Capítulo 1

El carlismo desfigurado

 

 

Alfonso Carlos I sucede a su sobrino Jaime III

 

La llegada de don Alfonso Carlos de Borbón y Austria Este a la cabeza de la dinastía carlista, resultaría un paso atrás en la evolución política e ideológica iniciada por su sobrino Jaime III que, como ya hemos señalado, falleció sin sucesión directa. La política impulsada por don Alfonso Carlos, de mentalidad integrista, fue la del retorno a los esquemas reaccionarios.

 

En sintonía con la nueva situación, nada impedía el retorno de los tradicionalistas mellistas y el de los integristas de Senante y Olazábal. La entente conservadora se produciría, como ya veremos más adelante, el 14 de junio de 1931.

 

A partir de entonces, la economía de esta coalición de carlistas, integristas y tradicionalistas, produjo un aumento de medios insólito hasta entonces. Ello se mostró espectacularmente en las elecciones de junio, en la que resultaron elegidos el conde de Rodezno, Beunza, Urquijo, Estébanez, Gómez Rojí, Marcelino Oreja Elósegui, Lamamié de Clairac y José Luis de Oriol. La entente también apoyó a Dimas Madariaga en Toledo y al canónigo Lauro Fernández por Santander.

 

Mientras la desfiguración del partido se iba produciendo a marchas forzadas y la cúspide de la nueva coalición iba siendo ocupada sistemáticamente por los antiguos descarriados, en el Carlismo se preparaban dos importantes proyectos: los estatutos de autonomía para el País Vasco y Cataluña, aunque uno y otro presentaron características bien distintas.

 

En Cataluña, de la mano de Tomás Caylá, un hombre honrado y de clara ideología carlista, se redactó un estatuto vanguardista con planteamientos autonómicos cercanos al independentismo, sólo superado en este aspecto por la llamada Constitución de La Habana, que había sido redactada por los sectores más radicales del nacionalismo catalán en el exilio.

 

Como muestra de los esquemas autonomistas de los carlistas catalanes, citaremos un párrafo de un artículo de Tomás Caylá, publicado el 10 de abril de 1930, en la revista “Joventut”, de Valls ( Tarragona).

 

“La cuestión catalana y la de las demás nacionalidades, ha de ser afrontada y solucionada si el Gobierno actual y los venideros quieren paz y tranquilidad.

“Acabar de una vez con esta parodia que se quiere llamar unidad española e ir a una confederación en la que las diferentes nacionalidades puedan entrar libremente y por vía de pacto, es lo único que puede traer la pacificación de los espíritus (...)

“Después de dos siglos de esclavitud, el alma del pueblo catalán reclama su libertad, Cataluña quiere gobernarse con Cortes propias y conocedoras de sus problemas y de sus necesidades, quiere hablar con su lengua, regirse por su Derecho y voltear a todos los vientos la bandera de las cuatro barras”

 

Pero evidentemente esta no era la ideología de los nuevos señores del partido. La penetración alfonsina e integrista todavía no se había producido en Cataluña, ni se produciría con la intensidad con que se realizó en el País Vasco, Castilla y Andalucía. Esto, como ya veremos, se notará claramente a la hora de sublevarse contra la República en julio de 1936. El Carlismo catalán no apoyó el levantamiento armado y era reacio a la alianza con los militares franquistas.

 

Otra cosa fue la política autonómica llevada a cabo en el País Vasco. Fue muy distinta. La llamada Comunión Tradicionalista se alió con el Partido Nacionalista Vasco y en 1931 redactaron el Estatuto de Estella, en el que se pedía la restauración de los Fueros en toda su plenitud anterior a 1839. Como dato, hay que señalar que Navarra estaba incluida en el proyecto estatutario como parte integrante del País Vasco. De todos modos, el estatuto estuvo mediatizado por la derecha vasca y tenía, como era de esperar, una clara significación confesional, lo que acarreó el ataque y la negativa de la izquierda. Y, por tanto, el hundimiento de este proyecto.

 

La manipulación e instrumentalización del Carlismo era ya un hecho. Por todo el territorio nacional se realizaron una constelación de actos públicos en los que ya sin disimulo intervenían juntos alfonsinos, fascistas, integristas y tradicionalistas. Como sea que los monárquicos alfonsinos no tenían un partido político que los respaldara, se fundó “Acción Nacional”, un remedo de lo creado por Maurrás con su “Acción Francesa”, que capitaneó Goicoechea y cuyas cabezas principales eran Vallellano, Tornos, Saínz Rodríguez, Víctor Pradera y Rodezno, entre otros. Todo un elenco significativo.

