CAPITULO III

Bric Turner se quedó paralizado con la boca abierta.

Dick Spencer, quieto también, miró al par de sujetos que les estaban encañonando con sus revólveres.

El de la derecha era largo y espigado.

El otro, de mediana estatura y regordete.

—¡Dije las manos en alto! —ladró el largo.

—¡Obedezcan o le damos gusto al gatillo! —amenazó el otro fulano.

Bric Turner elevó los brazos lentamente.

Dick Spencer no tuvo más remedio que imitarle.

El tipo espigado se aproximó con precaución a la mesa y se apoderó del recibo que acababa de firmar el capataz de Ernest Howard.

Retrocedió unos pasos y lo observó.

Segundos después lanzaba una risotada a través del pañuelo que le ocultaba el rostro.

—¿No te dije que por aquellas magníficas reses se iba a pagar bastante?

—¿Cuánto? —inquirió con ansiedad el sujeto regordete.

—¡Nueve mil dólares! —comunicó el que sostenía el recibo, riendo de nuevo.

—¡Sí, es una bonita suma! —dijo su compañero, riendo también.

El tipo largo dejó de reír y clavó sus fríos ojos en el dueño del saloon.

—¿Los tiene usted todavía, señor Turner, o ya se los ha entregado aquí al amigo?

Bric Turner miró a Dick Spencer, pero no dijo nada.

—¡Responda, señor Turner! —rugió el individuo espigado—. ¿O prefiere que le vuele la cabeza?

El propietario de Los Rudos, al ver que el sujeto elevaba ligeramente su «Colt» y le apuntaba a la frente, tragó saliva con dificultad y respondió:

—Acababa de entregárselos cuando ustedes entraron...

—Muy bien —dijo el tipo, con ironía, y desvió sus ojos hacia Dick Spencer—. Vamos, amigo, escupa la pasta —ordenó,

Dick no se movió.

Desde que los individuos irrumpieron en el despacho, había estado esperando que tuvieran el menor descuido, para arrojarse al suelo y tirar de su revólver, pero los tipos no se descuidaron en ningún momento, negándole la oportunidad de hacerles frente.

—¿Es usted duro de oído, compadre? —gruñó el largo.

—No, oigo perfectamente —respondió Dick.

—El señor Turner acaba de decir que le entregó el dinero.

—Sí, es cierto —admitió el capataz de Los Bravos.

—¿A qué está esperando, pues?

—Este dinero no es mío, es de mi patrón.

—¿Y qué nos importa a nosotros? ¡Vamos, sáquelo de una maldita vez o le hago un bonito agujero en la frente!

Dick Spencer, serenamente, replicó:

—No creo que se atrevan a disparar.

—¿No...? —repuso con sarcasmo el sujeto espigado.

—La gente que hay en el saloon oiría los disparos y acudiría rápidamente —advirtió Dick—. Les sería a ustedes muy difícil salir con bien de esto.

—¿Olvida que tenemos también al señor Turner? El nos servirá de rehén, nadie se atreverá a disparar contra nosotros por temor a herirle.

—Y podremos salir tranquilamente de la ciudad, con los nueve mil dólares —agregó el regordete.

Dick Spencer tuvo que admitir que aquello era posible.

Sin embargo, se resistía a entregarles el dinero, un dinero que no le pertenecía...

—¿Qué decide, amigo? —apremió el tipo largo—. ¿Nos entrega la pasta por las buenas o prefiere que le matemos primero y se la quitemos después?

Dick Spencer, convencido de que aquellos individuos no amenazaban en vano, hizo un gesto de asentimiento.

—Está bien, les entregaré el dinero.

—Sabia decisión, compadre. Vamos, baje el brazo izquierdo con cuidado y saque los nueve mil machacantes.

Dick obedeció.

Cuando tuvo el sobre del dinero en la mano, extendió el brazo.

