña que les espera en Patriot Hill, para estar unas horas y regresar rápido, después de hacerse las fotos más caras de la historia.

De momento viajan incómodas porque en el carguero no hay asientos. Es un avión militar con sillas plegables apoyadas en las paredes laterales, oscuro y con sólo dos ventanillas. Es muy incómodo, y así estaremos seis horas. Tengo tiempo para observar e intimar con el resto de los pasajeros y no salgo de mi asombro.

Conozco a una señora de 76 años que siempre quiso ir al Polo Sur. Me cuenta que el año pasado llegó a la costa en un barco tipo crucero especializado en la península Antártica, así que ya está un poco entrenada. A su lado viaja un señor de 78 años, un millonario norteamericano que también ansía su foto en ese mítico lugar para ganar una apuesta de póquer a sus amigotes. Para poder moverse (está muy sobrado de kilos) lleva dos asistentes. Creo que, con la cara de business class que tiene, está odiando las sillas de pacotilla de este avión y nunca volverá a la Antártida.

Otro hombre curioso, más interesante a mi parecer, es un astronauta de la antigua estación espacial rusa que ha visto cientos de veces la Antártida desde el espacio. Desde allí ha alimentado el sueño de pisar literalmente el Polo Sur. Conversamos un buen rato y nos hacemos amigos. Me interesan muchos sus fantásticas historias espaciales. También le escucha atentamente un señor del sur de la India acostumbrado a temperaturas de treinta y cinco grados. Es un sufrido masoquista que luchará contra el frío para lograr obtener el récord de ser el primer paisano de su país en llegar a este remoto lugar. Un japonés más taciturno, acompañado por su traductora y su asistente personal, ocupa la parte trasera. No sé nada de ellos porque no abren la boca.

Y me queda contaros el mejor. El que más perplejo deja y al que, por otra parte, he dedicado más tiempo porque compartimos una comida antes de salir de Punta Arenas, es un multimillonario tejano que se trae a sus tres mejores amigos y a su hijo para sacarse unas fotos en el Polo Sur (les ha invitado, como decía, a todo trapo). El tipo va peinado con gomina hacia atrás y viste una camisa azul a rayas, con cuello blanco, gemelos en las mangas con detalle de su inicial en diamantes y una pluma Mont Blanc, supongo que la más cara del mercado, le asoma del bolsillo. La típica ropa para venir al lugar más inhóspito del planeta, me digo yo. Y en un acto de poderío apoya su mano sobre mi hombro y sentencia:

—Chico, vosotros venís aquí con vuestras absurdas ideas ecologistas a divertiros y realizar gestas deportivas, pero los que de verdad hacemos progresar el mundo somos nosotros, los empresarios del petróleo, que con tanto tratado y tanta mierda no os dais cuenta que se está terminando y pronto, os guste o no, tendremos que explotar las reservas petrolíferas de la Antártida. Y yo estaré aquí el primero.

A renglón seguido, su hijo y los amigotes esbozan una gran risotada. Me quedo pasmado, incapaz de reaccionar, se me cae la sopa de la cuchara y, asqueado, me levanto de la mesa y me voy al otro extremo del comedor a digerir en soledad lo que he oído. Espero que no existan muchos energúmenos como éste, porque si no estamos acabados en este planeta. Es la mayor salvajada que he oído en mi vida, y ha tenido que ser en la Antártida. En el avión me cobro mi pequeña venganza. Se remueve incómodo y asustado en esta silla de tela. Y lo peor está por llegar, cuando tenga que afrontar la dureza del clima hostil al que vamos.

A su lado hay un israelí que no para de hacer preguntas de respuestas obvias, y las anota con ahínco en un diario que lleva consigo a todas partes. Y detrás, otro norteamericano muy rico que, por desgracia, va en silla de ruedas y que también se propone llegar al Polo Sur pagando una cantidad extra para que, tras aterrizar al lado de esa coordenada, el avión arrastre una silla de ruedas con patines hasta el mismísimo Polo. Y en efecto, después he sabido que, al llegar, la avioneta le dejó a una milla de distancia, una vez allí los tres asistentes que llevaba tiraron de la silla de patines con tres cuerdas adaptadas hasta llevarlo al Polo Sur. Cumplió su objetivo: recorrer una milla en silla de patines hacia el Polo Sur con tracción humana. Y es que los norteamericanos son increíbles. Vuela con nosotros otro señor de 65 años que se ha traído al ligue de 25 para sorprenderla en su cumpleaños. La chica es muy guapa, pero un tanto despistada. La pobre no se ha visto en otra; viste botas con un largo tacón de quince centímetros de alto. ¡Sí, señores!, con un par de narices. Luego os cuento cómo aterrizó en la Antártida.

Bueno, pues toda esa gente paga monstruosas sumas de dinero por viajar desde Patriot Hill al Polo Sur, sacarse unas fotos durante tres horas y regresar. Hay que reconocer que a su edad conservan un espíritu aventurero colosal. Son los coleccionistas más sofisticados que conozco: hacen acopio de momentos y lugares exóticos. A excepción del ruso astronauta y el resto de alpinistas que vamos a escalar, resulta desalentador compartir nuestra aventura con estas personas que, nada más llegar a la Antártida, piensan en explotar el único reducto de belleza sin contaminar que se conserva puro, o se debaten en conversaciones triviales sobre los lugares más raros que han visitado, compitiendo a ver quién posee el lugar más original. Ya sabéis, como cuando viajáis en grupo organizado a un país cualquiera y en el avión, antes de llegar al destino, ya conoces todos los lugares de vacaciones que ha visitado el pesado o la pesada de turno: —Que si estuve aquí, que si estuve allí.