 

El retorno de los integristas al partido trajo consigo una redistribución de las tendencias en su seno. Los alfonsinos y sus agentes infiltrados en el Carlismo, los tradicionalistas, tuvieron sus más encarnizados enemigos en lo referente a la cuestión sucesoria a los integristas. En efecto, relegado al ostracismo al sector foralista y anticentralista, que eran los auténticos carlistas, la pugna por el poder en el partido se planteó entre integristas y tradicionalistas. La propia mentalidad de don Alfonso Carlos I, más proclive al integrismo que al tradicionalismo, y su convencimiento de que la solución a la cuestión sucesoria no podría venir por un entendimiento con la rama alfonsina, iba a favorecer el triunfo integrista. La ascensión de Manuel Fal Conde a la secretaría general del partido sería la mejor prueba de ello.

 

 

 

Fal Conde, Secretario General del Partido y enemigo de Franco

 

Don Alfonso Carlos designó el 3 de marzo de 1934 a Manuel Fal Conde, un abogado sevillano proveniente del integrismo, jefe delegado o secretario general de la Comunión Tradicionalista. Fal Conde fue, pues, uno de los “socios fundadores” del alzamiento militar contra la II República. Curiosamente, resultó ser un enemigo público y personal del general Franco.

 

Pero ¿quién era Fal Conde, cómo apareció y cuál fue su comportamiento en los años en que permaneció al frente del partido?

 

Los analistas del Régimen no han calibrado todavía la importancia que este hecho significó, ni han hecho la debida justicia histórica a un hombre que, en pleno auge de la dictadura, osó enfrentarse al dictador Franco.

 

Durante los primeros momentos de la rebelión militar, Fal Conde dejó bien claro que los carlistas no colaborarían en la construcción de un sistema dictatorial, similar o parecido al instaurado por Hitler en Alemania o al de Mussolini en Italia. El primer chispazo fue la negativa a aceptar la Unificación con la Falange. Franco, a través del general Dávila, “aconsejó” a Fal Conde que escogiera entre el destierro o un consejo de guerra sumarísimo. La elección fue obvia.

 

En Lisboa, meses más tarde, Fal Conde recibió una oferta de Franco: una vicepresidencia del primer Consejo Nacional de FET y de las JONS y una cartera ministerial en el Gobierno, a cambio de ordenar el cese de los enfrentamientos entre carlistas y falangistas y, sobre todo, aconsejar la colaboración en la construcción del llamado Nuevo Estado.

 

Para negociar esta oferta, a Fal Conde se le retiró la orden de destierro y se le permitió volver a España y entrevistarse con Franco. Fue el 11 de agosto y en Salamanca.

 

El jefe carlista pidió garantías a Franco respecto a que el Nuevo Estado no fuera de corte totalitario, que las regiones históricas tendrían un régimen estatutario y que el sistema estatal sería el federativo. Además, aconsejó a Franco que, una vez finalizada la guerra, se rehabilitara a los funcionarios expulsados de la Administración, a causa de sus ideas izquierdistas y que se creara una organización para socorrer a los familiares de los republicanos fusilados o que hubieran sido privados de sus cargos. El resultado fue la vuelta voluntaria de Fal Conde a Lisboa.

 

El 1 de noviembre de 1937 Fal regresó a España y se le señaló Palencia como lugar de confinamiento, donde permaneció hasta el final de la guerra civil. Se le autorizó residir en Sevilla; dos policías armadas, día y noche, hicieron guardia a la puerta de su domicilio y de día se juntaba a la pareja un policía secreta, que informaba puntualmente al gobernador civil de todas las visitas que recibía y el más mínimo movimiento que se registra en ella. El teléfono y el correo fueron intervenidos. No obstante este cúmulo de dificultades, Fal siguió al Partido Carlista y escribiendo cartas a Franco, recriminándole la actitud totalitaria del Régimen y la falta de libertades públicas.

 

Cada escrito significó un nuevo castigo, consistente en cambiar de confinamiento: Chiclana (1940), Menorca (1941), Chipiona (1942) y vuelta a Sevilla (1943).

