CAPITULO PRIMERO
—Bien, señor Turner, ya está viendo cómo son las reses que se crían en mi rancho. ¿Qué opinión le merecen?
—Excelentes, señor Howard.
—Entonces, ¿discutimos el precio? —sugirió, sonriendo, Ernest Howard, propietario del rancho Los Bravos, el mejor, sin ningún género de dudas, de la comarca de Broke Springs, Colorado.
—No será necesario discutirlo, señor Howard —repuso Bric Turner, un individuo alto, de fuerte constitución, que vestía con elegancia. Se le podían conceder unos cuarenta y cinco años. Era bien parecido.
—¿Quiere decir que llegaremos a un acuerdo en seguida?
—Estoy seguro de ello, señor Howard, porque pienso ofrecerle dieciocho dólares por cabeza. ¿Verdad que es un buen precio? —sonrió Bric Turner.
—Sí, es buen precio —admitió Ernest Howard, sin poder ocultar su satisfacción. Era un hombre de mediana estatura, más bien delgado, con cincuenta y tantos años a sus espaldas.
—Sabía que lo aceptaría —dijo Turner, desviando los ojos hacia el gran número de reses que pacían tranquilamente a cierta distancia de la colina en cuya cima se encontraban él y Ernest Howard, vigiladas por los cow-boys del rancho.
—¿Cuántas quiere adquirir? —preguntó el ranchero.
—Quinientas cabezas. ¿Puede ser?
—Oh, sí, desde luego —respondió Howard.
—Magnífico. Le haré efectiva la suma de nueve mil dólares en el momento en que me sean entregadas las reses en Laramie. Por cierto, ¿cuándo cree posible que será eso, señor Howard?
—Lo más pronto posible, no se preocupe. Ahora mismo hablaremos con mi capataz y le ordenaré que separe quinientas reses y que lo disponga todo para la marcha. Es un hombre muy eficiente y conoce perfectamente la ruta. Llegará con ellas a Laramie en un tiempo récord, ya lo verá.
—Eso es precisamente lo que yo deseo, señor Howard.
Ernest Howard y Bric Turner movieron las bridas y sus respectivos caballos iniciaron el descenso de la colina.
Poco después alcanzaban los ricos pastizales en donde se alimentaban los cientos y cientos de reses que poseía el propietario de Los Bravos.
Rápidamente se les aproximó un jinete, que se sostenía admirablemente erguido sobre su silla de montar, demostrando con ello su experiencia y dominio del caballo.
—Buenos días, señor Howard —saludó, frenando su cabalgadura delante de la del ranchero y la de su acompañante.
—Hola, Dick —sonrió Ernest Howard—. ¿Cómo marcha todo por aquí?
—Sin novedad, patrón.
—Este caballero que me acompaña es Bric Turner, un comprador de Wyoming. Señor Turner, le presento a Dick Spencer, mi capataz.
—¿Qué tal está, Spencer? —dijo Bric Turner, sonriendo, al tiempo que le tendía la diestra al capataz de Howard.
—Me alegra conocerle, señor Turner —repuso Dick Spencer, estrechándosela cordialmente.
El capataz de Los Bravos contaba apenas treinta años.
Era de elevada talla, cintura estrecha y hombros separados. Tenía el pelo negro, la tez morena, curtida por el sol, la nariz ligeramente aguileña y el mentón firme. De su cinto pendía una pistolera con su correspondiente «Colt», bien sujeta al muslo derecho.
—Acabo de venderle quinientas reses al señor Turner, Dick —comunicó Ernest Howard—. Y debemos entregárselas en Laramie. Separadlas del resto y preparaos para partir mañana a primera hora.
—Muy bien, señor Howard.
—¿Cuántos muchachos piensas llevarte?
—Seis serán suficientes —respondió Dick Spencer.
—No me parecen demasiados... —opinó Bric Turner—. Si en la ruta se ven atacados por alguna pandilla de cuatreros...
Ernest Howard se echó a reír.
—No hay cuidado, señor Turner —dijo—. Todos los hombres que trabajan en mi rancho son valientes y tienen buena puntería. En más de una ocasión se las han tenido que ver con los cuatreros, y siempre fueron éstos los que tuvieron que salir huyendo.
—¿Es cierto eso, Spencer?
—Sí, señor Turner —corroboró Dick—. Hasta ahora siempre hemos salido victoriosos de nuestros enfrentamientos con los cuatreros.
—Bien, eso me tranquiliza —sonrió Bric Turner.