—Mira, chica, lo que te perdiste por no ir allí pero yo sí.

Etcétera, etcétera.

El vuelo, además de insólito por la compañía, es espectacular, increíble. El avión conserva su estructura militar y tiene el morro de cristal, ya que es el puesto de observación de los pilotos cuando están en combate. Nos dejan entrar un rato a cada pasajero, pero entrar en el hueco es complicado. Debemos tumbarnos en una camilla y tirar de la palanca. Al instante irrumpimos en la cabina, que parece una burbuja, y disfrutamos del abrumador paisaje antártico. Vemos miles de témpanos flotando en el mar y al fondo el borde de la banquisa antártica. Observo unas montañas gigantescas repletas de seracs (grandes acumulaciones de hielo que cuelgan al vacío como gigantescas viseras) e inmensos glaciares. Es desolador pero a la vez excitante. No se parece a nada de lo visto antes.

Sobrepasamos la banquisa y nos adentramos en el interior del continente blanco. Las montañas han desaparecido, sólo se ve una gran planicie que se encuentra a unos 3.500 metros de altitud media, con nieve acumulada a lo largo de los millones de años. Volamos encima del continente otras dos horas más e iniciamos el descenso.

Me froto los ojos pero no consigo ver dónde vamos a aterrizar, y ¡estamos apenas a veinte metros del suelo! Lo hacemos finalmente en una superficie de hielo azul que puede soportar el tremendo impacto de las ruedas del carguero. Tocamos y el avión no frena ni hace amago de frenar; el piloto tiene que dejar que el avión recorra el espacio necesario para que se detenga por sí mismo, sin aplicar ninguna fuerza a los frenos. En esta pista de hielo inclinada, si derrapáramos nos iríamos al «carajo».

Por fin se detiene y nos bajamos. Os contaré que para poner fin a un viaje que he empezado con mal pie, lo termino rodando de cabeza. La rampa está completamente helada y mis nervios por pisar este continente no me alertan. El pepinazo que me doy me provoca mi primer esguince nada más llegar.

Justo detrás de mí baja la de las botas de diseño, y como no podía ser de otra manera, aterriza con sus hermosas posaderas en el suelo al resbalar por la misma rampa, congelada como un témpano. La pobre mujer no da importancia a su peculiar desembarco y nos dedica sonrisitas mientras hace de tripas corazón para afrontar la sorpresa que le ha preparado su amante. De entrada se le congelan los pies porque, claro está, sus botas no responden a las duras exigencias de la Antártida y tienen que llevarla en moto de nieve a la base (que sólo está a quince minutos caminando). Allí va ella, con su abrigo de pieles ondeando al viento, su gesto descompuesto por el frío y tiritando como una castañuela. ¡Menudo regalo de cumpleaños! Esa noche nos cuenta que se niega en rotundo a viajar al Polo Sur y que esperará pegada a la estufa hasta que su novio regrese.

El lugar es único. En mitad de la soledad, a unos 800 kilómetros del Polo Sur y protegido del feroz viento detrás de una pequeña cordillera, está la base de Patriot Hill. Son unas cuantas tiendas de campaña y una tienda comedor, donde nos reunimos todos los que estamos en la base. De aquí nosotros partiremos en una pequeña avioneta Twin Otter hacia el monte Vinson, y el resto del pasaje irá en turnos, también en esta avioneta, hacia el Polo Sur.

Lo primero que percibes es el frío extremo, condicionándolo todo, insoportable y sólo podemos consolarnos en el calor de la tienda comedor, que tiene estufas. Las caras de los turistas de talonario empiezan a perder la frescura, pero recuperan la sonrisa en el confort del campamento. Aunque espartano, la sensación de aislamiento y soledad de este lugar es tan brutal que esta casita de lona se nos antoja más lujosa que el Four Seasons.

La buena suerte que nos ha permitido volar tras la primera noche que llegamos a Punta Arenas —aseguran que es rarísima—, sigue en racha. En la tienda, dos horas después de llegar, nos informan que mañana mismo volaremos al campo base del monte Vinson.

Nos metemos en las tiendas de dormir excitados y contentos por la rapidez con que marcha todo. Y por la mañana obtengo un pequeño placer, mezquino reconozco, pero divertido: el rostro inmaculado del gran señor del petróleo está desfigurado y abatido. No ha dormido de frío, no se ha podido lavar y, de alguna manera, la Antártida se está vengando. No la puede disfrutar. Y es una lástima, porque por la mañana el paisaje que descubro es inmenso, indescriptible: una extensión casi infinita de nieve, hielo azul, sol siempre, montañas de ensueño, nieve que brilla con los colores del arcoíris y cielos magníficos donde sólo hay nubes alargadas de millones de formas, como si te hablaran. Todo es perfecto, es un decorado nunca superado por ninguna película de Hollywood, y está aquí en nuestro planeta. Amigos, ¡qué fantástico mundo tenemos!

 

Todo nos va viento en popa aunque, a decir verdad, cuando montamos en la pequeña avioneta, sopla de proa y fortísimo. Al ser piloto soy consciente de lo peligroso de estos vientos huracanados cuando vuelas. Exactamente va a más de ochenta kilómetros por hora, y pretenden despegar. ¡Es una locura!

Colocan el avión en dirección al viento, sueltan los frenos y, en apenas cien metros, despegamos. Debido al fortísimo viento el avión prácticamente se levanta sólo accionando los alerones, sin novedad aunque con unos bandazos terribles. Pronto se me pasa el miedo, impactado por las vistas más espectaculares que recuerdo. Es otro vuelo de ensueño, que termina cuando nos acercamos a las montañas de la cordillera Herbord y el piloto busca el glaciar donde aterrizar. Estos tipos canadienses son unos monstruos. Ha metido el avión en un sitio imposible y allí nos ha dejado a nuestra suerte.