 

Fal Conde manifestó públicamente su negativa a que ningún requeté se enrolara en la División Azul, e incluso auspició secretamente la formación de un Tercio de Requetés para que fuera a luchar al lado de los aliados y en contra de los alemanes. El banderín de enganché se instaló en Palencia siendo uno de sus miembros el periodista Mariano del Mazo Zuazagoitia y un grupo de estudiantes de la A.E.T. Como era de esperar, el gobernador civil ordenó la detención de todos los implicados en el asunto y a no ser por las gestiones realizadas por el cardenal primado de España, este grupo de carlistas hubiera sufrido un consejo de guerra bajo la acusación de alta traición.

 

Al ser detenido en Francia don Javier de Borbón Parma y confinado por los alemanes en el campo de concentración de Dachau, Fal Conde asumió todos los poderes del Partido Carlista y endureció todavía más su política antifranquista. Sevilla y el domicilio del líder carlista se convirtieron en la sede nacional de la resistencia carlista.

 

La represión contra los carlistas continuó implacablemente: detención de sus líderes, cierre de locales y sedes del partido y confiscación de sus publicaciones. El Carlismo se quedó sin prensa. Antes de la guerra, en plena época republicana, tenía 47 periódicos, entre ellos 14 diarios. En los inicios de los años cuarenta, los carlistas sólo lograron retener “El Pensamiento Navarro”, ya que con anterioridad y mediante suscripción popular entre sus militantes, se había constituido una sociedad anónima mercantil.

 

La primera mitad de la década de los cuarenta continuó siendo una época difícil para los carlistas. Su jefe dinástico, don Javier de Borbón Parma, había sido expulsado de España por Franco. El secretario general del Partido, don Manuel Fal Conde, estaba sufriendo un rosario de confinamientos. El partido estaba moralmente derrotado y sus militantes no creían oportuno llevar más problemas al país y habían decidido esperar hasta su reconstrucción.

 

No obstante esta angustiosa situación y en plena explosión dictatorial franquista, Fal Conde en 1943 ya había dirigido a Franco un extenso documento reclamando el poder político para el Carlismo, mediante la instauración en España de la Monarquía, única vía según los carlistas, para salir de la depauperada situación económica y social que estaba sufriendo el país.

 

La carta a Franco, acompañada del estudio correspondiente, fue entregada al teniente general Juan Vigón Suerodíez, ministro del Aire, que inmediatamente la pasó al Jefe del Estado. La carta iba firmada en primer lugar por Fal Conde y le seguían las firmas de Manuel Senante, José María Lamamié de Clairac, Agustín González Quevedo y nueve personas más, todas ellas en representación colegiada de la Comunión Tradicionalista.

 

El escrito terminaba advirtiendo que: “Este acto de la Comunión Tradicionalista responde no sólo a su sentir unánime, sino al de otros muchos sectores de la vida nacional que no encuentran otro medio de manifestar sus inquietudes; y podemos afirmar que se encuentran plenamente representados en nuestra actuación”.

 

Estos “sectores” a los que se referían los jefes carlistas eran muy dispares. De entre ellos destacan los pro alfonsinos y francojuanistas, incluso los denominados por los tradicionalistas “los entregados”, algunos de los cuales firmaron también esta carta y dieron su conformidad a la restauración monárquica que proponía el Carlismo. Estos hombres eran, entre otros, Antonio Iturmendi, el conde de Rodezno y José Luis Zamanillo, que más adelante ocuparían cargos políticos importantes dentro de FET y de las JONS. También firmaron José María Arauz de Robles, José Martínez de Berasáin, Mauricio de Sivatte, José María Valiente, Joaquín Baleztena y Jesús Elizalde, procedentes del juanismo, de la CEDA y el integrismo.

 

Las características principales de la restauración que proponían los carlistas eran, resumiendo, las siguientes: Restauración monárquica, política y social completa. Supresión del Partido Único oficial y los Sindicatos creados por él. La Monarquía no podía ser continuación del Régimen. Restauración del poder legítimo. Separación de poderes Iglesia-Estado. Desligar las funciones políticas de las administrativas. Reivindicación de los “derechos del hombre”. Constitución de la Regencia, que efectuaría la Restauración monárquica.

 

Hasta aquí los principales puntos de la propuesta de la Comunión Tradicionalista al general Franco, referente a transformar las estructuras totalitarias, que habían construido los falangistas y los “propagandistas católicos” afectos al general, hacían otras más representativas. No se trataba de un programa de gobierno.