—Anda, Dick, escoge a los muchachos que han de acompañarte a Laramie y empezad cuanto antes a separar las quinientas reses del señor Turner.
—En seguida, patrón.
—Cuando lleguen a Laramie, búsqueme en el saloon Los Rudos —indicó Bric Turner—. Soy su propietario.
Dick Spencer pareció extrañarse.
Al ver su gesto, Bric Turner empezó a reír.
—Sé lo que está pensando, Spencer —dijo—. Que para qué diablos necesita quinientas reses el dueño de un saloon, ¿no es verdad?
—Bueno, confieso que sí, que eso precisamente me estaba preguntando —carraspeó el capataz de Los Bravos.
—El señor Turner también es propietario de un rancho, Dick —informó Ernest Howard.
—Es cierto, Spencer —confirmó Bric Turner—. Poseo, además del mejor saloon de Laramie, un bonito rancho.
—Tomaremos unas copas en su saloon, señor Turner —dijo Dick.
—Que correrán de mi cuenta, Spencer —prometió Turner.
—Los muchachos se pondrán muy contentos cuando sepan eso.
—Dígales también que en mi saloon tengo empleadas a las girls más atractivas de todo Wyoming. Se pondrán más contentos todavía.
—¡Seguro! —exclamó Dick Spencer, riendo.
A continuación se despidió con un gesto y se alejó al trote.
Detuvo su caballo junto a los de dos de los cow-boys.
—Mañana salimos hacia Wyoming, muchachos —informó.
—¿Wyoming? —repitió Leo Miller, uno de los cow-boys. Era todavía más alto que Dick Spencer, casi un palmo; tenía treinta y seis años y una complexión física realmente impresionante, destacando sus brazos, largos y gruesos como troncos.
—¿A qué parte concretamente de Wyoming, Dick? —interrogó Steve Bonner, el otro cow-boy, que era un tipo delgado, pero de aspecto resistente. Tenía el pelo rubio, las facciones correctas, y tan sólo veintidós años.
—A Laramie —respondió Dick Spencer.
—¿Con cuántas cabezas? —preguntó el corpulento Leo.
—Quinientas.
—¿Quiénes vamos a ir? —inquirió el rubio Steve.
—Alec, Teddy, Chester y Jesse nos acompañarán. Ve a decírselo tú, Steve. Y tráelos a los cuatro aquí. Hemos de separar las quinientas reses y llevarlas a otro pastizal.
—A la orden, Dick —dijo Steve Bonner, espoleando su montura.
* * *
Habían recorrido ya la mitad aproximadamente de la distancia que separaba Broke Springs de Laramie.
Y, afortunadamente, sin ningún contratiempo.
Dick Spencer había ordenado acampar en una hondonada.
—Alec, Chester, preparad una fogata —indicó, apenas bajar de su montura.
Los dos cow-boys se dispusieron a obedecer.
Alec Farrow era de constitución similar a la del rubio Steve Bonner, aunque tenía tres años más y el pelo rojizo.
Chester Rooney, en cambio, era más bien bajo, pero tenía una gran caja torácica y la cabeza redonda y bastante desarrollada. Era el de más edad del grupo, cuarenta y dos años.
En pocos minutos, la fogata estuvo preparada.
Dick Spencer y los seis cow-boys sentáronse en torno a ella y se dispusieron a cenar.
Más tarde, el capataz y tres de los cow-boys, Leo Miller, Steve Bonner y Alec Farrow, dormían próximos a la fogata, cubiertos con sus mantas.
Los otros tres, Chester Rooney, Teddy Clayton y Jesse Davis, realizaban el primer turno de vigilancia, formando una especie de triángulo en cuyo centro quedaba el campamento.
Teddy Clayton, que era de complexión normal y contaba veintiocho años, creyó ver que algo se había movido en lo alto de una loma cercana.
Aguzó la vista, al tiempo que elevaba el cañón de su rifle.
Pocos segundos después, quedaba totalmente convencido de que tras aquella loma se escondía alguien, pues de nuevo vio moverse algo sobre su parte más alta, como si alguien se arrastrase por ella.
Teddy Clayton no esperó más.
Fue rápidamente en busca de Jesse Davis, el benjamín del grupo, pues sólo tenía veinte años, y advirtió:
—Tenemos visita, Jesse.
—¿Estás seguro? —respingó éste.
—Sí, he visto moverse a alguien por aquella parte, sobre una loma. Advierte a Chester, rápido. Yo despertaré a Dick y a los otros.