Somos tres, Diego, de Canarias, Andy, de Estados Unidos, y yo. Hemos unido fuerzas para intentar un ataque rápido a la cima de esta montaña de casi 5.000 metros, erguida en el lugar más hostil del planeta. Necesitamos de toda nuestra experiencia y fuerza para conseguir este reto.

De momento estamos junto a un campamento de japoneses que tienen este mismo objetivo y de otro norteamericano. Al menos no estamos solos, aunque por delante nos esperan muchos peligros: grietas escondidas, avalanchas, frío feroz, viento, mucho viento y, Dios nos libre del temido «viento catabático»; si se nos echa encima estaríamos en un verdadero aprieto, pues son masas de aire que se descuelgan desde las altas capas de la atmósfera y, en su descenso vertical, se aceleran, apareciendo de repente con rachas que pueden superar los ciento cincuenta kilómetros por hora, a lo que hay que sumar la sensación térmica. Seria fatídico y, en ocasiones, si no se toman las medidas oportunas, mortales…

 

Estamos a unos 2.000 metros de altitud, una cota baja para estar en la cordillera que tiene las montañas más altas de toda la Antártida. Y este es otro problema añadido: hay que salvar muchos metros de desnivel. Estamos todos los que este año queremos alcanzar la cumbre del Vinson, y somos apenas quince personas.

Andy, Diego y yo decidimos partir sin más demora al día siguiente. No tenemos referencias de luz porque aquí, más o menos seis meses al año es de día las veinticuatro horas y los otros seis es noche cerrada. Tenemos que adaptar el cuerpo a los nuevos biorritmos. No necesitamos descansar como los otros grupos, por lo que saldremos los primeros para disfrutar de la soledad de este lugar y alcanzar la cima del Vinson. Es tal vez una tontería, pero apetece pisar una cumbre por primera vez en la temporada.

Sin más demora nos hacemos algo de comida y nos metemos en el saco, ya que hace un frío que «pela». Tenemos que dormir con gafas de sol porque, aunque tengamos los ojos cerrados, la radiación solar podría dañarnos. Hay que añadirle, además, el agujero de la capa de ozono, que aquí nos afecta de lleno.

Al día siguiente preparamos nuestras cargas en los trineos. Para ser autosuficientes arrastraremos todas nuestras cosas, incluida la comida, el gas, la ropa, las tiendas de campaña y el material electrónico. Las etapas serán duras, por el fuerte desnivel a resolver, y sobre todo el frío intenso. Además tenemos que estar encordados para evitar caer en las numerosas grietas que hay por todas partes y que están tapadas por nieve en polvo.

No lo pensamos más y arrancamos a caminar con muy pocos descansos. Llevamos la misma ropa que se emplea en un ocho mil, pero cuando se para el viento, que casi siempre sopla, podemos quedarnos con la chaqueta de forro polar. Estos cambios de temperatura tan radicales son muy extraños. ¿Será por el cambio climático?

Conseguimos hacer dos etapas en una, para situar lo que llamaremos el campo base a unos 3.200 metros de altura. Ha sido un día muy largo. El lugar es esplendido: una meseta amplia justo donde el monte Vinson nos deja girar hacia otra de sus vertientes. Desde este campamento podemos disfrutar de otras montañas que se encuentran alrededor. El lugar es absolutamente irreal, magnífico. Cuando el viento se detiene hay un silencio sobrecogedor, porque la nieve en polvo amortigua todo el ruido por pequeño que sea. Si no hay viento, no hay sonidos, pues tampoco hay vida; ni pájaros, ni microbios, ni animales, nada. El frío hace que este lugar, bellísimo, esté muerto. Me detengo a observar las extrañas sensaciones que produce un paraje tan aislado. Nunca antes sentí nada parecido.

Ahora luce un sol extraordinario, pero se precipitan continuamente copos con forma de estrellas de hielo, que se forman muy cerca de la superficie. Andy nos explica que la poca humedad que logra colarse al interior se precipita en forma de cristales perfectos.

—¿O sea que nieva sin nubes? Le pregunto. Y me responde que eso es exactamente lo que está pasando.

 

Estamos metidos en un ecosistema que nos aísla del ruido, hasta que aparece el viento, y todo lo cambia en pocos segundos. Sopla con tanta fuerza que da la sensación de que el cielo se nos vaya a caer encima. Y provoca unos aullidos aterradores. Nada fluye, aquí todo es radical. Tenemos que construir una cueva para cerrarla con una lona en la parte superior. Nos ayudará a cocinar y guardar todas nuestras cosas con mayor protección porque el trineo, al igual que otras pertenencias, no pasará de este punto. Será nuestra cueva depósito y, sobre todo, nos servirá para protegernos si se nos descuelgan los temidos vientos catabáticos.

Nos encontramos en este campo con unos japoneses que esperan desde hace unos días una ventana de buen tiempo para afrontar la cumbre, y decidimos continuar juntos.

Aprovecho para contaros cómo hacemos nuestras necesidades, ya que aquí raya lo estrafalario: llevamos un gran número de bolsas de plástico a las que añadimos unas sales especiales que, al entrar en contacto con las heces, extraen el agua. Queda una especie de escoria muy ligera que guardamos para llevar de nuevo a Punta Arenas, en Chile, y deshacernos de ella donde corresponda. En la Antártida no se puede dejar nada, ni siquiera nuestros residuos orgánicos. Para que os hagáis una idea, una «meadita» tarda treinta años en desaparecer en este lugar donde no hay bacterias de putrefacción, ni de ningún otro tipo, ni organismos vivos.

