6

 

Dinero, crédito y precios

 

 

Los economistas debemos ser humildes y reconocer nuestro gran desconocimiento sobre el fenómeno financiero.

 

ANTONIO TORRERO

 

 

El cerebro humano se ha desarrollado más que el del resto de las especies y destaca por su capacidad de crear herramientas que transforman la realidad y la hacen más sencilla. El dinero es uno de estos inventos humanos.

Recuerdo una conversación que mantuve con un físico que menospreciaba la importancia de un invento de esta magnitud. Él argumentaba que el dinero era una abstracción insignificante y que si hacías el ejercicio de dividir todo el dinero del mundo por los kilómetros conocidos del universo, el resultado que obtenías era casi cero. Yo estaba de acuerdo con su cálculo, pero no con su interpretación: la realidad del dinero queda de manifiesto cuando entregas un billete en la taquilla del cine y te permiten pasar a ver la película. Me gustaría ver a aquel físico intentando pagar con todos los kilómetros del universo…

Desde luego que la economía también es posible sin dinero, basada únicamente en el trueque. Sin embargo, en sociedades complejas compuestas por millones de participantes en el intercambio, no parece la opción más pragmática. El dinero fue inventado por el ser humano para simplificar estos intercambios, y el resultado fue un avance mayúsculo.

En realidad cualquier bien puede servir como dinero siempre que se trate de un bien aceptado por toda la sociedad, que permita valorar el resto de los bienes y facilitar el intercambio. Es decir, el dinero no es el valor del material que lo representa (el metal o papel con que se elabora) sino su capacidad de compra, la cantidad de bienes y servicios que pueden adquirirse con él.

Como ya hemos visto, Alfred Marshall y la escuela de Cambridge sentaron las bases teóricas del funcionamiento del mercado y explicaron el equilibrio entre oferta y demanda. Al hacerlo, recurrieron a una simplificación que no se da en la realidad y es la estabilidad del dinero: un billete de diez euros siempre vale diez euros, pero la cesta de la compra que con ellos se puede adquirir, varía.

Lo que esto significa es que el dinero no supone un instrumento fiable para mantener los ahorros o la riqueza acumulada. Si guardas tus billetes debajo del colchón y los precios de los bienes suben, tu dinero habrá perdido capacidad de compra. Con el objetivo de medir esa variación del valor adquisitivo del dinero, Irving Fisher creó el Índice de Precios al Consumo, el célebre IPC, en los años veinte del pasado siglo.

Hoy se sigue calculando igual que entonces, aunque la existencia de ordenadores y programas especializados han facilitado enormemente su cálculo. Cada oficina de estadística, en España el Instituto Nacional de Estadística, elabora una encuesta para medir el gasto de las familias. En la encuesta se determina una cesta de la compra con el porcentaje de gasto en alimentos, transporte, gasolina, calefacción, ropa, mobiliario, menaje, móviles, ocio, etcétera. Sobre esa cesta de la compra, cuyos porcentajes se mantienen fijos durante todo el año, el instituto de estadística se dedica a recolectar los precios de las tiendas, de las gasolineras, de la luz… etcétera, y mide la evolución del valor de la cesta de la compra en el tiempo.

Lo común es que los precios suban de forma sostenida. A ese crecimiento de precios generalizado y constante en el tiempo se le denomina inflación. En ocasiones, como las grandes depresiones, hay algunos productos cuyos precios caen. Si la caída es generalizada para la mayor parte de la cesta de la compra y sostenida en el tiempo, estamos hablando de deflación.

En algunos casos la inflación se descontrola en exceso y se convierte en una patología muy destructiva que es la hiperinflación. Por fortuna, en España no disponemos de experiencias recientes, pero Latinoamérica vivió varios casos durante la década pérdida de los años ochenta: el más extremo de ellos fue el de Bolivia, donde la inflación fue del 12.000 por ciento en 1985. Brasil, Argentina y Perú registraron inflaciones del 3.000 por ciento anual en el mismo período. En un solo año, el valor de la cesta básica de la compra de un ciudadano medio en Bolivia se multiplicó por 120 veces. O, si hacemos el cálculo a la inversa, veremos más fácilmente la brutalidad de la situación: imaginemos que el sueldo medio en Argentina, Brasil y Perú al inicio del año era de cien pesos, reales o soles respectivamente. Imaginemos también que el salario no ha subido durante esos doce meses. En el mes de diciembre, sólo se podría adquirir el 3 por ciento de la cesta de la compra que se conseguía en enero. El mismo efecto se aplicaría sobre los ahorros. El dinero acumulado a lo largo de toda una vida no serviría para llegar a fin de mes.

Una de las peores hiperinflaciones de la historia se produjo en Alemania durante la República de Weimar. Durante el mes octubre de 1923 el IPC aumentó un 29.000 por ciento. Los precios de la cesta de la compra de los alemanes se doblaban cada tres días. No obstante, la peor hiperinflación registrada por los historiadores se dio en Hungría en 1946, donde los precios de la cesta de la compra se doblaban cada quince horas. En Zimbabue, en 2008, los precios se doblaban cada veinticuatro horas, y en Yugoslavia, durante su desintegración en 1994, cada treinta y seis horas.

Como muestran estos ejemplos, las hiperinflaciones no conocen fronteras y son tan antiguas como el dinero. Y tampoco entienden de renta: aunque parecen un mal endémico de los países emergentes, Alemania y Austria en los años veinte tenían una renta por habitante elevada.