Jesse Davis salió corriendo en busca de Chester Rooney.
Teddy Clayton lo hizo en dirección a la fogata.
No fue necesario que despertara a Dick Spencer, porque éste, que tenía el sueño muy ligero, se había despertado al oír los pasos precipitados de Teddy.
Incorporándose de cintura para arriba, inquirió:
—¿Ocurre algo, Teddy?
—Estoy seguro de que hay gente apostada por allí, Dick, tras una loma —dijo el vaquero—. He visto a alguien reptando por su cima.
—Pronto, despierta a los demás —indicó Dick Spencer, brincando materialmente del suelo, con su «Winchester» en la diestra.
Teddy Clayton sacudió bruscamente a Leo, Steve y Alec y les hizo saber lo que ocurría.
—Maldita sea —rezongó el fornido Leo—. Hacía más de un mes que no lograba soñar con Kitty la Conformista, y esta noche que por fin lo había conseguido, me despertáis cuando Kitty estaba empezando a mostrarse más conformista que nunca. No hay derecho, hombre...
—Lo siento, de veras, Leo —dijo Teddy, sonriendo—, pero las circunstancias mandan.
Leo Miller escupió con maestría por la comisura izquierda y masculló:
—Esos tipos, sean quienes fueren, me las van a pagar por haberme interrumpido con Kitty. ¡Como me llamo Leo!
—Vamos, muchachos —ordenó Dick Spencer.
El capataz de Los Bravos y los cuatro vaqueros fueron rápidamente hacia el punto desde el cual Teddy Clayton había descubierto a la gente que se hallaba escondida tras una loma.
Jesse Davis y Chester Rooney ya estaban allí, echados en el suelo, apuntando con sus rifles hacia la loma.
Dick Spencer y los otros se echaron también.
—¿Serán cuatreros, Dick? —preguntó el rubio Steve.
—Lo más probable —respondió el capataz.
—Entonces, no tardarán en atacarnos —vaticinó el veterano Chester.
—Que ataquen, que ataquen —gruñó el gigantesco Leo—. Van a saber lo que es bueno.
El ataque, en efecto, se producía pocos minutos después.
En lo alto de la loma surgieron repentinamente una decena de individuos, haciendo funcionar sus armas.
—¡Duro con ellos, muchachos! —gritó Dick Spencer, accionando el gatillo de su «Winchester».
Los cow-boys respondieron al fuego de los atacantes.
El estruendo de los disparos, realmente ensordecedor, ahogó casi totalmente los mugidos de las asustadas reses, las cuales se pusieron inmediatamente en movimiento, corriendo alocadamente en dirección oeste.
Las armas seguían tronando, iluminando con sus rojizas llamaradas aquella parte de la hondonada.
Ernest Howard no exageró un ápice cuando dijo a Bric Turner que los cow-boys de su rancho tenían buena puntería.
En menos de un par de minutos, Dick Spencer y los suyos causaron varias bajas entre los atacantes.
Estos, comprendiendo que de continuar con el tiroteo sólo lograrían que sus cuerpos quedasen sin vida sobre aquella loma, como los de algunos de sus compañeros, optaron por retirarse, saltar sobre sus caballos y alejarse a toda prisa de aquel lugar.
—¡Ya se largan, muchachos! —exclamó el pelirrojo Alec.
—¡Y con el rabo entre piernas! —rió Teddy.
—¡Esos no dejarán de correr en toda la noche! —dijo el joven Jesse, riendo también.
Dick Spencer se puso en pie y ordenó:
—Rápido, muchachos, a los caballos. Hemos de alcanzar a las reses y detenerlas.
Los siete hombres corrieron hacia donde se hallaban, trabadas, sus monturas.
Segundos después, partían veloces en persecución de las reses.
No tardaron en divisarlas.
Las reses seguían corriendo desenfrenadamente, haciendo temblar el suelo y causando un estrépito considerable.
Dick Spencer y los cow-boys, demostrando su experiencia, consiguieron desviarlas primero, con lo cual las reses perdieron un poco de velocidad, y más tarde, frenarlas totalmente.
—Bien, muchachos, nuestras queridas vacas ya están tranquilas —dijo Dick Spencer.
—Y nosotros, sudorosos, polvorientos y sedientos —masculló Leo Miller—. En cuanto lleguemos a Laramie, pienso acercarme a Los Brutos y tomarme un barril de cerveza.