Con todo este lío tan extraño que es sobrevivir en la Antártida me voy al saco de dormir con mis gafas protectoras, en mitad de un solazo imponente que nunca desaparece, siempre a la misma altura, y girando trescientos sesenta grados todos los días, a treinta grados bajo cero.

 

Al día siguiente seguimos con suerte: la climatología nos está dando una buena tregua, por lo que decidimos no perder ni un minuto, puede que nos arrepintamos si no lo aprovechamos. Nos duele porque estamos cansados de tirar del dichoso trineo dos etapas seguidas, en mitad de este frío espanstoso que desgasta enormemente.

Desayunamos, escondemos el trineo en nuestra casa de hielo, y listos para caminar. Esta vez con unas pesadas mochilas. Giramos hacia nuestra derecha y abordamos la otra cara del Vinson, en la que la ventisca sube por momentos, ya que este lugar está más expuesto a los vientos predominares. La temperatura desciende pero es tolerable. Los japoneses nos siguen y están mejor aclimatados que nosotros. Hoy deberíamos alcanzar los 4.000 metros de altura, que en realidad afectan más, pues la Antártida está sometida a bajas presiones, lo que hace que la densidad del aire sea menor y tengamos mayor sensación de altitud. Estamos sin aclimatar y hoy lo sentiremos.

 

El valle está lleno de trozos gigantescos de hielo que se desprenden continuamente de las laderas y nos amenazan con enterrarnos en su próxima avalancha. Por fin comenzamos el ascenso de la parte más inclinada del glaciar y también la más expuesta. Lo mejor es no pensar en los seracs. Poco a poco, encordados, conseguimos encontrar el camino adecuado para la ascensión. Hay un laberinto de posibilidades para sortear este mundo de hielo y tenemos que acertar con la ruta adecuada. Es la parte más técnica.

Nuestra intuición nos coloca en la ruta correcta y avanzamos bien, muy cerca de la parte más alta del glaciar, que da paso a una enorme meseta situada a 4.000 metros. En ese momento se nos termina la buena estrella y nos sacude la peor pesadilla, la peor situación imaginable en la Antártida.

El viento arrecia y la temperatura se desploma a una velocidad tan grande que apenas nos da tiempo a ponernos las manoplas y el resto de la ropa. ¡Estamos en mitad de una tormenta de viento catabático! No hay tiempo que perder, tenemos que montar la tienda de campaña como sea, aunque el viento es tan fuerte que nos tira y nos impide avanzar e instalar las cuerdas. Es una suerte que estemos los tres, ya que a duras penas conseguimos armar parte de la tienda. Nos metemos dentro y sujetamos las finas varillas de aluminio como podemos. ¡Por favor que no se rompa la tela! Estaríamos perdidos porque no nos daría tiempo a hacer una cueva. El viento es superior a los cien kilómetros por hora y la temperatura absolutamente insoportable. Si sumamos viento y temperatura, la cifra que nos arroja de sensación térmica es en torno a cincuenta y cinco grados bajo cero.

El viento catabático se origina en un enfriamiento de aire en el punto más alto de una montaña, glaciar o cerro. Como la densidad del aire se incrementa con el descenso de la temperatura, el aire fluye hacia abajo a gran velocidad. Tengo los dedos como corcho: en mi vida la he visto tan cruda. La escarcha es increíble, se hacen carámbanos a velocidad de vértigo y hemos decidido ir lo más rápido posible. Ni Everest ni nada. El Everest es más duro de escalar, pero no hace el frío que aquí, esto es increíble. Juan Diego, el canario, y Andy, el norteamericano, sufren igual que yo. Llevamos traje de plumas, manoplas de plumas, ropa interior de lo mejor del mercado y hace frío hasta dentro del saco… se escarcha y se hiela por fuera.

 

Cualquier superficie de piel que quede expuesta a la intemperie se congelará irremediablemente. Menos mal que nos ha pillado en la parte final del glaciar. Los japoneses se han quedado atrás. Días después nos enteramos de que se dieron la vuelta tras sufrir congelaciones graves en las manos, con posible pérdida de dedos.

 

Estamos verdaderamente asustados por la violencia con la que sopla. La ventisca no nos deja ver ni a un palmo, y es imposible relajarse. Nos sale adrenalina por el último de los poros. Sólo sigue con vida el teléfono satélite, pero no hay nadie que nos pueda ayudar. Hemos firmado un contrato con la empresa ANI que explica claramente que esto puede suceder sin que nadie pueda hacer algo para iniciar un rescate, porque simplemente es imposible. Ahora sabemos que la dificultad de esta montaña no es la complejidad técnica, sino el absoluto aislamiento y el clima. ¡Estamos solos!

 

Pasamos un día y de repente disfrutamos de una calma asombrosa. Aparece un esplendido día, despejado, nítido, pero de frío atroz. Estamos verdaderamente agotados y discutimos qué hacer. Descansar el día entero e intentarlo mañana, o continuar.

Al final nos decantamos por seguir, con la ventaja de que siempre es de día y la luz no nos faltará aunque tardemos un montón de horas. De esta manera aprovecharemos la bonanza climatológica, pues sólo de pensar en más vientos como los pasados ayer se nos ponen los pelos de punta.

La verdad es que creo que Diego, el norteamericano y yo estamos «picándonos» los unos con los otros. Todos queremos demostrar lo fuerte que somos y cuando surge una duda sobre si continuar o no, respondemos que adelante, para no aparecer como el más flojo. Tengo la sensación de que este comportamiento un tanto infantil nos hace seguir y seguir sin medir muy bien las consecuencias.