Las hiperinflaciones son una patología muy seria. Recuerdo que en 2003 estuve de vacaciones en la isla de Bali. Indonesia sufrió mucho en la crisis asiática de 1998, la rupia indonesia se había depreciado un 80 por ciento contra el dólar y tras la crisis acumularon varios años de inflaciones por encima del 20 por ciento. Nos alojamos en un hotel en régimen de pensión completa, pero consumimos un par de botellas de agua del mueble bar de la habitación e hice una llamada de teléfono a España. La factura ascendía a ocho millones de rupias. Pero aplicando el cambio, se trataba de cinco euros.

Esto que es puramente anecdótico cuando te encuentras de vacaciones, se convierte en una experiencia dramática cuando resides allí. Mis amigos argentinos me contaban que, durante la hiperinflación de los años ochenta, salían a hacer la compra con bolsas llena de billetes que apenas alcanzaban para adquirir algunas cosas básicas. Los tenderos trabajaban con la radio encendida, cada quince minutos recibían la cotización del dólar en el mercado negro y rectificaban los precios en pesos en sus pizarras.

Al final, en situaciones tan extremas, el dinero deja de tener valor, los ciudadanos pierden la confianza en su moneda y se refugian en el dólar o en el euro. Si cambias tu sueldo y tu ahorro a dólares el día que cobras proteges la capacidad de compra de tu dinero, e incluso la aumentas ya que los tipos de cambio acaban reflejando el diferencial de inflación entre las economías. Los gobiernos, ante la escasez de dólares, suelen imponer limitaciones para cambiarlos, pero el miedo dispara la demanda de dólares y por eso se crea un mercado negro.

Ya vimos en el capítulo dos que existe una relación directa entre el dinero en circulación y el nivel de precios. Los frailes escolásticos de Alcalá y de Salamanca detectaron en el siglo XVI el fenómeno que hoy conocemos como ilusión monetaria, es decir, que cuando se acuña más dinero, los precios suben y la sensación es que tenemos más dinero pero podemos comprar menos cosas.

El dinero produce problemas de estabilidad para la sociedad, y un mal uso del mismo puede generar mucha infelicidad entre sus ciudadanos. Muchas dictaduras militares llegaron al poder tras hiperinflaciones o inflaciones galopantes.

El ser humano también inventó los Estados como unidad de organización y gobierno. Cada Estado suele tener su moneda propia y en el mundo existen muchas diferentes. Pero el dinero se puede intercambiar en el mercado de divisas y al final se establece una única moneda de referencia que permite valorar el resto de las monedas. Un tipo de cambio no es más que un precio relativo. Si todos los bienes se pudieran comprar por internet y con el mismo coste de transporte, el tipo de cambio sería la diferencia que permitiría comprar la misma cesta de la compra en dos países diferentes. Esto es lo que se conoce como la Teoría de la Paridad de Poder Adquisitivo.

Los economistas usamos series históricas de tipos de cambio y las corregimos dividiendo cada moneda por su IPC, lo que nos da un tipo de cambio de equilibrio. La revista The Economist elabora un índice similar, pero sólo compara el precio de la hamburguesa Big Mac. Recolecta precios de la hamburguesa en diferentes países en moneda local, lo divide por el precio en dólares en Estados Unidos y obtiene un tipo de cambio de equilibrio similar al de la Paridad de Poder Adquisitivo. Pero rara vez los tipos de cambio están próximos a su nivel de equilibrio. Cuando el precio de la hamburguesa en algún país es más caro que en Estados Unidos, la teoría dice que la moneda tenderá a depreciarse contra el dólar y perder valor. Y cuando el precio es más barato, tiende a apreciarse y ganar valor. Es una teoría sencilla que permite sacar muchas conclusiones.

Los humanos siempre destinan una parte de su renta al ahorro por precaución, y prefieren conservarlo en monedas con baja inflación que les permitan conservar el poder de compra. Los países con elevada inflación tienen divisas que se deprecian y pierden valor contra el dólar sistemáticamente. La Venezuela de Chávez es un buen ejemplo que ya hemos tratado en este libro.

 

 

EL PAPEL DE LOS BANCOS CENTRALES

 

Los bancos centrales, que tienen el monopolio de la emisión de dinero, son organismos públicos. Como hemos visto ya, el dinero es una herramienta que, bien utilizada, ayuda a aumentar la riqueza, mientras que mal empleada genera mucha infelicidad.

El primer banco central independiente, con rango constitucional, fue el Bundesbank alemán, creado tras la Segunda Guerra Mundial. Era una cuestión muy importante para los alemanes, ya que siempre se entendió que el ascenso del nazismo y la llegada de Hitler al poder fueron una respuesta a la hiperinflación de 1923. La mayoría de los bancos centrales, tanto en países desarrollados como en países emergentes, han seguido su estela.

Existen múltiples ejemplos de bancos centrales dependientes del gobierno. El mayor riesgo de seguir esta fórmula, como puede comprobarse en países como la Venezuela de Chávez o la Argentina de los Kirchner, es que se dediquen a financiar el déficit público sin control. El resultado es inflación y empobrecimiento.

No obstante, también encontramos ejemplos negativos de independencia extrema. En Estados Unidos el patrón oro exigía un control estricto del dinero en circulación. Cuando estalló la crisis en 1929, la Reserva Federal decidió no actuar. Atrapados entre las exigencias del patrón oro y la política fiscal de déficit cero (que obligaba a reducir el gasto con la misma intensidad con la que disminuían los ingresos) el resultado fue la depresión y la deflación. El dinero en circulación cayó y los precios bajaron.