 

El proyecto carlista, como era de esperar, no fue tenido en cuenta. Sólo al finalizar la II Guerra Mundial, Franco decidió tomar algunas iniciativas de entre las que había propuesto la Comunión Tradicionalista. Una de ellas fue la de desfalangistizar el Consejo Nacional de FET y de las JONS, que convirtió en Consejo Nacional del Movimiento. Igual suerte corrió la pesada estructura sindical. Pero nada más. E, incluso. Se puede decir que ninguna de las dos reformas citadas pueden considerarse como carlistas. Son meros parches con objeto de lavar la cara fascista del Régimen ante las potencias aliadas. Ahí quedó la reforma tradicionalista que propusieron Fal Conde y sus colaboradores en la Junta Nacional Carlista.

 

Fal Conde permaneció al frente del Carlismo hasta 1955, año en que don Javier, una vez repuesto de las heridas y enfermedades contraídas en el campo de concentración de Dachau, anunció que asumía directamente la dirección del partido. Con ello acabó una época gris y difícil para los carlistas. Pero empezaba otra, tan dura como la anterior: la lucha política por la Sucesión.

 

 

 

 

 

 

 

 

Nace la Comunión Tradicionalista: unión de carlistas, integristas y tradicionalistas

 

La Comunión Tradicionalista nació de hecho el 14 de junio de 1931, en un multitudinario mitin celebrado en Pamplona, donde se selló el retorno de los “descarriados”. El mitin lo presidió el marqués de Villores y hablaron Díaz Aguado Salaberry, Tellería, Beunza y Senante.

 

Horas antes del mitin, en una casa propiedad de los caciques navarros de la familia Baleztena en Lieza, se concretó la fusión con la participación notoria de los alfonsinos declarados, como es el caso de José María Herreros de Tejada. En aquella reunión se puede decir que se inició la conspiración armada contra la II República. La primera medida fue cambiar el nombre de Partido Carlista por el de Comunión Tradicionalista, más acorde con la nueva política que se propugnaba.

 

 

Todos contra la II República: hacia la guerra civil

 

A la muerte del marqués de Villores, don Alfonso Carlos I nombra en 1932 una nueva Junta Suprema Delegada presidida por el conde de Rodezno y apoyada por Oriol, Lamamié de Clairac, Víctor Pradera y Esteban Bilbao. Dicha Junta estaba totalmente dominada por los tradicionalistas pro-alfonsinos, con la excepción del integrista Lamamié de Clairac.

 

La Junta aceleró los trabajos conspiratorios e instaló una oficina secreta en San Juan de Luz. El contrabando de armas con destino a una futura sublevación fue una de las actividades normales de sus miembros. El coronel Sanz de Larín estaba preparado para unirse al alzamiento y ponerse al frente de los seis mil voluntarios carlistas.

 

La sublevación estaba preparada por los elementos monárquicos alfonsinos y por tradicionalistas. La cabeza era el general José Sanjurjo y pretendía adelantarse a la discusión del estatuto para Cataluña en el Parlamento, derribar a la República y restaurar a Alfonso XIII. Los integristas se dieron cuenta de la maniobra y a última hora convencieron a don Alfonso Carlos que la Comunión Tradicionalista se retirara de tal descabellada y suicida aventura. Pero las consignas no llegaron a tiempo y el 10 de Agosto se produjo el alzamiento con la colaboración de algunos integristas.

 

Fracasada la sublevación, el Gobierno republicano consideró a la Comunión Tradicionalista implicada en el asunto y emprendió la consiguiente represión. Cerró algunas publicaciones carlistas y detuvo a cierto número de dirigentes. Junto a la lista de detenidos en la que se hallaban Sanjurjo, Calvo Sotelo, Primo de Rivera, Goicoechea, Luca de Tena, Maura, Cruz Conde, Goded, Varela, Lequerica, Vallellano, Quintanar, Fernán-Núñez y Medinaceli, encontramos a Juan José Palomino Jiménez y a un joven abogado sevillano, el integrista Manuel Fal Conde. Retengamos en la memoria esta lista de nombres, porque en el futuro será el núcleo principal de la próxima sublevación del 18 de julio de 1936.