 

Estamos a menos de veinticuatro horas de poder alcanzar la cumbre del Vinson, mientras que al resto de grupos ni siquiera se les ve. Dicho y hecho, desayunamos como podemos, pues el hornillo da muestras de flaqueza. En realidad es la hora de comer porque el tiempo se nos ha echado encima. Da igual porque aquí no cae la noche.

Arrancamos hacia la cima, con 900 metros de desnivel por delante. Salgo preocupado porque no nos hemos aclimatado correctamente. Hace sólo cuarenta y ocho horas que hemos salido desde el campo base, a 2.000 metros, y ahora queremos llegar a la cima del Vinson, a casi 5.000. Pero ¡qué burros y brutos somos!

 

Ascendemos lentamente. Siento que la altura nos pasa factura, el frío nos atenaza y acumulamos cansancio. Progresamos despacio, más lentos de lo normal, en las piernas se nota el gran desnivel y sobre todo el frío y la altitud.

Vamos encordados, pues hay muchas grietas debajo de nuestros pies. Poco a poco y sin pausa avanzamos. Es muy curiosa la sensación que produce este lugar. Volvemos a ver los tres soles, la cencellada que lo llena todo de cristales de hielo, el curioso ruido que hacen las botas al romper la capa de nieve crujiente y, sobre todo, el extraño y fantástico paisaje. Esta montaña es un enorme monolito que se alza en mitad de la nada. Casi todo alrededor es una gran meseta de nieve y hielo acumulados durante millones de años, y sólo este macizo montañoso se eleva hasta los casi 5.000 metros de altura. Hacia una de sus vertientes hay una gran planicie situada a casi 4.000 metros de altura, y la otra desciende a otro llano menos elevado, a tan sólo 2.000 metros, la ruta por la que hemos accedido al Vinson.

 

Amigos, os aseguro que es una sensación incomparable, nada puede parecerse a este monumental paisaje. Voy «flipando» con la belleza de la Antártida. Me prometo que volveré, quiero llegar al Polo Sur de alguna manera no convencional, y también quiero explorar la costa Antártica, ver sus témpanos, icebergs, islas heladas y su peculiar fauna. No se cuándo ni cómo pero sé que tengo que hacerlo. Abstraído en mis pensamientos antárticos me sorprendo con lo que vamos avanzando. Pero la verdadera dificultad está por venir.

La cima es una pirámide que se encuentra al final de un largo recorrido por glaciares y, en ese punto, se alza un gran conglomerado de rocas que dan acceso a la cima. Tiene varias posibilidades de ascenso. La más frecuentada es la vía «normal», la que nosotros habíamos previsto. Pero a medida que percibimos la cumbre más cerca y en todo su esplendor, va abriéndose en nuestra imaginación una alternativa.

Nos detenemos justo en el lugar en el que hay que girar a nuestra izquierda para atacar la cima por la parte más fácil. Sin hablar entre nosotros, se nos ha pasado por la cabeza la misma idea: de frente se levanta un corredor de nieve y hielo precioso y al final una arista de roca. Parece que puede llevarnos a la cima justo por el lado contrario a la ruta que pensábamos tomar.

Es difícil hablar por el viento y porque tenemos los músculos de la cara medio congelados. Hacemos un esfuerzo para vocalizar y a lo único que alcanzamos es a pronunciar frases cortas y babeando. Pero nos entendemos rápido porque compartimos la ilusión que nos despierta llegar a la cima por un itinerario diferente, mucho más aéreo y expuesto, pero sin duda alguna de mayor belleza.

¡Ya está!, decidido. Nos vamos hacia el corredor de hielo y nieve que está frente a nosotros, una ruta más directa y vertical, apenas lo hemos discutido, algo de culpa tiene el frío que no nos ha dejado abrir la boca; parece que nos hemos escapado de un psiquiátrico.

—Qué bonniitaaa rrrrutaaa la del corredor.

—Pfisssiii.

—Casi no pupuelo hablarr de ffffffrrrío.

—¡Lo iñtentñamos!

—Po míí adelanteee.

Nos ponemos en acción y empezamos la escalada; ahora sí que es escalada y no ascensión. Las rampas de nieve helada se nos hacen muy duras, en algunos tramos hay más de sesenta y cinco grados de inclinación y no podemos resbalar, porque sería el fin. Nos mantenemos encordados y seguimos progresando hasta que me empiezan a flaquear las fuerzas, no sé qué me está pasando, pero me debilito a toda velocidad. Me detengo en seco y se lo cuento a mis compañeros:

—Diego, algo va mal en mi cuerpo, casi no puedo dar un paso.

—Tranquilo Jesús, cada vez nos queda menos y esperamos a que te recuperes.

—El problema es que ni parándome recupero, estoy deteriorándome a toda velocidad, ¡no puedo más!

—Ánimo, al menos tienes que conseguir llegar a la arista, porque estamos en una zona muy delicada expuesta a avalanchas, y muy inclinada, es puro hielo. ¡Tienes que salir de ahí!

La verdad es que estoy en el peor tramo posible, debajo de mis crampones (unos pinchos que ponemos por debajo de las botas) tengo muchos metros de caída casi vertical, y todo está congelado, no puedo cometer ningún error, pero mi concentración también está fallando.

—Diego, te aseguro que voy fatal, no sé qué me está ocurriendo, nunca me ha pasado algo igual, estoy sin fuelle.

Andy y Diego se dan cuenta de que es real, que lo estoy pasando mal, y me esperan a que llegue en la arista. Me animan mucho, bromean a grito pelado, pero la situación es delicada. Estamos a mucha distancia del campo de altura, hace un frío indescriptible y mis fuerzas se han esfumado casi al completo. Y lo peor es que nadie nos puede ayudar. Confío mucho en mi capacidad de recuperación y en mantener la calma en situaciones límite, pero este extraño agotamiento no me había pasado nunca, ni siquiera en montañas de más de ocho mil metros.