Algunos ultraliberales defienden ahora volver al patrón oro. Resulta cuando menos contradictorio que estos defensores a ultranza de la libertad quieran limitar el dinero en circulación al oro disponible. Podría darse la paradoja de que si se descubren nuevos yacimientos, se dispararía la inflación, o si disminuyera la extracción del oro, provocaría deflación. El principal argumento sobre el que se apoya esta idea es el control de la hiperinflación, pero sabemos que las hiperinflaciones europeas de los años veinte del pasado siglo se produjeron con el patrón oro como régimen monetario, de modo que es una propuesta sin fundamento alguno.

También existen ultraliberales que culpan a los bancos centrales de las burbujas, de las depresiones, de las manchas solares, del cambio climático y de todos los males del universo. Guiados por los textos políticos de Hayek, proponen su desaparición y la desnacionalización del dinero, es decir, que cada banco privado emita su papel moneda. Pero una vez más, estas medidas no sirven para combatir la hiperinflación. Los bancos centrales y los monopolios de emisión son un invento relativamente moderno, mientras que las burbujas y las dinámicas inflacionistas son milenarias y tan antiguas como el dinero. La burbuja de los tulipanes en Holanda tuvo lugar en el siglo XVII y no fue provocada por ningún banco central.

No hay mejor vacuna para las hiperinflaciones que una gestión ordenada de las finanzas públicas, una estructura de impuestos que permita financiar el gasto público de manera estable y, al mismo tiempo, que las empresas inviertan, creen empleo y aumenten la riqueza. La gestión del ciclo debe ser proactiva para evitar sobrecalentamiento y burbujas financieras que puedan derivar en grandes depresiones.

 

 

MONEY MAKES THE WORLD GO ROUND

 

Desde su creación, el dinero ha ido transformándose. Dado que los billetes no pagan intereses, no son un lugar idóneo para depositar los ahorros, ya que la inflación les hace perder valor cada día. Por eso el ser humano inventó el sistema financiero y los activos.

Los historiadores cifran en la Francia del siglo XIII, en el ducado de Champaña, una de las primeras innovaciones financieras: la letra de cambio. Era una herramienta destinada a evitar los robos que con frecuencia se producían en las caravanas comerciales. Se reconocía una deuda asociada a una venta de mercancía en una feria, pero se difería el pago para evitar a los ladrones que esperaban en los caminos de la zona. Con el tiempo fue evolucionando hacia lo que hoy conocemos como depósitos bancarios y letras del tesoro. Los judíos de Castilla pusieron en marcha el embrión del sistema bancario. El desarrollo urbano y el del comercio en los burgos, hizo que los mercaderes necesitaran crédito y la sociedad, un activo con el que proteger su riqueza de la inflación y de la pérdida de poder adquisitivo. Las leyes de usura impedían cobrar o pagar intereses, por eso los judíos idearon una fórmula denominada «vender a barata» para saltarse las normas contra el cobro de intereses.

La operación no se formalizaba como un préstamo o un depósito, sino como una compra venta. El banquero te vendía un bien cualquiera que funcionaba como pretexto para eludir las leyes de usura. Supongamos que el precio de venta se fijaba en 98 y se acordaba recomprarlo al cabo de un año por cien. El comprador obtenía una rentabilidad del 2 por ciento, que se protegía de esta forma de las subidas de los precios y mantenía la capacidad adquisitiva de sus ahorros.

El proceso se ha sofisticado bastante, y en la actualidad existe un mercado de repos donde el bien de intercambio suele ser un bono de deuda pública, pero en la práctica funciona igual que nuestro ejemplo medieval. Las letras del tesoro se emiten de la misma manera, que en la actualidad se llama «al descuento», pero la mayor diferencia es que por suerte en España ya no es necesario ocultar su rentabilidad. Pero en muchos países islámicos siguen vigente leyes de usura y los bancos y los inversores se ven obligados a comprar a barata para camuflar su negocio.

El término banquero también tiene origen en época medieval. Los prestadores se situaban en las murallas exteriores de las ciudades sentados en una banca, de donde tomaron el nombre. Cuando no les devolvían el dinero prestado y ellos no podían retornar los depósitos, se les quebraba la banca para que todo el mundo supiera que no eran solventes. De ahí también que aún hoy las quiebras bancarias se sigan llamando bancarrotas.

Los siglos transcurridos desde entonces han visto surgir múltiples avances y herramientas financieras: cuentas corrientes, tarjetas de crédito o dinero virtual, por ejemplo. Bitcoin, el dinero virtual, podría ser el siguiente salto: de la moneda al billete, y de ahí al dinero virtual. Ha sido saludado por muchos como la gran revolución que acabará con el sistema bancario. Pero la realidad es que sigue siendo dinero, aunque no cuenta con el respaldo del Estado a diferencia de los depósitos bancarios.

La principal misión del sistema bancario es captar los ahorros de los ciudadanos y transformarlos en crédito para las empresas. El crédito es un factor determinante para explicar el ciclo de negocios. Cuando el crédito crece, las ventas de las empresas y del empleo aumentan, y cuando el crédito cae, las ventas disminuyen, las economías entran en recesión y sube la tasa de paro.

 

 

¿LA BANCA SIEMPRE GANA?