 

El golpe fracasó, entre otras razones, porque no fue realizado con participación popular. Y el único grupo que tenía pueblo era la Comunión Tradicionalista. Al producirse la defección de ésta, los alzados se dieron cuenta que en un futuro alzamiento había que contar indefectiblemente con los carlistas. Y se dedicaron a cultivar a este sector.

 

Este cultivo dio resultados positivos: se constituyó una coalición electoral, denominada TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española), que participó triunfalmente en las elecciones del 19 de noviembre. Se consiguieron 43 actas, distribuidas de la siguiente forma: 13 para Renovación Española, 24 para la Comunión Tradicionalista, 3 para independientes (entre ellos José María Pemán) y 3 para “monárquicos agrarios”. El resultado confirmó las predicciones alfonsinas de cierto peso específico de los carlistas en aquel momento político y dio la razón a la estrategia del conde de Rodezno, que consistía en ir a la conquista del poder a través de la vía parlamentaria.

 

No obstante, la base del partido –alentada por los integristas– no vieron con buenos ojos la política pro-alfonsina y entreguista del conde navarro, cuya imagen fue deteriorándose notablemente, hasta que don Alfonso Carlos, presionado por la Junta de jefes regionales, le relevó de su cargo y nombró el 3 de marzo de 1934, secretario general de la Comunión a Manuel Fal Conde. Era el triunfo de los integristas, aunque ello no significase todavía el fin de la infiltración.

 

Fal Conde había cosechado anteriormente grandes éxitos en la reorganización del carlismo andaluz y, previniendo la alternativa belicista, montó una concentración de varios cientos de requetés, perfectamente uniformados y armados, en la finca sevillana “El Quintillo”. El estilo Fal, con la organización de milicias paramilitares, predominó a partir de entonces. Vino a favorecer esta política el fallido movimiento revolucionario de octubre de 1934, con el asesinato en Mondragón del diputado carlista Marcelino Oreja Elósegui, entre otros.

 

La dinámica integrista llevó finalmente a la ruptura pública con los alfonsinos. Don Alfonso Carlos suprimió la TYRE y prohibió que en los discursos se dijera “partido nonárquico”, autorizando exclusivamente “partido tradicionalista mejor carlista”. Y para mayor claridad sentenció que “no se puede servir a dos caudillos, es decir, a mí y a don Alfonso o a don Juan”. Los integristas también se hicieron con el control ideológico del partido en un “Manifiesto a los españoles”, de fecha 29 de junio, en el que el titular carlista señalaba los seis puntos del programa de la Comunión Tradicionalista: “unidad religiosa, restablecimiento de la monarquía tradicional, estructuración orgánica de la sociedad, afirmación federativa, monarquía templada con Cortes orgánicas y legitimidad en la sucesión a la corona”. Esto último conllevaba la eliminación de suceder a la rama carlista de cualquier miembro procedente de Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII, es decir, la rama alfonsina. Gracias a esta actitud exigente de pureza legitimista, los integristas evitaron que el Carlismo desapareciera absorbido por los monárquicos alfonsinos. Sin saberlo, cumplieron una importante misión al servicio del pueblo carlista.

 

Fal Conde seguía con la reorganización del partido. El 22 de mayo se crearon varios organismos: la Delegación de Propaganda, a cargo del integrista Manuel González Quevedo; la Delegación de Juventudes, en el alfonsino encubierto Luis Arellano; y el Consejo de Cultura, presidido por el antiguo colaborador de la Dictadura Víctor Pradera. En este último Consejo formaron personajes tan dispares ideológicamente como los carlistas Larramendi y Echave-Sustaeta, monárquicos como Rodezno y González de Amezua y el eclesiástico Monseñor Lisbona, además de una larga lista de integristas.

 

En 1935, la Comunión Tradicionalista contaba con nueve diarios, diecinueve publicaciones periódicas y un censo de militantes muy numerosos, lo que avalaba la buena gestión de Fal.

 

Se crea una Junta de Hacienda, presidida por José Luis de Oriol, que logra afluyan al partido importantes ayudas económicas, con objeto de sufragar el futuro alzamiento militar.

 

Se acelera la conspiración y en marzo de 1934 una delegación mixta compuesta por alfonsinos e integristas: Goicoechea, el general Barrera, Rafael Olazabal y Antonio Lizarza Iribarren, consiguen la ayuda militar y económica del dictador italiano Benito Mussolini. Las concentraciones de requetés se suceden una detrás de otra. El 3 de noviembre de 1935 y ante miles de carlistas, Fal Conde señala que “si la revolución quiere llevarnos a la guerra, habrá guerra”. La alusión de Fal es contundente y clara. En San Juan de Luz ya funcionaba una Junta Militar Carlista, compuesta exclusivamente por militares afectos al Carlismo.

