CAPITULO V
Por la mañana, Dick Spencer dijo al recepcionista del hotel:
—Necesito una camisa nueva. ¿Podría indicarme usted dónde adquirirla?
—En el almacén de Dennis Grant —respondió el recepcionista, un tipo bajito y calvo, con lentes—. Es el mejor de la ciudad.
—¿Dónde se encuentra?
El recepcionista se lo explicó.
Dick hizo ademán de caminar hacia la puerta, pero se quedó quieto y volvió a mirar al calvo.
—¿Dijo usted que el dueño del almacén se llama Dennis Grant?
—Sí, en efecto.
—¿Tiene una hija llamada Alice?
El recepcionista asintió con la cabeza, sonriendo.
—Así es, señor Spencer.
—Caramba, qué casualidad... —murmuró Dick.
—¿Conoce usted a Alice, señor Spencer?
—Sí, me la presentaron ayer.
—Es una joven muy bonita, ¿verdad?
—Sí, sí que lo es —sonrió Dick—. Gracias por la información, amigo.
—De nada, señor Spencer.
Dick se alejó del amable recepcionista y salió del hotel, dirigiéndose al almacén de Dennis Grant.
Cuando entró en él, vio a Alice al otro lado del mostrador.
Estaba atendiendo a una señora de mediana edad.
No había nadie más en el almacén.
Dick esperó a que la señora acabara de realizar su compra y se alejara hacia la puerta. Entonces, sonriendo amablemente, saludó:
—Buenos días, señorita Grant. ¿Me recuerda usted?
—Desde luego, señor Spencer —respondió la muchacha, correspondiendo a su sonrisa—. ¿En qué puedo servirle?
—Necesito una camisa.
—Eso salta a la vista —rió la joven, observando el desgarro que tenía la que llevaba puesta Dick.
Este carraspeó.
—Me la rompieron anoche, en el saloon Los Rudos —explicó—. Hubo una pelea y...
—También salta a la vista que participó usted en una pelea —le interrumpió Alice Grant—. Tiene un moretón en la barbilla, el pómulo derecho enrojecido, y la ceja izquierda ligeramente hinchada...
—Pues lo más importante no se ve.
—¿A qué se refiere, señor Spencer...?
Dick se puso de espaldas al mostrador.
—¿No nota que mi cabeza tiene una forma muy rara?
—¡Cielo santo! —exclamó la joven, fijándose en la protuberancia que lucía Dick Spencer en la parte posterior de la cabeza—. Tiene un chichón enorme...
—Y tan enorme —convino Dick, volviéndose de nuevo hacia ella.
—¿Con qué le dieron?
—No lo sé. Ni tampoco quién me atizó', porque perdí inmediatamente el sentido.
—Debió ser alguien muy salvaje...
—El tipo quería robarme.
—¿En serio...? —pestañeó Alice Grant.
Dick Spencer le relató lo sucedido.
—Qué suerte que no llevara usted el dinero encima, señor Spencer.
—Sí, fue una suerte.
La muchacha ensombreció el semblante,
—Nosotros, en un caso similar al suyo, no la tuvimos... —dijo, bajando la mirada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Dick, extrañado.
—Hace apenas un mes, dos individuos, con el rostro cubierto, se colaron de noche en nuestro almacén. Mi padre los oyó y se levantó de la cama, dispuesto a hacerles frente, pero ellos le propinaron un golpe en la cabeza y lo dejaron inconsciente...
—¿Les robaron mucho?
—Mil trescientos dólares, que mi padre tenía ahorrados para entregárselos este mes al señor Turner.
Dick Spencer entrecerró un ojo.
—¿Al señor Turner?
—Sí. Hace algún tiempo, el señor Turner se brindó a prestarle a mi padre mil quinientos dólares, para que con ellos reformara el almacén y lo convirtiera en el mejor de Laramie. Mi padre dudó, pero el señor Turner le convenció, diciéndole que no le cobraría ningún tipo de interés. Ante ello, y como el señor Turner le concedía un plazo muy razonable para devolverle el dinero, mi padre aceptó el préstamo.
—¿Y qué va a pasar ahora?
Alice Grant, con los ojos casi en llanto, respondió:
—No lo sé, señor Spencer... El próximo lunes se cumple el plazo concedido por el señor Turner para reintegrarle los mil quinientos dólares, pero mi padre sólo dispone de unos trescientos...
—Dadas las circunstancias, es de suponer que el señor Turner conceda a su padre un nuevo plazo...
La muchacha sacudió la cabeza negativamente.
—No habrá nuevo plazo, señor Spencer.
—¿No?
—Mi padre habló ya con el señor Turner, pero no consiguió nada. El señor Turner dice que necesita los mil quinientos dólares el próximo lunes, para atender unos pagos.
—¿Y no conoce su padre a nadie que pueda prestarle esos mil doscientos dólares que le faltan?
La joven volvió a negar con la cabeza, mientras las primeras lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas.
—Ha hablado con varias personas, pero la cantidad es importante y no pueden ayudarle. Sólo hay un camino para conseguir esos mil doscientos dólares: vender el almacén.
—¿Vender el almacén...?
—Sí, no hay alternativa.
Sobrevino una pausa.
Tras ella, Dick Spencer dijo:
—Señorita Grant, tal vez no debiera hacerle esta pregunta, pero en vista de las circunstancias, voy a tomarme la libertad de hacérsela. ¿Es cierto que el señor Turner pretende su mano?
—Sí, lo es.
—Entonces, ¿cómo es posible que esté dispuesto a permitir que su padre venda el almacén para devolverle el préstamo que le hizo? No me parece el mejor modo de ganarse las simpatías de su padre, ni, por supuesto, las de usted...