—El saloon de Bric Turner no se llama Los Brutos, sino Los Rudos —rectificó Dick Spencer, provocando un coro de carcajadas.
CAPITULO II
Durante el resto de la ruta, no surgió ningún nuevo contratiempo, por lo que Dick Spencer y los seis cow-boys llegaron sin novedad a Laramie, con las quinientas cabezas de ganado que debían entregar allí a Bric Turner.
En las afueras de la ciudad había varios recintos barrados, algunos de ellos ocupados por reses.
Dick Spencer eligió uno de los que permanecían vacíos y en él hicieron entrar a las reses que habían traído de Broke Springs.
Había un buen número de personas en torno a los recintos ocupados por reses, dialogando entre sí mientras las observaban.
La excelente calidad de las reses de Ernest Howard llamó rápidamente la atención de todos, y muchos de ellos se aproximaron al recinto barrado en el cual habían sido introducidas, para contemplarlas de cerca.
Hasta los oídos de Dick Spencer y sus compañeros llegaron algunos comentarios, todos ellos elogiando la magnífica presencia de las reses criadas en Los Bravos, lo cual les hizo sentirse muy satisfechos.
Un tipo, cuarentón, con aspecto de ganadero, se aproximó a los hombres de Ernest Howard.
—¿Qué tal, muchachos? —saludó, sonriendo con amabilidad.
—Hola —correspondió Dick Spencer.
—Qué maravilla de reses.
—Sí, son excelentes.
—¿De dónde proceden?
—De Broke Springs, Colorado.
—¿Es usted su dueño?
—No, pertenecen a Ernest Howard. Yo soy tu capataz.
—Si las han traído a Laramie para venderlas, podemos tratar del precio ahora mismo. Estoy muy interesado en adquirirlas.
Dick Spencer movió la cabeza, sonriendo.
—Lo siento, pero ya están vendidas.
El ganadero hizo una mueca de contrariedad.
—Qué mala suerte... ¿Quién las ha comprado?
—Bric Turner, el propietario del saloon Los Rudos.
—Me lo figuraba —rezongó el hombre—. Ese tipo siempre acapara lo mejor.
—Por el tono en que lo dice, deduzco que el señor Turner no le resulta a usted demasiado simpático —observó Dick, con una sonrisa—. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca —confirmó el ganadero—. Bric Turner es un individuo cínico y presuntuoso, que se cree superior al resto del mundo porque, económicamente, nada en la abundancia. Y conste que no soy el único que opina así de él. En Laramie hay muchos que piensan como yo.
Dick Spencer no hizo ningún comentario al respecto.
El ganadero, disgustado por el hecho de que aquellas magníficas reses perteneciesen ya a Bric Turner, se despidió del capataz de Ernest Howard con un gesto y se alejó del recinto.
—Quedaos aquí, muchachos —dijo Spencer—. Voy a comunicarle a Bric Turner que ya estamos en Laramie.
—¿Vas a ir solo, Dick? —preguntó el rubio Steve Bonner, guiñándole el ojo disimuladamente.
Dick Spencer sonrió.
—No, mejor que me acompañe alguien. Tú mismo, Steve.
—¿Puedo acompañarte yo también? —preguntó inmediatamente el robusto Leo Miller, que seguía soñando con el barril de cerveza.
—No, con uno es suficiente —respondió Dick Spencer—. Vosotros cinco cuidad de que nadie moleste a las reses. Vamos, Steve —indicó al rubio.
Dick Spencer y Steve Bonner se dirigieron hacia las primeras casas de Laramie, una ciudad realmente importante.
El capataz preguntó a un transeúnte por el saloon Los Rudos, y el hombre le informó de dónde se encontraba.
Poco después, Dick y Steve entraban en el saloon de Bric Turner, un local amplio y lujoso, de lo mejor que ambos habían visto jamás.
—Este saloon debe valer una fortuna, Dick...
—Sin ninguna duda, Steve —convino Dick Spencer.
—Y qué chicas tan estupendas... —murmuró el rubio, observando a las girls que se movían por el espacioso local, luciendo unos vestidos muy cortos, para poder exhibir sus tentadoras piernas, y de exagerado escote, que todavía resultada más tentador.
—Bric Turner ya me advirtió que tenía empleadas en su saloon a las girls más atractivas de todo Wyoming.
—Pues es cierto, diablos. Con cualquiera de ellas pasaría yo un rato inolvidable, estoy seguro.