 

La banca es un negocio muy complejo y extremadamente vulnerable, cuya función a menudo se ve desvirtuada por los medios de comunicación. Las portadas de los periódicos abren con sus beneficios millonarios, pero lo que no se ve es que para conseguirlos tienen que dar mucho crédito y comprar muchos activos. Si divides los beneficios por el total del activo su rentabilidad, en países desarrollados, suele estar próxima al 1 por ciento.

Ningún inversor común metería su dinero en un negocio que le pronostica un 1 por ciento de rentabilidad, ya que la inflación suele aumentar más. Y eso sin mencionar que es un negocio de alto riesgo. Como dice mi colega de la Universidad de Alcalá, Pablo Martín Aceña, «hay muy pocos bancos centenarios que conserven su nombre y no hayan participado en procesos de adquisiciones o fusiones», y es que las bancarrotas siguen produciéndose de forma habitual.

El negocio bancario se enfrenta a dos problemas especialmente complejos: el primero es que el banco da el dinero por adelantado y, si el deudor no lo devuelve, resulta un negocio ruinoso. El segundo es la liquidez. Los bancos captan dinero en cuentas corrientes con disponibilidad de un día, y depósitos normalmente con disponibilidad de un año, y prestan ese dinero en hipotecas a diez o treinta años. Si los depositantes retiran los ahorros de sus cuentas, el banco no puede pedir al hipotecado que devuelva el dinero antes de plazo y debe tener disponible el dinero por otras vías.

Ahí es donde entran en juego los departamentos financieros de los bancos. Los bancos se financian en los mercados de dos maneras: a corto plazo y a largo plazo. A corto usan los mercados interbancarios, donde los bancos se prestan dinero entre sí, o también cuentan con la opción de pedir dinero prestado al banco central. Asimismo, los bancos captan dinero a largo plazo emitiendo acciones en bolsa o bonos principalmente.

El banco central, además de tener el monopolio de la creación de dinero, cumple una misión clave que es actuar como prestador de último recurso para la banca, cuando los mercados financieros están cerrados. Esta misión es relativamente nueva, ya que se empezó a institucionalizar en el siglo XX, tras la crisis del 29. Antes de su creación, los bancos eran muy vulnerables ante las retiradas masivas de depósitos, que solían terminar en quiebra o absorción por parte de otra entidad.

Las crisis suelen propiciar este tipo de desastres. Por ejemplo en Grecia, desde 2009, los ciudadanos griegos han sacado el 30 por ciento de sus depósitos ante el temor a perder su dinero. Por fortuna, la pertenencia al euro y el acceso ilimitado de los bancos griegos al BCE ha evitado el corralito, medida extrema que deben adoptar los gobiernos, limitando por ley (temporalmente) la posibilidad de sacar dinero de los bancos.

El más famoso se produjo en Argentina en 2001. Buena parte de los depósitos del país eran en dólares y, cuando los ciudadanos empezaron a retirar el dinero de forma masiva, el banco central se quedó rápidamente sin reservas de dólares. Tuvieron que hacer un corralito para frenar la fuga de depósitos, luego declarar el impago de la deuda y romper la convertibilidad de un peso a un dólar. Todo se gestionó de manera caótica y sin negociar un plan de rescate con el FMI, lo cual convirtió a la crisis argentina en una de las peores depresiones de las últimas décadas.

Cuando la banca tiene problemas, ya no puede dar crédito. Y cuando el crédito colapsa las empresas, éstas no pueden invertir, tienen que parar proyectos en marcha y muchas de ellas se ven obligadas a cerrar. Entonces la destrucción de empleo es muy intensa y la recesión pasa a categoría de depresión.

Las crisis bancarias tienen efectos devastadores para los países que las padecen, por eso es imprescindible la acción del Estado. La Reserva Federal se creó en 1913 después de cinco años terribles en los que Estados Unidos sufrió tres crisis bancarias sistémicas. El origen del Banco de España también tuvo lugar tras una grave crisis bancaria. El banco era privado y fue nacionalizado tras una quiebra, se decidió que tuviera el monopolio de la emisión de dinero y posteriormente el gobierno le permitió actuar como prestador de última instancia. El mecanismo era sencillo, los bancos podían ir a una ventanilla de emergencia del banco central a pedir dinero prestado en momentos de máxima presión de retirada de depósitos. La película Qué bello es vivir, protagonizada por James Stewart, se basa en una fuga de depósitos en una cooperativa de crédito local en Estados Unidos y representa muy bien una crisis bancaria. La película tiene final feliz pero en el mundo real las crisis bancarias no suelen serlo.

Todas las entidades bancarias tienen una cuenta corriente en el banco central de su país. Y cada mes están obligados por ley a mantener saldos positivos en esa cuenta que en el caso europeo suponen el 2 por ciento de sus pasivos o sus deudas. Por ejemplo, el Banco de Santander tiene aproximadamente un billón de euros, por lo que la suma de los saldos en su cuenta en el Banco de España durante el mes debe ser de unos 20.000 millones de euros. Con este sistema el banco central garantiza que las entidades tendrán un colchón de liquidez mínimo para atender retiradas de fondos en un día concreto y evitar pánicos bancarios.

Esta exigencia provoca unas elevadas necesidades de liquidez en el sistema bancario y, para evitar tensiones, el banco central hace subastas periódicas en las que emite dinero. Así pues, el banco central crea el problema, pero ofrece la solución. Mediante esas subastas se convierte en el monopolista de la emisión de dinero, lo que le permite controlar la cantidad que se inyecta en el sistema.