 

La última parte antes de llegar a la arista es técnica y tediosa. Es un mixto, es decir, nieve, hielo y roca juntos. Los montañeros siempre decimos que es el terreno más delicado para escalar, y este tramo lo reúne todo. Me cuesta anclar los piolés en el durísimo hielo azul y a duras penas alcanzo la arista.

Literalmente caigo, me desplomo sobre la nieve y vomito sin parar. La causa de mi agotamiento se debe a que algo de la comida me ha sentado mal o a un corte de digestión provocado por el intensísimo frío. El caso es que me he puesto fatal en el peor de los momentos. Todavía me quedan muchos metros para llegar a la cima, y además hemos escogido una ruta desconocida y ni siquiera sabemos la dificultad que entraña. Aunque a simple vista la arista aumenta de inclinación, parece llevarnos directamente a la cima.

Saco fuerzas por pura supervivencia, pues no queda ni un ápice de energía en mi cuerpo. He vomitado toda la comida, estamos próximos a los 5.000 metros sin aclimatación y el frío es brutal, al igual que el viento. Nada a nuestro favor.

 

Tengo que reconocer que gracias a Andy y a Diego puedo continuar; sin ellos no hubiera conseguido pasar de este punto. Sé que están junto a mí y eso me basta para confiar en mi último resuello. Proseguimos la ascensión por la arista, ahora con más precaución si cabe porque estamos en terreno mixto y hay más piedras que hielo o nieve. Pienso que esta zona está continuamente expuesta a los vientos, en ocasiones huracanados, de la Antártida.

A tan sólo 100 metros de desnivel intuyo la cima y pienso, por primera vez, que voy a conseguirlo. Estoy tan «fastidiado» que no logro concentrarme ni tan siquiera disfrutar del paisaje. Todo a mí alrededor es una tortura, más que ascender arrastro mi cuerpo, que, por otra parte, se niega a descender porque la cima está muy cerca. He vuelto a vomitar y ya no sé qué sale de mi boca. No hay nada en mi cuerpo.

 

Por fin llegamos a un bloque enorme de nieve helada, que hemos de escalar y, sí, amigos, allí está el final: un paso, 10 segundos, otro paso y ya estoy en la cima. No me lo puedo creer, pero es verdad, he llegado al punto más alto de la Antártida. Me tumbo en la nieve esperando que me vuelva el aliento porque quisiera poder disfrutar de este momento. El tiempo nos da un respiro y estamos allí arriba a pleno sol y sin viento. Poco a poco resurjo y tomo conciencia del paisaje. La cima del monte Vinson es sublime, lo más bonito que he visto en mi vida desde lo alto de cualquier montaña conquistada. Ni desde el Everest, la más alta del mundo. Como la atmósfera es limpia y el día es bueno, sin nubes, vemos a cuatrocientos kilómetros de distancia. Pasamos una hora a 4.897 metros de altitud disfrutando de la Antártida, de las montañas que nos quedan debajo y de la planicie blanca y azulada que se extiende hasta los confines de la curvatura de la Tierra. Aquí la luz es diferente a cualquier otro sitio, y las sombras también: esto no existe en las otras montañas, por la inclinación de la Tierra y los grados en relación con el Sol.

 

Juan Diego Amador, el canario; Andy, el norteamericano, y yo, estamos solos. Es un placer increíble, inexplicable, porque por primera vez llego arriba con alguien con quien puedo compartir mis sentimientos en el mismo idioma. La euforia de conseguir la cima es siempre un buen revulsivo, pero en esta ocasión es aún más intensa porque lo hemos logrado por una arista más complicada, tal vez escalada por primera vez. Agradezco infinito a mis colegas de cordada su ayuda. La montaña vale la pena porque vives emociones tan fuertes que te sacuden de lo lindo.

Hemos tenido suerte, aunque yo pienso que la suerte también hay que buscarla, y nosotros desde el primer momento fuimos siempre hacia arriba, sin demoras ni descansos, llegando a la cumbre sólo cuatro días después de haber llegado al campo base, salvando un desnivel de 3.000 metros en unas durísimas condiciones climatologías y sin una buena aclimatación. En estas latitudes, debido a las bajadas barométricas (son las más bajas de la Tierra), la altitud real es de aproximadamente 5.500 metros.

La bajada es más sencilla de lo previsto. Llegamos a las tiendas del campo 2 por la ruta normal de la cara sur, en vez de la rápida por la que habíamos ascendido, la sureste. Tardamos sólo dos horas y media. Llegamos cansadísimos pero exultantes. Por la mañana descendemos al campo 1, agotados pero con los deberes hechos, lo cual nos da una carga extra de moral y de energía que me recuperan velozmente.

Hemos ido tan rápido que la avioneta que nos tiene que recoger tardará unos días en aterrizar. Nos tomamos un día entero de descanso y en esos ratos indolentes exploramos con la vista cuanto nos rodea. Comentamos que hay ascensiones ahí fuera interesantes que hacer y planificamos más actividad. Nos llaman la atención unas montañas al fondo del valle, hacia el este. Allí dirigimos nuestros pasos tras haber dormido cuatro horas, a las tres de la mañana (recordad que aquí, en esta época del año, siempre luce el sol).