Alice Grant tomó su pañuelo y se secó las lágrimas.
—Hay algo que usted no sabe, señor Spencer; yo jamás accederé a convertirme en la esposa de Bric Turner. El sí lo sabe, porque cuantas veces me lo ha insinuado, le he hecho ver claramente que no es mi tipo.
Dick Spencer carraspeó levemente.
—Yo tenía entendido que a usted no le parecía mal la idea...
—Eso se lo dijo el señor Turner, ¿verdad?
—Sí.
—Es uno de los muchos defectos de Bric Turner: la presunción. El sabe mejor que nadie que no me simpatiza, y sin embargo, va pregonando por ahí todo lo contrario... Antes se extrañó usted de que el señor Turner estuviese dispuesto a permitir que mi padre venda el almacén para poder devolverle el préstamo... ¿Sabe lo que pretende realmente Bric Turner? Que vaya yo personalmente a suplicarle un nuevo plazo. Entonces, él me recordaría que desea casarse conmigo... ¿Es necesario que continúe, señor Spencer?
Dick movió la cabeza.
—No, señorita Grant, creo que está muy claro. Bric Turner quiere aprovecharse de la situación y obligarla a ser su esposa.
—Eso es exactamente. Yo estoy convencida de que al señor Turner no le hacen ninguna falta los mil quinientos dólares que le debe mi padre, porque él tiene muchos más. Puede perfectamente atender esos pagos que dice tener pendientes, aunque mi padre no le devolviese el préstamo el próximo lunes.
—Sí, también yo lo creo así. Es una sucia maniobra...
—Que no le va a dar ningún resultado. Mi padre sabe que no me agrada el señor Turner, que sería muy desgraciada casándome con él, y aunque yo estuviese dispuesta a realizar ese sacrificio, mi padre jamás lo permitiría. Si antes del lunes no ocurre un milagro, mi padre venderá el almacén, le devolverá a Bric Turner sus mil quinientos dólares, y nos marcharemos de Laramie.
Dick Spencer se acarició la barbilla, pensativo.
Tras unos segundos de silencio, dijo:
—Tal vez no sea necesario que su padre venda el almacén, señorita Grant.
—Sólo un milagro podría evitarlo, ya se lo he dicho.
—Yo puedo prestarle a su padre los mil doscientos dólares que le faltan.
El lindo rostro de Alice Grant se llenó de estupefacción.
—¿Cómo dice?
—Que puedo sacar a su padre del atolladero, señorita Grant. Y estoy dispuesto a hacerlo.
—¿Bromea usted, señor Spencer?
—No, el asunto es demasiado serio.
La joven le miraba con los ojos muy abiertos.
—¿De veras dispone usted de mil doscientos dólares, señor Spencer?
—De nueve mil, ya se lo dije antes.
—Pero, ese dinero no es suyo, es de su patrón...
—Cuando regrese a Broke Springs, me acercaré al Banco y retiraré los novecientos dólares que tengo depositados allí. Los otros trescientos, se lo deberé a mi patrón. Es un buen hombre y no censurará mi acto, más bien todo lo contrario, lo aprobará.
La muchacha, que no acababa de creer lo que estaba sucediendo, fue incapaz de articular palabra.
Dick Spencer sonrió.
—¿Por qué pone esa cara tan rara, señorita Grant? ¿Tanto le extraña que tenga novecientos dólares en el Banco de Broke Springs? Verá, yo soy una hormiguita, ¿sabe? Llevo algunos años de capataz en el rancho de Ernest Howard, percibiendo un buen sueldo. Y como espero encontrar algún día una mujer que me guste, y que quiera ser mi esposa, he estado ahorrando para, cuando llegue ese día, poder comprar una bonita casa en Broke Springs.
—¿Por qué..., por qué quiere usted ayudamos, señor Spencer? —tartamudeó la joven.
—Porque están en un serio apuro, sólo por eso.
—Pero, usted no nos conoce, es forastero...
—Eso no importa.
Alice Grant sonrió nerviosamente.
—Estoy tan turbada que no sé qué decir, señor Spencer...
—Llámeme Dick, y así yo podré llamarla Alice, ¿de acuerdo?
—Tengo miedo de que todo esto sea un sueño, Dick, de que usted no exista realmente...
—Oh, pues existo, ya lo creo que sí. Desde hace treinta años.
La muchacha se mordisqueó el labio inferior.
—Dick, nosotros tardaremos alrededor de un año en devolverle los mil doscientos dólares...
—No se preocupe, Alice; no tengo ninguna prisa en casarme —repuso Spencer, sonriendo—. Además, todavía tengo que encontrar a la mujer con quien compartir esa bonita casa que pienso comprar.
—Pero, puede encontrarla en cualquier momento...
Dick iba a responder, cuando entró Dennis Grant, un hombre sano y fuerte, de mirada franca.
—¡Papá! —exclamó alegremente Alice, saliendo de detrás del mostrador y lanzándose en brazos de su padre.
—¿Qué diablos sucede, hija? —se sorprendió Dennis Grant.
—¡El milagro!
—¿Qué?
—¡Ha ocurrido el milagro!
—¿Eh...?
Alice puso al corriente de todo a su padre.
Dennis Grant, con los ojos húmedos a causa de la emoción, estrechó la mano de Dick y dijo:
—Este favor no podremos agradecérselo nunca, Spencer...
—Voy por el dinero, señor Grant —dijo Dick, y salió del almacén, sin reparar en que seguía llevando la camisa desgarrada.