El BCE realiza subastas cada martes en las que aplica el tipo de interés que previamente ha aprobado su Consejo, que se reúne con una periodicidad mensual. Es un tipo mínimo de interés para los préstamos que los bancos se hacen entre sí en el mercado interbancario. En España, por ejemplo, el tipo a una semana condiciona el tipo del euríbor a un año con el que se referencian los tipos hipotecarios. El resto de los países usan el libor que se fija en Londres, y cada divisa tiene el suyo.

Supongamos que un banco quiere financiarse en el mercado a un año. Puede hacerlo cerrando un préstamo directamente a un año o cerrar uno de una semana que irá renovando cada siete días hasta cumplir el año. Como el BCE controla el tipo a una semana, el tipo a un año acaba siendo la media esperada por parte de los bancos para el año siguiente. Si creen que el banco central va a bajar sus tipos oficiales, elegirán financiarse a una semana para aprovecharse de la rebaja, mientras que si piensan que los tipos subirán, preferirán hacerlo a un año para protegerse de la subida.

Keynes hizo grandes aportaciones a la ciencia económica, como ya hemos visto, pero una de las más destacadas fue su teoría de las expectativas. Los bancos cuentan con un departamento de tesorería que se encarga de gestionar los riesgos del tipo de interés. Sobre sus análisis, se construye la estrategia del año siguiente. Como decía el propio Keynes, «lo determinante en los mercados no es lo que piense un inversor, sino la media de todos los participantes en el mismo». Un mercado financiero es una encuesta de las expectativas futuras de todos sus participantes en cada momento.

 

 

ANTICIPAR UN FUTURO INCIERTO

 

La política monetaria es complementaria de la acción fiscal. El banco central tiene un importante papel en la gestión del ciclo económico. Cuenta con un Consejo de Gobierno en el que interviene un equipo de economistas, encargados de anticipar las tendencias inflacionistas o deflacionistas. El banco actúa en función de las previsiones. Los tipos más altos frenan la inversión de empresas y familias y reducen la presión sobre el empleo, la tasa de paro y la inflación. Y al revés, los tipos más bajos, permiten que más proyectos sean rentables y reducen la cuota de las hipotecas, por lo tanto reactivan la inversión, la creación de empleo y ayudan a las economías a salir de las recesiones. No obstante, hay que tener en cuenta que el mecanismo funciona como el freno de mano de un coche: cuando subes el freno de mano consigues detener el vehículo, y si lo subes con brusquedad puedes incluso volcar. Una vez parado el coche, bajar el freno de mano no sirve para reanudar la marcha. Es lógico creer que la economía mejora si bajan los tipos, pero los tipos bajos de interés conllevan un riesgo elevado de inflación.

En 2002, Alemania entró en una compleja crisis que subió su tasa de paro por encima del 10 por ciento, el nivel más alto desde la Segunda Guerra Mundial. El BCE bajó los tipos de interés al 2 por ciento para sacar a Alemania de la recesión. En países como España o Irlanda el boom inmobiliario mantenía la creación de empleo y los bajos tipos de interés alimentaron el boom de crédito y, con él, la burbuja inmobiliaria. En aquel momento se creía que los bajos tipos de interés suponían una bendición para que las familias de menor renta pudieran comprar vivienda. Ahora, después del pinchazo, miles de esas familias han perdido su empleo y han sido desahuciadas de las casas que compraron.

El objetivo de los bancos centrales es calcular el tipo de interés en un nivel que favorece que la economía crezca y cree empleo, manteniendo a la vez una baja tasa de paro y de inflación. Su nombre técnico es «tipo de interés neutral» porque permite a la economía un crecimiento potencial sin generar tensiones en los salarios ni en los precios. Este escenario virtuoso existe, pero no es observable, de modo que la labor de un banco central resulta extremadamente compleja. En palabras de Alan Greenspan «sólo sabemos cuál es el tipo de interés neutral cuando hemos llegado a él».

El banco central gestiona la política monetaria en un entorno incierto. Por ejemplo el PIB, que es la contabilidad de un país, es un indicador retardado ya que las cifras definitivas se publican con tres años de retraso. Además, la capacidad del banco central para influir sobre la demanda de crédito y, en último término, sobre el empleo y los precios no es instantánea: desde que el BCE modifica sus tipos en el Consejo hasta que cambia el euríbor, pasa un tiempo indeterminado.

En las economías desarrolladas, donde se considera que este mecanismo se encuentra bien engrasado, se estima que el período de transmisión es de nueve meses a un año. Si tenemos en cuenta todo lo que hemos explicado antes sobre el trabajo de estimación y las cifras con las que se elaboran los planes que tendrán efecto en un futuro, significa que el Consejo debe tomar decisiones sobre tipos de interés con predicciones a un año vista, usando información que se conoce con retraso y que está sujeta a modificaciones y revisiones posteriores. Es decir, que lo único que sabes con certeza es que te vas a equivocar y tu objetivo consiste en minimizar el error de previsión.

Su mayor virtud radica en saber leer las tendencias de la economía y determinar si son estables. Ante fenómenos de inestabilidad como las burbujas o la deflación, el banco central y los gobiernos tienen que actuar para revertir la tendencia. William Brainard demostró que, en condiciones de incertidumbre, los bancos centrales han de actuar con prudencia, hacerlo de manera gradual y no cambiar bruscamente de opinión.

Para evitar episodios de hiperinflación la mayoría de los bancos centrales de países desarrollados han levantado fortalezas que les protegen de la tentación de que los gobiernos recurran a ellos para financiar sus déficits públicos. Pero el control tiene que ser recíproco: el banco central acumula mucho poder y debe estar sometido a supervisión por parte de los parlamentos, de los tribunales de justicia y, sobre todo, de la opinión pública bien informada a través de los medios de comunicación.