Cruzamos una extensa planicie de nieve, blanda como un merengue, siempre encordados pues el terreno está minado de grietas gigantes. Nos metemos hasta la cintura en alguna ocasión, cuando las grietas se abren de repente y «te comen». Nos damos un buen susto pero la cuerda frena a tiempo y no llegamos a caer. Después de esta interminable travesía llegamos a las rampas de sesenta grados de esta magnifica montaña. Ascendemos por un hielo muy duro en el que cuesta clavar los crampones. La pendiente está peligrosa y tenemos que introducir tornillos de hielo para asegurarnos y progresar con seguridad.

En principio decidimos atacar la montaña por un espolón situado a nuestra derecha que parece más fácil, pero al final «nos calentamos» y elegimos ir de frente por un estrecho corredor de sesenta y cinco grados de inclinación. Algo ilógico, pero estamos que lo tiramos y apostamos por lo más estético. Es un duro corredor que nos obliga a emplearnos a fondo. Al estar colgados permanentemente de las dragoneras (correas que nos unen al piolé, instrumento en forma de hacha que nos permite progresar por el hielo) se nos congelan los dedos de las manos, obligándonos a muchas paradas para mover las extremidades y entrar en calor. Hay que recordar que las temperaturas están en torno a los 35 grados bajo cero, y escalar una montaña algo técnica a estas temperaturas es muy difícil porque te exige coordinar todos los movimientos y no cometer errores fatales.

 

La parte más difícil llega al final porque el hielo vuelve a ser tan duro que no entra el piolé, y no podemos asegurar correctamente la escalada. Estamos colgados en un saliente con más de mil metros debajo de nuestros pies. En estas ocasiones hay que estar concentrados al máximo. Poco a poco progresamos hasta llegar a una rimaya de nieve (un saliente de nieve que cuelga hacia el abismo). La superamos sin dificultad y accedemos a una arista muy afilada que nos conduce a la cima.

Una cima amplia, de rocas, hielo y nieve. No podemos disfrutar plenamente, pues nos llega otra tormenta de viento y el paisaje queda parcialmente camuflado detrás de la ventisca. Aun en estas condiciones, de vez en cuando vemos el desnivel que hemos salvado y la belleza de la montaña. Rápidamente buscamos señales de otros humanos, por saber si alguien anteriormente ha subido esta montaña, pero no encontramos ni un indicio de promontorio de piedras ni rastro de haber sido antes escalada. Así que, por si acaso, decidimos bautizarla con el nombre de «Canarias-Castilla y León». Para mí ha sido muy emocionante escalar una montaña virgen en la Antártida, o al menos imaginarlo.

 

Desde la cima vemos una estética montaña hacia el sur y distinguimos el Jaca Peak. Se trata de la primera montaña virgen escalada por los españoles en la Antártida, expedición formada por un grupo de montaña de la Guardia Civil de Jaca. Admiramos la belleza del pico Jaca, que tiene una curiosa forma de pirámide casi perfecta, formada por hielo y nieve hasta que en los últimos 150 metros se levanta como una torre de rocas, estrecha y vertical, por la que sólo entra una persona.

Desde lo alto decidimos que la vamos a escalar. Seguimos en nuestra silenciosa batalla por ser el más fuerte y nadie pone pegas a los planes, por absurdos y costosos que sean. Buscamos una ruta para bajar de nuestra montaña virgen y acceder a la base del pico Jaca. Encontramos una vía de descenso a través de un terreno de rocas y hielo que nos obliga a utilizar la cuerda todo el rato.

Llegamos a un glaciar que cruzamos con cuidado por la gran cantidad de grietas, pero aún con la máxima precaución, no impedimos que Andy, el norteamericano, se hunda hasta los hombros. Ahí le frenamos y le ayudamos a subir. Al mirar a través de la grieta no se ve el fondo. Asusta mirar esos abismos donde el hielo azul da paso al negro absoluto de la gran profundidad.

Sin más percances escalamos una pared de nieve y hielo de cuarenta y cinco a cincuenta y cinco grados de inclinación para acceder a la arista cimera de roca, hielo y nieve. Aquí dejamos las mochilas para ascender más ligeros, pues tenemos que realizar una escalada comprometida por terreno mixto, en la que predomina más la roca, donde hay que agarrarse como un gato a los salientes rocosos para ascender por las verticales paredes de la parte final del pico Jaca. También tenemos que utilizar durante toda la escalada la cuerda y material para asegurarnos.

Por fin llegamos a la cima, donde nos sacamos la foto de uno en uno, pues como os he explicado, sólo cabe una persona. Es también muy emocionante contemplar desde esta atalaya natural la gran extensión de la Antártida, pues ahora el tiempo está en clama y podemos disfrutar de unas vistas sobrecogedoras. Con esta ascensión al pico Jaca, realizamos la segunda repetición mundial a esta gran montaña. Cuando llegue a España se lo haré saber al cuerpo de la Guardia Civil de montaña de Jaca; supongo que les hará ilusión.

Ya es momento de pensar en regresar al campo 1; después de quince horas de escalada ininterrumpida. Nos cuesta un poco encontrar un camino de regreso. Hemos recorrido mucha distancia cruzando glaciares y recorriendo aristas y ahora hay que regresar por un camino diferente. Pero al final encontramos un itinerario que nos lleva en cinco horas al campo 1.

Llegamos con veinte horas de marcha y aún nos quedan fuerzas para desarmarlo, fundir un poco de agua, pues estamos deshidratados y acomodar los casi cincuenta kilos de material en los trineos. Descendemos 1.100 metros de desnivel (nueve kilómetros) en mitad de vientos huracanados que, en ocasiones, nos obligan a pararnos. Tenemos que comprobar las coordenadas con el GPS (sistema de posicionamiento global) para localizar los puntos que anteriormente hemos fijado como referencia para no perdernos.