 

Como ya sabemos, don Alfonso Carlos no tenía descendencia directa. Y para evitar lo sucedido con don Jaime III, con la larga serie de cábalas, maniobras e incertidumbres, los integristas afrontaron de cara el problema de la sucesión dinástica. Se buscaron colaboraciones de juristas, políticos e historiadores para estudiar el tema. El resultado de ello fue un decreto de don Alfonso Carlos, de fecha 23 de enero de 1936, en el que instituye la Regencia a favor de su sobrino don Javier de Borbón Parma y Braganza. Se había dado un paso importante: caso de ocurrir el fallecimiento del anciano titular de la dinastía, el Carlismo no quedaría huérfano.

 

La figura de don Javier había sido cuidadosamente elegida y era una persona ya conocida en el seno del partido. Había apoyado en su momento la política aliadófila de don Jaime, y su padre don Roberto había luchado junto a Carlos VII. Doña Margarita pertenecía a la Casa de Parma, descendiente directa del tronco originario del primer Borbón español, Felipe V. Ya en unas declaraciones al “Heraldo de Madrid”, Vázquez de Mella había señalado que en caso de agotarse la línea directa de la dinastía carlista, los derechos pasarían a la Casa de Parma, la única que había permanecido fiel a los postulados carlistas. La vinculación, pues, era evidente.

 

Para acabar de remachar el clavo, don Alfonso Carlos señalaba en su decreto que el ejercicio de la Regencia no privaría a don Javier de ningún modo su derecho a la Corona.

 

Don Javier pasó rápidamente a ayudar a don Alfonso Carlos en las tareas de gobierno del Carlismo y se trasladó junto a la frontera vasco-francesa. Allí contactó con los jefes carlistas y trabajó junto a Fal Conde en los preparativos del alzamiento que inevitablemente se avecinaba.

 

Otro hecho importante se iba a producir en los primeros meses de 1936: la consumación del panorama político español en dos grandes bloques, con el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero. Los comicios habían dado los siguientes resultados: 277 diputados de izquierdas, 133 de derechas y 32 de centro. Con ello, la vía parlamentaria de la derecha se había hundido ante el más espectacular estrépito y ya no le quedaba otro camino para acceder al poder que el golpe de Estado. Los totalitarios de izquierda y derecha se iban a apoderar de España. Por un lado, las fuerzas marxistas –de orientación pro-soviética y stalinista– y por el otro, la derecha totalitaria y ya declaradamente fascista. Los carlistas tuvieron que alinearse junto a los enemigos de toda su historia –los centralistas totalitarios, capitalistas liberales, monárquicos alfonsinos y la oligarquía financiera– gracias a la actitud anticlerical de los partidos izquierdistas que conculcaban sus más íntimas creencias cristianas y la infección alfonsina y línea imprimida por los integristas y tradicionalistas recién ingresados en sus filas, que coparon todo el aparato del partido y desviaron las auténticas reivindicaciones del pueblo carlista. Toda la labor social y federalista de Jaime III había quedado enterrada por la política confesional y conservadora de don Alfonso Carlos y los integristas. La instrumentalización del carlismo era irreversible.

 

En principio, el alzamiento se pensó que fuera exclusivamente carlista. El plan consistía en iniciar la sublevación en la Sierra de Aracena (Huelva) con el Requeté andaluz, en la de Gata (Cáceres) con el de Castilla, en el Maestrazgo con catalanes, valencianos y aragoneses, y finalmente navarra donde confluirían todos los requetés vascos. Estos cuatro núcleos, bajo la dirección del general José Sanjurjo, se dirigirían a Madrid y constituirían un Gobierno Provisional de Restauración Monárquica, con la proclamación de don Alfonso Carlos como rey.

 

Pero este proyecto se aplazó para empalmarlo con otro similar paralelamente que se estaba gestando entre los militares. El general Mola toma contacto con los carlistas navarros, a cuyo frente está el conde de Rodezno, e inicia las gestiones para conseguir la adhesión de la Comunión Tradicionalista. Por otro lado, Fal Conde continúa sus contactos con Sanjurjo, para condicionar la entrada de los carlistas en la conspiración.