—Tiempo habrá también para eso, no te preocupes —sonrió Dick Spencer, cogiéndolo del brazo—. Anda, vamos.
Dick y Steve se aproximaron al larguísimo mostrador, que estaba siendo atendido por cuatro empleados.
—Queremos hablar con el señor Turner, amigo —le dijo Dick a uno de los tipos.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el empleado, serio.
Dick Spencer se lo dijo.
—Oh, sí, el señor Turner nos ordenó que, tan pronto aparecieran ustedes por el saloon, les condujéramos a su despacho —dijo el empleado, mostrándose más amable—. Síganme, por favor.
Steve Bonner carraspeó ligeramente.
—Si no te importa, Dick, yo me quedo aquí, tomando una jarra de cerveza.
—Como quieras.
Dick Spencer se dejó conducir por el empleado del saloon.
Al llegar ante la puerta del despacho de Bric Turner, que se encontraba al fondo de un corredor que había a la derecha del mostrador, el empleado dio unos golpecitos con sus nudillos sobre la hoja de madera.
—¿Señor Turner...?
—Adelante —autorizó el dueño del saloon.
El empleado abrió la puerta y se hizo a un lado, indicando a Dick Spencer que entrara en el despacho.
Dick cruzó la puerta y el empleado la cerró, dejándolos solos.
—¡Dick Spencer! —exclamó alegremente Bric Turner, levantándose al instante del sillón que tenía al otro lado de la mesa de su despacho.
—Ya estamos aquí, señor Turner —sonrió Dick, avanzando hacia la mesa.
El propietario de Los Rudos rodeó la mesa y salió al encuentro del capataz de Ernest Howard, con la diestra por delante.
Tras cambiar un apretón de manos, muy efusivo por parte de Bric Turner, éste dijo:
—El señor Howard estaba en lo cierto. ¡Han llegado ustedes a Laramie en un tiempo récord!
—Conocemos perfectamente la ruta.
—¿Algún contratiempo?
—Sí, uno. Nos vimos atacados por una pandilla de cuatreros, pero les hicimos frente y les obligamos a huir, causándoles varias bajas.
—¡Diablos! ¿Cuántos eran...?
—Unos diez, aproximadamente.
Bric Turner palmeó la espalda de Dick, riendo.
—¡Bravo, Spencer! Los cuatreros les superaban en número y, sin embargo, ustedes pudieron con ellos. ¡Muy bien, muy bien!
—¿Quiere que vayamos a ver las reses, señor Turner? —sugirió Dick—. Están en uno de esos recintos barrados que hay en las afueras de la ciudad, vigiladas por los muchachos.
—¡Sí, vamos en seguida! ¡Estoy deseando admirarlas de nuevo!
Bric Turner y Dick Spencer salieron del despacho.
Dick observó que Steve Bonner lo estaba pasando bien con una de las girls del saloon, una pelirroja sensacional, y por lo visto, muy cariñosa.
Bric Turner llamó a uno de sus empleados, el mismo que acompañara a Dick Spencer a su despacho, y le ordenó:
—Figgs, ve inmediatamente al rancho y dile a Ralph Scott que venga a la ciudad con algunos de los muchachos, para llevarse las reses que nos acaban de traer de Colorado.
El empleado se apresuró a cumplir la orden.
—No han querido cobrarme la cerveza, Dick —dijo el rubio Steve, aproximándose a ellos, para lo cual tuvo que dejar momentáneamente a su pelirroja.
—La casa invita, muchachos —rió Bric Turner—. Así se lo prometí a Dick Spencer.
—Sí, es cierto —asintió Dick.
—Venga, vamos a ver las reses —indicó Turner.
Steve Bonner cogió del brazo a Dick Spencer.
—¿Puedo quedarme unos minutos, Dick? —rogó—. Todavía no he apurado mi cerveza...
Dick Spencer desvió sus ojos hacia la girl pelirroja y la midió de pies a cabeza, sin que ella, que también les miraba, se turbase lo más mínimo.
—Está bien, puedes quedarte —accedió, sonriendo con ironía—. Pero no te metas en ningún lío, ¿eh?
—Descuida, Dick.
—Vamos, señor Turner.
El dueño del saloon y el capataz de Ernest Howard caminaron hacia las hojas de vaivén, mientras Steve Bonner volvía al lado de la deseable pelirroja.
Cuando se dirigían a los recintos barrados, tropezaron con una joven que surgió precipitadamente por una bocacalle.
—Alice, qué agradable sorpresa —dijo Bric Turner, exhibiendo su mejor sonrisa.