Por eso la mayoría de los bancos centrales independientes tienen estatutos muy estrictos que limitan su poder y dan una elevada importancia a la comunicación del anuncio de su estrategia y decisiones a la opinión pública. La operativa de los principales bancos centrales del mundo es similar pero con matices. La Reserva Federal, por ejemplo, es una institución privada propiedad de bancos y empresas, pero su presidente es propuesto por el presidente de los Estados Unidos y ha de ser aprobado por el Congreso y el Senado. En la Eurozona cada uno de los países sigue conservando su banco central nacional, que forma una federación con el resto llamada Eurosistema. El Eurogrupo, formado por los ministros de economía de los países miembros del euro, es el que propone al presidente y a los consejeros del BCE, que más tarde son ratificados por el parlamento Europeo.

En la práctica, la principal diferencia reside en que la Reserva Federal tiene en sus estatutos tres objetivos: pleno empleo, estabilidad de precios y que los tipos de interés de largo plazo estén bajos, mientras que al BCE sólo le corresponde velar por la estabilidad de precios. El BCE, muy influido por la fobia de los alemanes a la inflación, ha reaccionado muy por detrás de los acontecimientos desde que comenzó la crisis mundial, y ha cometido graves errores como la decisión de subir tipos de interés en julio de 2008 cuando la economía de la Eurozona estaba ya en la peor recesión de los últimos ochenta años y el sistema bancario en situación de insolvencia sistémica. Por esta razón muchos economistas, así como gobiernos y partidos políticos de la Eurozona, defendemos cambiar los estatutos del BCE para incluir también el pleno empleo y tipos de largo plazo razonablemente bajos como objetivo, igual que la Reserva Federal.

Es un cambio que no supone ningún problema constitucional para Alemania, ya que la independencia del BCE seguiría intacta, y desde el punto de vista económico está más que justificado. En la etapa expansiva, cuando hay presiones inflacionistas, el banco central daría prioridad al objetivo de estabilidad de precios y subiría los tipos de interés. Y en la fase recesiva, cuando el crecimiento de los salarios se modera y la estabilidad de precios no está amenazada, bajaría los tipos de interés para reducir la tasa de paro y retornar a la economía del pleno empleo.

Los países emergentes han dado grandes pasos en la gestión de la política monetaria. Países como México, Colombia, Chile o Paraguay han conseguido controlar tasas de inflación del 30 por ciento en los años ochenta hasta el 3-4 por ciento en el inicio del siglo XXI. Brasil, Uruguay y Perú han conseguido estabilizar sus precios de bienes y servicios, pero aún deben mejorar el precio de los activos inmobiliarios y bursátiles. Ecuador y Bolivia han logrado estabilizar la inflación aunque muchos precios en su economía están subsidiados y parte de la inflación está embalsada y puede aflorar en el futuro. A la cola de los países latinoamericanos se encuentra la gestión de la estabilidad de precios en Argentina y, sobre todo, en Venezuela.

Asia ha hecho también avances interesantes. El Partido Comunista chino llegó al poder tras una inflación galopante y sabe que la estabilidad de precios es una variable clave no sólo económica, sino también de estabilidad social y política. Sobre todo si hablamos de alimentos básicos como el arroz, en un país que tiene la mayor población mundial y unos índices de pobreza muy elevados.

Podríamos decir que la inflación se asemeja a la temperatura corporal. Cuando sube por encima de 38 grados indica que tenemos una infección, y cuando se desploma, estamos muertos. Una inflación elevada indica que el ciclo está desequilibrado, que los salarios crecen por encima de lo que las empresas y los beneficios pueden pagar, y que hay riesgo de colapso y fuertes convulsiones en la economía. Por fortuna las economías no mueren, pero una deflación señala que la demanda está muy débil y que también hay riesgo de colapso, aunque en este caso sea lento y sin convulsiones.

Otro problema de la inflación es su variabilidad. El IPC se utiliza para negociar subidas salariales, alquileres, contratos de mantenimiento, de servicios profesionales, etcétera. Imaginemos que un año empresarios y sindicatos pactan una subida salarial del 2 por ciento. Durante el año los ingresos fiscales no van bien y el gobierno puede tener la tentación de llamar al banco central y decirle que emita más dinero para aumentar la inflación. El Estado cobra el IVA y otros impuestos sobre los precios nominales, por lo que si aumenta la inflación, aumenta la recaudación.

Lo hemos visto en Argentina. Su economía ha entrado en recesión en 2014, pero los ingresos fiscales crecían próximos al 25 por ciento por ciento. ¿Cómo es posible? Pues porque los precios y los salarios crecían próximos al 30 por ciento. Imaginemos que la inflación sube un 10 por ciento durante el año. Los salarios han subido un 2 por ciento pero los precios un 10 por ciento, de forma que los trabajadores tienen más dinero en su poder pero menos capacidad de compra y se ven obligados a reducir su consumo, su ahorro, o incluso a pedir prestado. Los trabajadores se sentirán engañados y al comienzo del año siguiente demandarán una subida del 18 por ciento, el 10 por ciento de la inflación más un 8 por ciento de pérdida de poder adquisitivo. Si las empresas accedieran a subir salarios un 18 por ciento, reducirían sus beneficios un 8 por ciento. Por lo tanto intentarán subir los precios también un 18 por ciento.