—Aquí están —dijo, esperando que el tipo largo se aproximara a cogerlo y se interpusiera entre él y su compinche.

Ese sería el momento oportuno para entrar en acción.

Sin embargo, el sujeto se quedó donde estaba.

—Arroje el sobre a mis pies, rápido —ordenó.

Dick Spencer lanzó una maldición para sus adentros.

Tras un ligero titubeo, hizo lo que le ordenaba el largo.

Este se inclinó para recogerlo.

Por un instante, dejó de mirar a Dick Spencer, porque sus ojos se dirigieron hacia el sobre del dinero.

Dick, consciente de que ya no se le presentaría una nueva oportunidad, se lanzó felinamente hacia su izquierda, con una rapidez asombrosa.

El sujeto regordete se puso a disparar como un loco, pero sus balas no alcanzaron al capataz de Ernest Howard.

Dick Spencer, antes de caer al suelo, ya tenía su «Colt» en la diestra.

Lo hizo funcionar dos veces.

El fulano regordete lanzó un alarido y se derrumbó, con dos agujeros en el centro del pecho.

Dick, cuando accionó el gatillo de su arma, no se estuvo quieto en el suelo, sino que rodó por él al mismo tiempo que disparaba.

Gracias a ello pudo esquivar los plomos que le remitió el individuo espigado.

Dick gatilleó nuevamente desde el suelo.

El tipo largo aulló angustiosamente cuando los proyectiles enviados por Dick Spencer se incrustaron en su cuerpo.

Se venció hacia atrás y quedó inmóvil en el suelo, boca arriba, con los ojos desmesuradamente abiertos, mientras su camisa se iba empapando de sangre.

La de su compañero lo estaba totalmente ya.

También era ya cadáver.

Dick Spencer se puso lentamente en pie, con el arma humeante todavía.

Miró a Bric Turner.

El dueño del salón estaba pálido.

Su rostro, sin embargo, reflejaba más estupor que otra cosa.

—¿Cómo..., cómo lo consiguió? —tartamudeó.

—Me acompañó la suerte, eso es todo —dijo Dick, enfundando su revólver.

En aquel momento se abrió la puerta y no menos de una docena de hombres penetraron en el despacho, con las armas empuñadas.

Entre ellos, los seis vaqueros de Los Bravos.

Todos se quedaron quietos, contemplando los cadáveres de los dos individuos que se cubrían el rostro con sendos pañuelos.

—¿Qué ha pasado aquí, Dick? —interrogó el rubio Steve Bonner.

Dick Spencer recogió el sobre que contenía los nueve mil dólares y respondió:

—Estos dos sujetos querían el dinero que el señor

Turner acababa de entregarme. Me vi obligado a liquidarles.

—Los tipos dispararon primero, pero Spencer esquivó sus balas y acabó con ellos —explicó Bric Turner—. Su capataz es un valiente, muchachos.

—Oh, eso ya lo sabemos —dijo el fornido Leo Miller.

—Lo que no sabemos es quiénes son estos pájaros —dijo el pelirrojo Alec Farrow, señalando el par de fiambres.

—Veámosles las caras —añadió Teddy Clayton, arrancando los pañuelos que cubrían el rostro a los individuos.

—Eran bastante feos... —comentó el veterano Chester Rooney.

—Sí, es cierto —convino el joven Jesse Davis.

—¿Los conocía usted, señor Turner? —preguntó Dick Spencer.

El propietario de Los Rudos cabeceó en sentido negativo.

—No los había visto en mi vida.

—Yo sí —dijo Figgs, el empleado del saloon, el que Bric Turner envió a su rancho en busca de Ralph Scott y de sus cow-boys.

—¿Estás seguro, Figgs? —preguntó Bric Turner.

—Sí, señor Turner. Ayer por la tarde estuvieron tomando unos whiskys en el saloon, yo mismo se los serví.

Sobrevino un silencio.

—Habrá que avisar al sheriff, ¿no, señor Turner? —dijo Dick.