—Hola, señor Turner —saludó la muchacha, ruborizándose ligeramente.
—¿Dónde vas con tantas prisas que casi nos arrollas?
—A casa de Sally Egan. Le prometí que estaría allí a las seis, y ya pasan algunos minutos.
—En ese caso, no quiero entretenerte. Bueno, sólo unos segundos, lo justo para presentarte a este joven que me acompaña, y que acaba de llegar de Colorado. Se llama Dick Spencer. Spencer, esta señorita es Alice Grant, la joven más bonita de Laramie.
La muchacha se ruborizó más.
—Mucho gusto, señorita Grant —dijo cortésmente Dick.
—El gusto es mío, señor Spencer —respondió ella.
Dick se dijo que sí, que aquella joven reunía los atractivos suficientes como para ser considerada la más bonita no sólo de Laramie, sino de cualquier ciudad.
No tendría más de veintidós años, y sus formas estaban maravillosamente proporcionadas. Tenía los cabellos dorados como el oro, los ojos grandes y azules, la nariz graciosamente pequeña, y los labios perfectamente trazados.
—Discúlpenme, no puedo quedarme más tiempo —dijo nerviosamente Alice Grant, y se alejó de ellos casi corriendo.
Bric Turner y Dick Spencer la siguieron con la mirada.
—¿Qué le parece Alice, Spencer?
—Una joven encantadora.
—¿Verdad que sí?
—Debe tener muchos pretendientes.
—¡Uy, docenas. Sin embargo, quien más posibilidades tiene de hacerla su esposa, soy yo —dijo inmodestamente Turner.
Dick Spencer no supo disimular su sorpresa.
Bric Turner empezó a reír.
—¿Por qué se sorprende, Spencer? ¿Tal vez porque yo tengo cuarenta años y ella sólo veintidós? —preguntó, quitándose seis descaradamente.
Dick carraspeó.
—No, yo...
—Sea sincero conmigo y confiese que ésa fue la causa de su extrañeza. Al fin y al cabo, no es usted el único que piensa que soy demasiado viejo para aspirar a la mano de Alice Grant. Yo, desde luego, no opino igual. Tengo cuarenta años, es cierto, pero físicamente me encuentro como a los treinta, y creo que eso es lo que verdaderamente importa. Por otra parte, tengo un carácter alegre y jovial. Que no resulto un tipo aburrido, vamos. Si Alice accede a casarse conmigo, será una esposa feliz, Spencer.
—¿Se lo ha propuesto ya, señor Turner? —preguntó Dick.
—Abiertamente, todavía no... Pero le he dado a entender que me gusta y que tengo pensado solicitar su mano en breve.
—¿Y ella...?
Bric Turner sonrió con presunción.
—Creo que yo también le gusto, Spencer... Por eso le dije antes que tengo más posibilidades que nadie de casarme con ella.
—Le felicito, señor Turner. Conseguir una joven como Alice Grant, es una suerte.
—Sí que lo es, Spencer, sí que lo es —cabeceó Turner, riendo.
Ambos reanudaron la marcha hacia los recintos barrados.
Permanecieron un rato junto al que mantenía cercadas a ¡as reses de Ernest Howard, hasta que se presentaron los cow-boys de Bric Turner, al frente de los cuales iba Ralph Scott, su capataz, un individuo alto y macizo, de rostro duro.
Tras dialogar unos minutos con Dick Spencer y sus compañeros, los hombres de Bric Turner sacaron las reses del recinto y se las llevaron al rancho.
—Volvamos al saloon, Spencer —indicó Turner—. Allí le haré efectivo el importe de las reses.
—Bien, señor Turner —dijo Dick. Después, encarándose con sus compañeros, ordenó— Llevad los caballos a un establo y luego acudid al saloon.
Bric Turner y Dick Spencer regresaron a Los Rudos.
Steve Bonner seguía divirtiéndose con la girl pelirroja.
Turner llevó a Dick a su despacho, abrió la caja fuerte y extrajo un sobre, el cual le entregó, diciendo:
—Aquí están los nueve mil dólares, Spencer. Cuéntelos y luego estampe su firma en este recibo.
Dick comprobó que no faltaba un solo dólar y firmó el recibo.
Casi al momento, la puerta se abrió violentamente y dos individuos irrumpieron en el despacho, con el rostro cubierto y el «Colt» empuñado.
—¡Las manos en alto, rápido! —ordenó uno de los tipos.