Tras veintiséis horas sin parar, a las cuatro de la madrugada, llegamos al campo base, en busca de comodidad y temperaturas más altas. Estamos exhaustos y helados de frío. Encontramos nuestra tienda medio enterrada en la nieve por las fuertes ventiscas que azotan continuamente la Antártida, pero nos parece un hotel de cinco estrellas, sobre todo al saber que ya hemos terminado la actividad; mucho más interesante de lo que nos imaginábamos antes de emprender la escalada al Vinson.

Hemos realizado la mejor de las actividades este año en la zona del Vinson en términos de escalada, según nos confirman en el campo base, y nosotros estamos muy orgullosos de haber mantenido un alto nivel de esfuerzo y compromiso, y haber dejado nuestra huella para siempre en una hermosa montaña posiblemente virgen, a sólo 700 kilómetros del polo sur. Ahora estamos a la espera de que mejore el tiempo para que vuele desde la base de Patriot Hill una avioneta que nos lleve de vuelta a la civilización.

El aparato que debe recogernos nos pide que tengamos un poco de paciencia porque tiene que ir a rescatar a un venezolano que está inmerso con otros cuatro compañeros en una travesía desde la bahía de Hércules hasta el Polo Sur, ni más ni menos que unos 1.500 kilómetros. Llevan dos meses y no han llegado, su aventura termina antes de tiempo. Se ha congelado ocho dedos de los pies y uno de la mano. El rescate se produce a primeras horas de la mañana y después nos recogen a nosotros. Cuando hay bonanza meteorológica, la avioneta entra en un frenesí imparable, hay que aprovechar los escasos momentos de buen tiempo en la Antártida.

Estamos de suerte y volamos a Patriot Hill. Cuando llegamos a la base, nos parece de verdad un pedazo de hotel, a pesar de tener que dormir en tiendas de campaña. Éstas son de mejor calidad y tenemos un servicio de comedor en el que se vive a plato puesto. En nuestro estado de máxima felicidad nos reencontramos con toda la gente que vino con nosotros con intención de llegar al Polo Sur. Están todos, menos los escaladores del Vinson que siguen peleándose con la montaña. Los compañeros que han llegado para sacarse la foto en el Polo Sur parecen cansados, reventados. El señor tejano ricachón está conectado a una botella de oxígeno, y su cara es un poema. Ha habido crisis de ansiedad e insomnio por culpa de las veinticuatro horas de sol continuo, y estrés por no saber cuándo saldrán de la Antártida. Muchas más penalidades de lo que esperaban cuando montamos en el avión carguero ruso antes de llegar.

 

Está claro que este continente helado y hostil no es para ir de vacaciones, aunque así lo piensan los que tienen mucho dinero y creen que con él se puede comprar todo. Pues no amigos, exige mucho sacrificio, esfuerzo, capacidad de sufrimiento, tanto físico como psicológico. La sensación de absoluto aislamiento y la alteración de los biorritmos afectan de pleno al estado anímico. La Antártida es soledad, desierto blanco, hielo, viento, mucho viento, frío, sol durante seis meses, noche otros seis. Todo es hostil pero de inmensa belleza. Una belleza como nunca antes he visto. Sufres, pero quieres volver. Yo ya tengo un plan para volver. Se me ha ocurrido una idea que pondré en práctica en su momento, cuando reúna la preparación necesaria y el dinero. Pero será una gran aventura; realizable, seguro, más adelante…

 

Las temperaturas están cayendo de un modo preocupante. En esta época el Sol ya está cerca del horizonte y desciende medio grado diario. De aquí a veinte jornadas será de noche las veinticuatro horas del día y el mercurio hará la vida insoportable. En el mes de abril se registrarán temperaturas de setenta grados bajo cero, sin contar con la sensación térmica producida por el fortísimo viento. Nadie podría sobrevivir más de un minuto a la intemperie. Es hora de regresar.

Al fin embarcamos y buscamos acomodo en el avión como podemos, pues es el antepenúltimo vuelo que realizará a la Antártida esta temporada, y está repleto de cosas. Nos apiñamos al fondo. Aquí las normas aeronáuticas de seguridad simplemente no existen. El canario y yo, al ver que el avión está repleto de objetos, nos fijamos en la carga, y allí encontramos dos colchones esperándonos. Trepamos por la carga atada con una especie de malla de telas y en la picota viajamos hasta Chile en un vuelo de seis horas. En comparación con el resto del pasaje, parece que viajamos en primera clase. Entre esa carga hay de todo, la base de Patriot Hill se está desarmando. Escondidos en los bultos, varios cientos de kilos de orines y heces de toda la temporada, así como decenas de fardos de basura compactada. Vamos, que volvemos a casa rodeados de basura y residuos orgánicos que van a Chile para ser destruidos.

No hubiera importado nada. Pero ocurre algo inesperado. A medida que el avión entra en calor, el hielo de los orines se derrite, y de las heces no os voy a dar detalles. Cuando todo el avión se impregna de un olor nauseabundo me entra un ataque de risa que no puedo parar: me veo subido en lo alto de la mierda, tumbado en un colchón raído, sin cinturón de seguridad, y con un ruido infernal. Me acuerdo de cuánto he pagado por el pasaje de ida y vuelta. No sé si decíroslo, pero tiene cinco cifras, y sin duda es el billete más caro de mi vida. Pero es lo que hay y, después de ver las narices que tiene el piloto para bajar en ese glaciar, se perdona todo. Pienso en los norteamericanos «millonetis». Lástima que desde aquí no pueda ver sus caras.

Así llego a Punta Arenas (Chile), donde termina una de las expediciones más impactantes de mi vida. Volveré. Es un continente salvaje; salvaje y hostil como no existe otro lugar en la tierra. Pero magnífico. De una belleza que te atrapa para siempre.