—Sí, claro —asintió Bric Turner—. Ve tú mismo, Figgs.

El empleado salió del despacho, regresando poco después con Eli Patrick, sheriff de Laramie, un hombre de mediana edad, pero fuerte como un toro.

Tampoco el de la placa conocía a los tipos que yacían muertos en el despacho de Bric Turner.

Este le dio cuenta de todo lo sucedido.

El sheriff Patrick miró con admiración a Dick Spencer.

—Muy pocos hubieran intentado lo que usted intentó, Spencer. Y casi ninguno lo hubiera logrado.

—Yo tuve esa suerte, sheriff —respondió Dick.

—Bien, ¿cuándo piensan marcharse de Laramie?

—Mis hombres y yo necesitamos un poco de descanso, sheriff. Nos quedaremos en Laramie hasta pasado mañana por la mañana.

—Entonces, voy a darle un consejo, Spencer: vigile bien los nueve mil dólares. Podrían ser una tentación para alguien más.

—Seguiré su consejo, sheriff —sonrió Dick.

 

* * *

Bric Turner paseaba nerviosamente por su despacho, con el ceño fruncido, las manos a la espalda, y un enorme cigarro entre los dientes, el cual mordía con verdadera rabia.

Se detuvo al oír que llamaban a la puerta.

—¿Quién...? —interrogó.

—Ralph Scott.

—Adelante, Ralph.

La puerta se abrió y el capataz de Bric Turner entró en el despacho, con el semblante serio.

—Todo salió mal, Ralph —gruñó Turner, reanudando su nervioso paseo—. Rematadamente mal.

—Sí, ya me he enterado —dijo Scott—. ¿Cómo diablos pudo ese Dick Spencer liquidar a Bill el Piojo y a Sam el Mofletes? Resulta difícil de creer.

—Podrá resultar todo lo difícil que tú quieras, Ralph, pero es la pura realidad. En un santiamén envió al otro mundo a ese par de pistoleros baratos que contrataste en Cheyenne.

Ralph Scott emitió un carraspeo.

—No tan baratos, señor Turner —señaló—. Me pidieron doscientos cincuenta dólares cada uno por realizar el trabajo, es decir, por simular un atraco, dejar inconsciente de un golpe a Dick Spencer, y permitir que usted recuperara sus nueve mil dólares. Y en el caso de que Spencer les ofreciese resistencia, y tuviesen que darle el pasaporte, debería entregarles otros doscientos cincuenta dólares extra a cada uno.

—Pero como el pasaporte se lo dio a ellos ese maldito de Spencer, no cobrarán un solo centavo.

—Sí, eso es verdad. La cosa ha salido mal, pero usted no ha perdido nada, patrón.

Bric Turner interrumpió bruscamente su nervioso paseo y miró con ojos centelleantes a su capataz.

—¿Que no he perdido nada, dices...? ¿Acaso no continúan mis nueve mil dólares en poder de Dick Spencer...?

Ralph Scott sonrió levemente.

—Sí, es cierto, continúan en poder de Spencer. Pero él todavía sigue en Laramie, ¿no?

—Sí, estarán aquí hasta pasado mañana por la mañana —informó Bric Turner, mordiendo de nuevo el cigarro.

—Entonces, tenemos tiempo suficiente para preparar un nuevo plan que nos permita birlarle el dinero.

El propietario de Los Rudos hizo una mueca de escepticismo.

—Será muy difícil que salga bien, Ralph. Dick Spencer ya le ha visto las orejas al lobo y no se dejará sorprender nuevamente.

Ralph Scott sonrió más ampliamente.

—Confíe en mí, patrón. ¿Dónde están ahora Dick Spencer y sus hombres?

—En el hotel, aseándose un poco. Después de la cena volverán por aquí.

—Bien, ¿qué le parece si...?

Ralph Scott empezó a exponerle su plan a Bric Turner.