En 1973 los precios del petróleo eran de tres dólares por barril, y en 1980 eran de doce dólares por barril. Los precios se multiplicaron por cuatro, la mayor subida de su historia. El petróleo era la principal fuente primaria de energía y los costes energéticos de las empresas aumentaron exponencialmente. Las empresas subieron sus precios y la inflación sorprendió a los trabajadores que al año siguiente pidieron aumentos por encima de la inflación para compensar su pérdida de poder adquisitivo. Aquello llevó en la década de los ochenta a lo que se denominó la estanflación, crecimiento débil con elevada inflación. La inflación en Estados Unidos y en Europa subió a tasas del 10 por ciento. En España alcanzó un máximo del 40 por ciento.

Cuando Mitterrand llegó al poder la inflación era del 13 por ciento pero la economía estaba en recesión y destruía empleo. Anunció planes de gasto e inversión pública que subió desde el 46 por ciento del PIB en 1980 hasta el 50 por ciento del PIB en 1982. La economía siguió en recesión y destruyendo empleo, la tasa de paro pasó del 6 por ciento al 9 por ciento y no ha vuelto a niveles del 6 por ciento desde entonces. Al final tuvo que claudicar, hacer políticas monetarias y fiscales ortodoxas, tardó un lustro en bajar la inflación al 2 por ciento y convirtió la tasa de paro elevada en un problema estructural.

Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago, había sido muy crítico con la Teoría general y con las políticas keynesianas, pues no incorporaban los riesgos de inflación en su análisis. Las crisis del petróleo le dieron la razón. Sin embargo, su propuesta no cosechó mejores resultados. Paul Volcker fue nombrado presidente de la Reserva Federal en 1979 con la tasa de inflación en Estados Unidos próxima al 10 por ciento. Aplicó los consejos de Friedman y provocó una segunda recesión y la mayor caída del PIB desde la Gran Depresión.

El país que mejor supo contener la inflación fue Alemania, que arrastraba un recuerdo dramático de la hiperinflación de los años veinte. Los trabajadores alemanes estaban dispuestos a sacrificar salarios para evitar otra hiperinflación que la sociedad asocia con la que llevó a Hitler al poder y al país al caos y la desgracia. A pesar de todo, la economía destruyó empleo durante dos años y su tasa de paro subió del 3 por ciento en 1980 hasta niveles del 8 por ciento y también fue estructural, como en Francia.

Alemania desarrolló un miedo lógico a la concentración de poder y eso justifica que los sindicatos estén representados en los consejos de administración y en la gestión de las empresas. La negociación colectiva y la estabilidad de precios y macroeconómica es un bien común a defender entre todos.

En España, el modelo de sindicato era vertical, paternalista con los trabajadores, y controlado por la Falange. La primera subida del petróleo fue en 1973, con Franco agonizando. Los tecnócratas al mando decidieron que se trataba de una subida transitoria y prefirieron no trasladarla al precio de la gasolina y el gas para no provocar más tensión social de la que ya había. Cuando Adolfo Suárez llega al poder en 1976 no puede aplazarlo más y asume el coste político de subir los precios de la gasolina. Con un sistema de negociación salarial tan rígido como el existente, la inflación se disparó hasta el 42 por ciento en la primavera de 1977. Tras cuarenta años de dictadura, y sin apenas experiencia cultural y legal de negociación colectiva, Suárez, con buen criterio, convoca los Pactos de la Moncloa en 1977, en los que los principales partidos políticos, sindicatos y patronal, acordaron subidas salariales moderadas y referenciadas a la inflación prevista, no a la inflación pasada. Las empresas, por su parte, se comprometieron a reinvertir los beneficios y a crear empleo. Y el gobierno acordó practicar una política monetaria y fiscal ortodoxa para estabilizar la inflación.

El principal impacto de una inflación volátil y cambiante se produce sobre los salarios y sobre los tipos de interés, que son determinantes de los costes de financiación de las empresas y del ciclo de inversión y de creación de empleo. Ya hemos explicado con anterioridad que el dinero pierde valor con el tiempo si aumentan los precios. Por ese motivo, las monedas y los billetes no constituyen la forma idónea de ahorro y por ello se crearon los activos financieros.

Un activo financiero no es más que un contrato en el que el emisor se compromete a pagar una rentabilidad que recibe el ahorrador. Puede ser un depósito bancario que suele tener una duración de un año y al vencimiento el banco te devuelve el dinero más un tipo de interés. Puede ser un bono del Estado, supongamos a cinco años, que paga cupón o tipo de interés anual y al vencimiento le devuelve el dinero al ahorrador. O pueden ser acciones de empresas cotizadas o no cotizadas en bolsa, que no vencen pero que cada año te pagan dividendo, el equivalente al tipo de interés, siempre condicionado a los beneficios.

Cuando hay sorpresas de inflación, el ahorro pierde capacidad de compra. Los trabajadores y los ahorradores reaccionan exigiendo mayores tipos de interés para protegerse de la inflación futura, lo que aumenta los costes de financiación de las empresas y hace que muchos proyectos de inversión dejen de ser rentables. A corto plazo la subida de tipos de interés provoca destrucción de empleo y recesión. Las empresas de los países que no consiguen estabilidad macroeconómica y de precios tienen menos crédito y más caro, y eso reduce la inversión y, a largo plazo, acaba disminuyendo la riqueza de las naciones.

