Este cuento está inspirado en un poema de un monje tibetano, Rimpoche, y que reescribí según mi propia manera de decir, para mostrar una característica más de nosotros, los humanos.

Me levanto por la mañana.

Salgo de mi casa.

Hay un socavón en la acera.

No lo veo

y me caigo en él.

Al día siguiente

salgo de mi casa,

me olvido de que hay un socavón en la acera,

y me vuelvo a caer en él.

Al tercer día

salgo de mi casa tratando de acordarme

de que hay un socavón en la acera.

Sin embargo,

no lo recuerdo

y caigo en él.

Al cuarto día

salgo de mi casa tratando de acordarme

del socavón en la acera.

Lo recuerdo y,

a pesar de eso,

no veo el socavón y caigo en él.

Al quinto día

salgo de mi casa.

Recuerdo que tengo que tener presente

el socavón en la acera

y camino mirando al suelo.

Y lo veo y,

a pesar de verlo,

caigo en él.

Al sexto día

salgo de mi casa.

Recuerdo el socavón en la acera.

Voy buscándolo con la mirada.

Lo veo,

intento saltarlo,

pero caigo en él.

Al séptimo día

salgo de mi casa.

Veo el socavón.

Tomo carrerilla,

salto,

rozo con la puntas de mis pies el borde del otro lado,

pero no es suficiente y caigo en él.

Al octavo día,

salgo de mi casa,

veo el socavón,

tomo carrerilla,

salto,

¡llego al otro lado!

Me siento tan orgulloso de haberlo conseguido

que lo celebro dando saltos de alegría…

y al hacerlo,

caigo otra vez en el socavón.

Al noveno día,

salgo de mi casa,

veo el socavón,

tomo carrerilla,

lo salto

y sigo mi camino.

Al décimo día,

justo hoy,

me doy cuenta

de que es más cómodo

caminar…

por la acera de enfrente.