 

El 9 de abril, don Alfonso Carlos, en un intento de coordinar las distintas gestiones, constituye el Estado Mayor Carlista bajo la dirección del general Muslera y designa a don Javier como representante suyo en este organismo.

 

En el Círculo Carlista de Pamplona funciona una academia militar en la que se preparan cabos, sargentos y oficiales. Se dan clases todos los días, incluso festivos, y fingiendo excursiones deportivas se efectúan ejercicios de tiro y maniobras a campo abierto en la falda del monte San Cristóbal y en los pueblos de Marraquiaín, Escaba y otros. El coronel de artillería Alejandro Utrilla se hace cargo de la jefatura militar de la academia y concede despachos de tenientes y capitanes, que firma en nombre de don Alfonso Carlos.

 

El 14 de julio, el general Mola envía a las autoridades carlistas, instaladas en San Juan de Luz, la siguiente nota: “Conforme a las orientaciones que en su carta del día 9 indica el general Sanjurjo y con lo que el día de mañana determine él mismo como Jefe de Gobierno”. Esto significa que Rodezno y Fal Conde habían vencido a Tomás Caylá, jefe regional carlista de Cataluña, que se había manifestado contrario al alzamiento al lado de los militares. La base popular del partido, ante el hecho consumado, no tuvo otro remedio que ir a remolque de los acontecimientos que con inusitada rapidez se fueron precipitando. A tenor de ello, Fal Conde distribuye a todos los carlistas la orden de alzamiento:

 

“La Comunión Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al movimiento militar por la salvación de la Patria, supuesto que el Excelentísimo Señor General Director acepte como programa de Gobierno el que en líneas generales se contiene en carta dirigida al mismo por el Excelentísimo Señor General Sanjurjo, de fecha 9 último, lo que firmamos con la representación que nos compete. San Juan de Luz, 14 de julio de 1936”.

 

Pero ¿cuál era el auténtico plan de Fal Conde? El general Mola ha dejado escrito unos comentarios sobre los carlistas, en los que narra el citado plan sobre la sublevación:

 

“Lo que proponían los carlistas era una insurrección realizada exclusivamente por sus partidos; Sanjurjo la secundaría y al frente de los requetés navarros avanzaría sobre Madrid. Para estudiar este proyecto fue a Estoril (residencia de Sanjurjo) el príncipe Javier de Borbón Parma, nombrado regente de la Comunión Tradicionalista por su tío don Alfonso Carlos, quien al ser designado que le representase en las presidencias de los trabajos del Alzamiento con un grupo de carlistas y militares (que enumera), recaudó fondos, trazó normas y, en fin, fijó los primeros jalones del Alzamiento de carácter popular y carlista. En el acuerdo que discutían el general Sanjurjo y el príncipe se estipulaba que si el Alzamiento lo hacían solo los carlistas se proclamaría Rey a don Alfonso Carlos, dejándose para más adelante el pleito de la Sucesión, y si era obra de militares se crearía un Gobierno Provisional de Restauración Monárquica. En la frontera vasco-francesa, y más concretamente en San Juan de Luz, funciona una Junta de Guerra, que preside el príncipe. Cuando el proyecto se hallaba en gestión, la Junta de Generales de Madrid se puso en contacto con Sanjurjo, quien nombró representante suyo en la península a Varela (militar carlista), que al ser confinado éste en Cádiz, le sustituyó Mola, encargándose el príncipe Javier de transmitirle la propuesta”.

 

En el nuevo plan, Sanjurjo comunicó a Fal los fines del alzamiento militar., cuyo futuro gobierno había de estar integrado por militares, sería apolítico y sus asesores sólo podrían ser personas que hubiesen colaborado de una forma decisiva con el levantamiento; tarea primordial y primera de tal Gobierno habría de ser “la revisión de todo cuanto se ha legislado, especialmente en materia religiosa y social hasta el día, procurando volver a lo que siempre fue España”. Estas vaporosas intenciones, por absurdo que parezca, fueron aceptadas por Fal no sin antes imponer como única condición de los carlistas la utilización de la bandera bicolor monárquica.

 

El día 17 y desde Bayona se impusieron los telegramas aprobando la insurrección militar y el día 19 de julio la plaza del castillo de Pamplona amaneció repleta de requetés, uniformados y armados, a las órdenes del general Mola. La guerra ya era un hecho.