La historia nos enseña que una gestión prudente del dinero en circulación y de los tipos de interés es condición necesaria para mejorar el crecimiento. Sin embargo, como hemos comprobado en Europa durante la crisis, los bancos centrales no tienen el don de la infalibilidad.

Un exceso de celo del banco central y de los gobiernos puede provocar deflación, como sucedió en la Gran Depresión y está sucediendo en varios países europeos en el momento de escribir este libro. Como los salarios son rígidos a la baja, los economistas hemos llegado a la conclusión de que el objetivo de inflación del 0 por ciento no sirve para aumentar el crecimiento. Es necesario algo de ilusión monetaria y objetivos de inflación entre el 2 por ciento y el 4 por ciento para que la dinámica del ciclo y la distribución de la renta entre salarios y beneficios funcione y permita mejorar la riqueza de las naciones.

Pero la misión de un banco central no termina en la estabilidad macro y las finanzas públicas. También debe gestionar de manera prudente el endeudamiento de las familias y las empresas, y los fenómenos de inestabilidad financiera. Y por esta razón la mayoría de los bancos centrales del mundo también son los responsables de la regulación y supervisión del sistema bancario.

El banco central ofrece liquidez, pero son los bancos comerciales los que determinan el nivel de crédito y lo hacen en función del riesgo asumido. Frank Knight, de la Universidad de Chicago, explicaba la importancia del riesgo en economía en su libro Riesgo, incertidumbre y beneficio, publicado en 1921.

El riesgo es un factor esencial en la toma de decisiones que hay que calcular y gestionar convenientemente para garantizar la estabilidad macro. Tras la Gran Depresión, Roosevelt decidió crear el seguro de depósitos para prevenir los pánicos bancarios. Cuando quiebra un banco el Estado garantiza a los ahorradores que recuperarán sus depósitos hasta un límite. En la Unión Europea el seguro es hasta 100.000 euros por titular de la cuenta y por banco. El Estado actúa como una aseguradora privada y exige a la banca una estricta regulación y supervisa a través del banco central que cumplen las normas.

La Gran Recesión ha puesto al descubierto que gran parte de la regulación falló. En muchos casos debido a un mal diseño de la misma, y en la mayoría de ellos por ausencia de norma. También falló estrepitosamente la supervisión y el abandono de los principios de prudencia, tal y como dictan los consejos reguladores de las políticas ultraliberales.

Las crisis bancarias suelen venir precedidas por períodos de fuerte crecimiento del crédito. En esos períodos de euforia los bancos van relajando sus criterios de prudencia y van recortando los márgenes y los tipos de interés que cobran por los créditos. Cuando los beneficios empiezan a disminuir, comienza la huida hacia delante y asumen más riesgo del que luego su solvencia puede soportar. Viendo las consecuencias, parece claro que, en supervisión bancaria, la prudencia siempre es virtud. Y es mejor pecar por exceso que por defecto.

Pero desde los años ochenta los avances tecnológicos en internet y telecomunicaciones han provocado un fuerte desarrollo de la industria de los fondos de inversión. Los fondos son vehículos que han permitido democratizar la gestión de patrimonios. Hoy, cualquier persona, en cualquier banco o intermediario financiero, puede acceder a un menú de fondos de inversión e invertir en bolsa o bonos en Wall Street, Bombay o México DF. Y tocando una simple tecla puede mover su dinero en veinticuatro horas de la India a París o de Madrid a Bogotá.

Parece una acción trivial pero imaginen la infraestructura necesaria para permitirlo. Esto ha provocado un fuerte aumento del sistema financiero mundial. Unos pocos bancos se han convertido en globales y ganado un tamaño que, como tristemente comprobamos en 2008, su quiebra pone en riesgo la estabilidad de la economía de Estados Unidos, de Europa y la mundial. De los más de tres billones de euros que se mueven en el mercado de divisas mundial se estima que sólo el 5 por ciento corresponde a operaciones de exportación o importación de bienes y servicios. El 95 por ciento corresponde a transacciones financieras.

Esto explica que la variación de los tipos de cambio se vea muy influida por las decisiones de los bancos centrales y por las expectativas de los inversores sobre la evolución de las bolsas. Cuando un país crece más que otro y consigue reducir la tasa de paro, su banco central sube los tipos de interés para contener la inflación. Al pagar mayores tipos de interés, los inversores internacionales deciden invertir en ese país y su tipo de cambio se aprecia. Y al contrario, cuando un país entra en recesión y aumenta la tasa de paro, el banco central baja los tipos de interés y los inversores huyen buscando mayor rentabilidad para sus ahorros en otro país y el tipo de cambio se deprecia.

Cuando el tipo de cambio se deprecia abarata los productos locales en dólares y las empresas pueden aumentar sus exportaciones y tienen que contratar a más trabajadores. La depreciación también encarece las importaciones y parte de la cesta de la compra que antes se importaban se empiezan a producir en el país, aumentando el empleo. Por lo tanto, los tipos de interés y los tipos de cambio son dos variables que en entornos de estabilidad macroeconómica actúan como estabilizadores automáticos del ciclo, tanto en la fase expansiva como en la recesiva.

La globalización, por tanto, ha sido un factor importante de desestabilización. Pero no se puede negar la naturaleza humana. El hombre siempre ha buscado explorar y vivir más allá de sus fronteras: se trata de un proceso imparable y hay que entenderlo como un fenómeno natural y positivo. Lo importante, como de costumbre, es comprender que el mundo globalizado ha de impulsar la gobernanza mundial e instituciones que sirvan para mejorar la vida de todos los seres que habitamos el planeta.